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30 de abril de 2011

Así de fácil

Delante de la pantalla de su computadora existía un mundo que quería alcanzar. Cada vez que abría el correo electrónico veía las ofertas que le llovían como si fueran destinadas únicamente a el. ¡Qué emocionante le resultaba abrir cada uno de los mensajes! ¡Qué sensación de placer era hacerse a tiempo con esas promociones!
Un descuento por única vez para el estreno de cine del siguiente jueves. Una cena para dos personas a mitad de precio. Veinte por ciento de ahorro en la compra de un televisor de última generación. Dos botellas de un exclusivo vino con la adquisición de dos boletos para el teatro del fin de semana. ¡Y todo eso en tan solo media hora!
No podía esperar lo que le depararían los siguientes treinta minutos y ni hablar, de lo que serían las próximas horas. Lo embargaba la expectativa, la sensación de ser otra vez un niño aguardando por la sorpresa con la que llegaría papá del trabajo. Refrescaba el correo electrónico cada cinco minutos, mientras admiraba una y otra vez aquellas cosas que ya había comprado.
Y entonces, llegaba una nueva oferta. ¡Otra exclusividad! No la desaprovechaba. Como tampoco lo haría con la siguiente, ni con la que siguiera a esa...
El mundo que tenía delante de sus ojos era maravilloso, lo reconfortaba, colmaba todos sus sueños. Así era cada día de la semana, durante el tiempo que le permitían sus obligaciones. Ofertas, compras, descuentos, alegrías, satisfacciones. Al alcance de un click. Así de fácil.
No importaba si no iba al cine, tampoco si nadie había en su vida como para aprovechar la cena, o si el televisor una vez desembalado permanecía siempre apagado... no era esa la cuestión. Ay de la gente que no lo entendía.
¡Otra oferta en la bandeja de entrada! No perdió el tiempo. La compró. Sonreía al ver que la transacción estaba hecha y era suya. Con tan solo un click. Así de fácil. En ese mundo que tenía delante de sus ojos y tanto amaba.

27 de abril de 2011

La culpa de es de ella

La buscó con la mirada entre la multitud, pero ya no estaba. Un segundo antes, había visto su remera roja moviéndose al ritmo de la música, y el rostro angelical resplandeciendo de felicidad con una sonrisa que le atravesaba el semblante como un rayo de sol en medio de la noche.
No quiso preocuparse, no debía. Al fin y al cabo, era un recital y uno se convertía en parte de la masa, de la energía danzante. Los brazos elevados eran los propios pero multiplicados una y mil veces; el canto, era el de todos; y ella debía estar allí, oculta tras otros tornos, gente que no conocía pero que disfrutaba del show, como hasta entonces lo estaba haciendo el.
Pero... ¿y si le había pasado algo? Que le diría a los padres. Era la primera salida juntos y ninguna otra mejor idea que a un recital de rock. Pero ella había insistido y bajo promesa que el la cuidaría, los padres la habían dejado ir. Sin embargo, la responsabilidad era mucha, con tan solo dieciseis años cada uno, los peligros eran innumerables.
Estaba asustado, no había sido buena idea alejarse. Ella había querido una botella de agua mineral, porque tenía sed y el se había ofrecido. Pero ahora que lo pensaba, mientras apretaba con fuerza la botella en su mano, había sido un error.
Volvió a remar contra la corriente de jóvenes enardecidos con la música. Sintió codazos, pisotones, incluso que le faltaba el aire. Tardó casi dos temas poder avanzar los diez metros hacia el lugar donde la había visto por última vez. Las luces iban y venían, prevaleciendo la oscuridad. Un solo de batería sacudía los tímpanos con furia desde los gigantescos parlantes mientras su cabeza divagaba entre cien teorías distintas sobre el paradero de su novia.
Ella no estaba. No había rastros de la remera roja y su bella sonrisa. Sujetó otros brazos, pero en vano trató de preguntarles, porque ni el mismo escuchaba su propia voz. Su preocupación se había elevado al grado de histeria. Siguió avanzando, llevado casi por la marea en movimiento, alejándose cada vez más del lugar en el que se habían ubicado en un principio.
No veía la remera, había otras, pero no la de ella. Su corazón palpitaba, la piel transpiraba y la cabeza se le partía en dos. Ya no soportaba los empujones. La música lo golpeaba con fuerza, obligándolo a retroceder, a buscar la salida de aquel lugar. Aquello se volvió insostenible, sintiéndose al borde de la locura.
Buscó la salida. La alcanzó casi sin aire, derrumbándose delante de dos personas que cumplían servicios de seguridad en el recinto.
Despertó algunos minutos más tarde. La música aún se escuchaba, pero proveniente de muy lejos. Estaba dentro de una especie de carpa, acostado en una camilla. Su novia estaba a su lado, con el rostro preocupado.
- Amor ¿estás bien? - le preguntó ella - Me asusté mucho cuando vi que estabas alterado y te ibas del recital. Te estuve gritando a tus espaldas todo el tiempo, hasta que te caíste.
El la miró confundido. ¿Cómo podía ser? ¿En qué momento había pasado a su lado sin verla? ¿Tan asustado habría estado que no la vio? Pero lo peor sería cuando los padres de ella se enteraran que en lugar de cuidarla, terminó desmayándose. No le quedaban muchas alternativas. Era cuestión de hombría nomás. De ahora o nunca.
- Gabriela, la culpa es tuya, para qué carajo querés venir a un lugar así si no te vas a bancar no estar sin tomar agua.
Y al ver que ella bajaba la cabeza con un mohín triste, al fin se sintió con fuerzas para levantarse de la camilla en la que lo habían acostado.

