Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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31 de enero de 2013

Paciencia a cuesta

Conversaban en la esquina, con la paciencia a cuesta. Del clima, de la vida, de los muertos. Se conocían desde que tenían memoria. Hablaron hasta que el sol dijo basta y le pasó la posta a la noche.
Se saludaron, rieron con una broma de último momento y se alejaron en la misma dirección, sin poder separarse.
Entraron a la misma casa, pero sin saber uno del otro. Comieron y se acostaron. A la mañana siguiente se levantaron, sin siquiera notar la presencia uno del otro. Compartieron el cepillo de dientes y también la toalla. Desayunaron y caminaron durante la tibia mañana, sin rumbo fijo.
Luego de almorzar, se dirigieron juntos hasta la esquina, donde se vieron nuevamente las caras y luego de un abrazo, dieron rienda suelta a la lengua. Había tanto de que hablar, cosas por contarse, que el tiempo parecía no alcanzarles. Así que no perdieron segundo alguno y se pusieron a conversar, con la paciencia a cuesta.

28 de enero de 2013

El turista

Había algo raro en el viaje que no me convencía. No era el guía, ni los lugares. Tampoco la gente que me rodeaba. En realidad, era algo más profundo. La sensación, casi palpable, de ya haberlo realizado.
Cada cosa que veía no me parecía nuevo, como tampoco las acotaciones de los otros turistas. Esto ya lo había vivido. Al tercer día creí estar enloqueciendo. Sobre todo cuando, sentado en la cama de mi habitación, me dije a mi mismo, en voz alta, como quien está perdiendo la razón:
- Ahora van a golpear a la puerta.
De inmediato, de forma mecánica, alguien golpeó tres veces la puerta. Mi corazón pareció trepar una montaña y caer al vacío en el intento. Supe incluso las palabras que escucharía luego.
- Diez minutos y nos vamos.
Sentí naúseas. Nada de lo que pasaba estaba bien. Alguna tuerca se había salido de su lugar y mi mundo giraba a contramano. No me cambié ni me alisté. Aquello debía llegar a su fin. Si me quedaba en la habitación del hotel, la cadena invisible con aquel viaje paralelo llegaría a su fin. Sería libre de poder apreciar el viaje como una novedad y no como un viejo fantasma que me abrazaba mórbidamente cuando se le cantaba las ganas.
Volvieron a golpear la puerta. Contesté diciendo que prefería quedarme, que no me sentía bien. Comprendí entonces que lo que venía a continuación también lo había vivido. La puerta se abrió a la fuerza, con un violento empujón. No era el guía, sino un encapuchado, munido de una AK 47. El sudor le recorría la piel que la tela no ocultaba de su rostro y el movimiento de sus manos, temblorosas portando el arma, me hicieron saber que estaba nervioso y asustado.
Me apuntó, mientras pronunciaba a gritos palabras en un idioma que no conocía. Sabía de antemano que entonces dispararía al techo y luego volvería a apuntarme. Pero ese conocimiento no apaciguó mi sobresalto al escuchar los disparos. A continuación supe que en diez segundos moriría. Porque ya había muerto una vez, en aquel viaje paralelo. Y ahora, estaba a punto de volver a ocurrir.
Vi el arma apuntando hacia mi rostro y pensé, quizá una vez más, si acaso no estaba muriendo continuamente, una y otra vez, en una realidad inexistente, en una condena sin destino ni final. Luego, el hombre disparó.

25 de enero de 2013

Número correcto

El teléfono sonó de madrugada. Podían ser las dos o las tres. No lo sabía. Solo atinó a contestar.
- ¿Michelle? - preguntó la voz desde el otro extremo de la línea.
Anahí suspiró. No la buscaban a ella, era número equivocado. El temor a una llamada nocturna es que pocas veces traen buenas noticias.
- Disculpe, equivocado.
- ¿Cómo equivocado?
- Si, aquí no hay nadie que se llame Michelle...
- Es imposible, estoy viendo en la pantalla el número, es el número correcto.
- Intente de nuevo, hasta luego...
- ¡Espere! ¿Anahí?
Un escalofrío recorrió su cuerpo. Era su nombre. Había caído como una daga sobre el mármol, el sonido aún reverberaba en su cabeza.
 - ¿Quién habla?
- Eso no importa. Escúcheme, si no es Michelle, es Anahí. Llamo del futuro, alguien las va a matar. Pensé que llamaba al año 2014, pero creo que me he equivocado en ese detalle. ¿Estoy llamando al 2013, cierto?
El silencio de la mujer lo convenció de que estaba en lo correcto. Anahí en tanto, apoyaba su espalda sobre el respaldo de la cama. De pronto se sentía liviana, como si estuviera a punto de desmayarse.
- Haga lo que le digo - dijo la voz, en un tono imperativo - Tome algo de ropa y salga por la puerta de atrás. Y corra, no vuelva la mirada atrás.
- No entiendo, cómo es que...
El sonido de la puerta del frente la paralizó. Alguien estaba entrando a la casa. No volvió a dudar. Tomó la ropa que se había quitado al acostarse, arrojada en su momento sobre una silla y corrió hasta la puerta trasera. Escuchó los pasos a su espalda, el repiqueteo de zapatos pesados y una cadena balancéandose. Tomó el picaporte y tiró hacia atrás. Luego cometió el último error de su vida. Miró hacia atrás.
En el teléfono, abandonado sobre la cama, una voz decía a los gritos: ¡No mires hacia atrás, por nada del mundo, mires hacia atrás!.

