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30 de diciembre de 2013

No teníamos sidra

Pasó lo mismo que el año anterior. Faltaba media hora para el brindis y descubrimos que alguien se tomó la sidra que estaba esperando a ser descorchada en la heladera. Que fue la Brenda mientras cortaba las frutas para la ensalada, que se la llevó el Miky al campito para tomar con los amigos, que esto, que lo otro. Lo único cierto es que no teníamos sidra.
Ana dijo que lo olvidáramos, que brindábamos con vino, con cerveza, con lo que "haiga", dijo muy campechana sin reparar en la palabra utilizada. Pero yo miré a la vieja y la desazón que encontré en su rostro me desmoronó. ¡Con lo que le gustaba la sidra! Pobre vieja, siempre laburando para tener todo impecable para sus hijos y la vez que podía sentarse a tomarse una copita de sidrita con su familia, algún inmaduro le quitaba el placer.
Me puse de pie y me acerqué a la vieja. Le murmuré al oído, la besé en la mejilla y me alejé guiñándole un ojo al Pipi, que con sus tres añitos era ajeno a todo, repleto de tierra de pies a cabeza, jugando en el suelo con sus autitos.
¿Dónde vas? me preguntaron casi a coro Elena y mi mujer. A comprar una sidra, les dije como si fuera lo más normal del mundo. Las dos se miraron asombradas. Para no estarlo, casi medianoche, casi año nuevo. ¡Quién tendría un negocio abierto a estas horas! Y menos en el barrio, donde solo había un kiosco y cerraba apenas amagaba con irse el sol.
Mi mujer se me acercó apurada. Pensé que me pediría que me quedara, que no saliera, que ya casi era la hora del brindis. Pero en realidad lo que quería era decirme que fuera en la bicicleta de mi cuñada para hacer más rápido, y que si encontraba pasas de uva con chocolate, le trajera un paquetito, porque tampoco quedaban más y era la única confitura que la tentaba.
Salí pedaleando, escuchando algún que otro petardo a la distancia y cruzando, con la vista, más de una cañita voladora reventando en el aire.Como supuse, en el barrio la búsqueda era decididamente en vano. Cambié el rumbo y tomé una calle hacia barrios más céntricos. Se veía gente en las veredas, algunas mesas al aire libre, ventanas iluminadas con grupos de personas comiendo o charlando del otro lado, se observaba fiesta y buen ánimo en todas partes, pero no había ni miras de un negocio abierto.
Recordé entonces la estación de servicios por la ruta. Miré la hora en el celular y lo volví a meter en el bolsillo de la camisa. Unos quinces minutos para el año nuevo. Le metí ganas al pedal. La idea de no llegar para el brindis me ponía los pelos de punta. Pero pensaba en la viejita y entonces volvía a entender la razón por la que estaba yendo en bicicleta hacia las afueras de la ciudad.
Fui silbando La Cumparsita, como cuando era pibe y salíamos con el Mingo, mi abuelo, a andar en bici hacia el puerto. Nos gustaba quedarnos por horas mirando el movimiento portuario. Es que el viejo había sido marinero, según me contaba entonces, ganándose toda mi admiración. Después, con los años, supe que había sido toda una mentira, que conocía el mar de fotos y que lo único que hacía al llevarme allí era escapar de su trabajo en el taller de calzados que tenía en el garaje de su casa. ¡Pero quién me quitaba todas sus historias, inventadas o no!
Fue entonces que vi las luces de la estación de servicios. Sentí un alivio enorme al divisar a un empleado detrás del mostrador. Desaceleré y me bajé de la bicicleta aún estando en movimiento, como cuando era chico y hacía enojar a la vieja con eso, que temía que me diera con la ñata en las baldosas.
- Buenas noches - dije con elocuencia, feliz de haber encontrado algo abierto - ¿Tendrá una sidrita para vender?
- ¿Va a brindar solo, mi amigo? - preguntó cansino el hombre, mientras se dirigía a la heladera del fondo.
- No, estoy con mi familia, pero nos quedamos sin sidra.
- Error de cálculo.
- Má no. Algún vivo que se la tomó y no dijo nada.
- Ovejas negras hay en todas las familias.
-Ni que me lo diga.
- Aquí tiene, bien fría - el empleado me extendió la botella, dentro de una bolsa.
Por alguna razón, reparé en la situación del hombre. Trabajando a minutos de explotar el cielo en millares de colores y sonidos, del entrechocar de copas de norte a sur cuando las campanadas de la iglesia frente a la plaza den las doce. Y no pude resistir a la tentación de preguntar.
- ¿Debe ser feo estar acá, en este mostrador, cuando todo festejar, no?
El hombre sonrió, pero fue una sonrisa triste, como resignada.
- Y para qué le voy a mentir - me dijo - La verdad es que vivo solo, así que cada año pido trabajar la noche de Navidad y la de Año Nuevo, para no joder a los demás, que tienen familia.
- Pero che, la pucha. ¿Ni un familiar, nada?
El empleado, mientras buscaba el vuelto para mi billete, meneó de un lado a otro la cabeza.
- Y digo - proseguí, sin intención de enterrar ninguna cuchilla pero con la curiosidad propia de una vecina con rulero y escoba en la mano - ¿no le molesta tener que hacerlo?
- ¿Trabajar en medio de una fiesta? Para nada. ¿Se piensa que soy el único? Se equivoca, imagínese la cantidad de estaciones de servicio abiertas en este momento en el país. O la cantidad de guardias de seguridad en bancos, fábricas o empresas, recorriendo en estos momentos el perímetro, controlando cámaras de seguridad, estando alerta. O en los camioneros que viajan, los taxistas recorriendo las calles, los médicos y enfermeras atendiendo una urgencia, o prontos a ayudar a dar a luz en un parto. O los policías, que velan por los demás. Los bomberos alertas para combatir cualquier siniestro. Los colectiveros cubriendo las distancias sin quitar la vista de camino. Y mírese a usted, hablando aquí conmigo, cuando en su casa deben estar levantando las copas, chocando unas con otras. Tome, aquí tiene su vuelto.
De inmediato, los estruendo lejanos, se convirtieron en una estampida de cohetes, explosiones y gritos de algarabía que vaya saber de qué parte traía la brisa veraniega. Y al levantar la vista, a través del enorme ventanal, fui testigo del sinfín de colores que estallaban sucediéndose uno con otros en brutal coreografía.
- Feliz año nuevo - me dijo el hombre, teniéndome la mano para saludarme.
No dudé en darle un abrazo y abrir la sidra que acababa de pagar. No había copas, así que nos pasamos la botella y tomamos del pico.
Cinco minutos después pedaleaba de nuevo hacia la casa de la vieja, con una sidra fría sin abrir en una bolsa de nylon, ocasionalmente estampada con un arbolito verde y bolas de colores. Iba silbando La Cumparsita, sabiendo que al llegar recibiría reproches y vaya a saber que más. Pero la sidra me había entonado y poco me importaba. Pensaba en la vieja, en su copita llena, en la dicha de poder sentirme libre y saber que los momentos, por más efímeros que fuesen, son únicos e irrepetibles, estemos donde estemos. ¿Quién me quitaba ser testigo de la sonrisa del empleado, al fin brindando con alguien? ¿Quién me quitaba el poder salir en pleno año nuevo a buscarle una sidra a la vieja?
Me sentía un super héroe, alguien renovado. Podía ser el efecto de las primeras horas del nuevo año o bien, el alcohol de la sidra. Poca importancia tenía. Eran como las historias del Mingo. Si eran ciertas o no, de qué valía. Me habían hecho bien, me habían llenado el alma, la infancia.
El viento me daba en la cara, bendiciéndome en el primer día de enero. Podía ver la lamparita del frente de la casa titilando en la noche. Y debajo de esa luz oscilante, la figura de mi mujer, esperándome - preocupada - con los brazos cruzados.
Sonreí sin ocultarlo y pedaleé con más fuerza, con tantas ganas de abrazarlos a todos, que la alegría no cabía en mí.


27 de diciembre de 2013

La aterradora verdad que esconden los pinos

Renzo no tenía miedo. O al menos, eso pensaba Celeste. Lo veía avanzar comandando el grupo, con el porte sereno y la voz firme, sin ningún temblequeo. Ellos, en cambio, iban apretujados unos con otros, lanzando miradas a todas partes, seguros que en cualquier momento alguna sombra se transformaría en un monstruo o algo por el estilo.
La idea de visitar el cementerio de noche había surgido casi de imprevisto, por una apuesta tonta con otro grupo de chicos, con los que habían coincidido esa tarde en la plaza. Renzo había aceptado el reto en nombre de todos, pero sin consultar a ninguno.
Quizá por eso, o bien, porque lo hacia siempre, había tomado el liderazgo en la misión. La noche lo hacía más difícil. Celeste pensó en sus padres, seguramente tranquilos mirando la televisión en la cama, pensando que su hija estaría en casa de Antonella, con más amigas.
No podía imaginar en que pensaban los demás, pero los notaba aterrados. Marchaban iluminando el camino con apenas un par de linternas, de muy baja potencia. Algo de ayuda tenían de la luna, que gigante en el cielo, ofrecía un mínimo de claridad. Pero al mismo tiempo, con su presencia, le daba a la aventura cierto matiz de película de terror, que no era del agrado de la mayoría.
Alguien preguntó hasta donde iban a caminar. Las tumbas al aire libre ofrecían un inhóspito abrazo. Los mausoleos, monumentos a la soledad y al abandono, se erigían fantasmales de un lado y de otro. Las callejuelas internas parecían ensancharse, apretándolos con  fuerza, casi dejándolos sin aire. Celeste sabía que no era que se angostaran, sino que ellos caminaban más amuchados, por el miedo.
Renzó demoró en hacer oír su voz, trayendo la respuesta.
- Hasta la parte de atrás, donde están los pinos.
Más de uno sintió que un dedo frío le recorría la espalda. Todos sabían la historia. Decían que donde estaban plantados los pinos, habían enterrado hacía años a los reclusos que se habían amotinado en la comisaría de la ciudad, provocando un enorme incendio y la muerte de todos.
Pero no hubo quejas. Solo miradas al suelo. Una apuesta era una apuesta. Renzo y cada uno de ellos lo sabía. Más allá del miedo, estaba el honor. Y eso, cuando uno es niño, es más importante que cualquier otra cosa. Incluso que la cordura.
Iban en silencio y cada vez que alguno pisaba una rama, haciéndola crujir, saltaban en el lugar. Antonella o Leticia, además, pegaban un breve chillido. Celeste no podía distinguir cuál de las dos era. Lo que si podía diferenciar, era la calma del líder, de Renzo, en contraposición con el resto. Y eso, dentro del escenario donde estaban, le transmitía valor para seguir avanzando.
Hasta que de repente, Renzo desapareció. El grupo se detuvo, paralizado, espantado. Estaba allí, adelante, a pocos metros. Y de un momento a otro, ya no estaba más. Celeste pensó que se le cortaba la respiración. Uno de los chicos balbuceó algo, que nadie entendió. Pero la preguntaba que bailoteaba en todas las cabezas era la misma: ¿Y ahora que hacemos?
Fueron treinta segundos de desconcierto, todos clavados como estacas al suelo, con la imagen de los pinos a escasos diez metros. Bastó que algunas ramas crujieran entre los árboles, para que comenzaran los gritos.
El grupo se desarmó en una fracción de segundos. Niños y niñas abrieron sus bocas para arrancar alaridos de pánico, mientras volvían sobre sus pasos, pero ya sin respetar la fisonomía de grupo con la que habían llegado.
Los más rápidos se habían adelantado varios metros en la fuga hacia la entrada. Un par de niños había tropezado y rodado en el suelo. No les importaron las magulladuras, se levantaron y volvieron a movilizar las piernas. Celeste corrió y corrió, mientras su pecho se agitaba de manera alarmada. Se odiaba por no tener el coraje necesario para poner orden, para detenerlos y pedirles que regresaran por Renzo.
Llegó a la puerta principal del cementerio exhausta. No sabían cuántos venían detrás de ella y cuántos habían salido ya a la ruta, e iban camino a sus casas, quizá aún gritando despavoridos.
Celeste volvió a mirar atrás. Los pinos volvían a estar distantes. Antonella pasó corriendo por su lado, con lágrimas en los ojos. No vio a nadie más en la calle central. Se miró los brazos y notó los vellos erizados. Tomó un poco de aire. Estaba a punto de emprender la marcha cuando escuchó, lejanas, las risas.
Algo le decía que se fuera. Sin embargo, volvió a meterse al cementerio. Eran carcajadas, podía estar segura. Veían de una callejuela paralela a la principal, detrás de unos mausoleos que se destacaban por sus cúpulas bajas, adornadas con tejas, que bien podían ser rojas o naranjas, pero que bajo la tutela de la noche, eran negras como el alma del diablo.
Avanzó con cuidado. Las risas eran notorias. Las voces, que también había creído escuchar, ahora le llegaban nítidas.
- ¡Viste cómo corrieron!
- ¡Yo les decía que nos íbamos a matar de la risa!
- Estuvo genial Renzo, genial. ¡Qué manera de cagarnos de la risa!
- La verdad que te pasaste, te merecés estar con nosotros.
- ¿En serio, chicos? ¿Puedo juntarme con ustedes?
- ¿Después de ésto? ¡Pero claro!
Ahora, otra vez las risas, los niños mofándose de lo sucedido, la voz de Renzo mezclándose con la del otro grupo, su nuevo grupo y las lágrimas de Celeste, cayendo una tras otra, resbalando sobre las mejillas, para perderse en la gramilla que crecía pegada a una lápida.
Se marchó en silencio, sin que la vieran. Se fue aterrada. Los vivos le daban más miedo que los muertos.