24 de abril de 2011

Sálvame

A Guadalupe Ortiz la vida le cambió el día que le llegó una carta por correo con remitente en blanco. El sobre, dirigido a la dirección de su casa, contenía un papel en blanco, con solo una palabra escrita: Sálvame.
Indagó en la casa central de la agencia postal; llevó el sobre y el papel a la comisaría solicitando en vano que buscaran huellas digitales; intentó incluso con un perito caligráfico, que apenas pudo brindarle un dato.
La información que el profesional le había dado parecía una gota de agua en medio de un océano. Le había dicho que quién había escrito la misiva, era derecho. Teniendo en cuenta que casi un ochenta y nueve por ciento de la población mundial lo era, aquello resultaba irrelevante.
Comenzó a soñar, en medio de la infrustuosa búsqueda, con una mano escribiendo esas solitarias siete letras. Era delicada, de movimientos lentos y armónicos, que realizaba el trazo con mucho esmero. El sueño era ese, la mano y el movimiento. Ni siquiera podía ver con qué marca de lapicera escribía.
Pensaba en todo momento en seres que conocía y podían estar necesitando ayuda. Hizo un detalle mental, que luego pasó a papel, sobre personas conocidas. No le importó que con muchas de ellas no mantenía contacto desde hacía años.
De a poco las fue ubicando telefónicamente. Más allá de la alegría que algunos le transmitieron al hablar, a ella solo le interesaba una cosa, que era saber si esa persona era la que había enviado la carta.
Las esperanzas se fueron diluyendo a medida que la lista se acortaba. Una vez que tachó el último nombre, hizo trizas todos los papeles, en un rapto de histeria. Estaba desconsolada y temía estar al borde de la locura. Era increíble como aquel asunto la había absorbido por completo. Rompió a llorar en la soledad de su hogar. Tan solo una hoja había quedado sana, completamente en blanco.
La giró hasta ponerla derecha frente a sus ojos y tomando el bolígrafo con la diestra, comenzó a escribir aquella palabra.
Algo en su mente dejó de funcionar de inmediato, al comprender, embargada de terror, que aquella letra era la suya, pero que en lugar de "Sálvame", había puesto "Demente".
Comprendió, que no lo había logrado.

