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29 de junio de 2009

El laberinto y yo

La pesadilla comenzó al poner un pié en el laberinto del parque, al que había prometido llevar a mis hijos. No éramos de ir muy seguido, pero de vez en cuando, un sábado o domingo, nos subíamos al auto y pasábamos el día aprovechando las bondades de una entrada general todavía accesible y que permitía utilizar todos los juegos, sin necesidad de un centavo extra.
Mi mujer llenaba tres termos, preparaba el mate, elegía cuidadosamente las galletitas dulces de la preferencia de cada uno y así nos asegurábamos una jornada amena, provistos de lo necesario para merendar y lograr que la armonía familiar se trasladase también al parque.
El laberinto era la nueva atracción. Según nos habían dicho, era natural, con arbustos y ligustros enormes y bien podados. En el folleto publicitario, lo anunciaban como un laberinto barroco, es decir, con varios caminos sin salida y solo un punto correcto dónde salir. Y debo confesar que fui el que más entusiasmo tenía al respecto del mismo.
Entramos los tres, mis dos hijos y yo (mi mujer prefirió alimentar a los flamencos de un estanque cercano) a las cuatro de la tarde con veinticinco minutos, de ese primer sábado del mes de septiembre de hace siete años. Recuerdo exactamente la hora, porque nos propusimos tomar caminos diferentes y competir por ser los primeros en salir del laberinto.
Observé a Jaime corretear hacia la izquierda y a Mauro doblar en una bifurcación a la derecha. Fue la última vez en mi vida que los vi. Confiado en mi instinto, tomé un corredor por la izquierda, luego giré dos veces a la derecha, volví hacia la izquierda y allí me topé contra la primer vía muerta del recorrido. Lamenté esos minutos que perdería, aunque aún me tenía fe en ser el primero en encontrar la salida.
Estoy seguro de haber avanzado hacia la derecha, girar tres veces consecutivas hacia la izquierda y... bueno, a partir de allí ya no estoy seguro de nada. Finales abruptos, giros imprevistos, recodos, arbustos en lugares imposibles. Perdí la paciencia, la noción del tiempo, la compostura. Llamé a gritos pero jamás me crucé con ser viviente alguno. Corrí, caminé, anduve de rodillas. El cielo se llenó de estrellas con la luna majestuosa observando impávida, para luego, horas más tarde, dejar su lugar al sol prepotente, astro rey indiferente. Y la sucesión de ambos me fue dando la pauta que los días seguían su marcha inevitable, mientras mi presencia se limitaba al andar de un lado a otro dentro de un laberinto demoníaco en cuyas fauces me veía atrapado, cual pesadilla infantil de la cual esperaba despertar de una buena vez totalmente mojado.
Pero no fue así, no desperté, porque era real. Sentí como el hambre comenzaba a atravesarme. Resignado, arranqué raíces de los arbustos y me alimenté con rabia y desesperación. Los días de lluvia atesoraba el agua como una bendición. Vagaba en tanto entre esos caminos entreverados, llenos de corredores interminables, delimitados de verde en todas partes y anclados en el fondo de un cielo que se repartía entre celestes, blancos, grises y negros.
Mis días fueron muchos. La cordura fue dejándome en un punto que hoy no creo recordar. Olvidé a mis hijos, a mi mujer, a la gente que quería. No dejé un solo día de ir y venir por el laberinto, pero estoy seguro de no haber repetido jamás un camino, como si cada uno de ellos fuera único e irrepetible.
Siete años vagué sin sentido, con el cuerpo hecho hilacha, las mandíbulas flojas, los ojos desorbitados, el cabello y la barba largas como imaginé siempre la de Noé o el propio Moisés. Podía verme los huesos a través de la piel. Estaba jadeando cuando al fin, tras siete años de perdición, de laberíntico anonimato, observé atónito y casi sin comprenderlo, la abertura al final del camino con enormes seis letras talladas en madera. Las primeras letras que veía en largo tiempo. Las letras que tanto anhelaba encontrar: Salida.
La gente se horrorizó al verme. Llamaron a los de seguridad, me interrogaron sobre mi estado, me preguntaron mis datos, pero entre tanta verborragia ajena fluyó la ironía contenida, el llanto patético, las emociones perdidas en el cuerpo de un ser cuya mente se había transformado en su única compañía y a la vez, en su peor enemigo. Lloré y reí, como un demente. Así deben haberme creído. Pero un guardia llegó corriendo con un panfleto muy viejo, casi arrugado, que guardaba vaya a saber donde. Era sobre una persona desaparecida en el parque, hacía tiempo. Y en la foto, estaba mi rostro, o al menos, el que alguna vez había sido.
Ante la revelación, me llevaron con médicos, me alimentaron, vistieron. De a poco quisieron conocer la historia, saber donde había estado. Confundido e intentando recuperar el habla, fui buscando la forma de hacerme entender. No aceptaban los hechos como se los contaba. Y era lógico, quién podría hacerlo.
Ayer me dieron de alta en el hospital. He repetido desde hace una semana la historia mil veces. Podría contar con los dedos de una mano a aquellos que sinceramente creyeron mis palabras. Apenas dos días atrás me revelaron que fui dado por muerto oficialmente tres años después de haber desaparecido. Y que mi mujer y mis hijos se mudaron lejos, y que ella ya estaba casada nuevamente y que había tenido mellizos el invierno último. Estoy seguro que se enterarán tarde o temprano que he vuelto, pero hoy siento que mi presencia en sus vidas, sería un estorbo. Aprendieron a vivir con mi muerte. Mi supuesta muerte.
Entre que salí del hospital y este momento, he comprendido que nada me queda. En el barrio todo ha cambiado y ya ni casa tengo. Mis padres fallecieron al poco tiempo, mi hermano se suicidó el año pasado y de mis amigos, pocos han quedado en la ciudad y seguramente han borrado de su mente todo lo relacionado a este muerto viviente, hoy resucitado, o mejor dicho, escupido al fin por el laberinto que se lo había tragado. Este demente, como muchos piensan.
Y aquí estoy, sentado en un banco de piedra, mirando las siete letras talladas en madera que me abren paso a ese infierno que hoy considero el lugar más seguro. Dejaré este escrito aquí mismo, para el que quiera leerlo. Mi mente y mi cuerpo van otra vez hacia ese laberinto de pesadilla. Pero esta vez no voy solo. Un calibre treinta y ocho va en mi bolsillo.

