Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de diciembre de 2014

Veritas filia temporis

Por más que lo mire de un lado y del otro, sabe que es el último. No hay otro mes, ninguna otra chance. El almanaque es solo un marcador, un recordatorio impreso. El tiempo de verdad es una sucesión de instantes que no se detiene. El almanaque con la fotografía de un niño jugando sobre el césped dejará de servir en cuestión de horas. La vida, en cambio, de no mediar una tragedia proseguirá sin atenerse a calendarios.
Su angustia es, por lo tanto, valedera y al mismo tiempo, significativa. Se había hecho una promesa al comienzo del año que no ha concretado. Y dadas las circunstancias, habrá fallado a su palabra con todo lo que ello implica. No cumplir una meta puede representar para algunos una cuestión menor. Pero no para él. Porque sabe, muy en lo profundo, que cuando uno posterga un objetivo es que de algún modo trata de no alcanzarlo.
En la habitación contigua escucha los preparativos para el último día del año. Sonidos de platos, del horno que se abre y cierra, exclamaciones que ponderan una idea, la desazón de otros ante el olvido de un ingrediente determinante. Y él, ajeno a los festejos, disecciona su fracaso. Lo hace mentalmente, sin quitarle la vista a ese niño sonriente, que persigue algo que la fotografía no muestra pero que parece hacerlo feliz. ¿Un perro? ¿Una pelota? ¿Su madre?
La última imagen cae como una daga, lo fulmina. Se muerde los labios, avergonzado. Ya no mira el calendario. Ya no mira nada. Los ojos cerrados pueden ser una buena escapatoria durante un rato. La oscuridad no es absoluta, está repleta de matices, manchas indefinibles que juegan con la mente pero que también nos apartan de eso que nos molesta.
Deja escapar un suspiro que termina en un principio de llanto. Pero lo contiene. Es fuerte, al menos en ese momento. Habrá otros, lo sabe, y no podrá hacer lo mismo. Porque llorar es parte de su fracaso. O quizá, lo es todo. Puede medir la derrota bajo ese parámetro. El de las lágrimas en caída libre, una tras otra, mientras su pecho se agita acobardado ante el peso de la verdad.
Veritas filia temporis.
Recuerda el día que leyó esa frase. Con cuánta alegría comprendió el mensaje. Tarde o temprano, pensaba con felicidad... pero ningún resultado se obtiene sin una acción previa. Su parte, la de tomar coraje y hablar, jamás había logrado imponerse. El miedo, el qué dirán, el espanto ante lo desconocido. El temor a ser despreciado, relegado, transformarse en un ser incomprendido, son sentimientos que lo persiguen, mientras la voz de su madre llega del otro lado de la puerta. Él sigue delante del almanaque, aunque ahora le da la espalda, casi sin advertirlo.
Se había hecho una promesa y no la ha cumplido. Es la misma que se había prometido el año anterior, y el anterior, y el anterior. La que en vano también jurará en horas más, en el momento del brindis, con los fuegos de artificios explotando en la noche. Esas luces brillantes que encandilarán su mentira, dejando a las sombras ulteriores, tras el ocaso de los resplandores, convertirse una vez más en el manto bajo el cual esconderá sus palabras.
La puerta se abre, su madre aparece, jovial, exultante.
- Madre, yo... - empieza él, pero la mujer interrumpe, tomando sus manos y arrastrando su cuerpo detrás del suyo.
- ¡Susana, ven aquí, que tienes que probar las delicias que están preparando tus tías!
Y Susana accede, se deja llevar, como si la madre y el tiempo fueran el mismo ser, y su existencia, tan solo un puñado de arena que se diluye en la nada misma, en tanto su voz verdadera, esa que se siente hombre, permanece escondida, muy triste e impedida.
Esa voz que quizá, jamás se haga escuchar.

