Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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31 de mayo de 2017

Detrás de un carrito de praliné

Me acuerdo de Nacha, de Tito, Gonzalo, Alejandra, me acuerdo de todos, de cada uno de ellos. Cuando me despierto, cuando camino por las calles empujando el carro de praliné, cuando recorro el pasillo hacia mi habitación, por las noches cuando la luna está en lo alto y mis ojos la observan sin poder cerrarse. Me acuerdo de cada uno.
Cómo poder olvidar.
Cómo quisiera hacerlo.
Veo sus rostros en el reflejo de cada vidriera, en los charcos de agua abandonados por la última lluvia, en el gesto de los niños que vienen con sus padres a comprar garrapiñada. Ellos saben, de la misma manera que todos los niños saben. Solo cuando uno crece, olvida. Mientras tanto, cuando uno es niño, la verdad anida muy dentro en ese rincón de la infancia destinada al miedo, esa puerta cerrada que por las noches se entreabre lentamente dejando una luz en forma de hendija y por la que escapan los monstruos. Los niños me miran a los ojos y saben. Y me temen. Y yo les temo. Porque cuando el mal reina en ellos, es peor que mil demonios, que mil bombas nucleares juntas.
Y cada otoño, sus padres me buscan. Siempre olvido que lo harán y concurro igual a la plaza. O en realidad, no lo olvido y solo quiero sentir la tranquilidad de no ser el único que sufre. Me abrazan, me cuentan sus vidas, todo lo que los extrañan y qué lindo sería saber que hubiese sido de cada uno de no haber ocurrido lo que ocurrió. Los escucho, no puedo hacer otra cosa. Los escucho y afirmo con la cabeza cada palabra, cada idea. Me vuelven a abrazar antes de irse. Me preguntan por décima vez cómo estoy, les miento y dejo que se marchen. No volverán a aparecer hasta el próximo año y yo olvidaré y por lo tanto, volverán a encontrarme.
Cuando los veo, cuando trato de reconocer en esas facciones avejentadas algo que los una a las personas que conocí hace décadas, no encuentro más que soledad. Ya no queda nada de lo que eran. Cuando se marcharon sus hijos, ellos comenzaron a acelerar su muerte. El destino, caprichoso, los mantiene con vida. Y cada año acuden a mí, el único sobreviviente, en busca de alguna respuesta que los haga sentir mejor. Aunque con el tiempo se han resignado. Saben que se irán con las manos vacías. Tan vacías como sienten las cavidades del corazón.
El otoño se marchará en breve, no así los recuerdos. El tiempo que les sobrevivo es una condena.
Cuando los padres se alejan, se pierden de mi vista, el sufrimiento vuelve a ser absoluto. Y Nacha, Tito, Gonzalo, Alejandra, fijan sus garras a mi mente. Se instalan para no ir a ninguna otra parte. Porque no hay escapatoria. Las mentiras que uno dice de niño de nada sirven contra el verdadero horror, que es la verdad que uno guarda con recelo en lo más profundo del ser. La versión del accidente que uno ha hecho creer, y que en parte, ha convertido en cierta, no le escapa al alma, a lo que uno esconde más allá de la capa de cinismo que debe sostener bajo máscaras de mil formas diferentes para sobrevivir en un mundo tan inmundo como furioso. Y más cuando uno es niño, cuando tiene el poder de mil demonios, de mil bombas nucleares juntas.
Veo sus rostros, culpándome. Veo sus rostros, mientras la balsa se hunde. No escucho sus gritos, porque tampoco los escuché entonces. Pero la imagen es más que suficiente. Los veo, hasta que ya no los veo más. Y sin embargo, los sigo viendo. No en el intento último de sobrevivir, sino en la eterna figura de la inmortalidad de la culpa, en esa etérea mancha que carcome lentamente en forma de justicia, segundo a segundo, hora a hora, día a día, hasta la muerte propia y más, hasta que el responsable del destino, del universo, lo decida.
Sesgando mi existencia, pero obligándome a sobrevivir para recordar la miseria de mis días, la cobardía me enfrenta cada día a mi verdadero ser. En esa condena, ellos ríen de mí.

