Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

28 de septiembre de 2014

El acto final

Los ensayos se hacían de noche, porque todos trabajaban. Los días de encuentro se iban pautando en la medida que podía la mayoría. En pocas ocasiones estaban todos. Pero aquello era un obstáculo que sabían desde el primer momento.
De todas manera, la obra iba bien encaminada. Algunos pasajes aún debían ser repasados con énfasis, pero en líneas generales el director estaba conforme.
Había llegado a aquella ciudad litoraleña sin demasiadas pretensiones, como preceptor de un colegio. Lugar de pocas almas, descubrió pronto que solo hacía falta movilizarlos. Los fue conociendo por el rol que ocupaba. Y lentamente, los fue convenciendo. 
Los vecinos del pueblo que se estaban animando a descubrir sus cualidades como actores, estaban muy entusiasmados y lo demostraban ensayo a ensayo. Pero había ciertas cosas que los preocupaban, aunque eran reticentes incluso a comentarlas dentro del grupo.
Eran detalles, como por ejemplo, ensayar al aire libre, aún si hacía frío. A pesar que  algunos ofrecieron sus hogares e incluso, las instalaciones cubiertas del club local, el director fue determinante en su decisión: el lugar era vital. Y el sitio en si, también representaba un trastorno. No solo porque estaba retirado, sino porque era el cementerio y a muchos el hecho de ver las tumbas de sus seres queridos tan cerca, con la penumbra rodeando la lápida, no era les resultaba del todo feliz.
Pero la obra lo necesitaba. Eso repetía una y otra vez el director. Y era cierto. Lo sentían. La ambientación permitía que las actuaciones fueran más realistas.
Ninguno conocía al autor de la obra, pero les había gustado. Las escenas, los diálogos, eran realmente interesantes,. El director dijo al pasar que se trataba de un autor no muy conocido, que le había facilitado el guión teatral justo antes de sufrir un accidente fatal.
Alguas noches los ensayos se prolongaban hasta la madrugada, a pesar que la mayoría debía levantarse temprano para trabajar. Pero el entusiasmo era tal, que los reclamos iniciales perdían fuerza y se diluían, así como las horas, que pasaban casi sin que se dieran cuenta, entre parlamentos y escenas.
Pero la preocupación más grande, de parte de los actores, era el último acto. Aún no les había revelado el final. Varias veces habían reiterado la necesidad de conocer el desenlace, sin embargo el director defendía su misteriosa postura con una sola frase: "El final no importa, solo se llega". Y como sucedía con todo lo demás, nadie lo hablaba con otro.
Una noche, llegando a fin de mes, llegó con la noticia. Había fecha de estreno.
La gente aplaudió contenta, acompañando con silbidos de alegría y haciendo sonar las palmas con fuerza.
- Mañana a la noche presentamos la obra - anunció con una gran sonrisa.
Los aplausos cesaron y se vieron rostros con visible asombro. Era muy pronto.
- ¿Cuántas funciones haremos? - preguntó uno de los protagonistas principales.
El director se mostró sorprendido por la pregunta, como si la respuesta fuera obvia.
- ¿Cuántas? ¡Una, por supuesto!
Aquello desconcertó a los actores. Se escucharon murmullos que fueron elevándose, hasta hacerse un diálogo generalizado.
- ¿Y el último acto? - preguntó un joven que hacía un papel secundario.
Las voces volvieron a escucharse, pero el parloteo al unísono duró muy poco. El director mostró un papel en alto. Aquel movimiento fue suficiente para recuperar la atención.
La idea de una sola representación tras tantas semanas de ensayos quedó de momento en el olvido. El grupo se acercó para recibir una copia. Cada uno fue alejándose del otro, para leer con tranquilidad. La luz de la luna propiciaba una lectura casi fantasmagórica.
Los rostros fueron cambiando. La ansiedad y curiosidad fueron trocando en espanto. Las miradas se desviaban del papel a medida que leían y se posaban en el director, que apoyado sobre una lápida no dejaba de sonreír.
- Esto es imposible - dijo una de las actrices - Es... imposible.
El director sonrió, pero no con la boca. Lo hizo con los ojos. Los mismos que ahora parecían observar a todos al mismo tiempo.
- En este gran final todos tienen un rol preponderante, nadie en el pueblo olvidará esa función - el director se movió a un lado, dejando la lápida a la vista. El nombre era el de la actirz que había hecho la última pregunta.
Los actores miraron las demás lápidas, donde fueron encontrando sus nombres.
- Practiquen bien la letra del acto final para que lo último que hagan sobre la Tierra sea digno de ser visto. El arte los sobrevivirá.
El director se fue riendo, dejándolos solos en el cementerio. Solo entonces pudieron advertir la cola colgando entre sus piernas y que los libretos que sostenían entre sus manos, era un vil acuerdo con la muerte.

