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28 de septiembre de 2013

Querido compañero

Cuando el agua caliente, nunca hervida, acude al mate, se produce la magia, el ardor de años, de historias olvidadas, de palabras de por medio que las irán develando. Y la gente mientras coloca la bombilla, abre su alma, le da vida a la lengua y encamina el habla hacia tiempos remotos, hurgando con la mente, buscando retazos, hilvanando recuerdos, entre chupada y chupada.
En miles de mesas, a lo largo de eternas mañanas, o al calor de las tardes, o el silencio de las noches, entre pavas y termos, cambio de yerba, algún que otro bizcocho, el diálogo nace y renace, despierta y se acuna sobre voces que lo mecen, lo acarician, le piden que nunca acabe.
Llegará el amanecer, la hora de salir al trabajo, de volver a casa, de ir a hacer algo, y solo entonces, será el momento de abandonar el rito, de acallar las voces, de extrañar lo amargo, lo dulce, el paladar aún tibio, el suspiro ante lo cotidiano, de aquello a lo que no podemos escapar.
Sobre las mesas, solitarios, huérfanos momentáneos, el mate, la pava, el termo, la bombilla, la yerbera, la azucarera, la cáscara de naranja, el bizcocho, la charla, el momento, el encuentro, la paz, la calma, el deseo de otra ronda, de otra cebada, de más palabras, recuerdos, sueños y confesiones.
Y allí reposan, esperando, que pronto vuelva la magia, aquella que llega con el agua caliente, nunca hervida, acudiendo sobre la yerba, dentro del mate, amigo nuestro, querido compañero, eterno oído de nuestras historias.

25 de septiembre de 2013

Esperando a Eugenio

Cada domingo sus hermanas lo esperaban para almorzar. Se juntaban desde hacía años, alternando la casa. Ellas iban con sus maridos e hijos. Él, si hubiese ido alguna vez, lo habría hecho solo. Porque Eugenio era un solitario empedernido, mal llevado y poco compañero.
La invitación surgía en forma espontánea, entre semana. Eugenio no decía ni si ni no. Refunfuñaba, como si la invitación fuese un castigo. Y llegado el domingo, brillaba por su ausencia.
En más de una oportunidad, se ofrecieron a ir a buscarlo. Otras, incluso, se cansaron de hacer sonar la bocina del coche delante de la casa donde vivía. Eugenio eligió siempre la distancia.
Un domingo sacaron cuentas. No lo veían desde hacía quince años. ¿Seguiría viviendo el único hermano varón que tenía? ¿Sería él quien contestaba las llamadas telefónicas cada semana? ¿Aquella seguiría siendo la casa donde residía?
Las conversaciones de los domingos giraban en torno a él, a pesar del mal humor de los maridos, que terminaban hablando entre si de temas más triviales y amenos. Ellos consideraban que una persona que ni siquiera se preocupaba en conocer a sus sobrinos no merecía la mínima contemplación. Pero sus hermanas hacían caso omiso a dichas sugerencias.
Aquel domingo de septiembre, lluvioso y opaco, el timbre principal sonó en casa de Julieta justo en el momento que se servían las pastas. Atendió Pedro, su esposo. En el umbral de la puerta había un hombre alto, bien vestido, con saco oscuro. Le entregó una caja y una nota.
La caja apenas si tenía peso. La nota era escueta y escrita a mano. Decía lo siguiente:
"Queridas hermanas, espero llegar a horario. Si reciben esta carta es que me suicidé el viernes y si mi abogado trabaja con celeridad, estaré en casa de Julieta este domingo al mediodía. Ya pueden dejar de quejarse. A partir de ahora, me pueden llevar a cada uno de sus almuerzos".
Pedro calló luego de leer la nota en voz alta. Las hermanas de Eugenio lloraron desconsoladamente. Luego de unos minutos, secaron sus lágrimas. Fue Matilde la que rompió el silencio.
- Que bueno que Eugenio fuera tan considerado. Ahora estará con nosotros por siempre.
Las hermanas se fundieron en un abrazo.
Sus maridos perdieron el apetito.

