Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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13 de febrero de 2008

El obituario

El obituario me llegó por correo, una mañana de mucho calor. Lo presentí incluso antes de abrir el sobre. La carta escrita a mano que lo acompañaba era muy escueta, como hecha por obligación, creyendo quizás que el solo recorte de diario era incapaz de ilustrarme lo que había ocurrido.
Viajé un par de días después. Tomé un colectivo que tardó varias horas en dejarme de nuevo en casa. En mi ciudad. La que me vio crecer. Donde compartí mis juegos, mis primeros secretos, mis sueños nunca realizados.
Una suave brisa me recibió en una solitaria esquina. La mañana recién despuntaba y no había –prácticamente- nadie en las calles. A una cuadra observé gente esperando, quizás, un colectivo de fábrica. Pero nadie me vio a mí. Caminé escuchando mis pasos por las arruinadas veredas de mi Villa Constitución. Y a los pocos minutos me detuve frente a una puerta que estaba en todas mis noches.
La madera desgastada, la pintura saltada. El mismo timbre, que otrora luciera alto e inalcanzable, ahora me contemplaba en pícara calma. Pero no funcionaba, hacía años que era un simple adorno. Las raídas cortinas se movieron tras la ventana. Me estaba esperando. Su abrazo fue amor y reproche al mismo tiempo. Nos enjugamos las lágrimas, casi con solemnidad.
Tomamos unos mates. Amargos, como antes. La vieja pava seguía siendo vieja y eso me brindó tranquilidad. Al mundo lo pueden sacudir terremotos, arrasar incendios forestales, devastar guerras, pero hay cosas que no pueden cambiar, al menos para estar seguro que nada de lo vivido fue producto de la imaginación.
En el patio, la antigua cerca estaba en su lugar. El gallinero también, aunque vacío. Por un momento, fue espiar el pasado. Tuve que cerrar los ojos y sujetarme con fuerza, porque los recuerdos me marearon, llegaron con una intensidad tan grande que estuvieron a punto de derribarme. De repente había niños delante de mí y corrían y reían y eran tan felices… el sol los iluminaba y parecía jugar también con ellos; el mundo era de ellos, la vida no tenía límites, no había nada más...
El almuerzo estuvo bien y cómo no podía estarlo. No hay mejor comida que la que se hace en casa. Lo mejor fue la charla de la sobremesa. Me puse al tanto de todo lo que había pasado en este tiempo en la ciudad. La rotación de vecinos en el barrio, los arreglos en la plaza del centro, los conocidos que se habían postulado en cargos políticos que jamás me hubiera imaginado, los negocios que habían cerrado (¿en serio? preguntaba realmente sorprendido ante cada anuncio), los que habían abierto… ¡hablamos de tantas cosas!
Pregunté por mis amigos y supe de cada uno. Me alegré por ellos. No voy a ocultar que se me cayeron varias lágrimas, pero de felicidad más que nada. Quisiera verlos a todos, pero no creo que tenga la oportunidad. ¿Me querrían ver ellos? No sé, hace tanto que los dejé, que me fui; y ni siquiera crucé una carta ni una llamada por teléfono. Es que uno se engaña, se promete para el otro día lo que no es capaz de hacer en el momento y ese demorar se vuelve eterno y tonto. La estupidez es lo que nos hace humanos, tristemente.
Tuve toda la tarde para reflexionar, para comprender lo que había hecho bien y lo que jamás podría remediar. Hubo más mates, masitas caseras, riquísimas, la misma receta de siempre, con el aroma que recordaba impregnando el aire de la cocina y el sabor de la manteca mezclada con una pizca de limón acariciando el paladar.
Antes que cayera el sol, salimos a caminar. ¡Qué hermosa estaba la ciudad! ¡Sus calles, las casas, el color, las plazas! Muchas sorpresas, más lágrimas, más recuerdos. Hasta el puerto cabotaje ya no era el mismo, ahora estaba lleno de vida. Autos por doquier, rostros que me parecen traídos de un pasado muy lejano y que me cuestan identificar. Nadie me reconoce. Raro sería si lo hicieran. ¡Han pasado tantos años!
Mientras el sol se oculta, voy sintiendo un hormigueo por dentro. Una sensación de pertenencia me asalta y me abraza. La ciudad se vuelve parte de uno sin que nos demos cuenta; se transforma en nuestro lugar en el mundo, en el refugio dónde reposan los recuerdos, las caras amigas, las infancias ausentes. La ciudad, al final de cuenta, es uno, somos todos. Y el sentimiento nos liga y estrecha, nos rodea y resguarda.
Quiero ver todo al mismo tiempo, abarcar todo con la mirada. Todo deslumbra, todo brilla. Todo es nuevo y a la vez no. Nostalgia y presente se funden en una misma realidad, en un mismo sueño. Y la noche que comienza a caer. Y con ella, viene el aire fresco. La necesidad de buscar el refugio del hogar.
Entonces, comprendo, es el momento de la despedida; del último abrazo, las últimas lágrimas enjugadas al unísono. El momento de decir adiós a todas las cosas, de ver y mostrar, las últimas sonrisas. Todo será recuerdo muy pronto.
Dice querer acompañarme. Quiero rehusarme, pero al final cedo. Entramos juntos al cementerio. Mi piel está fría. Suspiro profundo y le pido seguir solo. Me entiende y me deja ir, como hace muchos años atrás, cuando dejé la ciudad, cuando me fui de ellos, de todos. Otra vez, no le quedó opción. Supongo, derramó nuevas lágrimas. No tuve el valor de girar la cabeza.
Cerré los ojos y caminé lentamente y así, me fui perdiendo entre la oscuridad y la niebla de la joven noche. Así me fui encaminando hacia la última morada.
No me voy a engañar, lo sabía desde hacía mucho tiempo, solo que me costaba asumirlo. El que había muerto había sido yo. El obituario simplemente lo confirmaba. La noche finalmente cayó con todo su peso y me borró de la realidad. Ahora soy parte de sueños, de recuerdos, hasta que un buen día, ya sólo quede el olvido. Hasta entonces, seré parte de la ciudad, de su gente, su memoria.

