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30 de abril de 2017

Corre alto

Tenía diez años cuando vi por última vez al abuelo. De todos mis hermanos, solo pidió por mí. Los demás quedaron en aquel pasillo con olor a desinfectante. Incluso hizo salir de la habitación a mis padres. Al entrar lo vi con la mirada perdida en el techo y el cuerpo vencido por la enfermedad y el tiempo. Lo cubría apenas una sábana, que le dejaba ver una pierna con la piel enrojecida y arrugada. Cuando a mis espaldas mi mamá cerró la puerta, el abuelo desvió su vista hacia mí. Sus ojos recuperaron un brillo de cordura y sus labios me llamaron para que me aproximara sin miedo.
Podía ver en su rostro que ya era su hora, que para ese hombre no había esperanza. Los rezos de mis hermanos, de mis padres y parientes, de poco servirían. El abuelo agonizaba. Me sorprendió cuando su brazo se separó de la cama y como una serpiente atenazó el mío, acercándome aún más. Cualquiera hubiese dicho, de haberlo visto, que era el rostro de un demente. Jamás lo creía así. El horror que sentía podía respirarse.
Su voz, cascada por el cigarrillo y débil por la presencia de la muerte en la misma habitación, me quedó grabada con cincel en mi mente con sus últimas palabras.
- Cuando veas el fuego, escóndete. Cuando veas el agua, corre alto.
Me volvió a mirar con firmeza, buscando algún signo en mí que delatara mi comprensión hacia sus palabras. Pero creo que lo que se llevó al más allá, fue mi rostro asustado, al borde del llanto. Por supuesto, no comprendí lo que dijo. Pero jamás lo compartí con nadie. Ni siquiera con mi mujer y mis hijos. Creí que era el desvarío de un viejo perdido en sus últimas ensoñaciones en vida, que la sola mención a esa imagen tiraría por borda los muchos recuerdos hermosos que todos guardábamos de él. El abuelo, ese viejo lindo de graciosa sonrisa y espíritu aventurero, al que a veces veíamos partir y no volver por meses, y luego, un día, cruzaba nuestro patio delantero con un sinfín de regalos para cada uno de nosotros. No, no podía ensuciar esa imagen. El abuelo se había ido diciéndome tan solo "crece y sé una buena persona", porque esas son las palabras que un moribundo debe decir, la que todo sobreviviente desea escuchar. Esas y ninguna otra,
Cuarenta años más tarde, aquellas palabras cobraron otro significado. Pero antes es importante saber que ya adulto, casado y con - por entonces - un hijo, me moví con la familia a la patagonia. Lejos del infierno de la ciudad, de la falta de trabajo, de la escasez de oportunidades. A ciegas, acepté un trabajo en un pueblo afincado en el sur, a medio camino de la cordillera y a la misma distancia del mar argentino. Un lugar sin lujos, pero dónde no nos faltaba nada para crecer y ser buenas personas.
Y allí nacieron mis otros dos hijos, allí trabajamos todos. También allí enterré a mi esposa.  Y vi partir con el tiempo a mis hijos, ante mi enojo e impotencia, porque querían retornar de dónde yo había escapado. Los dejé ir, porque cada uno es dueño de su destino, nadie puede saber que le depara. O al menos, eso creía en esos tiempos.
Hoy ya no lo creo. Porque mi abuelo tenía razón y sabía muy bien lo que se avecinaba. Por eso me eligió entre todos mis hermanos. Porque sabía dónde me iba a llevar la vida. Aunque por entonces me sentía solo y aturdido, de largas noches en el único bar del pueblo, sentado esperando quizá a la muerte, supe distinguir la llegada del fuego.
En la patagonia cruda, en esos parajes a la buena de Dios, las noticias llegan pero nadie les da importancia. Las noticias no traen soluciones a los confines del mundo. Hablan de personas y situaciones tan ajenas como los recursos naturales que se llevan con el trabajo de los trabajadores locales.
Mientras me acodaba noche a noche en la barra del bar, el mundo ardía en llamas, literalmente. Las naciones se habían levantado en armas entre sí. No peleaban por el petróleo, ni por dólares, euros o todo el puto oro del planeta. Ni siquiera por el recurso del agua dulce. Luchaban por sobrevivir, por ganar las tierras que no serían arrasadas por la subida del nivel del mar.
Fue una noticia en la radio, sobre el desembarco de tropas chinas en las costas patagónicas lo que me movilizó. Tuve que ponerme cerca de la radio para esperar que repitieran la noticia, para poder creer lo que estaba escuchando. No tardaron en hacerlo. Hablaron toda la noche del tema. En el bar la mayoría se había ido. Quedábamos Gavilán, el dueño, y yo. Me apuraba para que me fuera y le dije - porque en casa no tenía radio - que me siguiera sirviendo, que mi dinero valía.
Me fui antes del amanecer, un poco a los tumbos, por tanto vino en el cuerpo, pero totalmente despierto y alerta,  En casa preparé un bolso ligero, provisiones y seguí el consejo formulado por un moribundo cuarenta años antes. Huí hasta los bosques, donde conocía cuevas y refugios. Llevaba cuchillos para cazar. No sabía el tiempo que demoraría el fuego en llegar y propagarse.
La noche siguiente escuché las primeras explosiones y el cielo nocturno se convirtió en un paisaje extraño, de luces en forma de ráfagas que iban y venían. Me oculté durante días que se convirtieron en semanas y meses. Fui cambiando de escondite en la medida que veía soldados chinos ganar terreno y extender las bases.
Había visto el fuego. Solo faltaba el agua. Esperé una lluvia copiosa e interminable. Esperé una tormenta como ninguna otra. Pero jamás esperé lo que finalmente ocurrió, lo que mi abuelo sabía, era mi destino.
Fue un amanecer. Mi escondite en ese momento era sobre una ladera, en una cueva natural, de apenas cuatro metros de profundidad. Escuché a la tierra moverse, como si una gran fuerza se arrastrara con ella. Instintivamente tomé el bolso, las provisiones que siempre tenía preparadas ante la posibilidad de huir de repente y comencé a subir la montaña. En la medida que lo hacía, atiné a mirar hacia el este. Mis ojos no dieron crédito a lo que veían. El árido paisaje, solitario, desesperante, de la patagonia, había desaparecido bajo un manto de agua embravecida que avanzaba arrastrando consigo todo lo que hombre y la naturaleza habían concebido durante siglos.
Recordé las últimas palabras de mi abuelo, en aquel lecho de muerte, cuarenta años atrás. Corre alto, había dicho. Y supe, solo entonces, que él me había visto en esa situación, de alguna manera, esos ojos extraviados oteando el techo de aquel hospital, no hacían otra cosa que suplicar a un Dios eterno que protegiera a ese hombre en el que había reconocido a su nieto, en un tiempo y lugar que le eran desconocidos. Corre alto había dicho y yo, como nunca, corrí.
Escalé la montaña, tropezando, cayendo, lastimándome, pero siempre poniéndome de pie para dar el siguiente paso, sin mirar atrás. Solo cuando me supe seguro, a una altura considerable, donde el frío hacía mella en el cuerpo, me abracé a la esperanza de vivir.
Solitario en la montaña, miro cada día hacia abajo y solo observo un extenso mar que todo lo abarca. El mundo se ha movido, de una manera impensada. A veces pienso en mis hijos, en sus destinos, pero a diferencia de mi abuelo, no veo nada. También pienso en la tumba de mi mujer, ahora en el fondo de un mar nuevo e inesperado.
Cada tanto surcan el cielo veloces aviones, pero evito ser visto. He acogido a la montaña como mi tierra, mi nuevo pago. Y aquí viviré el resto de mis días. Tan ajeno al mundo, como el mundo lo está de mí. A veces triste, otras resignado, solo recuerdo del hombre a medida que pasa el tiempo, las palabras de mi abuelo, esas que me prevenían del fuego y del agua.
La muerte llegará en algún momento y lamento, si he de tener una revelación, no poder compartirla con nadie. Aunque prefiero la soledad, que la compañía incierta de quiénes aún sobrevivan en este planeta a la defensiva, que tan solo pretende recuperar lo que ha perdido en manos de sus temporales ocupantes.
Solo habrá un ganador.
Solo es cuestión de tiempo.