27 de mayo de 2017

Pájaro en el cielo

El baldío estaba en la esquina de su cuadra. Allí remontaba su barrilete cada tarde, tras salir del colegio. Si llovía, pasaba las horas espiando por la ventana hacia aquel sitio. Anhelaba el sol dominante y la piola tensa en su mano.
Pero esa tarde en particular había sol y la brisa necesaria para hacer volar su cometa de caña y papel japonés. Su mirada acompañaba el barrilete, un pájaro en el cielo.
Un quejido lo distrajo de su infancia. El cuerpo a medio vestir de la adolescente, detrás de un arbusto, le arrebató la inocencia. El hombre sorprendido en pleno acto, le quitó la vida.

23 de mayo de 2017

Vi morir a Gutiérrez

Esa noche, la noche en la que el viejo Gutiérrez se enfrentaba a la muerte, yo estaba ahí.
Es difícil precisar cómo el destino se empeña en colocarnos en situaciones complejas, a veces hasta irrisorias. Porque en lo que se refiere a algún tipo de respeto por Gutiérrez, jamás tuve. Pendenciero, mal hablado, buscaba pelea en cada gesto, en cada palabra. Un tipo de esos que siempre se hay que tratar de evitar. Y eso es lo que hacía, hasta esa noche.
Uno vive al día, con lo que gana de las changas. No es una vida de lujos, ni por asomo. Muy por el contrario, es el pan de cada día y punto. Y la Estela lo sabe, por eso no chilla cuando al caer la tarde me voy por ahí. Ella tiene su mundo con los críos, y yo, que pongo el hombro por el jornal, tengo el mío, en el bar de los Aguada.
Hay un sector en la barra que me pertenece y la gente lo sabe. Por eso cuando llego siempre está libre, esperando por mi cuerpo, que se desploma sobre la madera desgastada y sucia a la espera del primer vaso de vino. Claro que a veces hay excepciones. Por ejemplo, si el lugar está siendo ocupado por Gutiérrez, prefiero evitarlo. Pero esa noche, esa noche de la que le estoy hablando, no había nadie.
El bar, incluso, parecía menos concurrido que nunca. Salvo en la zona de luces bajas, donde en la penumbra se jugaba al truco o al chinchón, en las otras mesas no se veía a nadie. Aproveché la tranquilidad para pedirle al más petiso de los Aguada un platito de maní. No me gusta pedirlo cuando hay más gente, porque no falta el que se acerca y guiñando el ojo te saca dos o tres. Y eso, mi amigo, eso a mí no me gusta. Uno tiene lo que puede, lo que no, que se quede en deseo. Eso lo aprendí de mi viejo, que en paz descanse. Yo tengo lo que tengo y punto. Pero la gente no es así.
Una hora después, apareció el viejo Gutiérrez. Ni él ni nadie de los parroquianos del bar imaginábamos que iba a ser la última vez que lo pisaba. Llegó en bastante mal estado. Y no solo por el alcohol. Se lo veía asustado, con las ropas arrugadas. No obstante, tenía el mismo carácter de mierda que siempre. Apartó una silla del camino de mala gana y se acordó a mi lado. Noté entonces que en el cuello tenía una marca roja, como si algo con filo hubiese estado apoyado ahí mismo pocos minutos antes.
Pidió agriamente una caña y escupió en el suelo. Miré de reojo y observé que había algo de sangre en ese gargajo. Vació el vaso de un solo envión. Yo seguí concentrado en el maní y en mi vaso de vino, sin darle importancia a su presencia. Pero Gutiérrez me codeó y llamó mi atención.
- Casi me matan - largó, resoplando.
Me hice el sorprendido. Esa marca en el cuello no podía significar otra cosa. Al menos era señal de una amenaza. No pronuncié ninguna palabra. Uno sabe cuando se debe abrir la boca y cuando aguardar la continuidad del relato.
Gutiérrez por primera vez me miró a los ojos. Adiviné en los suyos la sentencia de la muerte. Podría haberme confundido y creer que la película de agua que le cubría los ojos era producto de la tristeza, pero no, era simplemente la bronca del que sabe que la suerte está echada.