25 de septiembre de 2014

Rigor mortis

Sintió sobre el cuello la frialdad de la mano. La imaginó sucia, asquerosa. La piel áspera y callosa le rozaba lentamente justo encima de la clavícula, buscando intimidarla. El corazón latía como una desbocada manada de lobos.
Se había acostumbrado a la oscuridad, a la humedad del suelo sobre el que estaba atada, incluso a la soledad de aquel sótano. Pero sentía que moría cuando escuchaba el crujir de las bisagras que anunciaban su llegada. Los pasos en la escalera, el chillido de las ratas inquietándose en los rincones, la madera resonando ante el peso de sus piernas. Hasta el olor en el aire era otro. Agrio, casi amargo.
No podía verlo. Tampoco quería. Escuchar su respiración era suficiente. Solo en esos instantes agradecía estar a oscuras. Pero al mismo tiempo, sus músculos se tensionaban de tal manera que las sogas alrededor de sus muñecas, rodillas y tobillos se cernían con fuerza a la carne, tornándose el dolor insoportable.
Pero lo peor, lo que la llevaba a las lágrimas, era cuando su captor la tomaba del cabello, la levantaba con fuerza y con brutalidad trataba de someterla. Sin embargo, nunca podía llevarlo a cabo. El hombre estaba castrado.
Desataba entonces, como un ritual, gritos de furia que golpeaban contra los maderos, que eran el eco mismo del espanto. A ella volvía a arrojarla al suelo, para luego marcharse con sus pasos pesados sobre los escalones.
Quedaba jadeando, sin poder detener el llanto. Había perdido la cuenta de los días. Sentía que desfallecía. Salvo el agua que bebía del suelo, con un espantoso sabor a verdín, no comía desde que había recibido el golpe en la cabeza, en aquel parque donde acababa de romper con su novio.
Quería volver el tiempo atrás, haber elegido otras palabras, volver abrazada a su casa, como sucedía cada noche. Pero el tiempo solo avanza hacia un lado y suele ser siempre el equivocado.
No tenía nada de eso. Solo su cuerpo cada vez más débil, el hedor de un sótano con aire a tumba y un raptor inmerso en la locura. Volvería de un momento a otro, quizá mientras estuviera dormitando. Entonces, no habría diferencia entre una pesadilla y la realidad. Pero en la lucidez, el terror era total. Abarcaba cada milésima de segundo. La existencia, era un solo temblor. La incertidumbre, una lágrima que cortaba sus mejillas, abriendo un surco de impotencia y desesperanza.
Solo una vez había podido ver alrededor. El hombre había encendido un encendedor para iluminar un rincón, en busca de una herramienta. Ese momento, breve e intenso, equivalió a una sentencia. A una lápida por esculpir.
Apilados, cuerpos grises y morados, deformes, extintos de vida. Cuerpos femeninos, escena obscena, rincón mortuorio del sin sentido. Sin nombres, ni rostros, ni por qués. El destino. Cruel y definitivo. Punto final, sin renglón aparte.
Y esa imagen, ese fragmento del último capítulo en la breve novela de su vida, traicionó sus fuerzas. El tiempo, ídolo pagano de la esperanza, era solo una forma de sufrir, de esperar la suerte agobiante de sus predecesoras.
En esa espera, entre visita y visita, imaginaba el desenlace, con sus últimos estertores. Luego sería todo más fácil. Sus ojos se apagarían, llegaría el silencio absoluto y la noche eterna. Por fuera, el rigor mortis, la rigidez de su cuerpo, la parálisis total.  
Pero incluso, por pocas horas. Porque el rigor mortis, había visto una vez en televisión, tan solo dura doce horas. Incluso, hasta la muerte cede cuando llega el momento. Sobre todo, cuando vivir es el infierno mismo. Cuando el sonido de las bisagras anuncia que el sufrimiento aún no ha terminado.