27 de diciembre de 2014

La instalación de un ventilador de pared

La pesadez del verano le resultaba comparable con las pocas ganas de ir a trabajar que tenía durante el año. Para Alfredo, soportar en plenas vacaciones de días tan calurosos era un suplicio. Su cuerpo excedido en grasas parecía cubierto en todo momento por un sudor aceitoso que brotaba casi por inercia de los poros de su piel.
Su hermano lo había invitado al mar en compañía de unos primos, pero el sentido de la vergüenza le había impedido aceptar. Se sentía una masa amorfa, un motivo de risa para los demás. Por eso, optaba por pasar los días de descanso en su casa, donde como cada año armaba la pileta de lona en la que se dejaba caer cada tarde con el fin de combatir las altas temperaturas.
El problema comenzaba después, una vez que abandonaba la pileta. En la casa el calor arreciaba y para ahorrar dinero no había instalado el aire acondicionado que tanto le recomendaban sus pocos conocidos. Por un lado, estaba lejos de su alcance en materia económica. Por el otro, por más que hiciera el esfuerzo para adquirir uno, luego tendría que afrontar los gastos de energía y de solo pensarlo, le daba más calor.
Siempre se las había arreglado con un ventilador de pie, robusto, con aspas de metal. Pero su querida compañía veraniega decidió averiarse definitivamente la tarde anterior. Esa mañana había sido un suplicio porque se había visto en la obligación de ir hasta el centro de la ciudad a buscar un reemplazo.
Los precios lo asustaron. Los números se veían más grandes y amenazadores que otros años. Sospechó que difícilmente llegaría a un ventilador de la misma calidad que el anterior y acertó. Tuvo que conformarse con uno de pared, con paletas de plástico.
Durante la tarde el agua lo protegió, lo acurrucó en sus brazos frescos y le permitió escapar del asedio del calor, que daba la impresión, derretiría desde las plantas hasta el último ladrillo de su vivienda.
Cuando salió de la pileta, tuvo la sensación que una brasa lo envolvía y no hubo necesidad de encender el televisor para comprender que la temperatura en la ciudad estaba cerca de los cuarenta grados centígrados. Recordó entonces que debía instalar el ventilador de pared. Para entonces, seguía mojado, aunque ya no era producto de la pileta, sino de la transpiración.
A duras penas buscó el taladro y las mechas. La caja sin abrir descansaba cerca del lugar donde lo iba a colocar. Tuvo que abrirla para averiguar el diámetro correcto de la mecha para agujerear la pared. Tomó las medidas con parsimonia, deteniéndose cada veinte segundos para pasar una toalla por la cara para quitar el sudor.
Luego, imaginando ya el alivio que le proporcionaría el aparato instalado, puso en marcha el primer agujero. El taladro giró en el máximo de sus revoluciones penetrando con furia el ladrillo. El polvillo rojo que iba dejando a su paso el aguijón de metal se esparcía en el aire en la misma medida que Alfredo hacía presión sobre la herramienta. Alfredo sentía como las minúsculas partículas del ladrillo se iban pegando a su cuerpo, adhiriéndose con facilidad a la humedad que lo bañaba en una fina y pegajosa capa.
El primer agujero ya era un hecho. Introdujo un tarugo y confirmó con éxito el primer paso. Puso en marcha el segundo, no sin antes pasar una vez más la toalla - que había perdido para entonces la blancura original - por su cara y los hombros. El sonido hiriente del motor del taladro, sumado al de la mecha incrustándose en la pared, ocupó la habitación. Pero en los oídos de Alfredo solo había lugar para el que vendría más tarde, producido por el ventilador que aún descansaba en la caja a medio desembalar.
El polvillo rojo parecía llover alrededor del taladro. De repente Alfredo sintió el impacto de la mecha en una superficie diferente y apagó raudamente el taladro. Retiró la mecha y se acercó para observar por el orificio. Lo peor que le podría pasar es haber perforado un caño de agua. Apenas si podía divisar algo. Con ayuda de una linterna alcanzó a divisar a cinco centímetros de profundidad una mancha blanca sobre el ladrillo.
No era un caño, al menos de plástico. Había comprado la casa a duras penas con ayuda de un crédito hipotecario siete años atrás y jamás había necesitado recurrir a los planos para cerciorarse de la ubicación de las conexiones de los servicios. Desconocía además los materiales que se habían usado en la construcción.
Dudó entre seguir perforando y buscar otra ubicación. Pero tras vacilar unos instantes, volvió a la carga. A pesar de ser una superficie más sólida, la mecha avanzó un centímetro más. Las motas de polvo dejaron de ser de tinte colorado, para transformarse en blanquecinas. Alfredo detuvo el percutor y volvió a investigar el agujero.
Buscó un destornillador y lo introdujo. Al retirarlo comprobó el polvillo blanco que tanto le llamaba la atención. Solo necesitaba colocar el ventilador, pero aquello representaba un misterio. Lo notó más áspero que el plástico pero no parecía material de construcción. Se llevó un poco a la boca, pero no tenía sabor.
Le dio vueltas al asunto un buen rato, sentado a la mesa, mientras comía un alfajor helado. Cuando lo terminó, tenía una resolución tomada. Investigaría.
Fue por más herramientas, entre ellas una masa y un cincel. Sacaría solo un ladrillo, tratando de no romperlo. Algo de material tenía en bolsa y podía arreglarlo más tarde. Si allí había que obstaculizara la colocación del ventilador, debía saberlo.
Rompió alrededor del ladrillo con el cincel con sumo cuidado, tratando siempre de hacerlo sobre la mezcla firme que lo rodeaba. De a poco fue logrando lo que se proponía hacer. En pocos minutos, el ladrillo estaba prácticamente desprendido de la pared. Cinceló con mayor profundidad con el fin de desprenderlo completamente. La pieza roja se movió ligeramente y de un tirón lo quitó de la pared. Ahora tenía delante un hueco desde el que podía apreciar mejor el centro de la pared de treinta centímetros. Dejó las herramientas en el suelo y usó la linterna.
Allí estaba lo blanco, abarcando más de lo que se imaginaba. Trató de seguir el contorno pero entonces quedó paralizado, para luego dar un brinco hacia atrás. Lo blanco, ese material que había atravesado con el taladro y que había desprendido ese polvillo que tanto le había llamado la atención, tenía forma. Y sus conocimientos eran los suficientes como para entender lo que estaba atrapado en la pared de su casa. Ante sus ojos, había un hueso humano. Uno que se parecía a una clavícula.
A pesar del calor, sintió frío. Debió sentarse. ¿Qué hacía un hueso en la pared? Tomó otra vez el cincel y siguiendo su instinto, atacó la pared alrededor del hueco. No le importaba ahora cuidar si golpeaba el ladrillo o alrededor del mismo. El aire del lugar se llenó de polvillo. Alfredo no se detuvo ni para tomar agua. El sudor le caía por todo el cuerpo. Se detuvo una hora más tarde. Incrédulo. Horrorizado.
Había picado una pared completa, a una profundidad de entre diez y quince. Podía contar al menos cinco cráneos y un centenar de huesos de todos los largos y formas. Dejó el cincel y la masa en el suelo. El aire viciado le habría molestado en una ocasión distinta. Aún sentía el eco de los golpes en los oídos, pero no podía impedirlo. Tampoco encontraba explicación de lo que estaba siendo testigo. Miró alrededor y contó las demás paredes. ¿Cuántos más habría? De repente el calor perdió importancia. Su piel impregnada de polvo, destilaba horror.
Ya de pie, se encaminó hasta el teléfono. Mientras hilvanaba las palabras que diría cuando contestaran del otro lado, en dependencia policial, recordaba la invitación de su hermano. ¿No preferiría en esos momentos unos días de humillación en lugar de tremenda revelación? Le resultaba difícil pensar una respuesta. La línea empezó a llamar.

