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31 de diciembre de 2015

La prueba final

Con paso vacilante, el hombre - entrado en años, según delataban sus arrugas, las canas, el temblequeo de las manos - entró al banco y se colocó en la cola.
Sus piernas, cansadas, comenzaron a flaquear. Solo una persona - una joven - se acercó a preguntarle si estaba bien, si necesitaba ayuda y con esfuerzo lo acompañó hasta una de las sillas.
- ¿Señora,  le guarda el lugar a este hombre? - preguntó la muchacha a quién se encontraba detrás del anciano en la fila. La única respuesta fue una mirada evasiva hacia otra parte.
Pero el hombre jadeaba, falto de aire y el lugar en la cola le pareció lo último en importancia.
- Ahora voy a avisar a la gente del banco así llama a un médico, ellos tienen cobertura... - el anciano la detuvo, sosteniendo sin fuerza su brazo.
- No se vaya...
- Ya vuelvo, solo quiero dar aviso...
Al tiempo que suspiraba, el hombre negó con la cabeza.
- Quédese - le pidió.
Ella no sabía qué hacer, miraba hacia todos lados y nadie miraba hacia donde ellos estaban. Tal indiferencia provocaba un ardor en su estómago, el deseo frenético de gritar y expulsar esa rabia que nacía en su interior.
- Mire, si tiene miedo a que me aleje para ya no volver, se equivoca, a diferencia de esta gente de mierda - elevó la voz en esas tres palabras - yo soy humana, tengo sentimientos, y me preocupan los demás. Solo iré a buscar ayuda para volver a su lado.
- Sé que de irse, volvería, querida. No tengo dudas de eso. Pero no es necesario que vaya, porque en realidad he venido por usted.
La joven notó que la respiración del anciano había mejorado, que las manos ya no temblaban, que incluso lucía radiante con esa sonrisa que le cruzaba de oreja a oreja.
- ¿Qué quiere decir con...? - no pudo completar la frase, porque la luz la cegó. Y mientras cerraba los ojos, casi de manera instintiva, escuchó la voz del hombre susurrada a su oído: "De todos los seres vivos, la indiferencia, en cambio de ti, pequeña, que el infortunio te arrebató la vida en plena calle, la esperanza... y por eso, el que te lleva soy yo".
Al abrir los ojos, desde muy alto, mientras parecía elevarse de manera extraña pero repleta de placer, vio un auto destrozado contra una columna y un cuerpo sangrando a su lado. En la puerta del banco, la mujer que estaba en la cola parecía ser la única de todas las personas allá abajo que miraba para arriba y agitando el puño al aire algo les gritaba... pero a nadie - al menos en la Tierra y en el Cielo - le importaba.