- La cagué. La cagué.
Apuró un segundo trago, dejó un billete bajo el vaso, me dirigió una última mirada y se marchó.
A pesar que la noche estaba en pañales, esa breve confesión me provocó un escalofrío y ni siquiera pude terminar el vino. Salí detrás de él, sin saber si tenía la intención de hablarle y volver al bar o seguirlo hasta dónde lo llevaran sus pies.
Afuera me sorprendió un fresco repentino. Lo busqué calle arriba y no lo vi. Me giré en redondo y alcancé a ver su figura doblar la esquina. Caminé con prisa hasta tenerlo cerca. Luego, fui cuidando mi andar, cosa de no delatar mi presencia.
Caminaba hacia el oeste. El paisaje me era familiar. Lo hacía cada noche, camino al bar. Lo estaba desandando por lo menos tres o cuatro horas antes de lo habitual. No recordaba la última vez que había dejado el bar tan temprano. Pero algo me decía que tenía que seguirle los pasos al viejo pendenciero.
Llegamos a mi calle y con asombro vi que se detenía delante mi casa. Avanzó por el jardín delantero y de una patada abrió la puerta. Comencé a correr. Llegué a la puerta en el momento que la Estela arrojaba un par de navajazos al aire, delante del rostro de Gutiérrez.
- ¡Esta vez no le erro, viejo de mierda, te dije que basta! - le decía ella, que todavía no me había visto.
Gutiérrez se había desabrochado el cinturón y tenía la bragueta baja.
- Dale Estelita, uno más y se acabó - imploraba el viejo.
Creo que tiré al piso un jarrón que estaba encima de una mesita de madera, no lo recuerdo bien. Pero ellos se sobresaltaron.
- ¿Qué hacés acá? - me recriminó de mala manera mi mujer, como si estar allí fuera lo incorrecto. Reconozco que no era lo habitual, pero era mi casa. Inconscientemente me apuntaba a mí con la navaja. Gutiérrez se apresuró a abrocharse el cinto, pero olvidó la bragueta abierta. Si no fuera por la situación, hubiese sido gracioso.
Estela me arrojó un par de navajazos.
- Volvé al bar, borracho de porquería - me gritó, dando un paso hacia donde estaba.
Un navajazo al aire, otro. Al tercero, le quité la navaja de la mano. Pude haberme defendido, pero solo atiné a empujarla a un lado. Y ni siquiera fue porque pensé en los críos. Me enfoqué en Gutiérrez, el siempre prepotente, ahora hecho un cobarde, de espaldas contra la pared, tratando de ganar la puerta dando pasos cortos. Entonces supe lo que sentí en el bar. Supe que ese escalofrío era una sospecha subyacente, ubicada muy por debajo de las diez a doce copas que me bebía cada noche. Y también, que la sentencia de muerte estaba en mis manos.
Dos pasos largos, tan largos que fueron casi zancadas, y una estocada, una sola. Dejé la navaja en su abdomen hasta que el último estertor resonó cerca de mi oído. Luego, lo dejé caer.
Estela me miraba desde la puerta, con los ojos tan grandes como el agujero que le quedó a Gutiérrez en el cuerpo.
- Escuchame, esta mierda entró a robarte y lo mataste, así de simple. Lo que hayan hecho, me importa mierda. Pensá en los chicos y decile eso a la policía. Me voy al bar. La noche es larga.
Por eso, cuando hoy hablan del viejo Gutiérrez, de lo que pasó en mi casa, hay noches que tengo muchas ganas de confesar que yo estuve ahí, que fue mi diestra la que acabó con su vida... pero no me conviene. Es probable que termine en la cárcel, mi mujer se quede con la casa y los pibes no fueran nunca a visitarme. Así está bien, me alcanza y me sobra. Changas durante el día, unos vinos por las noches. En casa, la Estela cuida de los críos y la mantiene en orden. ¿Qué más se puede pedir en estos tiempos que corren? Bueno, si, que los mierdas como Gutiérrez no quieran cagarnos ni el vicio ni la mujer. Pero se comprende, no se puede todo en la vida. Uno tiene lo que puede.