27 de junio de 2009

De competencias y amistad

Este sábado 27 de junio se presentó en la ciudad de Villa Constitución la "X Antología de Narradores y Poetas del Departamento Constitución", en el marco de una nueva edición de la Feria del Libro de la mencionada localidad. Estuvimos con don Oso (Los Apuntes del Oso) y Carla (Taller Literario Kapasulino) para recibir los ejemplares que nos obsequiaron por participar y ser seleccionados para integrar dicho compendio de relatos y poesías.
Es un placer invitarlos a la lectura del texto con el cual participé y que afortunadamente fue elegido, para poder estar por tercera vez formando parte de la antología.
Aquí, el texto de mi autoría. Saludos!

De competencias y amistad

Desde pequeños, Sebastián y Ezequiel compitieron entre sí. Cosa rara del destino, nacieron el mismo día y a la misma hora, pero recién se conocieron en primer grado.
Durante la escuela primaria, era la batalla por quién conseguía la mayor cantidad de “felicitados”, “muy bien” y, cuando llegaron las notas numéricas, como era de esperarse, de “10”.
En los recreos, fueran figuritas, bolitas, mancha o escondidas, la lucha era siempre entre ambos. Podían participar otros, pero los ojos de todos estaban puestos en los que hicieran los dos. Y a ellos, no había tercero que le importara. Era eternamente, un mano a mano.
En los partidos de fútbol, jugaban de delanteros, uno para cada equipo. Y llevaban la cuenta de sus tantos. Si uno iba al arco, el otro se ponía bajo los tres palos de la portería contraria. Y el tema pasaba por ver a quién le metían menos goles.
En el colegio secundario no cambió nada, incluso, se intensificó. Llegó la época del primer amor, las primeras cartas, los sobres a escondidas, las miradas ruborizadas, los guiños pícaros. Y claro, si la más linda era Alicia, ambos peleaban por el cariño de ella. Si llegaba una más linda, desde otra escuela, los dos se olvidaban de la anterior y pugnaban por la nueva.
Y aunque cueste creerlo, tremenda rivalidad no lograba romper el lazo de amistad entre ambos. Ezequiel y Sebastián eran los mejores amigos que podían existir. Siempre estaba el uno para el otro, cuando no había competencia de por medio.
Incluso las familias se habían hecho muy amigas. Los hermanos de Sebastián compartían sus horas fuera de la escuela con los de Ezequiel y emprendían toda actividad alterna en forma conjunta.
Fueron años de compartir cursos de idiomas, computación, catecismo, deportes. Pasaron inolvidables noches de campamento contando historias y claro, luchando por ver quién contaba la mejor, la más aterradora.
La rivalidad era un juego, una forma de hacer los días más amenos, de convivir lo mejor posible y demostrar que más allá de querer alcanzar la meta antes que el otro, había algo que nada podría cambiar, que era lo que sentían sus corazones.
Si bien no maduraron mucho en cuanto a las chicas, si comprendieron que no podrían disputarse toda la vida las mismas mujeres y en ese sentido, hicieron una tregua tácita. Así fue que formaron sus respectivas familias y también éstas, fueron grandes amigas. Los dos habían hecho excelentes carreras universitarias y como se esperaba, compitieron por ser los mejores, más allá que las vocaciones eran distintas. El hecho era recibirse primero, pero fueron tales las ganas que le pusieron, que terminaron al mismo tiempo. Se graduaron y vivieron la fiesta juntos. Los estudios les valieron la posibilidad de conseguir muy buenos trabajos.
Allí también, a pesar de estar en empresas diferentes, cotejaban avances y resultados, ufanándose uno del otro de cada aspecto en el que se consideraban mejores.
Los años pasaron, el mundo siguió girando y siempre hubo rivalidad y competencia, pero sana, divertida, picaresca. El tiempo trajo hijos, y los hijos nietos. El tiempo fue un rival al que no pudieron vencer ni siquiera peleándole lado a lado. De a poco fueron dejando de lado muchas de las actividades que hacían en conjunto, como los partidos de fútbol semanales, los encuentros de paddle, los enfrentamientos de ajedrez e incluso, las excursiones familiares con largas caminatas incluidas.
Primero fueron los años los que los achacaron, luego fue la salud la resentida. Compartían cada vez menos tiempo, pero el poco que tenían, era único: Una devastadora ola de recuerdos, imágenes, evocaciones, anécdotas y claro, estadísticas de batallas ganadas y perdidas. Incluso en esas charlas, competían para ver quién recordaba tal y cuál cosa. Sus esposas los contemplaban con esa alegría que solo pueden llevar en el corazón quienes sienten verdadero amor por las personas que quieren.
Una tarde, la ambulancia llegó rauda a casa de Sebastián. Infarto e internación. Habían quedado consecuencias y la operación era inminente. Los médicos, llevando aparte a los familiares, les dieron la delicada noticia: era muy difícil que pudiera salir vivo de la cirugía, pero no llevarla a cabo, era una sentencia de muerte segura.
Los llantos, los lamentos. El inevitable llamado a Ezequiel. Dolorido en el alma y acompañado por su señora e hijos, llegó a los pocos minutos. Lo dejaron entrar a verlo, solo. Se hicieron bromas, jugaron con la memoria, hicieron apuestas que ninguno cobraría. Antes que las lágrimas brotaran salvajes, Sebastián dijo desde la cama:
- En esta viejo querido, no me vas a ganar. Me voy primero.
- No digas eso – replicó Ezequiel. – Con esto no jugamos.
Sebastián sonrió y respondió: - ¡Vos no jugarás! A mí no me queda otra.
Se abrazaron, Ezequiel intentando no estropearle el suero. No pudo evitar una lágrima, que Sebastián limpió con el dorso de su avejentada mano.
Ezequiel lo contempló irse y supo que era la última vez que lo veía.
El día de la operación su mujer llegó llorando. Pensó que era por miedo, pero en cambio le dijo: “Ezequiel… Ezequiel murió mi vida. Falleció anoche, de un ataque al corazón”.
Y a Sebastián le salió del alma, casi sin pensarlo: “Ah maldito hijo de puta, hasta en esto quisiste competir”. Y solo ahí, se largó a llorar.

