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25 de enero de 2017

El envoltorio de los huevos

Compraron la propiedad en forma telefónica. El trato lo habían cerrado previamente mediante correos electrónicos, pero les pareció mejor a ambas partes acordar los últimos detalles al habla, a más de quinientos kilómetros de distancia. Ellos habían quedado encantados al ver las fotos, un mes antes.
Las mismas habían llegado de casualidad, en el envoltorio de media docena de huevos hecho de papel de diario, que habían comprado en la verdulería del pueblo. En la página repleta de dobleces y arrugas podían verse dos imágenes en tonos grises de una vieja fábrica abandonada, en el conurbano bonaerense.
Si bien figuraba un teléfono de contacto, de una inmobiliaria, la fecha que indicaba la hoja desalentaba cualquier posibilidad. La publicación tenía cuatro meses de antigüedad. Fue una desilusión, porque hacía tiempo que buscaban un lugar donde pudieran establecer una segunda planta de elaboración de alfajores, pero esta vez en Buenos Aires, con el fin de expandir las fronteras y alcance de la producción familiar.
Los hermanos, Horacio y Alberto, que compartían aún la casa paterna, heredada junto al emprendimiento comercial, tuvieron que resignarse con esperar novedades de Patricia, una prima radicada en la Capital Federal, que les había prometido enviarles toda información que pudiera conseguir de lugares en venta o en alquiler.
La hoja de diario fue a parar a la basura y se olvidaron del asunto. La bolsa de residuos fue dejada un día después en el canasto de la basura y algún perro traicionero la destrozó al anochecer. La página con las fotos, ahora hecha un bollo, fue llevada por el viento hasta el ligustro que ornamentaba el frente de la vivienda.
Una semana después, podando las ramas desparejas, Alberto vio el pedazo de papel arruinado por la intemperie y al tomarlo para arrojarlo dentro de una bolsa donde iba depositando lo que cortaba, vio nuevamente las fotos. Aquello le pareció un guiño del destino y llamó a gritos a su hermano. Tenían que sacarse la duda y llamar.
Así lo hicieron y fue enorme la sorpresa al enterarse que el sitio aún seguía a la venta. El precio que pedía la inmobiliaria no era para nada disparatado. Estaba incluso dentro de lo que ellos podían pagar sin necesidad de sacar crédito alguno. Tendrían que acudir por uno más adelante, pero para montar de maquinarias aquel enorme predio.
Pidieron más fotos, no solo del exterior, sino del interior de la fábrica. Si bien algo deteriorada, las estructuras se veían sólidas y los espacios muy bien dispuestos. Además, analizando la ubicación mediante los mapas que bajaron de internet, pudieron apreciar que era de fácil acceso y que los transporte podían salir a diversos destinos sin dar demasiadas vueltas. Todo quedaba a mano. ¿Y nadie había comprado aún el lugar? La deliberación entre hermanos solo llevó un fin de semana. Al lunes siguiente enviaron un correo electrónico demostrando interés en la compra.
Así fueron delineando la compra, día a día, correo a correo. Pusieron en tema al contador y a las personas más cercanas que trabajaban con ello. ¡Al fin la fábrica tomaría impulso para convertirse en una marca reconocida en el mercado nacional!
- Este fin de semana podemos ir a ver el lugar - informó con una sonrisa Horacio al cortar el teléfono.
- Papá estaría orgulloso de este paso - dijo emocionado Alberto, mientras su hermano lo abrazaba.
- Lo está, claro que lo está.


Salieron de madrugada, para viajar tranquilos, con la ruta descongestionada. Quisieron ir solos, ser los primeros en tomar contacto con el lugar. Podía parecer egoísta, pero no lo era. Eran conscientes que el legado familiar pronto culminaría, sobre todo si ninguno de los dos se casaba y tenía hijos. Muchas funciones importantes de la empresa la estaban asumiendo personas que con el tiempo fueron ascendiendo peldaños y eran ahora empleados de suma confianza. Sin embargo, a pesar que veían en sus miradas el deseo de acompañarlos, no invitaron a nadie.