24 de diciembre de 2014

Retrato de un laburante que trabaja en Navidad

Levantarse, desayunar, mirar de reojo la silla donde está la ropa de trabajo sabiendo que vestirse para salir a ganarse el pan será el próximo paso... rutinas que parecían incrementar la gravedad del planeta, oprimiéndolo contra el suelo como si fuera un botón que algún gracioso apretaba con bronca.
Al menos esa taza de té caliente lo iba sacando de la somnolencia, dándole al mismo tiempo un extra de energía. Las tostadas estaban bien, la mermelada de frutos rojos les sentaba como ninguna otra. Por la ventana veía la forma en que la nieve caía y se acumulaba en los bordes de la ventana. Afuera hacía frío. Habitual para la época.
Limpió las migas del individual, llevó la taza hasta la canilla y la enjuagó con un poco de detergente, ordenó la mesa y recogió sus ropas. Se metió en el baño con un gran bostezo en la boca.
Salió unos minutos después, ya cambiado, listo para salir. Hizo un alto en el espejo del living y quitó un par de migas extraviadas en su barba. Se encaminó hasta la puerta. Suspiró resignado ante el picaporte. Podía escuchar el sonido del viento cabalgando las ramas de los azotados árboles, que sin poder defenderse se dejaban vapulear por la vil naturaleza. En el perchero estaba su gorro. Lo tomó con bronca. Abrió la puerta y salió.
Los pies se enterraban en el colchón de nieve y volvían a quedar en libertad, para luego repetir la escena, una y otra vez. Los copos blancos, lejos de transmitir felicidad, lo atormentaban y la idea de pegar media vuelta para regresar a la cálida habitación para beber otra taza de té ganaba fuerza en su cabeza, aunque sabía muy bien que nunca ocurriría. Cuando uno sale a trabajar, ya no hay retorno posible.
Su vehículo estaba en el garaje, que se parecía más a un establo que a otra cosa, con su rústica construcción en madera. La puerta corrediza dejó a la vista el enorme trineo. Los renos descansaban en la parte más alejada. Con un silbido potente logró que se despertaran al instante. No habría desayuno para ellos, a lo sumo los dejaría pastar en el camino. Pero no mucho. No quería ir demasiado pesado.
Miró el reloj. Tenía que pasar por la gran fábrica de juguetes más temprano que de costumbre. A la noche era el gran reparto anual. Odiaba esa fecha, pero no tenía escapatoria. Con un resoplido de fastidio subió al trineo.
- ¡Jo! ¡Jo! - azuzó a los animales y ganó velocidad. El viento golpeaba su rostro, pero por fortuna el traje lo protegía del frío. Pronto se convirtió en una mancha roja en el cielo, hasta desaparecer por completo. La casa quedó en silencio, acumulando nieve en las ventanas.

