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30 de junio de 2010

Ububi (4ta parte)

- Jean, estoy en contacto con el comando que se está desplegando en las aguas frente a Durban, no han divisado el barco en los radares, estiman que ya está lejos de la costa.
- ¿Cuánto tardaremos nosotros?
- Tenemos al menos tres horas más hasta la ciudad. Este jet es veloz, es lo único que te puedo asegurar.
- Está bien, gracias Francois. Siempre dudé de este caso, la forma en la que se manejó. Esta detective es buscada en su país y sin embargo está en la otra punta del mundo haciendo justicia por mano propia. Si eso no demuestra que ella sabe más de la verdad que ningún otro, que me parta un rayo.
- Por favor Jean, que estamos en medio de una tormenta.
- Lo siento Francois. ¿Puede contactarme con la persona a cargo en la operación en Durban?
- Si, por supuesto.
- ¿Cerca de la Isla Marion dijo, verdad Francois, eso relató la detective? Entre Marion y otra isla grande, allí está Ububi, la isla que no aparece en los mapas. ¿Que hay allí Francois que de tan solo pensarlo me estremece hasta la última entraña?
- No lo se Jean, no lo se.

Aguas adentro
Cómo saber con exactitud el tiempo que emplearían para llegar, en caso de creerle, las fuerzas de la Interpol. No quería pensar en ello, pero el silencio que la rodeaba invitaba a su mente a estar en funcionamiento, para mantenerse atenta y preparada.
La exactitud no era su amiga en ningún sentido. No sabía las coordenadas ni la dirección que habían tomado. Solo conocía el nombre de la Isla Marion como punto de referencia, en una de las últimas palabras de Imfolozi en su mansión de Maputo.
Si no se equivocaba, habían superado ya las cinco horas de viaje. Al menos quedaban cincuenta horas más, si  sus cálculos eran correctos. Sospechaba que la embarcación iría a unos quince o dieciséis nudos y por lo que había averiguado antes de ir al muelle, la Isla Marion estaba a casi mil millas, unos mil seiscientos kilómetros.
En el caso de lograr permanecer oculta y a salvo, tendría otras ocupaciones, como soportar el frío, el hambre y el sueño. Pero principalmente, mantener cuerdo su pensamiento. Más de dos días de viaje en esas condiciones podían matar a cualquiera.

Lluvia
La noche fue fría, impiadosa. Tiritaba acurrucada entre las cajas, evitando todo sonido o gemido. Su vida dependía de su auto control. Podía imaginarse lo fácil que sería cargarse con un polizón para cualquiera de los guardias. Solo tendrían que desenfundar sus automáticas y abrir fuego, asegurándose de acabar con esa vida insignificante que no les era útil.
Las primeras horas de la mañana trajeron un poco de alivio, pero el sol fue un tanto perezoso, escondiéndose muy a prisa para volver al letargo y dejar en su lugar un cielo nublado. Por momentos una fina lluvia envolvía la embarcación, que siempre con el mismo ritmo avanzaba entre las movedizas olas, en pos de un destino que a ella se le antojaba lejano e inverosímil.
A media mañana se produjo el cambio de turno entre los guardias. Debido a la tormenta que iba creciendo y el hecho de estar metiéndose cada vez más adentro del Indico, solo quedaron a la vista de la detective tres personas, desparramadas por distintos lugares de la proa y la popa. Aunque no descartaba que hubiese más en aquellos rincones que no podía llegar con la vista.
El sol ya no volvió a aparecer y las nubes dominaron los cielos. Las lluvias se hicieron persistentes. Ariadna sentía su cuerpo empapado y frío, con las ropas pegadas al cuerpo y el cabello chorreando agua como una catarata. Había perdido el sentido de las horas, pero suponía que era media tarde cuando se cruzaron con otro navío, de mayor porte.
Sin que nada sucediera, ambos barcos continuaron sus derroteros. Ella no dejaba de mirar hacia el cielo, no buscando el sol, sino esperando ver algún punto minúsculo con forma de avión que le dejase en claro que la Interpol había tomado cartas en el asunto y su investigación marginal tenía ahora un sustento oficial.
Pero solo vio nubes y más nubes. Finalmente la tarde cayó, al igual que la temperatura. La noche la recibió helada, haciendo un esfuerzo sobre humano para evitar castañear los dientes. Al menos, por algunas horas, la lluvia cesó su caída constante. En su lugar, una brisa fresca sopló con fuerza, trayendo además de frío, el inconfundible olor del agua con su inmensidad majestuosa y su deseo de subyagar incluso cuando en la noche tan solo parece una eternidad oscura, sin principio ni fin.

Cavilaciones
El sueño la había vencido en algún punto de la noche. Cuando abrió los ojos los guardias eran otros y la oscuridad había remitido. Sin embargo las nubes ofrecían un panorama similar al del día anterior. En cambio, no llovía. Al menos, de momento.
Escudriñó más allá del horizonte, pero el Indico le traía un infinito panorama que solo la desorientaba. Sus meditaciones para entonces se mantenían en centrarse en el caso, en repetir en su mente cada instancia de la investigación, desde la clínica, a la muerte de Cavani, la suspensión posterior y su raid delictivo, usando artimañas que no admitiría en cualquier otra circunstancia.
Pensaba en ello para alejar de su cabeza el anhelo de una comida, el deseo de descansar abrigada y cómodamente. No podía darse el lujo de enloquecer en aquella instancia. De todas formas, por momentos, se decía si realmente todo ello valía la pena. Incluso, si acaso la locura no era ya parte de ella.

Movimientos
Si era cierto lo de la cercanía con la Isla Marion, no había posibilidad de contactar a nadie allí, por el simple hecho de tratarse, tanto dicho sitio como la isla Príncipe Eduardo, de lugares para las investigaciones del Programa Nacional Antártico Africano.
Según había informado esta agencia, en esos meses todo el personal biólogo y meteorólogo estaban de descanso en el continente, aguardando a que el invierno finalizara.
Decour no podía creer tal inoportunidad. De todas forma, la unidades del Proyecto Bada estaban sumándose como refuerzos. Creada para combatir la piratería marítima, tanto en Somalía, Corea, como en otros puntos del planeta, contaba con navíos ultraveloces y aviones de asalto.
Asimismo cinco aviones de la Fueza Naval de la Unión Europea estaban en viaje hacia la zona señalada como crítica, en pleno corazón de las islas pertenecientes a Sudáfrica.
Igualmente se sentía como jugando al ajedrez con los ojos vendados, sin saber las piezas del rival ni las propias. Pero aún peor, ni siquiera sabía si estaba el tablero. Se arriesgaba a movilizar todo un arsenal, siguiendo el pálpito e investigación no oficial de una detective prófuga en su país. Prácticamente colocaba la cabeza debajo de la guillotina. Había movido a ciegas a sabiendas que podía ser jaque mate. Tanto a favor, como en contra.

Ububi
Tercer día, suponía. La mente era un torbellino de ideas, cuyas aristas no tenían respaldo lógico. El sol no había vuelto a aparecer, como temiendo represalias por su huida. Nuevamente había aumentado el número de guardias sobre la embarcación. Era señal que estaban por arribar al lugar que nadie parecía conocer. Ese solo pensamiento devolvió parte de la lucidez y por un momento se olvidó del frío y el hambre.
Muy pronto, a lo lejos, vio emerger de la nada un crepúsculo de tierra. Ínfimo al principio, fue creciendo en tamaño y forma, hasta dar con la silueta de una isla. Allí, ante sus ojos, desde esa posición escondida entre el cargamento que viajaba en popa, veía erigirse Ububi, la enigmática isla cuya existencia conocían unos pocos, con tanto poder que habían logrado hacerla desaparecer de los mapas en un sentido literal.
Hubiese querido acercarse a las barandas laterales y contemplarla en toda su dimensión, sin obstáculos que entorpecieran la vista, pero habría sido lo mismo que pegarse un tiro. Se conformaba con lo que tenía, sabiendo que a la brevedad tendría la oportunidad de pisar esa tierra y en la medida que fuera capaz, adentrarse en la misma para conocer el o los secretos que allí se guardaban con tanto recelo.
De pronto se sentía lúcida, vivaz. El cansancio había dejado paso a la ansiedad, a las ganas de escabullirse de los guardias. Pero apelaría a la paciencia, debía actuar con prudencia. El recorrido había sido largo y sus manos se habían manchado de sangre. No podía tirar por la borda todo lo sucedido. No solo por ella, sino por esas mujeres desaparecidas, sus hijos y los hijos no queridos de las madres adineradas. Mucha responsabilidad para solo una persona.

Respaldo
- Jean, uno de los aviones ha detectado algo en su radar. Ahora mismo están hablando con uno de los puestos de avanzada. Está enviando las coordenadas.
El director general paseó su mirada sobre los monitores de la pequeña sala de operaciones montada en el avión. Veía el Indico en todo su esplendor y los puntos que indicaban las islas a las que se dirigía la embarcación en la que viajaba la detective González. En algún lugar entre aquellas islas, había un lugar que muy poca gente conocía y donde, según la valiente mujer, algo grande y malévolo estaba ocurriendo.
En su momento, había estudiado el caso de la detective, puesto que Interpol había sido alertado para que averiguase sobre hechos similares a los de aquel país sudamericano, referentes a la desaparición de mujeres embarazadas, pero en todo en el mundo.
Aquella alarma había sido positiva y en pocas horas pudieron recolectar y unir más de tres mil casos, con una cifra cinco veces mayor de posibles conexiones en otros hechos. Lo primero que había pensado entonces fue: ¿cómo no lo vimos antes? No tuvo respuestas entonces.
La única persona que parecería mostrar interés en llegar a la raíz de la investigación, era prófuga de la justicia de su país y en esos momentos, estaba actuando sola y sin ningún tipo de respaldo, a merced de gente poderosa y peligrosa rumbo a un destino incierto.
Destino, a su vez, que era para todos una sorpresa. "Es una isla, se llama Ububi y no figura en ningún mapa" había denunciado la detective González en su llamada a la Interpol. Había escuchado la grabación una y otra vez estando en el avión.
Si realmente existía, las personas que estaban detrás de todo el caso tenían semejante poder que podían borrar de la faz de la Tierra una porción de la misma. Parecía increíble. Aún no podía ajustar varias piezas del rompecabezas, pero gran parte estaba ensamblado en su mente y la forma que tomaba no le era para nada agradable.
- ¿Jean, me ha escuchado? - preguntó uno de los oficiales de rango que lo acompañaba - Uno de los...
- Te escuché, lo siento. Estaba pensando en silencio. Debemos enviar lo que tengamos, esa mujer necesita nuestra ayuda, siempre y cuando no sea tarde...