19 de mayo de 2017

Ocho patas

La casa era nueva, el trabajo era nuevo, la ciudad era nueva. El "gran salto" era nombre elegido por Julián para el paso que habían dado en sus vidas y no solo como matrimonio. Victoria estaba de acuerdo. No solo se habían casado poco tiempo atrás, sino que habían optado por aceptar una propuesta laboral que le habían ofrecido a él y mudarse a más de dos mil kilómetros, lejos de sus familiares, de sus amistades y lugares conocidos. Pero la idea de afrontar el destino juntos, comenzando prácticamente de cero en muchos aspectos, los había convencido.
Extrañaban, claro que si. Aunque la tecnología, una vez que la compañía de internet fuera a conectarle el servicio,  los ayudaría a sentirse más cerca a los afectos. Las redes sociales, los mensajes de textos, convertirían en la experiencia en más llevadera. Julián, en realidad, pasaba muchas de las horas en su nuevo trabajo, en un edificio de cristal de más de treinta pisos. En cambio, Victoria, se ocupaba de la casa en el barrio tranquilo y apartado de la zona céntrica donde habían alquilado. Era también quién recorría la zona, aprendiendo la ubicación de las calles, los comercios cercanos e incluso, el rostro de los vecinos.
Le parecía increíble que a pesar de llevar una semana en la casa, todavía hubiese una decena de cajas sin desembalar. No solo habían mudado todo lo que tenían en el departamento, sino cosas personales que ambos aún guardaban en casas de sus padres. Por ejemplo, los libros de Julián. Nunca había tenido la necesidad de trasladarlos cuando se mudaron al primer departamento, apenas se casaron. Era más sencillo, si quería leer algo en particular, pasar en algún momento por la casa de sus padres y buscarlo. Ahora, en cambio, esa practicidad había quedado anulada.
Las horas en la casa, sola, le provocaban cierta nostalgia. Hasta que no hiciera nuevas amigas, consiguiera un trabajo, y pudiera socializar, no tendría con quién tomar mates, ir a tomar un café o simplemente dialogar en medio de un paseo. Pero lo sabía de antemano y lo que realmente le importaba era poder asentarse, porque todo se iría dando a su tiempo, esa era su filosofía. Conocería gente, haría nuevos amigos, obtendría un trabajo, vendrían los hijos, las salidas familiares, los viajes en vacaciones...
La casa era amplia. Más de lo que habían imaginado. A los casi cien metros cuadrados techados tenían que sumarle el sótano, de diez por veinte, que no le habían informado cuando concretaron el alquiler. Julián se entusiasmó al verlo. No tenía humedad y era por lo tanto el lugar perfecto para un pequeño taller. Allí podría desarmar y arreglar computadoras, un pasatiempo de toda la vida que también podría darle unos ingresos adicionales. A Victoria le hubiese gustado más una sala de juegos, pero su marido tenía razón: para eso debían gastar mucho dinero en ponerlo en óptimas condiciones y mejorar la iluminación, que apenas si contaba con un par de luces colgantes y una luz de led de seguridad al pie de la escalera.
De momento era un espacio amplio, vacío, con esquinas oscuras y donde estaban depositando todo lo que aún no le habían dado ubicación. Entre esas cosas, las cajas sin desembalar.
"Voy a ver que hay en las cajas" le escribió un mensaje de texto a Julián. En una semana había escrito más mensajes con el celular que en toda su vida. Pronto tendría internet y podría enviarle mensajes de voz, videos, fotos, chatear, podría hacer de todo, pero de momento estaba limitada al simple sms. Para no sentirse tan sola, había convertido el ritual de escribirle en un juego y cada cosa que hacía o le llamaba la atención, se lo transmitía. Julián tenía la delicadeza de contestarle cada uno de esos mensajes, aunque más no fuera con un emoticón de sonrisa.
El celular vibró en su mano: "Seguramente ropa tuya" había escrito su esposo. Sonrió, porque era verdad. Vaya sorpresa se había llevado cuando al buscar la ropa en el viejo placard de su habitación en la casa de su madre, se había encontrado con el triple de lo que recordaba poseer.
"Celoso,vos y tus tres calzoncillos" le respondió. Si por él fuera, se vestiría con papel de diario, le había dicho ella una vez. La que se encargaba de obligarlo a salir a comprar ropa era Victoria. Y fue una de las primeras cosas que hicieron ni bien llegaron, para que fuera presentable al nuevo trabajo.
Movió una de las cajas y leyó con la poca luz a su alcance la etiqueta que le había puesto para reconocerla: Ropa de verano. Algunas de las prendas podían servirle, aunque no todas. Si bien el otoño no era frío, tampoco podía esperar que el clima templado permaneciera mucho más. Sintió algo en la pierna, que hizo que desviara la vista hasta su rodilla.
El chillido que pegó resonó con eco dentro del sótano. Instintivamente dio un paso hacia atrás y tropezó con otra de las cajas. Cayó de culo sobre el cemento frío y áspero. Pudo ver alejarse y perderse en la oscuridad al responsable de su caída.
"Amor, hay arañas" escribió. Esperó la respuesta sentada en el suelo, mirando de reojo hacia un lado y otro. Si algo odiaba, eran las arañas.
"No me extraña, apenas si revisamos. Llego y vemos" respondió Julián.
A Victoria no le hacía demasiada gracia tener que esperar que llegara. Si no calculaba mal, no era todavía ni mediodía y su esposo regresaba después de las cinco de la tarde.
"Qué veneno compro?" le preguntó, mientras repasaba mentalmente los negocios del barrio, pensando en cuál de todos podían vender insecticidas.
"Alguno que no sea muy invasivo, esperame y vamos juntos. Quizá no sea necesario matarlas, suelen comerse a los otros bichos".
La alimentación de las arañas no le merecía ninguna consideración. Comieran otros bichos, milanesas, polenta, o lo que fuera, lo único que deseaba era erradicarlas.