26 de diciembre de 2015

La difícil decisión de hacer algo con nuestras vidas

El calor era agobiante. En plena tarde, el aire caliente convertía la ciudad en un tejido ausente de viviendas y calles. Agustín no veía la hora de llegar a destino. Hacía diez minutos que caminaba casi a la par de su hermano mayor, Fernando.
Marchaban en silencio, aunque él reprimía de tanto en tanto las ganas de preguntar cuánto faltaba para llegar. Pero la advertencia de su hermano antes de salir había sido clara: "No abras la boca hasta que yo te lo diga".
Siempre había admirado a Fernando, en parte quizá porque era mucho más grande, pero también porque siempre había tenido ese aire a persona mayor. No jugaba con él y tampoco le tenía paciencia. No obstante, jamás le había levantado una mano a pesar de saber muy bien que entre sus amigos era bravucón y que los chicos del barrio le tenían miedo.
Pero el amor incondicional por su hermano llegó el día que atrapado entre la pared del baño y los puños de su padre, al borde del desmayo, escuchó su voz firme y determinante, exigiéndole que "dejara en paz al chico".
Su padre no lo hizo y Fernando le partió la cabeza con una silla. Desde entonces ya no vive en la casa pero su padre no ha vuelto a pegarle.
Anda en cosas raras, suele decir su madre, al hablar del hijo mayor. Agustín no es tonto, sabe lo que significa. Y por eso mismo, durante las últimas semanas, las veces que lo vio - porque Fernando siempre se acercaba a verlo a la salida de la escuela - le pidió una y mil veces que le permitiera hacer lo que él hacía.
Él no contestaba nunca por sí o por no. Pero ese sábado infernal, había ido a buscarlo temprano a casa.
- Voy con los muchachos ¿querés venir? - había preguntado desde la vereda, mientras él trataba de arreglar el escape de una moto que sabía, no tenía arreglo.
La palabra "muchachos" era importante. No podía imaginarse quiénes serían, pero como en esa vieja película que había visto alguna vez, los "buenos muchachos" no eran para nada buenos. Fernando lo estaba llevando nada menos que al lugar secreto donde se reunían.
Por eso el silencio, la larga caminata, los caminos inhóspitos por donde lo llevaba. No conocía aquel sector de la ciudad. Ninguna casa parecía estar terminada, sin embargo podía verse ropa tendida afuera, el sonido de lo televisores dentro. Hogares de ladrillo a flor de piel, techos de chapa, calles de tierra. Entonces, Fernando se metió a un pasillo muy angosto. Agustín dudó, pero fueron pocos segundos. Enseguida estaba tras los pasos de su hermano, que a mitad de camino dobló hacia la derecha y se metió en una de esas casas a medio terminar.
- Este es el pibe - dijo como presentación a una sala semi vacía, en la que los únicos muebles eran un sillón viejo de tres plazas, donde había dos jóvenes sentados y una silla delante de un escritorio, en la que estaba encendida una computadora.
Su hermano se sentó en el lugar disponible en el sillón. Otro de los jóvenes le señaló a Agustín con la cabeza un banquito en un rincón, que había escapado de su primera inspección ocular.
- Acercate - fue la orden.
- ¿Hay algo Gonza? - preguntó Fernando al chico que manejaba la computadora. Tenía abierto Facebook.
- Cómo haber hay, pero viste como es, falta algún que otro chequeo - respondió el tal Gonza.
- Tenemos marcados dos perfiles - anunció el que estaba sentado al lado de su hermano - uno viene anunciando hace unos días que sale de vacaciones y otro ya está subiendo fotos de la costa.
- ¿Chequeados?
- Maso - dijo el que aún no había hablado - Es decir, los de la costa si, pero el pendejo que va a cuidar la casa es cualquiera con los horarios men. Medio peligroso.
- ¿Y el que viene anunciando que sale?
- Se va hoy, pero es en un segundo piso y abajo vive un rati.
- Y no de los nuestros.
- No, uno que hace buena letra.
- Qué leche.
- Mirá, trajiste suerte - avisó Gonza - Con este otro perfil tengo unos que siguen la página de chistes, parece que están en Córdoba... desde hoy arrancaron a subir fotos, al mediodía.
- A ver - los tres que estaban en el sillón se pusieron de pie y se acercaron a la pantalla.
Agustín se levantó y trató de mirar por encima de los hombros de los demás.
- Fijate, foto de la mina ésta con los hijos en la sierra, la mina comprando boludeces en un puesto de artesanos, la hija de la mina que es más fulera que la mierda probándose un poncho...
- Pendeja pelotuda, con el calor que hace...
- Otra vez la mina y los hijos, en caballo.
- ¿Qué onda, tiene marido, quedó alguien acá?
- El tipo debe ser el que saca la foto. En la descripción de las fotos pone "la familia completa visitando esto, la familia completa visitando lo otro"...
- Bien - dijo con entusiasmo Fernando - ¿Sabemos donde viven? Con el pibe puedo ir a dar una vuelta.
- Me parece bien, pero que vaya con cuidado. El golpe no te preocupes, que la cana nos presta al Parolo el sábado, una salida transitoria. Por ahí puede ir el pibe, así aprende a sostener el caño.
Fernando asintió con la cabeza. Tomó el papel que le pasó Gonza con la dirección y condujo a Agustín hasta afuera. Nuevamente el calor, con el sol pegando a pleno.
- Esta es la mejor hora para andar, aprendelo. Con este calor todos están encerrados con el aire puesto o en un club mirándose los culos.
El hermano menor movió la cabeza afirmativamente.
- ¿Te comieron la lengua los ratones que no hablás?
La pregunta lo sacó del estado de tensión en el que estaba.
- Nnn... no... vos me dijiste que no abriera la boca hasta...
Fernando lanzó una carcajada.
- ¡Boludo! ¿Y si no te decía nada no ibas a hablar? Qué pelotudo... - dijo entre risas - Está bien, veo que hacés caso, eso es bueno. Los que no hacen caso, terminan mal. Si uno quiere andar de este lado de la vida, tiene que hacerlo con cuidado. Ahora mismo vamos a ir a la casa de esa gente que se saca fotos en Córdoba y vigilar que esté liberada. Si lo está, un flaco de la banda que está entre barrotes la desvalija el sábado a la noche.
- ¿Y cómo nos damos cuenta?
- Estando atentos a los detalles y parando la oreja. Vamos a estar un par de horas en la zona, escuchar a los vecinos, tomando nota de los movimientos. Después van a venir los otros. Nos vamos rotando. La idea es que no despertemos sospechas. Y al mismo tiempo, estudiar la casa.
- Ok
- ¿Te das cuenta lo que hago? ¿Lo que vamos a hacer? ¿Te das cuenta, no?
- Si
- Y comprenderás entonces que de esto, ni una palabra a la vieja y menos al viejo.
-  Seguro
Fernando lo miró de reojo. Confiaba en su hermano, pero nunca estaba de más un recordatorio.
Fueron hasta la dirección anotada en el papel y recorrieron la zona hasta la hora de apertura de los comercios. La vivienda tenía las persianas bajas, la alarma conectada y rejas en la parte delantera. Recién por la noche podría averiguar si también en el patio las condiciones eran similares. La sensación era de estar cerrada, sin nadie que la estuviera cuidado.
Antes de un robo, le confió Fernando a Agustín, mercaban las casas desde las redes sociales aprovechando el estúpido comportamiento de mucha gente de informar paso a paso su vida. Lo que debían confirmar era si a pesar de no estar sus moradores habituales, otra gente cuidada la propiedad. Eso llevaba un par de días.
- ¿Y cuántas casas desvalijan por semana? - preguntó ya de regreso Agustín.
-  Depende, la semana pasada fueron tres. Este fin de semana solo haremos una. Si desvalijamos muchas, llega a los diarios o a las radios y entonces la gente se cuida más, pone alarmas, rejas. Y si bien no son impedimento, te hace laburar más.
Agustín siguió yendo al búnker toda la semana, siempre acompañado de su hermano. De a poco fue conocimiento más a la banda, y también los sobrenombres de los otros dos, Jota y Kilo.
El día previo al robo Kilo llegó con otro dato más. A la familia ya le habían robado dos veces en el año.
- No debe ser muy segura por detrás - acotó Gonza, que seguía marcando perfiles potenciales - La familia sigue de viaje, ahora cambiaron de localidad, pero están aún en Córdoba. La mina esa me tiene los huevos al plato, siempre ella en las fotos. El marido es un pelotudo, no sale en ninguna foto pero debe estar cargando la cámara todo el día.
- Parolo sale el sábado a última hora. Tiene que estar en la puerta de la comisaría antes de las siete, que llega el comisario. Así que después de medianoche atacamos. ¿El pibe se la banca?
La pregunta era para Fernando, pero Agustín no perdió su chance de hablar.
- Claro que me la banco, yo quiero estar.
- Entonces venís, me gusta la actitud - remarcó Jota,
Cada tarde Fernando acompañaba unas cuadras a su hermano de regreso a casa.
- ¿Estás seguro Agustín que querés esto? Yo muchas chances no tengo, desde que me fui de casa me las rebusqué, pero vos...
- Me gusta, además, si lo hacés vos...
- Porque lo haga yo no significa que no sea lo mejor. No te niego que pueda vivir bien, pero estás siempre al filo. Es una vida marginal.
- Me parece bien. Ni bien tenga algo de plata, me largo de la casa.
- ¿Y vas a dejar a la vieja sola?
- Si no se va, por algo es. Desde siempre la caga a palos. Es verdad que desde que te fuiste, paró un poco. Pero borracho vuelve siempre. Y ella está siempre ahí.
- ¿Y dónde querés que vaya?
Agustín no respondió. Si su hermano se había ido, él también quería hacerlo. La idea de dejar la casa, la escuela, y volver parte de los "muchachos" lo tenía entusiasmado. Hacer algo de su vida, eso es lo que soñaba cada noche.
El sábado fue la primera vez que fue a la casa del pasillo solo. Llegó incluso antes que su hermano. Tuvo tiempo de estar un rato con Gonza y que éste le explicara mejor cómo funcionaba el tema de espiar a la gente por las redes sociales.
Cuando lo llegaron los demás, abrieron unas cervezas que guardaban en una heladera portátil. Al caer la noche, llegó el tan nombrado Parolo. De baja estatura, mirada huidiza y una extraña vibración en cada movimiento.
Partieron en dos autos en medio de la noche. En la zona no había alumbrado público, por lo que la oscuridad era más cerrada. Los faros delanteros era toda la iluminación con la que contaron hasta salir del barrio.
La casa estaba en total silencio. Pasaron por delante y siguieron de largo, al menos tres calles. Habían estudiado como llegar al patio desde los techos lindantes. En el momento indicado, Kilo acercaría uno de los autos para poder cargar lo robado. A la casa entrarían Parolo, Fernando y Agustín. Los tres portaban armas. Gonza no iba nunca a los asaltos y Jota manejaba el otro coche.
Parolo conocía a la perfección su oficio, no por nada era el preferido de los policías a la hora de dejarlo salir. Iban a porcentaje. Además, en caso de sonar una alarma, le garantizaban un tiempo extra para poder escapar. De todas maneras, puso desactivar la alarma y en pocos minutos quitó las rejas de una de las ventanas.
- Por eso robaron dos veces en esta casa - sentenció - Es muy fácil entrar.
La ventana daba a una habitación, por los juguetes en el suelo, la de los niños. La puerta al pasillo estaba abierta. La luz de la luna les permitía divisar las formas de los objetos. Fernando le advirtió en voz baja a su hermano que por nada del mundo encendiera una luz. Podía delatarlos.
El pasillo daba a varias puertas. Parolo señaló en cambio hacia la abertura principal, que llevaba con seguridad al living de la vivienda.
- Comencemos por adelante y vayamos hacia atrás - fue su orden.
Se movieron en bloque hasta llegar al living. Se podía reconocer un diván de cuero a menos de un metro y una gran mesa en el centro. Parolo sacó de su bolsillo una linterna y dijo casi en un susurró que sería la única luz que usarían.
El haz de la linterna recorrió las paredes. Algunos platos de adorno y un par de cuadros grandes. Nada de valor. A un costado, un viejo aparador con puertas de vidrio contenía copas, vasos y todo tipo de vajillas. Podían obtener un buen dinero por todo, pero no valía la pena el esfuerzo.
Avanzaron hasta el otro extremo de la mesa y el presidiario barrió con la linterna la pared más lejana. Su movimiento fue veloz, no obstante algo le llamó la atención. Regresó la luz hacia el centro y con estupor la detuvo.
El rostro de un hombre con los dientes apretados los miraba repleto de rabia. El caño de una recortada asomaba apenas en el círculo de luz que proporcionaba la pequeña linterna. Recién entonces escucharon la respiración entrecortada del hombre. Fernando alcanzó a ver entre las sombras varios tupper con comida, botellas de agua... el hombre se había instalado a esperar, el hombre no había viajado a Córdoba...
Se escucharon tres disparos, tres fuertes estruendos. Y media hora más tarde, arribó la policía. Para entonces los dos coches estacionados a tres calles, habían desaparecido. Dentro de la casa, el hombre aún permanecía sentado en el suelo, espaldas a la pared, con la escopeta en la mano. Los cuerpos tendidos a sus pies en un charco de sangre eran prueba irrefutable del destino.
La noche se había encandilado de luces azules refulgentes, acompañada por el ulular de las sirenas que solo entonan gritos de desgracia, locura y muerte, mientras las ventanas de las casas contiguas cambiaban del oscuro sopor al iluminado desvelo, la fatídica duda y la morbosa curiosidad de la que estamos hechos.
Al mismo tiempo, en Facebook, alguien subía una nueva foto celebrando sus vacaciones. Y alguien, en alguna parte, tomaba nota en silencio.