21 de diciembre de 2014

El balance

La revista más importante del país le había pedido que hiciera un balance del año en lo personal. Era justificable, pues los últimos doce meses habían sido los más fructíferos de su carrera como escritor. La responsabilidad le brindaba cierto placer. Era la publicación favorita de su madre y una de las más leídas en su pueblo.
Su última novela estaba entre las diez más vendidas desde hacía meses y el éxito había potenciado la venta de sus otros cinco libros anteriores, que hasta el momento no habían logrado instalarse masivamente. Sin dudas, había sido "el año". Por eso, con la hoja del procesador de textos aún en blanco, buscaba las palabras exactas para comenzar.
¿El balance debía ser un escrito formal, o bien podría inyectarle algo de humor para hacerlo más ameno? Aunque esto último podría darle aire de soberbio, de intelectual jugando con el lector. De todas maneras, estaría más cerca de la jovialidad que sentía en ese instante. Además, hacerlo con tono neutro, destacando los éxitos como si fuera la lista de las compras, le daría un tono gris, opaco, que sin dudas causaría mala impresión.
Por otra parte, hacer un buen texto invitaba a lectores de la revista que aún ignoraran sus novelas, a introducirse en la lectura de las mismas. No solo era aparecer en la revista de mayor tirada, sino de hacerlo bien. Límites no tenía. Le habían indicado que podía narrar con libertad absoluta. Por supuesto, supeditado siempre a una página de la revista. Una cifra de caracteres considerable, que no debían sobrepasarse, dado que ilustrarían la nota con un importante dibujante que le habían mencionado pero cuyo nombre ya había olvidado.
En un borrador, sobre una hoja de su cuaderno espiralado, había trazado una línea que recorría la superficie de manera vertical separándola en dos partes diferenciadas. A la izquierda habia dibujado el signo "+" y la derecha su opuesto. Debajo, encolumnadas, venían frases o palabras sueltas que resumían los aspectos a favor y en contra del año.
El curso seguía titilando en la pantalla. Su mujer, con la que se había casado también ese año, preparaba el mate en la cocina. Podía verla de reojo. Cada tanto le preguntaba algo, que él, debido a estar ensimismado en la faena de hacer el balance, debía pedirle que le volviera a repetir.
Contestaba a su pregunta y le pedía que por favor lo disculpara unos instantes, para poder hacer el balance. A los pocos minutos, ella volvía a interrumpirlo. No lo hacía adrede. Como toda mujer, existe una necesidad por mover los labios y solicitar la atención de quienes la rodean.
Volvía a responder y trataba, una vez más, de comenzar a pasar a la pantalla lo que estaba gestando mentalmente, merced a las anotaciones que había estado realizando en el cuaderno espiralado. Ella le alcanzaba entonces un mate. Otro alto. La sonrisa, el mate tibio y sabroso, el "gracias" dando a entender "no quiero más" y otra vez con la idea en la punta de los dedos, ansiosos por machacar el teclado de la notebook y darle vida al documento en blanco.
No podía ignorar que a pesar de los éxitos, le habían rechazado un guión cinematográfico. Incluirlo era una decisión inteligente, porque al mismo tiempo era estratégica: algún productor podría interesarse de inmediato.
Otro mate.
Miró a su mujer recordándole el "gracias" de un minuto atrás. Ahora la sonrisa fue de la joven, que volteando los ojos hacia arriba y riendo le aseguró que "se había olvidado". Era hermosa. Incluso cuando lo interrumpía, al menos por ahora. No podía adivinar si el amor perduraría con los años, si los descuidos que lo distraían le traerían problemas el día de mañana. La única verdad era que el presente tenía el sabor de la miel.
Ya sabía como comenzaría. Las primeras palabras debían enganchar al lector. Y sabía como hacerlo. Nada más ingenioso que combinando los títulos de sus novelas. No era novedoso, pero si efectivo. Al menos, eso creía.
Ella le habló. Tuvo que pedirle que le repitiera.
¿Qué pensaba él de los astrólogos que sacan los libros de predicciones? Dijo en voz alta la pregunta como para estar seguro que era lo que ella le había formulado. El sí con la cabeza de su mujer le confirmó que había escuchado bien.
Hizo un gesto con los hombros y de inmediato le recordó que estaba en algo muy importante. Ella se acercó y lo besó en la mejilla. Sintió en su cuerpo un aire de bienestar que lo envolvía por dentro y por fuera.
Observó nuevamente el cuaderno con los apuntes. Su novela, el premio que le habían dado por febrero, el otro en mayo, el número uno en el top de ventas, el acuerdo con la editorial...
Blanco o negro.
¿Blanco o negro qué? dijo en voz alta, casi sin darse cuenta, volteando su mirada hacia la puerta, donde su esposa se estaba colocando un pilotín para la lluvia.
El alfajor respondió. Blanco o negro, el alfajor. Ella iba por unas galletitas para la tarde y a él lo enloquecían los alfajores, fueran blancos o negros.
El que quieras dijo, aunque lo que quería era poder hilvanar sus ideas sin interrupciones. Pero tampoco le iba a contestar así. Ella no trataba de molestarlo y no podía obligarla a ignorarlo. Sabía que si lo deseaba, podía irse a escribir a su escritorio en el altillo, pero en cambio, elegía ese sitio para estar cerca de ella.
Es que también en la columna de lo positivo había anotado su nombre. La había conocido en enero y en marzo se casaron, en medio de todo el revuelo que se había levantado por el éxito inmediato de su novela. Y si estaba allí, cerca, por elección propia, no podía enojarse. Porque en definitiva, el éxito, los premios, las ventas, eran decisiones de otros. Está bien, motivadas por lo que había escrito, pero decisiones de otros de cualquier manera.
En cambio, ella, era decisión propía. El casamiento, la convivencia, era también un trato a conciencia. No se trataba de un argumento inventado en una noche de desvelo. Sino un proyecto de vida consensuado de a dos. Y eso tan hermoso, también había sucedido a lo largo del año.
Ella buscaba un paraguas, sin dejar de hablar. Había visto una tienda de ropa nueva y quería ver si conseguía una camisa para...
- Voy con vos - dijo el escritor, poniéndose de pie.
La mujer se sorprendió. Le preguntó si no tenía que entregar eso en lo que estaba trabajando para esa revista tan importante. Él le dijo que ya había terminado. La besó en la boca y le arrebató el paraguas. Hizo un ademán invitándola a salir y con elegancia abrió el paraguas. Afuera la lluvia caía con paciencia, en una garúa interminable.
La pantalla de la computadora aún mostraba el documento de texto que había enviado por correo electrónico a la revista. Contenía una sola palabra. El nombre de ella. No necesitó agregar nada más.