21 de abril de 2011

Análisis del almuerzo

Hay dos clases de personas en este mundo. Los que almuerzan tomando el té o el café con la mirada puesta en la taza y los que no, indagando con su vista al mismo tiempo un diario, la televisión o tan solo, posándola en un punto distante, mientras la bebida aún tibia va calentando el cuerpo.
Los primeros, son inseguros, temen de aquello que los rodea, se sienten perseguidos o vigilados. No descuidan sus objetivos, por temor a que se los arrebaten. Se aferran a la vida y a lo que ya poseen como lo hacen a la taza, pendientes de cada detalle, mientras el líquido va disminuyendo en proporción de las veces que lo acercan a la boca.
Los otros, viven más apasionadamente y hasta despreocupados. Quieren saber siempre un poco más. Les importa lo que pasa en el mundo, consideran la información vital para encajar en la sociedad. El tiempo los apremia, se sienten urgidos a utilizar de la mwejor manera cada segundo de su existencia. Están en el ahora pero programando el futuro. Son ávidos, autosuficientes y demasiados seguros.
Sin embargo, los primeros son los que, debido a su constante preocupación de la gente y hechos que conviven en cada momento, por miedo más que por caridad, tienen una visión más clara de la realidad. Pueden reconocer a una mala persona o nefasta oportunidad de negocios en un santiamén.
En cambio, los segundos, que mucho abarcan, poco conocen. Confían en la gente equivocada, fracasan a menudo y culpan al destino, dejando de lado sus acciones. Solo muy ancianos reconocerán que estaban equivocados sobre muchas cosas.
Pero Carmelo, el mendigo cuyo lugar en el mundo era la puerta del bar de la avenida principal de la ciudad y la esquina en diagonal a la iglesia, no podía aún a pesar de todo, aventurar quién iba a dejarle aunque sea unas monedas para el vino, si los del primer grupo o los del segundo. A su manera de ver y analizar las cosas, las dos clases podían irse al infierno.

18 de abril de 2011

Un mal trago

Llegó arrastrándose hasta la puerta del bar en plena madrugada. Una mano sostenía contra su abdomen las vísceras que pretendían salir. Al hombre lo habían acuchillado y no le quedaba mucho de vida.
El flaco Giménez fue el primer en correr a socorrerlo. A pesar del tufo a vino que lo envolvía, era de los pocos que aún podían calcular los pasos. Andrada, el dueño, temió que los atacantes estuvieran persiguiéndolo y entraran al bar, para continuar con la fechoría.
Sin embargo Giménez, que se asomó a la calle, dijo no ver a nadie. Lo entraron, con la ayuda de Smith, el pastor inglés que de día predicaba y por las noches se acodaba hasta no recordar nada en la barra del bar.
Lo llevaron hasta la cocina del lugar, para no manchar el piso de madera. Sobre los mosaicos de aquella habitación, dejaron al desconocido de espaldas, y le pidieron que no cesara en hacer presión sobre la herida.
Giménez traía un bolso, que esta persona llevaba consigo cuando cayó en la puerta. Lo arrojó al lado del hombre y al golpear el suelo, se abrió. Andrada, Smith y el propio Giménez abrieron grandes los ojos. En el interior del bolso había gruesos fajos de billetes.
- ¡Son de cien! - exclamó Andrada.
El hombre malherido quedó en segundo plano, los tres se dedicaron a revisar el bolso. Contaron cerca de medio millón de pesos. Los quejidos del desconocido devolvieron su atención en el cuerpo a punto de desfallecer.
- ¿Llamamos un ambulancia? - preguntó el pastor.
- ¡Estás loco hombre! ¿Y si nos quitan el dinero? - repuso Andrada.
- Pero este se nos muere - dijo Giménez.
- Vamos, llevémoslo al fondo.
La voz de mando de Andrada no se hizo esperar. El hombre aún se quejaba, pero un golpe de Smith con un sartén corrigió el problema. La sangre empezó a salir en borbotones, ahora que la presión había dejado de hacer efecto.
- Rápido, rápido, que me ensucia todo - alertó Andrada.
Salieron por la puerta trasera, a un pequeño patio repleto de cajones con botellas vacías. Otras tantas, rotas, estaban diseminadas sobre la tierra. Andrada acercó una pala y le ordenó a sus dos clientes que cavaran un pozo.
De mala ganas, Giménez empezó a cavar. Smith, en tanto, oró unas palabras en nombre del desconocido.
Andrada anunció que iría a echar a los bebedores que aún quedaban en el local, con la excusa de atender al herido y que cerraría el bar, para poder trabajar con tranquilidad.
Cerró la puerta del patio, dejando solos al pastor y Giménez, junto al cuerpo ya moribundo del dueño del bolso repleto de dinero.
- ¿Che, habrá robado ese dinero de algún lado? - preguntó mientras cavaba el flaco.
- Por el cuchillazo, supongo que se lo quitó a alguien. Y no creo que ese alguien esté vivo.
- ¿Decís que este es el que la sacó más barata?
- Supongo.
- Listo, ya está. Fijate si entra. ¿Está muerto, no?
- Qué más da. Si no está ahora, lo va a estar en un rato. Dale, ayudame, así lo echamos la tierra encima y nos metemos adentro que está fresco. Dividimos la plata y a otra cosa.
Sepultaron el cuerpo, cuidando de dejar la tierra pareja con el resto, que no se notara lo que ocultaba. Cuando quisieron entrar, se encontraron con la puerta cerrada con llave.
- Pero... ¡hijo de puta este Andrada! ¡Nos dejó afuera!
- A ver, dejame a mi. Mirá si... ¡la puta madre, en serio, cerró con llave!
Lo llamaron, pero sin levantar demasiado la voz. Temían despertar a los vecinos. A lo lejos, un sonido muy familiar comenzó a aproximarse. Era cada vez más fuerte, intenso. Cuando los móviles policiales estacionaron delante del bar, el sonido de las sirenas dejó de vibrar en el aire.
Aparecieron oficiales uniformados, que sin derribar la puerta (tenían la llave) los apresaron en el patio. No aceptaron explicaciones, los esposaron al tiempo que otros removían el terreno. El cuerpo ya no respiraba cuando lo apoyaron sobre la tierra.
- Unos cuantos años de cárcel les esperan a ustedes dos - le dijo uno de los policías.
Al ser conducidos por el interior del bar hasta la salida esperaban encontrarse con Andrada esposado en alguna parte, pero en cambio, no había señal alguna del viejo ni del bolso. No necesitaron mucha imaginación para darse cuenta de lo sucedido. Lo imaginaban lejos y riendo como un niño.
La noche había sido un mal trago.