22 de enero de 2013

El arte es un acertijo

La historia de Benito Nardone comenzó en el preciso momento en que algo, una razón equis, lo obligó a detenerse delante del escaparate principal de la importante sala de arte Le Vanguardist. Iba de paso, con el tiempo justo en realidad, cargando las bolsas de los mandados. Tenía los minutos contados para llegar al departamento, dejar las compras sobre la mesa, bajar por el ascensor, tomar un taxi e ir a buscar a su hija más pequeña al jardín.
Sin embargo, al pasar por la vereda de Le Vanguardist, un destello llamó su atención. No se trató de un reflejo de la luz, o algo por el estilo, fue mucho más profundo. Aquello que vio con el rabillo del ojo, mientras pensaba en otras cosas, fue suficiente para ganar su atención.
Lo primero que pensó es que aquello era imposible, que debía haber un error. Pero no lo parecía, porque las personas que estaban del otro lado del vidrio, muy cerca del escaparate, que observaban lo que allí estaba expuesto, lo hacían con total seriedad, como absorbidos por lo que a él, en cambio, le había provocado una sensación que bien podría definirse como diferente a la de total respeto, que se podía apreciar en la gente.
Es que, sincerándose, aquello que se exhibía como una obra de arte en Le Vanguardist, le parecía muy distante al concepto que manejaba de arte. Y si bien se consideraba una persona tolerante, que incluso podía encontrar en lo abstracto significados con asidero en lo real, aquello que sus ojos le mostraban le causaban una sensación de abismo bajo sus pies.
Casi en un murmullo, dijo para si mismo:
- Si esto es arte, mi hermana es virgen.
Benito entró. No dudó en tomar una posición cercana y observar con detenimiento aquello. Le costaba pensar en eso como "la obra". Es que, en definitiva, no era otra cosa que un rollo de papel higiénico colocado sobre una silla de mimbre. ¿Acaso cuando iba a cagar y llevaba un rollo de papel y lo dejaba sobre algún mobiliario del baño, estaba haciendo arte?
- Perdone - le dijo a un señor de anteojos que tomaba fotografías afanosamente - ¿Me puede decir si es un rollo de verdad o es una escultura o algo así?
- ¿Cómo va a ser una escultura, hombre? Es arte realista en su máximo esplendor.
- ¿Y cómo se llama la obra?
- Rollo sobre silla.
Agradeció con una sonrisa, que fue más una mueca que otra cosa. Rollo sobre silla. Arte realista. Máximo esplendor. ¿Acaso era una broma? No resistió estar en el lugar mucho más y recordando todo lo que aún debía hacer, abandonó la sala.
Hizo todo lo que tenía que hacer, pero con una sola idea en la cabeza. El rollo sobre la silla. Esa noche no durmió. Su mujer le preguntó si le pasaba algo, pero divagó sobre cuestiones del trabajo, los impuestos y al final ella se durmió.
Se levantó antes que de costumbre. Había vuelto a ver aquel extraño destello que lo había motivado a ver la obra en Le Vanguardist. Entró el tendedero que su mujer dejaba en el balcón, descolgó la ropa y la arrojó desprolijamente sobre un sillón. Buscó una revista, no importaba cual. Encontró una sobre viajes. No se preocupó en mirar la fecha. Fue arracando las páginas de a una.
- Los broches - dijo en voz alta.
Los encontró en el lavadero, en una bolsa azul. Con cuidado fue colgando las hojas en el tender, apresándolas con los broches de madera. Cuando terminó, se alejó unos pasos hacia atrás.
- Le falta algo.
Los ojos brillaron. Salió disparado hacia la pieza de su hija y regresó con un ventilador de pie. Lo colocó a una distancia prudencial del tender, lo encendió y lo puso en la velocidad mínima. Las hojas recibieron la corriente y con suavidad, comenzaron a mecer sus delgados cuerpos, ante la atónica contemplación de Benito.
No pudo contener el impulso.
- ¡Hice arte! ¡Hice arte! - gritó con fuerza, despertando a su familia.
El resto, como todos saben, es historia. Hoy lo conocemos más como Ben Nar, el vanguardista más revolucionario del arte mundial.
Las grandes historias comienzan de las formas menos pensadas. Increíble pero real, nuestro querido Ben se volcó al arte por creer que el arte que había visto era una mierda. Como muchos otros, Ben aprendió la lección. El arte es un acertijo y nadie tiene la respuesta correcta.
Por eso, demos la bienvenida a Ben, hoy con nosotros en esta presentación, aquí en Le Vanguardist, estrenando su obra "Fresco y batata".

19 de enero de 2013

Estadía en la noche

Cuento ilustrado por Felipe Ricardo Ávila, publicado originalmente en el sitio Olvidados en el Espacio (www.olvidados.com.ar)

Es la muerte, es el fin. A duras penas escapamos por el monte luego de interminables planicies de llanura amarilla y desolada. Éramos cinco la última vez que vimos los altos paredones de la penitenciaría.
Corrimos a más no poder, sabiendo que a pesar del miedo, teníamos la ventaja a nuestro favor. Tardarían el encontrar el conducto hacia las cloacas. Pero cuando nos creímos en libertad, fue que comenzó el calvario.
La noche se ha cerrado sobre mi solitaria existencia. Me quedo quieto, escuchando los sonidos de la naturaleza. Las últimas lunas me enseñaron que hay cosas que uno desconoce, sonidos impensados, movimientos que el viento no puede provocar. Pueden ser espíritus o demonios, pero merodean bajo las estrellas, creyendo que nadie los percibe.
El frío cala los huesos. Me lamento por las vestimentas de mis compañeros, por no haberlas tomado en la medida que fueron quedando en el camino. Ahora me darían un cobijo.
Intento no pensar en ellos, en la fatídica sucesión de horas que anteceden este momento. La pesadilla que comenzó al cruzar el río, al caer la primera noche tras el escape.
Ahora que lo pienso, es como que la noche no se haya ido del todo, como que desde que nos metimos en ese hueco bajo la tierra y hundimos nuestras piernas en las cloacas, la misma se instaló para no irse.
Recuerdo haber visto el sol esta tarde, pero creo que no es otra cosa que un engaño, falsas esperanzas.
El sonido del río aún retumba en mis oídos. Furioso, profundo. A Pascual se lo llevó la corriente. Quisimos sujetarlo, pero se nos fue. Golpeó contra unas rocas metros más adelante. Es curioso como el color de la sangre se convierte en plata con la luz de la luna.
Pudimos pensar que solo se trató de un accidente, pero tras el mortal choque contra las piedras, la corriente se frenó. El río pareció convertirse en un estanque, carente de vida. Un tapir cruzó de orilla a orilla, ante nuestras pasmadas miradas. Aves negras como un demonio picoteaban su pelaje.
Avanzamos lo más rápido que nos daban las piernas. Nos internamos en un bosque, creyendo que estábamos a salvo. Nuestra fortuna parecía vedada. Aullidos espectrales nos mantuvieron despiertos. Enrique comenzó a balbucear tonterías, pasajes de la biblia, diciendo que era el castigo por habernos escapado. Intentamos calmarlo y creímos que lo habíamos conseguido.
Por la mañana, al despertar, lo encontramos ahorcado en un árbol cercano. Ninguno de nosotros pudo explicar de dónde había sacado la soga.
Espantados de horror, llegamos a la llanura despoblada. Estábamos perdiendo la fe, nuestros cálculos no habían sido correctos. Los pueblos que esperábamos encontrar, yacían ocultos de nuestra vista. Parecía que avanzábamos a ciegas, hambrientos y sintiéndonos enfermos.

