Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

27 de diciembre de 2020

Seres infelices

Fueron tres o cuatro noches sin sueño, sin poder dormir, con el mismo pensamiento latente en la cabeza: ¿Y si esto no termina nunca?

No es fácil el encierro en soledad. La ventana se transforma en una pantalla de irrealidad, observando el exterior como si se tratara de otro planeta. De un momento a otro el hecho de estar tirado en el sillón mirando películas se volvió tedioso. Las noticias, que uno al principio esquivaba, se fueron transformando en la principal compañía. En las redes sociales, donde solía ser el sitio para las fotitos de las mascotitas, de las comidas que uno se atrevía a preparar a pesar de las limitaciones culinarias, comenzó a convertirse en el cuadrilátero de queja dónde buscar al oponente de turno para surtir una catarata de palabras que cara a cara uno no le diría a nadie.

Si algo faltaba al endemoniado cóctel de negatividad, fue el reguero de noticias falsas que recorrían el mundo cibernético, colándose muchas de ellas en los medios reales de información. O al revés, de los medios reales, colándose al mundo cibernético. Hay una línea muy frágil que separa ambos y ya nadie, a esta altura de la humanidad, puede distinguir.

Un rasgo irascible fue tomando cuerpo, poseyendo la toma de decisiones. Hubo un instante en el que me pregunté qué sentido tenía tanto cuidado si tarde o temprano íbamos a morir igual. Filosófico. Profundo. Un pelotudo, vamos.

Pero todavía me hacía falta un empujón más. El día de mi cumpleaños. Solo, con una torta pedida a una panadería por delivery, una vela estúpida encendida, la luz apagada y el celular en modo cámara de fotos con el timer activado, corriendo hacia el cero para capturar la instantánea del summum del ridículo. La foto me atrapó levantándome de golpe, como si le hubiese aplicado un filtro raro, de movimiento. Soy una figura estirada, difusa. Afuera de la imagen quedó lo otro. La rabia, la bronca, el golpe a la torta, la furia con la que voló desde la mesa hacia la pared, la crema por todas partes, la vela todavía encendida dentro de una maceta. Y yo, yo de pie, yo respirando agitadamente, yo a punto de llorar.

Miré por la ventana y vi los árboles sin sus hojas. ¿Cuándo había llegado el otoño, cuándo se había ido el verano? Busqué un abrigo, las llaves y pisando restos de tortas, atravesé la sala, abrí la puerta y salí a la calle.

Tuve que cerrar los ojos al llegar a la vereda. Levanté la mirada ciega al cielo, me dejé embargar por la brisa y recorrer palmo a palmo por la sensación de libertad, cual prisionero que sale luego de una larga condena. ¿Y cuál había sido mi crimen? En ese entonces pensé, que formar parte de una sociedad cobarde.

Y caminé, sin barbijo, sin protección, sin nada más que mi afán de ser libre, de gobernar mi propio mundo, de creer en mi destino y no en el propuesto por los demás. Y reí, y canté, y bailé, incluso cuando se largó a llover, incluso cuando algunas personas me decían, desde el otro lado de sus ventanas con barrotes, que me cuidara, que no fuera inconsciente.

Les extendí a todos el dedo medio. Los fulminé con la mirada. Y dejé que mis piernas me llevaran, que el instinto fuese mi brújula. Y en ese desierto de ciudad, escapé a los cuidados, a la cuarentena, a ese mundo sin sentido en el que me había abandonado.

¿Y saben algo? No lo vi. Al virus, digo. No lo vi. Y entonces pensé en las conspiraciones, en esas ideas que había tomado por locas y ahora me creía el testigo principal de la revelación. De la gran mentira. ¡Era el iluminado! ¡El elegido!

Hoy estoy enfermo, respirando a duras penas, rogando por un tratamiento eficiente, recostado sobre una cama entre muchas camas, en un pabellón apartado del resto del hospital. Trato de no pensar mucho, pero una vertiente de agua fría desciende sobre mi reciente soberbia y se avergüenza de la falta total de empatía que tuve no solo por mi propia salud, sino por la de los demás. Esa permeabilidad común del ser humano a las grandes mentiras. Esa necesidad de acomodar la realidad a los propios intereses. Y esa facilidad con la que otros, se aprovechan de las falencias y debilidades. Nos creemos seres inteligentes, pero nada es más vulnerable y manipulable que una persona.

Nuevamente hace tres o cuatro noches que no duermo, porque la fiebre y los dolores me tienen a maltraer, incluso tuve que valerme de un respirador en un par de ocasiones. Me siento tan mal que el pensamiento recurrente vuelve a mi cabeza muy seguido: ¿Y si esto no termina nunca? De una u otra manera lo hará. Ahora lo sé.

Añoro estar bien. Añoro el pasado, cuando esto no existía. Pero esta realidad es la que tengo, la que he conseguido. Y no me queda más que la resistencia, de este lado del vidrio, rodeado de lamentos y quejidos, de cuerpos que son cubiertos por sábanas, batallando por no morir. Comprendo, tarde, que a pesar de lo estúpido que pueda ser uno, hay gente que lo da todo por el otro, por salvarlo, y que, a la pasada, aunque sea un instante, nos aprieta la mano en señal de aliento, sin preguntarnos el nombre ni cómo pensamos.

22 de diciembre de 2020

El escritor

¿Qué es el tiempo? le preguntó. 
Es arena que se escurre entre los dedos, es la efímera sensación de no poder escribir jamás lo que tenemos dentro para contar.
¿Y que es escribir? 
Es cerrar los ojos aquí para abrirlos en otra parte. Luego volver y narrar aquello visto.
¿Si es tan solo eso, por qué le echa la culpa al tiempo de su escasa escritura?
Porque hasta ahora lo único que he hecho, es vivir con los ojos cerrados. 

7 de diciembre de 2020

Descanso

La puerta de calle estaba abierta. Sobre la mesa había un hilo de sangre. Llegaba hasta el borde mismo y se detenía, como si el metro que había hasta el suelo fuese un motivo suficiente.
Distante, sobre la cocina, entre dos hornallas encendidas, se veía una cuchilla. Un detalle bermellón decoraba el filo. 
La habitación era un revuelo de ropa por todas partes. En el baño estaba prendida la ducha. El reloj de pared estaba detenido en las cuatro menos cuarto. Sin embargo, la vivienda estaba vacía. 
El vagabundo se sentó en una silla y partió un pedazo de pan viejo que llevaba en el bolsillo, lo mojó en la sangre y se lo comió. Al calor de las hornallas se estaba bien. Aprovecharía luego para pegarse un baño y después se iría. Vaya a saber qué loco vivía en aquel lugar.