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30 de octubre de 2012

La mujer y la posición adelantada

Se preguntó por qué su mujer aún estaba en la cocina. Miró el reloj y dudó entre indagar o no. En la pantalla del televisor los equipos ya salían a la cancha. No resistió.
- Querida ¿no ibas a lo de Carmen a ver la novela?
Ella abrió el agua caliente y puso debajo una olla a la que previamente le había echado detergente.
- No gordo, hoy me quedo a ver el partido con vos.
La respuesta lo noqueó durante unos segundos.
- ¿Cómo? Te entendí que te quedabas. ¿Escuché para la mierda, verdad?
- No mi amor, me quedo. Escuchaste bien. Veo el partido con vos, así te hago compañía, que no te vi en todo el día.
Él carraspeó y se apresuró en contestar.
- Por favor, mirá si vas a hacer ese sacrificio. Andá a lo de Carmen y mirate la novela.
- No, ya le avisé que me quedaba. No te preocupes, una vez que viste una novela, las viste todas.
La situación no era buena, más bien incómoda. ¿Su mujer mirando el partido de fútbol a su lado? ¿Que pasaría con las latitas de cerveza que tenía en la heladera, debería compartirlas? Además, si se quedaba con él, no podría ocupar todo el sillón. Que ella permaneciera ahí no era admisible.
- Nunca ves los partidos ¿qué te dio?
Su esposa lo miró desde la cocina, con el semblante serio.
- ¿Cómo, qué me dio? ¿Acaso te molesta que me quede a ver el partido con vos?
- No, claro que no - mintió apresuradamente - Es que me resulta muy extraño.
- ¿Extraño? Es fútbol, no un curso audivisual de microcirugía.
La frase no le gustó, pero no quería pelear. La conocía demasiado como para saber que por más que discutiera, no iba a cambiar de opinión y si sospechaba que su presencia lo molestaba, con más razón se iba a quedar.
Como se había imaginado, tuvo que compartir el sillón. Dudó entre buscar las cervezas o no. El partido estaba por comenzar. Optó por guardarlas. Si era necesario, las buscaría en el entretiempo.
La pelota se puso en movimiento. Los nervios habituales se apoderaron de su cuerpo. Se pasaba la mano por la barbilla, cruzaba y descruzaba las piernas, se rascaba la cabeza.
- ¿Por qué no te quedás quieto?
La observó de reojo, para no perderse detalle del tiro de esquina.
- ¿Te molesta acaso? ¿Me vas a decir como comportarme para ver un partido?
- Me ponés nerviosa.
- Andá a ver la novela entonces.
Silencio. En realidad, únicamente el sonido del televisor, con el relato y los comentarios de la transmisión. Y así se prolongó durante varios minutos, hasta una jugada en la que el árbitro cobró posición adelantada.
- ¿Cómo offside? ¡Cómo offside!
- ¿Qué es eso?
- ¿Qué cosa? No interrumpas mujer, no ves que el hijo de puta del árbitro nos cagó la jugada.
- El orsai ese que decís.
- Posición adelantada.
- Ah, estaba en posición adelantada.
- ¡No! No estaba en posición adelantada, por eso grito.
- ¿Y qué es la posición adelantada?
- No vas a entender, en otro momento te explico... ¡pero que árbitro hijo de su puta madre, clarita la repetición, casi un metro habilitado estaba!
- ¿Habilitado para jugar? ¿Quién lo tiene que habilitar?
- ¿Lo vas a ver al partido o vas a hablar todo el tiempo?
- Te hago una pregunta, che.
- Ves, por eso deberías ir a lo de Carmen, las novelas son menos complejas.
- ¿Ahí está en posición adelantada?
- Eso es un lateral.
- ¿Y entonces cuando se da eso?
Él se puso de pie y fue hasta la heladera. Necesitaba una cerveza. Regresó casi de inmediato, ya con la lata abierta. Se sentó otra vez en el sillón, ante la atenta mirada de su mujer.
- ¿Para mi no trajiste?
- En la heladera hay. Buscate.
- ¿No pudiste traerme una?
- No sabía que querías. ¡Foul! ¡Foul referí de mierda!
La vio pasar delante suyo, en dirección a la cocina. Escuchó el sonido de la puerta de la heladera, al tiempo que el árbitro le mostraba una amarilla a un defensor de su equipo, por protestar. Su esposa regresó con una lata de cerveza.
- ¿Me la abrís? Tengo las uñas largas y se me pueden romper.
A regañadientes tomó la latita y le pegó el tirón al anillo de aluminio para destaparla. Un borbotón de líquido saltó directamente hacia su rostro, bañándolo de cerveza.
- ¡Pero... la puta que te parió! ¿La trajiste sacudiéndola, que mierda le hiciste?
- ¡No hice nada che, así como la saqué, te la traje!
- ¡Estoy empapado!
- Andá a limpiarte al baño.
- ¿Y me pierdo el partido? Dejame de joder mujer, cuando termine voy.
- No podés quedarte así de sucio. Tenés que cambiarte la ropa, se va a arruinar.
- Está el partido. Ni en pedo me mueve de acá.
- Te traigo una toalla.
- Hacé lo que quieras.
Se fue para el dormitorio. Él contempló el desastre que había hecho. Se quitó la camisa y la tiró al suelo. En el televisor el equipo contrario se perdía una buena oportunidad para abrir el marcador.
- ¡Están todos dormidos! ¡Solo entró el nueve, solo!
Ella volvió con una toalla.
- Para que te seques - le dijo al tiempo que se la alcanzaba.
- Ahora no te dije, me pierdo el partido. Ya me saqué la camisa.
- Y la dejaste tirada en el piso, ya veo.
- ¿Pretendés que la lleve al lavadero? Esperá a que termine el primer tiempo entonces. O llevala vos, que en el último de los casos, la culpa es tuya.
- ¿Mía? ¿Creés que sacudí la lata adrede?
- Si no es por eso, es por quedarte. Vos te la buscaste. Me estás haciendo perder el partido con todas tus estupideces, esas preguntas tontas...
- Si, serán tontas, pero no me las respondiste.
- ¿Qué querés que te responda?
- Qué mierda es eso de la posición adelantada.
- ¡Cuando lo pescan a un jugador en una zona que no debe estar! No te voy a explicar el reglamento ahora.
Durante quince minutos, ella se limitó a mirar el partido. De vez en cuando sorbía un poco de la lata cuyo contenido (la mitad del mismo) se había desbordado sobre el cuerpo de su marido.
El desarrollo del encuentro era desprolijo, con pocos avances en ofensiva. Ambos equipos se dividían la posesión de la pelota, sin lastimar a la última línea. Hubo una nueva posición adelantada, que protestó todo el estadio.
- ¡Otra  vez! No se puede creer, no se puede creer...
- ¿Qué cosa no se puede creer?
- ¡La posición adelantada que cobró! ¿No ves?
- Si no entiendo, como querés que vea.
- Mirá, es fácil. El jugador que ataca tiene que tener un rival que lo habilite además del arquero. El defensor está acá -señala un punto imaginario en el aire-, el atacante está acá -señala otro-, es decir, detrás del defensor, de la línea a lo largo, de lado a lado, que marca si está adelantado o no.
- No entiendo.
- ¡Y claro, que vas a entender! Me hacés perder el tiempo y lo que pasa en el partido.
- Van cero a cero, no pasa nada.
- Mejor no te contesto.
- ¿Me vas a decir que no tengo razón? Es un partido de morondanga.
- Sabés qué... me hinchaste las pelotas. Me voy al bar. No me esperes levantada.
Buscó la camisa que había arrojado al suelo y se fue dando un portazo. Ella se quedó mirando la puerta, esperando durante algunos segundos que volviera. Cuando vio que no lo haría, se dirigió al teléfono.
- ¿Carmen? Hola linda, dale, cruzate, ya tengo el tele. Si, te dije que no me iba a costar nada. Y vos haciéndote drama porque hasta mañana no te reponen la energía eléctrica. Dale, apurate, que está por comenzar.Y una sorpresa: ¡Tengo cerveza fría en la heladera!