Estaba por contestar, cuando un bulto negro pasó veloz por el piso, a un par de metros de dónde estaba. Se puso de pie de un salto. El corazón comenzó a latirle más fuerte.
"Julián, son enormes" le informó, asustada y algo enfadada con ella misma, por el miedo irracional que le tenía desde pequeña a todo lo que tuviera ocho patas.
"Salí del sótano entonces".
Por más que saliera, las arañas seguirían allí y sabiendo eso, no estaría tranquila en ninguna otra parte de la casa. Hizo caso omiso del mensaje y buscó una caja que recordaba haber llevado al sótano que tenía escrito "limpieza". La encontró y revolvió con desenfreno en su interior. Estaba convencida de haber puesto ahí un aerosol mata cucarachas. Luego de buscar un minuto que se le antojó eterno, dio con el envase. Para su alegría la etiqueta decía también "arañas".
El celular volvió a vibrar. No le interesó ver que ponía Julián. Lo único que deseaba era aniquilar a los ocho patas. Si tenía que rociar todo el maldito sótano, lo haría. Por las dudas comprobó que ninguna de las cajas fuera de alimentos o algo que pudiera ser afectado por el veneno. Ninguna lo era. Se dirigió hasta la zona más oscura del sótano, donde la penumbra no permitía el paso de la luz y roció con los ojo cerrados. Si algo temía, era que alguna araña en un rapto de enojo saliera corriendo hacia ella. Si no miraba, no lo sabría.
Retrocedió de un salto, asqueada ante la sola idea de tener arañas cerca de los pies. El celular volvió a vibrar a la distancia. Se encaminó hasta otro rincón. Volvió a proceder de la misma manera. Párpados apretados, gatillo hasta el fondo. Un frío le recorrió el cuerpo. Se estremecía ante la idea de ser vulnerada por alguno de esos arácnidos.
Escuchó pasos a sus espaldas. No pasos de personas, sino diminutos, como si de repente un ejército de duendes hubiese cruzado por detrás de ella. Salvo que sabía que allí no había duendes, sino arañas. No quiso mirar. El teléfono seguía reclamando su atención. Por la forma que lo hacía ahora, ya no eran mensajes, su marido la estaba llamando. Solo vibraba, porque odiaba el sonido que hacían. Julián había tratado de configurarle temas musicales, pero al poco tiempo comenzaba a aborrecerlos. Ella y sus manías, decía su esposo. Ella y sus arañas, debería estar pensando en esos instantes.
Victoria avanzó lateralmente, perpendicular a la pared. Fue rociando todo a su paso. En cualquier momento el aerosol agotaría hasta la última pizca de contenido. Los pasos se agigantaban a sus espaldas. Ahora el miedo la acobardaba. No quería girar la cabeza. Siguió rociando, ya sin importante si había tirado o no en cada lugar. Algo trepó a su pierna. Gritó y pegó un salto. El aerosol cayó de sus manos y el sonido metálico rebotando en el piso le hizo saber que se había alejado al menos unos cinco o seis pasos hacia el sector oscuro.
Se pasó la mano por la pierna, sollozando. Tuvo la impresión de haberse sacado de encima una araña, pero no podía asegurarlo. El terror tenía paralizado sus párpados y no podía abrirlos. Se agachó hasta queda en cuclillas y desde esa posición, a gatas, avanzó hacia donde había escuchado rodar el aerosol. Apoyaba las manos horrorizada, con la fatal certeza de golpear en el próximo movimiento la mano sobre un cuerpo peludo y caliente.
Sentía que la seguían. Que las arañas estaban a centímetros de su cuerpo. El teléfono ya no sonaba. En su mente, Julián seguramente se había enojado porque ella no le contestaba y había desistido. De repente estaba enojada con él. Se aferró a ese sentimiento para arrastrarse con más velocidad por el suelo. Fue entonces que la mano rodeó una figura conocida: el aerosol.
Una triste sonrisa se dibujó en la oscuridad. Con bronca y desesperadamente vació el contenido del envase a su alrededor. Continuó apretando el mecanismo hasta que el dedo comenzó a dolerle. El aire estaba viciado. El olor impregnaba cada centímetro cuadrada del sótano. Estuvo a punto de abrir los ojos, pero el sonido de pequeños pasos en la escalera hicieron que en su lugar soltara un chillido y comenzara a llorar. Se envolvió con sus propios brazos y de a poco se fue dejando caer al suelo. El cemento frío fue un alivio. La sensación de miedo, sin embargo, lejos de remitir, se volvía una pesadilla. el teléfono comenzó a vibrar nuevamente, pero ella dejó de escucharlo.
Julián llegó pocos minutos después. Había intentando comunicarse desde el taxi, pero Victoria seguía sin contestar. Del apuro, había olvidado la llave del auto sobre el escritorio y la única solución fue uno de los coches pintados de negro y amarillo. Cuando entró a la casa, la encontró vacía. Corrió hacia la puerta que llevaba al sótano. La abrió violentamente, gritando el nombre de su mujer. El olor a insecticida lo golpeó con intensidad. Tuvo que retroceder y sacar un pañuelo del bolsillo. Uno blanco que Victoria siempre planchaba para que llevara consigo.
Tosiendo y con dificultades para respirar, bajó las escaleras. La tenue luz le devolvió un escenario espantoso. Sobre el suelo, desplomada, yacía su esposa. No necesitó acercarse para comprobar que no respiraba. En su mano sostenía un envase de mata cucarachas y arañas en aerosol. Lo habían comprado antes de la mudanza. Julián se arrodilló a su lado. Las lágrimas caían de sus ojos y se enterraban en el pañuelo que aún apretaba contra su boca. Debajo de la tela, sus dientes mordían hasta hacer sangrar los labios.
Una araña, muy pequeña, los observaba desde lo alto, sostenida por un hilo tan delgado como resistente. Antes que Julián saliera del sótano cargando a Victoria en sus brazos, la araña se había escondido en alguno de los oscuros rincones de aquel lugar.