26 de abril de 2017

Estela

Ella lo dijo clarito: "Son estupideces Rubén". Y se marchó, no sin antes arrebatar la puerta contra el marco, haciendo temblar las porcelanas que adornaban el viejo aparador.
Rubén quedó de pie en la sala, observando el espacio ahora vacío, donde antes había estado parada ella. ¿Pero cuando se había ido Estela? ¿Hacía unos segundos o varios años atrás?
Porque Estela llevaba varios otoños muerta. Sin embargo, parado en aquel lugar, Estela parecía marcharse a cada instante.
Cuando la veía, estaba como entonces, con su melena abundante, las manos arregladas y el cuerpo exultante. Él, en cambio, no tenía necesidad de mirarse al espejo para saber cuánto había cambiado. Las arrugas, los anteojos, el cabello gris. Probablemente Estela no lo reconociera de verlo. O si, porque vería el mismo semblante débil, dubitativo, de persona sin carácter, de esos tipos que van por la pida mordiéndose la lengua y asintiendo con la cabeza gacha, Porque así era él, y ni siquiera Estela, huracán en movimiento, había podido cambiarlo.
Y si alguien debía quedarse callado, de todas las personas del mundo, era él. Pero no, él que a todos le callaba la verdad, a ella tuvo que decírselo. Son estupideces Rubén, le había dicho, para luego irse y ya nunca volver.
Verlo a Rubén detrás del mostrador era certificar que el mundo seguía girando. En silencio, pulcramente vestido, recibía las boletas de los impuestos, las escaneaba con el lector de códigos de barra, sumaba el total, lo anunciaba y recibía el dinero. Lo contaba, buscaba el vuelto y lo daba, junto a la boleta con el ticket de pago. Cada día desde temprano, allí estaba. Y sin embargo, era solo un rostro conocido. Nadie lo llamaba por el nombre, ni siquiera sus compañeros de trabajo. 
Al mediodía volvía a su casa a pie, pasaba por el supermercado, compraba algún producto congelado que luego, tras pasarlo por el microondas, comía lentamente en la mesa de la cocina, sentado en la única silla que tenía. A veces encendía el televisor, a veces no. Cuando lo hacía, no tenía idea de lo que miraba. Dormía una siesta y se levantaba a tiempo para volver al trabajo, al turno de la tarde. 
Las noches, desde que tenía memoria, eran un canto a la melancolía. Sentado en el sillón, con una taza de té en la mano, contemplaba la oscuridad y las pocas estrellas que desde allí podía ver. La mayoría de las veces, no tocaba el té. Y cuando lo hacía, ya estaba frío.
Extrañaba a Estela. Vaya que lo hacía. Al menos con ella, la vida tenía otro color. Era todo lo que él no era. Todo lo opuesto. Pero ella se había ido, había muerto aquel otoño. Se había marchado con el mismo ímpetu que había llegado una noche de verano. Vaya verano... si hasta podía sentir el calor que empapaba su cuerpo, las ganas desenfrenadas de huir a un lugar fresco, lejos de todo. Pero entonces, llegó Estela y cambió todo.
De la nada, golpeó esa misma puerta que tiempo después lanzaría contra el marco en el último adiós. Entró sin pedir permiso, como si conociera a Rubén de toda la vida. Y quizá, así era. Pero Rubén no lo sabía o si lo sabía, lo mantenía a raya en alguna parte de su mente. Llegó con una valija repleta de ropa y cosméticos. Arrojó todo sobre la cama de Rubén. Buscó un conjunto rojo y se cambió ahí mismo. Se arregló el cabello, se maquilló, se miró al espejo y salió a la noche, sin necesidad de invitación.
Así era Estela. Cuando él estaba en el trabajo, extrañaba su presencia. Anhelaba el olor de su piel, el perfume que llevaba encima, las ondulaciones de su cabello. Aguardaba con ansiedad la hora de salida. Prácticamente trotaba en el camino de regreso. Ni se preocupaba por detenerse en el supermercado, lo único que quería era volver a su casa y a Estela. Y entonces, allí, la contemplaba. Deslumbrante, maravillosa, la miraba delante de un espejo. Su cuerpo irradiaba pasión, fuerza, desenfreno. Demasiada mujer para alguien como él. Pero ahí estaba ella. Preparada para salir y divertirse. 