27 de octubre de 2012

Los cinco amarettis

Los amarettis son deliciosos acompañados con una taza de café caliente, aunque lo cierto es que son una tentación en cualquier ocasión. El sabor de la almendra y la textura crocante se combinan en un bizcocho minúsculo, pero al mismo tiempo, irresistible.
Tiene su origen en Italia y llegó al país de la mano de los inmigrantes, que nos legaron una receta sencilla y sabrosa, con almendras procesadas hasta que quedan convertidas en polvo, azúcar y clara de huevos. No encierran muchos secretos, más allá de los tiempos de cocción en el horno, o el batido preciso para que gane la textura que luego, al ser cocinados, se llenará de grietas y tomará ese color que les es tan característicos, entre el dorado y el marrón claro.
Pero el amaretti no siempre es amaretti. Esto me fue demostrado no hace mucho, en un café de Capital Federal. Y sin dudas, que desde entonces, he comenzado a dudar de todas las cosas, porque los significados, a partir de esto que contaré, han perdido su valor.
Ocurrió casi de noche, aunque el horario no importa. Puede que un poco, el hecho que estaba fresco a pesar de estar en plena primavera, aunque las estaciones en los últimos tiempos no respeten sus propias características.
Es increíble como, a partir de un simple acto, movimientos inesperados quizá o bien, ya predestinados en nuestro inconciente, la vida puede cambiar para siempre. Un amigo, que me invitó un café como excusa para dialogar un rato, fue el protagonista de esta historia.
Nada hacía presagiar lo que sucedería a continuación. El bar estaba casi desierto y era comprensible. Era la hora de la cena más que del aperitivo. El mundo se rige por convenciones no escritas y las ocho y algo de la noche invita a estar en casa, sentados alrededor de una mesa, compartiendo la comida con la familia. De todos modos, y no por llevar la contra, sino por una cuestión de coincidencias horarias, desafiábamos uno de los pilares de la sociedad, ubicados frente a frente, mientras el mozo nos servía un café, junto a un platito de amarettis como cortesía de la casa.
Agradecimos como corresponde y entre palabra y palabra fuimos bebiendo el café y desapareciendo de a poco los amarettis.
Algo angustiaba a mi amigo y con razón. Un estudio médico no había dado bien y en pocos días más debía someterse a una operación para determinar que era lo que estaba apareciendo en las placas que le habían realizado. Me contó de su ansiedad, del trauma que representaba aquello en el seno de su familia, pero sobre todo, del miedo que lo embargaba en los últimos días.
- ¡Vamos Cacho, que no es la muerte! - le dije con intenciones de levantarle el ánimo - Que hoy en día todo el mundo se opera por cualquier pavada, para sacarse un lunar que queda feo, para quitarse várices, para ponerse tetas, para sacárselas, cirugías, imaginate...
Me dijo que ya lo sabía, pero que igual estaba cagado hasta las patas. Utilizó esas palabras, las únicas que servían para graficar su estado. Se ponía pálido al contarme los detalles de la intervención. Por lo visto se había hecho explicar muy bien. O macaneaba, mandándose la parte. Una de dos. Pero me inclinaba más por lo primero. Cacho no era de exagerar. De todas formas, no tenía la mesura que lo caracterizaba. Estaba alterado y eso también lo comprendía.
De repente, tomó un sobrecito de azúcar. Un segundo antes había apartado la taza vacía hacia un costado. Había apurado el café con ganas. Mi taza, en cambio, estaba yendo nuevamente camino a la boca, para beber otro sorbo.
Con el sobrecito de azúcar lleno en su mano derecha, me miró directamente a los ojos.
- Norberto, no me queda mucho tiempo. Esa operación me da mala espina. Fijate bien - me dijo y con el sobrecito apartó cinco amarettis en el mismo plato donde estaban - Prestá atención. Hoy es miércoles. Todavía le quedan unas horas. Me operan el lunes, es decir, tengo...
Movió su brazo izquierdo hasta que la mano con el sobre de azúcar volvió sobre el plato de amarettis. Señaló al primero del grupito que había apartado y lo empujó con el sobre hacia un sitio vacío.
- Jueves - pronunció en voz alta.
De inmediato separó otro amaretti y lo situó justo delante del anterior.
- Viernes - afirmó.
Fui entendiendo, estaba contabilizando los días que le quedaban por delante antes de la operación quirúrgica.
Repitió el procedimiento para el sábado, domingo y lunes, conformando finalmente una fila.
- Ahí está. Mirá bien, me quedan cinco amarettis de vida.
Creo que reí bien fuerte. Digo creo porque casi de inmediato, al ver el rostro furioso de Cacho, me puse serio.
- ¿De qué te reís pelotudo?
Le pedí disculpas.
- Es que dijiste que te quedaban cinco amarettis de vida, supongo que eso me dio risa.
- Y si, son cinco ¿no ves? Entre este amaretti y la mitad de aquel, tengo que tomar una pastilla. Y ya desde acá, tres cuartos del penúltimo amaretti, tengo que dejar de comer y tomar líquidos. Y más o menos por acá, entre esta grieta y esta otra, me operan.
Hice el esfuerzo y logré suprimir otra carcajada. Cacho continuó como si nada.
- El tema es que son muy pocos amarettis. Tengo una pila de cosas para hacer. Ordenar la casa, principalmente. Debo ser precavido Norberto, por más positivo que sea, tengo que dejar todo en orden. ¿Comprendés? Y cinco amarettis, la verdad, son una cagada. Es muy poco.
Asentí en silencio.
Cacho manoteó los dos primeros amarettis de la fila y se los mandó a la boca. Los masticó con fruición. Entonces hice el comentario que cambiaría todo.
- Cacho, mirá que sos gil, te comiste el jueves y el viernes, ahora vas a tener menos tiempo.
Mi amigo puso los ojos como dos pelotas de tenis y quiso escupir lo que tenía en la boca. Lo único que logró fue dejar caer un pastiche marrón sobre la mano.
- ¡Me cago en mi puta madre! - gritó - Norberto, ayudame por favor, me mandé una terrible ¡cómo carajo se supone que haga ahora!
- Tranquilo Cacho, como para que después no me ría. No te das cuenta que solo eran dos amarettis.
- ¿Sólo dos amarettis? ¿Vos me estás cargando? Tenía cinco por delante y ahora me quedan tres y me decís casi con sorna que solamente eran dos.
- Pero Cacho, eran dos amarettis. Ejemplificaban los días, lo que no significaban que lo fueran...
- ¡Claro que lo eran! Esos dos amarettis eran jueves y viernes y ahora ya no los tengo.
- Cacho...
- No estoy loco Norberto. Fijate tu reloj, que día es.
- Miércoles.
Se arremangó la camisa y estiró el brazo hacia donde estaba.
- ¿Y bien? ¿Qué dice mi reloj?
- ¡Qué va a decir! Dice... - tuve que observar otra vez, incrédulo - dice sábado.
- ¡Ves! ¡Te das cuenta! Perdí dos amarettis. Disculpame Norberto, pero no debería estar acá. Tengo mucho por hacer y me quedan apenas tres amarettis.
Se puso de pie, tomó los amarettis, los metió en el bolsillo de la camisa, se me acercó, me abrazó como si fuera la última vez y salió raudo hacia la calle.
Me quedé en silencio, con tan solo el sonido del bar de fondo, pero un sonido muy suave, muy lejano, mientras me perdía en mis propias reflexiones, intentando entender todo aquello. Miré el platito y solo quedaban unos pocos amarettis, de los que Cacho no había tocado. Los contemplé varios minutos. Eran amarettis y nada más. O al menos, lo eran hasta hacía un rato. De pronto no quise comer más. Pagué la cuenta, dejé la propina debajo del servilletero y enfilé hacia la puerta. Pero por alguna razón que aún no comprendo, volví y tomé todos los amarettis que habían sobrado. Los metí en el bolsillo del pantalón y regresé a casa.
Los guardé dentro de una cajita con candado. Temo que no sean lo que sé que son. Temo que las cosas dejen de ser lo que creemos que son.
Por las dudas tiré la llave.