22 de septiembre de 2013

Un disparo en la oscuridad

Nos quedamos quietos, casi sin respirar. No podíamos afirmar si primero había sido el disparo o el corte de luz. Creo no estar equivocado al afirmar que ambas cosas sucedieron al mismo tiempo. El disparo y la oscuridad, dos hechos que se cruzaron en forma deliberada en nuestras vidas, cambiándolas para siempre.
¿Cómo es que permanecíamos quietos luego de algo así? Es que omití un detalle crucial: previo a ese instante, cinco maleantes nos apuntaban con pistolas. Nosotros, los cinco empleados del negocio, estábamos dispersos, sin contacto el uno con el otro.
Sabíamos sin embargo, que a pesar de haberse ido la luz, uno de ellos había disparado y que ante el menor movimiento, los demás harían lo mismo. Corríamos la suerte de recibir una bala en el cuerpo. Ninguno se iba a arriesgar. A pesar del temor, creo que teníamos bien en claro ese punto.
El disparo, ese sonido certero, llevaba implícita una muerte. Pero la luz se había ido y sin ella, no podíamos distinguir quién había caído. De eso estábamos seguros. A pesar de la oscuridad, cerramos los ojos, apretándolos con fuerza. Quizá es una forma de defensa, de encerrarnos muy adentro, esperando como cuando somos niños, que al cerrar los ojos nadie nos encuentre.
Ellos no hablaban, pero se movían. Uno iba hacia la entrada y volvía, casi como si se tratase de un tic. El tema de la energía eléctrica no había estado en su planos, eso era un hecho. Los ponía nervioso. Pero tampoco explicaba el disparo. Porque había sido en el mismo instante, no producto del apagón, de la reacción súbica ante la sorpresa por parte de alguno de ellos.
No, el apretar el gatillo tenía alguna otra intrincada explicación, pero éramos ajenos a la misma. De igual modo, no era nuestra principal preocupación. La sería, claro, en el caso de ser los próximos en ser acribillados. Pero para entonces, no nos serviría respuesta alguna. En ello pensaba con los ojos cerrados, con las piernas temblando como si por debajo de mi cuerpo estuviese pasando un tren.
Escuchamos las sirenas policiales del otro lado de las persianas bajas. Aún no las habíamos levantado cuando ellos entraron por la fuerza. No recuerdo quién les había abierto. Ellos estaban apuntándonos de un momento a otro. Y fue casi de inmediato que ocurrió la macabra coincidencia.
Buscaba apartar de mi mente la imagen de alguno de los compañeros de trabajo herido de muerte, desangrándose sobre el parqué, pero volvía como un fantasma, o mejor dicho, como un presagio de futuro cercano.
Fueron cinco minutos desde que entraron hasta que se marcharon, utilizando una puerta trasera. Escuché la orden de retirada, casi en un susurro, y luego la sucesión de pasos, que casi tropezando se alejaron hacia la parte más distante del local.
Para cuando la policía logró ingresar, yo estaba corriendo hacia el tablero de energía. Me paralicé al escuchar el ¡alto! proferido por uno de los uniformados. Jugué a la estatua, quedando en una posición ridícula, a punto de caerme.
La voz volvió a repetir la misma exhortación a pesar de estar tan quieto como un muerto. Ni siquiera podía abrir la boca del miedo. El policía me siguió apuntando, en la misma medida que se me fue acercando. Debe haber visto el pánico en mis ojos, porque bajó de repente el arma y continuó su camino hasta el lugar donde me dirigía. Abrió el tablero y accionó la llave térmica.
La luz parpadeó una vez y luego se encendió en todo el salón, iluminando hasta el último rincón. Me costó adaptarme, pero fue cuestión de segundos. De inmediato vi los cuerpos, la sangre en las paredes, el trágico espectáculo.
Quedé atónito. Allí estaban, desplomados, mis cuatro compañeros. Los policías se me acercaron y me llevaron afuera, con sumo cuidado. Habían comprendido que no era uno de los criminales, sino...¿el sobreviviente?
¿Pero cómo? Si tan solo había sido un disparo, tan solo uno...
No hay explicación posible, ni siquiera la de cuatro disparos al unísono, combinados con el corte de energía al mismo tiempo. No existe posibilidad, no hay lógica, no hay motivos. Y sin embargo, aquí estoy, pensando en todo aquello, sin poder dormir, comer ni descansar la mente. Rememoro el disparo una y otra vez, al punto de taladrarme los nervios, tratando infructuosamente de develar detrás de aquel sonido, otros tres más. Y si quizá lo logre, tenga que pensar luego en el apagón. Y más adelante en los motivos. Y en por qué estoy vivo.
Son muchas tareas para una sola vida, son muchos castigos por haber sobrevivido.