Llegada
La isla era pequeña, de pocos kilómetros de largo, sus playas se veían acotadas por los árboles y algunos peñascos le daban el aspecto de tener sectores altos, aunque no demasiados. El aire frío y una fina llovizna hacían aún más espectral el arribo del barco.
Un muelle un tanto precario, pero lo suficientemente útil, brindaban la posibilidad de acercarse mucho más de lo que ella hubiese imaginado. Debía buscar un nuevo refugio rápido, puesto que en un par de horas todas esas cajas, una vez arribaran, estarían siendo movidas hacia la playa y ella quedaría al descubierto.
El mejor escondite, era por lo tanto, el interior de alguna de las cajas. Las mismas eran de madera, estaban encoladas y clavadas. Ya sean provisiones u otra cosa, estaban a resguardo allí dentro. De todas formas no había imposibles para su forma de pensar, más tras haber recorrido tantos miles de kilómetros como para quedarse en las narices de la verdad.
Buscó entre las cajas, moviéndose con cuidado y evitando ser vista, hasta dar con una cuya parte superior estaba entre abierta. Utilizando las últimas fuerzas que le quedaban, se trepó y con sigilo movió la tapa, dejándose caer dentro, sobre lo que parecían ser sábanas y frazadas. Con cuidado, desde el interior, movió la madera superior para que pareciese cerrada y en su respectivo lugar.
Sintiéndose más frágil que nunca, suspiró en silencio, aferrada a la convicción de alcanzar la verdad aunque eso le costase la vida. Se sumergió en un sueño poco profundo, aguardando el momento de ser trasladada a tierra.

Maldad
Sintió que la caja se movía, quizá elevada por alguna especie de grúa. Dos minutos más tarde se sacudió entre las sábanas, ante el choque de la caja contra el suelo. Guardó silencio en la oscuridad. Esperaba que de un momento a otro los mismos guardias o la tripulación abriera la tapa superior y su escondite quedara al descubierto, pero eso no sucedió.
Escuchó un buen rato como iban cayendo las cajas, suponía desde una apreciable altura como para hacer semejante ruido y agradeció haberse escondido en una repleta de sábanas y frazadas.
También escuchaba las voces apagadas y lejanas de quiénes trabajaban en la faena de descargar todo lo que traía el barco, no reconociendo ninguno de los dialectos. No supo precisar cuánto, pero al menos la tarea se extendió unas cuatro o cinco horas. Sentía entumecidos los músculos, por lo el reducido espacio que tenía, pero siempre era mejor que el frío y la lluvia.
Sospechaba que afuera las dos condiciones estarían presentes. Incluso allí dentro tenía frío y de vez en cuando el golpeteo de gotas bombardeaban su refugio. En un momento temió que hubiesen puesto otras cajas encima de la suya, obstaculizando su salida, pero recordó no haber escuchado ningún sonido que le hiciese pensar tal cosa.
La percepción se distorsionaba en una situación así. Por un momento creyó oír alaridos provenientes de lugares remotos. La piel se le erizó y a pesar de no ver absolutamente nada, sintió como los vellos del cuerpo se paraban, como horrorizados de lo que ella había o creía haber escuchado.
El sueño la fue venciendo de a poco, hasta ganarle la batalla. El cansancio y la tensión pudieron más. Estaba expuesta, pero también rendida. El viaje había sido demoledor, soportando las inclemencias del tiempo, la falta de comida, los nervios mismos.
La despertaron los alaridos, ahora claros y cercanos. Se estremeció y despertó sobresaltada, sin saber donde estaba. Recordó de inmediato al sentir las sábanas bajo su cuerpo y golpearse la cabeza contra una de las paredes laterales de la caja.
Ahora si, estaba segura, oía alaridos. Gritos desgarrados, proferidos con furia y dolor. De pronto escuchó golpes, que se mezclaban con los gritos. No sabía que sucedía fuera, pero estaba inmóvil y asustada. Sintió que golpeaban con furia la caja donde estaba escondida. El pum pum retumbó en sus oídos. A esos golpes le siguieron otros. Algunos parecían chillidos guturales. Temió por animales salvajes y se acurrucó aún más dentro de la caja.
Los golpes se intensificaron y la caja se movía de un lado a otro. Lo que sea que estuviese afuera, estaba intentando ponerla de lado. Por instinto buscó cobijo en las mismas sábanas y frazadas, colocándose por debajo de las mismas, hasta quedar sepultada por éstas. Lo hizo a tiempo. Segundos después la caja dio un brusco giró y cayó de costado, volando la tapa hacia un lado y cayendo parte del contenido al suelo.
Ariadna quedó oculta bajo las frazadas, sin pode ver que había alrededor, pero temiendo en cualquier momento el ataque de una fiera salvaje, preparada para matar. Quería sollozar, pero el mismo miedo por ser descubierta ahogaban el llanto en la garganta.
Escuchaba el movimiento alrededor, los gritos, los aullidos, los golpes en las otras cajas, y los pasos, de un lado a otro, algunos firmes y lentos, otros desesperados y veloces. Entonces sintió que las frazadas que la cubrían comenzaban a retirarse. El brillo de una tenue luna, apenas visible entre enormes cúmulos de nubarrones grises que ocultaban las estrellas, se reflejó en su rostro.
Abrió los ojos con miedo y horror, esperando una escena salvaje, con los animales a punto de atacarla, envueltos en la furia misma de la caza, pero lo que vio fue aún mil veces peor.
El alma se le fue al piso, le mente quedó en blanco y sus ojos se abrieron horrorizados e incrédulos a la vez. Algo en las piernas la hizo tambalear, cayó de rodillas gobernada por el dolor y la escena. A su alrededor, patéticas mujeres, sucias por completo, de cabelleras largas y arruinadas, ropas hechas jirones, lastimadas y arañadas, con ojeras profundas y rostros pálidos y enfermos, peleaban con rabia por las cosas que había en las cajas, en una lucha encarnizada donde no existía el respeto ni el sentimiento, tan solo el afán por ser más fuerte y prevalecer al final.
De sus bocas partía un aullido terrorífico, que era respondido por gritos similares o aún más guturales. Se atacaban entre ellas, en algunos casos mostrando los dientes, como verdaderas bestias salvajes. Ariadna se fue escabullendo hacia atrás, aún sin poder ponerse de pie. Quería alejarse de esa batalla, de esas cajas, de tanta incredulidad.

Dolor
Estaba atónita, consternada. De nada servía cerrar los ojos, finalmente la verdad estaba a sus pies y pedía a gritos que mirara. 
Pero ella ya no quería. 
Solo deseaba llorar.
¿Quiénes eran? se preguntaba sabiendo la respuesta. Esa respuesta que siempre temió y tanto deseó encontrar, en esa paradoja de justicia y verdad que ahora se le estampaba como un hierro caliente en el rostro, poniéndola al borde de un colapso, dejándola sin aire, matándola donde más duele: en el alma.
Solo cuando se alejó un poco la escena quedó completa y por lo tanto, aún más dramática. Alejados, pequeños niños aguardando expectantes el regreso de las mujeres tras la contienda. Podía ver en ellos defectos en sus piernas, en sus rostros, otros con síndrome de Down, de mirada ciega y otros que a la distancia no podía precisar su condición.
Y las mujeres, una vez victoriosas, con comida, sábanas u otro objeto en sus manos, volvían con los niños, pero atacaban si sentían que otra fémina se acercaba a los que consideraban como suyos. En algunos casos incluso tironeaban de los pequeños, como si fuesen muñecos...
No podía ver más, no deseaba ver más. Corrió hacia la playa, hacia el agua, pero no había señales de la embarcación. Detrás suyo los sonidos de esa batalla campal se hacían cada vez más intensos. A los gritos de las mujeres se les unía el llanto de los niños.
Escuchó un alarido muy cercano. A su espalda avanzaba una mujer con ojos desafiantes. En la mano traía una piedra con filo, que seguramente usaría a modo de cuchillo. La sangre que goteaba sobre la superficie porosa indicaba que ya había aprendido a utilizarla. Ariadna se estremeció, no por la inminencia de su muerte, sino por ese rostro repleto de tierra y mocos secos. Ese rostro que alguna vez fuera hermoso y ella contemplara hasta el cansancio en aquella primera foto de la investigación. No podía ser, no, no podía ser aquella mujer embarazada. Se lo repetía una y otra vez, mientras la veía avanzar. 
- Basta, mátame, por favor - suplicó la detective.
Vio la piedra elevarse y cerró los ojos. Un alarido desgarró la noche y ella sintió como caía contra la arena, semi desmayada. Con los ojos entre abiertos vio como otra mujer había atacado a la chica de la piedra por la espalda y ahora se trenzaban en una riña revolcándose por el suelo.
Ninguna pesadilla se asemejaba a esa isla. Ninguna maldad se equiparaba a la allí existente. Mujeres empujadas a la locura, aferrándose a lo poco o nada, robadas en lo más íntimo, luchando ahora por la subsistencia en un paraje remoto, en el estado salvaje del abandono, adoptando criaturas como si fueran suyas y defendiéndolas con uñas y dientes, para no perderlas otra vez.
Sus ojos se fueron cerrando. El sonido de helicópteros surcó el aire, pero supuso que formaban parte de ese mal sueño que había comenzado aquella mañana en la que su jefe la llamó a su oficina para asignarle un caso. El frío, la lluvia, los gritos y los llantos. Todo era real y a la vez no. Al menos en su mente, la aceptación se hacía difícil. Al menos en su cordura, la demencia era una posibilidad.