24 de octubre de 2012

Siesta en el jardín

Había esperado la hora de la siesta para salir al patio, arrojar una toalla sobre el verde y tenderse luego a lo largo, para disfrutar de un par de horitas de sueño bajo el cálido sol de primavera. Pero ahora el sonido de la cortadora de césped del vecino atormentaba sus planes.
En su mente se imaginaba tomando un ladrillo de la hilera que su marido había hecho con prolijidad, con todos los que le habían sobrado de las mejoras en el techo. Su imaginación también evocaba la mano lanzándolo con todas las fuerzas por encima del tapial, con la intención de golpear en la cabeza de su vecino, para así, terminar con aquel suplicio de la máquina de cortar el césped.
Pero sabía que no haría nada de eso, que muy por el contrario, con fastidio y resignación se pondría de pie, recogería la toalla y se metería dentro de casa. Insultó en voz alta, aunque por el ruido, ni siquiera ella se escuchó. Con impotencia, gritó:
- ¡Vendería mi alma al diablo si por alguna puta razón el boludo de mi vecino se distrae y la máquina le pasa por encima!
En ese mismo momento escuchó un traqueteo, un chillido de dolor y vio, con cierto horror, por encima del tapial, un montón de sangre saltar al aire, para luego caer en forma de gotas densas y esféricas.
Se llevó las manos al pecho. Se apoderó de su corazón una sensación de angustia, muy próxima a la asfixia.  Algo estaba mal en su cuerpo, se sentía desfallecer, quizá un infanto...
- ¡ Por Dios, me merezco morir! ¡Le deseé la muerte y ahora...!  - dijo con un hilo de voz.
Entonces una sombra la cubrió por completo y una figura se detuvo a sus pies.
- Tranquila mujer, estoy llevándome lo que es mío. Tu salud está a salvo.
Cuando volvió del desmayo, estaba sola. Del otro lado del tapial alguien lloraba. A lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia acercándose. Suspiró. Ahora si podría dormir esa siesta que tanto anhelaba.

21 de octubre de 2012

Estómago vacío

El almacén cerraba y mi heladera estaba vacía. En vano crucé al trote la calle y corrí los treinta metros que me separaban de la puerta. Andrés, el almacenero, había puesto el candado y no tenía la menor intención de volver a abrir.
- Probá acá a la vuelta, que hace poco pusieron un kiosco. Por ahí tienen algo con lo que puedas engañar el estómago - me sugirió.
De mala gana le di las gracias y caminé. Fui hasta la esquina y busqué en la cuadra una luz encendida que me indicara que había un negocio abierto. No tenía intención alguna de seguir utilizando mis pies sin sentido. Tenue y lejana, una ventana se veía iluminada. Ningún cartel que indicaba que se trataba de un kiosco o algo por el estilo.
Me dirigi hasta allí. El hambre podía más que las piernas cansadas. Había sido un día agotador. En la oficina me habían tenido de aquí para allá y cuando pensaba que la tarde estaría en calma, me enviaron a recoger unos talonarios a la imprenta. Me confié y esperé en la parada el colectivo, hasta que recordé que había una huelga de los trabajadores del transporte. Busqué en mis bolsillos y como ya lo presentía, había olvidado la billetera sobre el escritorio. La idea del taxi se esfumó en un santiamén. Caminé entonces las veinte cuadras de ida y la misma cantidad de vuelta.
En el trayecto pensé en las oportunidades que tuve a lo largo del día de comprar aunque sea una docena de facturas. Estaría ahora en el departamento acostado, comiendo y mirando un poco de tele. Pero esa manía de dejar todo para cuando era tarde seguía siendo un fastidio, una característica de mi personalidad que odiaba y al mismo tiempo, no podía cambiar.
Llegué hasta el lugar donde supuse, habían abierto el kiosco. Apenas una ventana con una reja delante, algo de iluminación en el interior y dos o tres productos a la vista, entre los que se contaban un alfajor y varios caramelos. Dado que los caramelos eran de marcas diferentes, podía tomarlos como más de una mercadería. De todas maneras, ni una cosa ni la otra servirían para quitarme las ganas de comer.
Perdido por perdido, golpeé en el vidrio. Tardó en aparecer alguien. Vaya saber desde donde, entró al pequeño espacio que podía verse desde afuera una muchacha rubia, de ojos muy claros y voz lánguida, cosa que pude comprobar luego que abrió la ventana corrediza y me preguntó que deseaba.
- ¿Tenés algo para comer, que no sea un alfajor o caramelos?
Creo que fue el uso del término singular. Supongo eso al día de hoy. Si hubiese dicho "que no sean alfajores", aquello se podría haber evitado. El "un" sonó a despectivo. Lo reconozco: fue dicho en forma despectiva. El solitario alfajor detrás del vidrio no me convencía de tener mejor suerte al preguntar, y sin dudas que terció en mi conciencia para que mi pregunta fuera no solo un pedido, sino también una crítica, una intolerante mirada sobre aquel lúgubre kiosco de mala muerte.
La joven buscó de inmediato algo entre sus piernas. Por una fracción de segundos me dije mentalmente "que lugar raro para guardar los sánguches". Pero mi sentido del humor se evaporó de manera instantánea ante el calor de la situación. Lo que la chica había sacado de allí abajo era nada menos que una escopeta de caño recortado y en ese momento la estaba apuntando hacia mi cara.
Enmudecí. No me cagué encima porque no tuve tiempo. Creo que retrocedí un par de pasos. Moverme, me moví, porque le pisé la cola a un perro callejero que justo olfateaba detrás de mi. El ladrido de dolor que lanzó en medio de la noche fue el detonante. La chica se asustó o estaba loca, y disparó. Sentí calor sobre mi hombro y la sensación que estaba muerto. Pero algo detonó a mis espaldas y supe que le había errado. El cristal de algún coche estacionado había recibido el tiro que llevaba mi nombre.
- ¡Pará loca! -le grité, pero ya no la veía. La detonación la había arrojado hacia atrás. Alcancé entonces a verle los mechones rubios, cuando intentaba incorporarse. El caño de la escopeta brilló contra la luz de morondanga que había en el interior.
Corrí. Lo hice en forma descontrolada, bajando primero a la calle, luego subiendo a la vereda, a la calle otra vez y luego perdí la cuenta de las veces que lo hice. Doblé en la esquina como llevado por el demonio y a medida que me acercaba al edificio fui metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, tanteando la llave. Lo último que me faltaba era que se hubiese caído en la fuga. Pero no, allí estaba, prendida al llavero con forma de pene que tan graciosamente me habían regalado mis compañeros de trabajo para el último cumpleaños.
La saqué, la metí como pude en la cerradura y empujé la puerta con todas mis fuerzas. No miré jamás hacia atrás. Imagino que en una guerra debe suceder lo mismo. Iba en busca de mi trinchera, que quedaba en el cuarto C.
Llamé al ascensor, pero estaba en el décimo. No podía quedarme quieto, estaba temblando, así que corrí escaleras arriba, sin siquiera detener la marcha para encender la luz de cada piso. Llegué a mi puerta sudado, con las piernas aguijoneándome del dolor y la sensación de una escopeta apuntándome por la espalda en todo momento.
Abrí, cerré, y entré como una exhalación, sin frenarme hasta llegar a la cama, en la que me zambullí como no recordaba desde pequeño, después que mamá o papá me contara alguna historia de horror.
No me levanté hasta la mañana siguiente, para ir a trabajar. Apenas si había dormido y estaba muerto de hambre. Estaba aún pálido cuando salí del edificio. Evité ir hacia ese lado. Crucé hasta lo de Andrés y le pedí que me preparara para llevar dos sánguches de jamón y queso. Me preguntó si al final había ido al kiosco nuevo la noche anterior. Le mentí y le dije que no. Pero creí adivinar en su mirada un dejo de extraña maldad, una sonrisa escondida, un silencio que hablaba en susurros, los gestos propios de un hijo de mil putas que sabía lo que estaba haciendo.
Pagué diecisiete con cincuenta y me fui a esperar el colectivo. Desde entonces compro en el super al lado del trabajo.