15 de abril de 2011

Última voluntad

El hombre conocía de poesías y de libros, vivía rodeado de literatura. A punto de partir, sintiéndose en los brazos de la muerte, pidió que su biblioteca fuera enterrada con el.
Su familia se opuso, no solo por lo valioso que eran los libros (y con seguridad, pensaban vender), sino porque además, debido a la cantidad, deberían comprar más parcelas de tierra.
Solicitó entonces ser cremado y que se hiciera lo mismo con los libros y se juntaran las cenizas. Los familiares lucharon contra esa voluntad, incluso después de haber fallecido el hombre.
La firma de abogados que lo representaba, sin embargo, logró que aquello, escrito en el testamento, pudiera llevarse a cabo. El cuerpo sin vida del hombre fue cremado y la biblioteca, con más de dos mil volúmenes, fue reducida a cenizas.
Precavido, había hecho comprar una vasija de grandes dimensiones, donde se guardaron todas las cenizas. La misma no fue llevada al cementerio, como la familia preveía. Los papeles que tenían los letrados indicaban otro destino.
La vasija descansa en el hall central de la biblioteca de la ciudad y aseguran quiénes la visitan, que es posible escuchar, acercando el oído a la fría textura de la porcelana, las historias más fabulosas y deleitarse con las poesías más bonitas.
El hombre, donde sea que esté, sonríe feliz.