22 de septiembre de 2014

Carmen en primavera

Pedir en primavera es lo más lindo. El sol tibio arrullando con ternura el rostro, la brisa fresca abanicando el aire, las flores coloridas asomando en cada esquina. Hasta la gente parece más bondadosa, suelta de bolsillo.
Para Carmen, pedir en primavera es como meterse en el río en pleno verano, como encontrar un cobijo adecuado en pleno invierno, como saltar con ganas sobre las hojas secas en otoño. La primavera le contagia una sonrisa que no aparece en ninguna otra época y es quizá ese detalle el que provoca el milagro.
Llega para la siesta a la casilla de chapa con las manos llenas. Varias monedas, algunos billetes y dos bolsas de pan. Todo desaparece en un santiamén en poder de sus padres, pero se sienta a la tabla que hace de mesa con la misma sonrisa que le regaló a las calles, en su andar tempranero.
Recibe algo de pan y un poco de caldo, demasiado frío. ¿Qué mejor premio para tanta caminata y cantito repetido? Luego la calle de tierra, alguna pelota de trapo que aparece por ahí, restos de alguna muñeca que alguien le presta al pasar. Comparten, juegan, se olvidan de los pies cansados, del estómago hambriento. Pero el recreo termina con el grito adulto, que los llama para seguir recorriendo la ciudad de la única manera que conoce.
- Insistí Carmen, que pedir no es una ofensa - le dice su madre despidiéndola delante de la puerta de madera, que a duras penas se mantiene recta.
La niña se aleja correteando, casi sin mirar el camino. Lo conoce de memoria. Y se pierde entre otras casillas, en un paisaje de supervivencia, mientras la madre se mete adentro para amasar algo de pan que Enrique, el más grande, saldrá a vender cerca del atardecer. Ninguno conoce de oportunidades, más que las que tienen al alcance de la mano.
Carmen no sufre, no se queja. Así es su vida, por mil razones que no conoce. Solo sabe pocas cosas. Las necesarias para sobrevivir. Porque de eso se trata la vida. Y para Carmen, si es en primavera, mucho mejor.

19 de septiembre de 2014

Horas de ausencia

Don Tonoleto miro la hora constantemente. Observa como las agujas del reloj se mueven al ritmo del tiempo, con la parsimonia producto de la suma de instantes. El segundero se desplaza en una misma dirección, sin importarle nada, solo el avanzar. Todo es un conjunto que delata su prisa.
Cada tanto voltea la vista y espía por la ventana. Se impacienta, murmura por lo bajo. Hace crujir los nudillos, aunque poco, porque los años no han venido solos y los huesos no son los de antaño. Nada lo es, realmente. Ni siquiera la puntualidad. La calle está vacía. Ningún coche se detiene, ninguna persona camina la vereda.
Y el reloj marcha, dejando un sonido en la habitación, un chic chic repetitivo, desolado, vástago de la sucesión de años, lustros, décadas. No vendrá, piensa Don Toneloto, bajando brevemente los párpados. Quiere provocar una mueca de pena, pero no le sale. Todo es angustia.
El reloj, las agujas, la ventana. Y alrededor, la ausencia.
- Don Toneloto, las pastillas - la voz irrumpe estridente, inoportuna, como un mal sueño.
El hombre se siente violado, asaltado de forma abrupta. Observa su cuerpo y descubre las manchas, los pliegues de la piel, la vejez en carne propia. La realidad lo traspasa. Ella no vendrá. La mujer que sostiene un vaso en su mano derecha no se irá hasta que tome las cápsulas que tiene en la otra. El reloj seguirá marchando. Inexorable. Irrevocable.
Acepta. Engulle. Bebe. Luego, llora.
Cada día, uno menos del almanaque. Uno más del alma.