18 de octubre de 2012

Un invento nuestro

Desde el principio fue un invento nuestro. Una historia que nació a retazos, entre cerveza y cerveza. No era el propósito asustar a nadie, sino reírnos entre nosotros, compartiendo la noche, con la mirada turbia y el aliento enrarecido.
Pero para el amanecer, muy a pesar de la poca sobriedad que teníamos encima, el relato nos devoró. Nos transformamos en él, como si aquello que era tan solo un cuento, una pavada hablada, hubiese cobrado forma y capturado a todos como rehenes.
Juan, Juanito para los amigos, fue el que se levantó primero y sugirió que lo siguiéramos. Sabíamos sin decir una sola palabra hacia donde íbamos. Quizá alguno sintió que una sensación de espanto helado le recorría el cuerpo, pero nadie puso reparos.
En el camino Adrián levantó de un baldío dos hierros retorcidos. Se quedó con uno y el otro se lo alcanzó a Sebastián. Para entonces Juanito blandía en sus manos una botella de vidrio rota en la base. La agitaba con violencia delante de su rostro, sin temer a cortarse.
Horacio cerraba la fila, detrás mío. Iba con las manos vacías, igual que yo. Pero en sus ojos podía ver la furia, el odio, el deseo de arremeter contra alguien. Sus puños se tensaban como garras, dejando al descubierto nudillos colorados y preparados para el golpe.
Nos detuvimos delante de la mansión de los Fernández Toledo, pero no nos quedamos quietos por mucho tiempo. De inmediato nos trepamos a las rejas. En lo alto tenían puntas, que si bien no eran filosas, podían llegar a resultar peligrosas en un descuido. Adrián se enganchó la campera y le hizo un agujero, pero apenas si se percató.
Saltamos desde lo alto hacia el otro lado. Estábamos dentro de la propiedad. Un perro enorme, negro, apareció de entre unos arbustos. Sebastián lo liquidó con un golpe certero. El hierro que tenía en las manos se tiñó levemente de rojo. En su rostro vi satisfacción. Era la primera sonrisa en aquellas primeras horas del día.
Avanzamos en grupo hasta la puerta principal. Arremetimos al mismo tiempo, empujando la puerta hacia atrás. Las bisagras saltaron al unísono, como si fueran de papel. Corrimos escaleras arriba, para no dar tiempo a ninguna respuesta.
Encontramos a Fernández Toledo en calzoncillos, saliendo de la habitación. Juanito le estrelló la botella en el rostro, haciendo estallar el vidrio en el impacto. La pared se regó de sangre y los gritos del hombre inundaron la planta alta. Una mujer chilló en el interior del cuarto. Horacio corrió a silenciarla. Desde el pasillo, donde contemplábamos el último extertor de Fernández Toledo, escuchamos los gritos finales de la esposa. Horacio apareció con la camisa salpicada de manchas rojas. También quedaban rastros de sangre en su boca.
Nos observamos en silencio, sintiendo nuestras propias respiraciones. Aquello estaba concluído. Tal como lo planeamos sin pensarlo durante la noche. Ese matrimonio nefasto había dejado de ser problema. Sus sucias manos estarían lejos de los niños del pueblo. No importaba si no había pruebas para inculparlos, la opinión popular ya lo había hecho y ellos, obrados con la ejecución.
Comenzamos la retirada, bajando sigilosamente las escaleras. En la planta baja, justo debajo de la enorme araña que pendía del techo, nos miraban dos niños muy pequeños, con ojos grandes y desorbitados. Ella se había orinado encima y él, apenas uno o dos años más grande, la abrazaba repleto de terror.
Nos quedamos en silencio, contemplando. Ellos ahí, nosotros aquí. No pudimos movernos, como si una maldición nos alcanzara. El destino nos retuvo en ese lugar, en esa posición, hasta que llegó la policía. Todo nos incriminaba, incluso nuestras declaraciones.
Comprendimos que la maldición no había sido la de quedar atrapados dentro de la casa. Una mucho peor nos había poseído en el bar. Hoy, en estas celdas, dudamos de nuestra cordura. Pero ninguno se lamenta, como si eso que nos llevó a ciegas hasta la mansión aún permaneciese muy dentro nuestro. Juanito un día aventuró casi balbuceando que creía saber qué era aquello y en pocas palabras, confusas y atropelladas, me confió que el pueblo era el maldito, que aquello que habíamos hecho no era obra nuestra, sino de lo que el lugar había querido. Me reí de su idea descabellada, buscando una forma de exonerar su conciencia.
Pero esa noche Juanito dejó de hablar. Por más que lo intenta, no puede hacerlo. Y a pesar de no decirlo en voz alta, ahora le creo. Pero me mantengo en silencio, porque el pueblo oye, porque cada centímetro es un poro por el cual respira y escucha.
Desde el principio estábamos convencidos que era una noche más. Que era un invento de nuestras mentes. Pero hoy lo dudo. Algo lo ideó por nosotros y nos hizo sus esclavos. Estamos pagando la culpa, como corresponde. Pero el pueblo, maldito y loco, sigue suelto allá afuera.

15 de octubre de 2012

A veces, a domicilio

Le gustaba su trabajo. Desde pequeño reparaba computadoras e impresoras. Tras terminar el colegio secundario no dudó en presentarse en una casa de venta de equipos informáticos para ofrecer sus servicios. Le tomaron algunas pruebas que superó con facilidad y desde entonces pagaba sus estudios con el modesto sueldo que ganaba en su jornada laboral.
Prefiere hacer los arreglos en el depósito del local, pero no siempre tiene esa suerte. El lugar ofrece un servicio técnico a domicilio, lo que obliga a que varias veces al día se movilice hasta algún punto de la ciudad. No es el trajín lo que lo incomoda, sino el trato con la gente. No soporta las preguntas tontas que suelen hacerle o cuando intentan sugerirle la solución al problema. Si tuviera que elegir, no dudaría en permanecer en el comercio, pero no cuenta con esa posibilidad.
La primera vez que realizó un servicio de reparación en la casa de los Pereyra, fue un mes atrás. La familia tenía tres computadoras, una de ellas portátil. La que presentaba problemas era una de escritorio, más precisamente la que utilizaba la hija del matrimonio.
El equipo ocupaba un amplio espacio contra la ventana de la habitación de la joven. Las paredes rosas le brindaban un peculiar matiz al sitio, que no le permitían sentirse del todo cómodo. Situación que se agravó cuando, mientras él realizaba una limpieza general en el sistema operativo, entró al cuarto Marcia, nombre con el que ella se presentó.
Marcia vestía unas calzas ajustadas y una remera blanca, apretada al cuerpo. Se quitó las zapatillas y las medias y se arrojó en la cama, situada a medio metro de la computadora. Se colocó de tal forma que pudiera observar lo que él estaba haciendo, apoyando sus codos en el colchón y sosteniendo con sus manos su hermoso rostro.
Pensó que ella se iría a los pocos minutos, pero permaneció todo el tiempo que él estuvo sentado delante de la computadora. Durante ese lapso inició varias veces el diálogo, pero sin suerte. De reojo la había visto acostada observándolo y no quiso saber nada con charlar con ella. Le parecía muy atractiva, pero no quería distraerse de lo que estaba haciendo.
Tras esa visita, los Pereyra lo llamaron cinco veces más. Siempre el equipo con problemas era el de Marcia. Le llamaba la atención, ya que en cada ocasión se había asegurado que funcionaba bien. Pero al llegar, detectaba que la máquina otra vez fallaba a causa de virus o algún programa mal desinstalado. ¿Cómo podía ser tan descuidada esa chica?
En cada una de las visitas, Marcia se quedó con él en la pieza, observándolo e intentando charlar. Su forma de vestir era cada vez más osada. Pantaloncitos demasiados cortos, remeras que dejaban al aire el ombligo e incluso, en dos ocasiones, que transparentaban sus pechos (era visible la ausencia de corpiño) y en la última visita, tan solo musculosa y bombacha.
Se recostaba en la cama y jugueteaba con el mouse, mientras le hacía preguntas sugerentes, o indagaba sobre si tenía novia, si le gustaba alguien, si salía, dónde iba. Pero él sabía donde quería llegar ella y por eso la evitaba. Aunque cada vez le costaba más. La joven era muy absorbente, por lo que le resultaba difícil, casi imposible aislarse en lo que estaba haciendo. Su voz dulce y melodiosa, que a veces reducía hasta un jadeo que le erizaba la piel, sus movimientos sensuales sobre la cama, su escasa ropa y los roces para nada involuntarios con sus manos o piernas al pasar por al lado, convertían sus estadías en esa habitación en un juego peligroso.
En su última visita a la casa de los Pereyra, él no resistió más. Había algo que debía decirle, porque la situación se le estaba yendo de las manos. ¿Cuánto más podría seguir esa parodia? ¿En qué momento se despertaría la fiera que dormía en su interior? Creía que no tardaría mucho más. Por eso, mientras desinstalaba la aplicación que esta vez había motivado su asistencia técnica, y escuchaba como ella, recostada en la cama, con tan solo una bombacha color crema y una musculosa celeste, murmuraba su nombre, se puso de pie y la enfrentó.
- Marcia, esto no puede seguir así. Sé lo que buscás, lo que estás haciendo y tengo que ponerle un freno.
Ella puso cara de niña inocente, entornando los párpados. Sin dudas que esperaba que eso sucediera, que finalmente la llama del deseo explotara en él, que las intenciones de su cuerpo joven y fogoso encendieran a su visitante, que en definitiva lo que debía pasar, pasara...
Él se acercó a la cama y la miró a los ojos. Su pecho galopaba salvajemente, el sudor le recorría la frente.
- ¿Te creés que soy tonto? Hacés estupideces adrede en la máquina para que tengan que llamarme, te pasás un montón de tiempo mirándome, no parás de hablarme, de hacerme preguntas... ¿te creés que no me doy cuenta? Y sin embargo te aviso, no vas a usarme Marcia. Si querés saber como se arregla una máquina, vas a tener que ir a aprender algún lado, porque de mí no vas a sacar información alguna. ¿Entendiste? No te vas a aprovechar de mi, ponele la firma.
Se fue dando un portazo. Ella quedó tendida sobre la cama, sola, sin comprender.