17 de diciembre de 2015

El abominable monstruo del jardín

Vio a la criatura cuando lavaba los platos, a través de la ventana chica de la cocina. En realidad, no alcanzó a verla del todo, sino su abominable sombra escabulléndose entre los árboles del jardín. Lo suficiente, diría después al cronista del periódico local, como para correr al teléfono y hacer la denuncia.
La policía buscó en los alrededores del vecindario y en los campos lindantes. La zona donde estaba emplazada la pesquisa era bien al oeste, donde la localidad terminaba y le daba paso a una extensa llanura que se extendía cinco kilómetros hasta el siguiente pueblo, otro sitio olvidado en la recóndita pampa húmeda argentina.
Cuando el patrullero llegó, Irma aún se estaba secando las manos en el delantal. Estaba visiblemente nerviosa, no obstante, asumía con hidalguía el rol de "única testigo". Luego llegarían los reporteros, los vecinos y más tarde, su marido.
- ¿Qué es todo esto, Irma? - preguntó contrariado, bajando del tractor de los Santos, que siempre tomaba prestado para ir y venir a su trabajo en los campos situados unos tres kilómetros al norte.
Su mujer le pidió guardar la compostura. No era para menos. Estaba a punto de salir en directo para el noticiero del canal de cable.
Cuando solo quedaron los dos, Rodolfo quiso saber bien que había pasado.
- ¿Un monstruo, estás segura? - a pesar de haberla oído repetir al menos una decena de veces la misma historia a todo el que preguntara desde que había llegado a casa, aún no podía creer lo que su esposa estaba diciendo.
Irma se ofendió, como era de esperar. Arrojó el delantal sobre la mesa y anunció que se iría a comer a lo de su madre.
- Sola - le aclaró un segundo antes de dar un portazo.
Rodolfo se preparó una milanesa con dos huevos fritos. Hubiese querido acompañar el plato con papas fritas, pero solo a Irma le salían crocantes como a él le gustaban. Se acostó temprano, mirando en la repetición del noticiero la imagen de su mujer hablando en el frente de la casa, sin dejar de gesticular y señalar hacia el patio.
Despertó sobresaltado en la madrugada y buscó con la mirada el cuerpo dormitando de Irma a su lado. No lo encontró. Encendió la luz. Eran las tres. Primero se preocupó, luego se enfadó. No podía creer que su mujer se hubiese ofendido de tal manera como para dormir en lo de la madre. Ya no era una chiquilla, tenía sus responsabilidades... escuchó ruidos en el patio.
Se levantó sin siquiera calzarse las pantuflas. Descalzo avanzó en la oscuridad, tanteando las paredes para evitar tropezar y espantar al intruso. A esa altura, estaba seguro que era alguien. Podía sentir los pasos que venían del exterior. Alcanzó a agarrar un viejo paraguas y puso la mano en el picaporte de la puerta trasera. Con la punta del paraguas accionó el interruptor de la luz del patio y abrió la puerta. Salió casi dando un salto, blandiendo el paraguas.
Quedó petrificado. Allí estaba, enorme, de más dos metros, imponente y al mismo tiempo, bestial. Su rostro peludo, sus brazos anchos, el torso firme y preponderante, las piernas tan robustas como troncos de árboles señoriales... y tomada de la mano, con una sonrisa que le surcaba el rostro de oreja a oreja, Irma.
- ¿Irma... es... es el monstruo? - preguntó balbuceando Rodolfo, que para entonces había olvidado por completo que estaba en pantuflas, calzoncillos y con un paraguas en la mano.
Ella lanzó una carcajada y con un ademán, lo hizo a un lado.
- ¡Ay, si! ¡Pero es de divino!
Luego entraron a la casa y cerraron la puerta al pasar. Con llave. Rodolfo, sin salir de su asombro, escuchó a la brevedad sonoros aullidos y los gritos de su mujer.
No pedía auxilio, por cierto.