Investigación: Final
Las hélices levantaron tierra alrededor y comenzaron de a poco a girar más lentas. Cuando el polvo se disipó, los hombres contemplaron más allá de las ventanas del aparato.
- Por Dios, qué es esto.
- ¿No son las mujeres desaparecidas, verdad? ¿Son ellas? ¡Oh Dios, niños!
- Oficial, llame de inmediato a la base de operaciones más cercana. Necesitamos al menos un barco para toda esta gente. Qué manden la mayor cantidad de refuerzos posibles en otros helicópteros. Y no se apresure con el informe, me entendió, no se apresure...
- Es que no se que decir sargento.
- Nadie sabría, nadie.

Sentada sobre un viejo bote de madera en aquel muelle semi derruido en costa africana, hundió su rostro entre sus manos buscando un consuelo difícil de hallar. A su alrededor el mundo se había convertido en un hervidero. Prefería no ver nada más, ocultarse hasta que la noche invitara a todos a retirarse.
Las voces en distintos idiomas la obligaban a esforzarse por dejar de pensar. Escuchaba órdenes, sonidos de otras embarcaciones provenientes del mar y algunos gritos que se extraviaban entre el parloteo de las aves marinas, sorprendidas ante la invasión de navíos y personas.
La cabeza parecía a punto de estallar y cada grito era una nueva punzada de dolor. Aunque era más que dolor. Había pánico, incredulidad. Esos alaridos penetraban el alma. ¿Cómo sería...? Se obligó a detenerse, a no pensar más.
Aún con el rostro entre sus manos, estalló en llanto.

- ¿Quién es la mujer? - preguntó en un francés forzado el joven agente marítimo africano.
- ¿Cuál? ¿La que parece agotada, tapándose la cara? - señaló el oficial de la Interpol en tanto firmaba una planilla para hacerse cargo de otra patrulla naviera.
El agente asintió con la cabeza mientras recibía los papeles de mano de su interlocutor.
- Ella es la detective. Ella descubrió Ububi.
El joven africano no necesitaba saber más. Todos allí en el precario muelle sobre las costas del Indico estaban enterados de lo que estaba pasando. No pudo más que elevar una plegaria interior por ella.  Y por todas las demás.


Jean Decour se acercó con rostro de padre y se sentó a su lado. Se presentó en un correcto español.
- Ha hecho un gran trabajo detective González. Puede que ahora no le parezca así, pero lo ha hecho.
Ella no levantó la vista del suelo, pero reprimió un nuevo llanto. Ambos guardaron silencio algunos minutos. El se encargó de romperlo, no por incomodidad sino por angustia.
- Cualquier cargo que pese en su contra, le aseguro que será retirado. Estamos buscando aún el barco en el que usted llegó a la isla con las provisiones, pero no hemos podido hallarlo. En cuánto a las personas que ha nombrado al oficial que la interrogó, hemos emitido un pedido de captura internacional para cada uno de ellos. Ha sido un día muy largo y seguramente los venideros, serán meses eternos. Solo quería darle las gracias y ponerme a disposición.
Apoyó una mano en su hombro y tras el gesto, se levantó para alejarse.
- ¿Por qué? - preguntó ella desconsolada - ¿Por qué pasó esto? ¿Por qué esas mujeres fueron obligadas a vivir de esta forma, empujadas a la locura, a ser violadas en lo más profundo, con la profanación de sus vientres? ¿Por qué? ¿Dinero? ¿Todo esto es por dinero? Usted me da las gracias y le pregunto por qué. ¿Por demostrar que verdaderamente somos una mierda?...
- Detective...
- ¿Por creer que con esto hacemos un mundo mejor? ¿Por creer que la impunidad ha quedado al descubierto? ¿Por ser tan ilusa de pensar que después de esto no habrá maldad en las personas?
- Ariadna....
- Ububi, señor, Ububi. Eso nos rodea. Eso nutre a cada ser humano. Ububi. Es lo que alimenta el deseo de deshacerse de los hijos con problemas; es lo que nos hace desear lo que no es nuestro; es lo que nos provoca a raptar personas, hacerlas desaparecer y fracturar familias; es lo que nos hace matar. Ububi señor. Ububi. En mi, en usted, en todos. En algún rincón está. Por más remoto que pensemos que se encuentre, como ésta isla, como en los deseos de venganza, en los míos de justicia, en los viles negocios de la muerte. ¿Me entiende? En esta isla estamos todos. Y esos gritos, esos alaridos, ese salvajismo, es lo que cosechamos...
Jean Decour la abrazó fuerte, en el momento que sus lágrimas estallaban de dolor. La retuvo contra su cuerpo, sintiendo sus espasmódicos movimientos, su sollozo continuo, el dolor en cada poro, la tensión en cada arteria. Lloró también, porque es el gesto más puro, el único al que se puede recurrir sin lastimar a otro para expresar lo funesto, la bronca y la resignación.
Ella tenía razón. El mundo no cambiaría. Pero al menos quería creer que habían contribuido con algo. Estuvo con ella un rato, hasta que la notó un poco más calmada. La besó en la mejilla, con la suavidad del agradecimiento y se marchó hacia el muelle.
Sobre la playa, esparcidas, aún estaban las cajas y lo que éstas contenían. En algunos lugares la sangre reflejaba que allí se había producido una batalla. Ububi finalmente había revelado su identidad. Y de ahora en adelante sería un punto más en el mapa.
Aunque para algunos, sería una pesadilla sin fin.

27 de junio de 2010

Ububi (3ra parte)

Solo lo que nunca hemos visto tiene la capacidad suficiente para horrorizarnos, e incluso, una vez visto, ya pierde aquello que lo hacía abominable. El ser humano es un ser que se adapta, no importa cómo ni por qué, pero esa es la razón de su subsistencia en el tiempo. Uno se adapta al desamparo y al horror, a lo indescriptible e inimaginable, porque no queda otra.
Estaba atónita, consternada. De nada servía cerrar los ojos, finalmente la verdad estaba a sus pies y pedía a gritos que mirara. 
Pero ella ya no quería. 
Solo deseaba llorar.


Lejos de casa
Una de las tantas desventajas de haber sido suspendida, era que a diario debía informar si estaba o no en la ciudad y en caso de ausentarse, debía solicitar un permiso con anterioridad. No importaba si lo hacía reportándose personalmente o por teléfono, el hecho era que se sintiera controlada. No era para menos, no solo estaba suspendida, sino también siendo investigada. Aunque sabía que todo era una farsa con el fin de diluir la investigación original y de ser posible, alejarla por un largo tiempo de las fuerzas policiales.
Mientras el gigante Airbus despegaba, ella contemplaba por la ventanilla lo pequeño que en realidad era todo si la óptica utilizada era la correcta. No avisar que dejaba la ciudad, e incluso el país, era otra pequeñez. Una nimiedad comparada con su accionar marginal, que incluía utilizar una identidad falsa para recabar datos, robar información privada, seguir a un funcionario público y la cereza del postre, asesinar a ese funcionario público.
Poco le importaba a su mente turbada los medios, aferrándose al viejo dicho con tal de llegar al final del camino. Ese sendero de ripio que tanto dolor propinaba, a propios y extraños.
Mirando las nubes de cerca se preguntaba que sería de ella si finalmente llegaba con vida al final de su investigación, pues sabía que tendría que rendir cuentas por lo hecho. Sin embargo se quitaba ese pensamiento de la cabeza, al menos de momento, porque lo único que quería era descubrir la verdad y ello contemplaba develar el misterio de Ububi y el destino de las mujeres desaparecidas y también, a partir de la confesión del hombre que asesinara, el derrotero de esos recién nacidos rechazados por sus madres, canjeados por otros a cambio de dinero.
El Indico era amplio, con costa en más de un continente. Pero el nombre Ububi la arrastraba por lógica a tierras africanas. Sudáfrica y Mozambique eran las referencias con presencia zulú más cercanas al tercer océano del planeta. Hacia allí se dirigía.