Durante muchos años, Estela fue su norte. Su motivo de respirar, de existir, de levantarse a diario y salir al trabajo. Volver y encontrarse con ella. Hasta que comenzaron las habladurías. Hasta que la gente comenzó a irse de lengua. Para él fue muy doloroso, Tuvo que confrontarla. Sucedió aquella noche de otoño. Le dijo lo que hablaban a espaldas de ambos. Y ella fue tajante: "Son estupideces Rubén". Y se fue. No tuvo el coraje de ir tras de ella. Ni esa noche ni nunca más. La valija quedó en la habitación, debajo de la cama. Y ahí permanece. Por más que a veces tiene el impulso de correr a buscar la maleta, se detiene a tiempo y recuerda que Estela está muerta.
Con el tiempo, la gente dejó de hablar. Los años pasaron y Rubén se transformó en el hombre silencioso de siempre. En su casa, en la soledad de cada día, la llora. Y al pensar en ella, sabe que su vida ha dejado hace tiempo de tener sentido. Porque él la mató al dejarla ir, él la mató al confrontarla Y Estela ya no volverá, más allá de cuánto la necesita. Porque solo cuando Rubén era Estela, su vida tenía algo de sentido. Sin ella, es solo un autómata moderno, extinguiéndose de a poco en la línea de tiempo de la existencia. 
A veces la valija lo llama. Pero él hace oídos sordos. Estela es solo un recuerdo y no volverá jamás. La personalidad que sobrevivió es el verdadero fantasma.
 

22 de abril de 2017

Lo simple de la felicidad

Alina vivía en una ciudad muy grande, que tenía cientos de edificios tan altos que parecían tocar el cielo y calles ruidosas repletas de autos que tocaban bocina y andaban muy rápido y colectivos cargados de personas que viajaban apretadas como sardinas en una lata.
Cada vez que salía, escuchaba de su madre:
- ¡Alina, ojo el auto!
- ¡Alina, el colectivo!
- ¡Alina, la moto!
En el pequeño departamento en el que vivía, su única compañía era un viejo reloj cucú que marcaba las horas con un pajarito que aparecía por una puertita, decía "cu cú" y volvía a esconderse. Siempre estaba aburrida.
Por eso, cuando su abuela Carlota la llamó por teléfono y le dijo de pasar las vacaciones de invierno con ella, en un pueblito cerca del campo, Alina gritó de felicidad.
Su madre la mandó en taxi, sola. El taxista se ocupó de bajarle las valijas delante de la casa de la abuela y tocó bocina al irse. Alina subió a los saltos unas escaleras de madera y dio tres golpecitos a la puerta. Dentro el interior le respondió un canario, con un canto muy bello. Y de inmediato, la abuela abrió la puerta, dijo ¡Alina, qué grande que estás! y le dio un gran abrazo.
Le preparó una rica merienda y le presentó a sus tres gatos:
- Mono, Tito y Flor
Y a sus tres perros:
- Rambo, Rumba y Bambú
Entre ladridos y maullidos, Alina salió a jugar al patio. Era enorme y lleno de verde. Pero además del césped, que en la ciudad solo podía ver en las plazas, había mucho color: árboles, frutales, flores y mucho sol. En las ramas trinaban los pájaros y entre las plantas, saltaban los grillos.
Un silbato la sobresaltó a sus espaldas. Un niño de su misma edad reía con ganas.
- Vaya, te asusté - le dijo, mostrando en sus manos un silbato de fútbol - Soy Marcos y vivo acá al lado.
Alina y Marcos no tardaron en hacerse amigos. Lo bueno de Marcos, era que sabía jugar a todo y tocaba el acordeón. Su padre tenía un campo y cada mañana visitaban a las vacas.
- ¿Y eso? - preguntó asombrada Alina.
- Un cuí - dijo Marcos y trató de atraparlo para ella.
Se acercó tanto al pastizal que no vio una víbora arrastrándose hacia él. ¡Pero Alina sí!
- ¡Ahhhhhhhhhh! - chilló de miedo y Marcos, al darse cuenta, salió corriendo.
Por las dudas, no persiguieron más cuises.
Cuando no estaba con él, se divertía con su abuela, que mientras tejía, tarareaba viejas canciones que ella no conocía. Lo único que le molestaba, eran los mosquitos. Trataba de aplastarlos, pero solo parecía que estaba aplaudiendo.
El día que su madre envió el taxi a buscarla, escuchar el sonido de la bocina al llegar fue una mala noticia. No quería llorar delante de Marcos y su abuela, pero un par de lágrimas se le escaparon.
- ¿Vas a volver en verano? - preguntó el niño.
Su abuela contestó por ella.
- ¡Claro que va a volver!
Esa certeza fue suficiente para que viajara feliz.
Alina está otra vez en la ciudad repleta de ruidos y peligros, pero ya no se aburre ni se siente sola. Recuerda todo lo lindo que hizo en la casa de su abuela con ella y su nuevo amigo y espera contenta que las próximas vacaciones lleguen pronto. En la triste ciudad, una niña atesora el secreto de la felicidad.