11 de diciembre de 2015

El cuento del tío

A una cuadra pueden observar el movimiento de los chicos saliendo de la escuela, desperdigándose como hormigas antes de la lluvia. Dentro del coche hay silencio, pero el humo del cigarrillo torna irrespirable el aire.
- ¿Puedo bajar un poco la ventanilla? - preguntó el hombre sentado en el asiento del acompañante, que hace lo imposible por no toser.
- Ni se te ocurra - le advierte el otro ocupante del vehículo, que mira fijamente por encima del volante, mientras se lleva la mano a la boca para darle otra pitada al Rodeo que tiene entre los dedos - Por algo tengo el polarizado, para que no nos junen.
El hombre comenzó a toser. Con desdén, el otro apagó el cigarrillo.
- Mirá que sos flojo Anguila, si un poco de humo te hace eso, no me quiero imaginar si te prendieran fuego los pantalones...
- Si tuviera fuego en los pantalones, lo que menos me preocuparía sería el humo, Carancho - a pesar que el cigarrillo había sido apagado, aún sentía que le faltaba el aire.
- ¿Pensás ahogarte? -  Carancho miraba al otro con asombro, que ahora no paraba de toser - Mirá que si me cagás el plan...
- Dame un... cof cof... dame un minuto - le pidió Anguila, colorado por el esfuerzo.
- Tenemos que esperar que se despeje la pibada. Cuando ya no quede ninguno de esos enanos felices, nos acercamos.
- Tendríamos que haber estacionado un poco más adelante, Anguila.
- ¿Estás loco, vos? Más adelante está la escuela, con lo histéricos que son los padres ven el Chevy estacionado más de media hora y llaman a la policía. Nos denuncian por depravados o por miedo a que seamos secuestradores de chicos.
- No justo enfrente, pero más para allá, estamos a casi dos calles...
- Más para allá hay una financiera, nos quedamos estacionados un rato y se piensan que los vamos a robar a la hora del cierre...
- Cómo lo pintás pareciera que no se pudiera estacionar en este país...
- ¡Es que es así, Anguila! ¡Es así! Allá porque hay estacionamiento medido, acá porque hay un garaje, en la otra cuadra porque está la escuela, en la loma del orto porque piensan que vendemos drogas, es así, tenés que estar atento a todo, por eso el que piensa acá soy yo y no vos, punto.
Silencio. Anguila suspiró y jugueteó con su reloj. El Carancho amagó con encender otro vicio pero recordó que a su compañero le molestaba y descartó la idea dando un chistido sonoro.
- ¿Qué te pasa? - preguntó el Anguila.
- Nnnn... nada - el Carancho se moría por un cigarrillo.
- Mirá, allá hay una farmacia.
- ¿Y?
- No sé, por ahí puedo conseguir unos caramelitos para la tos.
- ¡Pero aguantate esa tos, me cago en vos! Mirá si vas a mostrar la jeta por el barrio. Solo a mí se me ocurre traerte, solo a mí...
El Anguila se prometió no abrir la boca nuevamente, sin embargo, treinta segundos más tarde, mientras a su lado Carancho seguía refunfuñando, anunció con entusiasmo que la calle estaba al fin despejada.
- Acá vamos - dijo Carancho y arrancó el auto.
Dos cuadras más adelante detuvo el motor delante de una casa de frente pintado de blanco, con puerta y ventanas en madera.
- Che... - dijo Anguila - la Betty te habrá batido bien el nombre de la piba ¿no?
- La Betty es de fierro, y no es ninguna pelotuda, o te creés que la escuchó una sola vez a la vieja en la peluquería... - dejó caer un bufido, no de fastidio, sino de suficiencia - Al menos tres cortes de pelo le hizo a la vieja antes de estar segura de todos los datos. Viste como es la gente grande, primero no largan nada, pero cuando entran en confianza te dicen hasta el número de bombacha que usan.
- El talle...
Carancho la dejó pasar. Luego, tras cruzar una mirada en la que reforzaron todo lo planificado en los últimos días, bajaron del coche. Los dos estaban bien vestidos, nada demasiado formal pero con buen aspecto.
- Ajustate el cuello de la camisa - le ordenó Carancho a su compañero.
Una vez que comprobó que estuviera hecho, golpeó a la puerta tres veces.
Los atendió un hombre mayor, de semblante cansado. Las arrugas le acanalaban la frente al tiempo que el poco cabello canoso, algo raleado, le confería más años de los que seguramente tendría. Poco lo ayudan los vellos blancuzcos que sobresalían de las fosas nasales y que crecían en las orejas como yuyos en maceta.
- ¿El señor es don Alejo Ferreyra?
Con ojos de pocos amigos, algo desconfiado, el viejo los relojeó de arriba abajo y largó la contra pregunta.
- ¿Quién dice que lo busca?
- ¿Alejo Ferreyra, el papá de Nadia? Nadia, de España. España, Sevilla...
- ...
- Nadia, en fin, nosotros estuvimos por España, aquí con mi hermano, que me acompaña, y la hemos conocido...
- ¿Conocieron a Nadia?
- Si, si, a Nadia. Nadia Ferreyra, su hija. La que está en España desde hace veinte años.
- ...
- Bien, y verá, para ella fue una sorpresa saber que éramos de la misma ciudad, imagínese allá lejos, a tanta distancia, y de repente se encuentra con gente que ha caminado las mismas calles, ha visto los mismos árboles, las mismas esquinas...
- ¿En Sevilla la conocieron? A esa ciudad viajó, pero...
- Si, si. En Sevilla, pero...
El Anguila algo vio en los ojos del viejo, porque se adelantó y abrió la boca.
- Pero paseando, ella nos dijo que estaba viviendo en...
Buscó en vano un milagro en los ojos del Carancho, sabiendo la mirada inquisidora del viejo bajo el umbral de la puerta.
- ... en Barcelona. ¡Joder tío! No me salía el nombre...
El viejo miró por encima del hombro, hacia el interior de la casa.
- ¡Vieja! Vení un cacho, haceme el favor.
Una mujer frágil de cuerpo y grande de edad se asomó por el espacio que su esposo dejaba al descubierto, entre su prominente panza y la puerta.
- Hola, ¿qué venden estos muchachos? - preguntó inocentemente.
- No señora - dijo riendo el Carancho, a quién le había vuelto el alma al cuerpo luego de quedarse petrificado segundos antes,
- No venden nada vieja, dicen que conocieron a Nadia en España - terció su marido.
- ¿A Nadia? - dijo sorprendida la mujer, abriendo enormemente los ojos, aprovechando para estudiar a los dos desconocidos - ¡Pero qué chico es el mundo! - afirmó con una sonrisa.
Anguila y Carancho respondieron con risas nerviosas.
- ¿Y qué los trae por acá? ¿Traen alguna postal? - preguntó con cara de pocos amigos el padre.
- Algo mejor que una postal - anunció el Carancho - Les traemos un cheque.
Los que cruzaron miradas ahora fueron marido y mujer.
- Si, un cheque bastante jugoso, porque se dio algo muy gracioso, fuimos juntos a un casino y tuvimos una noche de suerte...
- Mucha suerte - acotó innecesariamente el Anguila.
-  Y cobramos un buen dinero y ella quería participarlos a ustedes, como una sorpresa. Y vamos a ser sinceros, ella ganó más que nosotros, así que nos dio un cheque para que cobráramos aquí en Argentina, porque como se imaginará, no podíamos entrar con ese dinero en las maletas. Parte de esa plata, gran parte vamos a decir, es de ustedes.
- ¿Nadia nos manda plata? ¿Escuchaste eso, viejo? - dijo la anciana mujer.
El viejo respondió con una especie de gruñido o algo semejante.
- Pero hay un problema - continuó Carancho - Nosotros estamos viajando esta noche y en la financiera nos podrían pagar el cheque recién mañana, lo que es un inconveniente. Entonces pensamos con mi hermano, que quizá lo que podríamos hacer es dejarles el cheque a ustedes y que nuestra parte, si no es molestia, nos lo dieran en efectivo. Total, después ustedes cobran el cheque y listo.
El matrimonio volvió a cruzar una mirada.
- ¿De cuánta plata estamos hablando? - el viejo fue al grano.
- El cheque es por treinta mil euros, pero dieciocho son para ustedes, es decir que lo de nosotros son apenas doce...
- Mire mijo, euros no tengo...
- Pero no mi amigo, Betty... perdón, Nadia ya nos dijo que usted es de ahorrar en moneda nacional y nos parece perfecto, es más, hasta hablamos con mi hermano de hacer la conversión al cambio oficial, nada de cotizaciones paralelas ni ocho cuartos. ¡Son los padres de Nadia, carajo!
La desconfianza permanecía en los ojos del viejo. Anguila y Carancho sentían la tensión propia del momento, de los gajes del oficio como solían decir, pero había una especie de estática en el aire que les carcomía los nervios.
- Pasen - dijo finalmente el hombre.
Se sentaron a la mesa, en una cocina bastante simple. La mesa era para no más de cuatro personas. En las paredes colgaban platos antiguos y la heladera estaba plagada de imanes de delivery.
- Los adornos eran de mi madre, yo odio el rol de cocinera - dijo la mujer, casi leyéndole la mente a sus visitantes.
- Entonces ustedes me dan el cheque y se llevan su parte en pesos. ¿Eso pautaron con Nadia?
- Eso mismo señor... - poniéndose a la defensiva - pero si usted prefiere hablar con ella por teléfono, no digo ahora, sino más tarde, no hay problema, nosotros somos gente de palabra pero nada como la palabra en la voz de un hijo, eso lo entendemos y sin más que decir, nos ponemos de pie y seguimos viaje y cuando estemos de vuelta por la ciudad, completamos este trámite.
Para entonces, Carancho y Anguila se habían puesto de pie. Era una escena ensayada. Un instante crucial.
El viejo llamó a su esposa al pasillo. Hablaron durante unos segundos, casi en un cuchicheo, Ella afirmó con la cabeza. Entonces él hizo una señal: esperen.
Volvieron a tomar asiento. La mujer les trajo un café a cada uno. A los diez minutos, Alejo Ferreyra volvió a la cocina.
- Vengan conmigo - pidió.
Anguila apuró su café. Su compañero, ansioso, lo dejó por la mitad.
Lo siguieron por el pasillo, pasando por delante del baño, hasta llegar a la habitación más alejada. La puerta estaba abierta y una cama matrimonial que con seguridad ocupaba el centro mismo, estaba desplazada en diagonal al menos uno o dos metros.
A la vista había quedado el piso de cerámicos, al que le faltaban varias piezas. La superficie debajo de los mismos no era material, sino tierra.
Carancho sonrió casi con complicidad, mientras codeaba al Anguila.
- Viejo perspicaz - dijo riendo - ¡Así que aquí esconde el dinero que ahora!
El hombre lo miró con ojos perturbadores.
- No - dijo tajante - Aquí está enterrada la nena.
Algo caliente y viscoso salpicó el rostro de Carancho, que de inmediato se giró hacia el Anguila. Éste no había tenido tiempo ni de gemir, con el cuchillo Tramontina incrustado en el cuello y la sangre saltando por doquier. El mango aún seguía aferrado por la mano manchada y arrugada de la vieja. No hubo tiempo para nada más. Apenas si vio venir el zarpazo del viejo, armado con un oxidado puñal. Sintió un escozor debajo de la oreja y luego, nada más.