24 de diciembre de 2013

Antes de Navidad

Le pedí como cada año que escribiera su carta. Me miró de manera desagradable y estuvo a punto de decirme algo. Pero en lugar de eso, dejó los juguetes en el piso y fue a buscar la cartuchera de la escuela que desde que había terminado las clases, había quedado en la mochila.
Se sentó a la mesa y se puso a escribir en una hoja que también había sacado de entre sus cosas. Levantaba la vista de vez en cuando, dejando el lápiz apoyado en el labio inferior, como pensando en algo distante. Luego volvía a la escritura, casi en forma salvaje.
A los pocos minutos estaba otra vez jugando. Le dije que cuidara no de jugar muy cerca del árbol de Navidad. El año pasado había enredado un auto a control remoto con las luces y tirado el árbol al suelo. No hizo demasiado caso. Pero al menos, había escrito la carta.
Sabía que no iba a tener la misma suerte con su hija. Ya tenía quince años y estaba en una etapa que podía calificar de complicada. Llegó a casa cuando me disponía a cocinar. Como sucedía desde hacía un tiempo, entraba sin saludar y se encerraba en la habitación.
Fui hasta la puerta y golpee, primero con suavidad. Al no responder, toqué más fuerte. Finalmente, la llamé por su nombre y con un tono más alto que lo común.
Abrió bruscamente, asustándome. Sin embargo, era lo que ella buscaba. Mi enojo. Mantuve la calma y le pedí lo mismo que a su hermano, que escribiera la carta. Sus ojos parecían cruxificarme. Me gritó que era grande y que no tenía sentido, que ella ya sabía la verdad.
Mordí con fuerzas los labios. ¿Acaso valía la pena discutir con alguien que no escucha, que no hace el esfuerzo siquiera? Le dije que lo hiciera por su hermano. Se rió en mi cara. Me contestó que él también pronto crecería y sabría la verdad. Tarde o temprano la sabría. Y entonces me condenaría por haberle mentido tanto tiempo.
Cerró la puerta y quedó entre la madera y mi rostro un aire viciado, donde crecía la rabia y la impotencia. Porque sabía, muy en lo profundo de mi alma, que ella tenía razón. Todos los años la carta y para qué, con qué motivo. Aferrarse a una creencia, a una manera de ver la vida.
Si el padre de los chicos había fallado como ser humano, no era culpa de ellos. Este año solo le llevaría una carta. Quizá el año próximo ni siquiera eso. La única cárcel de máxima seguridad que conozco, no es la que visitaré esta tarde, sino la de mi propia vida, presa de mis decisiones. A veces creo que hasta de esto tengo la culpa, de que el maldito hijo de puta de mi marido haya nacido justo antes de Navidad.

21 de diciembre de 2013

Willy Corona o el Hombre de las Nieves

Considero que cualquier trabajo digno merece que la persona que lo realiza, se esmere por hacerlo lo mejor posible, porque en el todo de una sociedad la suma de las partes es lo que garantiza el bienestar general.
Mi rol en ese engranaje se puede encasillar en el rubro artístico. Desde muy pequeño sentí cierta atracción por actuar. Quizá desde que comprendí que haciendo monerías podía cambiarle el ánimo a las personas, haciéndolas reír o en algunos casos, como a mi madre, enojar.
El primer papel importante fue en un acto escolar, que rememorándolo me sabe a bizarro. Puede que haya sido mi primera experiencia de teatro under, sin siquiera saberlo. Interpreté en una rara pieza teatral escolar a un mexicano llamado Willy Corona, que tenía la particularidad de usar bigotes anchos, grandes y oscuros, llevar una pistola en cada mano y hablar a los gritos, repitiendo palabras que en ese entonces no le encontraba sentido, como ser "manito" y "cuate".
Les mentiría si les dijera de que trataba exactamente la obra, pero tengo imágenes fugaces de una fauna diversa de personajes sobre el escenario de la escuela: un cantante de rock, un navegante africano, un vendedor de pizzas italiano, un bailarín ruso y una mazamorrera argentina. Aunque dudo si ésta última no pertenecía a otro evento en el colegio, quizá el acto por el Día de la Indepencia o la Revolución de Mayo.
Les repito, no puedo encontrar en mi memoria un registro más fehaciente de lo ocurrido sobre las tablas, pero si tengo la certeza de haber sido esa mi primera presentación ante un público que no fuera solo el del ámbito familiar, que siempre es condenscendiente.
Soñé desde entonces con una carrera brillante, repleta de éxitos, de viajes al exterior recorriendo galas de premiación, rodeado de otras grandes figuras, firmando autógrafos y sentándome en los sillones de invitados de los más renombrados presentadores televisivos de todo el mundo.
Me veía noche a noche, cuando cerraba los ojos, abrazado a estatuillas de oro, agradeciendo con lágrimas en los ojos a todos los que hacían posible ese momento. Me despertaba a veces aferrando con fuerza el cuello de mi oso de peluche, como si realmente fuera un premio que temía me arrebataran en la soledad de mi habitación.
No dudé ni un instante al salir del colegio secundario. Me anoté en Actuación. Poco importaba el reproche de mi padre, que me quería trabajando en alguna fábrica para asegurarme el salario mes a mes. Y mucho menos, el deseo de mi madre, de tener un hijo ingeniero donde pudiera proyectar todos sus anhelos frustrados de una educación universitaria.
Debo confesar que fue muy duro. Viviendo en pensiones, trabajando en bares, como malabarista en esquinas, repartiendo folletos, incluso, durante unos meses, donando esperma o sangre a cambio de dinero.
Pero el día llegó. Y no hablo del día de la graduación. Porque ese día pasó sin pena ni gloria, ya que si bien celebré con los compañeros, no tuve a nadie de la familia cerca para recibir un abrazo. Hablo del día de la primera gran posibilidad laboral en lo mío, en la actuación.
El rol protagónico. La gran chance. Para esto es que me preparé durante tantos años, haciendo cientos de sacrificios y sufriendo por momentos, enormes penurias. Este era mi trabajo y como tal, como parte del aceitado engranaje de la sociedad, debía hacerlo de la mejor manera, para de esa forma contribuir al mundo desde mi humilde lugar. Y no nos engañemos, para lograr también el reconocimiento, el aplauso y de alguna manera, atraer la atención de productores o directores que se animaran a confiar en mi talento, mi preparación continua.
Fue entonces, cuando me hicieron la señal convenida de antemano, que el corazón se me aceleró a tal punto que temí por una parálisis escénica. Sin embargo, fue una fracción de segundos, un temor infundado, que de inmediato quedó en el olvido al recordar mi lugar en el mundo, aquel que descubriera en la piel de Willy Corona mientras agitaba los brazos al aire, blandiendo las armas de plástico y gritando "oye manito" y "oye cuate".
En un santiamén me puse la calurosa máscara de hule con cabello sintético, completando el traje que me había colocado una hora antes, para aclimatarme al personaje. Y gruñendo enfurecido, como había practicado todo el mes, salí al hall central de la enorme juguetería para representar al Wilfred, el Abominable Hombre de las Nieves.
Les juro que pude ver el terror en los ojos de esos pequeños. Les juro que los pude ver. En ese momento supe que mi actuación era soberbia y que ellos, no me olvidarían jamás.


18 de diciembre de 2013

Doble chance

La mano buena sostenía la linterna. La otra, la que sangraba, era un peso que latía con dolor a un costado de su cuerpo. La luz comenzó a parpadear. De pronto, todo fue oscuridad.
No fue el terror de no ver lo que lo agitó, sino el grito ahogado de su novia, que caminaba un paso detrás. Le pidió que mantuviera el silencio, en apenas un susurro.
Hacer ruidos no era un privilegio que pudieran darse. Aquel lugar tenía terrores mucho más grande que la simple y siempre desconocida oscuridad.
Caminaba tanteando con la mano sana, que aún aferraba la linterna como si esta en cualquier momento fuera a despertar de su letargo. Su novia, que no podía calcular dónde estaba, lo empujaba sin querer cada tanto.
El andar se dificultaba por el agua, que les tapaba los tobillos. El sentir los pies mojados y fríos era otro obsctáculo físico y mental.
Una pared de granito tropezó con su mano. Con los dedos fue siguiendo su rastro hasta dar con un espacio vacío. Un conducto hacia alguna parte. Se podía escuchar a lo lejos el sonido de una vertiente. Si el agua iba hacia allí, es que había una salida.
Su novia volvió a emitir un chillido. Lo había hecho en otras ocasiones al creer sentir una rata en sus piernas. Pero ahora, estirando su brazo, había tomado la mano lastimada de él. Dio un respingo de dolor, pero no rechazó el gesto. También había oído lo mismo. Y no se trataba de la pequeña cascada más adelante.
Era una respiración entrecortada, casi un jadeo, proveniente de dónde ellos venían caminando.
- Algo nos sigue - dijo ella en voz muy baja.
- Lo escucho - respondió él, tratando de no alarmarla.
Metió la linterna entre el pantalón y la cintura y en su lugar, tomó el revólver que llevaba en el bolsillo interno de la campera.
- Ponete atrás mío - le pidió a su novia.
Ella obedeció sin chistar, acurrucándose en su espalda.
La respiración se acercaba más y más. Incluso se podía sentir el chapoteo en el agua, de lo que parecía, ser pies o patas de algo muy enorme.
Empuñó el arma y colocó el brazo en horizontal, apuntando hacia delante. Era conciente de aquella pesadilla. Para llegar a ese subsuelo había tenido que utilizar cinco casquillos. El tambor era de seis. Solo le quedaba una oportunidad. Tenía una chance doble: la de acertar y que el fogonozo iluminara lo que los perseguía o la de errar y que el fogonazo alumbrara aquello que los mataría.
- Si llego a fallar, tenés que correr hacia dónde escuchás la cascada de agua.
- Corremos los dos, sola no me voy.
- Corrés sola, si fallo tengo que enfrentarlo. Ya viste lo que nos atacó arriba. Esto parece más grande. Si avanzamos los dos, nos matará a ambos. De esa forma, vos tenés una posibilidad.
- Prefiero quedarme con vos.
- ¡No digas tonterías! Preparate, voy a disparar.
- ¿Y escapar sola? ¿Te creés que afuera voy a estar a salvo? ¿Tenés la esperanza que lo que ocurrió en el laboratorio ya no esté esparcido afuera? ¡Maldita sea, los dos sabemos que ya no hay escapatoria! Acá, afuera, dónde sea. Ya no la hay. Me quedo.
Escucharon otro paso más en al agua, mucho más cerca. Entonces, él disparó.
La luz de la explosión fue suficiente para ver la bestia que los acosaba, mientras la bala seguía su trayectoria.