19 de septiembre de 2013

Malas primaveras

Lo mismo cada año. Se acerca la primavera y Jacinta quiere hacer el pic nic. Que la canasta, que el mantel, que no puede faltar la pasta frola, no olvidarse de los cubiertos... y cuando está todo cargado en el auto, ya en camino al parque se larga a llorar.
Entonces tenemos que pegar la vuelta, consolarla un buen rato, prometerle que no nos enojamos con ella y recién luego de eso, una vez que por el agotamiento queda rendida en la cama, nosotros volvemos a salir y nos vamos al río.
Allí casi en un pacto de silencio, dejamos de pensar un buen rato. Nos olvidamos de lo que sucede cada primavera. No vale la pena, no va a cambiar nada. Y todo por culpa de aquella vez, cuando éramos pequeños y el viejo se ahogó con una aceituna. Desde entonces, cada día es una tortura, un suplicio, porque Jacinta vive en estado depresivo, casi en un mundo paralelo. Solo cuando se acerca la primavera ella parece despertar, para luego caer otra vez en el mismo sopor.
Volvemos a la noche, abrimos despacio la puerta y nos decepcionamos como cada año. Ella sigue durmiendo. Más de uno de nosotros ha soñado con verla juntar coraje, levantarse en nuestra ausencia y colgarse de un tirante del techo. Pero eso nunca sucede. En casa, las primaveras son una mierda. Y lo seguirán siendo.


16 de septiembre de 2013

Eusebio se declara

Eusebio era de los que decían que no existían demasiados secretos para escribir una carta de amor. Había que saber elegir las palabras, ser cautos y sensatos en las oraciones, y en lo posible, dejar un halo de misterio en la declaración.
Quizá eran esas las razones por las que ninguna mujer le contestó jamás carta alguna. De todas formas Eusebio se defendía diciendo que si no había contestación, era porque la mujer no era la adecuada. En su pensamiento, la carta era una especie de carnada y quien picara, sería la mujer ideal de sus sueños.
Ya grande, encontró en el correo electrónico el reemplazo de la carta tradicional y un ahorro considerable en sus gastos. Al poco tiempo le tomó el gusto y sus cartas de amor empezaron a ser emitidas con las destinatarias en Copia Oculta, ya que aprovechaba para hacer envíos masivos, asegurando que así se ahorraba tiempo.
Hoy en día las declaraciones electrónicas de amor de Eusebio recorren el mundo. Pero lamentablemente para sus pretensiones, terminan siempre en la bandeja de spam.