18 de abril de 2017

Amapola gris

Arquímedes VI se acercó al dispenser de información situado cerca de los contenedores virtuales de divisas y apoyó la palma de su mano sobre la superficie transparente. Unos haces de luz azul recorrieron el contorno de la mano y finalmente validaron a la persona, iluminando la pantalla de color verde.
Necesitaba los registros de los últimos dos meses sobre publicaciones digitales que hicieran mención de la amapola gris, la nueva droga sintética que se distribuía en los barrios suspendidos sobre el océano Atlántico. Emitió mentalmente la orden y la secuencia de comandos se transmitió hacia el dispenser, que medio segundo después respondió descargando lo solicitado sobre la palma.
Arquímedes cerró los ojos y procesó rápidamente la información. Consideró suficiente lo que tenía. Retiró la mano y mientras lo hacía, revisó su cuenta. Esta vez no había gastado demasiado, sin dudas porque había acotado la búsqueda. La vez anterior, olvidó definir un parámetro de tiempo y el costo de la operatoria significó casi una jornada de trabajo.
Casi por costumbre miró antes de lanzarse a la senda de marcha. Había muy pocas personas transitando y salvo algunos roboides, tampoco demasiadas máquinas. La tragedia aún podía respirarse en el aire. No hacía setenta horas de la explosión en el escudo solar norte y el miedo por otro atentado mantenía a todos dentro de sus hogares. En las sendas aéreas se veían voladores de gran porte, muchos de empresas de mudanza: la gente se estaba reubicando, tratando de escapar del terrorismo.
Mientras caminaba, analizó la información. Se detuvo solo un momento para comprar una barra de chocolate a un puesto ambulante. Con bronca comprobó que el envoltorio no era de papel de degradado inmediato. No podía concebir que todavía estuvieran en el mercado productos sin ese sistema. Comió igual el chocolate, dado que no había ingerido nada en las últimas veinte horas. Retomó el ritmo para llegar a su oficina antes del apagón. Recordó que debía llamar a Rusa y activó sensorialmente el contacto. La voz de Rusa le hizo cosquillas en la cabeza. Sonrió. Siempre estaba de buen humor y eso lo contagiaba. Conversaron todo el trayecto. Le gustaba ese diálogo silencioso que tenía solo lugar en la mente, dejando la boca cerrada para cosas más importantes o simplemente, quieta, en su lugar.
Ya estaba dentro de su oficina cuando el apagón inundó la ciudad. Esa noche sería de ocho horas. Se necesitaba de toda la energía externa posible para poder reparar el daño ocasionado por los terroristas. El reflejo de los reparantes que despegaban se colaba por las ventanas. Los enormes colosos de cristal y aluminio eran impulsados hasta el escudo solar, situado a diez mil metros de altura. Nadie los tripulaba, eran dirigidos desde una central, ubicada dentro del palacio de gobierno. Arquímedes podría haber estado allí, pero no era de su agrado socializar. Si lo necesitaban para algo, le harían una sensollamada. Si no, lo dejarían en paz. Y a esto último apostaba.
 La oficina era espaciosa. Ningún mueble obstaculizaba el paso. Prefería que estuvieran bajo la superficie y activarlos si eran necesarios. Para ese momento, quería un diván, Cerró los ojos, graficó el diván y el mecanismo del falso piso de cerámico se deslizó hacia un lado, permitiendo la elevación de su hermoso diván de cuero original. Todo un lujo, el único que se permitía.
Se dejó caer y con placer sintió su cuerpo chocar contra el cuero. Necesitaba descansar. Desde la explosión que apenas si había dormitado de forma salteada, preocupado por la posible propagación de la amapola gris aprovechando que las fuerzas de seguridad se volcaban a la investigación masivo de los actos terroristas. Pero si no desactivaba el dispositivo de control central, no iba a tener suerte.
Buscó con la mano derecha en su muñeca izquierda y presionó con suavidad justo debajo del comienzo de la mano. Percibió cada una de las teclas incrustadas debajo de la piel y digitó el código de desarmado. Una especie de electricidad recorrió su cuerpo. Ahora sí, podría dormir. Era uno más, un simple viviente. Si quería hablar, debía abrir la boca. Si quería llamar a alguien, debía usar el teleauricular. Si necesitaba adquirir información, debía leer o escuchar. Pero nada de eso lo molestaba. Su único terror era dormir y ser presa fácil de un sueño. Porque en ellos, nada le era verosímil ni seguro.
En un sueño nada de lo que sabía tenía utilidad. Si caía, no podía vencer a la gravedad, si enfermaba, no podía tomar un remedio. Si alguien quería matarlo, no era posible evitarlo. Si, era verdad, luego despertaba. Agitado y confundido, pero despertaba. Pero en tanto, durante el sueño, eso malo que sucedía, nada podía impedirlo. ¿Y si no podía despertar? ¿Si quedaba atrapado en ese mundo sin reglas ni lógicas? Solo pensarlo le daba escalofríos. No tener el control de la realidad le resultaba desesperante. Al menos, de la suya.
