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30 de mayo de 2012

El amor es cosa de todos los días

Se lo veía subir la cuadra siempre con esa sonrisa a flor de piel, saludando con amabilidad, predispuesto al abrazo, al apretón de manos.
Algunos días se detenía en la bombonería y elegía los rellenos de dulce de leche "porque son los que a ella le gustan".
Otras veces, hurgaba entre las baratijas de la bijouterie, porque "ella es coqueta y con un par de aros o un anillo, quedo bien".
Y no faltaba día en la semana que detuviera su andar frente a la florería. Un ramo de rosas, otro de fresias, o bien, algún helecho de hojas enormes y dentadas. En realidad "le gustan todas, por eso me cuesta tanto decidirme".
Pero también podían ser libros, perfumes, prendas de vestir, incluso lencería. El hombre se paseaba todos los días por el barrio y le compraba algo a su amada.
Y la razón era simple, no se cansaba de repetir su consigna, su postura en la vida, la bandera que enarbolaba con orgullo y alegría: "El amor es cosa de todos los días".
Vaya si todos fuésemos así, que bello mundo tendríamos.
El hombre desaparecía de nuestra vista cada mañana, tras doblar en la esquina. Se iba feliz, radiante, con esa energía que contagiaba a todos. Y de esa forma, y sin darnos cuenta, olvidábamos que se dirigía al cementerio a visitar a su mujer, a ese amor único, que como todo amor, es irremplazable.

27 de mayo de 2012

Derrotero de un mentiroso

Le mentí, padre, le mentí. Lo hice porque temí que me dejara y que en la soledad, me tragara el olvido. Soy culpable, lo reconozco. Mentí para sobrevivir, para seguir respirando. Pero terminé lastimándonos a los dos. Ahora lo sé, ahora que es tarde.
Escuche las campanas padre, escúchelas. Redoblan por ella, en mi mente, a cada instante, eternamente. No hay lugar donde vaya, donde pueda ocultarme, que no me persigan. Y está bien, es justo. Al fin y al cabo, le mentí.
¿A qué he venido, me pregunta? Aún lo ignoro, quizá pretendo que me diga que no había otro camino así mi corazón encuentra el sosiego, así mi mente al fin reposa en calma. Sin embargo no lo hará, usted no me mentirá. No puede hacerlo y si pudiera, no lo haría. Porque faltar a la verdad solo lo hacen los cobardes.
Míreme, parezco un desvalido. Voy solitario, un bandoneón de penas. Ni siquiera puedo caminar erguido. Deseo ocultar mi rostro, padre, que nadie lo vea. Siento vergüenza, no de mis lágrimas, sino de mis actos. Es tan triste vivir así. Arrastrando las penas, penando la vida.
Las horas por delante serán mi penitencia. El pasado, la condena. Y todo por mentirle, por miedo a lo que ahora soy, a este descalabro de persona, a este desolado presente que se ríe en mis entrañas, mientras me desarmo como un rompecabezas que ha perdido la mayor parte de sus piezas en manos de la verdad, entonces ausente, hoy juez y verdugo.

24 de mayo de 2012

Adune

Warren me miró a mi y yo lo miré a Warren. El tenía algo que yo no. Ese conocimiento era la diferencia entre la vida y la muerte. Corrió hacia la puerta y digitó la clave.