13 de septiembre de 2013

Clichés

Todas las pistas llevaban al mayordomo. Aquello le parecía muy cómico, un chiste. Sin embargo, no podía avalar esa idea. Sencillamente porque el mayordomo era el asesino solo en las películas. Estaba seguro que algún detalle había quedado librado al azar.
Revisó nuevamente la biblioteca, como lo había hecho decena de veces desde el día del crimen. Una fina capa de polvo se suspendía sobre los interminables volúmenes, los cuales, sospechaba, muy pocos habían sido leídos.
El dueño de la mansión, la víctima fatal del caso, había tenido la desdicha de quedar ciego a los cinco años. Y se opuso terminantemente a aprender a leer en sistema braille. Ninguno de los libros exhibidos en los estantes, a lo largo de las cuatro paredes de la habitación, estaba en ese lenguaje.
Los libros, en realidad, no eran suyos. Se los había ido comprando a su mujer, varios años más grande que él, que había sido en su momento la joven que lo cuidó de niño. Con los años y luego que la familia de Foreman, tal como se apellidaba la víctima, amasara una fortuna con la edificación de casinos, contrajeron matrimonio.
Al poco tiempo los Foreman emprendedores perecieron en un accidente de avión, quedando la fortuna y los negocios en manos del hijo ciego. Fue ella, su esposa, la que se hizo cargo de los casinos y a pesar de los vaticinios en contra, salió airosa en la empresa, aumentando el capital de la familia. Sin embargo, el dinero siempre estuvo a nombre de él.
Cuando ella murió, ya avejentada y sin haber podido darle hijos a la pareja, el mayordomo se transformó en la única familia de Foreman. Perkins, como inauditamente se llamaba el empleado, casi como si se tratase de una ironía, había servido a la familia desde pequeño, cuando correteaba detrás de los pasos de su padre, que oficiara en el mismo puesto casi a lo largo de cincuenta años.
Era adolescente cuando el hijo de los Foreman sufrió el accidente que lo dejó ciego. Al menos eso le había relatado al detective, que recordaba los pormenores de la charla mientras revisaba los estantes más altos, subido a una escalera.
Para entonces, la joven Isabella ya era parte de la servidumbre, cuidando al pequeño de la familia. Según Perkins, hacía solo un mes que ella trabajaba cuando ocurrió el infortunio. El accidente fue en el patio, donde había un establo con dos caballos. Purasangre, un ejemplar de carrera, se asustó de una laucha y salió en estampida, castigando con sus herraduras el rostro del niño. Luego de muchas intervenciones, salvó su vida, pero ya no pudo ver.
Isabella asumió la culpa y lo cuidó día y noche. Perkins le confesó al detective que entonces sintió celos del pequeño, pues Isabella era hermosa y cualquier muchacho de su edad la hubiese cortejado. Con el tiempo, el niño creció y la niñera pasó a ser su amante y luego su esposa.
El detective cesó su búsqueda. Era tarde, el ocaso se veía por la ventana y aquel lugar estaba atestado de clichés. Cada arista del caso le resultaba una mala broma. Sin querer golpeó un libro con el codo y cierto mecanismo se activó en alguna parte. Pudo escuchar el chasquido proveniente detrás de los libros. Observó con cautela la puerta. No creía que Perkins pudiera aparecer en ese momento. Casi con fruición comenzó la tarea de quitar los libros de sus respectivos lugares. Fue despejando los estantes, esperando la revelación. Se estaba por dar por vencido, cuando descubrió la caja fuerte. La puerta estaba semi abierta. Contuvo la respiración unos segundos. Luego la abrió por completo.
En su interior había un pergamino enrollado. El pulso le temblaba al tomarlo entre sus manos. Aquello parecía el desenlace de una película de misterio. Cierto escozor le recorrió el cuerpo. Nada en el caso estaba bien. Supo lo que iba a encontrar antes de abrirlo. Entonces, lo arrojó hacia un costado y echó a correr.
Perkins salió al cruce en el pasillo.
- ¡Deténgase detective, usted no puede irse!
- Váyase Perkins, esto es una pesadilla.
- Usted sabe que no lo es, detective.
El sobretodo largo y marrón parecía flotar por el aire, detrás del cuerpo del detective que corría velozmente a través del jardín. Dejó atrás los cables, las luces, las cámaras, los decorados, el set completo... al menos fue astuto para no desenrollar ese pergamino. La palabra Fin quedaría apresado en su interior y él sería para siempre un fugitivo dentro de una mala historia. 