Todavía veo los ojos de Ricardo. Los veo al cerrar los míos. Había caído el sol y el había ido a buscar leña, para que no nos sorprendiera el frío. Con Oscar nos quedamos ideando la forma de encender el fuego. Sus gritos nos alertaron que algo pasaba. Lo vimos correr hacia nosotros, totalmente fuera de si. Una lechuza enorme volaba a sus espaldas. Pasó rasante sobre nuestras cabezas. Ricardo cayó desplomado a nuestros pies. Cuando nos agachamos a socorrerlo, su corazón ya no latía.
Esa noche tuvimos que sepultarlo bajo un manto de hojas secas, para evitar tener que verlo. No pudimos descansar. Cada ruido nos sobresaltaba. Temíamos ver aquello que había asustado a nuestro compañero.
Antes que amaneciera, nos pusimos en marcha. Eso fue esta mañana. A Oscar lo perdí cerca del mediodía. Todo sucedió muy rápido, casi como salido de un mal sueño. Orillábamos un arroyo, buscando peces o algo para comer.
Ninguno de los dos vió la víbora. El alarido de dolor de Oscar me hizo voltear hacia el. Una sombra negra se deslizó entre los yuyos. Solo alcancé a escuchar el tintineo del cascabel.
Oscar había sido mi compañero de celda, el ideólogo de la fuga. Era un tipo práctico, que no tenía nada por perder. Se declaraba culpable de sus actos, de las razones que lo habían llevado a estar encerrado. Pero como todos, odiaba estar privado de la libertad.
Nunca imaginó que moriría al lado de un arroyo, en medio de la nada. Lo dejé allí, presa fácil de los cuervos. No había mucho por hacer, más que caminar y esperar la suerte propia.
La noche ha caído otra vez. Una laguna se extiende ante mis ojos. Todo parece apacible, pero ya conozco el secreto de lo que veo. La naturaleza esconde una piel áspera, unas garras enormes y ojos salpicados en sangre.

Nos fue llevando de la mano, haciéndonos creer que estaríamos a salvo y de a poco nos fue matando. Y tuvo como aliada a la noche, casi eterna, siempre con sus ojos en nuestras espaldas, esperando el momento oportuno para dar el zarpazo.
El hambre debilitó mis facultades, mis pensamientos. Siento que los demonios que están sueltos, se aproximan cada vez más. Quiero reírme de una idea que me retumba en la cabeza, pero no tengo fuerzas. Justicia divina, dice esa idea.
Seguramente nos merecíamos este final. Si cierro los ojos, es probable que no los vuelva a abrir. ¿Cuál será mi destino? ¿Un lobo? ¿Otra serpiente? ¿El demonio en persona? Mientras el frío penetra cada vez más en mi cuerpo, llevo la mirada a las estrellas. Es una noche despejada, limpia. E increíblemente, estoy seguro, cada astro se ríe de mi.

16 de enero de 2013

La cola

Las tardes de verano empañaban de nostalgia el viejo bar de la esquina. Los bebedores de siempre llegaban agobiados por el calor y cambiaban el vaso de vino por la cerveza, y apesadumbrados, se dejaban caer en sus sillas, con las miradas perdidas en los ventanales, esos que a pesar de la suciedad aún permitían divisar el mundo que se movía afuera, donde otras personas, valientes de estar al sol, iban de un lado a otro, con la premisa de llegar a alguna parte.
Edmundo Arrabal no solo poseía un apellido descomunal, sino que era el dueño de aquel tugurio, que desde hacía cuarenta años tenía un nombre obligado: El Arrabal. Se vestía a la antigua, con camisa color marrón, bolsillos con bordes más oscuros y llevaba una lapicera detrás de la oreja. Sus zapatos hacía rato habían dejado de irradiar brillo, a pesar de la insistencia de don Manuel, el último lustrabotas de la ciudad, que iba cada noche por un vermouth sin dejar pasar la oportunidad de lanzar esa invitación tan esquiva, que prometía una nueva vida a ese cuero desgastado.
Otrora las mesas se llenaban, ahora apenas si le alcanzaba para cubrir los gastos y llegar a fin de mes. En épocas de estío, la cerveza le repuntaba un poco la caja al final del día. Esa tarde en particular, siete de las veinte mesas estaban ocupadas. Al menos en el momento que por la puerta que daba a la avenida (y no por la ochava) entró una rubia despampanante, cubierta apenas por unos shorts que parecían trepar sus muslos y querer reptar hasta el ombligo acompañados por la parte superior de un bikini color naranja.
- ¿Puedo usar el baño? – le preguntó casi en un gemido a Edmundo, al que su llegada a la barra había tomado por sorpresa, no por el hecho de no verla, porque verla, la vieron todos, sino por la falta de costumbre de ver a una mujer en aquel lugar y menos, tan joven, tan hermosa, tan…
Solo pudo mover el dedo índice de su mano derecha, señalando la puerta de madera que conducía a los baños. No le salieron palabras, ni siquiera un suspiro. Al menos, pensó, el baño de mujeres se usaba tan poco, que con seguridad estaría limpio. Ella salió disparada hacia donde le había señalado y fue entonces que todas las miradas se dirigieron hacia un mismo sitio, que bamboleante, sugestivo, voluminoso, se movía al compás de los deseos más perversos. La puerta de madera se interpuso entre la imaginación y la realidad, casi como una madre mal llevada.
Nadie quitó los ojos de esa barrera visual,  sabiendas que tarde o temprano la joven saldría. Solo el viejo Soreyra, sordo y casi ciego, que había entrado en ese momento por la esquina, se movía en el bar. Fue tanteando hasta la barra, pidió un Cinzano, le dejó los billetes en la mano a Edmundo, y con cierto esfuerzo y nuevos tanteos, se acomodó en la mesa más cercana.
Entonces, se abrió otra vez la puerta y por la misma, cuál ángel de novela, salió ella, radiante, pulposa, de glúteos infernales. El mundo dejó de existir. O más bien, fue limitado a una sola mujer. En realidad, a una parte específica, la que todos salvo Soreyra, casi ciego, seguían con la vista en un estado de éxtasis paranormal. La cola descomunal pasó por delante de todos y cruzó frente a la barra. La muchacha murmuró un agradecimiento, que se perdió en los rincones sin ser escuchado. Su paso era lento, majestuoso, marcando en cada movimiento las formas perfectas de su culo fotográfico, definido con precisión por los pliegues de la tela de un short tan pequeño que parecía grande, porque dejaba tanto para ver que era innecesario no mostrar el resto.
Edmundo se imaginó la tersura de la piel, las dos colinas perfectas, la hondonada caprichosa. Si el mundo iba a acabarse, el ya sabía donde le gustaría estar. Se trasladó mentalmente a ese paraíso, que poco a poco se alejaba hacia el anonimato de la calle.
En cada mesa, el vaso a medio camino de la boca, los hombres se habían congelado por fuera, pero sentían el calor por dentro. Un ardor que la mayoría había creído extinto, de pasiones de antaño, que parecían reflotar como por arte de magia, hinchando el pecho, enervando las venas y endureciendo las partes más fláccidas.
La cola abrió la puerta de la ochava, se detuvo unos instantes, como dudando para que lado de la vereda tomar y luego, cerrando muy despacio, dejó atrás el lugar. Los de las mesas más cercanas rompieron su estado místico para correr a la ventana más próxima y poder contemplar, aunque sea durante un instante más, esa belleza sin igual, ese culo maravilloso, que invitaba a su encuentro, a su abrazo, caricia y mil cosas más.
Edmundo bajó entonces su mirada, buscando en su mano los billetes que Soreyra le había dejado, pero se encontró con el puño cerrado en torno a la nada misma. Observó con mayor detenimiento y tampoco vio la caja registradora en su lugar habitual sobre la barra. En las mesas lindantes a la puerta que daba a la avenida, tres de sus parroquianos buscaban infructuosamente sus billeteras. También faltaba el televisor de la pared opuesta y tres porta servilletas de las mesas vacías.
La puerta aún se movía con parsimonia, atestiguando la salida apurada de quienes, en complicidad con aquel culo que los había obnubilado, habían hecho el trabajo de limpieza.
Entre la vergüenza y la bronca, Edmundo resopló con desgano y se sirvió un vaso de vino. Soreyra, con cierta pereza, batió desde su mesa:
- Con esta calor, las minas deben estar casi en bolas ¿no Edmundo? ¡No tener vista, me cago!
Edmundo ni siquiera le contestó. Afuera el verano seguía agobiando los cuerpos.