15 de diciembre de 2013

Podría haber sido menos boludo

Podría haber sido menos boludo, pero me compré un auto. Ahí saltó todo. Se destapó la olla, como quién dice. En realidad venía de antes la mano. Pero con esa comprita, quedé pintado.
Todo comenzó en abril o mayo. Ya no recuerdo. Miento, si recuerdo. Fue para el día del trabajador. Era feriado, no había un alma en la calle y entonces el BMW frenó casi tocando el cordón de la vereda.
- ¿Sos Ferreyra? - preguntó un tipo de bigotes y anteojos oscuros, sentado del lado del acompañante. Había bajo el vidrio polarizado y era lo único que alcanzaba a verle - ¿El que juega de 9?
- Si - respondí de inmediato, enceguecido por ese coche sacado de una película, pensando en que quizá el tipo era un representante o algo y me había visto jugar.
- Te vi jugar - me dijo, como leyéndome el pensamiento. En ese instante se me dio vuelta el culo.
- ¿Contra Atlético? - pregunté esperanzado, porque en el clásico metí dos pepas y una asistencia.
- No, en un video que me mostraron. Es la primera vez que vengo a la ciudad, soy de Capital - me confesó.
La respuesta no me desmoronó, muy por el contrario. Si había visto un video, era que le había gustado mi forma de jugar. O eso pensé.
- Mirá, te la hago corta - me dijo, haciéndome una seña para que me acercara y cuando estuve a una lengua del vidrio, bajó la voz, pero siguió hablando - Quiero arreglar un partido. El que van a jugar dentro de dos domingos. Necesito que termine empatado. Con unos amigos hicimos una apuesta algo borrachos, elegimos un partido al azar del interior y pusimos muchísima plata en juego.
- Pará, en esa no me meto - y dando un paso hacia atrás quise dar a entender que era humilde, pero honrado.
- Cincuenta mil.
Dos palabras bastaron. Me acerqué para que me las repita, pero las había escuchado bien. Hice cálculos y si bien no soy bueno para eso, entendí que con eso tiraba para un buen rato sin necesidad de laburar, ayudándome solo con lo poco que me pagaban por partido en el club.
- ¿Empatados? - pregunté.
- Empatados - contestó.
Hice memoria, repasando el fixture. En dos domingos jugábamos contra el último, al que todos le metían cuatro o cinco.
- ¿No puede ser otro partido? - no quería compartir el dinero con los demás, ni mamado. Para que nos empatara el Sportivo teníamos que jugar mal y esperar un milagro.
- Ese. Ningún otro. Vimos videos, sabemos que es difícil. No te digo que estábamos borracho. Elegimos un partido al azar en una página web del interior.
- ¿Y justo ese?
- Justo ese. ¿Te interesa? Si empatan, hay cincuenta mil. Lo repartís entre todos, entre los que colaboren, como vos quieras. Vos sos nuestro nexo. Ahora, no empatan y nunca nos viste. No te preocupes por tomar la chapa patente que está cambiada. No comemos vidrio.
- Pero cómo sé que me van a dar la plata si empatamos. ¿Un adelanto, algo?
El bigotudo miró hacia el lado de conductor. Luego negó con la cabeza.
- Somos gente de palabra, vas a tener que confiar. Hagan lo posible y serán recompensados.
Prácticamente no dormí esa última semana. Estuve a punto de contarle a los muchachos, para que se prendieran. Pero si empezaba a repartir, quedaba poca guitarra para cada uno. Llámenme egoísta o como quieran, pero quería la plata para mí.
El domingo del partido llegué al vestuario con un dolor de cabeza que me partía la cabeza. El técnico me preguntó que me pasaba y le dije que con seguridad había comido algo que me cayó mal.
- No seas pelotudo Ferreyra, que no tenemos suplentes. Lo que jugamos con el Sportivo para ahorrarnos unos pesos la directiva le dijo a los suplentes que no vinieran.
- ¡Qué ratones que son! - argumenté, sabiendo que me venía al pelo, ya que por más mal que jugara, no me iba a sacar.
Pero me costó meterme en el partido. Es decir, en el partido que querían los porteños. Porque a los cinco minutos la mandé a guardar. Tanto nervio tenía, que la metí en un ángulo. En lugar de salir corriendo a gritarlo, me agarré la cabeza.
- ¿Qué hacés? Gritalo pajero - me fustigó Loyola, el capitán.
- Se me parte la cabeza, puto de mierda. Cómo me gustaría que te doliera a vos así - le dije con bronca. Se me rió a la pasada y me palmeó la espalda.
- Tranquilo Ferreyra, mientras la sigás metiendo, agarrate los huevos si querés.
A partir de ahí, traté de hacer todo para no convertir. Devolví los pases mal, definí a la tribuna, hice que la pelota se me iba por debajo de los botines, se la regalé varias veces a los contrarios.
Era mucho, es verdad. Creo que si había cincuenta personas viendo el partido - que no definía nada, estando a una fecha del final - me silbaban cuarenta y nueve. El restante no, porque se estaría riendo.
Mis compañeros me decían de todo. Y cuando, faltando cinco, teniendo la pelota en la mitad de cancha, me di vuelta, le grité al arquero "¡tuya!" y se la tiré con todas las fuerzas, haciéndosela pasar por encima de su cuerpo y metiéndola directo al arco, sin que picara en el área, me quisieron matar.
Hubo dos que me corrieron para trompearme. El árbitro los tuvo que separar y expulsar. Nos quedamos con ocho, porque a mi me cortaron de una piña arriba de la ceja izquierda y tuve que salir por el tema ese de la sangre.
Era tal el enojo del cuerpo técnico, que ni a atenderme vinieron. Temí por un momento que con tres menos, los del Sportivo nos pudieran ganar. Pero fue pura imaginación. Apenas si cruzaron la mitad de la cancha y fue cuando sonó el silbato, para saludar a los rivales.
No me hablaron por un mes, no jugué en lo que quedó del torneo y a regañadientes me llamaron para hacer la pretemporada siguiente.
Eso si, al día siguiente del partido llegó un auto a la puerta de casa, otro, no el BMW, se bajó el bigotudo con un sobre papel madera grande y me lo dio en mano.
- Los cincuenta. Sos groso Ferreyra.
Me hice el duro y saludé con un ademán pero ni bien el auto desapareció de mi vista corrí para dentro a contar la plata. Ni un peso menos ni uno más. Cincuenta mil, como había prometido. Salté de felicidad, aunque cuidándome de no hacer mucho ruido porque la vieja dormía en la piecita del fondo.
Y la guardé, no podía salir a derrocharla. Pero bueno, imagínense, desde mayo hasta ahora, pasó un tiempo. El tema es que le pifié en algo. Me la tiré de vago. Dejé de caer en las obritas de Suárez, que me daba changas de albañilería, empecé a estar al pedo y eso levanta sospechas. El club me tomó para la segunda parte del año, pero a los otros muchachos le tiraban unos pesos más que a mí. Y estaba bien, con el cagadón que me había mandado contra el Sportivo.
Pero la terminé de embarrar la semana pasada. Salí de entrenar y la concha de la lora, me habían afanado la bicicleta. ¿Comprarme otra? ¿Pedir una prestada? ¡Si tengo cincuenta mil guardados! Además con lo de la inflación que dice la tele, la radio, en cualquier momento no valían un carajo.
Así que fui y puse pesito por pesito, uno encima del otro, en la concesionaria del Pato, que es uno de los sponsors del club. No me dio para un cero, pero si para un 2011. ¡Cuando los pibes me vieron llegar al otro día! Se cayeron de culo.
Claro, al mismo tiempo, empezaron a sospechar aún más. Reflexionaron sobre esto, sobre aquello, unieron una cosa con otra y me golpearon la puerta, hace dos noches.
- ¿Cuánto te dieron, Ferreyra?
Y los guachos no me creyeron que solo cincuenta. Les mostré la factura que me dio el Pato y les dije que los dos mil cien que me habían sobrado los tenía preparado para el papelerío del auto.
- Dale, dale. Si con cincuenta te compraste el auto, con el resto estás viviendo. ¿Cuánto te dieron? ¿Dónde escondés la papa, Ferreyra?
Lo que seguí negando todo, me molieron a palos. Me dieron duro y parejo. Arriba, abajo, al costado. En todas partes. Soy un escracho humano, como dice la vieja. No me mataron porque llegó la policía. Alguno honesto me debe haber denunciado, en vez de irme a recagar a golpes.
En fin, no será un buen lugar este, pero estoy a salvo. ¿Y ustedes muchachos? ¿Qué los trajo a esta celda?

12 de diciembre de 2013

Sospecha sobre el ladrido de los perros

Comencé a sospechar durante mis caminatas nocturnas, cuando en la soledad de la noche, con solo el interminable manto negro de fondo, los perros me toreaban o me ladraban sin mediar enfrentamiento alguno.
Siempre fui de hacerme querer por los perros que hubo en la familia, o propiedad de algún amigo o conocido. Jamás tuve que lidiar con una mordida imprevista de algún canino callejero. Por supuesto que tampoco debía alarmarme que un perro saliera a ladrarme en medio de la noche, pero lo raro pasaba por otro lado.
No era uno solo, eran todos con los que me cruzaba. Y el ladrido... el ladrido parecía de otro mundo.
Coincidió que por esa época tuve los primeros dolores fuertes en el pecho. Arrancaron los chequeos y los médicos diagnosticaron lo peor. Si no se me practicaba una operación de corazón en las dos semanas siguientes, acabaría en la tumba.
El Boby, el siempre simpático pug de Matías, mi primo, me retuvo en la puerta un par de minutos ladrando sin cesar. Nadie pudo explicar la situación. Eso fue el domingo antes de la operación.
Me encomendé a Dios y todos los santos. Era una parada difícil. Mi familia permaneció en el pasillo externo del quirófano las seis horas que duró la operación. Incluso estuvo Inés, de quién me había separado hacía un año. Fue un buen gesto de su parte, aunque en silencio le reprocho todas las amarguras que me llevaron a esa situación límite.
La operación fue un éxito. Permanecí en observación tres días. Me bajaron a una habitación común antes de lo previsto y de la misma manera, abandoné la clínica el siguiente fin de semana.
El médico me dijo que a mi favor tenía la juventud. Pero en contra, otras mil cosas. Debía cambiar radicalmente mis hábitos e incluso, calmar mi carácter. Asentí. ¿Qué otra cosa puede hacer un mortal que ha pisado el precipicio? Agradecido con mi salvador, me fui a mi casa prometiendo un cambio en mi persona.
El primer día que mi primo vino a visitarme, no trajo al Boby debido a nuestro último encuentro. Le había mencionado que algo raro me sucedía con los perros. Pero al día siguiente, su novia no estaba y no le quedó otra que traerlo. Los pugs son muy demandantes. Demasiado para mi gusto. De todas maneras, Boby no solo se comportó, sino que estuvo a mi lado, jugueteó en todo momento y no ladró ni una sola vez.
Tardé un par de semanas en sentirme bien como para salir a caminar. Un presentimiento me decía que ya no me ladrarían. Y así fue. La sospecha comenzó a acrecentarse. Busqué denodadamente información en internet y en bibliotecas.
Luego de dos meses de ardua lectura, le confesé mi teoría a un sacerdote amigo.
- Juan, creo que he descubierto algo. Cuando un perro nos ladra de manera extraña y persistente, no le está ladradando a uno. Sino a la Muerte, que nos acompaña de cerca.
Pensé que se reiría, que me diría que la operación me afectó. Sin embargo el Padre Juan, a quién conozco de chico, de cuando iba los domingos a la misa de los niños y oficiaba de monaguillo, me miró muy seriamente.
- Solo los hombres no podemos darnos cuenta que la Muerte siempre acecha. La naturaleza es más sabia, a pesar que a todos nos creó la misma fuerza -  me dijo.
- Cuando estaba con la afección cardíaca, aún cuando no lo sabía, los perros me ladraban. Querían espantar a la Muerte, que me perseguía de cerca. Estoy seguro. Ahora, ya no lo hacen. ¿Debo creer que la he dejado atrás? - pregunté.
- Si. Lo has hecho. Pero cuídate. Puede que tan solo esté permitiendo que te adelantes un poco, para hacerlo más divertido.
- Muy optimista lo suyo, Juan - le dije, riendo.
El rió conmigo. Me palmeó la mano y se despidió, entrando a su parroquia.
- Tanto como el ladrido de los perros - acotó, desapareciendo bajo el umbral.
Y era cierto, de una u otra forma, era solo una advertencia. Ladraban para avisarnos. No para asustarnos. El resto, como gran parte de la vida, depende de uno mismo.

9 de diciembre de 2013

Natalí, la efímera

Ella tenía un problema o en realidad, el problema era para los demás. Efímera en sus decisiones, Natalí cambiaba constantemente lo que previamente había programado. Si bien desde pequeña vislumbraba dicha cualidad, podría decirse que hasta cierta edad, en la que se vive regida por los mandatos de los padres y mayores, aquello no entró en grado de ebullición.
Pero al entrar en la adolescencia, salir del colegio secundario y comenzar una vida alejada del hogar donde se crió, su ciclotimática existencia se hizo notar de inmediato.
El primero en sufrirlo fue Ezequiel, el novio de por entonces.
Suena el celular. Música pegadiza e infantil. Ella revuelve el bolso, pero sin dejar de mirar la novela. El bolso se le cae y el celular se inunda de silencio. La atención vuelve al televisor. La música arranca otra vez. Ahora se agacha, levanta el bolso y lo pone su falda. El teléfono suena más fuerte cuando ella lo extrae y lo lleva hasta su rostro.
- ¿Natalí? ¿Estás en tu casa? Hace dos horas que te espero en la biblioteca.
- Hola amor, si, pero cambié de idea. Me quedo a estudiar en casa. Te llamo después, ¿si?
Ella vuelve a la novela. El protagonista le ha dado un beso a otra que no es su novia.

- Hola, ¿sos Ezequiel?
- Si.
- Recién llamó Natalia...
- Natalí - corrige Ezequiel.
- Bueno, si. Dice que no va a poder venir, que no la esperes.
- ¿Qué no va a venir? Me pidió toda la semana que reservara la mesa para nuestro aniversario.
- Mirá, no sé, yo solo traigo el recado. Si me disculpás, tengo que atender otra mesa.

Musiquita de celular. Ella atiende.
- ¿Natalí? Estoy en casa de tu hermana. Tu sobrino está por apagar las velitas. ¿Ya saliste de la facu? ¿Querés que te pase a buscar por algún lado?
- No te preocupes Eze, me vine con Rodrigo a tomar algo. Y quizá después vayamos a bailar. No sé. Creo que me pongo de novia con él. Chau.