Llegaron a la ciudad antes de las siete de la mañana. Se apearon en una estación YPF, apenas saliendo de la autopista. A pesar de la hora, el movimiento de automóviles, ómnibus y camiones era considerable. El paisaje casi desolado que conocían tan bien había quedado atrás. En las puertas de la mayor concentración de habitantes del país, lo vertiginoso era moneda corriente, incluso en las afueras, donde a través de los ventanales del bar de la estación podían ver el incesante movimiento vehículos y personas.
Degustaron un café con medialunas. Les vino bien a ambos. Además de cansados, estaban ansiosos. El esfuerzo valía la pena. Habrían podido viajar de día, descansar en algún hotel y al día siguiente ir hasta la inmobiliaria, pedir las llaves y visitar la nueva propiedad de la empresa. ¿Pero cómo evitar tantas ganas de conocer el lugar? Lo imaginaban desde el mismo día que vieron sus fotos, en aquel envoltorio de los huevos. Habían compartida decenas de conversaciones en las últimas semanas, sobre las potenciales mejoras, la posible decoración - era hora de cambiar la imagen gráfica de la empresa, imprimirle más vigor y color - el número de empleados, la cantidad de equipamiento, la variedad de productos a elaborar... ante ellos se había abierto un mundo de conjeturas, que de pronto, en pocas horas, comenzarían a tornarse realidad. El primer paso era corroborar que aquel lugar imaginado a la distancia, era totalmente real.
A las ocho de la mañana, ni un minuto antes ni uno después, golpearon la puerta de la inmobiliaria. Aún estaban las persianas bajas y la mujer que estaba adentro apenas que las hizo a un lado para observar quiénes llamaban tan temprano. Al creerlos decentes, les abrió la puerta. El rostro aún preocupado de la secretaria del lugar cambió cuando mencionaron quiénes eran y a qué habían ido. Y al cabo de un minuto, llegó el encargado del lugar. Diez minutos después, tras la firma de los papeles tan ansiados, estaban otra vez en la ruta, en dirección a la fábrica abandonada que habían comprado.
Habían esperado que el corredor inmobiliario ofreciera acompañarlos, pero no lo hizo. Para ellos fue mucho mejor. Ya sin temor a perderse, dado que habían recibido las indicaciones de cómo llegar por parte del personal de la estación de servicios dónde habían tomado el desayuno reparador, preferían albergar las primeras sensaciones en soledad. Porque a veces, de tan unidos que eran, parecían una sola persona.
Quince kilómetros después, la fachada del lugar comenzó a verse a un lado del camino. Y fue creciendo a medida que se acercaban, como si en realidad fuese un gigante dormido que comenzaba a despertarse. Alberto, que iba en el asiento del acompañante, puso la mano en el hombro de Horacio. Era tal cómo la habían soñado todo el último mes.
El paisaje no los recibió de la mejor manera, pero era comprensible, con tanto tiempo a la venta y el nulo mantenimiento al que era sometido el predio. Los pastizales de la entrada superaban el metro de alto. La estructura de hierro que erguía en lo alto el nombre que había identificado alguna vez aquella fábrica aún se mantenía de pie. Al pasar por debajo, los hermanos pensaron que de la misma manera podría sostener el apellido familiar que le daba nombre y vida a los alfajores que fabricaban.
Alberto bajó del auto con la intención de avanzar hacia el interior de la fábrica, sin esperar a su hermano.
- ¡Alberto! Esperá. Mirá lo que traje - dijo a sus espaldas Horacio.
En la mano sostenía, alisada, la hoja de diario que publicitaba la venta de aquel lugar. Se notaba el esfuerzo que le había puesto a la tarea de dejarla como alguna vez había sido, pero aquel envoltorio de huevos, luego bollo de papel, mostraba sus heridas de uso. Alberto se alegró al ver lo que había traído su hermano y socio.