Estaba prácticamente dormido cuando la explosión tornó todo de rojo. Más que rojo, un carmesí tan sofocante como estremecedor. El temblor bajo sus pies, única parte de su cuerpo que tocaba el suelo, hizo que le vibrara hasta el cabello. Abrió los ojos y observó el color por la ventana. Caían fragmentos de objetos, todos con un destello de fuego como cola. Parecían caer en cámara lenta, como si el tiempo estuviera deteniéndose segundo a segundo. Instintivamente llevó su mano derecha a la muñeca del brazo izquierdo. Debía activar el control central. Palpó con cuidado y a pesar de no estar nervioso, solo apurado, no encontró el teclado subcutáneo.
Volvió a buscarlo, ahora detenidamente y su preocupación se acrecentó. No estaba. Ahora los fragmentos caían a mayor velocidad y número superior. Se acercó a la ventana y miró hacia las alturas. El firmamento parecía estar desmoronándose. ¿Otro ataque terrorista? El suelo que pisaba se movió. Primero una sacudida, luego otra. El cerámico bajo sus pies comenzó a resquebrajarse. Arquímedes trató en vano de accionar el control central. Corrió hacia la puerta. Si el edificio se estaba desmoronando, debía bajar. Estiró la mano hacia el picaporte y el suelo desapareció. Comenzó a caer y alrededor suyo caía la puerta, los cerámicos del piso, fragmentos de vidrio, incluso el diván, unos metros más allá, entre restos de mampostería y aluminio. Se dio cuenta que estaba gritando porque la garganta le latía de dolor. Pensó que unos segundos más y se estrellaría contra el montículo de escombros que se estaría acumulando más abajo. Pero seguía cayendo. Giró la cabeza y vio que ahora lo envolvían fragmentos del color que antes había divisado por la ventana. Todo era rojo. Ya no veía el diván, la puerta, los vidrios. Caía mirando hacia el cielo, que se alejaba más y más. Y el cielo estaba rojo. Al voltear la mirada hacia dónde caía, solo encontró una oscuridad de ese mismo color. Infinita y profunda oscuridad del color de la sangre.
Gritó.
Tan fuerte que su madre corrió a su lado y estaba allí cuando él despertó, transpirado en su totalidad. Ella sostenía su mano y le acariciaba la frente. La luz estaba encendida y aún así significaba un gran esfuerzo comprender que el blanco que lo rodeaba, era el color de las paredes de su habitación. Le palpitaba la muñeca del brazo izquierdo. Estaba arañada, como si se hubiese rascado con rabia, y sangraba profusamente.
- ¿Otra vez la pesadilla esa en la que viajás al futuro? - preguntó su madre, luego que él recuperó un ritmo normal en la respiración y se hubiera bebido un vaso de agua.
El joven asintió con la cabeza.
- Dijo el doctor que anotaras todo lo que pudieras, antes que te olvidara - le recordó.
No era necesario anotar nada en ese momento. Podía recordar cada detalle de ese sueño. Aunque de todos modos, debería hacerlo más adelante. Era la única manera que tenía de transmitirle a su doctor lo que había soñado.
Su madre lo miró a los ojos.
- Voy hasta el baño a buscar vendas para tu muñeca. Haz sonar el pulsador si me necesitas.    
Arquímedes movió la cabeza afirmativamente en respuesta a lo que los labios de su madre le habían dicho. Sordo y mudo, esos labios lo eran todo.
Cerró los ojos y evocó las imágenes de su sueño, que siempre se tornaba pesadilla. Un mundo tan fantástico, que se desmoronaba de una manera tan atroz. Lo acechaba un aterrador deseo de vivir de nuevo esa visión, lo antes posible. La parte en la que podía hacer todo con la mente era suficiente motivo para correr el riesgo. Sin embargo, el otro lado del sueño era lo que quería evitar. Porque cuando tenía el otro sueño, se veía a sí mismo, en la cúpula del escudo solar, plantando los explosivos nucleares que lo destrozarían todo. El boicot de su sueños, en sus propias manos. Y no podía evitarlo. Cómo tampoco podía torcer su condición. Un par de lágrimas recorrieron su rostro. Una mano suave y paciente las barrió con dulzura. Abrió los ojos. A su lado estaba su madre, con esos labios que lo eran todo. Lo abrazó con cariño y el se dejó estar. Allí estaba seguro, a salvo de todo, lejos de aquel rojo carmesí. De ese mundo que se caía a pedazos. De ese mundo que él mismo destrozaba cada noche.
- Sigue durmiendo - le dijo su madre luego de curarle la muñeca y darle un beso en la mejilla.
- Gracias Amapola - quiso decirle Arquímedes, pero sus labios apenas si se contrajeron. A cambio, le regaló una sonrisa.