12 de abril de 2011

Las risas del río

Los dos amigos disfrutaban de la tranquilidad del río, con una botella de cerveza de por medio. La brisa invitaba a estar allí, el paisaje lo exigía.
La tarde moría calma, sin excusas acuciantes. El silencio era un manto de amistad tendido de un lado a otro, donde reposaban las palabras, que no tenían necesidad de existir.
Pero como sucedía con las aves que sobrevolaban el lugar con sus sonidos a cuestas, el silencio no era eterno. Y a veces, solía ser bienvenido.
- ¿Te acordás Ulises el metegol que hicimos de pibes?
El rostro del amigo se iluminó en forma instantánea. Cómo no recordarlo. Lo habían ideado con otros chicos, pero ellos fueron los que le dieron forma, trabajando hasta tarde en el viejo taller del padre de Ricardo. Y todo había sido una aventura, desde buscar y cortar las maderas, hacer los agujeros al costado para que pasaran las varillas de metal en la que iban puestos los jugadores, también hechos con madera. La pintura, los detalles, la emoción. Y principalmente, esa caminata aquella mañana de primavera, entre los dos, cargando el metegol terminado, llevándolo a la escuela. Cómo no recordarlo.
Ricardo se alegró al ver el rostro de su amigo.
- Qué lindo recuerdo. Lástima lo que nos pasó.
Y ambos estallaron en una carcajada. En retrospectiva, la risa era aceptada. Pero entonces, había sido el peor momento de sus vidas. No era fácil cargar con apenas trece años de edad, tremendo metegol. No solo era pesado, sino que además llevaban sus mochilas, lo que incomodaba el traslado. Y a pesar de que a Martín y Pablo los llevaban sus padres en auto al colegio, y siendo que formaban parte del gupo, ninguno se ofreció a realizar el viaje.
Iban a pie, por una calle lateral. Podían cortar camino, cruzando por una plaza más adelante. El sol ya brillaba con claridad, aunque con la tibieza del alba. El que iba atrás, Ulises, apenas veía delante, por la forma en la que sostenía el metegol. Pero Ricardo le iba advirtiendo si había algún escalón en la vereda o si llegaban al cordón de la misma, para cruzar una calle.
Tan atentos a la faena estaban, que no vieron salir de un galpón abierto y oscuro a Narváez, el viejo borracho de esa zona de la ciudad. Narváez llevaba una botella en la mano, unas ropas viejas y harapientas, un gorro de lana y una bufanda gris, a pesar de la época del año. Su rostro sucio dejaba ver una hilera ausente de dientes a través de la boca semiabierta, de cuya comisura caía un hilo de baba que se perdía en el aire, con destino a las ásperas baldosas.
El encuentro fue brusco, inesperado. Ricardo, que avanzaba casi de espaldas, porque la mayor parte del tiempo se giraba para darle indicaciones a Ulises, se topó de golpe con algo y grande fue el susto al verse cara a cara con Narváez. Atinó tan solo a pegar un grito y soltar el metegol. Ulises, que no veía nada, se asustó al oír a su amigo e hizo lo propio, sacando también sus manos de la madera.
El metegol cayó como un peso muerto entre ambos, haciendo un ruido de importante magnitud para esas horas de la mañana. Y si bien los niños jamás pudieron afirmarlo, fue el estruendo del juego al caer y no la sorpresa de haberse topado con ellos, lo que detuvo el corazón del viejo Narváez, que de la misma forma que el metegol, se estrelló contra el suelo.
Por suerte para ellos, a pesar de los ruidos, nadie en la cuadra se despertó y dado que del otro lado había un enorme baldío, no había quién pudiera haber visto algo. Los chicos, aún presos del susto, levantaron el metegol y salieron con prisa, cargándolo. Ya con el primer vistazo vieron un par de jugadores y un arquero sueltos de sus varillas y que la madera de uno de los laterales, se había rajado. Pero por el momento, lo que importaba era escapar de ese lugar. Por el miedo y por ese cuerpo caído, cuyos ojos estaban en blanco.
El río estaba magistral a esa hora, atrapando las risas de dos grandes que volvieron a ser niños, en sus memorias.
- Pobre Narváez - dijo Ulises- Pensar que supimos que murió, recién una semana después. Y nos dimos cuenta que había sido por nuestra culpa.
- Yo me di cuenta en el momento, pero no dije nada - confesó con algo de culpa Ricardo.
- ¿En serio?
- Si, cuando le vi los ojos... pero bueno, no fue intención de ninguno, el viejo estaba hecho pelota por chupar y el susto le paró el corazón. No fue nuestra culpa.
- No, claro que no. Fuimos buenos pibes de chicos.
- Si, solo nos llevamos al viejo Narváez - bromeó Ricardo, contagiando un nuevo ataque de risas.
Y así la tarde fue muriendo y la botella de cerveza, quedando vacía. Era hora de volver a la vida, de quitarle la pausa al día. Regresar a las responsabilidades y obligaciones. Ulises y Ricardo se despidieron, prometiéndose otro momento así muy pronto.
Los amigos emprendieron sus caminos dejando al río en el mismo lugar. Algunas aves sobrevolaron el lugar, contemplando el horizonte. La noche estaba llegando. El mundo seguía girando. Y aquello que había pasado en el pasado, ya no podía remediarse. Por eso los ecos de la risa aún chapoteaban sobre el agua, tan irónicas como descaradas. Lo inútil eran las lágrimas.