21 de junio de 2009

La revelación de Sam

I

Sam Weinslerg era un sociólogo respetado. Los años dedicados al estudio, al pensamiento y a la enseñanza le hicieron un lugar principal en el campo del conocimiento. Sus libros de sociología eran referentes inevitables de las universidades alrededor del planeta, como así también los escritos y ensayos sobre filosofía, antropología y política.
Los últimos dos años habían sido diferentes a todos los anteriores. Había comenzado a recluirse en su domicilio, a rechazar invitaciones a simposios, disertaciones y otros eventos, y finalmente, también a desistir de seguir dando clases. Sus allegados intentaron en vano sacarlo de las cavilaciones en las que se encontraba sumergido. Tampoco pudieron saber que era aquello que lo había sumido en esa postura.
Otrora un hombre social, amistoso, querible, Sam se había convertido en un ermitaño hosco que solo salía de su hogar si su salud así lo requería. La casa, por cierto, era una hermosa construcción victoriana, en las afueras de Londres. Vivía solo, con la única compañía de Dolores, la ama de llaves.
La presencia de Dolores en la casa se remontaba a treinta años. Ella creía conocer a Sam mejor que nadie, sin embargo también para ella significaba un enigma indescifrable la actitud de los últimos meses de su patrón.
La mañana del último día del mes, ella escuchó desde su habitación los pasos de Sam bajando las escaleras que comunicaban con las habitaciones superiores. Bajaba llamándola desesperadamente. Ella temió lo peor. Adoraba a su patrón, por lo que no perdió tiempo en ir en su ayuda. Sin embargo el rostro de Sam no reflejaba dolor o malestar alguno. Fue a su encuentro, lo ayudó a descender los últimos escalones, controlándole el pulso sin que éste se diera cuenta.
"Dolores, Dolores" comenzó a decirle y comprendió que su apuro se debía a que necesitaba decirle algo urgente. Y comprendió que era aquello que durante dos años lo había mantenido en el más oscuro de los pensamientos.
Le pidió que se sentara e hizo lo propio, ocupando uno de los sillones de la sala principal. Sus ojos estaban recubiertos con una capa húmeda y ella intuyó que era de emoción. Sin embargo, no estaba alegre, o al menos, no lo demostraba.
- Hace tiempo Dolores que estoy sumido en una idea - comenzó diciendo - que me consumía por dentro. Se que no es propio de mi y ante todo, le debo mis disculpas. Tanto a usted como a todos los conocidos a los que le he fallado a invitaciones o no correspondido a los más simples saludos. Pero debe entenderme Dolores, jamás me había enfrentado a un pensamiento como el que ahora le contaré. A esta revelación del que soy dueño y que debo comunicar con responsabilidad y sabiduría.
Dolores se acomodó en el sillón, sabiendo que Sam necesitaba que alguien lo escuchara. Además, estaba muerta de curiosidad.
"Dolores, le hablaré de la existencia. De nuestra existencia. La suya, la mía, la del vecino, la del lechero. La existencia humana. Resumimos la existencia en una palabra, en un significante, en este caso, life en inglés, vida en castellano. De está última sabemos un origen remoto, en el antiguo latín: vita".
"La lingüística enseña que a todo significante, le corresponde un significado. Y que en algún momento, los significados fueron colocados, quizás arbitrariamente. En fin, no es tan así, es mucho más complejo. Si me escuchara Saussure... a lo que voy querida Dolores, es que podemos creer que el término vita fue colocado arbitrariamente y que con el tiempo, si esa palabra era dueña de un concepto bien definido, lo perdió indefectiblemente. Y más descabellado aún, abrirnos a interrogantes sin respuestas, como quién le dio ese nombre, quién definió vita para el sentido de vida. No quiero entrar en debates religiosos, históricos ni científicos, aunque se que será imposible evitarlos. Teniendo en cuenta lo que ahora se, es inevitable".
"Hace dos años Dolores me enfrenté a la muerte. Quizá usted ni nadie lo sepa, pero así fue. El hombre es un ser existencial, justamente. Usted podrá decir que a mi vida no le falta nada, con una carrera excepcional, una trayectoria que seguramente quedará en la historia de la sociología y amistades en los ámbitos más renombrados de la sociedad, no solo del Reino Unido, sino del mundo entero. Y tendrá, en esos puntos, toda la razón. Pero pregúntese qué es mi vida más allá de eso. La absoluta nada. Ningún familiar, ninguna esposa, ningún hijo a quién amar. Somos mis estudios y yo. Es patético mi querida Dolores. Y por favor, no crea que no la estimo, pero considere el término familia, su significado y verá la ausencia total del mismo en mi persona. Fue entonces, hace dos años, que en una crisis interior, dominado por el dolor, la soledad y la tristeza, llevé a mi boca el caño de un revolver y gatillé dos veces. Solo había una bala en el tambor, al que había hecho girar antes y la misma no se dignó, en esos primeros dos intentos, a darme el gusto. Un instante de cordura me salvó de la muerte, porque entendí lo que estaba intentando hacer y me asusté, arrojé lejos el arma y rompí a llorar, toda la noche. Y mientras la penumbra me envolvía y el llanto se transformaba en pena, comencé a pensar en la existencia humana, en la existencia en si, en el término vida, en aquel origen latín".
"Lo que a continuación le revelaré, Dolores, es el producto de meses y meses de corroboraciones, de casos estudiados. El margen de error es mínimo. Refutarán lo que le diré en segundos, intentarán destruirlo con los argumentos más diversos, pero creáme mi fiel amiga, que estoy seguro del resultado al cual mis pensamientos y reflexiones me han llevado. Y puedo decirle que jamás estuve tan seguro de algo".
"Le hablaré de la vita, si usted lo quiere, del destino. Me dirá que son cosas dispares, que la vida es una certeza y el destino una conjetura. Le diré que a esta altura de mis estudios, ignoro donde trazar la línea que los distinga. Y de lo que le hablaré es de algo tan simple, tan a la vista por siglos, que me aterra pensar las razones que han motivado que la verdad se mantuviese oculta durante tanto tiempo. Todo se resume en una simple línea horizontal y otra vertical".