12 de mayo de 2017

El seleccionado de mi biblioteca

Si Sampaoli tuviera a estos jugadores de cara a lo que resta de eliminatorias, otra sería la novela.
Mirando mi biblioteca, armé este Seleccionado de Escritores. En el camino quedaron varios convocados. Dieciséis es un número caprichoso pero es el dilema de todo técnico cada fin de semana. Más cuando el plantel de mi biblioteca es tan rico.
Faltan muchas incorporaciones, pero hay que cuidar las arcas del hogar, más con la economía que nos rodea. Porque la idea es que estos jugadores formen parte de la biblioteca, no que hayan llegado en calidad de préstamo, condición por la que grandes escritores ni siquiera han estado en la pre selección.

El orden numérico no supone una preferencia. Es más bien un esquema para salir a la cancha.

En el arco, Osvaldo Soriano. Si bien, quien fuera conocido hincha de San Lorenzo, soñó con ser delantero, el puesto se lo ganó en homenaje al arquero del Notts que describiera en "Últimos días del arquero feliz" donde narra el nacimiento del tiro penal y por su admiración del libro  La angustia del arquero frente al tiro penal, del austriaco Peter Handke. Soriano no solo me deslumbra con sus cuentos, sino que cada vez que me embarco en una de sus novelas me transporta casi a su lado, como un observador más de los hechos.
Abajo, línea de cuatro.
Marcando el lateral derecho, Julio Cortázar. En 1983 dijo en una entrevista "Detesto el fútbol así como me gusta el boxeo. Bueno, no es que deteste el fútbol, pero me es totalmente indiferente. Ocurre que esta afirmación, en boca de un argentino, es algo grave…". En algún momento se declaró hincha de Banfield, barrio en el que creció. Un escritor como pocos, leerlo es un placer, es divertirse con su modo de jugar con las palabras. El cuento que más me gusta, de todos los escritores del mundo, es suyo: "Silvia", perteneciente a "Último round".
De dos, férreo en la marca, Roberto Arlt. Nos dejó muy joven, pero con un legado literario inapelable. Sus aguafuertes, sus novelas y sus obras de teatro son un reflejo de una época y al mismo tiempo, una crónica de hechos que superar cualquier límite temporal, que se repiten una y otra vez. Una de sus aguafuertes, publicada en 1929 se tituló "Ayer vi ganar a los argentinos" y fue una crónica del primer partido que vio, un cotejo del seleccionado argentino contra el uruguayo: "Ni un equipo de ametralladoras puede hacer más ruido que esas ochenta mil manos que aplaudían el éxito argentino. Tanta gente aplaudía tras mis orejas, que el viento desalojado por las manos zumbaba en mis mejillas".
El otro central, un pilar de la literatura y el estudio literario, el cordobés Enrique Anderson Imbert, uno de mis preferidos. Más allá de todo lo relacionado a investigación literaria, cátedras en famosas universidades, fue un narrador excepcional, de esos que no ponen una palabra de más ni una de menos. Sus sorprendentes cuentos me fascinan y cada tanto vuelvo a "Fuga", esa novela corta tan increíble como hipnótica.
En el otro lateral, ubico a Rodolfo Walsh, periodista y escritor comprometido si los hubo. Publicar en la época que lo hizo, con los temas que abarcó, habla de su figura. Se lo llevaron para que su voz deje de oírse, pero ignoraban que el escritor es eterno. Algo anecdótico, muy reciente: El martes 1° de marzo de 2016, en un bar de la localidad de Boulogne, el presidente de Ballester y algunos jugadores narraron un fragmento del libro "Operación Masacre". La referencia a Rodolfo Walsh fue la excusa para presentar la nueva camiseta del equipo, que en el pecho tiene un dibujo alegórico a una famosa pintura del español Francisco de Goya, que ilustra los fusilamientos de las tropas francesas de Napoleón a los españoles sublevados por la ocupación de 1808. La pintura que fue utilizada como tapa de Operación Masacre, editado en 1957, después de que se publicara en relatos por entregas en el diario Mayoría. Paradójicamente, al club le dicen el "Canalla".