Dos días antes habíamos coincidido en el ascensor de Industrias Xexeryx. Nos conocíamos poco. Warren trabajaba en Control de Calidad y mi puesto pertenecía a Investigación y Recursos. Algunas veces nos veíamos en el comedor o en el estacionamiento, mientras el buscaba su Audi y yo iba por mi Corvette.
En la intimidad del ascensor me habló por lo bajo, como percibiendo que alguien podía escucharlo desde la cámara de seguridad.
- Conozco el proyecto Adune - fue su breve declaración. Suficiente para que mi vista se desplazara del pálido piso a su rostro impávido. Me quedé mirándolo, como queriendo informarle con el gesto que aquello no me preocupaba, pero no era cierto.
De todas formas, desvié la mirada y me concentré en el tablero del ascensor. A punto estuve de detenerlo y preguntarle de donde había sacado la información, pero logré contenerme. De todas maneras, volvió a romper el silencio y mi paciencia.
- También sé muy bien que vale millones. Muchos millones - remarcó.
Golpeé con el puño el interruptor rojo y el ascensor se frenó bruscamente, mientras mi cuerpo se arrojaba encima del de Warren, que solo había atinado, sorprendido, a refugiarse apoyando la espalda sobre la puerta de metal.
Lo tomé del cuello de la camisa y debió haber visto mis ojos encendidos, porque noté el miedo en los suyos. Apreté mi puño con bronca, frunciéndole la tela. Sentí como intentaba tragar saliva, ya sin el semblante seguro y sereno que portaba un minuto antes.
Arremetí con preguntas:
- ¿Qué carajo sabés? ¿Y cómo carajo sabés? Ahora hablá ¿Me vas a chantajear o qué?
Revoleó la mirada hacia arriba, esperanzado que alguien de seguridad lo observara a través de la cámara, pero al mismo tiempo supo que si alguien iba a su rescate, no llegaría a tiempo. Lo golpeé en la boca del estómago y se retorció sobre las rodillas.
- Dale, contame o te sigo pegando ¿Quién te mandó? ¿Qué querés?
Warren sabía que estaba jugado, que se había metido en una situación que iba más allá de la rutina diaria de controles diarios y planillas para rellenar. Pero no se acobardó, muy por el contrario, soltó sus pretensiones.
- Quiero la mitad. Y la promesa que nadie me va a seguir. A cambio tienen mi silencio absoluto. Pueden quedarse con la patente, el secreto y lo que se les antoje.
No podía estar seguro que supiera todo, pero tampoco podía salir del asombro de haber escuchado "Adune" de su boca. De alguna forma había hurgado en los archivos clasificados y sabía de la existencia del proyecto. Eso solo significaba un descalabro de dimensiones que poco podía calcular en esas circunstancias. 
- Conozco los montos - dijo mirándome a los ojos, ya sin el miedo de segundos antes - Conozco como lo llevarán a cabo y el plan para quedar bien parados. Sé cuales son los países detrás del plan, como también cada uno de las regiones del planeta que se verán afectadas.
Eran muchas precisiones, demasiadas. Activé el ascensor y pulsé con bronca el piso trece. El de mayor seguridad, al que solo accedíamos los que estábamos involucrados. No había guardias, no era necesario. Se entraba como en cualquier otro piso, pero no se salía sin la clave, que cambiaba a diario. Y digitarla mal equivalía a recibir una descargar de trecientos ochenta voltios.
Lo empujé hacia el pasillo. Su cuerpo se desparramó cuán largo era. Me acerqué sin prisa y lo ayudé a ponerse de pie, para luego empujarlo contra una de las paredes. Rebotó y volvió a caer al suelo. El muy maldito apenas si se quejaba. Había calculado todo, sabía que no teníamos opciones. O lo eliminábamos del camino o lo hacíamos partícipes.
- ¿Estás trasmitiendo, cierto? - le pregunté.
- Si - respondió entre jadeos - Todo lo que hemos hablado se ha ido grabando en forma remota. Alguien está guardando esta charla y si algo me pasa, lo dará a conocer. Tengo papeles también. Muchos papeles.
Supe que estaba mintiendo. No había forma de transmitir hacia el exterior sin que pasase por nuestros equipos filtradores de comunicación. Cada conversación de celular, cada mensaje de texto, cada bit enviado por una computadora, era interceptado y chequeado. La sola pronunciación de la palabra "Adune" reducía la transmisión a cenizas. Bien podría creer que estaba transmitiendo, pero no lo estaba haciendo. No tenía forma de hacerlo y quizá lo ignoraba.
En cuanto a los papeles, era imposible. Todo estaba en soporte digital, imposible de ser impreso por la programación en cinco dimensiones en la que se encontraba. Podía haberse filtrado en los servidores y haber visto, pero no pasaba de eso. Sabía lo que se tramaba, pero había elaborado su propia jaula.
- Bien - le dije - Entonces no hay formar de ganar. Vayamos al vigésimo piso y arreglemos esto por las buenas. 
Me adelanté, pero Warren se puso de pie y tomándome de un hombro me arrojó hacia atrás.
- También sé lo que es este piso y lo que supone que digites primero. Quedaré atrapado aquí adentro ¿verdad? - sonrió burlonamente, había pensado en todo, sin dudas.
Entonces Warren me miró y yo lo miré a él. El tenía algo que yo no y ese conocimiento era la diferencia entre la vida y la muerte. Corrió hacia la puerta y digitó la clave.
Murió al instante. Poseía el dato inválido. En mi mente estaba la contraseña correcta. El pobre Warren tenía quizá la del día anterior, o más vieja aún. Un detalle fatal.
Adune seguía a salvo.