II

"El latín estaba compuesto por un alfabeto de veintiún letras. Recién en los primeros siglos de la era que contamos posterior a Cristo, se le sumaron dos más, provenientes de otros alfabetos, que para entonces comenzaban a interactuar en un mundo que se movilizaba. A su vez el latín tenía distintos dialectos y no era el mismo latín que se hablaba en una zona que en otra, en una época y en otra. El latín que hoy se escucha en las iglesias, tampoco es aquel latín, sino un latín reconstituido. Las imprecisiones son las verdaderas estrellas de la historia mi querida Dolores. Quiénes nos embarcamos en los estudios desde el pasado, aprendemos a convivir con ellas, e incluso, a encariñarnos. Entre esas veintiún letras, la v no existía. Aparecería luego en la Romania oriental. La u suplía a la misma. El orden en una línea horizontal, es similar al que conocemos hoy de nuestro alfabeto".
"Ahora bien, tomemos las letras. En primer lugar la v, o bien, la u. Pensemos que vita ya se utilizaba en el latín arcaico. Contamos desde la primer letra hasta llegar a esa. Anotamos veinte. Buscamos la segunda, la i. Contamos, y tenemos siete. Busquemos la t. Nos da diecinueve. Finalmente la a. Aquí solo anotamos uno. Ahora trazamos una línea vertical y otra horizontal que parten de un mismo punto. En la vertical, de arriba hacia abajo colocamos la u, la i, la t y la a. En la horizontal colocamos números desde el cero en adelante, manteniendo siempre una misma relación temporal entre uno y otro. Ahora trazamos desde la u hacia el costado derecho, veinte espacios, completados estos, llevamos el final de la línea hasta abajo y llegando a la altura de la i, dibujamos la línea recta hacia la derecha respetando siete lugares. Continuamos el proceso con la t y finalmente con la a. Veremos en esta última que la línea cae abruptamente".
"Esta ecuación me ha tenido en vilo durante muchos meses. Le he dado vueltas, a sabiendas que aquí estaba la respuesta a mis cavilaciones. Pero algo en mi interior, como sociólogo y filósofo, se oponía tenazmente a aferrarme de las matemáticas para llegar a una conclusión sobre la vida y la muerte, sobre nuestra existencia y el destino. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, las posibilidades de otra explicación iban desapareciendo. No obstante, luché contra esta respuesta matemática, obstinadamente luché, se lo juro querida Dolores. Pero hoy me rindo ante este tétrico rompecabezas matemático, ante esta revelación de la que hasta el momento, le he contado solo la mitad".
"Ese esquema gráfico que nos queda tras seguir los pasos que le enuncié, es imperturbable. Nos indica la extensión promedio de cada etapa de nuestras vidas, la niñez, la adolescencia, la adultez y la vejez. Pero faltaba algo más, sin dudas. Entonces comencé a investigar en forma práctica. Tomé como ejemplares de estudio a mis amigos muertos. Anoté sus fechas de nacimiento, sus nombres y les di valores en esa escala. Bien podría decirle que en todo este tiempo lo que más he hecho además de pensar, es trazar líneas. Primero probé con los nombres completos, pero me di cuenta que incurría en un grave error. En la época en la que el término vita fue concebido, solo el nombre principal era el que importaba. Entonces comprendí también que las fechas que estaba anotando no eran válidas. En aquel entonces no había un antes y un después de Cristo, el calendario gregoriano no estaba en la imaginación de nadie. Estuve a punto de desistir, pero esas noches de resignación fueron las más largas de mi vida y me obligué a proseguir".
"Inventé una fecha al azar, partí de un cero imaginario, intuyendo un tiempo cero, un inicio de la civilización como tal o al menos, una civilización que le importara medir el tiempo, tal como hoy hacemos, casi esclavos del mismo. El tiempo en realidad no existe, es una forma de medición humana. Es decir, siempre creí eso. Pero este enigma matemático me decía lo contrario a cada momento. Qué el tiempo era más que un invento o recurso humano, era algo tangible, una parte necesaria e irremplazable en la ecuación. ¿Pero cómo podía lograr encontrar ese cero imaginario? Si me remontaba en la historia, el latín arcaico data de unos tres mil años, pero los relojes de arena ya lo conocían los antiguos egipcios hace cinco mil años. ¿Debía dudar de la palabra vita? ¿Debía abandonar todo lo que hasta el momento había estudiado? Me dije que no. Deduje que vita era una adaptación matemática de alguna palabra más antigua aún, quizás de un idioma como el sumerio o el tamil. Deduje que la translación al latín había sido por algún tipo de ecuación que la dejó conformada con la u, la i, la t y la a, manteniendo los mismos valores matemáticos que tenía en la otra lengua. En lugar de resignarme, había logrado interesarme más en la búsqueda de la respuesta."
"Coloqué mi cero imaginario unos ocho mil años atrás. Volví entonces a mis dos líneas unidas por el mismo punto de nacimiento. Tracé lo correspondiente a vita, cómo le enseñé hace instantes. Tomé los datos de uno de mis amigos fallecidos y volqué allí su nombre convertido en números según el primer alfabeto latino. Estimé su fecha de nacimiento a partir de mi cero imaginario. Y aquí llega la parte que pude descubrir recientemente. La última pieza del rompecabezas. La forma de descifrar exactamente ese cero imaginario, era con su fecha de fallecimiento. Con ambos datos, logré crear una fórmula que ajusta el punto de partida de cualquier ser en esa línea temporal y me devuelve el número vita".
El número vita es un número único, que solo se logra de restar, sumar, multiplicar y dividir en forma intrincada y astuta, la fecha exacta de nacimiento a partir de mi cero imaginario, los valores fijos de la propia palabra vita y los valores numéricos del nombre de la persona. Y usted aquí me dirá que por ende, este número es imposible de calcular para una persona viva y es aquí que yo le digo que no, que justamente, el número vita nos permite saber la fecha de fallecimiento de cualquier persona antes que esta haga realidad, con tan solo tener las restantes piezas del cuadro".