Meses después, una vez comprometida con Rodrigo, se puso de novia con Jacinto a quién dejó por Ismael, hermano de su cuñado.
Se conocieron en la comida que se hizo en casa de sus padres, por el bautismo de su más reciente sobrino, del que debía salir de madrina.
- Claro, a comer venís, pero al bautismo, dónde todos te esperámos, no apareciste - le recriminó su madre.
- Es que me surgió algo y no pude.
- ¿Siempre igual, vos? ¿Solo importás vos en el mundo?
- No te pongas pesada mamá, que me voy.
- ¡Andate! ¿O pensás que sos imprescindible?
- ¡Me voy! Ismael, ¿me llevás?

 Elena le acomodó la corbata. Ismael volvió a mirarse al espejo.
- Te lo digo por última vez, cuñado. Mi hermana no te conviene. Es muy cambiante.
- Estoy enamorada de ella, Elenita. Le puedo tolerar todo.
- No sé, tengo miedo que te canses. Sos muy buena persona. Y ella... a ella le importa un pito el mundo.
- No exageres. ¡Y vamos saliendo, que se escucha la marcha nupcial!
Salieron a un patio grande, repleto de árboles y una enorme parra cruzando el cielo, y entraron por una puerta lateral a la iglesia. La alfombra roja llegaba hasta el altar. Elena era la madrina. Podía notar el nerviosismo en la tensión de las manos de Ismael. Al son de la música y ante los invitados de pie, caminaron por la senda entre los bancos. Al llegar al altar, giraron hacia la entrada, esperando el ingreso de la novia. Sin embargo, vieron entrar refunfuñando a Evaristo, el padre de Elena y Natalí.
- ¡No vino! ¡La muy guacha no vino!

El psicólogo anotó algo en su libreta y levantó la mirada hacia sus pacientes, sentados en un sillón amplio.
- A ver si entendí bien. Natalí tiene un desorden generalizado, por lo que he escuchado, en todo sentido. Falta a sus citas, a sus compromisos, cambia de planes continuamente y no puede asumir ninguna responsabilidad porque no la cumple. ¿Hasta ahí, bien?
- Perfecto - afirmó Evaristo.
- ¿Coinciden ustedes también, Alicia, Ismael, Elena?
Los tres asintieron con sus cabezas.
- ¿Y Natalí?
- Mi hija es conciente de lo que hace - dijo Alicia de inmediato.
- No pregunto eso, sino ¿por qué no vino Natalí?
Los cuatro se encogieron de hombros.
- Ella es así - aseguró Elena, casi en un suspiro.
A pesar de todo, la amaban. Por eso, el llanto incontenible aquella tarde en la que el doctor les dijo que Natalí tenía un tumor terminal.
- No sabemos, pero puede ser la causante de sus cambios constantes.
- ¿Es posible combatirlo, doctor? - preguntó Evaristo, al borde de la silla.
- Está en un estado avanzado. Pero haremos lo posible.

Una semana más tarde, Natalí agonizaba.
El sacerdote amigo de la familia, sostenía su mano. Familiares y amigos rodeaban la cama.
El hombre, repleto de fé, quiso dejar en paz a los presentes.
- Este es el momento donde debemos rezar por su alma. Así Dios...
- ¡Qué día es hoy!
Las miradas, todas, confluyeron en Natalí, ahora con los ojos bien abiertos, incorporándose en la cama.
- Hija, por favor, recostate, que te vas a empeorar.
- Ay mamá, que no soy una nena. Si es domingo, me mato. Tenía que ir a té canasta de las chicas del club. Pero era temprano - amagó a bajar de la cama, pero de inmediato notó que apenas si tenía puesta una bata - ¡Ay, estoy en bolas! ¡A ver si salen, que me tengo que cambiar!
Uno a uno fueron saliendo, sin dejar de mirar hacia la cama. Evaristo salió corriendo a llamar al médico. A los cinco minutos, Natalí cruzó el pasillo caminando y sin permitir que la detengan, con la excusa que no podía perder tiempo, tomó un taxi y se fue.
Anodados, quedaron todos a la espera del doctor, que por teléfono acababa de avisar que en quince minutos llegaba a la clínica.
La perplejidad absoluta no permitió a los presentes observar a la figura alta y oscura, que con una hoz en la mano se alejaba del lugar, refunfuñando entre dientes "hasta a la Muerte desplanta la muy turra ésta".

6 de diciembre de 2013

El amigo del escritor

Hacía mucho tiempo que no veía a Evaristo. Mientras caminaba en dirección al bar donde lo había citado esa mañana, luego de una llamada telefónica impensada, trataba de hacer memoria sobre cuando lo había visto por última vez. Creía haberlo visto un fin de año, en una despedida que se hizo en un restaurant céntrico, pero quizá se estaba confundiendo. Eso había sido al menos ocho años atrás. ¿Podía ser cierto, que hubieran pasado tanto tiempo sin verse?
Durante un instante, fugaz, imaginó que todo había sido un sueño, el llamado, la cita, el viaje hasta el bar y que ahora, al abrir la puerta, todo se desvanecería, como en alguna de las novelas que le gustaba escribir, repletas de misterio y hechos sobrenaturales.
Pero la idea apenas sobrevoló su mente. En una mesa cercana a la ventana más grande, y a solo tres metros de la puerta, estaba Evaristo, con la impronta de siempre, revolviedo con una cucharita el café que se había pedido. Como siempre, Evaristo el impaciente. Miró el reloj. Apenas si se había atrasado cinco minutos.
Evaristo se puso de pie al verlo. Y acortando distancia, con tres largos pasos, llegó hasta donde él estaba. Se estrecharon en un gran abrazo.
-¡Estás igual, Enrique! ¡I g u a l! - dijo Evaristo, siempre tan enfático.
Enrique sonrió. Estaba disfrutando el momento, estudiando a su amigo, buscando las palabras que quizá en un futuro emplearía para describirlo, si es que se presentaba la oportunidad de narrar aquel encuentro.
- Te leo siempre, che. Compro todo lo que publicás. No sabés cómo me gusta lo que hacés - Evaristo volvió a su silla y a su café, al que ahora le estaba colocando un sobre de azúcar.
- Gracias mi amigo. Todavía no salgo del asombro de tu llamada, de volverte a ver - confesó el escritor.
- Y uno es así - dijo con una carcajada Evaristo, que ahora se llevaba el pocillo a la boca - Siempre viajando, yendo a un lado, a otro, haciendo de su vida un itinerario sin fin. Pedite algo Enrique. ¿Un café?
- Dale.
- ¡Mozo! Un café para mi amigo.
- Contame, que te trae por acá.
- Vos.
- ¿Yo? No me digas que viniste solo para saludarme.
- Si y no. Vine para verte y para dejarte una idea macabramente maravillosa para una novela tuya.
Ahora el que lanzó una carcajada fue Enrique.
- ¿Qué te causa gracia? - bromeó su amigo - ¿Sos el único que tiene ideas, acaso?
Hablaron un buen rato viejas amistades y bueyes perdidos. Siempre es bueno volver a esos lugares comunes donde uno se siente a salvo. Media hora más tarde cada uno pidió otro café.
- ¿Y cuál es la idea? - preguntó al fin Enrique, que se debatía entre seguir la grata charla sobre el pasado o ir al otro tema, que le causaba curiosidad.
- Es magistral. Con ésta idea, vas directo al estrellato.
- Mal no me va, debo reconocer.
- Ya lo sé, pero con ésta te consagrás.
- ¿Y cuál es la idea? Contame. Ya me tenés maniatado con la soga de la intriga.
- Escuchá. Escuchá y tomá nota, Enrique. La idea es así. Un escritor afamado recibe el llamado de un viejo amigo. Uno que no ve desde hace años. El amigo lo cita en un lugar, no importa dónde. Y entonces, ahí, café de por medio, le confiesa que se está muriendo. Que es terminal. Que no hay salida. Pero no es la única confesión. Hay otra. Una más grande. Le dice, escucháme bien Enrique, lo mira a los ojos y le dice, así, con el último aliento, que a lo largo de su vida ha sido el más excepcional de los ladrones, que se ha llenado de guita y que la tiene escondida por diversas partes del mundo, y que si está interesado en ir tras esa fortuna, tiene que seguir las pistas que ha dejado para él. Una especie de juego intelectual. Y la primera, le dice, es la servilleta al lado del pocillo de café. Y nada, ahí nomás, saca una pistola y se dispara en la sien.
Se hizo un silencio. Breve, pero al mismo tiempo eterno.
- ¿Y cómo sigue Evaristo?
- No sé mi amigo, hasta aquí llego yo. El escritor acá, sos vos.
Y dicho eso, sacó un revólver y lo puso sobre su sien.
Luego, llegó el estruendo.

3 de diciembre de 2013

Entrevista laboral

Los miró como quién se desentiende de un mueble olvidado en un rincón.
- Veamos, ¿ninguno de los dos ha trabajado antes?
El chico observó a la joven que acababa de conocer cinco minutos antes de la entrevista y apenas con un gesto en sus miradas comprendieron que estaban en la misma condición.
- No - respondió él por los dos.
- ¿Y cuánto pretenden? De guita, digo.
- Yo... la verdad no lo pensé. Me gustaría saber que ofrecen. Y ella...
- A mi me gustaría dos mil. Por día.
- Por ahora es solo por hoy - aclaró el hombre, colocándose anteojos para ver de cerca las fotos que habían llevado los postulantes.
- Bien. Dos mil - confirmó la chica.
- ¿Vas a decirme cuál es tu pretensión? Ella dijo dos mil. ¿Vos cuánto querés?
El joven tragó saliva. Realmente no lo había pensado. Ni siquiera se imaginaba con las agallas para presentarse. Y allí estaba, haciendo esperar su respuesta.
- Dos mil está bien. Igual que ella.
- Si a él le dan dos mil, quisiera un poco más - dijo rápidamente la muchacha.
El hombre dejó las fotos sobre la mesa y les dirigió una mirada prolongada por primera vez.
- Mil quinientos por cabeza. Ni un peso más. Esto no lleva más de una o dos horas. Es plata fácil. Entran a esa pieza, se sacan la ropa, hacen todo lo que no harían con sus parejas y se van. Mil quinientos. Ni un peso más.
Se hizo un silencio. El hombre se puso de pie, levantando un poco sus pantalones, que empujados por la imponente barriga apenas si podían escalar la cintura. Los jóvenes esquivaron las miradas, buscando centrarse en el suelo, las paredes, alguna que otra mosca revoloteando la oficina.
- Por mí está bien - dijo luego de un eterno minuto la chica.
El chico permanecía en silencio.
- ¿Y vos, pendejo? ¿Qué decís? Mirá lo que te espera, un bombón. Y además, te llevás mil quinientos.
El hombre le hizo un gesto a la chica para que vaya metiéndose en la habitación contigua.
- Dale pibe, contestá o hago pasar al próximo.
- Acepto - dijo al fin.
- Bien, metete adentro. No empiecen hasta que ponga en marcha las cámaras.
Cuando pasó al lado del hombre, el chico se detuvo un instante.
- Lo hago porque necesito la plata, nada más. Es para comprar los remedios de mi vieja. No piense que voy a volver.
El hombre, que se estaba sacando un moco de la nariz, rió con ganas.
- Vas a volver solo pibe. Cuando veas lo fácil que es hacer guita, vas a volver solo. Trabajar es para los giles. Así que no pierdas tiempo y andá a hacer lo tuyo, que mal no la vas a pasar.