21 de mayo de 2012

La oportunidad de Gustavito

Las tribunas llenas, las pulsaciones al máximo por la definición del torneo, en el banco después de ocho meses de rehabilitación y por si fuera poco, se lesionó Ávila.
Manzoti, el técnico, se puso de pie y se tomó la cabeza ni bien lo vio caer. En realidad todos dimos un brinco. Ávila había intentado la más dificil y en lugar de cambiarla toda para el carril del ocho, quiso hacer la individual y entre el lateral izquierdo y el segundo central lo cortaron abajo, con extrema fiereza. La pierna zurda de Ávila se dobló como una papa frita, lo suficiente como para que entendiéramos a la distancia que algo se había roto y que el partido había terminado para el.
Pensé que lo metía a Fiorucci, más que nada por lo jodida que estaba la mano, con un empate que nos relegaba el título por diferencia de gol, diez minutos por jugar y un rival que nos comía el mediocampo sin despeinarse. Pero en lugar de llamar al aguerrido volante central, que había perdido la titularidad debido a las tres expulsiones que había sumado en los primeros siete partidos, Manzoti me miró a mí.
- Gustavito ¿estás para entrar? - me soltó, con una pregunta que no era tal, porque ya lo tenía todo en la cabeza.
En cualquier otra oportunidad hubiese estado feliz de la vida, pero esa noche era distinta y por muchos motivos. Por primera vez en el año entraba a la cancha con el equipo titular porque el año pasado me rompí los ligamentos cruzados y hasta se temió por mi continuidad en el fútbol, pero la luché y con paciencia, me fui recuperando. Pero no jugaba oficialmente desde hacía ocho meses y recién hacía dos semanas que había comenzado a hacer fútbol en la semana. El técnico me había puesto en el banco porque era el último partido del torneo, quizá pensando en la posibilidad de meterme unos pocos minutos para el aplauso general. Sin embargo ni el público estaba con ánimo de aplaudir a nadie, ni yo preparado para una parada tan brava, después de tanto tiempo y falto de juego.
Es que todo aquello fue muy duro. Pienso en eso como "todo aquello" porque hablar del partido en el que me lesioné me pone mal. Habíamos tenido una campaña desigual, pero levantamos en la segunda mitad y no es por agrandado ni nada, pero gran parte de esa remontada se debió a que el técnico empezó a confiar en mí. La venía rompiendo en la reserva y no exagero. Si incluso desde el diario local metían presión para que me llevaran aunque sea al banco. Una tarde Manzoti se me acercó y me dijo "el domingo no jugás en la reserva, vas conmigo, contra Ferroviario y vas de titular, así que preparate". Mierda que me preparé, no dormí durante tres noches. Ganamos cinco a cero y metí tres. En mi debut.
El día que me lesioné jugábamos para alcanzar el cuarto puesto y acceder a la liguilla por el título. Veníamos con una racha de diez partidos sin perder y llevabámos convertidos en ese lapso más de veinte goles. Quince de mi cosecha personal. En la semana se había corrido el rumor que iba a estar gente de Ñuls mirando el partido, porque me querían llevar para Rosario. Pero se dio un partido raro. Sabíamos que Atlético iba a defender su lugar en la liguilla con los dientes apretados, pero nos sorprendieron en el primer ataque y quedaron mano a mano con Uliandre, nuestro arquero en ese partido, que no tuvo otra que cometer penal. Expulsión, gol y remar de atrás.
Nos volvimos locos, no supimos cómo resolverlo. Con uno menos dejamos huecos en todas partes y de contra en menos de media hora nos convirtieron dos más. Intenté ponerme el equipo al hombro, pero no nos salía una. Y como si aquello no bastase, cuando fui a disputar una pelota abajo con el cinco de ellos chocamos y me quedé clavado ahí, con un dolor de la puta madre. Pensé que se me había salido la rodilla. Literalmente. Recuerdo que me revolqué del dolor y miré alrededor para ver dónde había quedado.
Me enteré más tarde, mientras aún intentaban calmarme, que nos comimos seis goles. Con un solo partido por delante en el campeonato, habíamos quedado sentenciados, sin posibilidades de nada. Pero además de las caras tristes, empecé a darme cuenta que me miraban con preocupación y hablaban de llevarme para unos estudios, porque la lesión parecía grave.
A partir de ahí comenzó el calvario. Los estudios, los informes preliminares, la confirmación de la lesión, la operación y una rehabilitación eterna, y entre tanto los que me advertían que no me preocupara si no podía volver a jugar, que siempre iba a haber algo en el club para mi o que podía aprovechar que era joven para terminar la secundaria y empezar algún estudio.
- Mirá pibe, si le ponés ganas, salís adelante. La lesión es jodida, pero acordate que el fútbol da revancha. Mientras esté al frente del equipo, vos vas a estar en mis planes. Así que dale, ponete las pilas con todo - me dijo después de la operación Manzoti.
Se lo agradecí, por supuesto. Y debo reconocer que en momentos de incertidumbre, fueron sus palabras las que me empujaron a no bajar los brazos. Es que estos ocho meses no fueron fáciles, no señor. Costó mucho sacrificio y había días es los que me detenía en medio de la sesión de rehabilitación solo para preguntarme si todo aquello valía la pena. ¿Y si no me recuperaba? ¿Y si quedaban secuelas? Ponete las pilas, me repetía dentro de la cabeza Manzoti y entonces acallaba los interogantes y volvía a la rutina que me daba el kinesiólogo.