16 de septiembre de 2014

El acantilado

El profeta levantó su pesado culo de la piedra y poniendo grave su voz, dijo:
- Todo aquel que crea en lo que les he narrado, que se arroje por el acantilado. Pues de esa forma evitará perecer en el infierno, donde el propio Satanás los torturará día y noche hasta el fin de los tiempos.
Se hizo silencio. Ninguno de los que habían escuchado atentamente las palabras del profeta movió músculo alguno. Al cabo de unos minutos se sintieron tan solo unos pocos carraspeos. Alguien estornudó pero pasó desapercibido. El hombre gordo y de papada grande los seguía mirando desafiante. Finalmente fue él quien quebró el sibilante sonido del viento.
- Es lo que siempre sucede. El miedo, la cobardía. Prefieren el sufrimiento futuro a la salvación inmediata.

Una nube envolvió al profeta y de la misma escapó luego un ave blanca, que los pueblerinos no pudieron describir. Atónitos, varios optaron por correr al acantilado. Pero tan solo murieron al estamparse contra las rocas. La oferta ya había caducado. 

13 de septiembre de 2014

Santo y seña

Los verdes campos se habían teñido de rojo durante las últimas centurias. Las batallas entre los imperios renacientes, las pujas de poder, la sórdida crueldad de los reyes de las naciones, vapuleaban la paz.
En las enormes abadías, en las tabernas, se habían instalados códigos para poder entrar. Las puertas de robusta madera no eran solo el medio de acceso: representaban verdaderos paredones que mantenían a salvo el interior de la barbarie al aire libre, incluso, abarrotado de pestes y enfermedades.
Las palabras claves, que debían ser pronunciadas desde el lado externo de la puerta y reconocidas por la persona que estaba en el interior, se las conocía como santo y seña. La modalidad, implementada durante las guerras por los centinelas para identificar a los soldados propios, fue instalándose en otros ámbitos.
De esta manera, un religioso que tras cruzar campiñas, colinas y decenas de poblados, si quería ingresar, por ejemplo, al monasterio ubicado en la ladera de la montaña, cerca del río, debía saber el santo y seña del lugar. El mismo era proporcionado por contactos y garantizaba que la persona que lo poseía, era de confianza.
Claro que cada lugar tenía su propio canto, con su respectiva respuesta. Memorizar cada uno se hacía difícil, no obstante, era la diferencia en muchos casos entre la vida y la muerte. Había lugares donde largar un santo y seña incorrecto equivalía a decir el propio epitafio.
Entre tantos tormentos, las guerras que se desataban como lluvias de verano, el cansancio de largas jornadas de caminata, el esfuerzo de sobrevivir con la escasez de alimentos, las plagas, las enfermedades, la capacidad de pensar en ocasiones se veía reducidas y muchas personas, agotadas mentalmente, caían destruidos en ese último paso, cuando desde el otro lado de la madera una voz pedía gravemente esa frase salvadora.
En un pueblo sin nombre, en medio de la nada, un grupo de religiosos, rechazados en una abadía por no recordar el santo y seña, armaron una revuelta. Los hombres de paz, desataron la furia. En realidad, era eso o morir en manos de unos bárbaros, que los venían persiguiendo desde hacía días.
En medio del caos, de campos incendiados, pudieron huir. Sin embargo, reunidos alrededor de una hoguera, hablaron lo siguiente:
- Con esto del santo y seña me tenéis hasta los huevos.
- Euladio, cuida tu vocabulario, estamos ante hermanos.
- Hermanos que no os ponéis de acuerdo en las palabras a decir y ahora, aquí estamos, escapando por poco de la muerte.
- Es la única manera, lo sabéis.
- Tiene que haber otra, esto no puede proseguir toda la vida. En un futuro los santos y señas dejarán de existir, recordad lo que hoy les digo.
- Pues claro, hombre, a quién se le ocurre pensar que la humanidad deba recurrir a estos artilugios de tiempos arcaicos para estar segura.
Los hombres prosiguieron discutiendo en la hoguera, mientras la noche consumía el sueño. Siguieron huyendo al amanecer, entre colinas y bosques devastados por las guerras, pisando los pastos de los campos rojos, que otrora fueran verdes y que quizá en el futuro, volverían a serlo.