12 de octubre de 2012

La sala de ensayo

No era demasiado grande, el escenario de madera tenía algunos tablones flojos, era común encontrar el piso repleto de polvo y la acústica era de lo peor, pero cumplía con el propósito por la cual la habían alquilado. El módico precio los había terminado de convencer y dada las circunstancias, los detalles quedaron en un segundo plano.
La sala de ensayo estaba a disposición del grupo dos días a la semana. En total eran siete horas. Tres los martes y cuatro los viernes. Hacía cinco semanas que acudían con entusiasmo. No era para menos. En ese lapso habían avanzado con la obra de teatro mucho más que en los meses previos, durante los cuales vagaban de casa en casa, en horarios dispares y disparatados, sin obtener resultados positivos.
Hasta entonces no se habían puesto a pensar en fecha de estreno, porque no podían establecer una continuidad en los ensayos, sin embargo, gracias a la sala, no solo habían logrado constancia sino también amalgamar al grupo, acelerando de esa forma el trabajo en conjunto. Por ese motivo, habían iniciado el diálogo con un pequeño teatro centrico para poder presentar la obra a lo largo de cuatro semanas.
Alexia había vuelto aquella tarde con la noticia y todo el grupo había expresado su alegría. Fue ella misma la que tocó el tema.
- Si nos va medianamente bien, podríamos incluso pensar de cambiar de lugar de ensayos ¿Les parece buena idea?
A Fermín la pregunta no le pareció atinada, ya que antes ninguno había planteado objeción alguna sobre la sala.
- ¿Por qué ahora no te gusta la sala? - le preguntó.
- No es que ahora no me gusta, en realidad siempre estuve incómoda acá. Seamos sinceros, es de medio pelo. Estaría bueno poder ir a un lugar más iluminado, limpio, grande...
- No creo que consigamos a este precio algo parecido...
- Por eso mismo les digo que podríamos pensarlo en caso que nos fuera bien con las funciones.
- Si nos va bien - objetó Sandra - lo primero que deberíamos hacer es juntar dinero para una buena escenografía, no gastarlo en algo que ya tenemos.
- A mi la idea de ir a otro lugar no me desagrada - opinó Mercedes, que estaba recostada sobre las piernas de Cristian.
- ¿Tampoco te gusta el lugar? - la interrogó Fermín, que estaba perdiendo la paciencia.
- Y... mucho no - dijo con sinceridad Mercedes, a la que todos llamaban por el sobrenombre "Mecha" - Además, no me agrada que tengamos que soportar curiosos en los ensayos.
Fermín cruzó una mirada con Alexia y también con Sandra. Incluso Cristian salió de su ensimismamiento para escuchar a su colega. Mecha se dio cuenta que lo que había dicho provocó en el grupo cierta sorpresa.
- ¿Qué? ¿A ustedes no les molesta? - preguntó en general.
- Es que al menos yo no te entendí - le respondió Alexia.
- ¿Qué no entendiste?
- Lo de los curiosos.
- ¡Los curiosos Alex! Los que vienen siempre al ensayo: el viejito que se sienta cerca de Germán, como si fuera el asistente de dirección; la mujer de bucles oscuros, que se queda cerca de la puerta y el grandote que se nos observa desde abajo del escenario. Ese sobre todo, que se queda mirándonos como hipnotizado, me da miedo.
- Nena, ¿hablás en serio? - la interrogó Fermín.
- Si, claro que hablo en serio. Me imagino que si nunca dijeron nada, es porque a ustedes no les molesta, pero a mi me hacen sentir incómoda. Sobre todo el grandote.
Cristian, que la tenía encima de sus piernas, le habló con amabilidad.
- ¿De qué curiosos estás hablando? 
- Los... ¡lo acabo de explicar! Ves que nunca me prestás atención.
- No te alteres, justamente, si te estoy preguntando es porque te presté atención. ¿De qué carajos estás hablando? ¿Dónde mierda ves curiosos?
Recién entonces Mecha comprendió que algo estaba mal en aquella conversación. Miró hacia las butacas de madera, enfrentadas al escenario, y vio al anciano.
- Allí - señaló con el dedo índice.
El resto del elenco llevó las miradas hasta el sitio señalado. Ninguno vio al anciano, que para entonces Mercedes describía con lujos de detalles.
Frustrada al notar como los demás la miraban con pena, como si ella estuviera viendo alucinaciones, se dirigió hasta la figura del hombre de edad avanzada, decidida a demostrarle a todos que no estaba mintiendo.
Llegó a su lado y le habló.
- Señor, usted, señor, a usted le hablo.
El anciano levantó la mirada y luego se evaporó en el aire. Mecha se asustó y pegó un salto hacia atrás. Giró para preguntar si habían visto lo mismo que ella y se encontró con la sala vacía, repleta de polvo y una vieja escenografía sobre el escenario.
- Pero...
A lo lejos, en la puerta, vio al anciano, la mujer de bucles y al grandote. Desaparecieron con tristeza, de un momento a otro. La puerta rechinó y se abrió. Vio entrar a Fermín, Alexia, Cristian y Sandra. Sus semblantes no eran los que conocía. Se los veía enojados, impacientes.
- No veo el sentido de venir acá Cristian, sinceramente es una pérdida de tiempo.
- Fermín, te digo que el sueño fue muy intenso. ¿Te creés que a mi me agrada la idea?
- Dale, no pierdas el tiempo. Decile a ellas que te ayuden, me voy a fumar afuera.
- No, tenés que quedarte. En el sueño estábamos todos. Y ella hablaba sobre gente que venía a vernos...
- Si, ya se, me contaste el sueño toda la semana. Dale, apurate entonces.
Mecha se acercó al grupo, con el fin de hablarles. Comprendió con angustia que por más esfuerzo que hiciera, las palabras no salían. En cambio, veía con incredulidad como sus compañeros colocaban una foto suya en el suelo y luego encendían velas que colocaban a su alrededor.
- ¿En el sueño que ocurría cuando hacíamos esto? - preguntó Sandra.
- No se, nunca llegué a esta parte. Desperté siempre en el mismo momento, cuando ella se alejaba de nosotros para hablar con los curiosos.
- Pobre Mecha, no deberíamos jugar con su recuerdo - señaló con culpa Alexia.
- ¿Listo? ¿Conformes? Bueno, dale, apuren, apaguen esas velas y vámonos - dijo Fermín, cada vez de peor humor.
- Vos no apures, haceme el favor. Justamente vos deberías quedarte callado. Si me hubieses escuchado cuando te decía que me sentía incómoda, quizá hoy Mecha...
- Hoy nada, me entendés. Hoy nada.
- Chicos - interrumpió Sandra - ¿Quién es la mujer que está sentada al lado del escenario?
- ¿Qué mujer? - preguntó Cristian, alarmado.
- Sandra, no vayas, quedate acá - intentó advertirle Fermín, pero ya era tarde, Sandra se encaminaba al escenario, con paso sigiloso, cuidando de no tropezar en la oscuridad.
- Solo me voy a acercar, puede que sea una sombra o un muñeco... - Sandra se quedó en silencio, ahora ya no veía a nadie. Giró en redondo y encontró la sala vacía. Se le heló la sangre y a pesar de saber que no la encontraría, llamó a Mercedes a los gritos.
En alguna parte, la fragilidad del mundo había vuelto a resquebrajarse.