Y hace una semana, como aquella tarde del año pasado, se me acercó el técnico y mientras elongaba, me dijo algo que casi me hace llorar de la emoción.
- Pibe, estuve yendo estos dos meses a misa exclusivamente para pedir por tu recuperación, para poder tenerte aunque sea en el último partido. Y sabés algo, te veo bien. ¿Te ves en el banco este domingo? Porque yo si te veo. Así que preparate, que damos la vuelta olímpica con algunos minutos tuyos en cancha.
Después de tanto tiempo cerraba los ojos y me volvía a ver con la camiseta, con la gente alentando alrededor, con la ilusión de un título. No pensé que pudiera darse, la recuperación había sido lenta, el tiempo que llevaba practicando otra vez era escaso, pero a pesar de todo ello, Manzoti se la había jugado. Como aquella vez que se atrevió a hacerme debutar sin siquiera hacerme pisar previamente el banco en Primera. Ahora me llevaba a la fiesta.
Pero algo había fallado en los cálculos. No había nada aún para festejar. Los de Urrutia habían salido a la cancha con la intención absoluta de no dejarnos celebrar. Y lo estaban logrando. Con Ávila afuera, el refuerzo de categoría que habíamos traído para este campeonato, nuestras chances eran escasas. Ese pensamiento nos recorrió la piel ni bien lo vimos tomarse la pierna tras la fuerte falta a la que lo habían sometido.
Y entonces, de la nada, me miró y me preguntó si estaba para entrar. Quería advertirle que hacía ocho meses que no jugaba, que lo más prudente sería esperar porque la mano estaba brava y quizá no estuviera a la altura del partido, pero no dije ni mú. Me levanté con temor y me saqué la campera. Las piernas parecían pesarme dos toneladas, pero me moví en el lugar, para que entraran en calor.
Vi pasar a mi lado la camilla con Ávila encima, haciendo gestos de dolor y mis recuerdos se dispararon a la misma escena, pero con los camilleros cargándome, ocho meses atrás. Manzoti me sacó del pasado, aferrándome de un brazo y apartándome del banco de suplentes.
- Gustavito, pedí la pelota, movete, no dejés que te tomen la marca, fijate que los centrales son lentos, ganales la espalda como vos sabés. Entrá sin miedo, que volvés y nos llevás a la gloria. Vamos Gustavito, es tu partido.
Lo miré de reojo a Fiorucci que masticaba bronca en el banco. Con seguridad también pensaba que era él quién debía entrar. Observé la tribuna, al borde del infarto, pendiente del reloj y luego me acerqué a la línea de cal. El juez de línea estaba allí, esperándome.
- ¿Número? - me preguntó.
No tenía la menor idea. En realidad si, pero lo había olvidado. La cabeza me iba a mil, podía ver el semblante preocupado de mis compañeros en la cancha, algunos pateando el césped de bronca, otros lamentándose por anticipado. Me giré para que lo viera. En voz alta dijo "dieciseis" y allí lo recordé. Salvo el primer partido que había utilizado la nueve, siempre había jugado con la diez. El árbitro movió las manos indicándome que entrara. Y eso hice.
Fui al trote hasta el área, mientras Pereyra seguía discutiendo con un rival el lugar exacto donde cobrar la falta. Quedaban nueve minutos y si no metíamos un tanto, nos ganaban el campeonato por diferencia de gol. Lo sabía cada hincha, lo sabía cada jugador y la sensación era la misma que sentir un cuchillo clavándose en el estómago, que con cada minuto, se introducía más y más.
Me moví en el área de un lado a otro, acercándome primero al arquero, luego al primer palo, para finalmente girar y quedar cerca del punto de penal. No miré a quiénes me marcaban, solo me preocupé por no quedarme quieto. Cuando el árbitro hizo sonar el silbato dando la orden de ejecución un defensor me tenía agarrado del brazo. Vi la pelota venir hacia el centro del área grande y a pesar de estar sujetado le saqué un cuerpo de distancia al defensa.. No tenía tiempo para bajarla y estaba de espalda para cabecear. Hice lo que marcaba la lógica de todo delantero. Tiré la chilena. La tiré con la marca encima, con la rehabilitación en contra, con el título a punto de irse por el desagüe. E impacté de lleno, tras sentir el balón calzar justo sobre el botín mientras mi cuerpo se arqueaba en el aire cuál acróbata.
Luego escuché el sonido, al tiempo que caía sobre el césped. Ese sonido funesto del metal que reverbera, que queda vibrando, que estoicamente resiste la celebración, que pone límites entre el abrazo y la desazón, entre la algarabía y la desolación. Ese sonido propio del travesaño, convertido en estaca clavándose en el corazón.
Quedé tendido un par de segundos, observando como la pelota se iba hacia fuera del área grande, la tomaba el siete de ellos y metía un pelotazo terrible para la contra. Me incorporé en el preciso instante que la tomaba el nueve lanzado como un cohete, superando al nuestro último hombre. A lo lejos, muy a lo lejos, fui testigo de la definición sutil de aquel delantero cuyo apellido desconocía, que enviaba el balón, el mismo que antes mi pie derecho había impactado con destino de gloria, por sobre el inútil esfuerzo de Fernández, nuestro arquero, transformándolo en nuestro infierno, en un nuevo infierno.
Lo miré a Manzoti, pero él ya no estaba de pie. Se había desplomado sobre el banco de suplentes, al lado de Fiorucci. Y entonces supe que ya no había chances, que no importaba los minutos que faltaran. Hay destinos que están escritos de antemano. El mío era uno de ellos. Escrito en tiza que borra el viento y con letras enormes que muestran una sola palabra: fracaso.