III

Dolores estaba asustada. El fervor de Sam había ido creciendo a medida que avanzaba en la explicación. Sus ojos parecían desorbitados y la verborragia, poco propia en él, parecía no tener fin. Pero lo que más le aterraba, era la revelación a la cual estaba asistiendo. Sam le estaba diciendo que se podía saber con exactitud la fecha de fallecimiento de una persona. Le estaba aseverando que nuestras vidas tenían un principio y fin ya establecidos. Qué no éramos más que instancias previstas en una línea de extensión infinita. ¿Sam se había vuelto loco? ¿Los dos años de cavilaciones lo habían vuelto demente? Quería sentir pena por Sam, pero no podía, porque en su corazón le creía, por más que su mente se resistiera a la idea de lo que estaba escuchando.
- Me cree loco Dolores, supongo que si - dijo Sam. También creí estar atrapado por la locura en todo este tiempo. Más aún, ahora lo quisiera. Sobretodo ahora que comprendo más de lo que hubiese querido comprender a lo largo de mi vida, quisiera no tener la facultad del raciocinio.
"Esta fórmula lejos está de ser maravillosa y allí la paradoja. Quizá nunca estuvimos ante una fórmula más reveladora, más significativa que la que he descubierto. Pero esta fórmula Dolores, nos condena. A toda la humanidad. Nos muestra tal lo que somos. Reduce nuestra existencia a simples números. Porque esos somos, números de una ecuación universal, previamente contemplados. Esta fórmula arcaica, conocida por antiguas razas inteligentes de nuestro planeta, extintas por el tiempo o el propio conocimiento de su destino, se perdió en la historia probablemente con el fin de no volver a ver la luz jamás."
"Cuando la revelación se haga pública, tendrá distintos efectos. Los científicos y matemáticos la estudiarán, algunos la rechazarán, otros buscarán los argumentos que la invaliden y otros, no lo dudo, terminarán confirmándola. Eso llevará años, pero no es lo que me preocupa. No es lo que ocurra en el terreno científico lo que me aqueja. Es en la gente, en lo que representará en su espíritu el hecho de saber que nuestras vidas no son consecuencias de nuestras acciones, sino designios preestablecidos, que por más que nos esforcemos, no podremos romper. Nacemos y morimos en las fechas que ya están escritas. Qué algún ser, organismo, ente, o la nada misma, ya dibujó hace millones de años y que alguien transmitió a los antiguos o bien, algún antiguo logró develar".
"Qué pasará con las religiones, con las creencias, con los seres de bien. Qué sucederá con quiénes cuidan de su salud, los que obran por los demás. Puedo presentir que sus corazones se romperán, la vida cobrará un nuevo valor, repleta de sinsabor. Y por otro lado, esa información, quién la administrará, quién podrá saber la muerte de los demás, quiénes querrán saber de antemano el día de su fallecimiento o bien, será algo normal en un futuro que al nacer nos coloquen en la partida de nacimiento la fecha de ver la luz e inmediatamente, la de nuestra muerte. Le puedo asegurar Dolores que no es fervor lo que siento por este descubrimiento. Todo lo contrario. Es opresión, es temor, es decepción".
"Se estará preguntando si acaso probé la fórmula conmigo - Dolores asintió con la cabeza, en el más absoluto de los silencios -. Lo hice anoche. Apliqué la fórmula luego de varios días de resistirme y ha sido el resultado lo que ha motivado que saliera corriendo escaleras abajo para hablar con usted. Mi querida Dolores, el día de mi muerte es hoy".


IV

Sam apaciguó el intento de Dolores de levantarse del sillón con un simple movimiento de manos. No muy conforme, la ama de llaves le hizo caso.
- Mi querida - prosiguió Sam - no debe preocuparse por mi salud, porque mi salud está bien. Se que esto la confunde, pero la fórmula funciona bien y su resultado es exacto. Hoy moriré. Usted debe comprender que como hombre de ciencia que soy, me debo a ella. Y por lo tanto, no puedo seguir mis propias motivaciones o apreciaciones sobre la magnitud de lo que he descubierto a lo largo de estos dos años de reflexiones e investigaciones.
"En otras palabras, es mi deber para con la ciencia, con la humanidad y mis colegas, exponer el descubrimiento, con todo lo que ello implique, no tanto para mi persona, que sufrirá sin dudas lo mismo que Charles Darwin tras su Origen de las Especies, sino para la existencia misma. Comprenderá Dolores que hacer público a mis colegas y a la humanidad estos conocimientos será lo mismo que la apertura de una nueva caja de Pandora. Puede que no se expandan todos los males, pero solo uno bastará para motivar la aparición de todos los otros. Temo, y mucho temo, que este conocimiento arrase con la poca buena voluntad, con la casi inexistente paz y con el poco amor que nos queda, como así con la civilización misma, para el inicio de una nueva época de barbarie. Así de grande es mi temor, fiel Dolores".
"Pero cómo le decía, me es imposible, incluso por principios, ocultar esta información. Por eso es necesario Dolores que usted me mate. Se que no podrá hacerlo, como no pude hace dos años, cuando esa decisión me llevó a este descubrimiento. Es que entonces, yo no lo sabía, aún no debía morir. Pero si lo debo hacer hoy, porque así está establecido. Arriba en mi habitación he dejado una carpeta con todos los apuntes. Una vez muerto, puede hacer con ella lo que quiera. Le diría que quemarla es quizás la mejor opción, pero mi consciencia aún está viva y admitir ello de un descubrimiento propio tan grande, es muy triste. Pero lo dejaré a su consideración."
"Usted sabe donde se guarda el revolver en esta casa. Por más que hace dos años no haya notado que un día faltó, ahí ha vuelto a estar desde entonces, con la bala que ha permitido este tiempo adicional de mi vida, sumida ahora en pensamientos confusos, justamente por no haber muerto cuando me lo propuse. Con todo el amor que le tengo y por todo el amor que usted me tiene, mi querida y fiel Dolores, le pido que vaya por ese revolver y termine con mi sufrimiento y de esa forma, evite que motivado por mis afán de hombre de ciencia, vuelque sobre las mentes humanas la reveladora verdad sobre la existencias de sus vidas".
A Dolores, dos lágrimas le surcaban las mejillas. Sam era un hombre sincero, al que respetaba y amaba en silencio. Si la revelación de su intento de suicidio la había golpeado minutos antes, el anuncio de su inminente muerte y el pedido suplicante de que ella lo ejecutara para evitar otros males, le había atravesado el corazón de una forma más letal que una bala, porque una bala la hubiese matado y ella seguía viva, sentada en el sillón, de cara a Sam, llorando sin saber como reaccionar ni que hacer.
Con todo el valor que pudo acopiar, se levantó del sillón. Sam la miraba con ojos repletos de esperanza. La capa de humedad que recubría sus ojos también se había transformado en lágrimas y recorrían ya el sinuoso camino que los años había tejido en su tez.
Dolores fue hasta el cajón inferior del aparador del vestíbulo y tomó el arma de la que le había hablado Sam. Volvió a la sala principal, empuñando el revólver con miedo, la mano temblorosa y el corazón acelerado.
- ¿Qué diré... qué excusas pondré cuando la policía llegue? - preguntó alarmada.
- Dirás que estos dos años habían cambiado mi temperamento. Tendrás muchas personas que asegurarán que en este tiempo cambié y no estarán equivocados. Y dirás, que hoy particularmente estuve con muy mal humor y que intenté apuñalarte, preso en mi demencia. Alcánzame un cuchillo, así podré morir sosteniéndolo y facilitarle la razón de tu disparo a la policía.
Dolores así lo hizo. Lo despidió con un beso. Le acarició el rostro, su barba blanca. Miró esos ojos claros abiertos por última vez. Se tapó el rostro para no llorar desconsoladamente delante de Sam. El le sonrió, comprensivo.
Dio tres pasos atrás, mientras Sam se ponía de pie. "Dispara" le ordenó tranquilamente y ella lo hizo. El estruendo la sobresaltó. La bala atravesó el pecho de Sam y salpicó de sangre la pared que estaba a su espalda. Sam se desplomó sin vida sobre el sillón, aún sosteniendo el cuchillo, como había prometido. Dolores cayó de rodillas y se arrastró hasta el cuerpo inerte de su patrón. Lloró, cómo nunca había llorado.
Pero debía actuar antes que llegase la policía, así que fue hasta el piso superior, tomó la carpeta con los apuntes de Sam y todo su macabro contenido y lo llevó hasta la chimenea, que ya estaba encendida. No quiso mirar las hojas, ni sintió curiosidad por saber la fórmula exacta. Arrojó todo al fuego y observó como las llamas consumían sin saberlo el mayor secreto de la humanidad. El crepitar del fuego la sobrecogió, recordó el cadáver de Sam en la sala principal y no pudo soportar más. Corrió hacia el pasillo, llegó hasta la escalera y la bajó a toda velocidad. Pero ya era tarde, la policía estaba allí, irrumpiendo por la puerta principal, alertada por algún vecino del estruendo de arma de fuego que se había escuchado.
Ya no estaba a tiempo para tomar el revólver, buscar otra bala en el cajón y pegarse un tiro en la sien. Ahora tendría que dar su versión de los hechos, ocuparse del funeral de Sam, llamar a los conocidos, cargar con el sufrimiento, la culpa y la verdad.
Se dijo, antes de recibir las primeras peguntas de parte de los policías, que seguramente su día para morir no era ese. Se preguntó si acaso Sam ya lo sabía. El cuerpo ensangrentado sobre el sofá y la cabeza apoyada grotescamente sobre el respaldo ya no tenían la respuesta.