30 de noviembre de 2013

La maldición de la sábana de abajo

El lunes terminaron las vacaciones para ella, pero no para él. Aún le debían un par de días en el trabajo y decidió tomarlos para terminar con algunos arreglos en la flamante casa a la que se habían mudado.
- ¿Estás seguro que no querés que ordene un poco el dormitorio antes de ir a trabajar, cariño? - preguntó ella por última vez, mientras metía dentro del bolso un lapiz labial y un sujetador para el cabello.
- No, amor. No te preocupes. Andá tranquila, que me hago cargo.
Nunca pensó él, Esteban, de treinta largos años, especialista en radiología, que ordenar el dormitorio se le tornaría tan cuesta arriba, pero comenzó a sospechar un poco cuando supo que no sabía donde debía ir la ropa desparramado sobre las sillas.
¿Es que acaso esa ropa tenían algún lugar en especial o podía ir a parar a cualquier cajón? Su mujer solía dejarle la ropa sobre una silla, prolijamente ordenada. Desconocía de qué lugar exacto del armario salía. Lo mismo con la ropa de ella. Estaba seguro que colocarla en un lugar erróneo, sería motivo para un reproche.
Finalmente reflexionó sobre la condición en que las encontró, sopesó la cuestión de la limpieza y decidió una maniobra arriesgada, pero segura: todo a un fuentón y al lavadero, ropa para lavar. Luego su mujer le diría si la totalidad o alguna de las prendas realmente tenía ese destino, pero al menos, no habría reproche, muy por el contrario, había en su intención, una muestra de pulcritud que sumaba puntos.
Una vez desaparecida la ropa de su vista, se detuvo frente a la cama. Tenía dos opciones. La primera, tenderla sin desarmarla, es decir, estirando los pliegues, alisando las sábanas, cubriendo con las frazadas. La otra, más complicada, pero que era lo correcto, quitar todo y volver a acomodar cada parte prolijamente.
Tomó la segunda opción. Hizo un bollo con las sábanas y colchas y las arrojó sobre la alfombra. Suspiró mientras contemplaba el colchón desnudo. Era hora de vestirlo. Hurgó entre las telas que había arrojado a un costado y buscó la sábana de abajo.
La reconoció de inmediato, porque era la que tenía elásticos en las esquinas. Cuando la tuvo entre las manos, recordó que había un juego para estrenar, regalo de una prima lejana de su esposa. Lejana porque vivía en el sur y había estado el mes pasado de visita.
Buscó unos minutos en el placard hasta dar con la bolsa de plástico transparente, con el juego de sábanas dentro. Eran azules, con un estampado pintoresco, con las posiciones del kamasutra. Sonrió con picardía. Dudó entre poner a lavar o no las sábanas que había sacado. Era la solución rápida y elemental, salvo que recordaba que su mujer las había puesto la tarde anterior.
¿Volvía a guardar las sábanas con el kamasutra o en lugar de eso, doblaba las que estaban usando y seguía con su plan de reemplazo? Las segundas opciones seguían con éxito en su mente.
Plegó con velocidad la sábana superior, las fundas de las almohadas y las metió en la bolsa que había desocupado. Quedaba la sábana de abajo. Doblo esta y sigo, pensó confiado Esteban. Pero al buscar las esquinas para unirlas, como había hecho con las demás, se encontró con la sorpresa de no poder hacerlo.
- Puta madre, son esquinas redondas - le dijo a la habitación.
Buscó la manera de plegarlas, pero no les quedaban igual. Pensó en hacerlas un bollo y meterlas así dentro de la bolsa plástica, pero muy a pesar suyo, no lo hizo.
- Mirá si la voy a cagar así, quiero hacer todo bien, para complacer a Gabriela, y voy a dejarla hecha un bollo... ¡por favor! - dijo en voz alta, mientras buscaba una solución al problema.
Trató doblándola al medio primero, luego de haberla estirado por completo sobre el colchón, pero siempre que llegaba a la puntas, el doblez perdía compostura y la labor perdía forma.
- ¿Cómo mierda es? - se preguntaba, al borde del abandono.
Fue entonces que vio el cartón con la marca de las sábanas del kamasutra, suelto dentro de la bolsa plástica transparente, donde había colocado las que había sacado de la cama. En rojo pudo leer un número telefónico.
- ¡Un 0800 para consultas! - agradeció abrazándose al teléfono.
Sin miedo al ridículo, marcó el número completo. Aguardó unos segundos y quedó en línea, soportando una melodía demasiado acaramelada, que supuso, sería algún hit del momento, que por supuesto, él desconocía. Para Esteban, más allá de Metallica, no existía la vida musical.
- Hola, habla Patricia. ¿En qué puedo ayudarle?
- Hola Patricia, mirá, tengo un problema con una sábana...
- ¿Una de nuestras sábanas, señor?
- Si, si, una de ustedes - mintió Esteban, que estirando de reojo leyó la marca en el cartón - Marca Violetitta, con dos T. Es decir, con tres, pero dos juntas. Vos me entendés.
- ¿Le ha venido con alguna falla, no es el tamaño correcto... podría especificar el problema?
- Si, mire. No, cómo venir, ha venido bien. Al menos, a mi me parece. El problema es otro. Es en realidad con la sábana de abajo. Quiero guardarla y no sé como doblarla.
- No sabe como doblar la sábana de abajo...
- Eso mismo. No me sale. Y por lo que veo, no ponen ningún manual ustedes en la bolsa.
- No, no ponemos. Es que se imagina, poner instrucciones para colocar unas sábanas...
- No, no. Poner las sábanas, las pongo. No le he dicho que tengo problema para poner las sábanas. Sino para doblar la de abajo. La que tiene las puntas redondas...
- La elastizada, si señor.
- Esa, la elastizada.
- ¿Y usted necesita que le enviémos un manual?
- ¡No! Por favor, mire si voy a pedirles eso. Lo que quiero es que me explique. Vea, tengo que dejar el dormitorio arreglado y esto me está demorando. No se preocupe por el manual, en todo caso, me lee la parte donde explica esto que le pido.
- Es que no hay manual, señor...
- Bueno, si hay o no hay, es lo de menos. Me imagino que puede explicarme como doblar la sábana de abajo. Digo, estoy llamando al centro de atención de una fábrica de sábanas. Si no saben ustedes, quién más...
- Bien señor, voy a hacer lo posible.
- Gracias.
- ¿Tiene la sábana a mano?
- Aquí mismo.
- Bien.A ver. Extiéndala sobre la cama. ¿Está en la habitación, cierto?
- Si, ahí estoy. Pero espéreme, que pongo el manos libres y dejo el tubo por acá cerca... espéreme... ¿me escucha Pamela?
- Patricia.
- Patricia, disculpe. ¿Me escucha? Mire que me voy a alejar un metro más.
- Lo escucho bien.
- Ya estoy en la cama. ¿Extiendo la sábana?
- Si, a lo largo. Así identifica las puntas.
- Listo.
- Que los pliegues queden hacia arriba.
- Hecho.
- Ahora busque los pliegues inferiores, introduzca una mano en una esquina, y la otra, en la restante. Lleve la...
- Espere, espere... ahora si.
- Lleve la esquina derecha, hacia la esquina izquierda, que quede dentro.
- ¿Dentro de qué?
- Una esquina dentro de la otra esquina.
- Pero eso es impo... ¡ahí está! Bárbaro.
- Haga lo mismo con el otro extremo.
- Hago lo mismo...
- ¿Ya lo hizo?
- Espere...
- Usted me dice.
- Ya.
- Bien, ahora trate de juntar los extremos y como hizo antes, hacer que uno de los mismos, quede dentro del otro, para que le quede una forma de triángulo, que si usted despliega nuevamente sobre la cama...
- ¡Ey! ¡Más despacio!
- Junte los extremos.
- Si, ya va, no me apure.
- No lo apuro.
- Si, lo hace.
 - Le juro que no.
- No jure al pedo.
- ¿Seguimos?
- Le digo que me espere. Acá tengo una punta suelta.
- ¿De qué extremo?
- No sabría decirle, me perdí.
- Vea de donde se salió y póngalo de nuevo.
- Cómo si fuera tan fácil.
- Lo es, no se ponga nervioso.
- ¡No estoy nervioso! ¡Usted me pone nervioso!
- Yo solo trato de ayudarlo.
- ¡Y una mierda!
- Le pido respeto señor, estábamos hablando bien hasta recién.
- ¡Pero a usted no se le desarmó la sábana!
- Sabe, no es mi culpa que usted sea un pelotudo.
- ¡Claro, el pelotudo soy yo! ¿Y usted, una viva bárbara con teléfono?
- Váyase a cagar...
La mujer colgó con rudeza.
Esteban corrió hacia el teléfono, que estaba sobre la mesa de luz y lo sostuvo con fuerza, para luego arrojarlo contra el colchón.
- ¡Pero qué carácter, che! ¡Y todo por una sábana de mierda!
Se dirigió hacia la cama y estudió los dobleces que había hecho como si fuese un hecho científico. Después de cinco minutos, encontró la forma de volver la punta a su lugar.
- ¿Y ahora cómo sigue?
Miró el teléfono con recelo.
- Me va a mandar al carajo.
Buscó de nuevo el cartoncito y marcó otra vez. La musiquita de espera dio paso a una voz, pero no a la misma de antes.
- Si, disculpe. Estaba hablando hace un rato con una chica, Penélope...
- ¿Penélope? No hay ninguna Penélope acá.
- Era con Pé. Pamela, Patricia, Pandora...
- Patricia.
- Si, Patricia. Le quería pedir disculpas, recién...
- Ah, fue usted quién la trató mal. ¿Sabe algo? ¡Váyasealareputamadrequeloparió!
Otra vez la línea muerta, otra vez el teléfono cortado. Una vez más, la bronca.
Se sentó sobre el colchón. Minutos después, apartó la sábana de abajo, buscó el nuevo juego, tendió la cama, ordenó las almohadas y acomodó las dos mesas de luz.
Se llevó la sábana de abajo a medio doblar hasta el living y la colocó sobre la mesa ratona. Siguió estudiándola un buen rato, como si se tratara de un tablero de ajedrez con una partida en juego. Por más que le dio vueltas, no hubo caso.
La dejó allí y se olvidó del asunto. O al menos, eso intentó. Cuando por la tarde regresó del trabajo su mujer, lo primero que hizo, fue preguntar por las sábanas.
- Amor ¿que hacen las sábanas acá?
- Me olvidé de guardarlas - se excusó - En realidad, las traje acá porque me costaba encontrarle la vuelta para doblarlas, te iba a preguntar si tenían algún truco.
- ¿Truco? La verdad que siempre las guardé hechas un bollo. No tengo paciencia para esas cosas. ¿No viste que las dejo revoleada por ahí? Mirá, si justamente hoy recibimos un caso de maltrato en la oficina, una empleada de Violetitta, viste la fábrica de sábanas, bueno, parece ser que un loco la acosó telefónicamente con la excusa de una sábana de éstas, ¿vos podés creer? ¿Y quién es la abogada suertuda que va a tener el caso? Mañana me dan los datos, tienen el teléfono del pelotudo. ¿Esteban, estás bien? ¿Esteban, que te pasa?

27 de noviembre de 2013

Dos coches, una esquina, un semáforo y un disparo

El coche se detuvo en la esquina, respetando el semáforo. Pero cuando tuvo luz verde, permaneció allí, aún con el motor encendido.
Se escucharon las bocinas del vehículo de atrás, que al cabo de treinta segundos, herían los oídos. Fue entonces que salimos a la vereda. Habíamos visto lo anterior desde la ventana del bar.
El conductor del otro vehículo se bajó y caminó pesadamente hacia el que lo obstaculizaba. Llevaba en el rostro la impronta de la violencia.
- La puta madre, no oís que te estoy...
Escuchamos el disparo. Primero, en realidad, fue el fogonazo, luego el estruendo. Pero casi simultáneamente, aunque esa fracción de segundo entre una cosa y la otra, lo hizo más impactante y traumático.
La persona que había bajado de su auto, voló hacia atrás y cayó sobre el asfalto. Aún aturdidos por el sonido del tiro - un escopetazo, cosa que estamos convencidos hasta el día de hoy - no pudimos escuchar el del cuerpo al caer.
Pensamos, y cada uno lo hizo, según coincidimos más tarde, en que luego de aquello, el vehículo detenido pero con el motor en marcha, saldría acelerando. En lugar de eso, permaneció allí, como si nada hubiese pasado.
Nos miramos, pero no atinamos a avanzar. ¿Y si disparaba contra alguno de nosotros? No podíamos ver si la otra persona había muerto. Teníamos el coche que nos impedía ver. Dentro del mismo, por más que tratáramos de ver al conductor, solo nos encontrábamos con la oscuridad del vidrio polarizado.
Cuando llegó la policía, alertada del disparo, rodearon con sus patrulleros la escena. A gritos y desenfundando sus armas, se acercaron al coche. Nosotros les gritábamos que había un herido o muerto, que lo ayudasen, pero estaban enfocados en el coche de adelante.
Llegaron hasta la puerta del conductor y del acompañante al mismo tiempo. Las abrieron sincronizadamente y apuntaron sus armas hacia el interior. Fuimos testigos desde la vereda de lo mismo con lo que se toparon los policías.
El interior estaba vacío. Alguno diría después que pensó que el atacante se había escondido en el asiento de atrás, que de un momento a otro aparecería disparando. Pero dentro del vehículo no había nadie.
Nos acercamos. Estábamos consternados, no podíamos comprender en que momento había huído de la escena. Pero aún faltaba lo otro. Lo que nos dejó helados. En la calle, donde imaginábamos un cuerpo sobre un charco de sangre, solo había asfalto.
Uno de nosotros le dijo a un policía que allí, en ese lugar, había caído el conductor del vehículo que estaba detrás, a causa de un disparo propinado por la persona que manejaba el auto de adelante.
Los uniformados de azul revisaron ambos coches, detuvieron los motores y más tarde mandaron a llamar a los remolques para llevárselos al corralón policial.
Nosotros permanecimos allí, dentro del bar, hasta muy entrada la noche. Ninguno habló demasiado, y el que lo hizo, fue para conjeturar alguna explicación que nadie creyó. Nos despedimos hasta el día siguiente, pero ya nadie volvió. Al menos a ese bar. Ahora nos juntamos en otro, lo suficientemente lejos.
Hay algo en esa esquina que aún nos espanta.