Los caminos llevan a Maputo
Maputo es el centro neurálgico de una nación cuyas características principales son las altas tasas de mortalidad infantil y la baja esperanza de vida. Ubicado muy cerca de Sudáfrica, recibe de la misma una alta influencia. El Indico baña sus costas y alimenta su comercio, aunque la bahía es prácticamente inaccesible para la gente, deteriorada indiscriminadamente por el desecho de residuos.
Ariadna se defendía a duras penas con el portugués, pero al menos entendía las indicaciones que recibía ante las consultas que realizaba.
Hacía una semana y media que hurgaba en el sur de Africa. Había estado en Puerto Elizabeth y en Durban, en Sudáfrica, y los datos la habían llevado hasta Maputo, en Mozambique.
En Puerto Elizabeth, ubicada en la Bahía de Algoa, se había topado con un puerto inmenso, pero encontró muchas dificultades en poder seguir la pista de Ububi. No obtuvo referencia alguna de dicha isla pero al menos si una mención sobre Durban, que la hizo viajar hasta allí.
No era para menos, el puerto de Durban era uno de los más importantes, con un continuo fluir de buques y miles de contenedores como parte del paisaje. Al segundo día de estar allí, fue interceptada por dos hombres de color, que portaban armas. Supuso que la interrogaban, pero no entendía el idioma y en el exiguo inglés que sabía, les decía que no los comprendía. Al cabo de unos minutos le dejaron un papel con un nombre y una dirección. 
El nombre era Imfolozi Shakwreri y la dirección correspondía al Hotel Beverly Hills, al norte de la ciudad. No tuvo oportunidad de preguntar en recepción por esa persona. Ni bien entró, un cadete del hotel le pidió en un comprensible inglés que la acompañara hasta el bar del lugar, donde la estaban esperando.
Quién la esperaba era el tal Imfolozi, que se presentó con elegancia, haciendo uso de un aceptable español, mezclado con portugués. Dijo ser dueño de un tercio de los contenedores que con seguridad había visto en el puerto y sin perder tiempo, preguntó los motivos por los cuales estaba husmeando en su terreno.
- Quiero llegar a Ububi - respondió Ariadna.
Los párpados de Imfolozi se elevaron bruscamente, dejando a la vista el verde apagado de sus ojos. Se movió inquieto en su asiento y carraspeó antes de hablar.
- Lo siento, no se de qué habla.
- Nadie sabe, aparentemente estoy buscando un lugar fantasma. ¿No es así?
- Diría que en realidad no sabe lo que está buscando. ¿Por qué no vuelve a su país? Evite disgustos innecesarios.
- ¿Cómo cuales?
El la miró con firmeza, a sabiendas que si había llegado hasta allí, era valiente y no iría con rodeos.
- Creo que lo sabe bien. Creo imaginarme quién es. 
- ¿Si? Acaso mi fama se ha extendido tan lejos - dijo con ironía.
- Cuídese señora, no pierda el tiempo con imposibles. La vida es una sola.
- Por eso mismo estoy aquí. 
El hombre sonrió. Era entrado en años y la sonrisa le quitó varios lustros de encima, no obstante ella percibió la falsedad de su gesto.
Y sin atender a la amenaza de la sutilmente había sido objeto, se levantó de la mesa diciendo:
- No crea que le tengo miedo. Ni a usted ni a nadie de su organización secreta. Voy a llegar a Ububi. Voy a encargarme que se pudran en la cárcel.
Esa misma noche abandonó Durban sin volver a su hotel. Llevaba encima todo lo necesario y regresar a la habitación sería firmar su sentencia de muerte.
Ahora estaba en Maputo, por una simple coincidencia. Mientras abandonaba el Beverly Hills escuchó a la recepcionista preguntar a un botones: "¿Donde está el señor Shakwreri? Dile que tiene una llamada desde Maputo."

La reunión
Grandes limusinas recorriendo la avenida principal, un hotel de repente asaltado por el ingreso de coches, fueron detalles que Ariadna no pudo resistir. Algo sucedía en Maputo y poco sabían sus ciudadanos, ajenos a ese mundo que no podían alcanzar y dedicados a sus cosas. 
Arriesgándose más de la cuenta, para estudiar la lava se metió de lleno en el volcán: vistiéndose como el personal de limpieza, logró inmiscuirse dentro del hotel pasando desapercibida. 
Pudo percatarse que los hombres y algunas mujeres bien vestidas seguían una sola dirección dentro del edificio. Todos se dirigían a sala de reuniones, que en poco tiempo más estaría repleta, con al menos doscientas personas. En un fugaz ingreso, en el que acomodó vasos sobre una mesa lateral, observó de reojo a la multitud y reconoció los rostros de varios empresarios por haberlos visto en revistas de comercio y economía. Se sorprendió aún más al ver a funcionarios de diversos países. 
Por lo visto se trataba de un evento importante, con la salvedad que no había ningún anuncio ni cartel que indicara tal acontecimiento. Lo que allí estaba sucediendo sin dudas no era público. Sus sospechas de estar sobre las pistas correctas se acrecentaban. Más todavía al ver entrar al recinto al hombre que la había amenazada en Durban.
Sin que la viera, abandonó el lugar. Había encontrado la colmena. Ahora solo debía esperar a que los zánganos salieran para poder seguirlos. La reina podía estar o no allí, pero por el momento era lo de menos. Quería la isla y nada más que la isla.

Limusinas
Sea lo que fuese que tratasen, la reunión se demoró hasta horas de la madrugada. Los coches alargados y de vidrios polarizados fueron abandonando el lugar en forma parsimoniosa, salvo algunos que quedaron estacionados en una cochera contigua, seguramente debido a que sus ocupantes se alojaban en el mismo hotel.
Le interesaba particularmente Imfolozi, tanto por presentimiento, como por cuestión de piel. La amenaza no le había caído muy bien. Lo siguió en un coche alquilado, conduciendo sin las luces delanteras para no ser descubierta. El auto que lo llevaba se detuvo delante de una lujosa mansión, en las afueras de la ciudad. 
Aún era de noche y eso la favorecía. Aprovechó que el vehículo de Imfolozi aguardó varios minutos antes de entrar por el portón principal para bajar del suyo y acercarse lo suficiente como para infiltrarse en la mansión mientras ellos ingresaban con la limusina.
Una vez dentro, fue tarea fácil. Los guardaespaldas no se esperaban un intruso, menos aún el magnate de los contenedores. Todavía no activadas las alarmas, penetró la vigilancia con facilidad. La lujosa vivienda tenía salientes por todos lados, a modo decorativo, pero era una ventaja a la hora de trepar y alcanzar ventanas. Aguardó a que se encendiera la luz a través de algunas de éstas y supuso que sería la correspondiente al cuarto de su nuevo amigo.
Llegó hasta lo alto y con cuidado desplazó los paneles de vidrio. Imfolozi no escuchó el ruido porque estaba en el baño. Cuando salió de lavarse los dientes ya era tarde. Un alambre tan delgado como tenso se enredó en su cuello y una voz de mujer le susurró al oído: "Si no grita, puede que le permita vivir".

Contra reloj
Aquel que amenaza, es porque tiene miedo. Ese principio básico había sido suficiente. Imfolozi temía, por eso la había amenazado. Y por eso, ella lo había buscado a él. No se veía bien que ella hubiese sido vista husmeando en sus terrenos, eso hacía peligrar su vida, como había pasado con los empresarios muertos a tantos kilómetros a partir de su investigación y la de Cavani.
Sin embargo subestimó a la detective, pero solo lo supo cuando tras brindarle el dato que ella necesitaba, sucumbió ante la presión del alambre.
Ariadna jugaba una carrera mortal contra reloj. El viejo había hablado, temiendo por su vida, que de todas maneras ella le quitó. Ya por haber hablado estaba muerto, solo le ahorró sufrimiento. Estaba regresando a Durban lo más rápido que podía. El día había comenzado y las carreteras estaban otra vez en movimiento. En su mente solo había un objetivo, el de llegar al puerto de Durban antes de la medianoche, horario en el que partiría hacia Ububi un pequeño barco con provisiones.
Si, hasta Ububi, la isla que ya creía fantasma y que sin embargo de pronto se volvía realidad. Pero esta vez no podía sola, a pesar que ello significara su propio fin.
Llegó a Durban antes del anochecer. Buscó siempre permanecer lejos de lugares concurridos y de pasar desapercibida. Sin dudas Maputo sería un hervidero ante el descubrimiento del cuerpo de Imfolozi y no tardaría en propagarse la señal de alerta a la ciudad sudafricana. 
Buscó un teléfono público y marcó el número internacional de Interpol. Dio su nombre y rango, explicó la situación y solicitó refuerzos, pero recalcó que por favor no involucraran a ninguna otra agencia policial, porque no se podía saber en quién confiar.
Luego se dirigió al muelle del que partiría el barco y se ocultó detrás de unos containers. El final del viaje estaba por llegar, lo presentía en la sangre, en todos sus sentidos. Y algo le decía que lo que encontraría al descorrer el velo de la verdad no sería para nada agradable. 
Siguió esperando en la noche, con los brazos muy juntos al pecho, buscando algo de calor y también de esperanza.

Lyon
El teléfono sonó en su oficina en el momento justo que estaba saliendo por la puerta hacia el ascensor. Pensó en dejarlo sonar, pero se recordó que había lujos que no podía darse. Miró el reloj en su muñeca y maldijo por lo bajo, otra vez no llegaría a cenar a tiempo con su mujer y probablemente esta vez ella... 
Atendió. Al fin y al cabo era el director general de la organización policial más importante del planeta.
- Jean Decour al habla - dijo con voz resignada.
Reconoció la voz del otro lado de la línea. Uno de los investigadores que más apreciaba, por su conducta y perseverancia. Se decidió a escucharlo, consciente que tendría un buen motivo para llamarlo a esa hora.
Su rosto fue cambiando a medida que pasaban los segundos con el teléfono al oído. El semblante ya no era de quién aguarda paciente que el interlocutor finalice para poder colgar y partir raudo a comer con su mujer, con quién la relación está en un punto muerto y todo percance puede ser definitivo.
Se pasó la mano por la barbilla, preocupado. Dos minutos después, tras un silencio del otro lado de la línea, ordenó: "Procedan, de inmediato, procedan".

