Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

30 de noviembre de 2013

La maldición de la sábana de abajo

El lunes terminaron las vacaciones para ella, pero no para él. Aún le debían un par de días en el trabajo y decidió tomarlos para terminar con algunos arreglos en la flamante casa a la que se habían mudado.
- ¿Estás seguro que no querés que ordene un poco el dormitorio antes de ir a trabajar, cariño? - preguntó ella por última vez, mientras metía dentro del bolso un lapiz labial y un sujetador para el cabello.
- No, amor. No te preocupes. Andá tranquila, que me hago cargo.
Nunca pensó él, Esteban, de treinta largos años, especialista en radiología, que ordenar el dormitorio se le tornaría tan cuesta arriba, pero comenzó a sospechar un poco cuando supo que no sabía donde debía ir la ropa desparramado sobre las sillas.
¿Es que acaso esa ropa tenían algún lugar en especial o podía ir a parar a cualquier cajón? Su mujer solía dejarle la ropa sobre una silla, prolijamente ordenada. Desconocía de qué lugar exacto del armario salía. Lo mismo con la ropa de ella. Estaba seguro que colocarla en un lugar erróneo, sería motivo para un reproche.
Finalmente reflexionó sobre la condición en que las encontró, sopesó la cuestión de la limpieza y decidió una maniobra arriesgada, pero segura: todo a un fuentón y al lavadero, ropa para lavar. Luego su mujer le diría si la totalidad o alguna de las prendas realmente tenía ese destino, pero al menos, no habría reproche, muy por el contrario, había en su intención, una muestra de pulcritud que sumaba puntos.
Una vez desaparecida la ropa de su vista, se detuvo frente a la cama. Tenía dos opciones. La primera, tenderla sin desarmarla, es decir, estirando los pliegues, alisando las sábanas, cubriendo con las frazadas. La otra, más complicada, pero que era lo correcto, quitar todo y volver a acomodar cada parte prolijamente.
Tomó la segunda opción. Hizo un bollo con las sábanas y colchas y las arrojó sobre la alfombra. Suspiró mientras contemplaba el colchón desnudo. Era hora de vestirlo. Hurgó entre las telas que había arrojado a un costado y buscó la sábana de abajo.
La reconoció de inmediato, porque era la que tenía elásticos en las esquinas. Cuando la tuvo entre las manos, recordó que había un juego para estrenar, regalo de una prima lejana de su esposa. Lejana porque vivía en el sur y había estado el mes pasado de visita.
Buscó unos minutos en el placard hasta dar con la bolsa de plástico transparente, con el juego de sábanas dentro. Eran azules, con un estampado pintoresco, con las posiciones del kamasutra. Sonrió con picardía. Dudó entre poner a lavar o no las sábanas que había sacado. Era la solución rápida y elemental, salvo que recordaba que su mujer las había puesto la tarde anterior.
¿Volvía a guardar las sábanas con el kamasutra o en lugar de eso, doblaba las que estaban usando y seguía con su plan de reemplazo? Las segundas opciones seguían con éxito en su mente.
Plegó con velocidad la sábana superior, las fundas de las almohadas y las metió en la bolsa que había desocupado. Quedaba la sábana de abajo. Doblo esta y sigo, pensó confiado Esteban. Pero al buscar las esquinas para unirlas, como había hecho con las demás, se encontró con la sorpresa de no poder hacerlo.
- Puta madre, son esquinas redondas - le dijo a la habitación.
Buscó la manera de plegarlas, pero no les quedaban igual. Pensó en hacerlas un bollo y meterlas así dentro de la bolsa plástica, pero muy a pesar suyo, no lo hizo.
- Mirá si la voy a cagar así, quiero hacer todo bien, para complacer a Gabriela, y voy a dejarla hecha un bollo... ¡por favor! - dijo en voz alta, mientras buscaba una solución al problema.
Trató doblándola al medio primero, luego de haberla estirado por completo sobre el colchón, pero siempre que llegaba a la puntas, el doblez perdía compostura y la labor perdía forma.
- ¿Cómo mierda es? - se preguntaba, al borde del abandono.
Fue entonces que vio el cartón con la marca de las sábanas del kamasutra, suelto dentro de la bolsa plástica transparente, donde había colocado las que había sacado de la cama. En rojo pudo leer un número telefónico.
- ¡Un 0800 para consultas! - agradeció abrazándose al teléfono.
Sin miedo al ridículo, marcó el número completo. Aguardó unos segundos y quedó en línea, soportando una melodía demasiado acaramelada, que supuso, sería algún hit del momento, que por supuesto, él desconocía. Para Esteban, más allá de Metallica, no existía la vida musical.
- Hola, habla Patricia. ¿En qué puedo ayudarle?
- Hola Patricia, mirá, tengo un problema con una sábana...
- ¿Una de nuestras sábanas, señor?
- Si, si, una de ustedes - mintió Esteban, que estirando de reojo leyó la marca en el cartón - Marca Violetitta, con dos T. Es decir, con tres, pero dos juntas. Vos me entendés.
- ¿Le ha venido con alguna falla, no es el tamaño correcto... podría especificar el problema?
- Si, mire. No, cómo venir, ha venido bien. Al menos, a mi me parece. El problema es otro. Es en realidad con la sábana de abajo. Quiero guardarla y no sé como doblarla.