13 de enero de 2013

Futuro inmediato

La reunión había sido pactada en secreto. Los mandatarios más importantes del mundo estaban allí y acompañándolos, los ministros relacionados a las finanzas y el comercio. En el hotel todo se había manejado con cautela, un silencio absoluto.
Baldomero era conserje desde hacía treinta años. Era la primera vez que se organizaba delante de sus narices un evento tan importante. Pero era el halo de hermetismo que tenía la convocatoria, que la hacía aún más misterioso y relevante.
A mitad de la noche, tras supervisar el libro contable del día, se topó con uno de los ministros de su país. No sabía con certeza el nombre, pero lo veía con asiduidad en los noticieros. El hombre, de estatura media, llevaba puesto saco y corbata, pero se había desajustado ésta última, y tenía visible aspecto de cansado. Se había apoyado en el mostrador principal, de cara a las puertas giratorias que daban a la calle, mientras se quitaba el sudor de la frente con un pañuelo color celeste.
- ¿Complicada la reunión? - preguntó con timidez Baldomero.
El ministro se sorprendió de estar acompañado, sin dudas no había visto al conserje, porque se sobresaltó ante la pregunta. Luego de unos segundos, recuperó su habitual postura, la misma que transmitía seguridad ya sea desde el televisor o allí mismo, de pie en la planta baja del hotel.
- No se crea, nadie vino a discutir, sino a ponerse de acuerdo.
- Es bueno que los países de pongan de acuerdo, eso evita conflictos.
- Usted lo ha dicho.
El ministro guardó silencio y Baldomero sintió curiosidad por los temas que se estarían tratando. Si se había evitado informar del encuentro, se traían algo enorme entre manos.
- ¿Allí arriba está en juego la paz mundial? - preguntó.
El hombre de saco y corbata sonrió. Al parecer, lejos estaban de estar tratando ese tema.
- Mire - dijo el ministro - en realidad se está dejando las bases para un nuevo tratado mundial de comercio, algo revolucionario.
- ¿Para el bien de todos?
- Nada es para el bien de todos, partamos desde eso. Y más cuando se trata de negocios. Existen conveniencias, por eso mismo se redacta el tratado, para evitar que el día de mañana alguien proteste.
El conserje asintió con la cabeza como si comprendiera.
- ¿Y dígame - prosiguió Baldomero, perdiendo el miedo - se puede saber de que se trata?
Ahora lo que escuchó fue una risotada. Con un además de mano a modo de saludo, el ministro se alejó hacia donde estaban los ascensores.
Baldomero bajó la vista, algo avergonzado. ¿Cómo pretender que un ministro le diera información que con seguridad, era confidencial? Se estaba recriminando mentalmente cuando el carraspeo de alguien lo puso en guardia. El ministro estaba otra vez delante del mostrador.
- ¿Tiene café en la oficina que está detrás del mostrador?
- Si... claro que tengo. Pero si lo desea, el servicio del hotel le servirá en su....
- Usted quiere saber y yo quiero hablar. Si me invita una taza de café, le contaré que está pasando allá arriba.
Se acomodaron en la oficina y el ministro pidió permiso también para encender un cigarrillo. El conserje se lo permitió a pesar del cartel de prohibido fumar que pendía sobre su cabeza.
- El mundo está por verse revolucionado. La comercialización de los productos dará un giro de ciento ochenta grados. Por ejemplo, usted ahora compra una taza y si quiere, la presta y cualquiera la puede usar. Aquí mismo, quizá la taza ésta en la que me sirvió café es la misma que usan todos los empleados que comparten esta oficina. De ahora en más, las tazas, como cualquier otro producto, será intransferible. Es decir, usted y solo usted, podrá usar una taza que haya comprado. Si alguien la quiere usar, rechazará lo que quiera volcarle dentro.
- ¡Por favor, no es posible!
- ¡Claro que si! Porque todo cambiará. Las botellas impedirán la salida del líquido si detectan que la taza no está siendo usada por su dueño. Esto no solo será propicio para que cada integrante de una familia tenga que tener su taza particular en su casa, en el trabajo, sino que además facilitará los estudios de mercado. Imagínese, se podrá saber qué toma, en que horarios, la cantidad, todo, absolutamente todo. Piense en los vehículos, usted podrá manejar el suyo y llevar a quién quiera, pero nadie podrá ponerse al mando del volante a menos que sea usted, y eso implica que si bien su mujer tendrá que tener uno propio si desea manejar, por otro lado no se lo podrán robar.
- No me parece práctico, si hay una emergencia...
- Olvídese de las emergencias, se contemplará cada caso. Vamos de a poco. Ciertas cosas, entenderá, si se podrán compartir. Los alimentos, las bebidas, por citar algunas. Pero ya no se podrá prestar un libro. Si el libro detecta que quien lo abre no es su dueño, ocultará el texto. Por supuesto, hablamos de avances tecnológicos necesarios, pero aunque no lo crea, muchos países ya disponen de estas tecnologías. Este tratado permitirá cooperar en ese sentido.
- ¿Y cada uno deberá llevar su libro a la biblioteca, o su taza a un bar para desayunar?
- ¡Pero no hombre, me hace reír! Un libro sabrá su ubicación y mientras esté dentro de una biblioteca, será público. Lo mismo una taza, si detecta que está en un recinto donde debe ser utilizada comercialmente, se comportará como tal. Es más, se está analizando que existan líneas de tazas que fuera de esos ámbitos, no se puedan usar.
- ¿Pero... cuál es el objetivo? Estamos hablando de nuevos procesos de fabricación.
- ¡Vamos más allá de eso mi amigo! Estamos hablando de nuevos conceptos, de un nuevo mundo.
- Más egoísta.
- No, no se trata de egoísmo. Es delimitar a las personas, poder tener una certeza de cada una de ellas.  Saber sus gustos, para que las empresas, las grandes marcas, no pierdan el tiempo con proyectos que no sirven. Ahora sabrán las tendencias casi en tiempo real. Habrá menos pérdidas, más ganancias.
- Pero las personas deberán hacer un gran desembolso para llegar a tener todas esas tecnologías.
- Si, sin dudas que si. Es un gran cambio.
- ¿Y los que no tengan el dinero?
- En toda sociedad hay relegados, mi amigo. En toda. No será la excepción. Esto es una revolución, no un milagro. El mundo sigue girando y el que se queda atrás, se queda atrás. Siempre fue así y siempre lo será.
- Me asusta.
- Los cambios asustan, pero luego el mundo se adapta. Y la vida sigue.
- ¿Y ustedes, que tajada sacan de todo eso? Porque no creo que lo hagan solo por el avance de la humanidad.
El ministro rió con ganas. Colocó el pocillo de café en la mesa y se puso de pie, sin dejar de sonreír.
- Para cuando todo esto esté en marcha, nosotros nos estaremos jubilando. Pero nadie nos quitará haber puesto el granito de arena.
- No le creo que eso los conforme.
- Pero es lo que diremos.
- ¿Y a alguien que le ha convidado un café y que sabrá guardar el secreto, que le puede decir?
- Que lo de estar en el lugar y momento justo es mentira. El lugar y el momento, deben hacerse. Y eso, mi amigo, equivale a los millones que bien merecido nos darán por aprobar este tratado. Y mientras en alguna parte figure que es por el avance de la humanidad, todas las conciencias estarán tranquilas.
- ¿Y los billetes? - preguntó Baldomero, mientras el ministro se acercaba al ascensor - ¿Los billetes también tendrán nombre y apellido?
Burlón y picarezco, el hombre no dudó.
-¡Si! ¡Los nuestros!
Y riendo desapareció dentro del elevador.