Varios miles de kilómetros al sur, en una noche cubierta de nubes que impedían divisar la luna, la detective Ariadna González se jugaba una vez más el pellejo escondida como polizón en el barco de nombre Umngane. Grandes cajas de madera ubicadas en cubierta le permitían ocultarse de los guardias que vigilaban la embarcación, la mayoría con armas automáticas en la cintura o colgando de sus espaldas.
El frío le ponía marco a la situación y lo coronaba con el sonido de las aguas desplazadas por el peso del navío. Se dirigían a  Ububi. La verdad estaba a un paso. ¿Que pasaría al llegar allí? No había respuestas para eso, al menos aún no.
Permaneció oculta, rezando en silencio para que Interpol no descartara su llamado. También elevó una plegaria para ver la luna. Un poco de luz en tan asfixiante oscuridad sería como un rayo de esperanza en la antesala de la muerte.
Minutos más tarde, la blanca esfera que en su infancia era un queso gigante, salió a su encuentro. Era una buena señal.


Continuará... 

23 de junio de 2010

Ububi (2da parte)

Las nubes ocultaban la luna, convirtiendo la noche en una pesadilla oscura, donde las sombras se volvían inexistentes y la penumbra era el cordial saludo de las formas. Solo el murmullo del agua lograba que la detective González supiera que no estaba encerrada en un mal sueño y que se encontraba en ese lugar.
El frío calaba los huesos y la inmovilidad inyectaba sustancia al miedo. La paciencia, el arma menospreciada por los demás, era sin embargo su carta más importante. El muelle parecía dormir en paz, pero ella sabía que no era así.
Agazapada detrás de varios containers, aguardaba el mínimo movimiento que delatara la pista que venía siguiendo. La soledad no era una angustia, como tampoco lo era la ceguera natural que propiciaba la noche. Estaba sola desde hacía dos meses, cuando la sacaron de la investigación y la suspendieron tras la muerte de Cavani. Y había estado ciega durante varios días, por culpa de la bronca y la furia. Pero había vuelto a ver con claridad, porque solo así se puede encontrar la verdad.
Y ese camino clandestino por el cual había optado, sin seguir los lineamientos que la ley le había educado en su formación policial, la había llevado a tierras remotas en una aventura sin precedentes para ella. El final de ese viaje estaba por llegar, lo presentía en la sangre, en todos sus sentidos. Y algo le decía que lo que encontraría al descorrer el velo de la verdad no sería para nada agradable.
Siguió esperando en la noche, con los brazos muy juntos al pecho, buscando algo de calor y también de esperanza.

Dos semanas después de la suspensión
Existen cosas en la vida que marcaban a la gente, pero sin dejar huellas visibles. Tatuajes en el alma, que quizá nunca cicatrizan. El dolor era uno de los responsables de muchas de esas marcas. Ariadna lo sentía así. Por dentro desgarrada, por fuera destruida.
Separada de la fuerza policial, investigada por el operativo en el que murió Cavani, era poco más que una paria. Pero no era el eje personal de la situación el que motivaba las noches de insomnio ni el alcohol en sus venas. Anhelaba la verdad del caso. La desaparición de las mujeres, la clínica que vendía recién nacidos a adinerados, la muerte de Cavani, implicaban un laberinto cuya salida era más difícil aún por los personajes ocultos que manipulaban la siniestra maquinaria existente detrás del asunto.
Que la hayan separado del caso lo demostraba. Que Cavani estuviera muerto y la investigación del caso girara hacia otros horizontes en lugar de los que ellos dos habían demostrado que estaban relacionados, era otro síntoma. Gente de poder no quería que se resolviera. Y mucho menos, que ella volviera a la vereda de la ley.
Aquella mañana la resaca la dobló en dos en el baño. Despertó con dolor de cabeza, costándole abandonar el sueño en el que se veía cayendo por el balcón de aquel edficio. Divisaba el lavatorio de manos, el inodoro, pero también las barandas alejándose mientras ella caía, como en una película.  Con su mano, inconscientemente, había trazado en el suelo una palabra sobre su propio vómito: Ububi.
Había investigado el término y lo más saliente era su significado en zulú: maldad. Pero cuál era la relación con el caso. La maldad desbordaba por cada esquina de la investigación, eso era obvio. Sin embargo creía con firmeza que su significado tenía que ir más allá, única explicación para ser la última palabra escrita por alguien en plena agonía.
Al verse en ese estado, demacrada, bañada en su propio vómito, supo que se estaba fallando. Y también le estaba fallando a Cavani. La verdad no llegaría a su baño, ni sería vertida como por arte de magia por la botella de Chivas que la aguardaba en la mesa de la cocina. Debía salir en pos de ella.

Investigación clandestina: Comienzo
Volver al principio, ese fue su plan. La clínica había revelado el nombre de tres empresarios, uno de los cuales había motivado el fatídico desenlace de su investigación. Los otros habían tenido un final diferente. La organización detrás del contrabando y venta de los recién nacidos era práctica, no dejaban ningún "cabo suelto". Esa idea le trajo a su mente un viejo dicho de su padre, también policía que solía acotar "si es que no lo ascienden a sargento".
Por primera vez en varias semanas, pudo sonreír. No por el chiste, sino porque sabía que hacer. Un sargento no solo es un grado en la escala policial o militar, es también una herramienta que sirve para sujetar firmemente dos o más piezas que van a ser mecanizadas o pegadas entre sí. Si la misma no está, las piezas no son útiles.
Por lo tanto, si en la clínica no figurarían los nombres de todos los internados en los últimos meses, no podrían proceder con el cobro de las prestaciones realizadas. Así de sencillo. De nada servía ir tras los nombres de los empresarios que ponían el dinero, porque acceder a los datos de la policía permitiría a los infiltrados dentro del sistema saber quiénes estaban siendo investigados y de esa forma, ser silenciados impunemente.
Sin embargo, si buscaba a las personas que serían los potenciales compradores de los recién nacidos, podría tener certeza de cómo fueron contactados y con suerte, conseguir nombres y pistas que seguir. Sería difícil, peligroso y estaría sola. Pero era mujer y sabía por experiencia que podía soportarlo.
También era consciente que debía ser muy cuidadosa, incluso de la propia ley.

Investigación clandestina: Primeros días
Estaba en las calles y no representaba a la policía. Jugaba sin armas ante gente peligrosa. Por eso sus movidas debían ser criteriosas, casi como en una partida de ajedrez. No consiguió los archivos de la clínica con una orden ni solicitando a sus compañeros que los pidieran por ella. Sino que ingresó una noche por una puerta de emergencia, eludió las alarmas y robó los datos del servidor principal, haciendo una copia de la base de datos en un disco portátil.
Tenía los nombres y las direcciones. Más de ciento cincuenta nacimientos en los últimos doce meses. Dudaba que la totalidad fuesen reales. Incluso hasta dudaba que alguno de ellos hubiese sido natural.
Un buen traje celeste, camisa blanca, zapatos cómodos, peinado clásico, sonrisa forzada y una identificación falsa de asistente social perteneciente al gobierno se convirtieron en la fachada ideal para recorrer la ciudad. La paciencia había puesto en marcha su reloj. Lo bueno era que tenía todo el tiempo del mundo en sus manos.
O no tanto, la noticia en primera plana de un diario local, informando la desaparición de una joven embarazada enlutó su rostro, obligándola a prometerse ser eficiente en todo sentido y no fallar.

Investigación clandestina: Nombres
Las familias que tenía en su listado eran de la clase alta, residentes en countries o barrios importantes, donde el metro cuadrado equivalía al sueldo de cinco años. No fue fácil lograr las entrevistas sin llamar la atención, pero lo consiguió.
La idea era llegar al punto clave, la clínica. Cómo es que habían arribado a la misma. Sus preguntas tenían el tenor inofensivo de cualquier encuesta a la que uno con tedio y desgano se suele enfrentar de vez en cuando. Sin embargo había cuatro o cinco preguntas que debían extraer la información en forma sutil.
Luego de dos semanas podía apenas darse por satisfecha. Solo dos nombres se habían repetido de los cuales uno pertenecía a una de las personas que ellos investigaban y que fueran asesinadas de inmediato. Sabía que solo estaba centrando sus esfuerzos en la ciudad, pero no veía la forma de hacer un relevamiento en otras partes del territorio nacional.
Enfocó su atención a esa persona. Un diputado bastante conocido, que solía encabezar peticiones a favor de leyes ambientales e incluso, aclamaba la legalización del aborto. Montó su propio operativo, siguiendo los pasos de esta persona.
Durante una semana supervisó sus recorridos, horarios y funciones. No podía saber con qué personas hablaba al teléfono o con cuáles se reunía en su oficina, pero tomó nota de todos los que ingresaban al edificio y fue armando su rompecabezas.
El hombre estaba involucrado, no le cabía la menor duda. El problema mayor era cómo confrontarlo. Desamparada por la justicia, le quedaba un último recurso. La marginalidad total.