10 de septiembre de 2013

Rotisería express

Jaime's tenía la fama de ser el lugar de cómidas más rápido de la ciudad. Un pedido podía ser elaborado en apenas dos minutos y estar en el domicilio del cliente en uno. Siempre y cuando viviera a no más de quince cuadras del comercio.
Hubo quienes trataron de hacerle mala reputación al lugar haciendo pedidos estrafalarios, combinando comidas de difícil preparación, que si bien estaban contempladas en el menú, se trataban de modificar. Pero jamás pudieron lograr. Tres minutos después de colgar el teléfono, el cadete estaba tocando timbre para entregar el pedido.
El dueño del lugar, Jaime, era un hombre muy tranquilo, de movimientos lentos y paso cansino. ¿Cómo podía Jaime administrar un sitio tan veloz? Bien, ese era el secreto mejor guardado, tan bien, que ni siquiera el propio Jaime lo sabía.
Para muchos, hoy en día, la razón de aquello tenía una explicación: Zulma. Y cuando decimos Zulma, hacemos referencia a la esposa del trabajador gastronómico. Dicen que desapareció después del voraz incendio. Algunos creen en la versión más popular, que sin embargo, es la que los investigadores descartan. Pero no perdamos el hilo del relato.
Jaime's era el lugar por excelencia para pedir comida. Principalmente cuando uno llegaba cansado de trabajar y estaba muerto de hambre. Se marcaba el número en el teléfono y apenas si se tenía tiempo para lavarse las manos y sacar la bebida de la heladera. Ni hablar de las comidas organizadas espontáneamente entre amigos. El nombre de Jaime era lo primero que se cruzaba por la cabeza.
Aquella noche de junio, en pleno invierno, la mitad del pueblo vio el rayo de luz proveniente del cielo. La explicación del relámpago dada por la policía, no nos convenció. Si bien Jaime's ardió hasta los cimientos, aquello no nos pareció un relámpago.
El cuerpo del conocido Jaime fue encontrado todo chamuscado. El de Zulma, no apareció nunca. El viejo Bassaro, que otrora fuera timbero día y noche y ahora purga los avatares de su vicio mendigando por la ciudad, jura que la luz provino de un plato volador y que vio a la mujer del rotisero subir por una escalera invisible hasta la nave.
La policía ignoró siempre a Bassaro, logrando por contraposición, que el mito se propagase. La explicación sobrenatural resolvía el enigma de la velocidad en la preparación de las comidas. Dueña quizá de alguna maquinaria de tecnología que desconocemos, lograba los resultados inmediatos que maravillaban a la ciudad.
De todas maneras, conviven hoy las dos interpretaciones del caso, la oficial, que indica un fatídico desenlace, con el infortunio del relámpago y la muerte de sus dueños, dado que esa versión postula que la pobre Zulma se carbonizó hasta las cenizas, y la extra oficial, que habla de un castigo de los extraterrestres al enterarse que una de las suyas utilizaba sus poderes o tecnología para hacer negocio en el planeta. Y dado que la segunda explica el misterio de la comida rápida, la gente se queda con esa.
La verdad está muy distante. Jaime era en realidad un verdadero hijo de puta. Tenía a quince inmigrantes ilegales trabajando como esclavos en la cocina y su mujer, empleada municipal, evitaba a toda costa que le cayeron inspecciones. Si a eso le sumamos que tenían un cadete que era un suicida andando en moto, que disfrutaba de cruzar los semáforos en rojo y exceder todos los límites de velocidad, llegamos al fondo del asunto.
Eso no explica sin embargo, que le pasó al local y a Zulma. En realidad si, pero habría que hilar muy fino. Mantener a quince ilegales, por más que se los tratara como esclavos y estuvieran encerrados durante la noche en un sótano, no era fácil. El negocio funcionaba, pero Zulma no se podía dar los lujos que soñaba. Ella quería viajar, comprarse alhajas y vivir como una reina. A Jaime le interesaba seguir siendo el rey de la comida express y jactarse de ello. Un buen día Zulma se enojó, discutieron y le prendió fuego a todo, con Jaime e inmigrantes adentro. De éstos, se encargó que no quedara ni un hueso.
Perpetrado el hecho, coimeó al comisario, le prometió parte del seguro y unas noches de placer. A cambio, el comisario dijo que había desaparecido y se encargó personalmente del cobro del seguro, que Zulma había puesto sin que se enterase su marido a nombre de otra mujer, cuya identidad tomó ella tras mandarse a mudar de la ciudad.
Siempre dudé de las versiones que circulaban en la ciudad, por eso hice una investigación por mi cuenta. Pude dar incluso con la antigua Zulma, ahora llamada Analía. Tiene un comercio de panchos que abre los fines de semana y un puesto de café al paso. Se gana la vida con lo justo. El comisario la cagó y se fue al año con la guita a otro país. Ella no pudo decir nada. Si confesaba, iba presa al menos por veinte años.
Descubrir la verdad no me llenó de satisfacción, ni nada parecido. En realidad, solo quería saber como hacer para poner una rotisería express y llegué, sin quererlo, al meollo de todo esto.
Dudo entre escribir un libro o escribir el guión para una película. Pienso que ella debería pagar lo que hizo, no por Jaime, sino por los que eran explotados y terminaron calcinados, pero al mismo tiempo reflexiono que la realidad es el peor de los castigos. El único que salió bien parado, o al menos así parece, es el comisario.
Con respecto a la rotisería que quería poner, la verdad es que perdí las ganas. Aunque no voy a negar que a veces extraño levantar el teléfono y tener una pizza en tres minutos. Claro que con todo lo que descubrí, un poco revuelve el estómago. El solo hecho de pensar de dónde saco quince inmigrantes ilegales, hace que todo el proyecto se ponga cuesta arriba.
Si. Escribir el libro es la mejor opción. Al menos, hasta dar con el comisario y empezar a chantajearlo.