10 de diciembre de 2015

¡Un premio en historieta!

A veces las muy buenas noticias arriban cuando uno menos se lo espera. La vida es así, un vaivén de momentos. Y fue una alegría recibir el mensaje de un dibujante que admiro y que a pesar de no conocer personalmente, aprecio como persona: Pablo Dell'Oca.
El mensaje, en resumidas cuentas, decía que lo habían llamado por teléfono para anunciarle, desde el Ministerio de Cultura de la Nación que la obra que habían presentado al Concurso Federal de Historietas, con Pablo a cargo del dibujo y yo del guión, había obtenido el primer premio.
La alegría fue inmediata e inmensa, sentí ganas de darle un abrazo a Pablo a pesar de la distancia. Una satisfacción muy grande, por la magnitud del certamen.
En el día de hoy ese adelanto de la noticia se concretó en algo oficial, porque desde la web de Cultura (¡la que tiene el punto gob punto ar al final!) publicaron lo siguiente:


El Ministerio de Cultura de la Nación anunció los ganadores del Concurso Federal de Historietas.

El jurado, conformado por Oscar Steimberg, Enrique Alcatena y Patricia Breccia —en la categoría historieta—; y Juan Pablo González (Max Cachimba), Juan Sáenz Valiente y Horacio Lalia —en la categoría tira diaria—, premió a veinte dibujantes y guionistas aficionados, que presentaron trabajos sobre mitos y costumbres de la Argentina.

Las tres mejores obras de cada categoría recibirán $10.000 (primer puesto), $6.000 (segundo puesto) y $3.000 (tercer puesto), mientras que los veinte trabajos finalistas formarán parte de antologías que se publicarán con el título “Historietas argentinas”, y se difundirán en suplementos periodísticos de tirada nacional.

El certamen es impulsado por la Secretaría de Políticas Socioculturales y se propone revalorizar la producción de guiones e historietas como modo de expresión artística. A la vez, promueve el surgimiento de nuevos artistas en un género de fructífera tradición e historia en el país.

Ganadores categoría “Tira diaria”

1º Premio: “Cactus Juan y Dominga la Coya”, de Luis Hernán Castelli (Ciudad de Buenos Aires).
2º Premio: Sin título, de Gustavo Soria (Ciudad de Buenos Aires).
3º Premio: Sin título, de Andrés Farías (Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires).
Finalistas categoría “Tira diaria”
“Bondi”, de Darío Oliva (Claypole, provincia de Buenos Aires)
“La monótona vida del Sr. G”, de Julián Sanzeri (Rosario, Santa Fe).
“Costumbres Argentinas”, de Damián Carlos Hadyi (Remedios de Escalada, provincia de Buenos Aires).
Sin título, de Dalmiro Zantleifer Ojeda (Bolívar, provincia de Buenos Aires).
“La Kuñataí”, de Leandro Ubaldo Singh (Rosario, Santa Fe).
“Tres tristes trucos”, de Nahuel Nicolás Bardi (Rosario, Santa Fe).
Sin título, de Emilio Eduardo Arias (Río Grande, Tierra del Fuego).

Ganadores categoría “Historieta”

1º Premio: “La yerba mate y el yaguareté”, de Pablo Dell´Oca y Ernesto Parrilla (Ciudad de Buenos Aires).

2º Premio: “El intocable”, de Julián Camezzana (Mar del Plata, provincia de Buenos Aires).

3º Premio: “La visita de Don James”, de Mariano Antonelli (Viedma, provincia de Río Negro)
Finalistas categoría “Historieta”
“Zoilo, el lobizón de Punta Porá”, de Néstor Omar Fabozzi (Santa Rosa, La Pampa)
“Tal vez alguien le rece un bendito”, de Víctor Marcelo Páez (Ciudad de Buenos Aires).
“Yaguareté”, de Jonhattan Balcázar Durán (Ciudad de Buenos Aires).
“Malambogedón”, de Ariel Román Noriega (Malagueño, Córdoba).
“Luz mala”, de Luciano Rodríguez Riva (Vedia, provincia de Buenos Aires).
“El aguante”, de Iván Federico Zigarán (ciudad de Córdoba).
“El nido de hornero”, de Gustavo Omar Martínez (Granadero Baigorria, Santa Fe).

Fuente: http://www.cultura.gob.ar/noticias/ganadores-del-concurso-federal-de-historietas/

Qué el jurado además haya estado compuesto por Quique Alcatena, Patrica Breccia y Steimberg también tiene un gusto especial, sobre todo - perdón que ponga uno por encima de los demás - la figura de Enrique, alguien a quién admiro muchísimo.
Solo me queda agradecerles, tanto a ellos integrantes del jurado, como a Pablo por haber transformado en una obra de arte un simple guión y a Felipe Ávila, que me contactó con este gran dibujante, que merece ser conocido y reconocido.
Ojalá pronto poder acceder a todas las obras finalistas, de artistas que llegaron a esta instancia y a quién aprovecho también para felicitar.



30 de noviembre de 2015

Series

Sus días se diferenciaban y dividían en ficciones. Así como su mundo físico se reducía a una pequeña habitación, el universo de su existencia se expandía más allá de lo imaginable.
No había lunes, martes, miércoles... tampoco las dos de la tarde, las tres, las cuatro... ni meses, ni años. Su forma de capturar el tiempo era otra.
Sabía que al despertar, luego del desayuno, era el momento de los Expedientes X. Luego, Criminal Minds. A continuación, CSI Miami. La lista era extensa, hasta llegar a MacGyver. Finalmente apagaba las luces y descansaba hasta que el sol comenzaba a filtrarse a través de la ventana y era el instante preciso para comenzar la jornada mirando House.
Las series proseguían una tras otra, en un orden predeterminado, casi obsesivo, quitando cada tanto alguna, sumando algún estreno, colocando alguna reposición ya vista pero considerada necesaria. Una continuidad que solo se frenaba para alimentarse, hacer las necesidades fisiológicas o permitir algún cambio de ropa o sábanas.
El breve contacto con la servidumbre se limitaba a aguardar en silencio que se marcharan una vez que ingresaban ya sea para llevar la comida o limpiar el lugar y claro, entregar la hoja arrancada de la libreta de anotaciones donde hacía el listado de series que quería disponible en el disco rígido portátil que en cada despertar ya aparecía conectado a su televisor de pantalla plana de 50 pulgadas empotrado en la pared frente a su cama,
Y mientras las imágenes se sucedían en dramas, policiales, ciencia ficción y comedias dentro de esa habitación, en el resto de aquel lugar rostros tristes y apagados corrían de un lado a otro para que todo estuviera bien, que nadie se preocupara por la reclusión obsesiva del magnate, que la señora tuviera siempre a tiempo sus pastillas antidepresivas, que los jóvenes herederos fueran atendidos en todos sus caprichos y que desde el boulevard la imponente mansión se viera impoluta, esplendorosa, reluciente como un diamante.
Como en las series, la vida es un capítulo tras otro, con mayor o menor maquillaje, con menos o más efectos, como mejor o peor dirección, hasta que las horas dejan de ser tales, los días pierden sus nombres y el tiempo se convierte en un transcurrir sin sentido, destinado al fracaso y el olvido o el éxito y la repetición continua.