24 de noviembre de 2013

La niebla

La niebla sobre la pradera era su única salvación, pero aún quedaba por delante el bosque. El galope del caballo era salvaje y torpe, como sus manos, que apenas podían conducirlo. Podía escuchar los gritos a su espalda, casi arrancados de una pesadilla, extirpados de una noche fantasmal.
En vano miró por sobre su hombro, la imagen lo aterró aún más. Los esqueletos que montaban los pura sangre parecían reírse con las mandíbulas exageradamente abiertas mientras bladian al aire sus largas espadas, que así, contra el cielo negro, parecían relámpagos apuntados hacia las estrellas.
Cruzó el arroyo y supo que estaba a mitad de camino y que cuando llegara la niebla, otra sería su suerte. Allí se perdería de la vista de sus perseguidores. Conocía el camino de tal forma que estaba seguro de poder galoparlo con los ojos cerrados. Pero debía llegar...
Sintió algo que pasó silbando por encima de la oreja izquierda y luego, el sonido inconfundible de una flecha clavándose en un árbol del sendero que delimitaba el bosque. Sus esperanzas de llegar a salvo se reducían, las flechas comenzaron a surcar el cielo.
Recordó los consejos de su padre, cuando era apenas un niño y la campiña parecía un extenso jardín donde pasaban horas y horas entrenando.
- Nunca vayas en línea recta. Muévete, no te quedes quieto. Muévete.
Con firmeza movió las riendas y el caballo fue de un lado a otro, sin desacelerar un segundo. Era vital mantener la carrera y al mismo tiempo, moverse de derecha a izquierda, pero sin seguir ningún tipo de patrón. Debía ser imprevisible, contar la ventaja de lo imprevisto.
La pradera estaba cada vez más cerca, podía incluso ver el manto blanco de la neblina, estirándose a lo largo de todo el horizonte, como si allí comenzara otro mundo totalmente diferente. En su caso, así lo creía. Aquella blancura en movimiento, lento y parsimonioso, era la diferencia entre la vida y la muerte.
Una de las flechas se clavó en el flanco derecho de su animal. Con rapidez, la arrancó y la arrojó al camino. Pudo ver con nitidez la punta de metal desprendiéndose de la piel, arrastrando consigo un buen caudal de pelaje y sangre. El caballo hizo saber su dolor, encorvándose apenas un momento, para luego proseguir su marcha instintivamente, entendiendo que demorarse era lo mismo a morir.
Por un instante pensó que rodarían sobre la tierra, pero el galope se mantuvo firme y constante. La niebla estaba a menos de doscientos metros.
La voz de su padre retornó a sus oídos, casi como si lo estuviera escuchando con esa veneración tan propia de cuando uno es pequeño y confía ciegamente en lo que enseñan los grandes.
- No temas a la niebla, pues la niebla es una puerta. No es lo que crees que es, sino lo que quieres que sea.
Un golpe de riendas apuró aún más las patas del animal, en un esfuerzo como jamás había visto.
Varios cuervos sobrevolaron la noche, deseando el peor de los finales. La luna se ocultó detrás de un cúmulo de nubarrones grises. Pero delante de sus ojos, la neblina se agigantaba, crecía como un mostruo ingobernable. Pero en sus fauces, sabía, estaría a salvo. Los dos, él y su caballo.
Miró por última vez hacia atrás y luego, la niebla se lo tragó.
Siguió galopando, sin temor al camino. Se aferró a las riendas, mostrándole firmeza al animal, que corría a ciegas. Pero él sabía donde debía dirigirlo. Poco a poco, los gritos que lo seguían se fueron apagando. De un momento a otro, el único galope era el de su caballo. La niebla se extendió un buen rato más.
Cuando se disipó, el panorama era otro. Los esqueletos jinetes estaban delante suyo y el que los perseguía era él. 
Los gritos, salían ahora de su garganta y el terror se había apoderado de esos seres de huesos, que sin entenderlo, huían por la supervivencia.
El guerrero sonrió con malevolencia y sacando de la montura su espada, la hizo girar en el aire para luego asestar el primero de los golpes, desarmando por completo la endeble estructura ósea de su víctima inicial.

21 de noviembre de 2013

Sirenas en la noche

El concierto de sirenas atraviesa la oscuridad como si nada. Es un estilete cargado de angustia, que la hace temblar a pesar de estar segura en su cama.
Dura apenas un instante, pero es suficiente. Cierra los ojos y aprieta fuerte los párpados. Piensa en sus hijas y las sabe durmiendo en la habitación contigua. Se imagina a su marido trabajando en la fábrica, en esa semana que hace cada mes en el turno noche. Se repite una y otra vez "están a salvo, están a salvo".
Pero el corazón sigue agitado. No puede dejar quieta su mente. Intenta aplacar las imágenes, pero éstas vienen, casi socarronas. Ve a sus dos hijas caminando por la calle, tras escaparse por la ventana; las ve riendo, divertidas por la travesura. Puede incluso sentir la brisa de la noche, bajo el pálido reflejo de la luna y escuchar el crujido de las baldosas, tras cada paso de sus pequeñas.
Se da cuenta que está tensa y que se ha aferrado de las sábanas con violencia. Le duelen las manos. Es que no puede evitarlo. Visualiza sombras que acechan a sus niñas, sombras que salen y muestran armas, atemorizan, atacan y lastiman. Pero es imposible, porque Nadia y Helena duermen en la habitación de al lado.
El sonido de las sirenas vuelve una vez más, pero solo en su cabeza. Sabe que han pasado por la calle hace unos minutos, haciendo gala de sus luces y ruido. pero aún retiene esa melodía salvaje, que parece brincar de un lado a otro, abriendo heridas, percudiendo la calma.
Ahora en la imagen al que ve es a su esposo. Por alguna razón camina en la noche, quizá con la intención de ir hasta algún kiosco a comprar cigarrillos. Aunque él no fuma, es probable que algún compañero lo haya mandado. Rodolfo es muy comedido. Se confía demasiado. Y en su mente observa como lo asaltan, despojándolo del dinero, de la vida.
Trata de recobrar la cordura. Ya no hay sirenas, sus hijas duermen, su marido trabaja. Se convence de sus palabras. Lo repite hasta el hartazgo. Suelta un poco el cuerpo, pero aún siente sus brazos tirantes, doloridos. Quiere soltar las sábanas, pero le parece una misión imposible. Y cuando por fin logra abrir las manos, entiende que no tiene nada agarrado. Que el dolor viene de las muñecas y que allí hay cinturones que la sujetan.
Patalea, pero sus piernas están inmóviles, porque otras correas la atan a la cama. Y al abrir los ojos, su habitación ha desaparecido, no está el armario, ni la cómoda, ni el cuadro con la fotografía del bautismo de las mellizas. No hay nada, ni siquiera el ventilador de techo que Rodolfo había colocado dos veranos atrás. En cambio, hay paredes opacas, que no dicen nada. O muy por el contrario, de a poco empiezan a decir todo.
Porque el susurro de la soledad se hace intenso, la noche cobra vida y las sirenas vuelven, como aquella noche, cuando la locura se hizo carne y la muerte fue una inesperada compañera. Nadie está seguro, nadie está a salvo. Ella lo sabe, ella lo hizo, ella lo paga, día a día, noche a noche. Cuando las sirenas vuelven, ella teme por los que ha matado, teme que escapen de dónde estén, le pierdan miedo a las desgracias y vengan a buscarla.
Porque la única culpable, según le dicen, no es la noche y su melodía discordante. Sino ella misma.

18 de noviembre de 2013

Visigodo

Cuesta despertarse cualquier día, pero aún más el día que uno cumple años. Es una rara certeza que siempre tuve. Es una jornada que uno desearía extensa, pero con una mañana larga, interminable, en la que la cama fuera la principal compañera y la tranquilidad una sabia consejera, que pide en breves susurros al oído que disfrutemos del sol que entra por la ventana, la tibieza de las sábanas, la sensación de ser dueños del día.
Pero es algo que se desvanece pronto, casi tan rápido como suena el despertador recordándonos que tenemos que ir al trabajo o a hacer tal mandado. Ocurre siempre, o casi siempre. Son apenas contados los cumpleaños que caen un fin de semana. Y con seguridad, en caso de darse la mano el destino con la vida, ese fin de semana tendremos alguna ocupación que nos obligue a despegarnos del colchón, desayunar meditando sobre las contrariedades de la existencia humana y la gran fortuna que tiene nuestro gato o perro de ser un gato o un perro.
Supe a conciencia que estaba despertando justamente en ese día único del año donde todos nos sonríen, nos hacen llegar mensajes de textos o correos electrónicos pintorescos, recordando por si uno lo ha olvidado, que está más viejo, más cerca de amigarse con el alemán que esconde las cosas, y una serie de chistes de ocasión que se reciben con gracia y solemnidad. Porque si para algo está el día del cumpleaños, es para abrirse al saludo efusivo de las amistades y conocidos, y con suerte, en una de esas, ligar algún que otro regalo. Caso aparte es la familia, cuyos saludos pueden llegar con un llamado telefónico mucho antes de sonar el despertador, con lo que el día arrancará con una indefinida mezcla de bronca y felicidad.
En mi caso, nada le ganó al despertador, salvo una inesperada necesidad de ir a orinar en medio de la madrugada, que se resolvió yendo de una disparada. Podría describirse la sensación al abrir - no del todo - los ojos, como de paz, de breve letargo, recibiendo el sol en el rostro a través de las cortinas blancas, demorando cada movimiento como si no fuese necesario el siguiente, haciendo perdurar incluso el bostezo mañanero que comienza con el desentumecimiento del cuerpo, tarea nada fácil de la que de manera instintiva intentamos, sin éxito, escapar.
Incluso las formas más habituales, del armario, del ventilador de techo, de la cómoda - nombre estúpido si lo hay para un mueble - se tornan indecisas, como si realmente no estuviéramos convencidos de querer verlas, postergando ese instante del que no hay vuelta atrás, que es el de afrontar la realidad y sabernos despiertos del todo.
Quizá fue eso, quizá la incomodidad de no creer lo que veía o bien, la certeza de no haber despierto, que para ese entonces, no podía ser posible.
Lo cierto es que parpadeé media docena de veces para luego estar seguro y entonces, horrorizado, pegar un salto desde debajo de las sábanas hasta el respaldar, golpeando con fuerza las costillas y rebotando con violencia, quedando de costado sobre la almohada. Todo, acompañado con un grito agudo, tirando a chillido, que ni en el intento más logrado de mi vida por aputazar la voz, había logrado jamás.
Al pie de la cama, sentado muy campante, mordiéndose unas uñas largas y sucias, había un ser asqueroso de feo, con la piel ajada, de un color rosa lastimero, el cabello revuelto y erizado, ojos pequeños y casi ciegos, harapos por ropa y una boca repleta de dientes amarillos a punto de caer.
La nariz, párrafo aparte, era una especie de garra de la cuál se desprendía, por unos orificios largos y oscuros, una especie de agua amarronada, que se deslizaba hacia la boca, donde terminaba su derrotero.
 De nada servía pellizcarse. Eso estaba ahí. Y como si recién se diera cuenta de mi presencia, ajeno a la escena que había hecho con gritos incluidos, el horripilante ser me miró.
- Que temprano te levantás, campeón - dijo para mi asombro - Es tu cumpleaños, quedate una horita más, yo te aviso.
Quise hablar pero me castañearon los dientes. No era frío, por supuesto. Estaba cagado hasta las patas. Me debe haber visto pálido o que los ojos se me disparaban para todas partes, porque rió (o eso entendí que hacía, moviendo los dientes con la boca abierta de tal manera que parecían estalactitas a punto de derrumbarse) y como si fuera un gato, se movió con agilidad sobre las sábanas hasta situarse muy cerca mío.
- No me digas que te asusté - se tomó el estómago o lo que tuviera en el lugar donde nosotros lo tenemos y se dobló en dos literalmente para seguir riendo - ¡Mirá que serás paparulo che! ¿No sabés quién soy?
Pensé en el diablo, en la broma de algún amigo muy hijo de puta, y no en mucho más. Lo veía y seguía sin creer que una cosa así se me apareciera en la habitación. De cerca era más espeluznante aún. Meneé la cabeza, en una negación rotunda.
- ¡Soy Visigodo, el duende de los cumpleaños! ¿En serio no me conocés? ¿Vivís en un termo?
Las palabras habían migrado de mi lenguaje, que no solo adolecía de sonidos, sino también de coordinación y coherencia. Solo moví los hombros. Visigodo se revolvió en el lugar, más que enojado, preocupado.
- Boludo, no me podés hablar en serio. ¿No me conocés? Pero la puta madre, para que tantos años de esfuerzo, de estar en el gremio, de hacer horas extras. Pero ojo, la culpa no es tuya. No. Es de los pelotudos que tenemos en Marketing. Promocionan muy poco. Siempre la terminamos remando nosotros. En fin... la cuestión es esta: soy un duende que cumple deseos en los días de cumpleaños. Por esas putas cosas de la vida, hoy te tocó a vos. Así que soy todo oídos. Decime, qué querés.
Me quedé tieso. Es decir, más de lo que estaba. Aquello parecía ser la broma de algún amigo, del Claudio quizá, que siempre estaba innovando, o del Rómulo. Aunque el Rómulo era más jeropa, por ahí la broma de él hubiese sido un stripper varón, como para que le tomara toda la bronca del mundo. Sin embargo, el bicho feo que estaba a centímetros de mis piernas, parecía real. Demasiado real.
Volví a tratar de decir algo, pero la lengua se empecinó en hacer parecer una frase, en un balbuceo sin sentido.
- No te oido piscuí, que me querés decir - dijo adelantándose aún más el tal Visigodo.
Finalmente, rompiendo las barreras del miedo y con el único deseo de espantarlo, alcancé a decir unas pocas palabras.
- No pensé en nada.
- Hubieses empezado por ahí, nene. Pensá tranquilo, que tengo todo el día.
¡Ah no! ¡Esto solo podía estar pasándome a mi! Un duende en mi habitación, el día del cumpleaños, cuando apenas empezaba a despertarme. Y por si fuera poco, un duende que no se iría hasta que le pidiera un deseo. Parecía fácil, hasta absurdo, pero en esos momentos, temblaba de miedo. ¿Y si eso estaba ocurriendo realmente? Porque una parte de mí, aún guardaba esperanzas que fuera un sueño. ¿Y si al pedir el deseo, traía aparejada una desgracia? Lo había leído en el famoso cuento de la pata de mono y en otro de Stephen King. Ningún deseo traía felicidad absoluta. Algo escondía muy en el fondo. Los deseos eran una trampa.
Coraje, me dije. Coraje.
- No quiero ningún deseo. Podés... podés irte - le dije, casi sin respirar.
- ¿Tu deseo es no tener ningún deseo? ¿O tu deseo es que me vaya? Veamos, ninguna de las dos peticiones serían posibles. Así que vamos, dale. Pensate algo bueno y decime. Que mientras más rápido liquide este trámite, más tiempo libre voy a tener.
Busqué sacármelo de encima y dije lo primero que me vino a la cabeza.
- Quiero una sociedad más justa.
No fue una buena idea.
Visigodo comenzó a hacer tumbas carneras y a matarse de la risa. Se le desprendieron al menos dos dientes, que luego buscó entre las sábanas y se volvió a colocar.
- ¿Me estás jodiendo, no? ¡Flor de bromista resultaste! ¡Sociedad más justa! ¿No querés también una clase política honesta y trabajadora también?
El duende lloraba de la risa, manchándome las sábanas de ese enchastre marrón que le salía de la nariz. La situación se me había ido de las manos.
- ¡Sos un utópico! - me gritaba, al tiempo que con las patas me tiraba el velador de la mesa de luz al suelo - ¡Sos un boludo de la gran siete vos!
Creo que en ese preciso instante le perdí miedo y le gané antipatía. Una cosa es saber que uno es un pelotudo a cuerda que se sigue creyendo los versos de los políticos y sigue votando la misma mierda elección a elección, pero otra es que te lo estampen así en la cara, como si fuera un tortazo. ¿Que tenía de malo pedir una sociedad más justa? ¿Y si acaso también se me daba por pedirle lo de los políticos honestos? Estaba en mi derecho de cumpleañero carajo. Por más que me acabara de enterar que existía un duende de cumpleaños, ahora quería mi deseo.
- ¡Visigodo! - lo llamé al orden - ¡Exijo mi deseo!
El duende tardó en dejar de reír. Tuve que esperar al menos veinte minutos más. Se detuvo. Me miró y comenzó a reír de nuevo. Quince minutos después, me gané su atención.
- Repito, quiero mi deseo.
- ¿Estás seguro? - preguntó Visigodo, acomodándose otra vez al pie de la cama - Mirá que una vez que agito la nariz, no hay vuelta atrás.
Con el miedo totalmente derrotado, avasallado por un lado que desconocía en mí, inflé el pecho y sintiéndome el más patriota de los patriotas, el más buen tipo del país, en el más justo de los justos, dije con énfasis ¡Si!.
Y acá aparecí, en otro planeta, a no sé cuántos millones de años luz de la Tierra. Debo reconocer, fui a parar a una sociedad más justa. Incluso, me están tratando muy bien, a pesar que me miran con asco y me tienen algo confinado a un sector delimitado. Pero la pucha, qué precio he pagado. Maldito Visigodo, ya te quiero ver en mi próximo cumpleaños. Aunque ignoro si hará delivery interespacial.