7 de septiembre de 2013

El niño

Azul. El mar descansa bajo la mirada del niño, que recostado sobre la arena, sopesa la calma del día. En el horizonte, de pronto un punto. Una mancha oscura, que de a poco se agiganta, cobra forma, se hace objeto.
Las pupilas lo enfocan, su cuerpo espera. No se mueve, solo respira. Es paciente, no sabe de minutos ni horas. Aquello es inmenso. Descomunal. Jamás ha visto nada igual. De todas formas, aguarda, no corre, no escapa, solo aguarda.
Las aguas se inquietan, lanzándose contra la costa. Parece enojadas, molestas que le han quitado la serenidad. La mancha que ya no es mancha, que ahora es objeto, oculta detrás de si gran parte del cielo. Solo entonces, el niño, deja de ser niño. Se incorpora y camina hacia el azul, acortando distancia con eso que está llegando a la isla. No tiene miedo, tampoco curiosidad.
- ¡Un niño! ¡Hay un niño en la playa!
Escucha sonidos que no identifica. En lo alto de aquello, hay seres que caminan de un lado a otro. Otros, descienden al agua dentro objetos más pequeños. Se pone alerta. Por alguna razón, siente que puede convertirse en presa. Y entonces, se aleja.
- ¡Qué no se vaya! ¡Necesitamos que alguien nos diga dónde estamos!
Deja atrás las voces, y vuelve a la vegetación espesa, donde la noche se esconde del día. Siente sonidos más fuertes, varios, pero aquello ya no le interesa. Se interna entre la maleza y los árboles, perdiéndose sin perderse cada vez más en la isla, dejándose devorar por el paisaje, sabiéndose a salvo, lejos de cualquier peligro.
Se detiene delante de su sitio, bajo la gran roca. Allí donde duermen sus padres desde el último frío, cada día más quietos, más apestosos, perdiendo el color que les conocía. Ya no escucha las voces. Está en la penumbra, solo.
Negro. La nada descansa bajo la mirada del niño, que recostado sobre la piedra, sopesa la calma de la noche.