- No sabe como doblar la sábana de abajo...
- Eso mismo. No me sale. Y por lo que veo, no ponen ningún manual ustedes en la bolsa.
- No, no ponemos. Es que se imagina, poner instrucciones para colocar unas sábanas...
- No, no. Poner las sábanas, las pongo. No le he dicho que tengo problema para poner las sábanas. Sino para doblar la de abajo. La que tiene las puntas redondas...
- La elastizada, si señor.
- Esa, la elastizada.
- ¿Y usted necesita que le enviémos un manual?
- ¡No! Por favor, mire si voy a pedirles eso. Lo que quiero es que me explique. Vea, tengo que dejar el dormitorio arreglado y esto me está demorando. No se preocupe por el manual, en todo caso, me lee la parte donde explica esto que le pido.
- Es que no hay manual, señor...
- Bueno, si hay o no hay, es lo de menos. Me imagino que puede explicarme como doblar la sábana de abajo. Digo, estoy llamando al centro de atención de una fábrica de sábanas. Si no saben ustedes, quién más...
- Bien señor, voy a hacer lo posible.
- Gracias.
- ¿Tiene la sábana a mano?
- Aquí mismo.
- Bien.A ver. Extiéndala sobre la cama. ¿Está en la habitación, cierto?
- Si, ahí estoy. Pero espéreme, que pongo el manos libres y dejo el tubo por acá cerca... espéreme... ¿me escucha Pamela?
- Patricia.
- Patricia, disculpe. ¿Me escucha? Mire que me voy a alejar un metro más.
- Lo escucho bien.
- Ya estoy en la cama. ¿Extiendo la sábana?
- Si, a lo largo. Así identifica las puntas.
- Listo.
- Que los pliegues queden hacia arriba.
- Hecho.
- Ahora busque los pliegues inferiores, introduzca una mano en una esquina, y la otra, en la restante. Lleve la...
- Espere, espere... ahora si.
- Lleve la esquina derecha, hacia la esquina izquierda, que quede dentro.
- ¿Dentro de qué?
- Una esquina dentro de la otra esquina.
- Pero eso es impo... ¡ahí está! Bárbaro.
- Haga lo mismo con el otro extremo.
- Hago lo mismo...
- ¿Ya lo hizo?
- Espere...
- Usted me dice.
- Ya.
- Bien, ahora trate de juntar los extremos y como hizo antes, hacer que uno de los mismos, quede dentro del otro, para que le quede una forma de triángulo, que si usted despliega nuevamente sobre la cama...
- ¡Ey! ¡Más despacio!
- Junte los extremos.
- Si, ya va, no me apure.
- No lo apuro.
- Si, lo hace.
 - Le juro que no.
- No jure al pedo.
- ¿Seguimos?
- Le digo que me espere. Acá tengo una punta suelta.
- ¿De qué extremo?
- No sabría decirle, me perdí.
- Vea de donde se salió y póngalo de nuevo.
- Cómo si fuera tan fácil.
- Lo es, no se ponga nervioso.
- ¡No estoy nervioso! ¡Usted me pone nervioso!
- Yo solo trato de ayudarlo.
- ¡Y una mierda!
- Le pido respeto señor, estábamos hablando bien hasta recién.
- ¡Pero a usted no se le desarmó la sábana!
- Sabe, no es mi culpa que usted sea un pelotudo.
- ¡Claro, el pelotudo soy yo! ¿Y usted, una viva bárbara con teléfono?
- Váyase a cagar...
La mujer colgó con rudeza.
Esteban corrió hacia el teléfono, que estaba sobre la mesa de luz y lo sostuvo con fuerza, para luego arrojarlo contra el colchón.
- ¡Pero qué carácter, che! ¡Y todo por una sábana de mierda!
Se dirigió hacia la cama y estudió los dobleces que había hecho como si fuese un hecho científico. Después de cinco minutos, encontró la forma de volver la punta a su lugar.
- ¿Y ahora cómo sigue?
Miró el teléfono con recelo.
- Me va a mandar al carajo.
Buscó de nuevo el cartoncito y marcó otra vez. La musiquita de espera dio paso a una voz, pero no a la misma de antes.
- Si, disculpe. Estaba hablando hace un rato con una chica, Penélope...
- ¿Penélope? No hay ninguna Penélope acá.
- Era con Pé. Pamela, Patricia, Pandora...
- Patricia.
- Si, Patricia. Le quería pedir disculpas, recién...
- Ah, fue usted quién la trató mal. ¿Sabe algo? ¡Váyasealareputamadrequeloparió!
Otra vez la línea muerta, otra vez el teléfono cortado. Una vez más, la bronca.
Se sentó sobre el colchón. Minutos después, apartó la sábana de abajo, buscó el nuevo juego, tendió la cama, ordenó las almohadas y acomodó las dos mesas de luz.
Se llevó la sábana de abajo a medio doblar hasta el living y la colocó sobre la mesa ratona. Siguió estudiándola un buen rato, como si se tratara de un tablero de ajedrez con una partida en juego. Por más que le dio vueltas, no hubo caso.
La dejó allí y se olvidó del asunto. O al menos, eso intentó. Cuando por la tarde regresó del trabajo su mujer, lo primero que hizo, fue preguntar por las sábanas.
- Amor ¿que hacen las sábanas acá?
- Me olvidé de guardarlas - se excusó - En realidad, las traje acá porque me costaba encontrarle la vuelta para doblarlas, te iba a preguntar si tenían algún truco.
- ¿Truco? La verdad que siempre las guardé hechas un bollo. No tengo paciencia para esas cosas. ¿No viste que las dejo revoleada por ahí? Mirá, si justamente hoy recibimos un caso de maltrato en la oficina, una empleada de Violetitta, viste la fábrica de sábanas, bueno, parece ser que un loco la acosó telefónicamente con la excusa de una sábana de éstas, ¿vos podés creer? ¿Y quién es la abogada suertuda que va a tener el caso? Mañana me dan los datos, tienen el teléfono del pelotudo. ¿Esteban, estás bien? ¿Esteban, que te pasa?

