Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de septiembre de 2017

Río cómplice

* Cuento ganador del "2do Encuentro Nacional de Poetas y Narradores" organizado por la Municipalidad de Villa Constitución, publicado en la "18va Antología de Poetas y Narradores" *

Faltaba poco. Alicia lo sabía. A pesar de la neblina que convertía la ruta en un fantasmal abismo, la silueta del río se destacaba inmóvil un kilómetro más adelante.
Miró hacia el asiento trasero. El niño dormía. Mejor así. A ella todavía le costaba respirar. Sentía el pecho agitado y el cuerpo sudado. Recordaba las palabras de su marido: "No podés hacerlo". Y sin embargo, allí estaba, manejando a mitad de la noche.
El niño se movió atrás pero no alcanzó a despertarse. Nunca sospechó que podría encariñarse de alguien tan rápidamente.
Cuando un día antes había aparecido en la parte trasera de su vivienda, con un corte en la frente y moretones en el rostro, su primera reacción había sido asustarse. ¡Era un niño, por el amor de Dios!
Lo limpió y curó. Estaba familiarizada con esos menesteres y trató que al pequeño no le doliera, pero no lloró en ningún momento, aunque tampoco abrió la boca.
Hubiese querido, aunque sea, poder cambiarle la remera, quitarle la que llevaba puesta, manchada de sangre, pero no tenía hijos y por lo tanto, tampoco ropa para el niño.
Sabía que si forzaba una manera para hacerlo hablar, era probable que el chico se cerrara aún más. Por eso prefirió simplemente hacerle compañía, quedándose cerca mientras él se devoraba las galletitas que le había puesto en un plato, junto a una taza de café con leche.
El problema comenzó un poco más tarde, cuando su marido llegó de trabajar. Era peón en el mismo campo en cuyos terrenos estaba la casa que habitaban y solía volver cansado y de mal humor.
Se detuvo bajo el marco de la puerta de la cocina y elevó la voz al ver al niño sentado a su mesa.
- ¿Qué carajo hace ese pibe acá, Alicia? ¿Me podés explicar que hace acá?
Y sin perder un segundo, avanzó hacia el niño, lo arrancó de la silla tomándolo con fuerza de los hombros y lo arrastró hasta la puerta trasera.
- Andate - le ordenó - Andate y no vuelvas por la casa, no quiero problemas.
Alicia quedó estupefacta, paralizada en su silla.
- No quiero volver a verlo por acá ¿entendiste? - el hombre se acercó a ella y le retorció el brazo - ¿Entendiste?
Si, por supuesto, claro que lo había entendido. El dolor estaba llegando al hombro. Su marido por fin aflojó la presión y un alivió recorrió su brazo.
- Entendí - dijo con un hilo de voz
Luego, cometió uno de sus habituales errores: no permanecer en silencio.
- ¿Quién es? ¿Lo conocés?
Él se volvió para mirarla con ojos de animal salvaje.
- Es el pibe de Quiroga, y si lo quiere matar a palos, es problema de Quiroga. Es el patrón y nosotros comemos de su mano. Y lo sabés bien: no se caga donde se come.
Alicia asintió con la cabeza, bajando la vista al plato con galletitas que había quedado sobre la mesa. No esperaba la mano de su marido, que atenazó con violencia su cuello.
- ¡Mirame a los ojos cuando te hablo! Si te digo que no te metas con ese pibe, no te metés. ¿O querés cobrar vos también?
Apenas si podía respirar. Con esfuerzo, balbuceó un "no". Él la soltó. Alicia tosió, ahogándose con su propia saliva. Claro que no quería "cobrar". Si cuando vio al pequeño golpeado, fue como verse reflejada en un espejo.
Detuvo el coche. Al silenciar el motor y bajar las ventanillas, el interior del vehículo pareció llenarse de grillos. A pesar de ser plena madrugada, la temperatura era alta. Ni siquiera la leve brisa que venía del río le daba un respiro. A sus espaldas, el niño permanecía dormido.
¿Cuándo se decidió a hacerlo? ¿Fue esa misma noche, mientras él la golpeaba con fuerza tras el quinto vaso de cerveza? ¿O al día siguiente, al ver al niño escondido entre las maquinarias, con nuevos nubarrones morados en la cara?
- Ven aquí, no voy a hacerte daño - trató que su voz fuese lo más amable posible. El niño accedió, abandonando su escondite detrás de un arado.
No tenía dónde llevarlo, más que a su casa. Y sin embargo, aquel era el lugar menos seguro que podía imaginarse. Volvió a servirle un café con leche y darle galletitas. Mientras el niño comía, ella fue a armar la valija. Metería lo indispensable para alejarse de la casa. Algo de ropa para ella y algunos objetos de valor, para poder cambiarlos en la ciudad por ropa para el niño y comida. No tenía dinero. Lo poco o mucho que había bajo ese techo lo administraba su marido.
Escuchó un tractor deteniéndose afuera. ¡Era él! La puerta principal se golpeó con fuerza contra la pared. Ella corrió hacia la cocina. El niño se había refugiado en un rincón, entre la heladera y el canasto para las verduras. Alicia llegó sin aliento en el momento justo que su marido acortaba la suficiente distancia como para golpear al pequeño.
- ¡Basta Roberto! - gritó ella con furia. En la mesa había un tenedor. Lo tomó.
Roberto rio ante la imagen de su esposa amenazándolo con algo tan ridículo.
- No podés hacerlo. Vení para acá Alicia.
Ni bien le dio la espalda al niño, éste se abalanzó sobre él. Lo empujó con tanta fuerza que lo hizo trastabillar hacia delante. Lo de Alicia fue puro acto reflejo. Sin pensarlo, clavó el tenedor en la cabeza de su marido. Entonces él, comenzó a gemir...
El graznido de un pato la puso en movimiento. Volvió a asegurarse que el niño durmiera y de inmediato bajó del auto. Lo rodeó y fue hasta el baúl. Suspiró profundamente y lo abrió.
Sacar el cuerpo de su marido le llevó varios minutos. Su mayor preocupación era no hacer demasiado ruido. Una vez en el suelo, lo arrastró hacia el pequeño muelle para pescadores que había en aquel lugar del río. A duras penas empujó el cuerpo por el borde. El sonido al caer al agua fue espeluznante, casi como...
Gemía y daba alaridos, arrojando manotazos a todas partes. Incluso se había quitado el tenedor, pero andaba a ciegas. La sangre había cubierto sus ojos. Alicia había quedado paralizada, como cuando él la amenazaba o golpeaba. Pero el niño no. Tenía un cuchillo en la mano que tomó de un cajón y no tardó en lanzarse sobre el hombre que lo doblaba en tamaño. Solo necesitó un par de puñaladas para darle muerte.
Ahora, el cuerpo había desaparecido en el río, llevándose consigo muchas penas. Alicia se despidió en silencio, sin la menor pizca de tristeza. Se subiría al auto y conduciría. Se llevaría lejos al niño y enterraría donde no pudiera encontrarlo jamás, al dolor del pasado. Verían luego como sobrevivir. Sonrió ante la idea: sobrevivir era lo único que había hecho bien en su vida.