10 de septiembre de 2014

Jugando con el reflejo

Solía sentarse durante un largo rato en el inodoro, fascinado con el espejo que tenía delante. El mismo formaba parte de un botiquín con repisa en la parte baja y estantes a la derecha. Podía verse sentado y practicar gestos con el rostro. Era actor y aquel ejercicio resultaba un buen entrenamiento.
Una mañana se le ocurrió jugar con su reflejo a que agarraba los envases que estaban en la repisa. Al principio fue divertido. Su yo del espejo trataba de asir los elementos, jugando con las perspectivas. Aquello le causaba gracia, hasta que de alguna manera golpeó un frasco de perfume y cayó al suelo.
No fue tanto el estrepitoso sonido al partirse en mil partes en el cerámico gris del piso, sino la sorpresa sobrenatural de haber tumbado algo desde el espejo.
Su pulso se aceleró sin que se percatara de ello. No era para menos. Lo que acababa de suceder no tenía ninguna base racional. Trató de apurar el trámite en el inodoro y se puso de pie, acercándose con cierto recelo. Inconscientemente escondió sus manos, para que no se reflejaran. Tenía la piel erizada.
La imagen en el vidrio le sonrió. Su reacción fue la lógica. Un grito y un salto hacia atrás. En el espejo su yo reflejado ni se inmutó. En cambio, la fisonomía del baño comenzó a modificarse. Las paredes parecían acercarse, reduciéndose proporcionalmente de cada uno de los cuatro lados. Su respiración era agitada. Sintió como para las paredes lo enfrentaban sin escapatoria al botiquín. La vista comenzó a nublarse, pequeñas chispas inundaron la noche y un segundo después cayó desmayado.
Fue despertando de a poco, sin noción de lo que había pasado. Pero paulatinamente, mientras los ojos se acostumbraban a la luz, recordó lo sucedido. ¿Un sueño? Eso podría explicar todo. Al recuperar la visión del todo, miró hacia delante. Se vio sentado en el inodoro, con una mueca macabra en el rostro. Se puso de pie, pero había un vidrio delante. Volvió a sentarse. Estaba del lado incorrecto.