9 de abril de 2011

El candidato

El hombre llevó sus propios pasacalles al centro de la ciudad. Ayudado con una escalera, los colocó en la avenida.
Se postulaba.
La gente lo observaba al pasar. Era el candidato. Aprovechaba para hablarles de sus propuestas, sus ideales, su visión del presente, su tacto para con el futuro.
Algunos escuchaban, otros no.
El hombre permaneció estoico en una carpa que montó en la plaza central. A pesar de la lluvia y el frío de algunas noches, no abandonó a la que denominó como su tienda de campaña.
El domingo de los comicios caminó las veinte cuadras hasta el lugar que tenía designado para el sufragio. Fue el primero en su mesa.
Tras el acto ciudadano, nadie lo volvió a ver.
En el recuento de votos, su candidatura no sumó ninguno.
Raro sería, pues su boleta no había sido impresa. Tremendo loco, pensaron algunos. Qué ganas de perder el tiempo, señalaron otros. La prensa se reiría al día siguiente, imaginaron unos pocos.
Fue noticia, claro que si. En primera tapa. Se había robado el banco que estaba frente a la plaza, al que había vigilado durante casi un mes, en forma continua. Aprovechó la jornada electoral, la ausencia de presencia policial, la cabeza del pueblo puesta en otra cosa.
No faltó quién, con ironía, haya dicho que en definitiva se trató del candidato ideal, no por lo talentoso del discurso o las ideas para gobernar, sino por la habilidad para llevarse la guita y hacernos sentir a todos, estafados.