10 de enero de 2013

Amelia o el espanto de la vigilia

Amalia estaba loca. No era un adjetivo despectivo que le imponían los conocidos a sus espaldas, sino que era la triste realidad. Pero al no tener familiares que se encargaran de ella, estaba sola y paseaba su carácter por todas partes.
Manuel, el verdulero, esperó pacientemente que terminara de chillarle.
- Amalia, ¿entonces, quiere o no los zapallitos?
- ¿Me está cargando? ¡Es un robo! ¡Lo voy a denunciar en Defensa del Consumidor!
- Ya me denunció la semana pasada, porque las manzanas estaban arenosas.
- ¡Y lo voy a denunciar otra vez! Ya va a ver usted, conmigo nadie se mete.
La mujer salió presurosa, revoleando el bolso de las compras, en el que ya había puesto un kilo de tomates y dos plantas de lechuga. No pagó por ninguna de los productos.
- ¡Amalia, a usted la voy a denunciar por ladrona! - le gritó en vano el verdulero, viéndola alejarse velozmente por la vereda.
Los más de cincuenta años no parecían pesarle, al menos para atravesar el barrio con un bolso y a buen paso. Se detuvo frente al consultorio del doctor Giordano. No tenía turno, pero entró de todas maneras.
- Quiero que me atienda el médico -dijo en voz alta.
La secretaria levantó la mirada de unos papeles que estaba completando y con pesar le informó que todos los turnos estaban ocupados.
- Puedo hacerle un lugar para el viernes - le informó.
- ¡No! ¡Quiero que me atienda ahora! ¡Me acaba de atropellar un auto!
- ¿Otra vez? La semana pasada le ocurrió lo mismo.
- Mentira, ahora me acaba de suceder. ¡Me puedo llegar a morir! ¡Qué me atienda!
- Mire Amalia, le hago un lugar para el viernes.
- Claro, una se está muriendo y... ¡abandono de persona! ¡Les voy a hacer denuncia por abandono de persona en PAMI!
- Ya nos denunció la semana pasada, le dijo a PAMI que el doctor había viajado a Nueva Zelanda y que no había puesto reemplazante.
- Y si se va a Nueva Zelanda y no me atiendo, claro que voy a denunciarlo.
- Nadie se fue a Nueva Zelanda.
- El doctor se fue.
- El doctor no salió ni siquiera de la ciudad. Usted lo inventó para hacer una denuncia.
- ¿Me llamás mentirosa? Ya mismo voy hasta PAMI, ya mismo...
Se estaba yendo, pero pegó la vuelta.
- Antes haceme estas recetas, que me quedé sin remedios.
- No Amalia, estos medicamentos se los agrega usted. Ya tiene el ansiolítico que le receta el médico, no puede sumarse otros.
- ¡Tampoco los remedios! ¡La denuncia que les voy a hacer, la denuncia...!
La mujer se retiró golpeando la puerta con fuerza.
- ¡Odio a la gente! ¡La odio! ¿No ven que estoy mal? ¿No lo ven?
Hablaba sola, agitando los brazos, gesticulando con cada palabra. La gente la observaba a la pasada compartiendo un mismo pensamiento.
Amelia llegó a una esquina y sintió que el mundo le daba vueltas. Una parejita que pasaba cerca corrió a socorrerla. Lograron atajarla cuando caía desplomada.
A los pocos minutos una ambulancia la llevó a un hospital. En ningún momento perdió la conciencia, pero se mantuvo en silencio. Los médicos la atendieron sin encontrar ninguna anomalía. Al llegar al hospital, la trasladaron a una sala de guardia.
- Señora, usted ya está bien. Seguramente fue un golpe de calor, que le bajó la presión, pero ahora ya puede irse.
- ¿Irme? Me acabo de desmayar en plena calle.
- Los chicos que la encontraron no nos dijeron que fuera un desmayo, más bien, que la vieron a punto de caerse y...
- ¿Le va a creer a esos mocosos? ¡A mí me tiene que creer! Si le digo que me desmayé, eso es lo que pasó.
- Cómo usted diga, pero le repito, está bien. Le estoy dando el alta.
- ¡Me está echando del hospital, eso es lo que está haciendo! ¡Los voy a denunciar en la Superintendencia de Salud, por irresponsables!
El médico se puso de pie y se marchó. Una enfermera le informó que había pacientes aguardando ser atendidos en la sala de espera y necesitaban el lugar.
- ¡Es una vergüenza! - dijo y luego abandonó el hospital.
Amelia estaba en la calle, verdaderamente desorientada. Paró un taxi y le dio una dirección.
- ¡Pero no me pasee por la ciudad!
Al taxista la advertencia no le gustó ni medio. Detuvo el coche a media cuadra y la invitó a bajarse, de mal modo.
- No pienso bajarme.
- Bájese, o la llevo, pero a la policía.
- Está bien, me parece perfecto. Vayamos a la policía y veremos quién denuncia a quién.
- Señora, a usted no le llega el agua al tanque.
- Y usted es un maleducado.
- Bájese.
-  No quiero.
- Entonces me bajo yo.
- Haga lo que quiera.
El taxista apagó el motor, sacó la llave y salió del vehiculo. La mujer, sorprendida, lo vio cruzar la calle y meterse en un bar.
Sola, sintiendo el agobio dentro del auto, probó la puerta y estaba abierta. Supuso que el hombre esperaría tomando algo hasta que ella se cansara y se dignara a irse.
- ¡No me voy a ir nada!