9 de octubre de 2012

Lagashx, de Lougarex (2da parte)



La mañana en la que la Orden atacó el primer poblado del reinado de Cerceña, el asesino de Grujio estaba en su choza. Los Carrarios recordaban la muerte del lider de jarush en el desierto pero jamás supieron la identidad del agresor. En Lougarex, en algunos poblados, se hablaba de un guerrero gigante que había logrado vengarse en nombre de ellos, pero tampoco ellos sabían quién había sido. Ese desconocimiento fue quizá el peor error de la Orden en doscientos años. Porque aquel asesino se había transformado con los años en algo mucho peor. Era la esperanza de Lougarex, por más que Lougarex tampoco lo supiera.
Madriñan lo despertó, asustada. Los pequeños críos lloraban desconsolados. En las calles del pueblo se escuchaban gritos de horror y el sonido de los cascos de cientos de caballos. El olor a humo y heno quemándose presagiaban un desastre. El gemido de mujeres era lacerante. Algunas eran violadas a la vista de todos. Sus ropas arrancadas dejaban al desnudo los cuerpos apetecibles por los salvajes del reino oscuro.
Lagashx se vistió sin prisa. Tomó la espada en el mismo momento que un jarush, al que reconoció por la franja de sangre en el rostro, penetró en la choza. Fue más rápido que un relámpago, el atacante jamás supo que le sucedió. El otrora niño, que supo matar con una honda, blandió la espada con destreza y rebanó de una sola vez la cabeza del jarush en dos.  Madriñan gritó, más de sorpresa que de miedo. El niño que había acogido bajo su tutela no solo había estado jugando con su espada.
Sus miradas se cruzaron. No hicieron faltas palabras. Ambos comprendieron que era la última vez que se veían a los ojos. Ella, la madre que le habían quitado; el, ese hijo que entonces no tenía. Esa no era su tierra, Madriñan lo entendió al ver el fulgor en sus pupilas, dilatadas por la sed de sangre. Lagashx entornó los párpados tan solo un segundo y salió a la batalla. La mujer abrazó a sus críos y lloró en soledad. Temía la muerte del ahora joven, pero sus lágrimas en realidad eran de felicidad. Había visto en esos ojos la esperanza que creía imposible. Aquel no era su niño. Aquel era la muerte vestida de hombre.

La masacre de Cerceña. Así llegó el rumor a Lougarex. Todo un batallón jarush había sido destrozado en el pequeño reino del este. Los pobladores esbozaron silenciosas sonrisas, en la penumbra de sus chozas. A pesar que ello implicaría represalias de los Carrarios, una nueva luz se vislumbraba en el horizonte. ¿Un nuevo ejército del otro lado de las fronteras? Nadie tenía respuestas. El boca a boca traía sin embargo buenas nuevas y se agradecían, como se agradece el calor del fuego en invierno.
En las filas de la Orden la confusión era mayor. La noticia había sido muy mal recibida. En las Tierras Morhas la noche en la que se recibió la noticia los gritos de furia aterrorizaron incluso a los moradores de la región, que siempre se sintieron protegidos de servir a los Carrarios. Los pocos sobrevivientes de la contienda, que llegaron a duras penas sin sus caballos hasta Lougarex hablaban de un ejército de un solo hombre.
- ¡Era una bestia! ¡De dientes filosos y enormes garras!
Las voces exageraban, infundadas en la mismísima incomprensión. Por primera vez en doscientos años, habían tenido que retroceder. Los líderes no toleraron la derrota. Los sobrevivientes fueron masacrados y sus cabezas colgadas en los árboles del bosque de Halixar.
Los Kirosh querían vengarse esa misma noche, con sus propios ejércitos. No querían la ayuda de los Jarush, que a su entender ya habían demostrado su ineptitud. Aquello fue una provocación. Pero los líderes Hauritas evitaron la confrontación. Aquello era inadmisible. La Orden no podía desintegrarse, debían mantener la calma.
Ellos sabían que el conjuro de la noche eterna podía expandirse. Para ello necesitaban avanzar hasta los territorios de los otros reinados y hacerse de varios poblados. No creían que sucediera otro desastre como en Cerceña, no podía ocurrir, se dijeron. La invasión debía ser de inmediato, aprovechando que los reinados estarían celebrando esa primera victoria. No se esperarían un avance tan rápido. Correría más sangre, serían más brutales, no dejarían sobrevivientes. La oscuridad envolvería cada reino y se harían con el continente.
La noche estaba en su punto más álgido. La Orden había terminado de decidir la suerte de la gran comarca. Entonces fue que llegaron jinetes jarush desde el lado del desierto, con fantasmas en los ojos.
- ¡La bestia! ¡La bestia está viniendo!

La figura solitaria avanzaba en la penumbra, sin caballo, ni paso errante. En su mano derecha, una espada. No portaba escudo y tampoco lo necesitaba. Sus cabellos se movían con el andar. Los jarush por primera vez en dos siglos, se sentían atemorizados. No veían las garras ni los dientes afilados, pero aquella seguridad, esa firmeza al sostener la espada eran quizá más intimidantes que todo lo que habían oído.
Avanzaron en contra de aquel solitario hombre y fueron pereciendo de a uno. El movimiento letal, el corte preciso y la sangre dibujando en la noche formas dolosas. 
Lagashx no parpadeó y miró a los ojos a cada una de sus víctimas. Primero decenas, luego miles. Aquello no parecía posible. Uno solo hombre contra todo un reino. Pero cada golpe de espada era un juramento hecho en el pasado. Por Alix, por Fartán, por cada mujer violada, por cada hombre castigado, por cada niña abusada, por cada niño mutilado, por cada injusticia, dolor y crimen, por cada minuto de terror dentro de la choza, por el sonido de aquellas estampidas nocturnas, por cada lágrima que no había podido derramar...
Un río de sangre corría a sus pies. El desierto se había teñido de rojo. Avanzó con un mar de enemigos y a todos fue derrotando. A medida que fue llegando a poblados, los moradores se fueron sumando a sus espaldas, con palos afilados a modo de lanzas. Y luego, en el camino, se fueron haciendo de las armas de los derrotados Carrarios. 
El grito de libertad se fue haciendo eco en cada rincón de Lougarex. Los Kirosh y Hauritas unieron sus fuerzas con los Jarush en un intento desesperado. El poder de la magia de los Hauritas, en tanto, fue perdiendo el temple y se fue derrumbando. La oscuridad comenzó a disiparse. El júbilo en los poblados fue mayor y muchos de ellos no esperaron la llegada de la Bestia. Atacaron como pudieron a los ejércitos de la Orden, sin importar si perecían en el intento.
La batalla por Lougarex duró siete días. En ese breve lapso el calvario de los últimos doscientos años se marchitó como un cuerpo putrefacto. Con Lagashx al mando, cayeron las tres dinastías de los Carrarios. Ni el salvajismo, ni el canibalismo ni la magia pudieron con el niño malherido que vivía dentro del ahora joven vigoroso. Su espada cercenó toda maldad sobre el reino y acabó con la tiranía.
En siete días, el sol volvió a salir en Lougarex. Lo celebró su gente y la gran comarca, mientras nuevos ríos de un color rojizo trazaban sus cauces con paciencia y empeño, vertientes de sangre para no olvidar el pasado y mucho menos, repetirlo.

El cielo cae sobre Lougarex, con el color de antaño. Ha recuperado la forma y la paz. Los prados de a poco comienzan a recuperar el verdor y los habitantes se animan a sembrar sus tierras, sin temor a ser arrasadas. Los poblados han construido nuevas chozas, pero se han despojado de las grandes piedras y maderos que utilizaban para protejerlas.
Los tiempos han cambiado, vaya que lo han hecho.
Otros aires se respiran, por más que los rumores que provienen de otros reinados hablan de enfrentamientos. En estas tierras eso ya no les importa. Saben lo que es el sufrimiento, el dolor. Las lágrimas contenidas se vertieron en la victoria y fueron de felicidad. Allí, el pasado no regresará.
Porque nadie lo quiere y porque está el, el protector, la bestia.
Lagashx, el guerrero.
Lagashx, de Lougarex. 




Relato publicado en junio del 2011 en "Némesis: Sangre y Acero", antología de fantasía épica coordinada por el español Alexis Brito. 