15 de noviembre de 2013

Extraño suceso en un descampado cercano

El domingo pasado, mientras caminaba hacia mi casa, una luz intensa encandiló un descampado cercano. Era una luz brillante, que sin embargo no me obligó a cerrar los ojos. El lugar estaba a cien metros y a pesar de la distancia, de los árboles que se interponían en mi vista, pude ver todo con claridad.
Miré a mi alrededor, esperando toparme con más testigos de aquel fenómeno, pero la zona estaba desierta. Al consultar el reloj, supe la causa: eran las dos de la madrugada. No podía creerlo, si un rato antes había salido de la cancha, y no habían pasado más que treinta o cuarenta minutos como máximo. Y por si fuera poco, el reloj había dejado de marchar.
En la zona iluminada creí ver humo. De inmediato comprendí que estaba equivocado, aquello era una especie de gas, algo proveniente de alguna máquina. La duda fue efímera. Una gran nave irrumpió sobre el poco verde de aquel lugar, profiriendo una serie de sonidos difíciles de describir. A pesar de su tamaño, y de ese gas que la envolvía, apenas si movió las hojas de los árboles cercanos. Lo que tenía delante de mis ojos, no era de este planeta.
Ese fue mi primer pensamiento. Me paralicé por completo. O eso creí. Porque cuando presté atención a mis movimientos, estaba caminando hacia el lugar.
La nave era cada vez más grande. Cobraba proporciones a medida que me acercaba. Su apariencia era la de un gigantesco panal de abejas, cuya parte superior se perdía en la oscuridad de la noche. Podía divisar en la superficie de la enorme máquina, pequeños rectángulos iluminados, que bien podía calificar de ventanas o escotillas. De todas maneras, no pude distinguir el interior de la nave a través de las mismas.
Algo se desprendía de aquel aparato. Una radiación, rayos gammas, un aura, no podría afirmarlo. Pero lo que veía a través de ese algo, parecía diferente, como desdibujado y al mismo tiempo, mucho mejor definido. Los árboles no parecían árboles, pero en cambio, podía apreciar en detalle las nervaduras en las hojas, cada ser viviente en las ramas y las grietas de las cortezas.
El suelo, mezcla de gramilla seca con sobrevivientes hojas verdes, sobre tierra seca ante tanta sequía, parecía haber ganado en brillo y pisarlo me daba la sensación de estar cometiendo un sacrilegio.
Llegué hasta la mismísima nave. Aunque parezca mentira, no sentía miedo ni curiosidad. Era un impulso. Quería tocar esa aparición de la nada. Confirmar que era verdad, que nada de lo que estaba pasando formaba parte de un extraño sueño. Estiré mi brazo izquierdo, abrí la mano, llevé los dedos hacia la nave. Y entonces todo desapareció. Me encontraba de golpe frente a Juliana, la chica que me gustaba, apretándole una teta con la mano izquierda, en el zaguán de su casa. Me surtió tal sopapo que me hizo girar en el lugar.
Aún al día de hoy, a casi una semana, no cree en mi versión.


12 de noviembre de 2013

Competitivo

Eriberto era un tipo muy competitivo. Cuando salía a caminar, apuraba el tranco para llegar antes a las esquinas que las demás personas, en una carrera ausente de reglas. O se detenía a preguntarle a quién tuviera cerca sobre el color del próximo auto que pasara por allí, con el fin de apostar por uno distinto y ganarle la predicción al desconocido.
De muchas mañas, ventajero y mal perdedor, Eriberto era un caso único en el barrio, de esos que entran en la categoría de "bicho raro". Solía subía al colectivo con la intención únicamente de bajar antes que cualquier otro, por más que eso significara descender a las dos cuadras.
Si paraba a comer un pancho en algún puesto ambulante, trataba siempre de ponerle más cantidad de aderezo de lo que utilizara la persona más cercana a su ubicación. Y si bien esa otra persona jamás se enteraría que participaba de una competencia, para Eriberto el triunfo era completo y podía apreciarse por los gestos que hacía.
El bar frente a su casa era su oficina al atardecer. Allí, café de por medio, apuntaba en una libreta todos los logros del día. Era difícil imaginar una jornada sin victorias. 
Hasta ese sábado, con el cielo algo plomizo amenazando de lluvias. La gente había salido en su mayoría con paraguas, temerosa de una tormenta. Él se había propuesto hacer veinte cuadras y regresar a su casa. El objetivo era llegar antes que lo agarrara el agua.
Estuvo a punto de lograrlo, pero otro desafío se interpuso en su camino. Dos niños habían armado una especie de skate con un cajón de madera y se lanzaban a toda velocidad por una calle en pendiente. Eriberto no se dio cuenta, pero las primeras gotas estaban comenzando a caer. Observó el semáforo en la esquina y le pareció buen lugar para definir la meta.
Echó a correr por la vereda, mirando encima del hombro: los niños venían rápido. Una gota le cayó justo en el ojo provocándole dos pensamientos. El primero, que no había podido llegar a su casa antes que comenzara a llover. El segundo, que no debió haber cerrado los ojos tan instintivamente.
Sintió el impacto contra un árbol con violencia. La nuca rebotó contra las baldosas y percibió de inmediato que algo se desprendía dentro de su cabeza. Escuchó como los chicos pasaron muy cerca, gritando de algarabía, sin dudas jactándose del triunfo. La lluvia se hizo en ese momento intensa, al mismo tiempo que llegaba gente al lugar donde había caído. Escuchó voces de preocupación, el grito de una mujer y alguien que decía ¡cuánta sangre!.
El cielo se fue oscureciendo, poco a poco y las voces apagando. Supo lo que pasaba. No podía evitarlo. ¿A cuántos le estaría ganando en ese instante? ¿Millones? ¿Billones? Imposible de determinar. Pero le ganaba a muchos en la carrera que jugamos todos, camino a la muerte.

9 de noviembre de 2013

Cualquier cosa

Dicen que el cerebro humano puede hacer cualquier cosa si se lo propone. Cualquier cosa. Pero se necesita empeño, mucha práctica y decisión.
Durante años estuve encerrado en la habitación estudiando la manera, la forma de lograr mi propósito. Fueron horas y horas quemándome las pestañas, leyendo todo apunte que se me cruzara por delante, ensayando variantes, programando en la pantalla de mi computadora, buscando el éxito, el resultado óptimo que me permitiera finalmente descansar.
Y lo logré. El enigma había sido develado. Escribí el mensaje de texto con manos temblorosas. Conecté el celular al ordenador, le cargué el software y recién entonces, envié lo que había escrito.
Los datos viajaron encriptados en el tiempo y volvieron a rearmarse en un mensaje de texto diez años atrás. Lo supe porque en ese instante todo a mi alrededor desapareció y en su lugar, apareció una inmensa playa y junto a mí, sobre la arena, estaba ella, sonriéndome, como si la vida no hubiese pasado, como si los hechos hubiesen sido otros. Y es que, de repente, lo habían sido.
En mi mente el pasado apócrifo comenzó a desvanecerse, como un mal sueño que empezaba a ser olvidado. El último recuerdo era un mensaje de texto, algo borroso, que decía "no te suicides hoy mi reina, que en la vida no hay imposibles, juntos podemos hacer cualquier cosa". 