La tarde comenzó a caer y el taxista no salía del bar. Amelia estaba inquieta. Unos golpes en la ventanilla la sobresaltaron. Un inspector municipal la observaba del otro lado del vidrio.
- ¡No es mi coche, estoy esperando al conductor!
- Señora, escúcheme.
Amelia bajó la ventanilla.
- Ni se atreva a ponerme una multa.
- Señora, cálmese por favor.
- ¡No quiero, ha sido un día muy difícil!
- Señora, ya lo sabemos. Nos ha hecho el día difícil a todos. ¿Quiere apagar la luz y dormir de una buena vez?
- ¿La luz? Pero dónde cree que estamos, no ve que estoy esperando a que el taxista salga de aquel bar.
- Doña Amalia, lleva gritando y hablando sola desde hace cinco horas. Las demás mujeres quieren dormir. Lo único que va a lograr es una dosis más fuerte de calmantes y no salir al patio mañana. ¿Quiere eso?
- Solo quiero que me lleven a mi casa.
- Está en su casa, usted vive aquí señora.
- ¿En un taxi? ¿Usted está loco?
- Señora...
- Déjeme a mi González - la voz vino desde las espaldas del hombre. Una mujer corpulenta apareció con una jeringa en la mano.
- ¡Aleje eso de mi! ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Me quieren raptar!
Los gritos de Amelia inundaron las demás habitaciones, pero afortunadamente para las demás reclusas del siquiátrico, fueron los últimos de la noche. A su manera, cada una podría descansar. Amelia, por su parte, se sumió en un sueño sin imágenes, oscuro, quieto. Mucho mejor, demasiado tendría al despertar.

7 de enero de 2013

Veraneo ardiente

Vimos el tatuaje muy tarde. Demasiado. Para entonces, ya estábamos todos muertos.
Todo comenzó el domingo. Nos levantamos tarde, con resaca y ganas de ir al mar. Éramos cuatro en el departamento. Mi novia se despierta siempre antes, se prepara un café y me espera leyendo en el balcón. Eso lo hace en la ciudad como en la costa. Ese mediodía durmió lo mismo que yo. La pareja amiga con la que habíamos alquilado el lugar, esperó que nosotros usáramos el baño para poner las piernas en movimiento.
Armamos sánguches y pusimos bebidas en la heladerita portátil. Bajo el rayo del sol hicimos las cinco cuadras que nos separaban con la arena y el mar. No imaginábamos lo que luego nos pasaría.
El voley playero no se nos da muy bien, pero cuando uno veranea, no pretende ser una estrella del deporte. De todas maneras, jugábamos para ganar. Mi novia es buena armadora. Ponía en juego cada pelota y eso suele alterar los nervios de cualquier oponente. Mi amigo le reprochó su buena suerte y allí terminó el juego. Discutieron y cada pareja se fue por su lado.
Más tarde, avergonzada, me pidió el celular para pedirle disculpas a Walter e invitarlos con una cerveza. No contestó. Suponíamos que seguía enojado. Había estado de mal humor los últimos días.
Al llegar al departamento, ya estaba anocheciendo. Sentíamos cierto gusto amargo, por la pelea de la tarde. Esperábamos hablar y llegar a buen puerto. Encontramos la puerta abierta, casi de par en par. El equipaje estaba revuelto y las habitaciones desordenadas. El celular de Walter estaba tirado en el pasillo que iba al baño, muy cerca de una gran mancha de sangre.
Anahí se asustó. Me pidió que dejáramos el lugar, que fuéramos con la policía. Pero me negué, tenía que entrar al baño. Quería ver que había detrás de la puerta cerrada.
El cuadro era un horror. En la bañera, desnuda y cubierta de sangre, estaba Alejandra, la novia de Walter. En el suelo, otro cuerpo, apenas vestido con un short. Tenía un hacha clavada en la espalda.
Mi primer pensamiento fue "cuánto dolor, pobre Walter". Entonces Anahí, que estaba gritando a mis espaldas, me señaló el tobillo del cuerpo en el suelo.
Un tatuaje. Un cisne negro. Walter no tenía ningún tatuaje.
Una señal de alarma se encendió en todo mi cuerpo. Atraje a Anahí hasta mi pecho y le dije "salgamos". Pero ya era tarde. Walter estaba de regreso. No pensó que llegaríamos tan temprano. Traía un bidón de nafta en las manos. Su presencia nos cubría la salida. Sonrío. Le hablamos, le preguntamos que estaba pasando, pero solo vimos locura en sus ojos. Se puso a derramar el contenido del bidón, esparciéndolo con furia por todas partes.
Entonces, no lo dudé. Corrí hacia él y me arrojé encima. Le grité a Anahí para que escapara. Caímos al sueño con Walter. Sentí algo en mi vientre. Un fuego ardiente. Anahí gritó, pero escuché su voz proveniente de la puerta: lo había logrado, podía irse, salvar su vida.
Quedé de espaldas, mientras él se erguía. Pude ver el mango de una cuchilla sobresalir a la altura de mis intestinos. Mi suerte estaba echada. Me roció combustible sobre el rostro. Lo vi alejarse y encender un fósforo.
Solo deseaba una cosa en ese instante. Que Anahí estuviera lo más lejos posible. El por qué, ya no tenía sentido. Luego, todo fue calor. Pero sin playa, sin mar, sin arena.