6 de abril de 2011

El hombre condenado

Desperté en Reims, sin saber que era Reims. Estaba desorientado, observando un paisaje desconocido y escuchando un idioma que solo había sentido en películas, en boca de dos hombres que viajaban en sendos caballos, a metros de donde estaba. Mi poca cultura me hizo dudar entre catalán, portugués o francés. Supe que era éste último mucho después, incluso, de la condena.
Había viñedos hasta donde abarcaba mi vista. El cielo celeste contrastaba con tanto verde. ¿Cómo había llegado a ese lugar? ¿Dónde estaba? Caminé un buen tramo, en dirección a una especie de castillo que se erigía en el medio de los campos de vid, tomando como referencia el camino por el que iban las dos personas a caballo.
Al acercarme comprendí que esa construcción no era moderna, sino que tendría sus buenos años. De todos modos, estaba habitada, porque mantenía bien su fachada y cuidados los caminos de acceso.
Pero no pude acercarme a más de cien metros de la enorme puerta que tenía por entrada. Un disparo de escopeta dio apenas a veinte centímetros de mi pie derecho y salí corriendo, volviendo mis pasos. Me refugió entre unos arbustos, intentando divisar al agresor. Entonces lo vi, en lo alto del castillo.
Era un hombre, por lo que se dejaba ver. Estaba semioculto, pero cada vez que se asomaba para espiar, podía verle su cabeza calva, y comprobar que asía con fuerza el arma, con intenciones de seguir disparando si era necesario.
No entendía tampoco la razón de la agresión. Mucho menos que hacía allí, en aquel lugar. Me fui escabullendo, sin levantar mucho el cuerpo, quedando a cubierto por la misma vegetación del paraje.
Caminé nuevamente, en otra dirección. Seguí un camino de tierra varios kilómetros y finalmente vi que a lo lejos, venían hacia mi dos niños en bicicleta. Les hice señas, agitando las manos. Los chicos se detuvieron y maldije mi suerte, seguramente se habían asustado con mis movimientos. Gritaron algo y orientaron sus bicicletas en dirección contraria. Salieron pedaleando con fuerza, como huyendo de un fantasma.
Opté por no refunfuñar, al menos sabía que debía ir por ese camino. Los niños irían a un pueblo o ciudad, o al menos, a una casa en la que me pudieran dar explicaciones. Caminé con el sol a cuestas, pateando las piedras pequeñas que se cruzaban ante mis pies. El horizonte de viñedos parecía infinito.
Volví a escuchar voces en ese idioma ajeno a mis oídos. Eran muchas y la sensación era que se aproximaban. Pude comprobarlo al salir a una especie de desvío, donde comenzaba una plantación de árboles. Podía divisarse desde ese lugar una muchedumbre avanzando hacia donde estaba. ¿Una procesión? Fue lo primero que pensé, hasta que vi los palos, guadañas y cuchillos en manos de esa gente.
Al verme, algunos comenzaron a correr. ¿Me atacaban? Las voces se elevaron y parecían gritos. Corrí. Y me di cuenta que ellos aceleraban. Efectivamente, querían atraparme.
Estaba entonces corriendo, en un lugar desconocido, escapando a una multitud de locos que gritaban en un idioma raro, ya casi sin aire. Todavía me duraba el susto por el disparo, pero no podía distrarme. Me metí en los viñedos, creyendo que por allí lograría perderlos, pero fue una complicación. Las ramas me lastimaban y frenaban mi andar.
De repente me vi rodeado. Había hombres a cada lado, blandiendo sus armas. Por instinto más que por valentía, le hice frente a un par, sin embargo un golpe certero en la nuca me dejó tendido en el suelo húmedo y fértil de las vides.
Volví a despertar, otra vez con la rara sensación de estar en un lugar equivocado. La turba enardecida seguía allí, frente a mi. Pero ya no había viñedos alrededor. Me habían llevado a una plaza y me tenían atado a un poste de madera. Podía ver la ciudad. Estaba sorprendido, parecía un sitio anclado en los primeros años del siglo anterior. Las viviendas, la arquitectura.
Muy a lo lejos, al final de la calle más ancha, podía ver un enorme cartel de madera grabado con letras pintadas en color azul. La caligrafía era exquisita y decía "Reims". El nombre me parecía conocido, de una ciudad de otro país. No podía estar seguro. La gente hablaba entre si y estaba visiblemente enojada. No solo estaba atado, sino que había ramas y maderos a mis pies.
Entonces supe lo que me estaba por pasar. Aquella era una hoguera. Me estaban por prender fuego, allí mismo, en aquella plaza. ¡Francés! Por alguna extraña razón (otra más) en ese fatídico día, el idioma me vino a la cabeza. Hablaban en francés y Reims estaba en Francia.
Quise hablar, pero comprendí que tenía la boca amordazada. Dos hombres se acercaron con antorchas encendidas, al mismo tiempo que una mujer procedía a rociarme con alcohol, mezclado con algún otro líquido que lo hacía fuerte de aroma, casi irrespirable.
De inmediato, uno de los hombres miró al pueblo y recitó unas palabras. La gente aclamó en voz alta. Se apartaron y arrojaron las antorchas a mis pies. La combustión fue inmediata y una nube de fuego me rodeó por completo, trayendo una marea de calor tan intensa como el infierno mismo.
Antes de cerrar los ojos, las llamas me mostraron el reflejo de mi rostro y lo que vi me paralizó: no era el mío. Ya con los ojos cerrados y el fuego lamiendo la carne, intenté comprender lo incomprensible. No era yo, no podía serlo, no era mi cara, quizá tampoco mi cuerpo, mucho menos mi ciudad y mi época.
Desperté a los gritos, otra vez. Pero en esta ocasión no supe que había despertado, sentía aún el calor consumiéndome, el dolor en las articulaciones al derretirse, el ardor en cada miembro. En pocas palabras, sentía cómo me estaba muriendo. Escuché el ruido de una puerta y gente que entró corriendo. Me arrojaron en la cama y me aplicaron una inyección.
No volví a dormirme, pero si se aplacó el dolor y me sumí en una especie de estado al borde del sueño, pero consciente en todo momento. Horas más tarde volvieron ellos, los que me habían ayudado. Vestían batas verdes y azules, con barbijos del mismo color.
Me preguntaron que había sido esta vez.
- ¿Cómo esta vez?
- Siempre lo mismo con vos, en fin... No lo recordás, pero cada vez que te dormís profundamente, viajás al interior de una persona a punto de morir y revivís sus últimas horas. Venimos tomando nota desde hace nueve años, buscando una relación.
- ¿Nueve años? Pero... ¿quién soy? ¿dónde estoy?
- No nos importa lo primero, no te importa lo segundo. Si querés que te ayudemos, contanos esta experiencia, después vemos.
Y entonces, les conté. Narré durante casi una hora. Se mostraron interesados en ciertos detalles, sobre todo de la locación geográfica. Pero no me dieron ninguna pista de lo que me pasaba, salvo esa explicación simple y directa. Cuando terminaron, me dejaron un par de pastillas y se fueron.
Ni siquiera saludaron. Ni un gesto de humanidad en sus actos. Me tomé las pastillas, pensando que eran para el dolor. Pero me dieron sueño. Supongo que me están durmiendo, para que suceda otra vez.
No se dónde moriré esta vez, pero imagino que no faltará el dolor. Qué extraño es saber que me encamino a la muerte sin poder evitarlo. Pero más aún es el hecho de tener una fugaz consciencia que esta repetición de mis actos se sucederá invariablemente una y otra vez, sin poder impedirlo, sin tener la voluntad de decir basta.
Estoy condenado. Varias veces, en una eternidad sin sentido.