7 de septiembre de 2014

La voz de un fantasma

Cada vez que escucho el sonido de una ambulancia me estremezco. Ese ulular es la voz de un fantasma que me atormenta y que no conforme con el susto que propicia el recuerdo ingrato de aquella noche, asalta el presente, llevándose consigo la poca esperanza que aún resguardo.
Mis sentidos se paralizan hasta que el sonido se aleja, se diluye, escapa de mi conciencia. El proceso puede durar horas. La ambulancia, de vez en cuando, parece no irse por días.
Mi psiquiatra sabe que cuando llego al consultorio sin turno, es que he atravesado una de estas experiencias. No necesita preguntarme nada. Mis ojeras me delatan.
He progresado, no lo niego. Al menos ya no pienso en el balcón como una rápida salida. El tiempo, en verdad, ha sido un tirano. No ha borrado ni una pizca las sensaciones de aquel instante. Pareciera como si aquella luna de septiembre de hace quince años se hubiese tatuado en la mente, regresando una y otra vez, cada vez que la compuerta de dolor se abre merced a ese ruido infernal, ese grito desahuciado proveniente de una sirena que parpadea y exclama a viva voz una maldición que me penetra.
Entonces, sin importar la hora, voy hacia el teléfono y marco un número que ya no existe, pero que mi memoria se niega a olvidar. Y a pesar que la grabación en la línea explica mecánicamente que la combinación numérica no corresponde a nadie, sé que me miente. Porque ese destino tiene dueño y ese dueño es la muerte.
Como hace quince años, cuando el sonido rompió el silencio de la noche, en el mismo momento que el teléfono comenzaba a sonar. Recuerdo que dudé, asustada. La ambulancia, el teléfono, la inminencia de la desgracia. Y en el visor del teléfono, un número que no conocía.
Imprudente, lo contesté. Y esa voz, ese ronco crepitar de la tragedia, riéndose del otro lado.
- Es tarde, se va conmigo.
Un cuchillo de hielo recorriendo la espina dorsal. El temblor de mis piernas. El horror en mi mente. Todo regresa con el sonido, todo se vuelve tan real, que por momentos temo que otra vez golpeen la puerta y ellos, vestidos de azul, me den la noticia una vez más, de que ya no te veré. Y no puedo, no creo, dudo, que pueda volver a resistirlo.
Por eso, me estremezco y me ausento, con los ojos cerrados, hasta que todo pase, todo cese, el fantasma escape y la muerte se canse.