Investigación clandestina: Días nefastos
Los jueves el diputado visitaba a una mujer en un cuarto de motel en las afueras de la ciudad. Por supuesto, no la misma con la que estaba casado. Era la única salida que hacía sin sus dos guardaespaldas.
Lo abordó cuando abandonaba el lugar, media hora después que ella. Lo sorprendió cuando abría la puerta del coche, cruzándole un brazo por delante del cuello y torciéndole sobre la espalda la mano que sostenía las llaves. Le ordenó silencio de inmediato y lo metió en el auto. Ella se puso al volante.
Condujo hasta una zona boscosa y detuvo el motor. Tenía el rostro oculto bajo la capucha de un rompevientos, aunque la posibilidad de ser vista no la inquietaba. Violentamente se dirigió hacia el diputado, hasta entonces rígido en el asiento del acompañante, intimidado por el revólver que le apuntaba en todo momento, que ella sujetaba con la mano que no tenía al volante.
Le puso el cañón bajo la barbilla y su voz fue terminante:
- Quiero saber todo sobre Ububi ahora mismo o lo poco que deje de su cabeza la bala que le tengo reservada, la colgaré delante de todos en la cámara de diputados.
El hombre tragó saliva. Le costaba respirar por el miedo. Se negó, moviendo lateralmente la cabeza. Se escuchó el click del gatillo. Sus ojos dieron un respingo, las venas del cuello se tensaron. Ella sonrío bajo la capucha, aunque él no pudo verla.
- El próximo no será un "click", sino un "bang" - advirtió.
El diputado balbuceó algo, pero volvió al silencio. Ella empujó la punta del revólver contra la piel.
- No... no puedo. Me matan...
- Yo te voy a matar primero hijo de puta, eso te lo puedo asegurar.
Cerró los ojos y su respiración se volvió entrecortada. Ella percibió en el aire el agrio aroma del orín.
- Ultima oportunidad - dijo, como si estuviese alertando sobre la última parada del tren. Claro que en ese caso, era un tren bala.
Entonces, el hombre habló, casi llorando, como escupiendo las palabras, pero fue largando una a una, para que finalmente el rompecabezas mostrara su forma, no en su totalidad, pero si en gran parte.
- Ububi es... es una isla. La gente detrás es muy importante. Si tan solo saben que... si tan solo... - respiró hondo, le faltaba el aire - Hay mucha gente pode... poderosa. Oh Dios, soy hombre muerto. Si tan solo...
- ¿Dónde está la isla?
- No se, nunca nos han dicho.
- ¿Quién es esa gente? - le preguntó haciendo presión con el arma.
- No... no sabría decirle... se lo juro. Es gente de mucho dinero, nadie conoce la identidad, nos envían el dinero de las ganancias a nuestras cuentas, saben cada movimiento que hacemos, nos vigilan. Es plata segura, con una inversión inicial.
- No sabe dónde está la isla, no sabe quiénes están detrás. Deme un puto argumento para dejarlo vivo. Démelo, porque le juro que lo mato.
- ¡No, por favor! ¡No me mate! Le juro que no se nada, solo recibo el dinero y envío gente con dinero, que pueden costear el trámite...
- ¿Trámite? ¿Llama trámite a todo esto? - Ariadna se quitó la capucha, dejando el rostro visible para el hombre, a pesar de la penumbra dentro del coche. - Míreme bien, porque será lo último que vea con vida. Y escúcheme. Este trámite ha hecho desaparecer a cientos y cientos de mujeres, solo en el país. Miles en todo el mundo, según la Interpol. Este trámite le está costando la vida a todo aquel que esté relacionado y pueda ser investigado. Este puto támite, como usted lo llama, acabó con la vida de un excelente policía que estaba investigando el caso. ¡Me escucha! Mujeres que desaparecen y quizá las matan para el mercado de órganos, niños que nunca conocerán a sus padres y que son vendidos impunemente... ¿y para usted es un trámite? Sabe algo, me importa una mierda lo que vaya a decirme, usted no vale la pena, de mi parte ya es un cadáver...
Separó el arma del rostro y la empuñó para dispararle de pleno en el rostro. El diputado intentó oponerse, pero ella aferró con la mano libre los brazos del hombre. En un último grito, entre llanto y desesperación, dijo: ¡En el Indico! ¡La isla está en el Indico!.
- Sabía que al final hablaría, no al pedo es político, tarde o temprano la conveniencia es lo que cuenta. Lástima que no comparto la idea.
- ¡Hay algo más, no dispare! Las mujeres que compraban a los hijos... ellas si estaban embarazadas, pero los niños no eran sanos, por eso querían cambiarlos.
- ¿Y dónde están esos niños?
- No se, es la verdad, no se...
- Usted vale menos de lo que pensaba.
Y dicha la última palabra, disparó.

Se alejó caminando, lejos de la ruta. En el camino enterró el rompevientos bañado en sangre y limpió su rostro en el agua sucia de una cuneta. Por más desagradable que resultase, lejos estaba del horror que vivieron esas mujeres y el destino que les tocó enfrentar, cualquiera que fuese. Con el hedor del agua estancada en las fosas nasales, pensaba en esos niños repudiados, tirados vaya a saber dónde o peor, abiertos de par en par para que les quitasen los órganos. Esa última confesión aún golpeaba con dolor su mente.
No se arrepentía de lo que había hecho, ni de todo lo que le faltase aún hacer, porque sabía que aún había mucho trecho por recorrer. Era cierto, como dijo su jefe la caja de Pandora había sido abierta. Lo que nadie sabía que era ella la que había salido de adentro. Y ahora la furia estaba suelta.

Continuará...

19 de junio de 2010

Ububi


Desenlace

Sentada sobre un viejo bote de madera en aquel muelle semi derruido en costa africana, hundió su rostro entre sus manos buscando un consuelo difícil de hallar. A su alrededor el mundo se había convertido en un hervidero. Prefería no ver nada más, ocultarse hasta que la noche invitara a todos a retirarse.
Las voces en distintos idiomas la obligaban a esforzarse por dejar de pensar. Escuchaba órdenes, sonidos de otras embarcaciones provenientes del mar y algunos gritos que se extraviaban entre el parloteo de las aves marinas, sorprendidas ante la invasión de navíos y personas.
La cabeza parecía a punto de estallar y cada grito era una nueva punzada de dolor. Aunque era más que dolor. Había pánico, incredulidad. Esos alaridos penetraban el alma. ¿Cómo sería...? Se obligó a detenerse, a no pensar más.
Aún con el rostro entre sus manos, estalló en llanto.

- ¿Quién es la mujer? - preguntó en un francés forzado el joven agente marítimo africano.
- ¿Cuál? ¿La que parece agotada, tapándose la cara? - señaló el oficial de la Interpol en tanto firmaba una planilla para hacerse cargo de otra patrulla naviera.
El agente asintió con la cabeza mientras recibía los papeles de mano de su interlocutor.
- Ella es la detective. Ella descubrió Ububi.
El joven africano no necesitaba saber más. Todos allí en el precario muelle sobre las costas del Indico estaban enterados de lo que estaba pasando. No pudo más que elevar una plegaria interior por ella.  Y por todas las demás.

Investigación Día 1
No era una princesa y tampoco se le habían subido los humos, pero odiaba ser la única mujer en la oficina que debía encargarse de limpiar el desorden de los demás. Sin embargo no podía trabajar en ese estado. Le daba fiebre pensar que sus papeles podían extraviarse en aquella selva dominada por animales burócratas sin la menor educación.
Protestó unos minutos, fue blanco de las burlas durante otros cuantos y dedicó una buena parte a dejar el lugar en condiciones.
- González, si sigue así puede que le den un puesto para el tiempo libre en el departamento de limpieza.
La broma causó la risa de todos los presentes. Ella sonrió sin mostrar su furia e intentó ser educada al contestar:
- Habrá querido decir Detective González, ¿verdad Ferretti? - y viendo la sorpresa del detective que le había hecho la broma a sus espaldas, tras haber sido reconocido, agregó - Mire que tengo la cara, pero no soy ninguna... tonta. 
Disfrutó unos segundos del silencio al que llevaron sus palabras. Pero fueron muy pocos. La voz del jefe cruzó la oficina hiriendo los oídos desacostumbrados al timbre agudo de la misma. 
- Detective González, a mi oficina. 
Cerró la puerta tras su espalda y buscó directamente la única silla ubicada frente al escritorio del jefe Almada. Éste estaba encorvado sobre una pila de papeles, firmando y apartando sobre un montón a su derecha. Sin levantar la vista, comenzó a informarle el motivo de su llamado.
- González, la necesito en el distrito once, en la zona del centro. Tres casos de mujeres desaparecidas. Dos reportadas en la comisaría principal del área y otra en una de las delegaciones. Por algunos detalles, los casos podrían estar relacionados. No hay pedido de rescate ni sospechosos, ni siquiera lugares en común entre las mujeres.
- ¿Y cuál sería el nexo que las vincularía? - preguntó ella.
- Embarazadas. Las tres estaban embarazadas. - Levantó la vista, mirándola por primera vez desde que entró a la oficina. - De allí la necesidad de darle carácter de urgencia a estos casos. No quiero que la prensa comience a husmear y no haya una investigación delineada. La pongo al frente de la misma detective. La brigada de investigaciones le proveerá lo que necesite. Quiero un reporte diario y si es posible, redactado antes de marcharse de su escritorio.
Buscó su saco y se marchó. Se internó en la salvaje ciudad, donde los sentimientos humanos se pierden con la misma facilidad con la que se encuentra el dolor en cada esquina, esperando para acechar a los más débiles.

Investigación Día 2
Tres mujeres, distinta complexión física en cada caso, empleos diferentes, lugares frecuentes pocos relacionables, de clase media baja y entre ocho u ocho meses y medio de embarazo todas. 
Subrayó en su libreta con énfasis ese último dato. Había entrevistado a los familiares, a los esposos y compañeros de trabajo de dos de las mujeres, porque la restante estaba desempleada.
No veía una conexión, salvo el hecho de estar embarazadas las tres y en un avanzado estado.
Las desapariciones habían transcurrido en un lapso de seis días. Siempre aparentemente al atardecer, en distintos puntos de la ciudad. Sin testigos, sin pistas. Todas reportadas la misma noche, pero tenidas en cuenta por las fuerzas policiales recién al día siguiente como posibles desaparecidas. 
Era cierto que mucha gente era reportada como tal en una semana, pero cuántas con tantas similitudes. Y solo en la ciudad. 
¿Solo en la ciudad? No supo el por qué de su razonamiento, pero se puso en contacto con la policía provincial. Media hora después de haber estado al teléfono abandonó su escritorio con prisa, dejando caer dos carpetas que contenían papeles. No se detuvo a levantarlos. Sus compañeros la vieron irse, realmente preocupados.