26 de noviembre de 2015

Poros opuestos

La pereza del campo que no es tal, esa mentirosa siesta burlona que parece una postal del no hacer pero que equivale al descanso ganado tras horas tempranas con el cuerpo entre el suelo y el cielo, boceto de una llanura domesticada con el tiempo, dueña de sonidos tan propios que adormecen con su armonía hasta al más guapo o desconfiado, de colores que envuelven y transportan a una existencia sin reloj, de horas eternas que no se mueven, de noches estrelladas y frescas, atravesadas por la brisa de la vida misma.
Don Pascual se mece en su silla, la que tiene una pata más corta atrás, su favorita, jugando con el equilibrio de su figura avejentada, de piel ultrajada por el sol, de manos hechas de pura herramienta, callo sobre callo, esfuerzo sobre esfuerzo. Lleva su mirada más allá de los límites de sus tierras, barre con la vista todo alrededor aunque así no lo pareciera. Es que con los años el observar se vuelve un arte y no hacen faltas movimientos. Cada sentido está puesto en ello, no solo el destinado a sus descoloridos ojos marrones.
Anita se acerca. Su abuelo ya sabe que está allí, pero no interrumpe su andar. La pequeña intenta una broma y le toca con la punta de los dedos el hombro izquierdo. De inmediato corre hacia el otro lado. Pascual sonríe y mira de todas maneras hacia el lado que sabe, ya no está su nieta. Ella celebra el éxito con un chillido. Su abuelo se hace el sobresaltado y ambos terminan en un abrazo estrecho, entre risas y falsos quejidos de la niña, que sin intención de lograrlo, se revuelve para zafar de los brazos aguerridos de su querido "abu".
La faena termina con Anita en la falda del abuelo. Ahora ambos contemplan el campo, la vasta extensión de verde interrumpido aquí y allá por árboles, algún tejido, una zona más amarillenta de un cultivo cosechado, o las figuras cansinas y desperdigadas del ganado vacuno en su rutina diaria de recorrer la pastura.
La pequeña disfruta sus vacaciones de la ciudad, de la escuela, de los amiguitos que quiere pero que no extraña. Es que allí es otra cosa. Se respira diferente, aunque no sabe como explicarlo. Cuando se lo cuenta al abuelo, él se ríe, pero no con sorna, al contrario. Lo hace cómplice y satisfecho. Le gustaría disfrutarla más seguido, pero su hija no quiere recorrer los trescientos kilómetros en otra fecha del año que no fuese enero. Que el trabajo, que la escuela, que el régimen de visitas de Ana con su ex... un mundo de peros, un universo de excusas.
El silencio se convierte en un tesoro en común. Cuando dos personas guardan sus voces durante un instante y se abstraen de la cotidianidad para inmiscuirse en la realidad, se dicen más cosas entre sí que si pronunciaran mil palabras. Luego, cuando las cuerdas vocales finalmente vencen la magia, el encanto, el momento se desvanece, efímero pero inmortal.
- Mamá dice que es mucho campo para vos, abuelo, que algún día debería convencerte de vender una parte - dice Anita, con la inocencia del loro que repite sin saber.
Pascual conoce el discurso de su hija y también los motivos. Nunca fue de discutir, pero si de escuchar. Esto último no le hace mal a nadie.
- Tu mamá ama este campo, solo que se convence en creer que la felicidad está en otras partes y me parece bien, la felicidad debería viajar con uno y no tener una residencia fija, pero aquí me ves, contemplando lo que me llena el corazón.
Anita no respondió. No entendía muchas de las cosas que decía el abuelo. Ni tampoco las que mencionaba su madre.
- Dice que los Martínez en cuanto te descuides, se quedan con tus tierras - dijo al pasar la niña, que golpeaba sus talones contra la pierna del abuelo, en un balancín ida y vuelta, que la divertía desde que tenía memoria.
Los Martínez. Sus vecinos de toda la vida. Compraron las tierras casi al mismo tiempo, sesenta años antes. Ambos muy jóvenes, sin idea de lo que les depararía la vida, sin saber siquiera cómo administrar un campo, mucho menos trabajarlo. Testigos mutuos de sus vidas, de sus desdichas y alegrías.
- ¿Eso dice? ¿Por qué? - aquello le resultaba gracioso.
- Porque dice que no tienen nada en común, que son poros opuestos.
- Polos.
- Eso, polos.
Pascual suspiró. Se le escapó en la mirada la nostalgia de lo vivido. Los ojos se volvieron vidriosos, no por tristeza, al menos propia, sino por la forma de pensar de su hija.
- Es verdad mi querida Anita, los Martínez y los Suárez, es decir, nosotros, somos diferentes. El viejo Martínez reza otras oraciones por las noches, trabaja el campo de otra manera, compra sus provisiones en un almacén diferente, no le paga lo mismo a sus empleados que yo, tiene la manía de renovar sus vehículos cada un año mientras que yo lo hago solo cuando hace falta, tiene riego artificial y no le importan las épocas de sequía, le gusta derrochar dinero en el casino en lugar de comprar más ganado, es celoso de los límites de sus tierras y a diario recorre el perímetro cuidando de no tener la alambrada rota, no va nunca a las fiestas del pueblo, no comparte mi ideología política, es incluso hincha de otro club de fútbol, detesta el juego de bochas que tanto amo...
- Entonces mamá tiene razón...
- Si, la tiene, en qué somos polos opuestos. ¿Pero sabés que tenemos en común?
- ¿Qué?
- La inteligencia y la consciencia de sabernos seres humanos. Nosotros nos saludamos con la misma efusividad cada vez que nos cruzamos, nos preguntamos con sinceridad cómo estamos, nos ayudamos en las malas como cuando el arroyo creció y le llevó varias vacas y le cedí unas cuantas, o cuando la lluvia no llegaba y antes que perdiera la cosecha prolongó el riego hasta este lado. Nosotros nos miramos a los ojos y encontramos un hermano. No hay bandos en esta vida, sino malas decisiones. Y una de ellas, es creerse más o menos que el otro, de sentirnos en la obligación de elegir en lugar de integrar, de dividir en lugar de multiplicar. Cada uno puede vivir como se le antoje, pero debe saber que no hay nadie enfrente, sino muchos al lado. Y así, se construye la vida. De otra manera, se destruye. Los Martínez y los Suárez han vivido uno al lado del otro por sesenta años y jamás se han peleado. Porque ninguno pretende lo que tiene el otro, ni compite, ni pone obstáculos. Cada uno tiene sus tierras y es bienvenido en la del otro. El respeto, el trabajo, la amistad, son nuestros valores. Si algo me pasara, a mí o a tu abuela, los Martínez estarían acá pero no para sacar tajada como piensa tu madre, sino para dar una mano. Y si algo les pasara a ellos, allí estaríamos nosotros para brindar una ayuda, un abrazo, una palabra sincera.
Pascual se puso de pie con Anita en brazos. Avanzaron hacia la cosecha. A lo lejos el tractor de los Martínez recorría sus tierras. Levantó su brazo derecho, sin dejar de sujetar a su nieta con el otro, y lo movió lentamente por el aire de un lado a otro. A la distancia, el viejo Martínez levantó el suyo a modo de respuesta. No hacía falta estar cerca para saber que ambos sonrían. ¿Cómo no hacerlo bajo ese sol de verano? ¿Cómo no hacerlo, ante tanto esplendor y vida?
El viejo volvió a suspirar.
- No sé mi querida Anita si entendiste algo de lo que dije, espero que tu memoria lo guarde muy celosamente y cuando seas más grande lo recuerdes y comprendas. Ya no miro las noticias, ya no enciendo la radio, hace rato que no abro un diario. Ya no quedan Martínez y Suárez en el mundo, al menos no como estos dos viejos olvidados en este rincón del cosmos. Las palabras de tu mamá no deber ser las tuyas, los pensamientos de los demás no deben ser los únicos. Podemos crear los propios, podemos tratar al menos. Y el día de mañana, ni siquiera deben ser mis palabras. Tan solo los hechos, esos que nos permiten sentirnos libres. Aquel hombre que me devuelve el saludo tiene tantas virtudes y defectos como los tengo yo, pero tiene consciencia y además piensa. Y es el pensamiento y no el progreso lo que nos permite crecer como personas. Lo que más me gusta del campo es su murmullo, ese que apenas se escucha pero que está siempre alrededor... ¿lo escuchás?
Anita se llevó la manito a la oreja, formando una especie de tubo.
- ¡Creo que sí abu!
- Ese murmullo es la vida misma Anita y nos dice miles de cosas. Cada día nos cuenta algo distinto, porque cada día es otro, uno nuevo, irrepetible. Y debemos vivirlo de esa manera, con alegría de aprender, de atravesar nuestro lugar en el mundo con todos los sentidos predispuestos para crecer. Hoy te miro mi amor y me doy cuenta que estás más grande que ayer pero no tanto como lo estarás mañana. Y no solo lo veo en tu cuerpo, sino acá dentro - dijo apoyándole la palma de la mano sobre la cabeza.
- Abu...
- Si, Anita.
- ¿Podemos jugar a armar la huerta?
Don Suárez la dejó en el suelo y le besó la frente.
- ¡El primero en llegar elige las herramientas! - gritó y salió al trote, al que su edad le permitía, mientras la pequeña, riendo, comenzaba una alocada carrera que ganaría con holgada diferencia.