11 de abril de 2017

La puerta mágica

El sonido del timbre debe ser el más lindo de todos en la escuela. Señala los recreos y también la hora de volver a casa. Cuando esa tarde el timbre sonó, Alexis y Tobías salieron con sus mochilas en dirección a la esquina.
- ¿Estás seguro que viste eso? – preguntó Alexis
- ¡Claro que sí! – respondió con fastidio su amigo – Es una puerta mágica, está en el patio de mi vecino. Anoche la vi brillar en la oscuridad desde la ventana de mi habitación. Pensé que era una alucinación, pero entonces la puerta se abrió y…
Un silbido agudo y fuerte los sobresaltó. Era Tito, un año más chico que ellos.
- ¡Eh amigos, qué hacen! – dijo al tiempo que sacaba caramelos de menta del bolsillo y le regalaba uno a cada uno.
- No me gustan de menta – avisó Alexis, rechazando el caramelo.
- “No me gustan de menta” – repitió en torno burlón Tito, que luego sacó un caramelo de chocolate y se lo cambió por el otro – Acá tenés de chocolate.
- Gracias - dijo Alexis, aceptando ahora si el caramelo – Escuchá lo que cuenta Tobías: dice que en la casa del vecino, hay una puerta mágica.
- En el patio de la casa del vecino – corrigió Tobías.
- ¿Y qué hace? ¿Lanza hechizos, regala algo? – preguntó curioso Tito.
- No sé, la vi anoche. Pero es imposible llegar. Hay un tapial enorme y un perro que se la pasa ladrando.
- ¿Qué viste salir de la puerta? – preguntó Alexis.
- ¿Viste salir algo de la puerta? – Tito estaba sorprendido con esa posibilidad.
- Si – contestó Tobías – Un conejo verde, de casi dos metros de altura.
- ¡Nooooooo! ¿En serio? – preguntaron al mismo tiempo los chicos.
La bocina de un auto los hizo mirar hacia la calle. Siempre distraída, María no había visto que el semáforo estaba en rojo. Por suerte para ella, el conductor había estado atento.
- Tenés que prestar más atención – le dijo Alexis – Si le cuento a papá que…
- Vos te callás la boca – le ordenó María a su hermano - ¿Qué hacen acá, tienen algún plan para más tarde?
Los chicos se miraron entre sí, pero no dijeron nada. ¡Claro que tenían un plan, irían a averiguar si existía esa puerta mágica! Pero no querían que María se sumara.
Caminaron en grupo, pero no volvieron a tocar ese tema. Era un “secreto” entre varones. Cuando los hermanos llegaron a su casa, los otros dos amigos le hicieron una seña a Alexis, que entendió perfectamente: lo esperaban más tarde en lo de Tobías. María también se dio cuenta de eso, pero se hizo la desentendida.
Cuando el reloj cucú que su padre tenía en la sala marcó las seis, Alexis dijo que iba a jugar con sus amigos. Sin perder tiempo, María esperó que la puerta se cerrara y luego, salió tras él, aunque manteniendo distancia para que no la viera. La casa de Tobías estaba a solo dos cuadras. Escuchó a su hermano golpear dos veces la puerta. Tobías y Tito salieron a recibirlo y en lugar de entrar, fueron al patio, por el costado de la casa. María se acercó para ver que hacían. Los encontró mirando el tapial que separaba la casa con la del vecino. Los chicos discutían entre sí.
- ¡Sin escalera no llegamos!
- Mi papá guarda la escalera bajo llave. Tenemos que conseguir otra.
- ¿De dónde?
Detrás de ellos se escuchó un carraspeó fuerte.
- ¿Y si usan un poco la cabeza? – dijo María, apareciendo por sorpresa.
- ¿Qué hacés acá? ¡Nos seguiste! – gritó su hermano.
- Y por lo que veo, llegué para solucionarles un problema. En lugar de estar discutiendo, hay que buscar una solución en equipo. Entiendo que quieren pasar por encima de ese tapial. Si no hay escalera, cooperando entre los cuatro podemos lograr que al menos uno de nosotros pueda llegar hasta arriba y saltar al otro lado.
- ¿Y después cómo volvemos a trepar desde el otro lado? Una escalera la podemos pasar por encima…
La niña le hizo “coquito” en la cabeza, aunque no muy fuerte.
- ¡Pensando, tontito! Podemos hacer una especie de soga, uniendo las tres remeras de ustedes. La sujetamos fuerte desde este acá y el que pase al otro lado, luego se trepa por ahí.