27 de noviembre de 2013

Dos coches, una esquina, un semáforo y un disparo

El coche se detuvo en la esquina, respetando el semáforo. Pero cuando tuvo luz verde, permaneció allí, aún con el motor encendido.
Se escucharon las bocinas del vehículo de atrás, que al cabo de treinta segundos, herían los oídos. Fue entonces que salimos a la vereda. Habíamos visto lo anterior desde la ventana del bar.
El conductor del otro vehículo se bajó y caminó pesadamente hacia el que lo obstaculizaba. Llevaba en el rostro la impronta de la violencia.
- La puta madre, no oís que te estoy...
Escuchamos el disparo. Primero, en realidad, fue el fogonazo, luego el estruendo. Pero casi simultáneamente, aunque esa fracción de segundo entre una cosa y la otra, lo hizo más impactante y traumático.
La persona que había bajado de su auto, voló hacia atrás y cayó sobre el asfalto. Aún aturdidos por el sonido del tiro - un escopetazo, cosa que estamos convencidos hasta el día de hoy - no pudimos escuchar el del cuerpo al caer.
Pensamos, y cada uno lo hizo, según coincidimos más tarde, en que luego de aquello, el vehículo detenido pero con el motor en marcha, saldría acelerando. En lugar de eso, permaneció allí, como si nada hubiese pasado.
Nos miramos, pero no atinamos a avanzar. ¿Y si disparaba contra alguno de nosotros? No podíamos ver si la otra persona había muerto. Teníamos el coche que nos impedía ver. Dentro del mismo, por más que tratáramos de ver al conductor, solo nos encontrábamos con la oscuridad del vidrio polarizado.
Cuando llegó la policía, alertada del disparo, rodearon con sus patrulleros la escena. A gritos y desenfundando sus armas, se acercaron al coche. Nosotros les gritábamos que había un herido o muerto, que lo ayudasen, pero estaban enfocados en el coche de adelante.
Llegaron hasta la puerta del conductor y del acompañante al mismo tiempo. Las abrieron sincronizadamente y apuntaron sus armas hacia el interior. Fuimos testigos desde la vereda de lo mismo con lo que se toparon los policías.
El interior estaba vacío. Alguno diría después que pensó que el atacante se había escondido en el asiento de atrás, que de un momento a otro aparecería disparando. Pero dentro del vehículo no había nadie.
Nos acercamos. Estábamos consternados, no podíamos comprender en que momento había huído de la escena. Pero aún faltaba lo otro. Lo que nos dejó helados. En la calle, donde imaginábamos un cuerpo sobre un charco de sangre, solo había asfalto.
Uno de nosotros le dijo a un policía que allí, en ese lugar, había caído el conductor del vehículo que estaba detrás, a causa de un disparo propinado por la persona que manejaba el auto de adelante.
Los uniformados de azul revisaron ambos coches, detuvieron los motores y más tarde mandaron a llamar a los remolques para llevárselos al corralón policial.
Nosotros permanecimos allí, dentro del bar, hasta muy entrada la noche. Ninguno habló demasiado, y el que lo hizo, fue para conjeturar alguna explicación que nadie creyó. Nos despedimos hasta el día siguiente, pero ya nadie volvió. Al menos a ese bar. Ahora nos juntamos en otro, lo suficientemente lejos.
Hay algo en esa esquina que aún nos espanta.

24 de noviembre de 2013

La niebla

La niebla sobre la pradera era su única salvación, pero aún quedaba por delante el bosque. El galope del caballo era salvaje y torpe, como sus manos, que apenas podían conducirlo. Podía escuchar los gritos a su espalda, casi arrancados de una pesadilla, extirpados de una noche fantasmal.
En vano miró por sobre su hombro, la imagen lo aterró aún más. Los esqueletos que montaban los pura sangre parecían reírse con las mandíbulas exageradamente abiertas mientras bladian al aire sus largas espadas, que así, contra el cielo negro, parecían relámpagos apuntados hacia las estrellas.
Cruzó el arroyo y supo que estaba a mitad de camino y que cuando llegara la niebla, otra sería su suerte. Allí se perdería de la vista de sus perseguidores. Conocía el camino de tal forma que estaba seguro de poder galoparlo con los ojos cerrados. Pero debía llegar...
Sintió algo que pasó silbando por encima de la oreja izquierda y luego, el sonido inconfundible de una flecha clavándose en un árbol del sendero que delimitaba el bosque. Sus esperanzas de llegar a salvo se reducían, las flechas comenzaron a surcar el cielo.
Recordó los consejos de su padre, cuando era apenas un niño y la campiña parecía un extenso jardín donde pasaban horas y horas entrenando.
- Nunca vayas en línea recta. Muévete, no te quedes quieto. Muévete.
Con firmeza movió las riendas y el caballo fue de un lado a otro, sin desacelerar un segundo. Era vital mantener la carrera y al mismo tiempo, moverse de derecha a izquierda, pero sin seguir ningún tipo de patrón. Debía ser imprevisible, contar la ventaja de lo imprevisto.
La pradera estaba cada vez más cerca, podía incluso ver el manto blanco de la neblina, estirándose a lo largo de todo el horizonte, como si allí comenzara otro mundo totalmente diferente. En su caso, así lo creía. Aquella blancura en movimiento, lento y parsimonioso, era la diferencia entre la vida y la muerte.
Una de las flechas se clavó en el flanco derecho de su animal. Con rapidez, la arrancó y la arrojó al camino. Pudo ver con nitidez la punta de metal desprendiéndose de la piel, arrastrando consigo un buen caudal de pelaje y sangre. El caballo hizo saber su dolor, encorvándose apenas un momento, para luego proseguir su marcha instintivamente, entendiendo que demorarse era lo mismo a morir.
Por un instante pensó que rodarían sobre la tierra, pero el galope se mantuvo firme y constante. La niebla estaba a menos de doscientos metros.
La voz de su padre retornó a sus oídos, casi como si lo estuviera escuchando con esa veneración tan propia de cuando uno es pequeño y confía ciegamente en lo que enseñan los grandes.
- No temas a la niebla, pues la niebla es una puerta. No es lo que crees que es, sino lo que quieres que sea.
Un golpe de riendas apuró aún más las patas del animal, en un esfuerzo como jamás había visto.
Varios cuervos sobrevolaron la noche, deseando el peor de los finales. La luna se ocultó detrás de un cúmulo de nubarrones grises. Pero delante de sus ojos, la neblina se agigantaba, crecía como un mostruo ingobernable. Pero en sus fauces, sabía, estaría a salvo. Los dos, él y su caballo.
Miró por última vez hacia atrás y luego, la niebla se lo tragó.
Siguió galopando, sin temor al camino. Se aferró a las riendas, mostrándole firmeza al animal, que corría a ciegas. Pero él sabía donde debía dirigirlo. Poco a poco, los gritos que lo seguían se fueron apagando. De un momento a otro, el único galope era el de su caballo. La niebla se extendió un buen rato más.
Cuando se disipó, el panorama era otro. Los esqueletos jinetes estaban delante suyo y el que los perseguía era él. 
Los gritos, salían ahora de su garganta y el terror se había apoderado de esos seres de huesos, que sin entenderlo, huían por la supervivencia.
El guerrero sonrió con malevolencia y sacando de la montura su espada, la hizo girar en el aire para luego asestar el primero de los golpes, desarmando por completo la endeble estructura ósea de su víctima inicial.