18 de mayo de 2012

Inocente

Entré en una librería, cuando para mi sorpresa me topé con mi fotografía en la tapa de un libro. Me precipité a tomarlo entre mis manos y leí el título. Letras gigantes impresas en blanco sentenciaban: “Inocente”. Busqué en la contratapa y descubrí un nombre desconocido, un pequeño resumen de la historia y la promesa de “la mejor historia de ficción de los últimos años”. 
Corrí en busca de un vendedor y le pregunté que hacía mi imagen allí. El joven no supo que decirme, aunque se mostró igual de sorprendido. Consultó a su jefe y tampoco hubo respuesta. Me dieron el número de la editorial, pero en vano traté de comunicarme. No contestaba nadie. Esa misma noche leí el libro. 
Me esperaba aquello. El libro era sobre mi vida. Dudé entonces si mi existencia había comenzado treinta y cinco años atrás o solo era producto de la imaginación de un escritor. Comencé a temblar. Desperté en medio de la noche, conciente que todo aquello había sido una pesadilla. Ya no podía dormirme. 
Me dirigí a mi sala de trabajo y encendí la computadora. Busqué entre mis archivos la novela que había comenzado la semana anterior y me puse a escribir. Noté entonces que el nombre del escritor del libro de mi pesadilla llevaba el mismo nombre que mi personaje. Sentí otra vez un temblor. Ahora si que estaba confundido. ¿Quién de los dos escribía a quién?

15 de mayo de 2012

Lo que son las cosas

Julián lo miró entrecerrando los ojos, escudriñando si realmente lo que estaba oyendo procedía de la boca de Esteban o si lo estaba soñando.
- ¿Qué? - preguntó al cabo de unos segundos, incrédulo de sus oídos.
- Dale salamín, me vas a decir que no tengo razón. Que si yo no venía ayer al bar y te pagaba el café, vos te gastabas esos últimos quince pesos que te quedaban en el bolsillo y a la salida, ni pasabas por la quiniela.
- Me querés decir que ahora la suerte por haber pegado el número a primera es mérito tuyo.
- Bueee... no digo merito Julián, pero que yo fui el aleteo de la mariposa que originó el caos alrededor tuyo, eso no me lo quita nadie.
- ¿De qué mierda hablás Esteban? ¿Dónde una mariposa?
- No boludo ¿no sabés la de la mariposa esa que revolea las alas en Japón y...?
- Pero que carajo me importa una mariposa en Saigón...
- Japón.
- Saigón, Japón, Chinchón, es todo lo mismo, no me rompás las pelotas. Y menos me vengas a decir que una parte del dinero tiene que ir para tu bolsillo. Hubieses jugado vos el número.
- Que vivo, si lo hubiese jugado no estaría acá.
- ¿Yo vivo? Vos, que ahora que ligué de arriba querés abrocharme.
- A ver... repasemos los hechos. Ayer. Por alguna razón me desperté tarde de la siesta. No iba a venir para acá, te juro que no. Si era más temprano si, pero ya a las seis de la tarde, cómo que no daba. Pero mirá como son las cosas, que voy caminando a cinco cuadras de acá y de repente, el estómago. Retorcijón de aquellos y empiezo a transpirar. Entonces me pregunto, mentalmente viste, si vuelvo a casa que son casi veinte minutos a pie o hago un desvío hasta el bar y cago tranquilo, con riesgo a no aguantar.
- Y viniste acá.
- No, eso no es lo importante; lo que son las cosas, fijate. Me encuentro con el Chino y viste como es el Chino. Largo como esperanza de pobre. Y no me soltaba más. Entonces recordé que el perejil me debía trienta mangos. No me acuerdo para que boludez me los pidió. Pero se los reclamé. No tuvo más remedio que volver al estudio y entregarme el dinero. Así que dibujate en el marote la situación. Me estoy cagando, pero recuperé treinta pesos perdidos. Tengo plata, pero no tengo baño. Entonces, con la plata en el bolsillo, salgo para el bar, con el sorete a flor de piel. Llegué con el culo fruncido. Y entonces te veo a vos, discutiendo con el Negro, que no te quería fiar en la clandestina. Y te veo entusiasmado, casi seguro del número que tenías en mente. Fijate como será que en ese instante me olvidé de que me estaba cagando. Y lo veo al Negro que enfila para la puerta de la cocina. Entonces, la disyuntiva: baño, el Negro, baño, el Negro. En eso se me escapa un pedo, fuertísimo y con un olor a puta madre. Te confieso acá, entre nosotros: no sabés la mancha que le hice al calzoncillo. Y no se si es que el Negro es sordo o boludo, pensó que lo había llamado. Me acerqué yo, para que no oliera el olor a cagadera, y le pregunté que pasaba con vos. Él me contó que andabas seco y que querías jugar, pero que ya habías pedido el café y que debías mucho en el bar y toda la bola esa, que se dice cuando se debe plata. Entonces le dije que no se fuera, que yo le pagaba el café. Fue cuando me acerqué y te dije "quedate piola, está todo pago; por ahí si querés jugarle a algún numerito y te quedan unas chirolas, jugale".
- Bueno, te doy las gracias. ¿Qué más querés? Si querés te pago el café.
- Sos amarrete Julián, sos amarrete. Casi me cago encima por tu culpa y...
- Así que ahora te cagabas por mi culpa. Una nueva ahora, doy diarrea.
- No seas... Julián, no seas así. Empecemos otra vez. ¿Viste la guita que ganaste anoche?
- Mmmm si.
- Bueno pedazo de una gran siete, podrías darme una parte o te da lo mismo que una mariposa revolotee en la loma del orto y yo me tenga que limpiar el culo con la pared, porque el puto del Negro se volvió a olvidar de comprar papel higiénico para el baño del bar. ¿Eh, te da lo mismo?