4 de enero de 2013

¿Te acordás, Malena?

Días atrás subí al colectivo para viajar hasta una ciudad cercana a realizar trámites y me senté al lado de una chica. Estaba muy dormido y no la reconocí. Ella me tocó el hombro, divirtiéndose con mi sorpresa. Una vieja amiga, que hacía tiempo no veía. Estaba de visitas por unos días.
Me contó que vivía en un país europeo, que esperaba poder terminar los estudios allá y ejercer su profesión. Le pregunté si acaso la situación económica en el viejo continente era propicia como para pensar en radicarse en forma definitiva y no tuvo dudas en su respuesta: "No me vuelvo ni loca".
La hora de viaje se pasó volando. Recordamos nombres y fuimos intercambiando datos de conocidos. Como si fuéramos una especie de GPS, los íbamos situando en un mapa mental, en la misma medida que los nombrábamos. Nos dimos cuenta que no solo el tiempo pasa, sino que el mundo parece moverse debajo de nuestros pies. Nos pareció increíble que gente con la que antes coincidíamos en un mismo colegio, en un mismo patio de juegos, ahora estuviera tan dispersa en el país y afuera.
Cuando quise despedirme para bajar, ella iba a hacer lo propio. Nos reímos de esa nueva coincidencia. Descendimos juntos y la acompañé hasta el lugar donde se dirigía, que quedaba de paso en el trayecto que debía realizar.
- Malena - le pregunté - ¿Sabés de quién no se nada?
- Me imagino - respondió ella.
- No te quise preguntar antes, pero ignoro si nos veremos otra vez antes que te vuelvas, así que te lo pregunto igual. ¿Qué es de la vida de Marcelo?
Me arriesgué, sin dudas. Marcelo había sido un gran amigo, pero al mismo tiempo, el eterno novio de Malena. Supe hace años que se habían peleado y que él se había ido a España. Malena con el tiempo, también se fue. No recuerdo quién, me había mencionado que estaban juntos del otro lado del oceáno. Pero me parecía más un rumor que un hecho.
Se hizo un silencio incómodo. Escuchaba sus pasos sobre la vereda. Usaba tacos bajos, pero de madera y repiqueteaban con empeño.
- Está en España - me dijo al cabo de unos minutos.
- Si, eso lo sabía. Pero pensé que...
- ¿Que yo había viajado para buscarlo?
- No. Bueno, si. Eso me dijeron al menos.
- No te mintieron. Pero eso fue hace mucho.
Malena se detuvo, me tomó del brazo y casi suplicando con la mirada, me preguntó si tenía diez minutos para tomar un café.
Cruzamos la calle y en absoluto silencio, elegimos una mesa apartada de un local en una esquina. Pedimos dos lágrimas y quedamos contemplando la mesa. Esperaba que ella empezara a contar la historia, pero mantenía el hermetismo. En realidad, no se animaba a comenzar. Entonces, la ayudé.
- ¿Seguís en contacto?
Se mordió los labios.
- En cierta forma. Pero en realidad no lo veo. 
- No quería preguntar para incomodar, pensé que estarían bien. Como te dije, eso había escuchado...
- Tito - el apodo me llegó por sorpresa, porque hacía tiempo que alguien no me llamaba así - vos lo querías mucho a Marcelo, vos te acordás bien cómo era.
No era una pregunta, era una afirmación. Asentí con la cabeza. Cómo no recordarlo. Mujeriego por completo, toda conversación indefectiblemente giraba en torno a una mina. Pero amaba a Malena, aunque eso no frenaba sus impulsos con el género opuesto. Por eso, ella lo celaba. Para nosotros, demasiado. Pero qué sabíamos entonces de la vida.
- Recuerdo que la pelea que los separó fue por eso. Al menos eso dijo Marcelo en aquel entonces.
- Fue por eso. Y cuando se fue a España, estaba segura que lo perdía para siempre. Pero nos mantuvimos en contacto. Por iniciativa de él. Empezó a escribirme correos electrónicos, quizá para no sentirse tan solo de entrada. Sin embargo pasaba el tiempo y el intercambio seguía. Un día me dijo si no me animaba a irme. Que podía quedarme con él, que había buenas universidades... - entornó los párpados - Y pensé que quizá podíamos empezar de nuevo.
- Y fuiste.
- Y fui.
- ¿Qué pasó?
- No lo vas a creer.
- ¿Se había casado y nunca te lo dijo?
- Peor. Se había vuelto puto. Lo pasaba a buscar todas las noches un marroquí de casi dos metros de alto.
El pocillo quedó a medio camino. La escruté con la mirada esperando el momento en el que ella reiría y me diría que era una broma. Pero en lugar de esa escena, me topé con sus lágrimas.
- Malena, no se que decirte. Lo siento mucho. Me imagino que fuiste con muchas esperanzas y de pronto...
- No te preocupes, ya pasó bastante tiempo desde entonces.
- Perdón que te pregunte, pero... ¿qué pasó después? ¿Aguantaste vivir así con él? ¿Te mudaste?
Se llevó una mano a la boca. Movió la cabeza de un lado a otro, como negando el recuerdo. Esquivó mis ojos y noté en sus manos cierto temblor.
- Perdón - me dijo intempestivamente - No me siento bien.
Se puso de pie y se alejó por la puerta del bar. Pensé que para siempre. Quedé solo y tuve que pagar. Era lo de menos. El dolor de ella no tenía precio.
Esta mañana me llegó un correo electrónico de Malena. Ni siquiera sabía que tenía mi dirección. Aunque hoy en día se puede encontrar todo en internet. Lo quise leer de un tirón, pero tuve que detenerme en varios pasajes. Se me revolvió el estómago en más de una oportunidad y aún siento un nudo en la garganta.
Hice lo que me pidió y una vez que finalicé la lectura, lo eliminé. Quisiera hacer lo mismo con el conocimiento que me dieron esas líneas. Pero no existe papelera alguna para estas cosas. Viven con uno hasta que los días se apaguen.
Está en España me había dicho. Y era cierto. Sigue allí y lo hará por un buen tiempo. Se encuentra entre los bloques de ladrillos que Malena colocó en las reformas que le hizo al departamento. Supe entonces que los estudios que está terminando son los de arquitectura. Que los celos habían vuelto. Que jamás pudo aceptar que Marcelo la relegara por un hombre. Que una tarde lo mató y le dijo luego al marroquí que había regresado a Argentina y ya no volvería.
Cada tanto le tocaba volver, arreglar los papeles de Marcelo en el país y traerle algún que otro regalo a sus familiares en nombre de él. Se las ingeniaba y hasta ahora seguía engañando a todos.
En estos momentos debe estar en pleno vuelo, camino a su casa. Irónicamente, el lugar donde está su gran amor. El secreto está a salvo conmigo. No tengo motivos para delatarla. El mundo está muy raro en la actualidad. Supongo que en algún momento uno purga sus penas, sino es acaso, en el día a día.
Es difícil afirmarlo.Porque a pesar de los años, ni siquiera hoy podemos afirmar que sabemos algo sobre la vida.