21 de noviembre de 2013

Sirenas en la noche

El concierto de sirenas atraviesa la oscuridad como si nada. Es un estilete cargado de angustia, que la hace temblar a pesar de estar segura en su cama.
Dura apenas un instante, pero es suficiente. Cierra los ojos y aprieta fuerte los párpados. Piensa en sus hijas y las sabe durmiendo en la habitación contigua. Se imagina a su marido trabajando en la fábrica, en esa semana que hace cada mes en el turno noche. Se repite una y otra vez "están a salvo, están a salvo".
Pero el corazón sigue agitado. No puede dejar quieta su mente. Intenta aplacar las imágenes, pero éstas vienen, casi socarronas. Ve a sus dos hijas caminando por la calle, tras escaparse por la ventana; las ve riendo, divertidas por la travesura. Puede incluso sentir la brisa de la noche, bajo el pálido reflejo de la luna y escuchar el crujido de las baldosas, tras cada paso de sus pequeñas.
Se da cuenta que está tensa y que se ha aferrado de las sábanas con violencia. Le duelen las manos. Es que no puede evitarlo. Visualiza sombras que acechan a sus niñas, sombras que salen y muestran armas, atemorizan, atacan y lastiman. Pero es imposible, porque Nadia y Helena duermen en la habitación de al lado.
El sonido de las sirenas vuelve una vez más, pero solo en su cabeza. Sabe que han pasado por la calle hace unos minutos, haciendo gala de sus luces y ruido. pero aún retiene esa melodía salvaje, que parece brincar de un lado a otro, abriendo heridas, percudiendo la calma.
Ahora en la imagen al que ve es a su esposo. Por alguna razón camina en la noche, quizá con la intención de ir hasta algún kiosco a comprar cigarrillos. Aunque él no fuma, es probable que algún compañero lo haya mandado. Rodolfo es muy comedido. Se confía demasiado. Y en su mente observa como lo asaltan, despojándolo del dinero, de la vida.
Trata de recobrar la cordura. Ya no hay sirenas, sus hijas duermen, su marido trabaja. Se convence de sus palabras. Lo repite hasta el hartazgo. Suelta un poco el cuerpo, pero aún siente sus brazos tirantes, doloridos. Quiere soltar las sábanas, pero le parece una misión imposible. Y cuando por fin logra abrir las manos, entiende que no tiene nada agarrado. Que el dolor viene de las muñecas y que allí hay cinturones que la sujetan.
Patalea, pero sus piernas están inmóviles, porque otras correas la atan a la cama. Y al abrir los ojos, su habitación ha desaparecido, no está el armario, ni la cómoda, ni el cuadro con la fotografía del bautismo de las mellizas. No hay nada, ni siquiera el ventilador de techo que Rodolfo había colocado dos veranos atrás. En cambio, hay paredes opacas, que no dicen nada. O muy por el contrario, de a poco empiezan a decir todo.
Porque el susurro de la soledad se hace intenso, la noche cobra vida y las sirenas vuelven, como aquella noche, cuando la locura se hizo carne y la muerte fue una inesperada compañera. Nadie está seguro, nadie está a salvo. Ella lo sabe, ella lo hizo, ella lo paga, día a día, noche a noche. Cuando las sirenas vuelven, ella teme por los que ha matado, teme que escapen de dónde estén, le pierdan miedo a las desgracias y vengan a buscarla.
Porque la única culpable, según le dicen, no es la noche y su melodía discordante. Sino ella misma.