23 de noviembre de 2015

El garante

Metro noventa, barba candado, anteojos oscuros, cabello peinado hacia atrás, semblante tranquilo, movimientos lentos, ropa costosa, sombrero a tono. El hombre se paseaba cada tarde por el boulevard, haciéndose el tiempo necesario para sentarse a la mesa de algún bar al azar de los tantos desperdigados por el transitado nervio neurálgico de la ciudad. Cuando el mozo se acercaba a tomar el pedido, lo alejaba con un simple ademán. Tan solo permanecía allí, observando, viendo a la gente ir y venir. Luego se ponía de pie y seguía caminando, hasta otro bar, otra mesa, otro ademán.
Su mirada era escrutadora, se jactaba de ella interiormente, dado que no tenía ni quería amigos con quiénes hablar. Podía percibir, por ejemplo, que el gordo de conjunto deportivo azul y amarillo que trotaba por la vereda haciendo footing estaba apremiado por cuestiones de dinero. O que la rubia que paseaba el perro, uno blanco y chiquito, sentía la necesidad de cambiar el vehículo. O que la jubilada que estaba por cruzar la calle, sin mirar hacia el lado correcto de donde venían los vehículos, no tenía seguro alguno. Un auto compacto frenó a tiempo, evitando la desgracia.
¿Cómo lo hacía? Ese era su don. En los gestos, las formas de mirar, de caminar, los murmullos inconscientes, las prendas puestas, en cada detalle estaba escrita una respuesta. El problema común a todos era formular la pregunta exacta. Él podía.
Vivió en la calle hasta entrada su juventud. Mientras otros mendigaban o robaban, él se sentaba en la plaza, entre los árboles, a observar a la gente. Sin saberlo, encontraba patrones, los comparaba, analizaba y desmenuzaba en su cabeza confeccionando día a día un mapa humano que nadie hasta entonces se había tomado el trabajo de hacer.
Aprendió que todo tenía un significado, que caminar con pasos alargados no era lo mismo que hacerlo trotando, que los tropezones no eran distracciones, ni la manía de hablar solo una característica de los locos.
Supo de los conflictos de parejas de hombres y mujeres paseando de la mano incluso antes que las mismas parejas. Determinó reacciones antes que sucedieran. Predijo suicidios mucho antes que los suicidas comprendieran que ese era su destino.
El conjunto de conocimientos lo alimentó y cobijó en las noches de frío. Convencía con facilidad a las personas, dado que las palabras bien utilizadas eran las verdaderas llave del paraíso. Pronunciaba las frases que los demás necesitaban escuchar y de esa manera, como un jugador de ajedrez, componía en su mente todas las maniobras posteriores sin dificultad alguna. Al leer al ser humano, se enfrentaba a ellos sabiéndolos seres desnudos, desprovistos de secretos.
Tenía ya cuarenta años. Hacía mucho tiempo que las calles habían dejado de ser su hogar. Su don lo había salvado y no solo eso, aquel ser solitario mirando a la anciana salvarse por un pelo de ser atropellada, era millonario.
Aunque el dinero poco le importaba le permitía tener una casa propia, una oficina y vestir bien. La primera era indispensable para descansar, la segunda la fachada obligatoria para sus negocios y con el tercer privilegio el tiempo le había enseñado que la gente además de querer escuchar las palabras justas también desea toparse con personas bien vestidas.
Se puso de pie, dejó pasar un coche y cruzó hasta la calle siguiente. Una morocha treintañera estaba a veinte segundos de encender un cigarrillo, aunque probablemente aún lo sabía. Él si, por supuesto. Observó las pistas: la mujer había pateado sin querer una caja de Marlboro del piso, luego sacudió la pierna como si tuviera un tic, se había pasado el dorso de la mano por la boca y finalmente, sus dedos manchados de amarillo se habían cerrado en puño con bronca.
Para cuando se detuvo a buscar en su cartera el atado de cigarrillos, él estaba allí extendiéndole uno, con el encendedor preparado en la otra mano. También había leído otras cosas en ella. El origen de su nerviosismo, el problema con el juego, la mala fortuna en el amor, el temor de la bancarrota y del corazón deshecho.
Cruzaron unas palabras, ella agradeció. Antes de irse, tomó una tarjeta que él le daba. La morocha se alejó sin mirar atrás. No era necesario, él sabía que lo llamaría a lo sumo al día siguiente. No había margen de error. El ser humano era un libro abierto, aunque vedado a la ceguera general. Esa mujer necesitaba dinero, él sería su garante y cada uno tendría su ganancia. Ella seguiría jugando, él cobraría su interés y la vida seguiría adelante. Hasta quizá se diera el gusto de recomponer su relación sentimental. Siempre sucedía así. Ella, el tipo que venía unos pasos atrás, la mujer de la otra vereda, el pelado que andaba en bicicleta, el de bigotes estacionado a bordo de un taxi en el semáforo... todos necesitaban algo y él podía ayudarlos, claro, con un beneficio propio. ¿De lo contrario, cuál es el chiste de ayudar?
¿O acaso el dinero que repartía entre la gente de la calle cada noche no era en beneficio propio también, una forma de aliviar el hambre, el frío, la soledad, el olvido? Esas necesidades angustiantes de otros que alguna vez fueron suyas.
La vida viene sin garantía, ni posibilidad alguna de reclamo. Lo que toca, toca. Y lo que no, se obtiene de alguna manera. Algunos pueden, otros no. Qué más da, todos vamos a parar a la misma bolsa, tarde o temprano. Poco le importaba. Volvió a la mesa del bar y ahora si pidió un café. Negro, sin azúcar. Cómo la vida misma.