19 de junio de 2009

Lo maravilloso de las estrellas

Todas las noches salía al patio y se quedaba horas mirando las estrellas. No sabía el nombre de ninguna, pero el espectáculo le resultaba maravilloso. Tanta inmensidad lo hacía sentir más pequeño de lo que realmente era.
Una noche abrió la puerta como todas las noches anteriores y en lugar de estrellas se encontró con un hombre con cara de malo empuñando una pistola que lo hizo entrar de nuevo para luego golpear a su padre, violar a su madre y robarse todo lo que encontró de valor.
Llorando comprendió que lo maravilloso solo podía existir lejos de este planeta.

17 de junio de 2009

La suerte

Lo volvió a mirar por centésima vez y seguía aún sin creerlo. Si, ese era su número. De millones y millones en todo el planeta, salió sorteado su número. Jamás se lo hubiese esperado.
Quería llorar, abrazar a todos sus seres queridos. Quién no lo haría en una situación así. Otra vez miraba la pantalla de su plasma holográfico y negaba con la cabeza, sorprendido, incrédulo, mortalmente asustado.
Y cómo podía estar, sabiendo que la suerte le había jugado en contra y ese 18 de junio de 2025 sería su último día en la Tierra. El maldito plan para reducir la población vigente desde hacía seis meses lo había escogido al azar para morir en la cámara de gas.

15 de junio de 2009

Lo lúdico de Dios

Por cada paso que daba, el oasis se alejaba dos. Sediento, moribundo, débil, ponía la poca fuerza que le quedaba en mover primero su pierna derecha, luego su pierna izquierda. Avanzaba con tanta pena que si alguien lo hubiese observado, habría quedado impactado ante semejante escena.
Los pies estaban en carne viva. El sol convertía el mar de arena en una sola brasa y cada ínfimo grano se transformaba en una daga filosa, impiadosa.
Las pocas luces que aún titilaban en lo alto de su cabeza, apenas si lograban iluminar sus pensamientos. Apenas si abría los ojos, porque hasta el más leve movimiento de los párpados suponía un suplicio indescriptible. La piel había sido calcinada por el sol y los pocos harapos que aún pendían de su cuerpo, parecían fundirse en la carne quemada. Su mente casi ausente, se decía en silencio que era lo mismo que estar vestido de volcán, de magma purulento. Los pensamientos que vagaban entre tinieblas, se deleitaban con la imposible idea de ser abrazados por el diablo y sobrevivir para contarlo. Ese sol era como el diablo. Ese desierto era como el infierno. Y su oasis, con la sombra de las altas palmeras, el agua nunca tan bendita de su pequeño estanque, que en lugar de acercarse, escapaba de su frágil mirada, como huyendo de su persona.
Comprendía sin comprender, porque las ideas eran vagas, como pensadas en una cabeza muy lejana a la suya, en un arrullo imperceptible de dolor y repugnancia, el sufrimiento de un drogadicto necesitado de su picadura o su raya blanca; la desesperación de un fumador, separado de su atado o escaso de encendedor; la opresión de un reo, privado de sus sueños y anclado a la ausencia de libertad.
Y en ese ir y venir de ideas, de pensamientos fugaces sin sentido, de dolor ante el roce de la arena con la carne viva, el triste avanzar de una pierna a un ritmo de muerte, de calamitosa fatalidad, comprendió también el juego, la parte lúdica del asunto, la diversión que otrora niño, le gustase tanto, de sacarle el queso al ratón, de quitarle el hueso al perro, de ofrecerle caramelo a otro niño para luego no darle... ese parte lúdica y sádica al mismo tiempo que todo llevamos impregnada en el alma, siempre impura, viciada, detestable, como la de cualquier humano. Esa parte que como seres creados a imagen y semejanza, también poseemos.
Fue la comprensión lo que motivó que cayera de rodillas, resignado, ya sin lágrimas por derramar. Sintió el ardor trepar por sus piernas y avanzar hasta el pecho. El calor inmundo arrasando lo último de su ser. Y sus ojos, cerrándose por última vez queriendo llevarse otra imagen y no esa que pergeñó en su mente, la del Dios en el que siempre creyó tomando con sus manos el oasis y colocándolo cada vez más lejos mientras reía a carcajadas, divirtiéndose como el rey que era, observando a una de sus criaturas sufrir tanto por nada.