18 de noviembre de 2013

Visigodo

Cuesta despertarse cualquier día, pero aún más el día que uno cumple años. Es una rara certeza que siempre tuve. Es una jornada que uno desearía extensa, pero con una mañana larga, interminable, en la que la cama fuera la principal compañera y la tranquilidad una sabia consejera, que pide en breves susurros al oído que disfrutemos del sol que entra por la ventana, la tibieza de las sábanas, la sensación de ser dueños del día.
Pero es algo que se desvanece pronto, casi tan rápido como suena el despertador recordándonos que tenemos que ir al trabajo o a hacer tal mandado. Ocurre siempre, o casi siempre. Son apenas contados los cumpleaños que caen un fin de semana. Y con seguridad, en caso de darse la mano el destino con la vida, ese fin de semana tendremos alguna ocupación que nos obligue a despegarnos del colchón, desayunar meditando sobre las contrariedades de la existencia humana y la gran fortuna que tiene nuestro gato o perro de ser un gato o un perro.
Supe a conciencia que estaba despertando justamente en ese día único del año donde todos nos sonríen, nos hacen llegar mensajes de textos o correos electrónicos pintorescos, recordando por si uno lo ha olvidado, que está más viejo, más cerca de amigarse con el alemán que esconde las cosas, y una serie de chistes de ocasión que se reciben con gracia y solemnidad. Porque si para algo está el día del cumpleaños, es para abrirse al saludo efusivo de las amistades y conocidos, y con suerte, en una de esas, ligar algún que otro regalo. Caso aparte es la familia, cuyos saludos pueden llegar con un llamado telefónico mucho antes de sonar el despertador, con lo que el día arrancará con una indefinida mezcla de bronca y felicidad.
En mi caso, nada le ganó al despertador, salvo una inesperada necesidad de ir a orinar en medio de la madrugada, que se resolvió yendo de una disparada. Podría describirse la sensación al abrir - no del todo - los ojos, como de paz, de breve letargo, recibiendo el sol en el rostro a través de las cortinas blancas, demorando cada movimiento como si no fuese necesario el siguiente, haciendo perdurar incluso el bostezo mañanero que comienza con el desentumecimiento del cuerpo, tarea nada fácil de la que de manera instintiva intentamos, sin éxito, escapar.
Incluso las formas más habituales, del armario, del ventilador de techo, de la cómoda - nombre estúpido si lo hay para un mueble - se tornan indecisas, como si realmente no estuviéramos convencidos de querer verlas, postergando ese instante del que no hay vuelta atrás, que es el de afrontar la realidad y sabernos despiertos del todo.
Quizá fue eso, quizá la incomodidad de no creer lo que veía o bien, la certeza de no haber despierto, que para ese entonces, no podía ser posible.
Lo cierto es que parpadeé media docena de veces para luego estar seguro y entonces, horrorizado, pegar un salto desde debajo de las sábanas hasta el respaldar, golpeando con fuerza las costillas y rebotando con violencia, quedando de costado sobre la almohada. Todo, acompañado con un grito agudo, tirando a chillido, que ni en el intento más logrado de mi vida por aputazar la voz, había logrado jamás.
Al pie de la cama, sentado muy campante, mordiéndose unas uñas largas y sucias, había un ser asqueroso de feo, con la piel ajada, de un color rosa lastimero, el cabello revuelto y erizado, ojos pequeños y casi ciegos, harapos por ropa y una boca repleta de dientes amarillos a punto de caer.
La nariz, párrafo aparte, era una especie de garra de la cuál se desprendía, por unos orificios largos y oscuros, una especie de agua amarronada, que se deslizaba hacia la boca, donde terminaba su derrotero.
 De nada servía pellizcarse. Eso estaba ahí. Y como si recién se diera cuenta de mi presencia, ajeno a la escena que había hecho con gritos incluidos, el horripilante ser me miró.
- Que temprano te levantás, campeón - dijo para mi asombro - Es tu cumpleaños, quedate una horita más, yo te aviso.
Quise hablar pero me castañearon los dientes. No era frío, por supuesto. Estaba cagado hasta las patas. Me debe haber visto pálido o que los ojos se me disparaban para todas partes, porque rió (o eso entendí que hacía, moviendo los dientes con la boca abierta de tal manera que parecían estalactitas a punto de derrumbarse) y como si fuera un gato, se movió con agilidad sobre las sábanas hasta situarse muy cerca mío.
- No me digas que te asusté - se tomó el estómago o lo que tuviera en el lugar donde nosotros lo tenemos y se dobló en dos literalmente para seguir riendo - ¡Mirá que serás paparulo che! ¿No sabés quién soy?
Pensé en el diablo, en la broma de algún amigo muy hijo de puta, y no en mucho más. Lo veía y seguía sin creer que una cosa así se me apareciera en la habitación. De cerca era más espeluznante aún. Meneé la cabeza, en una negación rotunda.
- ¡Soy Visigodo, el duende de los cumpleaños! ¿En serio no me conocés? ¿Vivís en un termo?
Las palabras habían migrado de mi lenguaje, que no solo adolecía de sonidos, sino también de coordinación y coherencia. Solo moví los hombros. Visigodo se revolvió en el lugar, más que enojado, preocupado.
- Boludo, no me podés hablar en serio. ¿No me conocés? Pero la puta madre, para que tantos años de esfuerzo, de estar en el gremio, de hacer horas extras. Pero ojo, la culpa no es tuya. No. Es de los pelotudos que tenemos en Marketing. Promocionan muy poco. Siempre la terminamos remando nosotros. En fin... la cuestión es esta: soy un duende que cumple deseos en los días de cumpleaños. Por esas putas cosas de la vida, hoy te tocó a vos. Así que soy todo oídos. Decime, qué querés.
Me quedé tieso. Es decir, más de lo que estaba. Aquello parecía ser la broma de algún amigo, del Claudio quizá, que siempre estaba innovando, o del Rómulo. Aunque el Rómulo era más jeropa, por ahí la broma de él hubiese sido un stripper varón, como para que le tomara toda la bronca del mundo. Sin embargo, el bicho feo que estaba a centímetros de mis piernas, parecía real. Demasiado real.
Volví a tratar de decir algo, pero la lengua se empecinó en hacer parecer una frase, en un balbuceo sin sentido.
- No te oido piscuí, que me querés decir - dijo adelantándose aún más el tal Visigodo.
Finalmente, rompiendo las barreras del miedo y con el único deseo de espantarlo, alcancé a decir unas pocas palabras.
- No pensé en nada.
- Hubieses empezado por ahí, nene. Pensá tranquilo, que tengo todo el día.
¡Ah no! ¡Esto solo podía estar pasándome a mi! Un duende en mi habitación, el día del cumpleaños, cuando apenas empezaba a despertarme. Y por si fuera poco, un duende que no se iría hasta que le pidiera un deseo. Parecía fácil, hasta absurdo, pero en esos momentos, temblaba de miedo. ¿Y si eso estaba ocurriendo realmente? Porque una parte de mí, aún guardaba esperanzas que fuera un sueño. ¿Y si al pedir el deseo, traía aparejada una desgracia? Lo había leído en el famoso cuento de la pata de mono y en otro de Stephen King. Ningún deseo traía felicidad absoluta. Algo escondía muy en el fondo. Los deseos eran una trampa.
Coraje, me dije. Coraje.
- No quiero ningún deseo. Podés... podés irte - le dije, casi sin respirar.
- ¿Tu deseo es no tener ningún deseo? ¿O tu deseo es que me vaya? Veamos, ninguna de las dos peticiones serían posibles. Así que vamos, dale. Pensate algo bueno y decime. Que mientras más rápido liquide este trámite, más tiempo libre voy a tener.
Busqué sacármelo de encima y dije lo primero que me vino a la cabeza.
- Quiero una sociedad más justa.
No fue una buena idea.
Visigodo comenzó a hacer tumbas carneras y a matarse de la risa. Se le desprendieron al menos dos dientes, que luego buscó entre las sábanas y se volvió a colocar.
- ¿Me estás jodiendo, no? ¡Flor de bromista resultaste! ¡Sociedad más justa! ¿No querés también una clase política honesta y trabajadora también?
El duende lloraba de la risa, manchándome las sábanas de ese enchastre marrón que le salía de la nariz. La situación se me había ido de las manos.
- ¡Sos un utópico! - me gritaba, al tiempo que con las patas me tiraba el velador de la mesa de luz al suelo - ¡Sos un boludo de la gran siete vos!
Creo que en ese preciso instante le perdí miedo y le gané antipatía. Una cosa es saber que uno es un pelotudo a cuerda que se sigue creyendo los versos de los políticos y sigue votando la misma mierda elección a elección, pero otra es que te lo estampen así en la cara, como si fuera un tortazo. ¿Que tenía de malo pedir una sociedad más justa? ¿Y si acaso también se me daba por pedirle lo de los políticos honestos? Estaba en mi derecho de cumpleañero carajo. Por más que me acabara de enterar que existía un duende de cumpleaños, ahora quería mi deseo.
- ¡Visigodo! - lo llamé al orden - ¡Exijo mi deseo!
El duende tardó en dejar de reír. Tuve que esperar al menos veinte minutos más. Se detuvo. Me miró y comenzó a reír de nuevo. Quince minutos después, me gané su atención.
- Repito, quiero mi deseo.
- ¿Estás seguro? - preguntó Visigodo, acomodándose otra vez al pie de la cama - Mirá que una vez que agito la nariz, no hay vuelta atrás.
Con el miedo totalmente derrotado, avasallado por un lado que desconocía en mí, inflé el pecho y sintiéndome el más patriota de los patriotas, el más buen tipo del país, en el más justo de los justos, dije con énfasis ¡Si!.
Y acá aparecí, en otro planeta, a no sé cuántos millones de años luz de la Tierra. Debo reconocer, fui a parar a una sociedad más justa. Incluso, me están tratando muy bien, a pesar que me miran con asco y me tienen algo confinado a un sector delimitado. Pero la pucha, qué precio he pagado. Maldito Visigodo, ya te quiero ver en mi próximo cumpleaños. Aunque ignoro si hará delivery interespacial.