18 de diciembre de 2014

El texto desnudo

Odiaba escribir en la computadora. Y no era un caso típico de la persona que repudia la tecnología por desconocer su funcionamiento, al contrario, le parecía extraordinaria y aprovechaba al máximo. Pero a la hora de sentarse a narrar sus libros, no había otra elección: su vieja Olivetti Lettera 32.
Por más que a veces las teclas se fundieran en un abrazo tedioso, que motivaba una breve lucha por devolverlas a su sitio, no cambiaba la máquina de escribir que le había legado su madre cuando era pequeño.
En algunas comidas con escritores amigos, había escuchado anécdotas repletas de amargura, en la que sus conocidos perdían el contenido de lo que habían escrito a lo largo de una tarde por culpa de la trágica combinación entre el hecho de no grabar el documento y un inesperado corte de energía eléctrico. Ante historias como esas, su frase por demás conocida era "eso a mi no me pasa con mi querida Olivetti".
Tenía enormes biblioratos que contenían los originales y sus posteriores copias. Era precavido. No era cuestión de dejar que el destino le hiciera perder sus horas de trabajo. Orden, paciencia y constancia, eran los pilares que repetía con alegría y orgullo cada vez que lo consultaban.
Pero aquella tarde en la que se disponía a iniciar el último capítulo de la novela en la que estaba trabajando no ocurrió nada de lo que podría llamar como su habitual rutina.
De repente, mientras sus dedos volaban sobre el panel de teclas duras y ruidosas y el papel llegaba hasta el último espacio posible y giraba sobre el rodillo para dejar paso al siguiente renglón, el escritor levantó la vista y quedó sorprendido. Solo figuraban sobre el papel las últimas tres palabras escritas: "el texto desnudo".
Pensó que era un engaño de la luz de la habitación, pero se movió en la silla y la imagen fue la misma. La hoja en blanco salvo esas tres palabras. Temblando, arrancó la hoja de la máquina. Jamás lo hacía si no llegaba hasta el final de la misma, pero lo que estaba observando lejos estaba de ser una situación normal.
Miró de un lado y del otro. Y de repente, en sus manos, tenía una hoja blanca absoluta. La dejó caer, dando un salto hacia atrás, como si descubriera en sus manos no una lámina derivada de celulosa y fibras vegetales, sino un feto putrefacto o aún peor, el corazón sangrante del mismo Lucifer.
Sin embargo, sabía que era solo una hoja y al mismo tiempo, un fantasma. El de su escrito, que había desaparecido como si se tratara de una maldición. No necesitaba levantarlo para observar que ni siquiera quedaban ahora las tres últimas palabras tipiadas en su máquina de escribir.
En un momento pensó en la cinta, en la improbable posibilidad que se hubiese quedado sin tinta. Improbable porque siempre colocaba una nueva al comenzar el borrador de una novela. Pero además, él había visto esas tres palabras y estaba seguro de haber visto, al comenzar la página, el resto de lo escrito.
Sintió la brisa fresca de lo desconocido. De lo tenebroso. Aquello no era normal. Fue en busca del teléfono para confiarle a alguien lo que había vivido, con el fin de exorcizar el demonio, de quitarse de encima ese terror que acechaba violentamente alrededor de su ser...
Se le erizó la nuca. Tuvo el presentimiento, más bien un aguijón en el pecho. Cambió de rumbo y el teléfono quedó en la dirección opuesta de su caminata. Allí estaba su escritorio. El bibliorato tenía una etiqueta tipiada como siempre con su Lettera 32. Decía "Borrador Novela El destino o Imágenes del mañana". Aún no tenía definido el título.
Su mano vaciló sobre la cubierta. Torpemente la levantó. Fue lo mismo que recibir una daga por la espalda. Casi como caer en un abismo. La primera hoja estaba en blanco, y la siguiente, y la siguiente, y...
Giró en redondo. Sus libros suspiraron. Pero no todos los que poseía en su enorme biblioteca. No. Solo los suyos. Los que llevaban su nombre con doble apellido en el lomo. Tragó saliva. Tomó un ejemplar. No necesitaba más. Ni siquiera estaba el título en la tapa. Al mirar de nuevo, también las letras con su nombre habían desaparecido. Lo abrió y nada había allí. Nada.
El ejemplar en blanco cayó al suelo. El sonido retumbó en la habitación. El escritor sintió que las piernas ya no lo sostenían. Sus rodillas cedieron, luego su cuerpo entero se desplomó. Su cabeza... las ideas, los personajes, los recuerdos... todo... y de repente, nada.
Lo encontraron días después, sin vida, desplomado sobre su máquina de escribir Olivetti Lettera 32. La hoja estaba centrada, como si hubiese escrito algo, pero no había nada impreso en tinta. Cinco teclas se entrelazaban caprichosamente en el aire, como si hubiera decidido lanzarse sobre el papel al mismo tiempo, sin llegar ninguna a destino. La v, la  a, la c, i y la o quedaron para siempre en esa posición.
Él fue enterrado en una tumba sin nombre.
La máquina quedó olvidada en un sótano sin dueño.
Todo lo que se escribe sobre el escritor, desaparece en el mismo día. Quizá este texto, ya no exista.