3 de abril de 2011

Las campanas de Luna

¡Que lindo suenan las campanas de la iglesia los domingos al mediodía! La sonrisa de Luna se ensanchaba con el repiqueteo del metal, ese gong pendular que sonaba una y otra vez. Se transportaba por el sonido, sentía que podía volar y desde lo alto ver a la gente marchar por las veredas del barrio hacia la misa de las doce.
El gong gong la invitaba a viajar, entonces decidía seguir volando. Dejaba atrás el barrio, pasaba por el potrero frente a la estación del ferrocarril y veía como los chicos corrían enfervorecidos detrás de la pelota, reclamando a gritos vaya a saber que cosa. Y más alla, en los vagones olvidados del tren, gente entrando y saliendo como si fueran sus casas. Al pasar cerca comprendió que lo eran, que dentro había mesas, sillas de plástico o cajones de madera, chiquillos gateando y otros jugando, aquello era otro barrio.
En su vuelo se cruzó con palomas y golondrinas. Con un cielo azul y nubes muy blancas. Luna estaba hechizada por la vista desde el aire. Las personas eran diminutos puntitos yendo de un lado a otro. Las casas, grandes cajas de zapatos, desparramadas en un orden singular.
Más allá estaba el río y del otro lado las islas. Y tras el horizonte, se expandía el mundo. Ya no oía las campanadas. Había viajado mucho y ahora, el silencio le hacía perder la compostura. Agitó sus brazos, algo nerviosa, temiendo caer desde esa altura. Pero allí no había nada que la sostuviera, ni alas ni sonidos. Comenzó a caer, angustiosamente. El cielo se transformó en un manchón que iba hacia arriba y todo lo que estaba abajo, se acercaba peligrosamente. Entonces, cerró los ojos.
Y al abrirlos, estaba otra vez en su cama. El gong gong había concluido. La misa con seguridad había comenzado. Y ella estaba en su habitación, como en cada momento del día. Pero había viajado, otra vez. Y sabía que aquello no era una ilusión, una bobada - como decía su hermano - de la imaginación de una pobrecita inválida que ni siquiera se podía parar con ayuda de un bastón.
Era real desde el sonido hasta la última flor dibujada desde lo alto, en los campos del ferrocarril. Era vívida la sonrisa de una pequeña dentro del vagón de tren como el insulto del niño persiguiendo el balón. Tan real como el dolor, la tristeza y el perdón. ¡Qué lindo sonaban aquellas campanas! ¡Qué mágico era su gong!
Luna sonreía en la soledad de su habitación, soñando ya con esos pocos minutos de vida, el próximo domingo, un rato antes del mediodía.