Investigación Día 3
El auditorio de conferencias estaba repleto. En primera fila, efectivos de unidades de investigaciones de la seccional local y altos mandos de la policía provincial. En las hileras de sillas restantes, uniformados de distintos rangos, la mayoría encargados de patrullar la ciudad. También había agentes de provincia.
Sobre el pequeño escenario, la detective Ariadna González estaba rodeada de un oficial de la Federal y dos investigadores de la misma fuerza. A un lado, pero cerca, a menos de medio metro, el jefe Almada mostraba cara de preocupación.
La detective probó el micrófono, que hizo un eco desagradable, pero dada la conmoción por la reunión urgente, nadie reparó en tan exiguo detalle. Ariadna se presentó ante los presentes, ya que muchos no la conocían. Hizo lo propio con las personas que la acompañaban.
Su tono de voz se notaba serio y alarmante. Cierta agitación presagiaba malas noticias y poco tiempo para resolver lo que fuese que estuviera mal.
En pocas palabras expuso el caso. Lo que en principio se creía eran tres mujeres desaparecidas en los últimos seis días, todas ellas embarazadas, había trepado a la macabra cifra de treinta y cinco en los últimos seis meses en toda la provincia y más de doscientas en el país, según había ratificado la Federal luego de un complejo rastreo de datos para conectar diversos casos tras el interrogante que se había planteado el día anterior la detective.
Confirmó ante los atónitos presentes que la totalidad de las mujeres estaban de entre siete y nueve meses de embarazo y que ninguna de ellas había sido aún encontrada. Ni viva, ni muerta, concluyó.
A partir de ese punto, pasó a responder preguntas. Una de ellas la dejó sin respuesta. ¿Solo está sucediendo en nuestro país? preguntó un joven sargento. 
Pidió por favor a su jefe que conectara con agencias internacionales, la Interpol si era posible y vieran si había algún seguimiento de casos similares en otras latitudes. La idea le ponía piel de gallina, pero creía que era probable. No solo creía, estaba segura de que era así.

Investigación Día 4
Mediodía y aún no había almorzado. Recordó que había pasado la jornada anterior sin probar bocado. Estaba exhausta, pero se mantenía en pie sin reflejar debilidad. Comandaba la investigación más importante de su vida. Pero no era solo eso. Era el paradero incierto de esas mujeres la que no le permitía cerrar los ojos sin pensar dónde estarían o que habría sido de ellas. 
La oficina estaba desierta en ese horario, salvo su escritorio, repleto de papeles en el más absoluto caos y con ella intentando darle sentido al orden de los mismos. Alguien golpeó la puerta y se sobresaltó. Debía calmarse, se dijo mientras recuperaba el ritmo normal de su respiración y levantaba la vista hacia el visitante.
El hombre, bajo, un poco calvo, mostró a lo lejos una placa de identificación.
- Disculpe, no quise asustarla. Horacio Cavani, división de investigaciones de Santa Fe. Necesito hablar con usted.
Ella lo miró un momento. La falta de combinación en sus ropas, la inexistente elegancia en su aspecto, hacían que aflorara la desconfianza. Pero el gesto de golpear antes de entrar denotaba al menos un cierto sentido común en su persona. Señaló con un gesto una silla cercana y lo invitó a sentarse.
- Cómo verá, estoy muy atareada, así que si va al grano quizá pueda ayudarlo y seguir con mi trabajo aquí...
- Me imagino que se ha preguntando mil veces si acaso las están matando o bien, si solo están quitándoles sus niños y para luego si, matarlas. 
- Cientos de veces. Seguramente el tráfico de bebés es el fin aquí. Y puede que complementado con el de órganos. Mire... hay muchas ramificaciones en la investigación, mucha gente involucrada, si quiere colaborar con teorías o ideas, puede hablar con mi superior que con gusto lo ubicará en alguna unidad especial.
- Detective González, creo que se que hacen con los recién nacidos. 

Investigación Día 5
El sol aún no había salido. Se podía ver los primeros colores del alba a través de los ventanales de la clínica. La unidad táctica de la policía federal irrumpió sin daños materiales, brindando el apoyo necesario para despejar el lugar. 
La detective iba al frente. Vio ojos asustados en las empleadas de la recepción. Las enfermeras se hacían a un lado a su paso. La acompañaba Cavani y una comitiva de casi veinte agentes. Llegaron al área de habitaciones VIP por las escaleras. La unidad táctica tenía bloqueado los elevadores. Nadie podía entrar ni salir. No al menos hasta que finalizaran con los interrogatorios planificados.
Tres habitaciones VIP de la clínica estaban ocupadas. Las tres por madres que habían dado a luz. O al menos, eso indicaban las fichas ubicadas en las puertas de cada cuarto.
No tuvieron contemplaciones para con esas mujeres acostadas en sus cómodas camas y sus potentados maridos, abrigados en el grosor de sus chequeras. En menos de dos horas hicieron confesar que habían comprado a sus hijos y que la clínica se encargaba de simular los estudios previos y la internación era un "lavado" de la realidad para que ellas pudieran aparentar un embarazo real y poder regresar a sus vidas con el hijo recién nacido.
Los estudios confirmarían las palabras, pero era un hecho. La clínica operaba de esa forma y era una fachada para un negocio millonario. Pero eran conscientes que solo se trataba de una clínica. Una en la ciudad. ¿Cuántas había en la provincia? ¿Cuántas en el país? ¿Cuántas en el mundo? ¿Ante que macabra red mundial se encontraban? Aire. Ella necesitaba aire para poder dar el siguiente paso. En cambio, tenía a Cavani. 
- Averigüemos quién está detrás de esta institución. Lo difícil de este rompecabezas es que primero debemos recuperar las piezas. 
Ella asintió. Cuánta razón tenía.

Investigación Día 6
No fue tan fácil como se suponía. ¿Cuántos testaferros pueden estar figurando uno tras otro para ocultar la verdadera persona detrás del negocio? Desde la mañana estuvieron rastreando varias líneas de investigación. Intervenciones judiciales, cuentas bancarias, empresas fantasmas, redes políticas que terminaban en callejones sin salida, inversiones en otros países... cada vez más caminos, giros impensados y pocos nombres reales.
Sobre el final de la tarde tres nombres aparecieron en las pizarras. Un empresario automotriz, un empresario farmacéutico y un privado, cuyas ganancias aún no habían podido determinarse de donde provenían.
- Interpol tiene en el mundo alrededor de mil pistas diferentes, todas investigadas en estos mismos instantes - le comentó a Cavani mientras conducían el sedán de cuatro puertas que comandaba la caravana de vehículos que se dirigía hasta un céntrico edificio - ¿Sabes cuántos nombres firmes tienen? Cero. Están sospechando de una red muy bien organizada, con mucho poderío, no solo económico, sino político. ¡Es imposible de lo contrario que esto siempre haya pasado desapercibido!
Detuvieron los coches en pleno microcentro. Ya caía la noche, pero aún había movimiento. Los ojos abiertos de par en par en la gente, ante tal despliegue de efectivos policiales. González preguntó en la administración por las oficinas de uno de los nombres que habían escrito en la pizarra. La joven detrás del escritorio principal le anunció que esas oficinas habían sido desalojadas por la tarde, en forma imprevista. 
- "Sin embargo - acotó en el momento que la desilusión inundaba a la detective - no he visto que se retirara todo el personal que estuvo haciendo la mudanza".
De inmediato tomaron los ascensores y enviaron al sexto piso a los efectivos por las escaleras. Por los radios se informaron las novedades y se decidió actuar.
Sin mediar llamado de advertencia ni nada, derribaron las puertas de las oficinas afincadas sobre el pasillo. En una de las salas, con el cuello abierto de lado a lado con un elemento filoso, el cuerpo bañado en sangre de un hombre vestido de traje ocupaba el lugar que en otro momento hubiese servido a un jarrón brindar mayor elegancia a una ya de por si bonita mesa de caoba.
Una tarjeta de identificación en la solapa de su camisa indicaba que era el sujeto que estaban buscando. Un sonido provino del balcón. Cavani se asomó y una bala le levantó la tapa del cerebro. La sangre salpicó la pared más próxima y el cuerpo cayó derribado sobre la puerta de cristal, provocando un segundo estallido en la habitación.
Los agentes policiales actuaron de inmediato, pero el asesino logró arrojarse antes de ser apresado. Un camión con el acoplado amortiguado con bolsas de basura lo esperaba seis pisos más abajo. 
Cavani yacía con los ojos abiertos, como esperando que le confirmasen que había sido asesinado. La detective se acercó dolorida. El maldito caso se estaba yendo a la mierda. Todo se estaba desbarrancando. ¿Sucedería lo mismo con los otros nombres a los que habían llegado? ¿La organización era tan poderosa como para estar un paso adelante y callar a las posibles piezas del rompecabezas con alguna respuesta en sus manos?
Miró el cuerpo de Cavani y sintió ganas de llorar. Miró el cuerpo del empresario y vio algo bajo su mano. Era sangre, pero a su vez era más que sangre. Eran cinco letras, trazadas en el último aliento por el empresario, antes de cerrar los ojos para siempre. ¿Un intento de redención? ¿Un grito de perdón? ¿O bronca por la traición?
Ububi. Jamás había escuchado esa palabra. Ububi. La nombró mil veces en silencio, mientras los de criminalística revisaban de arriba a abajo el lugar. 
El jefe Almada arribó dos horas más tarde. El rostro sombrío y lúgubre solo indicaban nuevas malas noticias. 
- ¿Los otros empresarios...?
Almada confirmó con una sencilla afirmación de los párpados. 
- ¡Maldición! - gritó furiosa - ¡Maldición!
- Detective... Ariadna... - lo miró al escuchar su nombre - Te han sacado del caso. No pude hacer nada. Estabas fuera incluso antes de llegar aquí, pero solo hace dos horas me lo han reportado. 
- ¿Qué? ¿Quién dio la orden? ¿Cómo que antes... entonces Cavani murió en vano? No me puede decir esto, no me puede...
- Ariadna, por favor. ¡Maldición! ¿Crees que no estoy mal por esto? Abrió un caja de Pandora detective y ahora todo está fuera de control. No solo estás fuera del caso. Te suspenden hasta tanto tengan un informe de lo sucedido aquí.
La detective dio un paso atrás, contrariada. Buscó su placa y la arrojó contra su jefe. Tomó su pistola, le sacó el cargador y la dejó caer. 
Dio media vuelta y salió por la puerta al pasillo. El lugar era un infierno, colmado de policías. Su mente también lo era. La imagen de Cavani con los ojos abiertos, ya sin vida y esa palabra escrita con sangre estaban grabadas a fuego en sus retinas, aunque algo obnubiladas, por las lágrimas que se filtraban por culpa de la pena y el dolor.
Llorando, abandonó el lugar.