Los chicos se miraron entre sí. ¡Así de simple! No perdieron tiempo. Tito era el más liviano, por lo tanto, sería el que pasaría al otro lado. Alexis se ubicó abajo. Sobre sus hombros se paró Tobías. Sobre los suyos, María. Tito fue trepando con la ayuda de los demás y llegó hasta lo más alto. Pero al asomarse... ¡el perro del vecino se puso a ladrar!
La columna se desestabilizó y todos cayeron al suelo. Cuando vieron que nadie se había lastimado, comenzaron a reír.
- Tenemos que intentarlo de nuevo – dijo Alexis.
- Pero antes debemos conseguir algo para distraer al perro – sugirió María.
Tobías salió corriendo hacia el interior de su casa. Volvió al instante (la puerta se golpeó con fuerza a sus espaldas) trayendo una bolsa de galletitas.
- ¡Podemos darle algunas al perro! – dijo.
Los demás aplaudieron la idea y otra vez pusieron en marcha el plan de la “torre humana”. Esta vez Tito subió con masitas en la mano. Cuando el perro empezó a ladrar, le arrojó algunas. El perro movió la cola y se las devoró. Tito volvió a lanzarle otras. Para entonces el peludo “cuatro patas” bailaba de la alegría. Tito se animó a bajar. Cuando el canino se acercó, le dio más galletitas, esta vez en la boca.
- ¿Estás bien, Tito? – preguntó María desde el otro lado del tapial.
- ¡Si! Este perro es más bueno que una tortuga dormida. Voy a investigar la puerta – les gritó – Ustedes vayan preparando la soga de remeras.
Tito se puso a investigar el patio, en compañía del perro, que no dejaba de mover la cola. Miró detrás de unos arbustos, y nada. Detrás de una higuera, y tampoco. Estaba a punto de revisar cerca de un árbol de naranjas cuando escuchó un silbato que casi le perfora los oídos.
Un hombre lo observaba desde una ventana. Vestía un largo traje azul y llevaba una larga barba blanca. Tito se quedó inmóvil. Pensó que tendría tiempo de correr hasta el tapial pero entonces, el hombre desapareció de la ventana y apareció, como por arte de magia y tras una explosión de colores, delante de él.
Tito quedó con la boca abierta.
- ¿E… e… eres mago? – balbuceó.
- El mejor - contestó el hombre de barba blanca con una sonrisa en la boca - ¿Me puedes decir que buscas en mi patio?
- Una… una puerta mágica. Tobías… mi amigo… la vio desde su casa, acá al lado. Pero ya me iba, no queríamos molestarlo – Tito veía que la soga de remera colgaba en el tapial – así que si me lo permite, ya me voy.
El mago se puso a reír. Hizo un movimiento con las manos y un sonido como de abejas revoloteando dio paso a otra explosión de colores mucho más grande que la anterior. Y tras ese poderoso hechizo, aparecieron junto a Tito, los demás: María, Alexis y Tobías.
- Saltando tapiales se pueden lastimar mis queridos amigos, la próxima vez me tocan timbre y de paso los invito con una merienda – el mago largó otra risa, muy contagiosa. Los niños, al verlo, perdieron el miedo - ¿Quieren ver la puerta? Está ahí, delante de ustedes.
Los niños no veían nada. Solo el patio.
- Está siempre en el mismo lugar. La diferencia entre verla y no, son las ganas de creer que uno tiene. ¿Creen en la magia? Si lo hacen, la magia los recompensará. Creer es como la risa: contagiosa.
Tobías, que la había visto una vez, volvió a mirar y ahora sí la vio. Tito, Alexis y María dijeron al unísono: ¡Ohhhh! Ellos también la veían.
- Esa puerta nos transporta a nuestros sueños más hermosos – advirtió el mago – Y está en cualquier patio, en cualquier esquina, incluso, podemos encontrarla en nuestras habitaciones. Solo es cuestión de creer. Cuando estemos tristes, desesperanzados, solos… podemos invocarla. Y esa puerta nos llevará a viajar dónde nosotros tengamos ganas.
- ¡Es maravillosa! – dijo María, al abrirla. Desde el interior se escuchaban bellas melodías y el trino de los pájaros.
- Claro que lo es – dijo el mago – ¿Y saben cómo se llama?
Los chicos negaron con la cabeza.
- Se llama imaginación. Y la llave para abrirla, está aquí – y señalando su cabeza, desapareció dejando una sonrisa en el aire, tan hermosa como un arco iris.