12 de junio de 2009

El sueño latente

Soñaba con lo mismo desde el verano. En el sueño, las imágenes parecían reales, los sonidos estremecían y hasta podía jurar que la sensación de tacto era real. Incluso al despertar, en cada oportunidad, aún le dolía el pecho abierto del hachazo que alguien le propinaba en la oscuridad. Con esa última escena, abría los ojos a la otra oscuridad, la de su cuarto.
La penumbra lo envolvía en una seguridad irracional. Allí, creía, nadie por tocarlo. La puerta de la habitación estaba entreabierta y algo de claridad que provenía del pasillo se inmiscuía huidiza, pero no lograba quebrar la densa atmósfera.
No había sonidos más que los que llegaban desde fuera de la casa. Un ladrido lejano, grillos cantando, el paso veloz de algún automóvil. Permaneció con los ojos abiertos varios minutos, prestando atención a sus sentidos, jugando con la vista que se iba adaptando a la oscuridad y de a poco comenzaba a detectar los contornos de los armarios, los dos cuadros de la pared, el ventilador de techo... y si, también la imagen que siempre emergía delante de sus ojos tarde o temprano, detrás de la puerta entreabierta.
Esa imagen que le provocaba pánico desde que empezó el sueño y a la que aún no le encontraba explicación. Era la silueta perfecta de un leñador, enorme, musculoso, de cabeza acorde a su cuerpo y que en sus manos blandía el hacha de su pesadilla.
Entonces, cerraba fuertemente los ojos, se tapaba por completo la cabeza y le daba la espalda a esa figura y rezando el padre nuestro y el ave maría, se obligaba a volver al sueño.
Sabía que tarde o temprano, sentiría al fin el hachazo en el aire y el impacto mortal con el que tanto había soñado. Mientras tanto, volvía al mundo de los sueños, donde ya por esa noche, su asesino no se presentaría de nuevo.

8 de junio de 2009

Verdades sobre la noche

Sabía que caminar de noche por el camino lindante a la costa del río era peligroso. Cuántas veces se lo habían repetido desde que tenía noción de las cosas y sabía que el vino era para los adultos, igual que las armas y los insultos.
Pero ya era hora que todos supieran de una buena vez que había crecido, que podían dejarlo hacer y deshacer a su antojo. Qué ya era adulto, que si quería tomaba, y si tenía problemas, podía defenderse con su navaja, la que llevaba siempre consigo.
Sin embargo no había una sola vez que no saliera de su casa que su madre no le repitiera lo mismo, que la oscuridad, que los locos que andan por ahí, que cuidado con la gente... todos, absolutamente todos podían perderse en el infierno. ¿Hasta que edad le iban a decir lo mismo una y mil veces?
Y quizá por esa razón, desde hacía algunas noches, en lugar de regresar a su casa por las seguras calles iluminadas que habitualmente recorría, lo hacía por el camino cercano al río.
Era cierto, las lámparas de la zona si no estaban rotas a pedradas, ya no encendían debido a la falta de mantenimiento por parte de los empleados de la municipalidad, o del puerto, dato que no sabía y tampoco le importaba. Al este podía divisar la oscura superficie del río, apenas ondulante bajo el reflejo de la luna. El sonido procedente desde esa dirección, transmitía tranquilidad. El aire fresco le daba a todo un cuadro subrrealista, una imagen inacabada de la perfección. Manchones negros, casi sólidos, del otro lado del río, delataban las islas, ahora ocultas por la noche y la distancia.
Su madre le pedía prudencia, pero el sabía cuidarse solo. Además, la prudencia no era amiga de semejantes paisajes. Y de alguna manera, debía alimentar su alma belicosa, saciar los deseos que latían a flor de piel durante la agonizante luz del día.
El camino lindante al río, en horario nocturno, era propicioso para todo ello. Porque inspiraba terror; el terror que la gente misma le daba, hablando de miedos, de peligros, de cosas horribles que podían pasarte. Y en realidad, estaba la noche y la luna, el río y sus islas. Y uno. Uno con sus cavilaciones, sus deseos impronunciables, los debates internos, el dolor interminable.
Y entonces, desde algunas noches, sentía que el camino lo había llamado, clamado por su servicios. Primero, al notar la belleza por años ignorada, comprendió que no había horror alguno allí. Segundo, supo que si eso llegaba a saberse, se perdería la paz. Supo entonces la razón por la cual había acudido. El camino lo necesitaba. Temía ser descubierto.
Ruido de pasos lo sacaron de la meditación. Desvió la hipnotizada mirada del río y divisó a unos cincuenta metros una figura que se aproximaba. Metió las manos en los bolsillos y se puso a caminar en aquella dirección. En algún punto confluirían. ¿Sería un loco de los que hablaba su madre? ¿Un vagabundo en busca de refugio? ¿Una hermosa joven con plan de encontrarse con algún amor furtivo?
Los dos seres avanzaron hasta llegar a un punto medio. Y allí, vió a la otra persona. Quizá tendría su misma edad, quizá no. No se detuvo en detalles. Sacó las manos de los bolsillos y con la navaja que siempre llevaba encima, le cortó la yugular. La sangre saplicó los adoquines de la calle y la tierra del camino. El cuerpo del joven herido se desplomó sin gracia alguna, para quedar inerte en el suelo.
Lo arrastró hasta el río, con bastante esfuerzo. Buscó piedras en los alrededores y con ellas rellenó las ropas del cadáver, luego, lo arrojó al agua. El sonido del cuerpo al hundirse llegó a sus oídos y fue como una dulce melodía. Limpió su navaja y la volvió a guardar. Volvió al camino y otra vez estaba desierto. Tardarían en encontrar al muchacho y cuando lo hicieran, habría una nueva historia de terror para contar en la ciudad. Y sin dudas escucharía las advertencias de su madre, ahora impregnadas de sangre fresca.
Le daría lo mismo. Desde algunas noches sabía la verdad. El camino era inofensivo. Y él, era su guardián.