- Saquémonos una foto, con la hoja de diario en nuestras manos y la fábrica atrás. El día de mañana contaremos la historia y nadie nos creerá.
Ambos rieron con la idea. Todo éxito comercial guardaba ese anecdotario que salía a colación en los grandes aniversarios. Alguien escribiría sobre ese día en el futuro.
Caminaron a la par hacia la puerta del edificio principal. Se erigía como una fortaleza, con marcos de casi tres metros de altura y una puerta de acero y vidrio, seguramente colocada con el paso de los años y no en la construcción original.
El primer obstáculo fue sorteado con éxito. La puerta, que - en silencio - ambos temían no poder abrir, cedió fácilmente ante ellos. En el interior todo era oscuridad, salvo manchas iluminadas producto de los ventanales faltantes en lo alto, donde lastimosamente el sol entraba para plasmar los claroscuros que les permitían divisar algunos rincones y viejas maquinarias.
Horacio sacó de su mochila una linterna de led de alta potencia. Ya la había probado previamente, pero lo sorprendió como en aquel sitio oscuro podía iluminar tan nítidamente.
- Esa compra es tan buena como ésta propiedad, Horacio - reconoció su hermano.
El mayor de los Figuzzi asintió en silencio. Avanzaba de a poco, tratando de prestar atención a los detalles. Aquellas maquinarias, detenidas vaya saber cuándo, parecían sin embargo haber cesado su labor hacía minutos. Un zumbido extraño provenía de la oscuridad, como de motores entrando en letargo mansamente.
- Allá a la derecha deben haber estado las oficinas - indicó Alberto, sobresaltando a Horacio, que tenía intenciones de recorrer toda la nave para calcular la cantidad de máquinas y trastos que tendrían que sacar como chatarra a la calle.
Caminaron hasta lo que parecía ser el ala de oficinas, donde podían apreciarse divisiones de maderas que separaban escritorios unos de otros. Eran al menos veinte boxes, al menos, el primer cálculo hecho en la penumbra. A medida que la linterna barría con la oscuridad, las siluetas cobraban forma y el lugar se transformaba en lo que alguna vez había sido.
En el escritorio más cercano dormía una vieja Olivetti. Varias de las teclas estaban unidas en el aire, trabadas, como si el último tecleo sobre la máquina hubiese sido en falso y allí el oficinista, resignado, dejase sus tareas. Tenía una hoja en el carretel, que si bien en blanco, estaba cubierta por una película de polvo. Alberto sin querer empujó un termo que estaba al borde del mueble. El sonido del plástico golpeando el piso y el vidrio estallando en el interior les hizo pegar un salto.
- ¡Por Dios Alberto, tené cuidado! ¡Me vas a matar de un susto! - bramó su hermano, que trataba de recobrar el aliento.
- Fue sin querer, le di con el codo... - Alberto se detuvo, aprovechando que Horacio iluminaba el sitio dónde había caído el termo, le había parecido que aún salía vapor del agua - Por un momento creí... en fin, una pena, era un Lumilagro.
- ¿Eso que está ahí es un mate cebado? - preguntó Horacio, acercándose.
- ¿Dónde...? - entonces Alberto también lo vio, el mate estaba cebado y efectivamente, el agua parecía despedir el vapor tibio del agua recién servida.
Retrocedieron con inesperada y aterrada sincronización.
- ¡El agua del termo también estaba tibia!
El menor de los Figuzzi golpeó con la cadera otro escritorio. Allí no había termo en el borde que pudiese tirar al piso, pero el golpe hizo tambalear una taza de café y parte del líquido oscuro se derramó sobre la madera. El aroma inconfundible del grano molido traspasó sus sentidos.
El café parecía también recién servido.
Desplazaron la linterna en todas las direcciones posibles, buscando la presencia de los ocupantes del lugar. La respuesta tenía que ser simple: había usurpadores.