12 de mayo de 2012

La plaza ocupada

Y a pesar de haber estado toda la mañana pidiéndole permiso para ir a jugar a la plaza, Juan Pablo estaba de vuelta cinco minutos después de haber salido. La madre lo vió pasar por delante de la ventana de la cocina, que daba a la calle, y luego escuchó el portazo de la puerta de entrada al cerrarse.
Había cosas que le toleraba, como por ejemplo, que no quisiera comer lo mismo que los demás o que los días de lluvia no fuera a la escuela, pero bajo ninguna circunstancia le iba a permitir que violentara puertas o revoleara lo que se le antojara a cualquier lado. Si estaba de mal humor, como solía decirle, que se encerrara en su pieza y no saliera hasta que hubiese recuperado algo de alegría.
Graciela se secó las manos en el delantal y fue detrás de su hijo. Lo reprendió severamente por haber golpeado la puerta y solo recién después de ver que los ojitos se le llenaban de lágrimas, se dignó en preguntarle el motivo por el cuál había ingresado de tan mal talante a la casa.
- Es que están todos los juegos de la plaza ocupados - contestó al borde del llanto.
La madre lo mandó a la habitación una hora, sin televisión ni computadora. Pero media hora más tarde, tras salir a sacar la basura y mirar hacia el lado de la plaza y verla vacía, subió las escaleras para anunciarle a su hijo que el castigo había terminado y que se apurara que los juegos estaban todos disponibles.
Juan Pablo corrió raudo por la vereda. A los dos minutos estaba otra vez en casa, con el cara triste pero esta vez cuidándose de no golpear la puerta ni de comportarse de manera que fuera merecedor de castigo alguno.
- ¿Y ahora, que pasó? - le preguntó su madre.
- Nada, están otra vez.
- ¿Pero te dicen algo, no te dejan jugar, qué hacen que tanto te molesta? - manifestó ella perdiendo un poco la paciencia.
- No me dicen nada, ni me hablan, pero se quedan en los juegos y no me dejan acercarme. Me miran feo, no se... ¿no podés decirles que me dejen jugar?
La vocecita parecía una súplica y mamá cedió, pero solo cuando terminara de lavar el baño, advirtió.
El pequeño aguardó fuera del baño, mirando el reloj de pared. De vez en cuando mamá levantaba la vista y viéndolo allí, esperando, le preguntaba irónicamente "¿tenés mucho apuro?".
Al cabo de un rato decidió acompañarlo, ya lo había hecho sufrir bastante. Lo llevó de la mano, a pesar que su hijo se resistía por temor que los demás niños se burlaran de él. A mitad de cuadra ya divisaba que no estaban en la plaza, pero su hijo insistió en que si, por lo que caminó hasta allí a regañadientes.
- Ves - le dijo al llegar a la plaza - Todos los juegos libres, todos para vos. Dale, aprovechá que tengo que seguir limpiando la casa.
El rostro de Juan Pablo no había cambiado un ápice. Observó uno por uno los juegos y antes que lo hiciera su madre, emprendió el camino de regreso.
- ¿Qué te pasa? ¿Ahora no querés jugar? - le recriminó su madre que había quedado rezagada.
Su hijo se dio vuelta y agitando los brazos le gritó:
- ¡No ves que están los chicos! - y siguió su caminata a grandes zancadas hasta su casa.
Graciela se quedó helada. Podria haber jurado que en ese preciso momento, risas infantiles habían estallado a sus espaldas.