Nos metemos en la mitad de la cancha. Eje del juego, el equilibrio entre defender y atacar. Y de cinco, pongo a un pulpo, al único escritor extranjero entre los titulares: Stephen King. Me rindo ante el nacido en Maine. Escribe más rápido de lo que leo. Cuando creo que ya me puse al día, aparecen dos libros más. Dueño de un universo que cada lector constante agradece cada vez que agarra un libro de su autoría. Versátil, más allá que algunos lo encasillen en autor de terror. Es el mediocampista perfecto, si bien lo suyo es el béisbol, del que incluso ha escrito un libro. Pero cómo supo hacer girar sus libros en torno a La Torre Oscura, seguramente sabrá maniobrar los hilos del haz que cruzan el campo de juego.
De ocho, el Negro. Roberto Fontanarrosa es fútbol por dónde se lo mire y lea. Dibujante, historietista integral, cuentista, novelista... y todo lo que ha hecho es maravilloso. Tengo todos sus libros. Con las historietas lloro de la risa, con sus narraciones también. Un grande con todas las letras. El rosarino, fanático de Central, autor del "El Hincha", ese símbolo canalla que dejó al club como legado poco antes de su muerte. Si hay fútbol, el Negro no puede faltar.
En la otra banda, parado como un diez de los de antes, un escritor que a base de enigmas, ingenio, imaginación, y una escritura que me deleita, se ha convertido en uno de mis favoritos: Pablo De Santis. Desde sus primeros guiones en la Fierro (ilustrados por Max Cachimba) a sus cuentos y novelas. De los pocos escritores que hacen del lenguaje, un protagonista más en sus argumentos. Está ahí para inventar el juego, y de eso, sabe una bocha.
Arriba, delantera con dos extremos y un nueve.
Por la banda derecha, otro experto en la materia. Eduardo Sacheri. El profesor de historia cuyos cuentos empezaron a hacerse objeto de culto a través de la voz de Alejandro Apo. Si Fontanarrosa te hace reír, Sacheri te extruja los sentimientos hasta hacerte lagrimear, porque explora en lo más profundo del alma y la pasión. El fútbol es su excusa principal para tal fin, escenario en muchos de sus cuentos y también novelas. "Me van a tener que disculpar" es un monumento al Diego, relato al que adhiero palabra por palabras. El hincha de Independiente se ha ganado su lugar, porque escribe y transmite sentimientos como pocos.
En la izquierda, aparece Samanta Schweblin, la gran apuesta del equipo, una de las más recientes apariciones en la literatura argentina. Es una escritora que lejos de caer en los lugares comunes, se aleja totalmente de los mismos, metiéndose en terrenos escabrosos, hurgando en la miseria humana, dejando al descubierto las telarañas de los rincones. Sus libros de cuentos y su hasta ahora única novela, "Distancia de rescate", la ubicaron en el once titular. Así de avasallante.
Y de nueve y capitán del equipo, con olfato goleador, otro Negro. Alejandro Dolina. Otro polifacético en el equipo, que como escritor ha construido las gemas "El angel gris" y "Cartas marcadas", entre otros libros, donde el barrio, lo imposible y lo poético no solo conviven, sino que se conjugan para envolvernos en su magia y obligarnos a retornar una y otra vez. Además, el hincha de Boca, es dueño de una de las frases más bonitas jamás escritas sobre el fútbol: "Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables". Todavía recuerdo, cuando de pibe, lo veía en la tele armando picaditos en el estudio con los invitados. Otro que lleva el fútbol en las venas.