4 de septiembre de 2014

El gato

El gato maulló toda la noche. Era un llanto compungido, un melodrama agudo. Por la mañana, al despertar, el niño corrió hacia el patio. Allí estaba el animal con el que había soñado toda la noche, echado sobre el césped, con cara de espanto. Se había percatado de él. El gato era todo instinto. Pero de todos modos permaneció allí. Es que sabía, de alguna manera, que esa era su oportunidad.
El niño trató de acercarse y lo hubiese logrado, de no haber intervenido la voz de su madre, que de un grito le exhortó a alejarse.
- Es un animal vagabundo, Lucas - aclaró en tono más sereno, minutos más tarde mientras le servía el desayuno.
Regresó al interior de la casa y se ubicó cerca de la ventana para observarlo. El gato apenas se movía. Parecía temblar, aunque no hacía frío.
- Mamá, me parece que está enfermo.
- Una razón más por la cual no debés acercarte, esos animales están llenos de pestes.
- ¿No podemos entrarlo y darle de comer, aunque sea hasta que esté sano?
- ¡Ni se te ocurra! Si le das de comer, no se va más. Apenas llegue tu padre, le digo que lo saque del patio.
Por la mañana el niño acudió a la escuela. Al retornar al mediodía, corrió a la ventana. El gato seguía allí. Esta vez no hizo ningún comentario en voz alta. Pensó que si su mamá no recordaba la presencia del felino, existía una posibilidad para que no lo echaran del patio.
Sin embargo, no se había olvidado. Lo comprobó al abrir la puerta que daba al patio.
- ¿Dónde vas? – preguntó ella, conociendo la respuesta.
- A jugar afuera.
- Está el gato enfermo, te quedás adentro hasta que venga papá.
- Pero mamá…
- Ponete a dibujar, mirá los dibujos en la tele, pero al patio no salís.
La tarde transcurrió entre el aburrimiento y la bronca. Varias veces se asomó para mirar al gato, que parecía estar cada vez más achacado. La cola no se movía y apenas percibía el movimiento rítmico de la panza, que era la única señal que indicaba que estaba vivo.
Volvió a insistir para que su madre le permitiera salir, pero no hubo respuesta, solo un semblante serio.
- Y si le tiramos algo de comida, pero sin acercarnos…
- No.
Tajante. Tanto la respuesta como el tono. El niño se fue a su pieza, pero no tocó los crayones ni sus juguetes. Se dejó caer boca abajo sobre la cama. Estaba triste. Demasiado. Se durmió sin darse cuenta. Cuando despertó, ya era de noche y la voz de su padre llegaba desde la cocina.
Se puso de pie de un salto y recorrió el pasillo en un santiamén.
- ¡Papá! – le dijo antes de darle un fuerte abrazo.
El padre devolvió el gesto y le preguntó sobre su día, la escuela, las tareas… pero el niño quería llegar a un tema específico.
- Afuera hay un gato, ¿te contó mamá?
La madre, que estaba sentada cerca, recordó entonces la presencia del animal. Y aprovechando la mención, hizo referencia a su deseo.
- ¿Papá, podemos quedarnos con el gato?
- Querido, si está enfermo, no podemos. Mamá tiene razón.
El desconsuelo recorrió por segunda vez su cuerpo. Pero ante su padre demostraría un poco más de entereza.  Se mantuvo firme delante de la ventana, mientras él salía al patio. Y desde allí pudo comprobar, incluso antes que su padre lo tocara con la punta del zapato, que el gato no se movía. Se le hizo un nudo en la garganta. Minutos después, la muerte del animal estaba confirmada.
No pudo contener el llanto. Su mamá quiso consolarlo, pero la sentía culpable. Trató de expresarlo, entre lágrimas. Su padre apareció minutos más tarde. Le prometió si tanto le gustaban los gatos, que irían a buscar uno al día siguiente. Pero había algo más en su dolor. No era la necesidad de una mascota, era la impotencia de no haber hecho nada.  ¿Y si le daban de comer? ¿Si lo llevaban a un lugar limpio y lo aseaban? ¿Si le brindaban protección?
Esa noche se fue a la cama temprano. Creyó soñar otra vez con maullidos. Con el lamento de un gato enfermo tirado en el patio. Se despertó incluso en plena madrugada y estando despierto, volvió a escucharlo. ¿O era parte del sueño? Se levantó en la oscuridad y caminó por el pasillo. La casa, salvo el maullido lejano, se mantenía en silencio. Pasó delante de la habitación de sus padres, cruzó la cocina y llegó a la ventana. No se veía nada hacia afuera. Todo era negro, con algunas estrellas minúsculas en lo alto.
Pegó la frente contra el vidrio y concentró la mirada. La oscuridad no se fue disipando, al contrario, parecía acumularse como una masa ciega. Hasta que de repente aparecieron dos esferas amarillas y el niño, del susto, pegó un salto hacia atrás.
Corrió todo el camino de regreso a su habitación. Se arropó con las sábanas y hundió la cabeza bajo la almohada. A pesar de todo, el maullido llegaba claramente a sus oídos.
Cuando despertó por la mañana, sintió las mejillas húmedas.  Estuvo a punto de comentarle más tarde a su madre, durante el desayuno, de lo sucedido a la noche, pero prefirió no hacerlo. Aún le duraba el enojo con ella del día anterior. Su padre, que se iba temprano a trabajar, ya no estaba.
Antes de irse al colegio, miró por la ventana. El patio estaba vacío.
Su madre, percatándose de lo que sucedía, puso una mano en su hombro.
- Querido, si el dábamos de comer, no se iba a ir más y estando así enfermo…
- Ya no importa mamá – dijo el niño, haciendo un esfuerzo supremo para no llorar – Se murió y tampoco se va a ir más.
Los maullidos seguían retumbando en sus oídos. Era el único que los escuchaba. Se marchó sin decir una palabra más y camino a la escuela siguió recibiendo ese lamento moribundo, que ya no sabía si provenía del patio, su mente o el más allá.