* Cuento escrito para la clase de teatro que mi esposa Mariana dicta en escuela primaria, para poder aplicar diferentes técnicas relacionadas al sonido y con el eje temático del "trabajo en equipo".

5 de abril de 2017

Otra raza, casi utópica

Ni siquiera hablo de país o de patria. El sentimiento es aún más profundo.
Sueño, pero sueño despierto, una realidad diferente. Casi imposible, inalcanzable. Al menos, para nuestra raza humana, desde siempre conflictiva.
¿Se imaginan un planeta, y no solo una patria, donde no sea necesario marchar, porque no existe reclamo alguno?
Un mundo donde nadie esté por encima del otro y tampoco sienta la necesidad de estarlo.
Donde el bien común, el bienestar del prójimo, sea la idea principal de comunidad.
Donde la paz sea una constante. Y guerra, un término sin significado.
Donde la palabra libertad no necesite ser explicada una y otra vez, porque es el estado natural de todos desde que nacemos hasta que cerramos los ojos por última vez.
Donde la democracia ni siquiera tenga la necesidad de existir, porque nadie rige a nadie, ni por opción ni autoritarismo, y donde todos sean iguales en cualquier condición, más allá de su edad, salud o impedimentos físicos.
Donde nadie ejerce superioridad sobre otro ni nadie tampoco la ostente. Todos hermanos, todos compañeros, todos buena gente. Un solo fin común, una sola humanidad, una sola comunidad.
Donde la única paga sea el aire que se respira y las bondades del planeta, donde las tierras no tengan dueños y cada uno entienda que el sitio que trabaja o vive es un don temporal y debe ser cuidado
Donde los únicos colores sean los que vemos con nuestros propios ojos y no los que pretenden cegar nuestros pensamientos y ponernos en bandos opuestos, en divisiones que restan, es resquemores que terminan dejando heridas que jamás cicatrizan.
Pero cada día al abrir los ojos, de ese sueño que me desvela, despierto sabiendo que he soñado con otra raza, millones de años más avanzada, no en tecnología (que es una forma estúpida de medir cuán avanzado se puede estar), sino en razonamiento
Comprendo, mirando hacia atrás, al contemplar nuestra historia, que no somos nada y poco hemos evolucionado desde aquel hombre que arrastraba a su mujer de los cabellos para llevarla a su cueva. Es más, suelo ver que nada ha cambiado, cada vez que por ocio enciendo el televisor o leo un diario.
En un planeta donde nos han hecho creer siempre que sin líderes no se puede vivir, hemos dedicado nuestros esfuerzos y vidas a mantenerlos en el poder, desde el principio de los tiempos y a pesar de la historia, no hemos podido, ni querido, torcer ese destino de pasivo servilismo, muriendo, sufriendo, derrochando la vida, en nombre de estos y de ideologías que solo tienen como objetivo único y siniestro, el bienestar de ellos.
Podemos creernos inteligentes y tildar a otros de ignorantes, de clasificar entre pobres y ricos, hablar de clases y poderes, de fuertes y débiles, pero nunca reconoceremos que solo hemos perpetuado una sola idea, que se ha ido maquillando con los siglos: el opresor y el oprimido. El hombre de las cavernas y la mujer arrastrada hacia la cueva.
La humanidad nunca ha progresado. Sigue como hace miles y miles de años. Solo que ahora tenemos un vocabulario mucho más amplio y podemos darle más nombres a esa realidad.
No vivimos. Sobrevivimos. Nos mal enseñan a que es necesario tomar partido. Blanco o negro. Guerra o paz. Atacar o defenderse. Aprendemos a respetar y temer a quiénes viven de nuestro esfuerzo, en un escenario creado para que eso suceda cíclicamente.
Nadie pugna por abolir esas formas. Nadie busca un bien común. Se engaña quien cree que sus líderes sí lo hacen. El egoísmo y el poder nos gobiernan. La avaricia. El afán capitalista. La pantalla del de izquierda que se tienta con el dinero. El que dice que no es ni una cosa ni la otra pero es más de lo mismo.
Las marchas no piden por un planeta sin líderes, sin dinero, donde la igualdad sea total, en género, oportunidades, educación, salud, trabajo mancomunado. Sin fronteras. Sin colores, ni de piel ni de ideas. Nadie reclama por el hambre de la otra punta del planeta, porque total en la otra punta nadie protesta por lo que sucede aquí. Y con esa lógica, aplicada a cualquier lugar, los que lideran ganan, permanecen, se benefician y jamás serán derrotados. Cambiarán los nombres, las ideologías, las patrañas, no así el afán de poder, de exprimir al de abajo en una pirámide interminable que desangra hasta la última gota de esperanza de ver al género humano unido.
Será así por siempre, hasta que el planeta se detenga y nos obligue a la humanidad toda a desaparecer.
O será así hasta que las voces de los oprimidos se den cuenta que a pesar de los idiomas, las fronteras, las religiones, los colores políticos, en cada uno palpita un corazón y la sangre en todos los casos, siempre es roja. Y que sin importar cómo, llegamos al planeta, a la vida, de la misma manera. Para que entonces, finalmente, el mundo sea uno y nadie se considere más que el otro. Ese día tan distante, cuando los latidos suenen al unísono, la humanidad tendrá una oportunidad. En tanto, esa utopía, quizá forme parte de otra raza, en algún confín del vasto e infinito universo.
Esa raza con la que sueño despierto y me desvela.

3 de abril de 2017

Certezas

Abrazaba a su hijo en la terraza, contemplando las estrellas. El pequeño escuchaba atento el nombre de las constelaciones que le nombraba al tiempo que las señalaba. Entonces, un punto azul se desprendió del firmamento cruzando la noche como un relámpago. Justo encima de ellos se detuvo una fracción de segundos, dejando ver su figura ovoidal, luminosa. Luego siguió viaje perdiéndose en el cielo. Él quedo petrificado, maravillado. Había sido testigo, lo había visto con sus propios ojos. Pensó en Dios, en Mahoma, en Buda, en Hawkings, Einstein, en las miles de teorías, en la magnitud insospechada del universo. Todo en ese instante, en esa fracción mágica de espacio tiempo. Miró a su hijo, con lágrimas en los ojos y casi en un susurro dijo:
- David... ¿Te das cuenta de lo que significa lo que acabamos de ver?
Su hijo, levantando la mirada hacia él, asintió con la cabeza.
- Si papá, se pasó a gas.