Continuará...

15 de junio de 2010

Contemplación de las aguas

A orillas del Río de la Plata el tiempo parece perderse en el aire, como si las nubes engulleran el macabro tic tac de las horas y la contemplación de las aguas se convirtiera en lo único importante, haciendo del instante algo sagrado.
Solía acompañar a mi padre en sus largas caminatas cuando era niño. El recorrido podía variar a diario,  pero indefectiblemente terminaban frente al majestuoso espejo de agua, inmenso, imponente. Mi Colonia natal nos regalaba esos días interminables e irrepetibles.
Los años y la vida me llevaron del otro lado. Hoy Colonia es un punto del otro lado del horizonte, un lugar en el que pienso en pasado, como mi padre lo hacía con la tierra que lo vio nacer, cada vez que nos deteníamos en la orilla.
Como si el destino nos jugara bromas similares, ninguno de los dos pudo disfrutar de grande el suelo de su niñez, la gente con la que creció y aprendió las lecciones básicas de la existencia, esas que dictaminan los hechos que harán de uno la persona que los demás alcanzan a conocer.
No me reconforta pensar en esa cruel dualidad en nuestras vidas, ni siquiera me roba una sonrisa. Al contrario, me golpea en el corazón. Sentado frente al río, con el ruido atenuado de la ciudad de Quilmes a mis espaldas, quiero creer en que existen las coincidencias y allí radica lo burlesco del asunto.
Pero creer en ello sería mentirme y es hora de apartar al engaño de mi vida. A veces pienso que camino hasta aquí para buscar una redención imposible. Y que las aguas se levantarán en señal de bendición y el curso de la historia, mi historia, retornará a un cauce normal que jamás tuvo.
Otras veces me parece que solo busco compasión donde no la hay, que bajo pretexto de encausar mi vida, me entrego a la férrea convicción del sufrimiento como castigo que por supuesto me lleva en una sola dirección: mi padre. Y entonces, la figura imborrable de ese hombre de portentoso semblante, aparece por delante de cualquier otro pensamiento, con su mirada serena y a la vez vacía, que sin pronunciar palabra alguna lo decía todo.
Fue cuando cumplí los doce años que supe la verdad. Ese día la caminata tuvo un desenlace poco feliz. No solo por haber sido la última vez que caminé en Colonia hasta las orillas del Río de la Plata, sino porque fue la última vez que vi a mi padre vivo.
Habíamos almorzado en familia, con mamá y mis dos hermanas mayores. Papá había estado silencioso como era costumbre, pero no se avergonzó a la hora de cantar el feliz cumpleaños y hasta podría jurar que lo vi sonreír. Cortamos la torta y abrí los regalos. Era un día especial, de esos que uno tendría que sospechar.
Papá trabajaba de noche, por lo que después de la hora del almuerzo solía dormir una siesta de dos horas. Una vez repuesto del sueño, tomaba unos mates con mi madre y se preparaba para salir a caminar. Jamás me invitaba con antelación. Casi como un rito desde mi habitación escuchaba los sonidos provenientes de su pieza, la cajonera con los zapatos, la puerta del ropero donde guardaba sus camisas, el inconfundible chasquido de su encendedor al darle fuego al cigarrillo con el que sentenciaba que había terminado de vestirse.
Solo cuando pasaba por delante de mi habitación asomaba la cabeza y pronunciaba esas pocas palabras que tanto placer me daban, preguntándome si tenía ganas de salir a caminar un rato. Era el momento en que saltaba de la cama y corría hacia la puerta de calle. Y cuando esta se cerraba detrás nuestro, me ganaba la emoción y la curiosidad por intentar adivinar que recorrido nos tocaría esa tarde.
Creo no haber dejado vereda de Colonia por recorrer en aquellos felices años. El día de mi cumpleaños bordeamos el estadio, anduvimos por el barrio viejo y terminamos cerca de los espigones del puerto. El agua estaba mansa como pocas veces. Apenas si corría una brisa y el sol ofrecía un manto tibio de clemencia y serenidad.
Recuerdo a la joven que sin compañía alguna parecía descansar de cara al cielo a escasos metros de la orilla, acostada sobre una toalla verde. Seguramente escuchando el sonido del agua, tan dulce y especial que invitaba a viajar por terrenos desconocidos, ojos cerrados mediante.
Era común sentarnos y sin decirnos una sola palabra, quedarnos largo rato contemplando las aguas. Esa tarde mi papá me pidió un mandado. Que volviera un par de cuadras y comprara en el almacén por el que siempre pasábamos un par de coca colas. Para celebrar el cumpleaños, me dijo. Y feliz de la vida, salí con paso presuroso, sujetando el dinero en un bollo estrujado dentro de la palma de la mano.
No tardé demasiado, pero si lo suficiente. Al menos eso he comprendido a lo largo de estos años. A la distancia vi la espalda de mi padre, ancha, firme, como la de un nadador. Estaba de pie observando el río. El lugar era todo nuestro, ya no veía a la mujer que descansaba en la orilla.
Llegué hasta papá y le di su botella. No me pidió el vuelto, así que lo metí rápido en el bolsillo. Solo cuando me senté a su lado, noté la sangre en la camisa. “Papá” comencé a decir, pero el comenzó a caminar en dirección del agua en ese momento. Con creciente temor observé que sobresaliendo del pantalón se veía el mango de una navaja y que al igual que la camisa, estaba manchado de sangre. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Miré hacia todos lados y entre unos yuyos, vi desparramada una toalla verde.
Al volver la vista hacia mi padre, solo encontré el Río de la Plata, ancho, inmenso, imponente. Corrí hacia la orilla, cuidándome de no tropezar y caer al agua. Lo llamé por su nombre, primero con cautela, luego a los gritos. Me vi preso de la desesperación, rompiendo en lágrimas.
Busqué ayuda entre los operarios del puerto a varios metros de allí. La tarde se convirtió en pesadilla. Patrulleros, bomberos voluntarios, mi madre. Todos desfilaron ante mis ojos preguntando lo mismo. Y mi respuesta era que no, que no sabía que había hecho mi papá.
La noticia llegó por la noche y fue espeluznante. El cuerpo sacado del agua fue el de una joven, de apenas veinte años, abierta de lado a lado a lo largo del abdomen con un elemento cortante.
Hasta entonces me había olvidado de la mujer. Al ver el cuerpo sin vida, con la tonalidad plateada que le daba la noche, reconocí a la joven de la toalla verde. Recordé la sangre, la navaja. Y callé la boca.
Mamá me sacudió a preguntas, lo mismo que la policía. La coincidencia era macabra. Mis respuestas en cambio, eran estúpidas. Estaba asustado, esa era mi excusa.
Buscaron toda la noche y durante cinco días más. Luego dieron por acabada la búsqueda y ante la falta de pruebas, jamás relacionaron la desaparición de papá con la muerte de la chica. Eso quedó solo para mi, un regalo de cumpleaños que no había pedido.
La existencia se tornó tortuosa. Mamá decidió volver a su patria y cruzamos el río. Nos instalamos en la tierra de nuestros padres, sin desear volver. Sin embargo, en mi mente, vuelvo a cada instante, como una sombra. Aquella tarde me convertí en una mentira y en un secreto. Y hasta el día de hoy lo resguardo con recelo.
A metros de las aguas que se llevaron el alma arrepentida de aquel ser que fue mi padre, es donde dejo escapar la bronca contenida y rompo en un llanto silencioso, de lágrimas perennes que buscan un perdón que no existirá.
A veces la tentación de avanzar hacia el río, como lo hiciera él aquella tarde, es demoledora y debo aferrarme con fuerza a las pequeñas cosas que me mantienen cuerdo para evitar la tragedia. Otras veces, me obligo a guardar la navaja que desde hace unos años llevo conmigo, comprendiendo en esa acción que le he ganado una nueva batalla a la locura.
El horizonte se lleva las lágrimas y el río el  tiempo. Pero lo hace muy lento. La contemplación  de las aguas es el único regalo que me queda de aquella vida y espero que así lo siga siendo.
Cuando las lágrimas se secan, me pongo de pie y emprendo el camino de vuelta. Las veredas de Quilmes me acompañan en silencio, como en otra vida lo hicieran las añoradas calles de Colonia.