6 de octubre de 2012

Lagashx, de Lougarex (1ra parte)



Caía el cielo sobre Lougarex, con su color rojizo habitual. Las montañas del valle sumían más rápido en la oscuridad al viejo poblado. Las sombras se extendían como un mal sin cura y los habitantes comenzaban su rutinario y presuroso andar hasta las chozas, donde estarían a salvo.
El graznido de los cuervos sobrecogía las almas asustadas de los pobladores, que no perdían tiempo en asegurar las entradas a sus precarias viviendas. Los métodos eran simples. Movían grandes rocas o fuertes maderos y los dejaban tapando las entradas. La supervivencia los llevaba a envolverse en oscuridad, pero era preferible aquello a la muerte.
Sentían entonces los cascos acompasados de los animales provenientes de las laderas más cercanas. El grito de sus jinetes, que parecían aullarle a la luna, estremecía tanto a los niños como a los mayores. No importaba que el rito fuese diario, el temor no aprende.
El galope pasaba raudo, en estampida. Las chozas parecían estremecerse como si estuvieran a punto de caer. A pesar de las piedras y maderos, las construcciones seguían siendo frágiles. Si querían, podían obstinarse en derribarlas y sacrificar a sus moradores. Pero los hombres que impulsaban esos caballos, creían insignificante ese paraje, aunque si se presentaba la oportunidad, no la dejarían pasar. 
Otros eran los destinos y senderos de cada noche. Más allá del poblado, pasando los bosques de Halixar, y tras penetrar en las Tierras Morhas, el malón detenía su paso para saciar su sed. Allí estaban las tabernas más concurridas de la región, además de las mujeres más hermosas que se entregaban a cualquiera que ofreciera el mejor precio.
Pero no era solo la búsqueda del alcohol y el sexo lo que los llamaba cada noche. También allí se reunían los demás hombres de la Orden de los Carrarios. Sangrientos, sádicos, insensibles. Eran dueños del terror en todo Lougarex, única gran comarca del este sin reinado alguno. La Orden se había apoderado del lugar doscientos años atrás y desde entonces, todo se definía por sus espadas y salvajismo. La fuerza, el horror, eran su moneda corriente.
Del otro lado de las montañas, al este estaban los Jarush, identificados por la franja roja que les cubría en vertical el rostro. El color lo conseguían con la sangre de sus víctimas. El este y casi todo el norte, era territorio de los Kirosh, los más brutales, de los que se decía en otros reinos, eran caníbales. Al sur, sembraban el terror los Hauritas, únicos de la Orden en utilizar la magia como arma. Eran, por lo tanto, los más temidos por todos, incluso, en la misma Orden.
En las reuniones, además de la diversión. se planeaban ataques a otros reinados. La intención no era ganar las tierras linderas, sino apoderarse de sus riquezas. Para ellos no tenía sentido invadir y conquistar, porque no trabajarían la tierra ni buscarían minerales preciosos. Pero el oro, las joyas y todo aquello que les sirviera para sentirse plenos de poder, valían la pena el riesgo de esas misiones.
Los demás reinados sentían los golpes, la sangre que corría en sus fronteras. Poco podían hacer ante semejante fuerzas. Sus ejércitos parecían grupo de niñas indefensas ante el brutal accionar de las campañas de la Orden, compuesta por millares de hombres cuyas propias vidas parecían no valer nada, al menos a primera vista, por la forma de confrontar la batalla, cuerpo a cuerpo, casi sin protección alguna.
Los terrenos donde estallaban los enfrentamientos, eran un reguero de sangre y partes humanas. Y la gran mayoría, de los ejércitos que los defendían. Las cabezas de los derrotados, casi nunca quedaban en el lugar. Porque la Orden no solo se llevaba la riqueza, sino también sus particulares trofeos.
No se necesitaba demasiado para darse cuenta cuando uno penetraba en Lougarex. Las miles de lanzas clavadas en el suelo apuntando al cielo, con un cráneo coronándolas, eran suficientes para comprender donde se estaba. Y así, cada lugar por más recóndito que fuese, mostraba el horror de la Orden, lo que era capaz de hacer.
Temía aquel que equivocaba su camino o el que envalentonado quisiera invadir. Pero también, se atormentaba el que por destino había crecido allí, parido por madres violadas y criado por hombres castigados, recluidos en los cientos de pequeños poblados esparcidos por Lougarex, aquella tierra que otrora fuese un reino más del continente que rodeaban los cinco mares y que ahora se había transformado en una pesadilla eterna, donde el único fin de la existencia era el de sobrevivir.

El pequeño Lagashx creció como los demás niños, sabiendo que en las noches no podía llorar. El llanto, le decían sus madres, podía provocar a los jinetes salvajes y entonces, todos morirían. El chico supo que llorar era una condena de muerte y por lo tanto, escondió sus lágrimas. Incluso cuando su padre, el enorme Fartán, fue empalizado delante de la choza que moraban. Alix, su madre, también contuvo el llanto. Sin embargo, no pudo evitar morir de dolor y pena.
Lagashx debió huir de Lougarex a los trece años. Fue tras aguardar diez días en el desierto, del otro lado de las montañas, sin agua y sin comida. Esperó hasta que divisó la estampida de caballos a varios cuerpos de distancia. Pudo ver al frente al poderoso Grujio, el mismo que había matado a su padre.
Estuvo escondido entre los médanos, hasta que sus cálculos le indicaron que el "jarush" estaba a doscientos cuerpos. Entre sus ropas sacó la honda y la piedra afilada y sin perder un instante, se erigió como un guerrero y sin titubear agitó el arma sobre su cabeza, lo suficiente como para darle la fuerza y envión necesario. Luego la dejó ser. La piedra voló como un asesino artero y se incrustó en el rostro de Grujio, que murió al instante, cayendo sobre el caliente colchón de arena.
Su caballo relinchó, perdiendo la compostura. Su jinete había caído. La estampida frenó su marcha. Para cuando comprendieron lo que habóa ocurrido, el pequeño Lagashx ya estaba escapando hacia la frontera. Corrió como el viento y viajó como un fantasma. Y al llegar a Cerceña, el reino más cercano al este, probó bocado y bebió tras veinte días de no hacerlo.
Pero estaba feliz, porque había vengado a sus padres.

La década siguiente hizo más fuerte a la Orden. Varios reinos habían confrontado entre si, debilitándose. Las tres etnias que dominaban Lougarex se hicieron con enormes riquezas, aprovechando la poca resistencia. Dentro de Lougarex, el terror se había acrecentado para con los pobladores. Ya de poco servía defender las chozas. Muchas eran incendiadas en las noches. Las mujeres eran violadas reiteradamente y los hombres colgados en los bosques.
Las niñas eran víctimas de abusos aberrantes y los niños, mutilados de pequeños, para que crecieran limitados e imposibilitados de defenderse en un futuro. Pero el aterrador suplicio era aún mayor por la noche eterna que había caído sobre Lougarex.
Los hauritas habían aprendido el dominio de la oscuridad y el reinado todo cayó bajo el conjuro. El sol quedó oculto tras las tinieblas, condenando al hombre y sus sembrados. La aridez, el hambre, el dolor.
La Orden se había reunido dos noches antes. Había llegado el momento de expandirse. Doscientos años eran suficiente espera. El conjuro de la noche eterna era el arma que estaban necesitando para dominar el resto del continente. Llevarían el horror del otro lado de las fronteras y más allá también. Se aventurarían a tierras desconocidas, arrasarían con todos los que se opusieran. Violarían a otras mujeres, matarían a sus hijos y destruirían sus cosechas. Exterminarían el ganado, decapitarían a sus reyes y se comerían a sus ejércitos.
Crearían un imperio de sangre, de oscuridad. No habría fuerza en la existencia toda que pudiera derrotarlos. Los Carrarios serían la existencia misma. Y quienes no lo aceptaran, simplemente sucumbirían. La espada sería la única ley y la sangre, el único pigmento con el cual se firmarían contratos. El mundo estaba por cambiar.
Y vaya que lo estaba.