Sin hablar, tensos como las telarañas que cruzaban de un lado a otro del techo y las lámparas, marcharon con los cuerpos pegados, apuntando la linterna a cada rincón. Sentían pánico de tan solo pensar que alguien podía aparecer de entre las sombras. El chirrido de una abertura varios metros más adelante los paralizó. A sus espaldas, atravesando la oscuridad, les llegó otro sonido lapidario: el estruendo de la puerta principal al cerrarse sobre su marco imponente.
La linterna parpadeó una, dos, tres veces. Luego se apagó. Infructuosos fueron los intentos por devolverla a la vida. Horacio la golpeó contra su pierna y finalmente contra el escritorio más cercano, partiéndola en varios pedazos.
Los pasos se escucharon venir de varias direcciones. En la ceguera total, era difícil precisarlo. Más que pasos, eran extremidades arrastrándose. Alberto sintió la mano de Horacio aferrarse con fuerza a la suya. Pero de inmediato escuchó a su hermano decirle que debían salir corriendo de manera urgente de allí. Y la voz no provenía de su lado.
Trató de soltarse pero supo que era tarde.

El viento comenzó al mediodía y se prolongó durante toda la jornada. Los árboles parecían mecer sus ramas al compás de un canto silencioso. La hoja de diario aterrizó sobre la pila de hojas secas que estaba barriendo. Se agachó para agarrarla y ponerla en una bolsa de basura, pero aquellas imágenes le llamaron la atención. Una vieja fábrica abandonada a la venta. Miró la fecha. El aviso era de apenas una semana atrás. Dejó lo que estaba haciendo y buscó su celular. Marcó el teléfono de su suegro. Tanto tiempo buscando dónde invertir y así de la nada, la respuesta había llegado de casualidad. Una hoja arrugada, designio del destino. Reía de felicidad cuando la voz de su suegro contestó del otro lado de la línea.


19 de enero de 2017

Lugares mínimos

Ciertos lugares parecen permanecer inalterables a pesar del paso del tiempo. Como aferrados a una época, en un respetuoso homenaje a nuestra memoria. No era algo habitual y él podía asegurarlo. Vivía en una ciudad con cientos de miles de personas donde el paisaje a cada instante es otro. Los rascacielos se imponen al horizonte y el vértigo del urbanismo monta escenarios diferentes día a día.
Pero aquel lugar no era la ciudad. Era la calle de su pueblo, un paraje de provincia que parecía sumergido en su propio tiempo, abandonado a su propia voluntad. Todos los rostros eran conocidos o parecidos a otros que había conocido en su juventud. Un sitio con menos de mil almas, personas de chacras, del ferrocarril que un buen día dejó de pasar, de huertas y la piel curtida. Su última visita había sido diez años atrás y nada había cambiado. Ni nada cambiaría, no importaba si la próxima era en cinco o veinte años.
Con el tiempo, salir a la ruta para retornar al pueblo se había convertido en una pesada mochila. Siempre había una excusa y anteponía al viaje cualquier pavada. Allí vivían aún sus padres, su hermana, los amigos de toda la vida, pero eran ellos los que había decidido quedarse, no era su culpa que las visitas se fueran espaciando, que de ir todos los años, luego fuera cada dos, luego cada cinco y ahora, aunque parezca mentira, haya pasado una década antes de observar de nuevo el cartel con el nombre grabado en madera, ese cartel mal colocado en la entrada de tierra, que parecía siempre a punto de derrumbarse y sin embargo no lo hacía.
Al observar la calle desde la ventana de la casa de su madre, podía apostar que salvo el ciclo natural de la vida y la muerte, que ni siquiera a esos mínimos lugares escapaba, pocas cosas habían cambiado. Y esa era la sensación que lo gobernaba. La del no paso del tiempo. Pero no era así. Si quitaba la mirada de la ventana y la llevaba a sus padres, sentados a la mesa preparando el mate, o a su hermana, aún soltera, tejiendo un abrigo para su ahijado, podía ver el delicado trabajo de los años en cada arruga cincelada sobre esos rostros queridos, ahora felices de tenerlo en casa.