9 de mayo de 2012

La certeza de nuestros males

Cuando Federico inició su carrera de psicología jamás imaginó la importancia que tendría su fanatismo por la electrónica, los circuitos y todo el tiempo que de chico le dedicaba a desarmar y armar sus juguetes.
No fue hasta después de ejercer varios años que intuyó que podía hacer algo más que simplemente escuchar al paciente. Sentía que había un compromiso que la profesión no alcanzaba, que era la certeza del diagnóstico.
El pensaba que si bien le podía indicar a Cecilia que su mente se bloqueaba para olvidar a su pequeño, no quedaba ciento por ciento seguro de ello. Podían existir otros matices, otras cuestiones, también determinantes en el estado de la paciente.
De la misma manera, a Oscar le podía sugerir la visita a un gastroenterólogo, porque si bien lo suyo era nervioso, repercutía en su estómago, pero cuando Oscar se retiraba de su oficina, se quedaba meditando sobre si eso era todo, si acaso no había más que hacer por ese hombre.
Fue entonces que inició una búsqueda implacable para responder sus interrogantes. Y si bien hurgó en sus conocimientos, no fueron precisamente los concernientes a la psicología, sino a los otros, a esos que pertenecían a su hobby de niño y adolescente, a ese afán de armar circuitos y soñar con inventar grandes maquinarias.
Con esfuerzo denodado, trabajó en su casa, probando esto y aquello, sin rendirse ante los fracasos y exultante ante cada paso exitoso. Se podía ayudar a los demás sin temor a equivocarse, se reiteraba mentalmente, como si ese solo pensamiento fuese suficiente para impulsarlo a alcanzar lo que en definitiva sería, el mayor invento de la historia de la humanidad.
Dos años y tres meses después del primer boceto en lápiz, Federico presentaba en sociedad la "lectoindagadora humana". Una máquina única, que en su aspecto podía asemejarse a un moderno equipo de rayos x, pero que sin embargo distaba años luz en su potencial.
La máquina que había inventado Federico podía leer el alma humana y aquello que carcomía su espíritu.
Por eso, cuando el primer paciente (en realidad, su primer conejillo de indias) se recostó sobre la camilla adecuadamente iluminada y dejó posar sobre su cuerpo la placa de nanofibras solares, el mundo científico se paralizó, expectante del resultado.
Federico fue cauteloso, esperó el minuto que tardaba la máquina en escanear al paciente y recién luego se metió en el habitáculo de control, donde una pantalla mostraba aquello que la placa devolvía en forma de imagen y varios sensores registraban datos tan minuciosos como técnicos y carentes de valor para el común de las personas.
Salió minutos después, blandiendo una placa similar a la radiográfica, salvo que con un matiz más colorido. Se la entregó a Rómulo, su paciente, sin mediar palabra alguna. No hacia falta, la imagen era elocuente. El corazón estaba atravesado por una daga y esa daga tenía escrito un nombre: Susana.
Le dio turno para la semana entrante e hizo pasar al siguiente. Había comenzado una nueva era para la psicología. La precisión en el diagnóstico. La certeza de nuestros males.

6 de mayo de 2012

El éxito

Había compuesto esa canción a los veinte años y aún la pasaban en la radio, en la televisión, en todas partes. Vivía de los réditos de esa autoría. Nunca había habido otra. Es decir, si, hubo otras canciones, pero ninguna como esa. En realidad nadie recordaba una sola canción de su repertorio fuera de ese tema. Y aquello era en definitiva lo que le dolía.
La canción había sido una especie de condena. No podía superarla, pero tampoco logró a partir de allí componer algo que fuera escuchable. Las discográficas rechazaron sus trabajos posteriores, porque más allá del éxito a cuestas, lo nuevo que componía no estaba apto de ser editado.
Cada vez que la melodía sonaba, algo en su interior se deshacía. Procuraba entonces no escuchar radio, pero era inevitable estar en algún sitio y de pronto, tenerla danzando en los oídos.
Soñaba incluso con esa partitura de fondo. Y despertaba bañado en sudor, como escapando de una pesadilla. Acudió en cierta oportunidad a un psicólogo, pero lo dejó al confesarse el profesional como un incondicional de esa canción. No de él como autor, sino de ese tema en particular.
¿Había forma de destruir un éxito? Lo intentó. Envió a los medios especializados una carta anónima diciendo que el tema era un plagio, acusándose él mismo, buscando el desprestigio que lo alejara de esa canción.
Y así fue como su nombre apareció otra vez en primer plano. Los conocedores debatieron entonces la autoría del tema y finalmente decidieron que la carta estaba en lo cierto, que un compositor que jamás, ni antes ni después, pudo crear una pieza musical al menos cercana en calidad a la que estaba en tela de juicio, podia ser el autor de la misma.
Desde entonces el éxito figura como de autor anónimo. Pero sigue sonando en todas partes.
Quiere estar contento, pero no lo está. Ahora ni siquiera cobra por los derechos de autor y la discográfica le está haciendo juicio.
Y el éxito, muy a pesar suyo, lo sigue visitando en sueños.