El sueño del hombre

La ciudad le pasa a su lado, y él, indemne al viento, olvida el sueño y emprende el camino. Lento. Desganado.
Por un momento, soñó ser pájaro. Viajar muy alto, ver todo con los ojos de un dios, caer en picada y sentir el cielo huyendo. Soñó con ser libre.
Ya con los ojos despiertos, deja atrás la calle que cada mañana lo ve partir. El sol abraza fuerte la tierra, la quema y el ardor se eleva en el aire. Está de nuevo en la tierra de sus días, de la que nunca despegó.
Cada día es un nuevo intento por vivir. Y para ello, debe sobrevivir. Triste juego de palabras que da por resultado realidad. Y en su tormento diario, el peso de ser alguien que no quiere ser.
Con existir no le alcanza, quiere ser una ilusión. Pero debe conformarse con ser una justificación. Debe ir a su trabajo, cumplir un horario, volver a su hogar y comprender. Comprender que hay un mundo alrededor. Y ese mundo es el que gira olvidándose de él. Como un carrusel sin sentido, que amontona polvo y engranajes desgastados en un último viaje circular. Pero interminable, cual pesadilla.
La vereda lo arrastra en la agobiante mañana. La ciudad camina a su lado, pero en sentido contrario, sin detenerse. Rostros conocidos, miradas familiares que despiertan cientos de recuerdos. Pero todos muy lejanos, como que llegaran de otra galaxia, de otra vida y no la suya.
Y en el repetir de sensaciones, esa soledad falsa, agobiante y descarada, que se infiltra en las grietas del inconsciente. Le oprime el pecho y clava puñales en el resto del cuerpo. Son aguijonazos. Pequeñas muertes. Pero desaparece como por arte de magia, el dolor llega y se va. Acaricia la herida, lame la sangre como un vampiro enamorado y elude cualquier pensamiento, para no volver. Y llega otro dolor, porque nunca es el mismo. Y la historia, minúscula, casi imperceptible, arrasa una y otra vez.
Y es allí, en esa interminable serie de compases que no escucha, de una música que nadie jamás ejecutó, donde desaparece para no ser más él. Y se transforma en el obrero que camina hacia su jornal.
Entonces, su verdadero yo, el que anhela ser libre, se encarama en el primer rayo de sol y le roba las alas a un espejismo y sueña.
Sueña que vuela y se funde en el cielo azul, dejando atrás el calor sórdido del infierno que baila bajo sus pies. Y suave, se confunde con una brisa y desparrama su ser sobre la ciudad. Allá abajo camina alguien hacia su trabajo y otros miles y miles con vaya saber que intención. En el aire, su corazón cobra vida porque él es libre, y la ciudad, cada vez más chiquita, parece sin embargo mucho más grande.

Sobresalto

Me desperté agitado, confundido, sin saber dónde estaba. La sensación de agobio se combinaba con la de falta de aire; el sudor seco del miedo acariciaba con frialdad la piel. Tragué saliva, volví a mirar. A mirar intentando ver. Escudriñé mi cuarto y sus sombras de siempre. De a poco los ojos me fueron devolviendo la realidad. Más calmado, moví un primer músculo y luego todos los demás se relajaron. Encendí la luz del velador. Todo estaba como debía estar. Los muebles en su lugar, las telas de araña en sus respectivos rincones y el televisor en su endeble pero fiel mesa. El mundo seguía en órbita y la tranquilidad me abrazó en silencio. Suspiré y volví al sueño.
La sangre que corría sobre los pisos de las habitaciones lindantes, fue en todo momento ajena a mí.

9 de febrero de 2008

Decisión

Me sucede muy a menudo que cuando camino por la luz, siento mi interior oscuro. Entonces, me cruzo a la sombra, pero por desgracia cuando lo hago, una especie de ceguera blanca me ataca y destellos furiosos me obligan a salir hacia donde me ilumina el sol. Caminar se convierte en una disyuntiva: el malestar interno o el dolor físico, el sentirme mal o el miedo a quedar ciego. Es así que motivado por razones más que comprensibles, e intimidado a un grado de cobardía inédita en mi persona, he optado por lo más saludable: No volver a caminar.