Ojo, que el banco es de lujo.
Arquero suplente, James Ellroy. El californiano sale con los puños a todos los centros y no se achica en ninguna. Crudo, directo, malhablado. Sus libros escupen furia y realidad. Infaltable.
Esperando su turno, otro nacido en el país del norte, un escritor y visionario de lo fantástico y la ciencia ficción: Ray Bradbury. Alguien que consideró a la biblioteca como la verdadera escuela. El conocimiento, la magia, en los libros. ¿Con esa idea, cómo no estar en la selección?
Otra apuesta, aguardando su momento de salir a jugar. Federico Axat, un joven escritor argentino, otro fanático de King, pero que se ha hecho un nombre propio. ¿Todavía no leyeron "Benjamín", "El pantano de las mariposas" o "La última salida? ¡Vamos, qué esperan!
Reforzando el mediocampo, un ruso. Isaac Asimov. Porque el fútbol también es una ciencia y no solo de ficción. De mis favoritos, acompañándome en la infancia con sus relatos futurísticos. El también profesor de bioquímica, siempre preparado para la acción.
Y como delantero de reserva, un aventurero: el paraguayo Robin Wood. Un guionista de historietas excepcional, creador de decenas de personajes, entre ellos Nippur que este año cumple cincuenta años de existencia. Dueño de una vida tan asombrosa como sus historietas, le ganó la pulseada a otros guionistas de mi biblioteca y obtuvo su lugar.

No ha sido fácil, más con una biblioteca tan amplia. En el camino quedaron Kafka, Rice, Oesterheld, Dick, Trillo, Verne, Baert, Gorostiza, todos autores que me fascinan. Pero de algunos tengo pocos libros y otros he tenido que relegar con dolor. Cómo decía antes, hay autores que también me gustan, pero he tenido la oportunidad de leerlos de "prestado" y no cuentan para este seleccionado. Porque esta selección es local, en base a mis libros.
Seguramente algunos discreparán de algunos autores, pedirán la inclusión de otros, que salga un titular y entre un suplente... pero el fútbol es así, nunca estamos conformes, es como la vida misma. En cambio, los libros nos llenan. Nos enriquecen. Cada uno siempre tendrá su lugar en nuestro corazón. No cambiaríamos a ninguno por nada del mundo. No al menos a los libros que amamos, a los autores que tanto nos dieron y nos dan. Porque, estén o no físicamente en este mundo, nos legan su obra, nos brindan lo más hermoso de todo, las letras, la imaginación, la realidad transformada en literatura.

Debería definir el escudo, la camiseta, la bandera de la selección. Imagino páginas escritas, tapas de libros, tinta, viejas máquinas de escribir, teclados de computadoras.
Entre las certezas, se que con esta selección, levanto la Copa del Mundo, como lo hizo Diego en el '86. Aunque Maradona escribió con las piernas y ese mérito, me van a disculpar (escribiría Sacheri), no se lo quita nadie.

¿Y vos... ya tenés en mente la selección de tu biblioteca?