Cerceña no era uno de los reinos más grandes, pero si de los más ricos. No importaba donde uno llevara la vista. Todo alrededor eran tierras aptas para sembrados. No faltaba la comida, pero tampoco el espanto. La cercanía con Lougarex lo hacía propicio para los reiterados ataques. El ejército se veía diezmado ante cada avance, que a medida que pasaba el tiempo, se hacían más constantes.
La posibilidad de una invasión había comenzado a circular en forma de rumor. Ya no era una fábula que los grandes le contaban a los niños. Era un miedo latente, que hacía que algunos se mudaran a las zonas más altas del reino.
Madriñan, cuyos años ya se veían delatados por los grises cabellos que surcaban su frondosa melena, cargó con el último saco de agua hasta la casa. Aquello era para bañar a los críos, como hacía una vez a la semana. Contempló en el camino al niño que había adoptado diez años atrás, ahora corpulento, vigoroso, pero igual de callado y retraído.
- ¡Lagashx, deja de jugar con esa espada y ayúdame a entrar este saco, que tu vieja ya está grande y cansada!
El joven acudió en su ayuda, sin pronunciar palabra alguna. Su rostro pétreo y bien definido parecía el de un guardían tallado en piedra. Respetaba a Madriñan por todo lo que había hecho por el, por aquel alimento que llevó a su boca cuando una década atrás creía haber muerto al caer en la maleza, con las piernas agotadas de tanto correr. 
Lo crió como a un hijo, sabiendo que no lo era. Y a pesar que jamás le contó su historia, de aquella salvaje venganza, el sabía que ella a través de sus ojos, había leído la historia.
Lagashx había crecido y se había preparado para una única razón. Volver. Porque el no era de Cerceña, esas tierras no le pertenecían. El amaba Lougarex y regresaría. Pero no como un niño extraviado, sino como un guerrero resentido. Para eso había entrenado su cuerpo y su mente a lo largo de los años.
Dejó el saco con agua dentro de la choza y volvió otra vez al lugar donde estaba. Su espada se movió en el aire con una velocidad pocas veces vista, atacando de un lado a otro. No había nadie allí, pero el se imaginaba el metal atravesando a los Carrarios y entonces, a cada impulso de su brazo, le imprimía aún más fuerza, desgarrando al adversario imaginario que se cernía sobre su mente.

(Continúa...)

 
Relato publicado en junio del 2011 en "Némesis: Sangre y Acero", antología de fantasía épica coordinada por el español Alexis Brito. 

3 de octubre de 2012

Un apartado rincón


Muratore se instaló como cada día en la mesa más apartada del bar La Inmaculada. Desplegó sobre la madera el ejemplar del diario, que religiosamente leía desde la última página a la primera, en un rito que hacía desde siempre, en forma sistemática.
Le gustaba aquel lugar, lejos de la puerta principal, donde el ir y venir de personas lo incomodaba, no permitiéndole disfrutar de la paz de la lectura, para la que necesitaba concentración.
Además, en aquella esquina, el bullicio era menor. No llegaba el sonido de vajillas propio de la cocina, ni el murmullo de las mesas, con sus comensales parlanchines, versátiles disertadores de la realidad frívola en la que estaban sumergidos.
Miraba de soslayo la barra, donde de vez en cuando solían juntarse habituales parroquianos a tomar algo e intercambiar opiniones sobre los más diversos temas, y agradecía cuando veía solo la madera lustrada, ausente de hombres apoyados, sin otro paisaje que el de las botellas dispuestas en hilera, con vaya a saber que predilección en el orden.
Cuando todo estaba en armonía, o al menos, a su gusto, comenzaba la lectura, que invariablemente debía era con la página de los chistes, acertadamente ubicada al final de tantas hojas, siempre a mano para un vistazo, sin el tedio que tener que estar buscándola en el interior.
Para muchos, los chistes o las historietas eran una buena manera de despedirse del diario del día, de las noticias que habían acontecido. En cambio, Muratore era de la opinión que no había nada mejor que comenzar por lo bueno, por aquello que arrancaría una sonrisa o reflexión, porque luego, irremediablemente, llegaría lo nefasto, que era la realidad. Ese cambalache de letras que denostaba la vida y pugnaba por hacer de los hechos, cadáveres sin sombra.
Sintió pasos que se acercaban y vislumbró la figura. El mozo se acercó con prestancia y aguardó sus palabras. Muratore habló con la soltura de quién ha vencido a la costumbre.
- Una lágrima y dos medialunas dulces.
El mozo se retiró y lo dejó a solas nuevamente con el periódico. Pensó en lo que había pedido, ese contraste de blanco humeante con la gota de café vertiendo su aroma y color en apenas una ración. Nunca mejor un nombre para una bebida. La letanía de la expresión, esa indolencia fresca propia de la vida, el dolor en una taza.
El contraste con esa visión eran las medialunas. Dulces, sabrosas, crocantes. El paladar las deseaba, su estómago bramaba por ellas. Sus ojos anhelaban verlas, perladas bajo su propio brillo, emanando ese llamado al olfato tan propio, tan seductor.
Se concentró otra vez en esa última página, que al mismo tiempo era, para su lectura, la inaugural. Sonrió con la primera tira, emitió una carcajada con la segunda y tuvo que repasar la tercera. Tras una nueva lectura insultó al autor. Aquello no tenía sentido. Muchas veces el humor no lo tenía, como la vida misma. Pero al menos, con o sin sentido, la misión de aquella página era hacer reír. Aquel chiste no le causó gracia. Sacó una birome del bolsillo y rayó la tira. Lo hizo con cuidado, con el fin de no corromper la fragilidad del papel.
Volvió a escuchar pasos viniendo hacia la mesa. Otro mozo estaba al lado de su mesa. A diferencia del anterior, a éste lo conocía. Era Maidana.
- ¿Qué se va a servir, Muratore? – preguntó Maidana.
Levantando la vista del diario, le sonrió con displicencia.
- Esta vez le han ganado de mano mi amigo. Ya ha venido otro mozo y he realizado mi pedido.
El que sonrió ahora fue Maidana.
- Se equivoca Muratore, usted aún no ha pedido nada. ¿Tenía acaso el otro mozo un fino bigote, cabello engominado y orejas extremadamente grandes?
- Efectivamente, de ese hombre se trata.
- Temo informarle, Muratore, que ese mozo al que usted le ha hecho el pedido, es un fantasma, por lo tanto no le traerá nada. Suele vagar por los bares de la zona y levanta pedidos a los incautos, muchos de los cuales esperan durante una eternidad. Algunos se cansan y se van, otros siguen esperando hasta que mueren.
- ¿Es decir que mi pedido nunca va a llegar?
- Algunos dicen, que quizá en cien, doscientos años, aparezca trayéndolo.
- ¿Tengo que esperar ese tiempo?
- Usted ya está esperando Muratore, desde hace más de setenta años, día a día, viene haciendo el mismo pedido, al mismo sujeto. Sucede que no lo recuerda o ¿por qué cree que todos los días lee el mismo diario?
- ¡Por favor Maidana! ¡No me venga con bromas a mí!
- Léame un titular cualquier.
Muratore resopló indignado y para demostrarle lo equivocado que estaba, abrió el diario en las hojas centrales. Leyó el título en voz alta.
- ¡Los japoneses iniciaron la invasión a Java!
- Amigo, la segunda guerra terminó hace años.
- Patrañas Maidana, no me venga con esas cosas.
- No le miento, usted se miente. Cada día lo hace en este apartado rincón del bar.
- Si hace setenta años estuviera esperando acá, sería un viejo decrépito.
- No lo es Muratore porque usted ya está muerto.
- ¡Pero qué dice!
- Le digo la verdad mi amigo. Podría intentar cancelar el pedido e irse en paz.
- ¡Cómo voy a cancelar mi pedido! Voy a esperar mi lágrima y mis medialunas. Si usted quiere, váyase a atender otra mesa.
- No comprende Muratore, no me puedo ir a ninguna parte, porque también estoy muerto.
Dejó caer el diario sobre la mesa.
- O acaso no le resulta extraño – continuó Maidana - que nadie repare en nosotros, que estemos en este rincón oscuro y solitario. ¿Sabe lo que dicen? Que en este apartado lugar del bar, suelen escucharse voces cuando no hay nadie, que a veces las sillas se mueven solas y de vez en cuando, puede sentirse también el sonido de las páginas de un diario al pasar sus hojas.
El hombre miró alrededor y comparó las ropas, luego observó por la ventana y se asustó de los vehículos que pasaban por la calle. Finalmente miró a Maidana, casi resignado.
- ¿Y usted que espera Maidana?
- Una propina que nadie jamás dejó.
- ¿Por una propina aún está acá?
- Por cosas menos mundanas ha muerto el hombre.
- Ni que lo diga. Venga, aquí le dejo su propina. Pero usted me trae mi pedido.
- Son imposibles Muratore, y usted lo sabe. Los destinos no pueden ser cruzados.
- ¿Entonces, que podemos hacer?
- Solo se me ocurre una cosa. Seguir existiendo en el lugar donde alguien nos ha olvidado.
- ¿Con qué fin?
- Justamente Muratore, sin ningún tipo de fin. Por toda la eternidad.