17 de septiembre de 2017

Edades

El patio es grande, pero sin árboles ni flores. Los yuyos avanzaron sobre el césped en una batalla que no encontró oposición. En los veranos el sol es arrasador. En el invierno no existe reparo alguno. Solo en el otoño, pero en los días más benévolos, y en primavera, le gusta salir a sentarse afuera y pasar horas sin hacer otra cosa que ausentarse mirando nada en particular.
Recuerdo haberle preguntado una vez si no prefería que le llevara una silla, así al menos no se quedaba parado. Me había dicho que para estar sentado, se quedaba dentro. Y no le ofrecí nunca más una silla.
Otra vez me acerqué a su lado y lancé al aire dos o tres comentarios. Me preguntó si no tenía otra cosa que hacer.
Nunca nos llevamos muy bien, así que no podría imaginar otras respuestas. Uno es hiriente con los que no quiere, e indiferente con los que poco le importan.
Era extraño verlo desde la ventana allí parado, contemplando el infinito. Más raro, supongo, debe haber sido para un tercero observarme observándolo a él. Aunque esa persona, en realidad, no me habría visto. Nadie viene por aquí.
De la misma manera, no me engaño, yo también al verlo a él allí en el patio, me miro a mí. Al que seré dentro de unos años, a ese ermitaño que se abre paso en mi interior minuto a minuto, y que en algunos años más gobernará mi existencia.
Es extraño contar todo esto, hablando de un futuro que ya sucedió. Porque en realidad, solo soy el pasado de ese hombre, que convive con conmigo en su mente. Creo que sale al patio para sentirse solo, para no verme ni escucharme, para no caer en la cuenta, al estudiarme, de todos los errores que cometió. Los que yo iré cometiendo en esa línea de tiempo que me separa de él, esa línea de tiempo que él ya conoce y por la que tanto pena.
El patio es enorme, aunque apenas es el patio de su encierro. Y por lo tanto, es minúsculo. Afuera o adentro, el ayer y el hoy conviven presos del destino, en un futuro ya escrito.