15 de noviembre de 2013

Extraño suceso en un descampado cercano

El domingo pasado, mientras caminaba hacia mi casa, una luz intensa encandiló un descampado cercano. Era una luz brillante, que sin embargo no me obligó a cerrar los ojos. El lugar estaba a cien metros y a pesar de la distancia, de los árboles que se interponían en mi vista, pude ver todo con claridad.
Miré a mi alrededor, esperando toparme con más testigos de aquel fenómeno, pero la zona estaba desierta. Al consultar el reloj, supe la causa: eran las dos de la madrugada. No podía creerlo, si un rato antes había salido de la cancha, y no habían pasado más que treinta o cuarenta minutos como máximo. Y por si fuera poco, el reloj había dejado de marchar.
En la zona iluminada creí ver humo. De inmediato comprendí que estaba equivocado, aquello era una especie de gas, algo proveniente de alguna máquina. La duda fue efímera. Una gran nave irrumpió sobre el poco verde de aquel lugar, profiriendo una serie de sonidos difíciles de describir. A pesar de su tamaño, y de ese gas que la envolvía, apenas si movió las hojas de los árboles cercanos. Lo que tenía delante de mis ojos, no era de este planeta.
Ese fue mi primer pensamiento. Me paralicé por completo. O eso creí. Porque cuando presté atención a mis movimientos, estaba caminando hacia el lugar.
La nave era cada vez más grande. Cobraba proporciones a medida que me acercaba. Su apariencia era la de un gigantesco panal de abejas, cuya parte superior se perdía en la oscuridad de la noche. Podía divisar en la superficie de la enorme máquina, pequeños rectángulos iluminados, que bien podía calificar de ventanas o escotillas. De todas maneras, no pude distinguir el interior de la nave a través de las mismas.
Algo se desprendía de aquel aparato. Una radiación, rayos gammas, un aura, no podría afirmarlo. Pero lo que veía a través de ese algo, parecía diferente, como desdibujado y al mismo tiempo, mucho mejor definido. Los árboles no parecían árboles, pero en cambio, podía apreciar en detalle las nervaduras en las hojas, cada ser viviente en las ramas y las grietas de las cortezas.
El suelo, mezcla de gramilla seca con sobrevivientes hojas verdes, sobre tierra seca ante tanta sequía, parecía haber ganado en brillo y pisarlo me daba la sensación de estar cometiendo un sacrilegio.
Llegué hasta la mismísima nave. Aunque parezca mentira, no sentía miedo ni curiosidad. Era un impulso. Quería tocar esa aparición de la nada. Confirmar que era verdad, que nada de lo que estaba pasando formaba parte de un extraño sueño. Estiré mi brazo izquierdo, abrí la mano, llevé los dedos hacia la nave. Y entonces todo desapareció. Me encontraba de golpe frente a Juliana, la chica que me gustaba, apretándole una teta con la mano izquierda, en el zaguán de su casa. Me surtió tal sopapo que me hizo girar en el lugar.
Aún al día de hoy, a casi una semana, no cree en mi versión.


12 de noviembre de 2013

Competitivo

Eriberto era un tipo muy competitivo. Cuando salía a caminar, apuraba el tranco para llegar antes a las esquinas que las demás personas, en una carrera ausente de reglas. O se detenía a preguntarle a quién tuviera cerca sobre el color del próximo auto que pasara por allí, con el fin de apostar por uno distinto y ganarle la predicción al desconocido.
De muchas mañas, ventajero y mal perdedor, Eriberto era un caso único en el barrio, de esos que entran en la categoría de "bicho raro". Solía subía al colectivo con la intención únicamente de bajar antes que cualquier otro, por más que eso significara descender a las dos cuadras.
Si paraba a comer un pancho en algún puesto ambulante, trataba siempre de ponerle más cantidad de aderezo de lo que utilizara la persona más cercana a su ubicación. Y si bien esa otra persona jamás se enteraría que participaba de una competencia, para Eriberto el triunfo era completo y podía apreciarse por los gestos que hacía.
El bar frente a su casa era su oficina al atardecer. Allí, café de por medio, apuntaba en una libreta todos los logros del día. Era difícil imaginar una jornada sin victorias. 
Hasta ese sábado, con el cielo algo plomizo amenazando de lluvias. La gente había salido en su mayoría con paraguas, temerosa de una tormenta. Él se había propuesto hacer veinte cuadras y regresar a su casa. El objetivo era llegar antes que lo agarrara el agua.
Estuvo a punto de lograrlo, pero otro desafío se interpuso en su camino. Dos niños habían armado una especie de skate con un cajón de madera y se lanzaban a toda velocidad por una calle en pendiente. Eriberto no se dio cuenta, pero las primeras gotas estaban comenzando a caer. Observó el semáforo en la esquina y le pareció buen lugar para definir la meta.
Echó a correr por la vereda, mirando encima del hombro: los niños venían rápido. Una gota le cayó justo en el ojo provocándole dos pensamientos. El primero, que no había podido llegar a su casa antes que comenzara a llover. El segundo, que no debió haber cerrado los ojos tan instintivamente.
Sintió el impacto contra un árbol con violencia. La nuca rebotó contra las baldosas y percibió de inmediato que algo se desprendía dentro de su cabeza. Escuchó como los chicos pasaron muy cerca, gritando de algarabía, sin dudas jactándose del triunfo. La lluvia se hizo en ese momento intensa, al mismo tiempo que llegaba gente al lugar donde había caído. Escuchó voces de preocupación, el grito de una mujer y alguien que decía ¡cuánta sangre!.
El cielo se fue oscureciendo, poco a poco y las voces apagando. Supo lo que pasaba. No podía evitarlo. ¿A cuántos le estaría ganando en ese instante? ¿Millones? ¿Billones? Imposible de determinar. Pero le ganaba a muchos en la carrera que jugamos todos, camino a la muerte.