5 de junio de 2009

No era a él a quién buscaba

Sintió su presencia antes de verlo. Cuando giró su cabeza, ya estaba ahí, en el alféizar de la ventana. El cuervo se había parado en sus dos patas, mirándolo fijo, Su porte sereno, noctámbulo y macabro, lo hacía especial bajo aquella luna resplandeciente a lo lejos.
No era el cuervo de Poe, que le traía recuerdos de una pena anterior para que nunca olvidara el pasado, ni tampoco el cuervo de O'Barr, sediento de sangre y venganza, que venia a buscarlo por alguna atrocidad acometida en su contra.
El cuervo lo observó fijamente durante algunos segundos, tras lo cual, plegó sus alas del demonio, oscuras como la muerte misma, y elevó su vuelo para perderse en la letanía de la noche.
No era a él a quién buscaba, pensó y sin distraerse un segundo más, volvió a lo suyo. Primero la maniató bien, para que no volviera a escaparse y luego la azotó con dureza, cuidando de no salpicar sangre en sus ropas que luego pudieran delatarlo.

3 de junio de 2009

El escritor que se creyó prolífico

Anastasio Noriega hubiese sido un gran escritor si pudiese haber evitado ese episodio tan dramático cuando niño, en el que estando de visita con su madre en un museo de arte de la Capital, se le vino encima una réplica del David de Miguel Angel.
El accidente le costó varios puntos de sutura, innumerables estudios y un problema de memoria sumamente curioso y sin remedio alguno, según sentenciaron los especialistas que lo vieron entonces y todos aquellos que a lo largo de los años siguió visitando.
De pequeño en el colegio, sus maestros lo felicitaban muy seguido por la soltura y belleza de sus escritos, claro que se tornaban muy repetitivos. El problema no radicaba en falta de imaginación, sino que no recordaba lo que antes había escrito y volvía a la carga con lo mismo, o bien, situaciones que apenas se diferenciaban con otras de anteriores relatos, por mínimas diferencias.
Con el pasar del tiempo, siguió sin saberlo, repitiendo el mismo relato, aunque las experiencias de vida lo llevaban a aumentar el volumen de lo escrito y a agregarle, en cada oportunidad nuevos hechos al texto, aunque siempre la trama tomaba el mismo rumbo y el final conocido (por su círculo de amigos) irremediablemente se hacía presente en las páginas decisivas.
Por más que se lo dijeran, Anastasio olvidaba las advertencias y no paraba de escribir hasta acabarlo. Si bien siempre creyó haber publicado treinta y dos novelas, dado que sus amigos de siempre se habían hecho cargo (debido a los problemas que originaba su problema de memoria) de sus negocios, en realidad escribió solo una, aunque con treinta y ún reediciones, contando cada una de ellas con agregados distintos al anterior.
No obstante, su libro, era una maravilla literaria, en la que el desengaño y la pasión iban de la mano, hasta el instante final, donde una sospecha que se infiltraba en la trama desde un principio se volvía realidad y un asesinato remediaba todo, con la muerte de uno de los tres protagonistas principales.
A lo largo de los sesenta años que vivió, Anastasio mató a su personaje en más de doscientos relatos cortos, cincuenta poesías y cinco ensayos, contando además la brillante novela y sus reediciones. Murió creyéndose prolífico, pero tan solo publicó esa única novela y una versión de la misma como cuento corto y otra, como poema. Jamás lo supo. Y si acaso alguien se lo hizo notar, lo olvidó así sin más.
En su epitafio, sus amigos grabaron: Siempre te recordaremos, nosotros y también David, ese ser imaginario que tantas veces mataste en tu venganza inconsciente, pero que con tu muerte, dejará de morir.

1 de junio de 2009

El Ladrón de Sueños

De noche es invisible,
silencioso y rufián
no gusta de lo inservible
sino de lo fresco como el pan.

Se lleva lo que está a mano
sin que nadie vea su andar
No roba a cualquier humano
solo al que se ha puesto a soñar.

Es el Ladrón de Sueños
el caminante de la noche
marcha con señal de seño
siempre a pie, jamás en coche

Aún así, se jacta de ser veloz
y es verdad, nadie lo puede ver
y aunque lleva una enorme hoz
pasa a tu lado sin necesidad de correr

Y cuando los sueños son de día
y con su deber ha de cumplir
escapa del sol con picardía
engañando a las sombras sin mentir

Aquellos que son de hablar
dicen que su rostro es todo palidez
y que si te atreves a mirar
seguro serás tú el que termine con lividez

Pero son todas habladurías
sin ninguna certeza
puedes si quieres alegar brujerías
o historias inventadas con pereza

Hay quienes temen su presencia
en las noches oscuras y y sueño lerdo
debido que al despertar han notado la ausencia
de imágenes y recuerdos

Y otros que ignoran su existencia
Algunos adrede, otros por no saber
Es que el miedo de tal eminencia
ha obligado su historia por años esconder

Si me preguntan, les dire que si
que por mi parte creo
es que no puedo ocultar sin decir
que todas las noches lo veo

Si ya se, he dicho antes lo contrario
sobre su presencia fantasmal
pero es que a mi, su andar diario,
debo admitir, es de lo más normal

Lustro cada anochecer su hoz
con la que saldrá al caer la luna
Siguiéndolo de cerca para aprender del Dios
como robar sueños incluso en una cuna

Soy su ayudante sigiloso
el que vela por sus sueños
cuidándolo del día brumoso
y sirviéndolo como mi dueño

Y te advierto ahora, desde este umbral
cuando el Ladrón de Sueños entre a tu habitación
no serás capaz de poder escapar del mal
y evitar que se lleven el fruto de tu imaginación

Mi amo alimenta así sus pesadillas
con tus sueños frescos y deliciosos
entrando de noche a hurtadillas
a tu cuarto oscuro y silencioso.

Y si despiertas extraño, sintiéndote vacío
recuerda que alguien durante la luna te ha visitado
quizás sientas también miedo y algo de frío
Pero no podrás hacer nada, él volverá aunque pongas candado

Es el Ladrón de Sueños, es el amigo del diablo
Es a quién debes culpar cuando un sueño se te ha ido
Es a quién debes temer cuando despiertas sin vocablo
Es a quién debes rezar para que te deje tranquilo