4 de septiembre de 2013

El pochoclero

Nos gustaba situarnos cerca de la máquina y escuchar el sonido del maíz al reventar. Lo veíamos a don Palmiro arrojar granos y al rato, con una pequeña palita de metal, sacar enormes copos de pochoclo. Aquella magia nos parecía única.
Los bañaba con un rico almíbar y luego los iba metiendo en bolsitas de papel. La gente se los llevaba de inmediato. Pochoclo dulce y calentito, así rezaba el cartel hecho a mano que pendía con unos broches del alero que tenía el carrito de don Palmiro.
Muy puntual, el hombre arribaba cada mañana a la plaza de la ciudad. A la del centro, que era donde pasaba más gente. Nosotros, que vivíamos escapando del colegio, lo observábamos armar el puestito, para luego acercanos y escuchar ese ruido.
Don Palmiro estaba viejito. Vaya a saber uno los años que venía repitiendo ese ritual. Dándole color a la plaza, llenando de sonrisas los rostros ajenos. Y sus pochoclos, que se veían tan ricos, terminaban gustosos en las bocas de los transeúntes que no dudaban en comprarse una bolsita, sobre todo cuando el frío se tornaba un enemigo.
Pero el viejo era también un tacaño. Porque jamás nos quiso regalar nada. No le pedíamos mucho, apenas unos pochoclitos. Creo que lo hartamos, porque lo nuestro era todos los días machacar con lo mismo. Le gritábamos cosas, le tirábamos piedras a la espalda, e incluso, tratábamos de apuntarle a la bolsita cuando la estaba preparando.
Y un día se calentó. No recuerdo quién de nosotros fue, pero se acercó por atrás y le metió una rama en el culo. Debe haber sido el Raúl, que después terminó haciéndose puto. Ya tenía esa manía de chiquito, la de querer meter cosas en el culo, digo. El viejo Palmiro se dio vuelta y nos vio a todos en el banco de madera más próximo. La mirada metía miedo, de eso no me voy a olvidar nunca. Tomó un cucharón que tenía para revolver y nos salió a correr. Nosotros, más rápidos, apuntamos para el otro lado de la calle. Cruzamos en un santiamén. Pero el viejo era lento y no vio venir el colectivo.
Ahora extraño el ruido del maíz al explotar y claro, ese aroma inconfundible. A veces, cuando paso por delante de otro puestito y el sonido y olor me llegan, miro asustado para todos lados, imaginando al viejo Palmiro con un cucharón, apenas sujetado por sus manos putrefactas, con jirones de carne cayendo como el almíbar de sus pochoclos. Pero nunca hay nadie cuando giro la cabeza. Solo el vacío, un cierto remordimiento y la sensación de haber sido un pelotudo toda la vida.

