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17 de octubre de 2014

Día de pago

El hombre abrió el sobre mientras cebaba un mate. Lo hacía con la inocencia de siempre, esperando ver un monto razonable. Pero el número que leyó hizo que lanzara el mate por el aire, salpicando una pared de verde y desparramando la yerba mojada y caliente sobre el suelo de cerámico verde que su mujer había elegido veinte años antes.
Ella bajó las escaleras corriendo, asustado.
- ¿Qué pasó? Gordo ¿estás bien?
Su esposo levantó la vista, con los ojos aún perturbados.
- Llegó la boleta, Estela.
La mujer se detuvo, llevándose las manos al pecho. Por la reacción de su marido, aquello era más de lo que podían pagar. Dudó en preguntar. Pero era un titubeo inútil. No había forma de no enterarse. Tarde o temprano, la realidad la tomaría del cuello.
- ¿Cuánto? - preguntó al fin, en un hilo de voz.
La respuesta fue un suspiro. Si hubiese tenido un sillón a su espalda, el hombre se habría dejado caer. En cambio, meneó la cabeza de un lado a otro y tras dejar caer el papel sobre la mesa, se llevó las manos a la cabeza.
- ¿Y ahora, Estela? ¿Y ahora?
- No quiero decir que te lo advertí...
- Ya sé, no empieces con eso.
Se quedaron en silencio. Ella sin avanzar, él sin soltar los pocos cabellos que tenía. Detener el tiempo, volverlo atrás. Nada era posible. El tic tac universal no se detenía. No sabía hacerlo. Arrastraba todo a su paso, como un río desbocado. Y ahora, el momento que ella temía, había llegado al fin.
- Vayámonos, lejos - dijo la mujer, con firmeza.
El hombre se lamentó. Allí tenía todos sus afectos. Pero su esposa tenía razón. No había otra posibilidad. Afrontar esa cifra era imposible.
Hicieron las valijas en una hora. Para la tarde estaban en el tren camino a la frontera.
Cuando fueran a reclamar el pago, ya estarían a días de distancia, instalados en alguna parte. La idea de matarla había sido de él, pero ella lo había secundado. La agencia de sicarios no daba el precio hasta un tiempo prudente después del hecho, cuando la investigación se estancaba. Con eso daban seguridad al cliente, al mismo tiempo que se cobraban una buena comisión por la espera. El monto, en definitiva, era razonable.
- Pero valió la pena, gordo - murmuró casi durmiéndose sobre el hombro de su esposo, arrullada por el suave vaivén del tren.
- Claro que sí, preciosa - su voz aún estaba teñida de nervios, por el osado escape, pues sabía bien de quiénes huían - Claro que sí.
La imagen de su madre gritando a los cuatro viento que le contaría a todo el mundo que eran hermanos y que eran conscientes de eso cuando se casaron, repercutía aún en su cabeza. Durante veinte años habían estado a salvo, lejos de ella. Pero los había encontrado.
Y ahora, incluso muerta, los hacía escapar nuevamente. No de ella, pero si seguramente de su fantasma.

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