Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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24 de marzo de 2018

La verdadera muerte

Nunca había estado tanto tiempo sin escribir sobre una hoja, ni siquiera cuando a los quince años, en plena edad del pavo, por querer demostrarle a la chica linda del barrio lo bien que se le daba andar en bicicleta haciendo acrobacias, se había fracturado la mano derecha en varias partes. Aprendió entonces varias lecciones. La primera, que lo suyo era la escritura y no las piruetas. La segunda, que las chicas lindas jamás se fijarían en él. Y la tercera y más importante, que si una mano se rompía, aún quedaba la otra.
Pero su situación actual distaba bastante de una calentura de juventud y si lo pensaba con detenimiento, incluso hacía más tiempo que no estaba con una mujer que con una hoja en blanco. Además, lejos estaba de aquellos quince. Sus cabellos grises, los pliegues en la piel, el dolor en las articulaciones delataban otra edad física. Aunque la vejez, que en el pasado el solo imaginarla le había traído más de una noche en vela, no era tampoco su mayor preocupación.
Como al resto de los recluidos en aquel sótano oscuro y húmedo, los pocos pensamientos que el miedo y el dolor de los golpes le permitían tenían que ver con la libertad. La sola idea de que los dejaran irse, era algo imposible. Mucho menos pensar en escapar. Atados, separados entre sí por varios metros de absoluta oscuridad, la única cercanía con los demás eran los gemidos, los sollozos, los gritos en medio de la noche. La esperanza era una gélida ilusión y nada más.
El tiempo, allí, parecía no transcurrir. Se medía en ganas de orinar, en el incremento del ruido de las tripas, en los pasos de botas pesadas deambulando cada tanto del otro lado de la puerta. La falta de agua hacía que hablar fuera un suplicio y las secas gargantas se permitían vagos susurros, que a veces, resultaban incomprensibles.
Y el silencio, en tales circunstancias, era un aullido constante que podía empujar a cualquiera a la locura. Por eso, anhelaba escribir. Sentarse al escritorio, colocar el papel blanco en el carrete de la máquina y sentir el relieve de las teclas con las yemas de los dedos. El preámbulo necesario para zambullirse en el armónico concierto que lo envolvía por horas, mientras las letras iban golpeando de a una el fondo blanco estampando sus formas según su capricho.
Extrañaba esa magia, mezcla de melancolía y alegría, de sentir cómo una idea que nacía muy dentro suyo de a poco lo iba abandonando para formar parte de algo mucho más grande, inmortal, que a los pocos minutos de escribirlo, sabía, ya no era suyo sino de todo el que lo leyera de allí en más.
Y vaya paradoja, que aquello que tanto lamentaba no tener, era lo que había provocado su destino. Palabra que no le gustaba esa, destino, porque definía lo ya escrito, y como hombre de letras, sabía que eso no existía, que las palabras aparecían gracias a las anteriores y no porque hubiese un designio universal que las predefiniera. Pero su suerte, quiera o no, la habían decidido sus textos. Porque a la hora de elegir las letras, el orden de las mismas, las palabras que formaban y las oraciones que éstas iban encadenando, había escrito con el corazón en la mano y los ojos bien abiertos, no solo en la hoja en blanco, sino en todo lo que lo rodeaba. Si lo que sabía hacer, lo único que sabía hacer, era escribir, entonces lo haría de la mejor manera. Y cada cosa que narró, cada texto que pulió, cada escrito que firmó, llevó esa premisa. Y entonces, una mañana, en lugar de escuchar "cuidate" y "ojo lo que escribís", sintió la crueldad de un culatazo en plena caminata hacia la editorial.
Semanas, meses, qué importaba. Nunca saldría de ese agujero. Nadie lo haría. Estaba atado, famélico, maloliente y en la constante necesidad de llorar. Pero más que nada, quería escribir. Y aunque lo intentaba, tratando de hilvanar en su mente párrafos precisos, cada golpe que le propinaban, cada vez que debía cagarse encima, cada grito de un compañero de encierro, era como si una mano arrancara la hoja de su cabeza, la hiciera un bollo y la arrojara a un excusado.
Estaba exhausto, con su cuerpo viejo, maltratado y dolorido. Se decía de tanto en tanto, qué sentido tenía escribir mentalmente en aquella situación. Pero la respuesta se caía de madura, como una inyección de adrenalina: Ellos no podían ganar. No importaba la cantidad de hojas arrancadas, él pondría una nueva, empezaría otra vez de cero, porque no se rendiría. Antes, muerto. E incluso muerto, si lo que había hecho en vida había sido útil, seguiría peleando, no personalmente, no en dos piernas y golpeando las teclas de una máquina de escribir, pero si como un símbolo, una bandera, uno más en la memoria colectiva que recordaría cada día que rendirse no es una opción y que solo el olvido es la verdadera muerte.
En la oscuridad, con el eco de las de botas repiqueteando en dirección a él, puso una nueva hoja y comenzó a escribir.