9 de noviembre de 2013

Cualquier cosa

Dicen que el cerebro humano puede hacer cualquier cosa si se lo propone. Cualquier cosa. Pero se necesita empeño, mucha práctica y decisión.
Durante años estuve encerrado en la habitación estudiando la manera, la forma de lograr mi propósito. Fueron horas y horas quemándome las pestañas, leyendo todo apunte que se me cruzara por delante, ensayando variantes, programando en la pantalla de mi computadora, buscando el éxito, el resultado óptimo que me permitiera finalmente descansar.
Y lo logré. El enigma había sido develado. Escribí el mensaje de texto con manos temblorosas. Conecté el celular al ordenador, le cargué el software y recién entonces, envié lo que había escrito.
Los datos viajaron encriptados en el tiempo y volvieron a rearmarse en un mensaje de texto diez años atrás. Lo supe porque en ese instante todo a mi alrededor desapareció y en su lugar, apareció una inmensa playa y junto a mí, sobre la arena, estaba ella, sonriéndome, como si la vida no hubiese pasado, como si los hechos hubiesen sido otros. Y es que, de repente, lo habían sido.
En mi mente el pasado apócrifo comenzó a desvanecerse, como un mal sueño que empezaba a ser olvidado. El último recuerdo era un mensaje de texto, algo borroso, que decía "no te suicides hoy mi reina, que en la vida no hay imposibles, juntos podemos hacer cualquier cosa". 

6 de noviembre de 2013

Escape bajo el sol

El sonido de las sirenas policiales no debían asustarlo. Los vehículos se oían distantes, perdiéndose en alguna ruta errónea, quizá en busca de pueblos cercanos. Los maizales, elevados al cielo, lo hacían prácticamente invisible.
Siguió caminando sin preocuparse por ser visto. El calor agobiante parecía rebotar contra la tierra y volver con mayor fuerza desde abajo. Con sus manos se abría paso en el sembrado. Las hojas y ramas del maíz laceraban de todas formas su cuerpo. La piel iba adoptando de a poco el color funesto de la sangre.
Por más que buscara con la vista algún claro que le indicara que estaba cerca de un camino alternativo o zona de monte, lo único que abarcaba con macabra resignación eran campos y más campos.
Maíz, soja, trigo, incluso alfalfa. Todos los cultivos del mundo parecían estar allí. Pero no divisaba gente trabajando la tierra, ni tractores o cosechadoras ocupando una porción mínima de aquella inmensidad. No podía precisar si esto era extraño o no, desconocía todo al respecto del campo, de sus épocas, sus horarios.
De lo poco que sabía, en realidad, era de hacer sufrir a otros. En eso era bueno. O al menos, lo intentaba. Ahora caminaba entre surcos donde habían sembrado soja. Algunas gotas de sangre iban cayendo a su paso y desaparecían de inmediato en la tierra, que absorbía con celeridad la humedad, necesitada de alguna lluvia providencial.
La última vez que había observado por encima del hombro no había encontrado rastros del maizal por el que había pasado un par de horas antes. Mucho menos, de los caminos que había cruzado. No sabía cuánto había avanzado, pero podía estar seguro que se había alejado lo suficiente como para poder pasar la noche sin sobresaltos.
Pero el atardecer se hacía esperar. El sol se mantenía recalcitrante en lo alto. Cada paso era un esfuerzo mayor. Los pies estaban completamente lastimados. Ahora anhelaba un calzado. La ropa no le importaba. Ni siquiera si más tarde refrescaba. Podía afrontarlo. Pero sus pies destilaban sangre en forma constante.
Miró hacia arriba. Todo era celeste. No había nubes que lo protegieran un instante. Tampoco árboles que le dieran un momento de sombra ni soplaba la más mínima brisa que le permitiera un respiro.
Volvió a estudiar el horizonte. Campos y más campos. El paisaje era siempre el mismo. Se estaba internando cada vez más en la llanura. Le extrañaba que nos sembrados continuaran. No veía caminos, ni estancias, ni maquinarias. Pero allí estaba el maíz alzándose, muy señorial, enfrentando al sol. O la soja, con su espléndor verde de cara al cielo. Lo mismo que el trigo y la alfalfa.
Supo que estaba perdido. El calor además le daba sed y dolor de cabeza. Pronto comenzaría a perder la razón, si es que no conseguía un lugar donde beber y descansar, a salvo de ese sol maléfico, carente de clemencia.
Creyó sentir las sirenas de los autos policiales. Observó hacia cada punto cardinal, buscando indicios de algún camino, de alguna salida. Pero solo vio lo mismo que venía viendo desde las últimas horas. Pero el ulular de las sirenas era real, podia sentirlo. E incluso, era cada vez más intenso. Como si el coche viniese marchando en los maizales linderos, oculto a sus ojos.
Pero no escuchaba el sonido del motor, solo las sirenas. Siguió caminando, ganando terreno. Si el vehículo estaba cerca, no podía dejarse atrapar, de ninguna manera. Sentía ahora el esfuerzo acumulado desde la noche, la tensión de las horas previas, el momento de la fuga.
Las piernas parecían dos postes de cemento, que apenas podía mover. Sus pies lastimados, respondían con lentitud a las órdenes. Tropezó un par de veces y no besó la tierra solo porque un resto de fuerzas en sus brazos logró evitarlo.
Avanzó lo que le pareció una eternidad, urgido por la necesidad de encontrar un lugar para descansar. Pero al levantar la vista, vio más de lo mismo. Entonces, enfurecido, gritó con bronca, insultando a viva voz al cielo y al infierno.
El desahogo lo dejó sin energías. Se rindió ante la naturaleza, hincando las rodillas en la tierra arada. El sol irradiaba calor con más persistencia y los sembrados habían intensificado su color. El celeste del cielo brillaba tanto, que se había tornado azul. Incluso el sonido había vuelto. Otra vez esas sirenas, clavándose como un puñal en sus tímpanos.
Se tapó las orejas con las manos y se dejó caer al suelo. Estaba a merced de la libertad, prisionero de un derrotero fuera de la ley del que parecía no poder escapar. Lloró como un niño, entre hojas de maíz y alfalfa.
Y a pesar de suplicar perdón, prometer redimirse, el día jamás dejó de ser día y los campos, dejaron de ser campos.