En una contrariedad que lo colmaba de sinsabores, se sentía testigo del envejecimiento propio y ajeno, pero también de la imperturbable imagen del lugar que lo vio crecer.
Estaba seguro que si cruzaba la calle, en la casa de rejas verdes, si golpeaba las manos, aún abriría la puerta Enrique. O si se llegaba a la esquina, detrás del mostrador del almacén, aunque ya no parado sobre un banquito para poder ponerse a la altura de los adultos, estaría Simón. Encontraría a Paulo en el taller de su padre, que ahora era el suyo y a Esteban atendiendo el dispensario, como hacía cuando niños la mamá de él. Cada uno tenía su lugar en el pueblo. Y no habían escapado a esa responsabilidad. Él no lo había dudado. Un periodista en aquel pueblo no tenía sentido. La información era patrimonio de todos. En los pueblos, todos saben todo.
Y cuando partió hizo una promesa que no pudo cumplir. O en realidad sí, pero a su manera. Siempre volvería. ¿Pero qué sentido tenía volver a un lugar que se había detenido? ¿Qué era lo nuevo que tenía que ver o enterarse? No había nada. Y una vez que internet había llegado a casa de sus padres, la excusa fue la tecnología, el chat, facebook, skype, el correo electrónico. ¿Qué había de los abrazos, de los besos, esas sonrisas que ninguna cámara ni conexión online puede llevar a cientos de kilómetros de distancia? Y si, por esas cosas era que aún volvía.
Tomó unos mates. Se puso al corriente de los que habían partido a mejor mundo y de los que habían llegado. A sus padres les gustaba hablar. Su hermana no se quedaba callada, pero participaba en menor medida. Era agradable todo aquello, sin dudas. ¿Esperaría diez años otra vez en volver? ¿Les daría la vida esa posibilidad a los cuatro? No quería pensar de momento en ello. El atardecer se dibujaba por la ventana. Era increíble poder observarlo, sin edificios ni carteles publicitarios que lo impidieran. El cielo, el sol y el horizonte. Y todo el colorido arrancándole los ojos de placer. Era casi como verlo por primera vez. Algo de todos los días, escondido por la vorágine de su realidad.
Luego la noche, el sonido de los grillos, las luciérnagas revoloteando sobre el descampado al oeste.
- Se viene el agua - anunció su papá y sabía por experiencia que así sería.
Se puso de pie, miró el reloj de pared y supo con una certeza que le produjo escalofríos, que comerían en una hora. ¿Cómo era posible que ciertos detalles regresaran del pasado como si nunca se hubiesen esfumado? Siempre están allí, latentes, como un feroz animal del monte.
Se asomó a la puerta. La brisa fresca llenó sus pulmones. Con los ojos cerrados, expulsó el aire en éxtasis. Odiaba sentir que allí estaba cómodo. Su partida cuando joven había sido una batalla ganada. Sentirse bien cada vez que volvía era reconocer que una parte de él aún quería estar en el pueblo. Y lejos estaba de ser cierto. Al menos, eso creía cuando lo pensaba.
La calle atesoraba cientos de recuerdos. En cada rincón, en cada detalle, había un fragmento del ayer que se iluminaba. Y al final de la calle, en la plaza, todos esos recuerdos se apilaban como en una gran torre, porque en aquel preciso lugar la historia era otra: los picaditos con los amigos, la pelota, correr detrás de la redonda buscando de reojo el arco hecho de trapos y poder gritar con el alma un gol que agitaba sus sueños de niño. En secreto podía aventurar que si tenía que elegir un lugar para volver obligado todos los años, ese lugar sería la plaza.
Si hacía el esfuerzo, hasta podía sentir el olor a pasto, las risas de Enrique, Simón, Paulo y Esteban, el sonido de la pelota golpeando contra el tronco del árbol que cortaba la improvisada cancha en dos.