6 de noviembre de 2013

Escape bajo el sol

El sonido de las sirenas policiales no debían asustarlo. Los vehículos se oían distantes, perdiéndose en alguna ruta errónea, quizá en busca de pueblos cercanos. Los maizales, elevados al cielo, lo hacían prácticamente invisible.
Siguió caminando sin preocuparse por ser visto. El calor agobiante parecía rebotar contra la tierra y volver con mayor fuerza desde abajo. Con sus manos se abría paso en el sembrado. Las hojas y ramas del maíz laceraban de todas formas su cuerpo. La piel iba adoptando de a poco el color funesto de la sangre.
Por más que buscara con la vista algún claro que le indicara que estaba cerca de un camino alternativo o zona de monte, lo único que abarcaba con macabra resignación eran campos y más campos.
Maíz, soja, trigo, incluso alfalfa. Todos los cultivos del mundo parecían estar allí. Pero no divisaba gente trabajando la tierra, ni tractores o cosechadoras ocupando una porción mínima de aquella inmensidad. No podía precisar si esto era extraño o no, desconocía todo al respecto del campo, de sus épocas, sus horarios.
De lo poco que sabía, en realidad, era de hacer sufrir a otros. En eso era bueno. O al menos, lo intentaba. Ahora caminaba entre surcos donde habían sembrado soja. Algunas gotas de sangre iban cayendo a su paso y desaparecían de inmediato en la tierra, que absorbía con celeridad la humedad, necesitada de alguna lluvia providencial.
La última vez que había observado por encima del hombro no había encontrado rastros del maizal por el que había pasado un par de horas antes. Mucho menos, de los caminos que había cruzado. No sabía cuánto había avanzado, pero podía estar seguro que se había alejado lo suficiente como para poder pasar la noche sin sobresaltos.
Pero el atardecer se hacía esperar. El sol se mantenía recalcitrante en lo alto. Cada paso era un esfuerzo mayor. Los pies estaban completamente lastimados. Ahora anhelaba un calzado. La ropa no le importaba. Ni siquiera si más tarde refrescaba. Podía afrontarlo. Pero sus pies destilaban sangre en forma constante.
Miró hacia arriba. Todo era celeste. No había nubes que lo protegieran un instante. Tampoco árboles que le dieran un momento de sombra ni soplaba la más mínima brisa que le permitiera un respiro.
Volvió a estudiar el horizonte. Campos y más campos. El paisaje era siempre el mismo. Se estaba internando cada vez más en la llanura. Le extrañaba que nos sembrados continuaran. No veía caminos, ni estancias, ni maquinarias. Pero allí estaba el maíz alzándose, muy señorial, enfrentando al sol. O la soja, con su espléndor verde de cara al cielo. Lo mismo que el trigo y la alfalfa.
Supo que estaba perdido. El calor además le daba sed y dolor de cabeza. Pronto comenzaría a perder la razón, si es que no conseguía un lugar donde beber y descansar, a salvo de ese sol maléfico, carente de clemencia.
Creyó sentir las sirenas de los autos policiales. Observó hacia cada punto cardinal, buscando indicios de algún camino, de alguna salida. Pero solo vio lo mismo que venía viendo desde las últimas horas. Pero el ulular de las sirenas era real, podia sentirlo. E incluso, era cada vez más intenso. Como si el coche viniese marchando en los maizales linderos, oculto a sus ojos.
Pero no escuchaba el sonido del motor, solo las sirenas. Siguió caminando, ganando terreno. Si el vehículo estaba cerca, no podía dejarse atrapar, de ninguna manera. Sentía ahora el esfuerzo acumulado desde la noche, la tensión de las horas previas, el momento de la fuga.
Las piernas parecían dos postes de cemento, que apenas podía mover. Sus pies lastimados, respondían con lentitud a las órdenes. Tropezó un par de veces y no besó la tierra solo porque un resto de fuerzas en sus brazos logró evitarlo.
Avanzó lo que le pareció una eternidad, urgido por la necesidad de encontrar un lugar para descansar. Pero al levantar la vista, vio más de lo mismo. Entonces, enfurecido, gritó con bronca, insultando a viva voz al cielo y al infierno.
El desahogo lo dejó sin energías. Se rindió ante la naturaleza, hincando las rodillas en la tierra arada. El sol irradiaba calor con más persistencia y los sembrados habían intensificado su color. El celeste del cielo brillaba tanto, que se había tornado azul. Incluso el sonido había vuelto. Otra vez esas sirenas, clavándose como un puñal en sus tímpanos.
Se tapó las orejas con las manos y se dejó caer al suelo. Estaba a merced de la libertad, prisionero de un derrotero fuera de la ley del que parecía no poder escapar. Lloró como un niño, entre hojas de maíz y alfalfa.
Y a pesar de suplicar perdón, prometer redimirse, el día jamás dejó de ser día y los campos, dejaron de ser campos.

3 de noviembre de 2013

Escritor que atrasa

El señor de cabello ralo y entradas pronunciadas ingresó sujetando con fuerza bajo el brazo un maletín de cuerina marrón. Buscó un turno en la mesa de entrada y se acomodó en una silla, a aguardar que lo llamaran. Esperó cerca de media hora, sin apartar jamás la mirada de la pantalla luminosa, donde leds de color rojo le daban forma a los números que iban llamando.
Cuando llegó su turno, se puso de pie de inmediato. Caminó urgente los metros que lo separaban del mostrador. Un joven de aspecto desprolijo, pero a la moda, lo recibió con un saludo. El hombre no perdió tiempo y fue al grano.
- Vengo a registrar esta novela - dijo al tiempo que extraía del maletín de cuerina marrón un manojo importante de hojas, anilladas sobre el margen izquierdo.
El joven observó la primera página y luego miró al hombre que tenía adelante.
- ¿Rayuela?
- Si. ¿No le gusta el título?
- Es que ya existe un "Rayuela". La novela de Cortázar.
- Perdón... ¿de quién?
El muchacho sonrió y observó hacia sus compañeros, esperanzado que alguno hubiese escuchado la pregunta, pero todos estaban muy pendientes de las personas que atendían en sus trámites.
- Cortázar. ¿No le suena?
- No, francamente no. Leo muy poco, sabe.
- Claro. ¿Diarios tampoco? Digo, puede que lo haya leído, o bien oído nombrar en la radio o en la televisión.
- Creo que si hubiese escuchado algo de esa persona, me acordaría.
- Bien señor...
- Palacios. Wilmar Palacios.
- Palacios, bien. Mire, me va llevando este formulario, mientras voy llevando el original hasta otra oficina, que se encargan de mirar el trabajo.
- Perfecto, vaya nomás.
El empleado desapareció por una puerta al fondo. Wilmar, con letra prolija, fue completanto el papel que le había dejado el muchacho. Al cabo de unos minutos, volvió la persona que lo atendía.
- Siéntese señor Palacios, que ni bien terminen con la lectura preliminar, lo llamo para terminar el trámite.
La espera le pareció eterna. Se cruzaba de piernas, se descruzaba, colocaba el maletín vacío a un costado, luego encima, miraba la hora, jugaba con sus dedos, se rascaba la nuca. El tiempo parecía jugarle una broma, como siempre ocurre cuando uno quiere que los segundos corran más rápido y los minutos se rindan ante la inevitabilidad de su paso al olvido y apuren así su muerte.
Ensimismado en sus pensamientos, descifró casi por casualidad que en el aire se sostenía, cual fantasma, la palabra Palacios. Miró hacia el mostrador y el joven le estaba haciendo señas para que se acercara.
- Mire Palacios - el rostro ya no era el mismo de antes, ahora parecía distante, nada jovial - si lo que quiere hacernos es alguna clase de broma, le decimos que no estamos para perder el tiempo, esto es un registro y se trabaja con seriedad.
- Pero qué dice, joven. ¿Broma? He venido a registrar mi novela...
- Señor Palacios, le voy a pedir que se retire. Usted no ha hecho más que transcribir palabra por palabra la obra de Julio Cortázar. Debería darle vergüenza. Ni siquiera el título le ha cambiado.
- ¡Pero por favor! ¿Me acusa de plagiar a otro escritor? ¡Acaso está loco!
- Señor, me temo que el que no está en sus cabales es usted. Así que le repito, si puede retirarse...
- ¡Me trata de loco! Qué falta de respeto. ¿Plagio? Pero por favor... ¡quién es ese tal Cortázar que me ha quitado mi historia!
- Cortázar lleva muerto muchos años, así que no crea que le haya quitado nada.
- Mentira. De alguna manera me robó la novela.
- Claro, viajó en el tiempo.
- ¿Y por qué no?
El joven empleado ya no contestó. Le devolvió el original anillado, casi con lástima y llamó en voz alta otro número. El hombre de cabello ralo y entradas pronunciadas quedó delante del mostrador, con la boca semi abierta, sin saber que hacer. Finalmente, se retiró del lugar.
Ya en su casa, sacó el original del maletín y lo arrojó sobre la mesa.
- ¿Cómo me pueden haber robado mi historia? ¿Cómo?
Con paso tembloroso, se dirigió hasta la cocina y se preparó un café. Tenía el ánimo por el piso, no obstante, sacó de un viejo armario la máquina de escribir y la colocó sobre la mesa.
- Esto no me hará bajar los brazos, no señor. Y quitándose una lágrima de la mejilla, comenzó a escribir.
El título fue lo primero que las teclas machacaron sobre el papel. Y era un buen título, a su juicio: "Sobre héroes y tumbas".
Y con entusiasmo, arrancó a contar la historia.

31 de octubre de 2013

La luz de la luna

Tuvo una visión muy clara y luego despertó. Las sombras de su cuarto desdibujaban las paletas del ventilador de techo, que giraba a muy baja velocidad, moviendo el aire de aquí para allá. Apenas si escuchaba el sonido del motor, casi imperceptible. Estaba empapado, pero no tenía calor. Al contrario, sentía como si alguien le hubiese enterrado bajo la piel una enorme barra de hielo.
Dudó entre levantarse o seguir en la cama. Finalmente se sentó.
Miró la hora.
Volvió a vacilar en lo que haría a continuación. Juntó coraje y se puso de pie. Luego, casi obligándose a hacerlo, avanzó en busca de la puerta. El pasillo se le antojó desolador. Al final del mismo, podía ver como las luces azules y rojas penetraban como puñales por el ventanal del living. En medio de la noche, parecían carcajadas de un payaso diabólico.
Tanteó los cajones de un escritorio y sacó un revólver. La visión había sido muy clara. Con furia abrió la puerta y salió al jardín. Allí estaba la policía, desenterrando el cuerpo de Amanda, apenas iluminados por la luz de la luna. Allí estaban, sacando todo a la luz. A la luz de la luna.
Les apuntó y apretó el gatillo tantas veces como pudo. Pero los disparos solo resonaron en sus oídos, una y otra vez. Sin embargo, ningún policía se inmutó, ningún siquiera se percató de que estaba ahí. Siguió disparando hasta que alguien detuvo su mano.
Amanda le sostenía con fuerza la muñeca y entre gestos de dolor, suplicando piedad, dejó caer el arma. Desconsolado, se dejó caer sobre la gramilla húmeda, y llorando, enterró la cara en el barro.
Cuando la policía interrumpió en la habitación, estaba con la cabeza debajo de la almohada. Se había orinado encima.
- ¡Dejen de cavar en el jardín, dejen de cavar en el jardín! - gritó como un poseso, mientras se lo llevaban para interrogar.
Entonces, los uniformados buscaron palas en un cobertizo cercano y empezaron a cavar.
- ¿Por qué se habrá delatado solo? - le preguntó un joven oficial a un superior.
- Es que el crimen pugna por salir a la luz. Tarde o temprano lo hace, sin importarle las consecuencias.
En ese preciso instante, alguien gritó que habían encontrado un cuerpo. La luna, en su intensidad, acompañaba lúgubremente el momento.

28 de octubre de 2013

Minicuentos de fútbol "Mundial Brasil 2014" 2da parte

Comparto los últimos cinco microcuentos que participaron en el Concurso Internacional de Minicuentos de Fútbol "Mundial Brasil 2014" del sitio "Cuentos y más", donde obtuve una mención especial.
La consigna era no superar los 600 caracteres y comenzar con la misma oración.


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No ve el que no quiere ver

El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 estaba allí, en la cancha. Vibré en cada pelota, me apasioné con cada canto, agoté hasta la última fuerza de las cuerdas vocales. Éramos muchos, pero éramos uno solo. Nos abrazábamos en un solo abrazo y gritábamos en un solo grito. Cuando el pitido final dijo basta, todos teníamos la piel celeste y blanca. ¡Qué me importa esta ceguera, no haber visto los goles, ni verlos jamás! ¡Qué me importa, si las emociones las vi con el corazón!


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En lo del vecino


El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 lloré como un marrano. Me abracé a la vieja y luego, cuando ella me alejó al grito de “no seas maricón”, me dejé caer en el piso. No me importó que los mocos cayeran sobre el frío cerámico, que el papel picado arrojado a la salida de los equipos se metiera en mis cabellos, ni que la alegría se confundiera con el llanto. Lloré como otros, en la distancia, en el tiempo. Creí oír susurros del 78, cánticos del 86. Pero eran estos gritos, iracundos, irreverentes, los que más escuchaba. Propios de un borracho meando en el patio del vecino. Propios del 14.

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¡Brasileiro, para você!

El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 hice un curso acelerado de portugués. En vivo y en directo, televisión de por medio, no dejé un solo brasileño por putear. ¡Mas no seu idioma!

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De cabeza

El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014, más precisamente a las 16.54, con el sol a pleno, salté desde el techo de mi casa al suelo de baldosas del vecino. No fue algo adrede ni tampoco premeditado. Menos aún elegante, porque di con el marote. Digamos que fue necesario. Es decir, las promesas se deben cumplir. Si ganamos por penales hago algo impensado, había dicho esa mañana. Cuando el tiro del Pipita dio en el palo, me quería morir. Pero después, con Romero sacando todo, no tuve excusas. Recuerdo la carrera alocada y despertar en el hospital. ¿El resto? ¡A quién le importa!

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El mito
El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 fue el último día del planeta. El mito dice que fue a causa del grito final, tras el gol de palomita de Messi sobre la hora. Pero la verdad no tiene nada de pasional: el asteroide D-10-S impactó en el Polo Norte y todo se fue al carajo. Los que fuimos evacuados por la nave que secretamente la Nasa tenía preparada un año antes, recordamos ese día desde diferentes ópticas. A pesar del desastre, era la única persona sonriendo en aquel aparato espacial. Aquí en Marte todo es distinto y nadie juega al fútbol. El mito es mi explicación.