15 de diciembre de 2014

Rosa en sepia (5 de 5) - Escrito junto a Juan Esteban Bassagaisteguy



– 15 –
Un haz de luz salió del pecho de la joven de la silla de ruedas y surcó el aire hasta situarse a una distancia prudencial, formando un cuadrado perfecto de diez metros por lado. El portal se abrió, y un Ford Valiant aceleró desde el fondo del mismo hasta llegar junto a la silla de ruedas y frenar junto a ella, al lado del médico desmayado. La joven observó, espantada, al hombre que se bajaba del auto; alto, con un cigarro en la boca y una mirada feroz que no se parecía a nada de este mundo.
—Hola, preciosa —dijo el hombre, cerrando la puerta del lado del conductor—. ¿Solita?
—¿Quién es usted?
—¿Yo? Arnaldo, un amigo de tu padre —respondió. Acto seguido, apoyó el talón de una de sus botas de cuero en el cuerpo inmóvil del médico y, empujándolo, lo hizo girar lo suficiente hasta generar un espacio para acuclillarse junto a la joven y apoyar sus manos en los brazos de la silla de ruedas—. Rosa te llamás, ¿no? —Ella asintió con un movimiento de cabeza—. ¿Tu viejo nunca te habló de mí?
—No —dijo la joven intentando esconder su miedo—. Mi padre falleció cuando yo tenía ocho años. —Y, tomando coraje, se separó del hombre y desplazó la silla de ruedas hacia atrás; luego se levantó de ella y siguió hablando—: Nunca mencionó a ningún amigo.
—¿Ah, no? Tenía un millón, como dice la canción. —Arnaldo sonrió y miró hacia el portal de luz. Rosa hizo lo mismo, y ambos divisaron allí una cantidad imprecisa de figuras cuasihumanas, de cuerpos deformes, aullando en su interior y esperando la orden de Arnaldo para salir—. Allá están. Y vos tenés la llave que les da entrada a este mundo —dijo, señalando con uno de sus dedos raquíticos el pecho de la joven—. ¿No te duele ahí?
—No.
—Porque de ahí surge todo, Rosa. Sos una puerta andante a otra dimensión. Hacia un lugar… mmm… digamos… muy particular. Muy incandescente, ja. —Arnaldo miró hacia el portal repleto de almas y continuó—: Y ellos sus moradores habituales para toda la eternidad.
—Pero yo… nunca supe de esto. Papá nunca me dijo, y el médico…
—No es un médico como cualquier otro, querida. Es uno de los científicos más importantes del planeta. O podemos anticiparnos y decir «era». Nunca lo pudimos convencer de pasarse a nuestro lado y eso, hoy, le costará la vida. —Dicho esto, y sin avisar, se acercó a la joven y oprimió con lujuria los senos turgentes bajo la bata de hospital. Los humanoides del portal volvieron a aullar, y Rosa se defendió del acoso golpeando con una de sus rodillas la entrepierna de Arnaldo. Este acusó el impacto y, sin inmutarse, sonrió—: Eso de ahí abajo es lo que creó el portal. Lo tuvo la muy puta de tu madre entre sus piernas, y ahora lo vas a tener vos.
Arnaldo empujó a la joven y esta cayó sobre el césped del lugar. Y, cuando aquel se desabrochaba el cinturón dispuesto a todo, el cielo explotó con la fuerza de mil bombas atómicas.
Un segundo después, vieron a un hombrecito vestido con un traje gris caminando hacia ellos, empuñando una espada de fuego en su mano derecha. Arnaldo puteó para sus adentros, se abrochó el cinturón e hizo una seña a los demonios que lo habían acompañado para que acudieran en su ayuda. No lo pudieron hacer, porque el hombrecito de gris lanzó su espada hacia el portal y, cuando la misma impactó contra aquel, formó una capa gélida de hielo rígido que contuvo la invasión de los seres infernales; estos la rasgaron y golpearon con todas sus fuerzas, pero no la pudieron romper.
Al ver al hombre de gris desarmado, el recolector de almas se elevó en el aire y comenzó a girar sobre sí mismo como poseído por un millón de huracanes; cinco segundos después se lanzó sobre él. Rafael, el arcángel, su enemigo más odiado.
El impacto movió cielo y tierra, y ambos rodaron por el césped formando un surco en él y levantando una polvareda que lo cubrió todo de marrón. Al disiparse la bruma momentánea, Rosa vio con pavor que el hombrecito había quedado debajo de Arnaldo; este, apoyando toda su humanidad sobre él, lo ahorcaba apretando la glotis con ambas manos.
—¡Ja, ja, ja! Ni tu Dios de mierda te va a salvar de esta, enano hijo de puta —vociferó el recolector de almas. Rafael intentó zafar del ahorcamiento pero no pudo: tenía todos sus sentidos puestos en el freno a las almas del infierno que querían penetrar por el portal, y eso lo dejaba sin poderes celestiales para poder defenderse a sí mismo.
—Su Dios no, pero yo sí —dijo Rosa a sus espaldas. Estaba junto a ellos y llevaba consigo la silla de ruedas; como pudo, la levantó y la lanzó contra Arnaldo. Este, sin dejar de ahorcar a Rafael, achinó sus ojos y escupió de ellos dos llamaradas candentes directo a aquella. La silla de ruedas se desvió por completo de su trayecto y fue a dar contra un árbol añejo.
—Vos no existís, pendeja del orto. —Y, luego de decir esto, abrió su boca y escupió una nube gris de langostas hacia la joven. La potencia de los insectos lanzados en velocidad hizo que Rosa cayera al suelo tomándose la cara, blanco predilecto de los voladores inmundos.
Arnaldo sonrió satisfecho y volvió a poner sus cinco sentidos sobre Rafael.
—El jefe va a estar contento —masculló. El aliento a azufre dio de lleno en el rostro de un exhausto Rafael, quien, a pesar de todo, no dejaba de pelear—. El alma de un arcángel no tiene precio. —Y oprimiendo el cuello del hombre de gris con toda la potencia del averno, concluyó —: Chau, hijo de puta, te veo en el infierno.
—Yo no estaría tan seguro.
La voz resonó detrás de Arnaldo y este se dio vuelta, sin aflojar la presión de sus manos sobre la garganta del arcángel. Rosa estaba de pie, a un metro de distancia; las langostas muertas, sobre el césped, formaban junto a ella una alfombra putrefacta. Pero no era la joven la que había hablado, sino el hombre a su lado, que llevaba en su diestra la espada de fuego de Rafael.
El recolector de almas entornó los ojos, intentando reconocer al sujeto. Lo hizo al instante y dejó de apretar el cuello del arcángel; levantándose, miró más allá del hombre y la joven, directo hacia el portal. La espada de Rafael había sido reemplazada por una daga de oro, clavada en el mismo lugar que la anterior y frenando, asimismo, la invasión de los habitantes del otro mundo.
—¡Rafael! —gritó el hombre junto a Rosa—. ¡La espada! —Y, diciendo esto, lanzó el arma incandescente hacia su dueño. La espada dio un giro en el aire, pasando por encima de la cabeza de Arnaldo (este saltó intentando asirla, sin lograrlo) y cayó junto al arcángel, clavándose en el césped. Rafael se levantó a duras penas y la tomó con sus dos manos. El arma brilló con luminosidad intensa y el arcángel recobró su vitalidad.
Arnaldo, previendo lo peor, corrió como rata por tirante y se subió al Valiant. Hizo una seña a las almas en pena del portal, y estas desaparecieron de su vista; luego, aceleró a fondo directo hacia la puerta a la otra dimensión. El ruido al atravesar la capa de hielo taladró los oídos de Rosa, Rafael y el otro hombre.
Lo último que vieron los tres fue el brazo derecho de Arnaldo saliendo de la ventanilla del conductor, y el dedo medio de su mano extendido en el conocido e insultante gesto.
Luego, la daga de oro cayó al piso y el portal se cerró.
El pecho de Rosa brilló un instante bajo la bata del hospicio, y luego recuperó su tinte normal.
Y fue entonces cuando la joven se fundió en un abrazo interminable con el hombre a su lado. Rafael los miró con ternura y sonrió.
—Gracias, papá —dijo Rosa, separándose apenas del cuerpo de Enrique Gómez. Las lágrimas dijeron «presente» en el rostro de la joven. Pero no eran de tristeza, sino de alegría.
—No, amor, gracias a vos. Por no olvidarme nunca. Y por guiarme hacia la verdad con ese par de perlas que tenés por ojos. —Enrique secó las lágrimas de Rosa, deslizando con suavidad ambos pulgares sobre las mejillas de la joven—. Son hermosos, idénticos a los de tu mamá. Color sepia. Inigualables…
—Perdón, Enrique —los interrumpió Rafael—, pero tu permiso se terminó y nos tenemos que ir. De lo contrario, El De Arriba nos va a pegar una levantada en peso que ni te cuento.
Enrique miró a su hija a los ojos y, poniéndose en puntas de pie, besó su frente con una dulzura sin igual —como aquella lejana vez en la puerta de la casa de su hermana—.
—Te amo, linda, y siempre voy a estar con vos. No lo olvides.
—Lo sé, papá. Y yo también te amo. Con todo mi corazón.
Y, entonces, Enrique Gómez retrocedió un par de pasos hasta quedar junto al arcángel. Una bruma nebulosa los envolvió y ambos desaparecieron de la vista de Rosa. Aunque antes de que la niebla se dispersara en su totalidad, la joven escuchó la voz de Rafael atravesando el aire:
—El portal hacia la otra dimensión se cerró para siempre, Rosa. Estás curada. —La joven se tocó el pecho con ambas manos y suspiró. El arcángel continuó—: Y la daga dorada de tu padre ahora te pertenece. Órdenes de mi Superior. —Dicho esto, el arma con forma de cruz se elevó del piso como sostenida por los hilos invisibles de un titiritero y viajó hasta las manos de Rosa. Esta sintió una descarga eléctrica de vitalidad atravesándole la piel al contacto con el arma—. De ahora en más serás nuestra cazadora de espectros estrella. Como lo era tu viejo.
—Pero yo no sé qué hacer —protestó Rosa mirando la nada.
—Ya vas a aprender. Miles de almas en pena te necesitan, Rosa En Sepia. Para descansar en paz a nuestro lado.
La joven miró al cielo y no cerró los ojos cuando los rayos de sol se reflejaron en ellos. Iba a contestarle al arcángel que sí, que aceptaba el reto, que asumía la responsabilidad.
Pero él ya no estaba allí.
Con energías renovadas, caminó hacia la silla de ruedas. La arrastró consigo hasta dejarla junto al médico amigo de su padre, quien todavía seguía desmayado. Luego se sentó en ella e, inclinándose, dio un par de suaves bofetadas en el rostro del galeno. Este se despertó y, luego de incorporarse —a duras penas—, lo primero que vio fue la daga de oro sobre el regazo de la joven. Su mente bulló a miles de kilómetros por hora, pero Rosa interrumpió sus pensamientos.
—Sí, es la daga de papá. Y voy a necesitar de su ayuda, doctor. Por el honor de la amistad que lo unió a mi padre.
—Contá conmigo, Rosa.
—Rosa no, doctor. —El médico la miró extrañado—. De ahora en más, Rosa En Sepia.