Se metió en la casa otra vez. Aún tenía por delante cincuenta minutos. Luego el horario de la cena sería impostergable y no quería discutir con su mamá el primer día de visitas. Fue rápido hasta la habitación que otrora había sido su cuarto. Ahora se amontonaban objetos que nadie usaba. Buscó dónde la había visto diez años antes y como sospechaba, la encontró. Estaba algo desinflada, pero el inflador estaba a la vista. La infló un poco, la hizo picar y sonrió feliz ante el estrépito del eco tras el rebote de la pelota.
Salió presuroso a la calle. La casa de rejas verdes tenía las luces encendidas. Golpeó la puerta, aunque sabía que estaba sin llaves. De pequeño hubiese entrado, sin preguntar. Nadie pregunta en un pueblo. Todas las puertas son una y todos los niños, hermanos.
Enrique salió y apenas si tuvo tiempo de reaccionar. Se estrecharon en un gran abrazo.
- ¿Cuándo llegaste...? - atinó a preguntar Enrique sin salir del abrazo.
Pero él le mostró la pelota como toda contestación.
- ¿Ahora? - Enrique miró hacia el interior de su casa y luego levantó la vista hasta la plaza.
- ¿Los chicos estarán en casa?
- Si, seguro... - iba a acotar qué dónde estarían si no estaban en sus casas, pero era algo que estaba de más decirlo por más que su amigo ya no viviese en el pueblo, porque lo que su amigo buscaba no era una respuesta, sino la complicidad de ir a buscarlos.
Salieron raudos hasta lo de Simón.
- Mirá que ya tenemos cincuenta pirulos, eh. Un rato nomás.
- Si, media hora, ya sabés que a las ocho comemos.
Enrique sonrió frente al conocimiento del retorno a la rutina de su amigo.
Fueron por Simón, Lucas y Esteban. La pelota pasaba de mano en mano. Las sonrisas daban paso a las palabras y las palabras a los abrazos. El ciclo de la amistad, de manera infinita. La amistad, la verdadera, que no tiene lugar para el tiempo. La que sin reproche alguno se fortalece por la amistad en sí misma y los hechos que la cimentaron en el pasado, y que no necesita alimentarse más que de la certeza de saber que el otro siempre estará allí, no importa el cuándo ni el por qué.
Caminaron los cinco hasta la plaza y pusieron sus remeras formando los límites del arco. Enrique y Simón hicieron el pan y queso y delinearon los dos equipos. Uno con un jugador más que el otro, como siempre sucedía. Pero las reglas estaban escritas en sus mentes desde hacía largas décadas. Cada tres goles, no importara de qué equipo, el que sobraba pasaba al otro bando. Y el elegido para cambiar iba rotando. Por lo tanto, ningún equipo era permanente y el triunfo no le pertenecía a nadie en concreto, sino a la felicidad de compartir el juego y el hecho de estar juntos.
Ninguno recordaba el último partido en la plaza, o quizá sí, pero no querían reconocerlo, por miedo quizá a que en realidad el último fuese ese, y ya no hubiese otras oportunidades. Porque para algunas cosas, no para todas, el tiempo corría y vaya que lo hacía más rápido que aquel grupo de amigos, que con más de cincuenta años cada uno se esforzaba en la penumbra fruto de la única farola de la plaza con el fin de sentir una vez más las risas y los abrazos tras el grito de un gol.
Se prometieron otro picado la noche siguiente y la otra, y la otra, mientras él permaneciera de visita. Y lo harían, religiosamente. La última noche, le harían prometer a él que esta vez regresaría más rápido, sin dejar pasar tanto. El daría su palabra, aunque no la cumpliría.
Cuando el pasado despierta, se puede convertir en una trampa. Y para sobrevivir, lo mismo que con los animales feroces del monte, lo mejor es permanecer lejos. Al menos, por un tiempo. O mientras, gran paradoja, el tiempo lo permita.