3 de mayo de 2012

El crucero

El viaje había sido una maravilla. Debía reconocer que su novia tenía razón. Su novia en aquel momento, cuando le propuso esta luna de miel en el mar. Con tristeza veía ahora acercarse la costa, desde uno de los puentes del crucero. Se había despertado con los primeros rayos del sol que penetraban por el balcón de su habitación e invadido por la certeza de estar viviendo las horas finales de tan plancetera aventura, salió al exterior, donde otros también se paseaban sin demasiadas ganas que el viaje terminara.
La había dejado durmiendo, con la quietud de un ángel, apenas arropada por las sábanas, desprolijas tras la apasionada última noche del primer viaje que hacían como matrimonio.
Se apoyó sobre una de las barandillas del puente, contemplando las nubes en el horizonte. El aire de mar penetraba en sus pulmones, que se inflaban felices y repletos de júbilo. Cómo iba a extrañar todo aquello. El azul inmenso, las nubes interminables, los horizontes distantes y al mismo tiempo cercanos. El descanso, el relax, el tiempo en privado con su mujer, los paisajes, las costas, la paz.
Sobre todo la paz. Eso era exactamente lo que respiraba, lo que entraba a su cuerpo en cada inhalación. Paz. Cuando llegaran al puerto todo aquello se desvanecería. Volverían a sus rutinas, los horarios, las responsabilidades. No más momentos de fiaca en la cama, de mirar el infinito oceáno tomados de la mano, de permanecer en silencio ante la magnitud de la naturaleza. Otra vez el vértigo del día a día, de llegar a casa rendido, con apenas ganas de unos breves arrumacos.
Aquella costa, ya no tan lejana, se le antojaba como el mismísimo infierno. Pensó entonces en ir a buscarla, despertarla, llenarla de besos, para pedirle que saliera con él a contemplar esas últimas horas de viaje, para compartir el final de la inolvidable luna de miel juntos, como la habían iniciado.
Pero no alcanzó a dar dos pasos que una voz lo sobresaltó. No se había percatado que a su lado había un hombre de edad madura, observando también hacia el destino de la embarcación.
- Uno se hace la idea que llega, pero eso nunca sucede - dijo el desconocido.
Tras el sobresalto, buscó con la mirada un posible interlocutor, a sabiendas que en realidad se dirigía a su persona.
- Disculpe - atinó a decir - No lo había visto, me decía...
Pero el hombre no le contestó, al menos de inmediato. En cambio, llevó la vista hasta el cielo y luego la paseó por todo el horizonte. Y cuando parecía que se quedaba en silencio, volvió a hablar.
- Se pierde la noción del tiempo al estar en lugares tan amplios y desolados. Uno cree que el tiempo siempre avanza hacia delante, pero no es así. Míreme a mí. Si eso fuese posible, vería a un viejo decrépito y no a una persona como la que tiene aquí, a su lado.
Otra vez reinó el silencio. No sabía si quedaba como un maleducado si proseguía su camino en busca del camarote donde dormía su esposa, pero era lo que realmente quería hacer. Sin embargo, esa perorata sin sentido lo tenía amarrado al sitio donde se encontraba.
- Me tengo que ir sabe, tengo que...
En vano intentó dar una explicación. El desconocido lo miraba de frente. Se había girado para ello, dejando a sus espaldas el grandilocuente espectáculo del mar y la costa haciéndose a cada minuto un poco más grande.
- Yo también quise irme, pero fue hace muchos años. Ya ni lo intento. En mi luna de miel, mire usted como son las cosas. Habíamos planeado el viaje con tanto entusiasmo. Y esa noche, la última, ella me envenenó. Qué cruel es el destino, que cruel.
Palideció. De repente pudo notar como, si prestaba atención, podía ver a través del cuerpo de ese hombre. Sintió pánico, aquel no era un hombre, era una especie de fantasma, un espectro. Quiso gritar pero estaba paralizado. Solo quería volver a su camarote, escapar de allí.
- Es increíble cómo cambian las perspectivas cuando uno observa bien - dijo el hombre - Eso es lo que hago desde que mi alma quedó sentenciada en este crucero: observo. Y me doy cuenta en los que viajan cuando las cosas no son las que parecen. Fíjese su caso, se lo ve tan exultante, tan feliz y a la vez tan triste porque esto se acaba y sin embargo, aún no ha comprendido que no es lo que usted piensa.
No entendió a qué se refería. Ni siquiera cuando miró hacia el balcón de su camarote y la vio a ella desnuda, asomada de cara al sol.
- Mírela, vaya que es bonita. Y su piel, ahora tostada. Una delicia ¿cierto? Pero no es suya, nunca lo fue. No es de nadie, como tampoco lo es usted. No me importa saber cómo murieron, ni cuando, ni nada. Entiendo que soñaban esto y que por eso aquí están, pero han pagado un precio muy caro amigo, muy caro. Sus almas viajarán una y mil veces, se hastiarán al segundo o tercer viaje y luego ni siquiera querrán estar juntos. Lo mejor hubiese sido dejarse llevar y vivir la eternidad en otra parte, en el más allá quizá. ¿Pero aquí? Vaya condena la que se han sentenciado solos. Pero como le digo, no me importa saber el por qué. Solo observo, solo eso hago.