– Epílogo –
Cuando las puertas del ascensor se abrieron al detenerse en el piso decimotercero, la joven entendió el porqué del miedo del dueño del hotel —uno de los más lujosos de la gran ciudad— y de todo el personal que allí trabajaba. Y de los turistas que evitaban alojarse en ese piso en especial.
Dos espectros que, en otra vida, habían sido un par de fornidos fisicoculturistas, la escrutaban con sus ojos rojos desde el fondo del pasillo.
La joven salió del ascensor y uno de ellos silbó piropeándola. La perfección de sus caderas se percibía con claridad bajo una calzas color sepia, las que realzaban su hermosura hasta límites insospechados.
La joven sonrió ante el piropo y agitó la mano que contenía la sal gruesa.
Y corrió hacia ellos blandiendo una daga de oro que pedía acción.


Ernesto Parrilla
Juan Esteban Bassagaisteguy
Julio de 2014 a Noviembre de 2014


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 Tuve el placer de crear y narrar Rosa en sepia junto al escritor Juan Esteban Bassagaisteguy, a quien además debo agradecer por su constante lectura de mis escritos.
Juanito, como también se lo conoce a Juan Esteban Bassagaisteguy, es oriundo de la localidad de Rauch, ubicada en el sudeste de la provincia de Buenos Aires, es el escritor detrás de «The Juanito's Blog» (http://thejuanitosblog.blogspot.com.ar), sitio donde podrán disfrutar de sus historias, que les asegurarán horas de excelente lectura. 
Es también una de las personas que dirige el sitio literario "El Edén de los Novelistas Brutos"  (http://eledendelosnovelistasbrutos.blogspot.com.ar) como así también colaborador de otros espacios de escritura en la web. Ha recibido distinciones por sus escritos, al tiempo que ha participado en antologías y publicaciones digitales.
La idea de escribir algo juntos surgió tras su participación en el especial por los diez años de existencia del blog "Netomancia". La experiencia fue maravillosa. No solo en lo creativo. Admiro también a Juan por su labor meticulosa, detallista y sus conocimientos gramaticales. Es un placer el intercambio de correos electrónicos con él. Ojalá algún día pueda conocerlo personalmente.
Gracias Juan por aceptar este desafío y hacerlo realidad.
 

11 de diciembre de 2014

Rosa en sepia (4 de 5) - Escrito junto a Juan Esteban Bassagaisteguy



– 12 –
Salió del hospicio desahuciado, rumiando bronca y dolor, con su hija recién nacida en brazos. Su esposa ya no le pertenecía y su mejor amigo le había dado la espalda. Justo cuando más los necesitaba.
Y la beba le generaba una desconfianza de la que no podía dilucidar con claridad su origen.
Fue hasta su hogar y allí estuvo a solas con su hija hasta que, varias horas después, su mente se abrió encontrando la salida.
Esperaría el momento oportuno. Aunque para ello pasaron mil años y tuviera que remover cielo y tierra. Porque sabía que el hijo de puta que le había hecho eso a su mujer (había comprobado con sus propios ojos el horror del que era capaz, cuando llegó a su hogar luego de la cacería nocturna en la casona de la escalera de mármol) no pertenecía a este mundo.
La venganza es un plato que se come frío.