1 de enero de 2013

Estrellas lejanas

Si algo recordaba de aquella noche Cortéz, eran las estrellas. Brillantes, espléndidas, gigantes sobre un cielo despejado y tan amplio como creía entonces, era su futuro.
Ahora, al pensar en aquel momento, anclado en un pasado difuso que no alcanzaba a comprender, cerraba los ojos como si el solo recuerdo se clavara en sus entrañas. Pero se había acostumbrado. Al principio casi a la fuerza, con el tiempo, por el simple hecho de aceptar las cosas como era, la forma en la que el destino se iba presentando bajo diversos disfraces.
Y si se detenía a mirarlas (a las estrellas) era solo por la convicción de creer que en el caso de tener que vivir su vida otra vez, no repetiría los mismos errores. Estaba seguro que así sería. Pero nadie puede vivir dos veces. Cortéz lo sabía. Ahora. En aquel momento, no.
Entonces era joven, con un buen trabajo, muchos ahorros, y un amor entre ceja y ceja. Persiguió a éste último mucho tiempo, hasta que creyó enamorarla. Una morocha muy linda, de ojos oscuros. La conocía desde siempre, pero era mujer de muchos amores. Pensó que podía cambiarla. Y ese fue su primer error.
Se convenció que eran el uno para el otro y le ofreció una vida juntos. Parecía poca cosa para ella. Entonces se compró un coche para llevarla donde se le antojara. Pero el ir y venir no asentaba la relación. Decidió construir una casa. Enorme, de habitaciones amplias y luminosas, con un jardín siempre primaveral y piscina con trampolín. Y allí fue que ella dio el sí.
Se casaron en verano, al aire libre. Una fiesta majestuosa, con más de doscientos invitados. Risas, alegrías, música y caricias. En lo alto, las estrellas. Brillantes, espléndidas, gigantes sobre un cielo despejado tan amplio como su sonrisa. Podía imaginarse el amanecer, la noche en la habitación del hotel que había reservado y luego el viaje en avión hacia Europa, a la luna de miel. Hasta podía sentir la sensación del despegue, tomándola de la mano, sintiendo su calidez, diciéndole que no tema, que él estará siempre a su lado.
La buscó con la mirada, entre los últimos invitados que aún danzaban bajo la estrellada noche. No la vio. Preguntó, pero no tuvo suerte. Y cuando comenzaba a preocuparse, divisó entre los arbustos el color de su vestido. Corrió hasta allí y...
Habían pasado muchos años de aquello. Pero el dolor seguía latente, a pesar del tiempo. Si viviera otra vez su vida, no se enamoraría, no buscaría la felicidad, no desearía la compañía de esa mujer que desde entonces habitaba sus sueños.
Escuchó su voz y salió del ensimismamiento. Ya había amanecido. Había perdido la noción de la hora. Ella había salido de su habitación, con el mal humor de cada día. Apenas si llevaba un camisón cubriendo su cuerpo rollizo. Tenía ojeras y el cabello revuelto. Le preguntó de mal modo si ya había preparado el desayuno. Él le pidió disculpas, le dijo que aún no, que se había quedado dormido. Ella se lo reprochó, como le reprochaba todas las cosas.
El hombre no se inmutó. Preparó dos tazas de café con leche y sacó medialunas de la heladera, que luego puso a calentar en el microondas. La observó devorar el desayuno y se volvió a prometer que si viviera nuevamente, se alejaría de ella ni bien la viera por primera vez. En tanto, aceptaría las consecuencias. Su insistencia, su deseo de poseerla, su vano intento de cambiarla. Desde aquella noche, cuando le dijo "si, quiero" para luego revolcarse con otro detrás de un arbusto, su vida era un infierno. Pero era el precio.
Por alguna razón las estrellas están tan lejos. Si fuera posible tomarlas con las manos, todo querrían una. A pesar, incluso, de saber que son bolas de fuego ardientes, que acabarían con uno en apenas un segundo.