1 de septiembre de 2014

Livingstone, el movedizo

¡Qué jugador Livingstone, el movedizo! Un zurdo de novela, pero que le gustaba jugar con el perfil cambiado por el carril de la derecha. Corría toda la cancha con la misma intensidad los noventa minutos del partido, como si tuviera un pulmón extra o una receta mágica para no cansarse.
No estaba nunca quieto, siempre en movimiento, pidiendo la pelota, acompañando al ataque, defendiendo, presionando, incluso en el momento de la foto había que pedirle que dejara de dar saltitos. Cuando el partido se detenía por cualquier circunstancia seguía trotando, hacía zig zag, ejercitaba de alguna manera su cuerpo.
Y con la pelota al pie, era un monstruo. Se lanzaba en carrera, sabiendo la posición de su compañeros, dando el pase justo, el centro certero o el toque para buscar la devolución al vacío. ¡Qué jugador Livingstone, por favor!
Por eso es que el Sportivo Cruzada lo trajo para la Copa, porque era un diamante en bruto, un jugador con un futuro brillante en el fútbol mundial. Así lo entendió el cuerpo técnico, que de inmediato lo puso en el once titular. Y Livingstone se ganó a la hinchada en un solo partido.
El progreso fue meteórico. Titular indiscutido, ídolo de la hinchada y el preferido por los equipos europeos en los sondeos de mercado, con cotizaciones que aumentaban partido a partido. Faltaban solo dos cosas para que el juvenil viviera su primer año profesional en el fútbol grande nacional. Una, salir campeón de la Copa. La otra, una gran venta a un club del viejo continente, que le asegurara el porvenir económico.
El destino dictaminó que estuviera a un paso de las dos cosas, en la última semana de julio del año pasado. El equipo había llegado a la final, tras un arduo camino recorrido. Livingstone había sido crucial para alcanzar la meta. Eso le valió la primera oferta que el Sportivo consideró. El Real de España ofreció más de veinte millones de euros por la joven promesa.
El destino, al mismo tiempo, sentenció un paro de transporte aéreo justo el día antes de la final. El viaje, entonces, se haría por tren, aprovechando las nuevas unidades del ferrocarril, que prometían confort y un viaje más rápido que el ómnibus.
Livingstone, que daba saltitos de un lado a otro, trotaba en el sitio, estiraba brazos y piernas, se movía junto al grupo de jugadores y cuerpo técnico, que avanzaba por el andén, esperando la llegada del tren de las doce, en el que partirían hacia el partido final de la Copa.
El capitán Randazzo, fue el de la idea de fotografiar el momento. ¡Una selfie, una selfie! gritó con algarabía, acomodándose de espaldas a las vías, con el smartphone apuntando hacia él y el resto de los jugadores que empezaban a acomodarse detrás. ¡Ahora, que viene el tren! gritó otro, contento con la idea de ser retratados con los vagones llegando.
En el momento del "flash" de la cámara del teléfono, se escuchó un sonido desgarrador y el grito de horror de la multitud que observaba la situación. El cuadro no podía ser peor. La sangre había manchado incluso a los jugadores, que seguían sin entender lo que sucedía. Hasta que comprendieron que Livingstone no estaba con ellos.
Marchetti, el técnico, se agarraba la cabeza, mientras sus compañeros comenzaban a temer lo peor. "¿No lo vieron?" preguntaba, azorado. "Estaba detrás de todos, dando saltitos y de repente... - las palabras no acudían a la boca - de repente perdió el equilibrio y se lo llevó puesto el tren".
El partido se suspendió una semana, la copa se perdió, Livingstone se transformó en un recuerdo y la selfie quedó archivada en la memoria del celular, sin ganas de ser vista: rostros felices, ojos sonrientes y colmados de sueños, y los brazos revoleándose al cielo de Livingstone, perdiendo el equilibrio; justo a la derecha de la imagen, el fantasma oscuro del tren, casi una mancha, arribando con fuerza.
Qué jugador ese muchacho, lástima tanto movimiento, tanta euforia trocada en desencanto.