– 13 –
 El anochecer cubría con su manto claroscuro la ciudad y Enrique Gómez, conduciendo su auto, aceleraba por la avenida.
—¿Dónde vamos, papi? —preguntó desde el asiento trasero Rosa, su pequeña hija.
—A la casa de la tía Alicia, Rosi. Hoy te vas a quedar a dormir con ella. Y mañana sábado te vengo a buscar.
—¡Qué bien! Me encanta ir a lo de la tía Alicia. —Para la niña, de solo ocho años de edad, visitar a su tía los fines de semana era una actividad para disfrutar en toda su plenitud.
—¿Por qué?
—Porque después de cenar, y antes de ir a dormir, jugamos a las cartas.
—¿Ah, sí? No me habías contado nada. ¿Y a qué te enseñó a jugar la tía?
—Al pinche. Y le gano siempre —sonrió, cruzando su mirada con la de su padre, quien la miraba por el espejo retrovisor. Este desvió la vista justo cuando las lágrimas comenzaban a asomar por sus ojos.
Hacía solo una hora que, como cada vez que un fantasma andaba a la deriva, había sentido el pitido infernal resonar en su cerebro. Pero, esta vez, la alarma que siempre lo predisponía para lo mejor sonaba con una estridencia enorme, distinta. Y entonces dedujo que algo grande, algo espectral fuera de lo común, había invadido la ciudad.
El momento de la venganza había llegado.
Arribó a la casa de su hermana y, mintiéndole acerca de que era Rosa quien había rogado ir a dormir a su casa ese viernes, le dio un beso en la frente a su hija y prometió regresar a buscarla al día siguiente.
Nunca más pudo volver a acariciarla. Ni tampoco a besarla.

– 14 –
Luego de dejar a su hija con su hermana y subir al auto, cerró los ojos y dejó que su mirada interior, como tantas otras noches, lo guiara por las calles de la ciudad. Cuando se detuvo los abrió. Había estacionado junto a la vereda de su casa.
—Hijo de puta —murmuró, bajando del auto. Corrió hasta la puerta de su hogar, la abrió e ingresó en él, cerrándola de un portazo. No encendió las luces: cazar espectros en la oscuridad era su especialidad.
Un resplandor asomó desde el primer piso y, entonces, Enrique corrió escaleras arriba. Al llegar al último peldaño lo vio. Flaco, espigado, apoyado contra la pared con las manos en los bolsillos y un cigarro cubano en la boca.
—No te das una idea de cómo gozó tu mujer cuando se la metí bien hasta el fondo —dijo el intruso, arrastrando la «b» de «bien»—. Se le caía la baba a la muy puta; nunca debe haber sentido tan adentro del orto una pija como esta —mintió, tomándose la entrepierna y escupiendo el cigarro.
El cazador de espectros, daga dorada en mano, se lanzó al ataque como un oso a la miel. Pero cuando estaba a centímetros de su rival, este levantó uno de sus brazos y, apoyándolo en el pecho de Enrique, frenó en seco su carrera, inmovilizándolo y convirtiéndolo en una estatua de carne.
—Así te quería ver —dijo, rodeándolo con parsimonia—. Me presento. Soy Arnaldo, recolector de almas. —Y, quitándole la daga de la diestra y clavándola en el piso, a su lado, estrechó la mano inerte de Enrique—. Al que lo has cagado más de una vez con tus putas cacerías de fantasmas. Miles me he perdido de llevar al infierno. Y eso tiene un precio, cazador. —Chasqueó la lengua y continuó—: Tu propia alma.
Dejó de hablar y acercó su boca a la de Enrique. Besándolo, sopló la muerte en sus labios y un color grisáceo sombreó la piel del cazador de espectros en el preciso instante en que dejó de existir, desplomándose sobre el suelo.
Arnaldo se acuclilló junto al cadáver, sonriendo en el silencio del lugar.
Y, cuando iba a introducir sus garras en el pecho de Enrique para cosechar su alma, escuchó el chistido. Giró la cabeza y se levantó como impulsado por la ráfaga de un tornado.
—No, no, mi querido Arnaldo —dijo el hombrecito del traje gris desde el fondo del pasillo—. Ese es nuestro, eh.
El recolector de almas reconoció a Rafael, el arcángel, y maldijo su mala suerte. Pero no se iba a rendir así nomás: el alma del cazador era una de las más buscadas por su jefe, y, si lograba llevársela consigo, el ascenso jerárquico no se iba a hacer esperar.
Por lo que puso ambas manos en su boca y, formando con ellas un círculo, abrió sus fauces como una serpiente pitón comiéndose un cervatillo y escupió con violencia un meteorito llameante directo a la cabeza del arcángel.
Este fue aún más rápido. Sacó su espada de fuego de adentro del traje y rechazó la piedra ígnea como si se tratara de una pelotita de ping-pong; el proyectil se volvió contra Arnaldo y este lo esquivó a duras penas. Blandiendo su espada, Rafael corrió hacia su atacante dispuesto a todo.
Arnaldo, sabiéndose en inferioridad de condiciones (hacía casi cinco mil años que, periódicamente, se topaba con el hijo de puta del arcángel; y nunca había podido con él al momento de batallar por un alma), abrió en el aire un círculo de fuego y se esfumó en su interior.
Rafael, viendo cómo se agotaba la última llamita de la circunferencia, desclavó la daga de oro del piso y dedicó toda su atención al cuerpo sin vida de Enrique. Percibió que el alma todavía estaba en su interior y eso lo tranquilizó; pero también notó que la misma se angustiaba sobremanera por la suerte de Rosa, su pequeña hija.
Entonces supo qué hacer.
Rozó con la punta de su espada el pecho del hombre, en el preciso lugar en donde su corazón había dejado de latir. Y, sonriendo, desapareció en un haz de luz que lo envolvió todo.
Cinco minutos después, y mientras la casa de Enrique Gómez seguía en completo silencio, alguien volaba por todas sus dependencias rozando el cielorraso.
El fantasma del cazador de espectros, acongojado, buscaba desesperado a su hija.
No la pudo encontrar.


(finaliza el lunes 15 de diciembre)...