12 de septiembre de 2017

El eslabón más débil

La mirada de Andrés era siempre dispersa y no solo por el problema de estrabismo que lo afectaba desde pequeño. Se distraía, perdía la atención en lo que estaba haciendo y generaba el enojo de manera continua de su primo, varios años más grande que él, al que todos en el barrio conocían como el “Lungo”.
Andrés también carecía de carácter y decisión propia. Huérfano, su infancia y adolescencia había quedado en manos del hermano de su madre. Su primo, un flaco desgarbado y mal hablado, que no solía bañarse por días, había sido una especie de hermano mayor, aunque no precisamente un ejemplo a seguir. El hecho que lo llamara “bizcocho” ya era motivo suficiente para que Andrés lo odiara.
Pero se había acostumbrado a pasar las horas junto a él, que eran mejor a pasarlas solo en la reducida habitación que tenía en el departamento de sus tíos. Los amigos de su primo tampoco eran de su agrado. De cada diez palabras que pronunciaban, nueve eran insultos. Cuando todos se juntaban, a diferencia de otros chicos, no iban a la plaza a jugar al fútbol, sino que salían a “buscar víctimas” para sus pesadas bromas.
Tenían un amplio repertorio. El que más le divertía era la broma del billete al que le ataban una tanza muy fina, casi imperceptible a la vista, que dejaban en la vereda y cuando un desprevenido transeúnte trataba de recogerlo, ellos tiraban de la tanza sacando del alcance el billete y en muchos casos, haciendo caer de la sorpresa a la “víctima”.
También jugaban al ring raje, a tirarle petardos a los pies a las personas escondidos detrás de tapiales, o se entretenían robando frutas de los cajones a las verdulerías del barrio.
Andrés era el blanco de las cargadas. Esa era la peor parte (si acaso, acompañarlo en todas las demás travesuras resultara poco motivo de disgusto). Su anhelo era hacerse respetar, pero jamás lo había logrado. Por esa razón, la tarde que vio cómo la señora Dennis (una ricachona jubilada, que pasaba sus tardes jugando al bridge en el club) dejaba olvidada abierta la puerta de calle al tomar un taxi delante de su casa, creyó tocar el cielo con las manos.
Al llegar al punto de encuentro rutinario, que era en el bicicletero frente a la sala de videojuegos, no esperó ni treinta segundos para sorprender a todos y abrir la boca. Más de uno se vio sorprendido de escucharlo hablar. Su primo estuvo a punto de hacerlo callar, pensando que diría alguna estupidez, pero la revelación que dio a conocer dejó a todos con los ojos bien abiertos.
Bien sabido era que la “vieja” Dennis (así la llamaban en el barrio, tanto los chicos como los vecinos) tenía mucho dinero y según contaban la malas lenguas, lo guardaba distribuido en distintos lugares de la casa. ¡Aquello vislumbraba como una verdadera caza del tesoro!
Por fin Andrés sentía que era parte del grupo y que el premio por el dato que había dado sería nada menos que el respeto y un mejor trato de ahí en más. Pero ni bien llegaron a la puerta y efectivamente la vieron apenas entornada, su primo y los demás chicos le prohibieron el paso, asignándole la más aburrida de las tareas: hacer de “campana”.
Allí permaneció durante casi una hora, haciendo pasar por un interesado en la vida de los pájaros que iban y venían en el jacarandá que la vieja Dennis tenía en la vereda. Tardó en darse cuenta que los chicos ya no estaban dentro de la vivienda. Habían escapado por una ventana del patio y saltado un par de cercos para alejarse del lugar.
Cuando Andrés los encontró, su primo y los amigos se jactaban de lo inteligentes que eran, de cómo habían encontrado un par de puñados de billetes y un teléfono celular y que habían sido unos genios invirtiendo lo robado en helados, petardos y un par de revistas para adultos. Al verlo, se rieron de él. Les divertía saber que mientras ellos escapaban y gastaban todo el dinero, él había permanecido como un tonto delante de la puerta de la vieja Dennis.
Estaba repleto de rabia, aguantando las ganas de llorar pero en lugar de marcharse, preguntó qué harían con el celular. Su primo lo contempló unos segundos y dijo que sería buena idea venderlo. Andrés se lo pidió para verlo y aunque dudando, su primo se lo alcanzó. Sin que nadie se diera cuenta, bajó el volumen y marcó el 911. Luego, se lo devolvió a su primo que sin prestarle atención, lo guardó en el bolsillo de la campera.
Los amigos volvieron a narrar, casi a los gritos, lo que habían hecho, como si aquello fuera el hecho más significativo de sus vidas. Andrés no dudó en irse caminando lentamente. Si su plan no fallaba, la operadora del 911 escucharía todo lo que el grupo de imbéciles estaría confesando sin saberlo.
A las dos cuadras escuchó las primeras sirenas policiales. Al pasar delante de la casa de la vieja Dennis, la señora llamaba a los gritos a sus vecinos, dando la voz de alerta de que le habían robado. Andrés sonreía. No veía la hora que el “Lungo” y sus amigos se dieran cuenta quién había sido más inteligentes que ellos.