1 de septiembre de 2013

Héroe de supermercado

El guardia de seguridad del supermercado de la vuelta de casa fabula historias truculentas. Es un pasatiempo que tiene mientras pasan las horas de su turno, allí parado al lado de la puerta de salida, observando entre las góndolas, vigilando que nadie cometa alguna fechoría, por más mínima que sea, como meterse un sobre de jugo Tang en el bolsillo del pantalón para pasarlo gratarola por la caja o tratar de ventajear a la cajera con el vuelto.
Por eso, se imagina a la viejita que entró empujando un carrito como una guerrillera encubierta, que tarde o temprano apartará su pollera a un lado y sacará de entre sus piernas una potente AK-47 rusa, sembrando el pánico en todo el comercio. Condición que no aplicará a él, que en lugar de entumecer sus músculos a causa del miedo, se arrojará con valentía al rescate de todos los clientes. Entonces, se ve rodando detrás de la torre de latas de arvejas en conservas, mientras las balas de la vieja hacen saltar los productos de las góndolas por el aire, y al llegar junto al exhibidor de café La Morenita, se visualiza sacando su arma, quitándole en un cerrar de ojos el seguro y luego, despachando a la vieja hija de puta con dos disparos certeros, uno al pecho, el otro a la cabeza.
- Adiós señora - le dice a la viejita, inclinando la cabeza, minutos más tarde. Y para todos vuelve a ser la viejita inofensiva que había entrado empujando el carrito. Para todos, menos para él.
Sin embargo, la atención ahora está centrada en un niño de siete años, que en rebeldía de sus padres, se ha alejado y camina por su cuenta por el pasillo central, entre la yerba de medio kilo y las cajitas de té en saquito. Pero en su mente, no está mirando a un chiquillo. Porque en realidad, es un agente infiltrado de la CIA, de los llamados "agentes enanos", cuerpo especializado en el sabotaje en colegios y museos.
El enano, que simula ser hijo de una pareja que discute sobre el queso a llevar, si cremoso o port salut, en la góndola de frío, está estudiando el perímetro. Sabe que si algo no lo convence, deberá abortar la misión. El guardia se mueve despacio, quiere evitar el contacto visual. Cualquier pequeño error en sus movimientos, disparará la alarma en el agente, cancelando el plan que tuviese entre manos. Se acerca lentamente, esperando el momento oportuno. Sabe que no puede apresarlo sin que haga nada, debe ser testigo de la amenaza. Por eso abre los ojos, aguarda paciente y cuando el niño intenta meterle el dedo a la tapa de aluminio del frasco de dulce de leche Ilolay que acaba de agarrar, el guardia se lo quita, lo mira con severidad y lo manda con sus padres, que ahora no se deciden si llevar paleta o jamón cocido. El niño se acerca corriendo y se aferra a la pierna del padre, pero no hablará. Como todo agente enano, está adiestrado para callar, para ocultar la información.
El guardia vuelve a su puesto. Es conciente que lo ha abandonado durante unos minutos. Cualquier peligro pudo haber cruzado la puerta. Lo sospecha, lo presiente. Tarda en darse cuenta, pero finalmente lo ve. Es un lobo enorme, de pelaje como la ceniza. Está seguro que no es un lobo común. Puede ver el contorno de sus garras, la forma de erguir el lomo. Aquello es un hombre lobo. Y está a punto de atacar el puesto de Paladini. El guardia apela entonces a lo aprendido en la academia, en el crudo frío de Usuhaia, con temperaturas bajo cero. Silba fuerte, introduciendo dos dedos en la boca y luego, con la voz que entrenara por horas, para que sus órdenes llegaran al centro de la corteza auditiva del cerebro, azuzó al monstruo al grito de "¡camine cucha!".
- Perro de mierda - le dijo a la pasada, arrastrando las R con la bronca empastada, y lo vio correr por el estacionamiento, con la cola entre las patas. Si, ese era él, así lo habían entrenado, para no fallar. El hombre lobo había escapado espantado. Difícilmente volvería por el lugar.
La tarde había pasado, su reemplazo estaba allí esperando para entrar en acción. Le guiñó el ojo, lo palmeó en la espalda y le dio un consejo, como hacía siempre: "Prestale atención a los lácteos, decile al pibe que repone que los que tienen colchón de fruta están por vencer".
Y a paso firme, abandonó el lugar. En ningún momento miró hacia atrás.