3 de noviembre de 2013

Escritor que atrasa

El señor de cabello ralo y entradas pronunciadas ingresó sujetando con fuerza bajo el brazo un maletín de cuerina marrón. Buscó un turno en la mesa de entrada y se acomodó en una silla, a aguardar que lo llamaran. Esperó cerca de media hora, sin apartar jamás la mirada de la pantalla luminosa, donde leds de color rojo le daban forma a los números que iban llamando.
Cuando llegó su turno, se puso de pie de inmediato. Caminó urgente los metros que lo separaban del mostrador. Un joven de aspecto desprolijo, pero a la moda, lo recibió con un saludo. El hombre no perdió tiempo y fue al grano.
- Vengo a registrar esta novela - dijo al tiempo que extraía del maletín de cuerina marrón un manojo importante de hojas, anilladas sobre el margen izquierdo.
El joven observó la primera página y luego miró al hombre que tenía adelante.
- ¿Rayuela?
- Si. ¿No le gusta el título?
- Es que ya existe un "Rayuela". La novela de Cortázar.
- Perdón... ¿de quién?
El muchacho sonrió y observó hacia sus compañeros, esperanzado que alguno hubiese escuchado la pregunta, pero todos estaban muy pendientes de las personas que atendían en sus trámites.
- Cortázar. ¿No le suena?
- No, francamente no. Leo muy poco, sabe.
- Claro. ¿Diarios tampoco? Digo, puede que lo haya leído, o bien oído nombrar en la radio o en la televisión.
- Creo que si hubiese escuchado algo de esa persona, me acordaría.
- Bien señor...
- Palacios. Wilmar Palacios.
- Palacios, bien. Mire, me va llevando este formulario, mientras voy llevando el original hasta otra oficina, que se encargan de mirar el trabajo.
- Perfecto, vaya nomás.
El empleado desapareció por una puerta al fondo. Wilmar, con letra prolija, fue completanto el papel que le había dejado el muchacho. Al cabo de unos minutos, volvió la persona que lo atendía.
- Siéntese señor Palacios, que ni bien terminen con la lectura preliminar, lo llamo para terminar el trámite.
La espera le pareció eterna. Se cruzaba de piernas, se descruzaba, colocaba el maletín vacío a un costado, luego encima, miraba la hora, jugaba con sus dedos, se rascaba la nuca. El tiempo parecía jugarle una broma, como siempre ocurre cuando uno quiere que los segundos corran más rápido y los minutos se rindan ante la inevitabilidad de su paso al olvido y apuren así su muerte.
Ensimismado en sus pensamientos, descifró casi por casualidad que en el aire se sostenía, cual fantasma, la palabra Palacios. Miró hacia el mostrador y el joven le estaba haciendo señas para que se acercara.
- Mire Palacios - el rostro ya no era el mismo de antes, ahora parecía distante, nada jovial - si lo que quiere hacernos es alguna clase de broma, le decimos que no estamos para perder el tiempo, esto es un registro y se trabaja con seriedad.
- Pero qué dice, joven. ¿Broma? He venido a registrar mi novela...
- Señor Palacios, le voy a pedir que se retire. Usted no ha hecho más que transcribir palabra por palabra la obra de Julio Cortázar. Debería darle vergüenza. Ni siquiera el título le ha cambiado.
- ¡Pero por favor! ¿Me acusa de plagiar a otro escritor? ¡Acaso está loco!
- Señor, me temo que el que no está en sus cabales es usted. Así que le repito, si puede retirarse...
- ¡Me trata de loco! Qué falta de respeto. ¿Plagio? Pero por favor... ¡quién es ese tal Cortázar que me ha quitado mi historia!
- Cortázar lleva muerto muchos años, así que no crea que le haya quitado nada.
- Mentira. De alguna manera me robó la novela.
- Claro, viajó en el tiempo.
- ¿Y por qué no?
El joven empleado ya no contestó. Le devolvió el original anillado, casi con lástima y llamó en voz alta otro número. El hombre de cabello ralo y entradas pronunciadas quedó delante del mostrador, con la boca semi abierta, sin saber que hacer. Finalmente, se retiró del lugar.
Ya en su casa, sacó el original del maletín y lo arrojó sobre la mesa.
- ¿Cómo me pueden haber robado mi historia? ¿Cómo?
Con paso tembloroso, se dirigió hasta la cocina y se preparó un café. Tenía el ánimo por el piso, no obstante, sacó de un viejo armario la máquina de escribir y la colocó sobre la mesa.
- Esto no me hará bajar los brazos, no señor. Y quitándose una lágrima de la mejilla, comenzó a escribir.
El título fue lo primero que las teclas machacaron sobre el papel. Y era un buen título, a su juicio: "Sobre héroes y tumbas".
Y con entusiasmo, arrancó a contar la historia.