19 de noviembre de 2015

Mala suerte, buena suerte

La lluvia arremetió de imprevisto, aunque nadie podría negar que el agorero cielo cubierto de nubes oscuras no lo venía advirtiendo desde hacía un buen rato.
En las veredas las personas corrían tratando de alcanzar un resguardo del agua, ya fuera el balcón de un edificio, el toldo de un negocio o un árbol de frondosa copa.
Es ese momento en el que uno se detiene y observa cómo las reacciones se parecen entre sí, la gente buscando reparo, maldiciendo en voz baja, tratando de no mojar las ropas. Como si un resorte invisible se disparara en alguna parte de nuestro ser y de repente estuviéramos atravesados por una misma señal.
Pero es un instante, algo breve, porque a menos que estemos en un refugio, viéndolo a través de una ventana o con un paraguas en la mano, también atinamos a lo mismo: escapar de la tormenta.
Me detuve un momento en una esquina, esperando que dos vehículos doblaran y así, poder cruzar el pequeño lago que se estaba formando entre la vereda y la calle. En unos minutos más aquello sería un océano y atravesar de un lado a otro sería una verdadera odisea. Mis pies comenzaban a salpicarse y no quería que sucediera. Las sandalias eran nuevas.
Mi vista fue de la superficie multicolor de mis calzados-víctimas hasta un montón de papeles de colores convertidos en una especie de libro de hojas arrancadas que amagaba con arrojarse al agua en segundos más.
El viento empujaba con vehemencia a ese manojo de... ¡billetes! a caer de la vereda para perder todo su valor en las profundidades no tan profundas - aún - del agua que se acumulaba en el borde de la calle.
Corrí y los agarré justo que se volaban. Miré de inmediato en derredor. Alguien los había perdido al menos diez o quince segundos antes. De lo contrario, ya serían propiedad del viento, volando al libre albedrío o surcando los ríos naturales de las calles.
Una chica, pelirroja, cruzaba la calle en esos momentos, tratando de alcanzar el lado opuesto, alejándose de dónde estaba. No me quedaban dudas que a esa mujer se le habían caído los billetes. No podía detenerme a contarlos, porque la perdería de vista. Otro coche se interpuso entre el deseo de cruzar y la permanencia donde estaba. La chica para entonces estaba en la vereda del otro lado. En vano sería gritarle, aunque lo intenté.
Ni bien pude, me descalcé y troté atravesando la calle. Mis pies se mojaron completamente, pero al menos puse a reparo las sandalias. La joven había doblado en la esquina. Temí perderla de vista, pero al llegar al cruce de calles, la vi media cuadra adelante.
La lluvia venía de costado. En realidad, la lluvia venía desde lo alto y el viento la azotaba oblicuamente. La visibilidad se complicaba a cada segundo. Y el tránsito frenético, más el sonido de los vehículos desparramando agua por doquier, hacía que mis gritos para que la presunta dueña del dinero se detuviera fueran en vano.
La indiferencia de los demás transeúntes me exasperó. Me veían correr detrás de alguien, que al mismo tiempo aceleraba su paso metro a metro, no por otra razón que por la de escaparle a la lluvia, y nadie atinaba a nada. Una cadena de voces me hubiese ahorrado esfuerzo.
En la cuadra siguiente observé como la mujer se detenía y entraba a un edificio. Aceleré mi tranco, aunque el cansancio me estaba venciendo. Llevaba el dinero apretujado en una mano, dentro de uno de los bolsillos de mi campera. Temía que se mojara y también perderlo.
Al llegar a la puerta vidriada del edificio, vi a la joven en el momento que las puertas del ascensor se abrían. Golpeé el vidrio con la palma de la mano izquierda, que era la que tenía libre. Ella me miró, pero no denoté en su rostro intención alguna de responder a mi llamado, mucho menos, quizá, entender que la llamaba a ella. Las puertas se cerraron desde los laterales hacia el centro y su imagen desapareció.
Casi por inercia le pegué al vidrio una vez más y una mujer, que parecía estar viniendo desde el interior, pero desde una puerta trasera, me hizo un gesto con la mano como indicando que parara y de inmediato, se llevó un dedo a la cabeza girándolo rápidamente.
No tenía manera de explicarle que no estaba loca, y a pesar que le dije en voz alta que a la chica que acababa de entrar al ascensor se le había caído dinero en la calle, o no me oyó o bien poco le importaba. Me dio la espalda, ancha por cierto, y se dirigió a las escaleras, ubicadas al lado del ascensor.
No podía creerlo. Estaba absorta en aquello cuando me sobresaltó el sonido de una llave. Alguien estaba a mi lado, abriendo la puerta del edificio. Por impulso, traté de entrar.
Un hombre mayor, el que había abierto la puerta para ingresar, me cerró el paso.
- ¡Dónde cree que va! - me interpeló con razón.
- Disculpe, tiene razón, es que la chica que acaba de entrar, perdió dinero en la calle y...
El hombre cerró la puerta.
Me quedé pasmada.
- No sé cuánto es, pero quizá lo necesita, en todo caso...
Sin abrir la puerta, me dijo desde el otro lado.
- ¿La conoce?
- No... - vacilé, obvio que no la conocía, sino le estaría tocando el portero eléctrico pidiéndole que baje.
- Entonces mala suerte para ella, buena suerte para usted.
Pegó media vuelta y fue hasta las escaleras. El hall de entrada quedó desierto. A mis espaldas, la lluvia caía raudamente. Me percaté que estaba toda mojada y descalza. Mi aspecto en el reflejo del frente vidriado era patético.
Retrocedí unos pasos. Deseé con el alma maldecir la sociedad indiferente que nos rodea día a día, de la desconfianza galopante que nos domina, de las pocas ganas de creer en un acto de buena fe.
Del bolso sobresalía una de las sandalias. Se echarían a perder, lo sabía. No son de un material que soporte bien el agua.
Recordé mi mano en el bolsillo, aferrando aún ese bollo de dinero. La extraje y abrí los dedos. Conté los billetes y sonreí. Dos mil pesos. Llevé la mirada a la puerta del edificio, de allí a mis sandalias arruinadas y me detuve en el dinero.
- A la mierda con todos, ya lo dijo el viejo...
Y caminé hasta la zapatería más cercana con el fin de reemplazar el calzado caído en combate.

15 de noviembre de 2015

La fría verdad de los números

Las últimas voces se desparramaron como una ola a lo largo del pasillo y luego sobrevino el silencio. El lugar había quedado vacío. Alguien desde el exterior accionó los interruptores y las luces se fueron apagando de a una. Al silencio, la noche.
Aguardó unos instantes. Cuando intuyó que ya nadie retornaría, abrió la puerta del armario donde estaba escondido desde hacía cinco horas. Tenía las piernas entumecidas. Los primeros pasos fueron vacilantes y debió sostenerse de las paredes para no caer. Durante algunos minutos frotó con fuerzas los músculos de sus piernas para volverlas a la normalidad.
Algo más aliviado, hurgó en la mochila en busca de una linterna. Era pequeña y con luces de led que le proporcionaban una buena iluminación. Ni bien la encendió, un haz de luz dejó a la vista gran parte del pasillo. De un lado colgaban cuadros antiguos y del otro el ingreso a varios salones de clases. Al final del mismo el camino tomaba hacia la izquierda.
Fue hasta allí sin prisa. Iluminó la continuidad del pasillo antes de seguir caminando. Divisó un par de puertas a la derecha y quince metros más adelante, sobre el final del piso de cerámicos blancos y negros dispuestos en forma de damero, una enorme puerta de madera con pequeñas ventanillas de vidrio en cuyo marco superior un enorme letrero decía "Dirección".
En tanto se acercaba, su corazón latía más fuerte. Al llegar a la puerta, dejó la mochila en el suelo y casi en cuclillas buscó en uno de los cierres delanteros de ésta un manojo de llaves. Todas estaban relucientes. Había estado haciendo las copias a lo largo de los últimos meses, a razón de dos por semana.
Una de las llaves era más grande que el resto. Tomó esa y de frente a la puerta la introdujo en la cerradura. La giró dos veces hacia la izquierda y de inmediato se escuchó un chasquido en el mecanismo que reverberó en todo el pasillo. La puerta estaba ahora abierta.
A medida que se abría, un chirrido acompañaba el movimiento. Las ventanas estaban cerradas y aquello era una verdadera boca de lobo. Apuntó la linterna hacia el centro arrebatando a la oscuridad parte de su misterio. Un escritorio repleto de papeles quedó al descubierto.
Sin embargo no le importaba aquel mueble antiguo ni los papeles ordenados, casi de manera obsesiva, en pilas simétricas. Detrás había una biblioteca, aunque su función no era solamente poner al resguardo los cientos de libros que contenía. Con firmeza se apoyó en uno de sus laterales y empujando con todo el cuerpo, la desplazó un metro.
La biblioteca ocultaba de la vista un panel de acero sobre la pared. El panel a su vez estaba dividido en seis partes iguales, conteniendo cada una cerradura. Eran en realidad, seis cajas fuertes. Y dentro de las mismas estaba aquello por lo que había arriesgado todo en las últimas semanas.
No por nada lo consideraban el alumno más inteligente y a quién más confianza le tenían los profesores e incluso, la rectora. Era brillante y tenía un gran porvenir. Ese año en particular había trabajado codo a codo con varias investigaciones y en la universidad habían recibido ofertas de varias empresas para poder contratarlo ni bien se graduara. La rectora, algo ilusa, pretendía que diera clases en el futuro, razón por la que lo invitaba seguido a tomar el té en su propia oficina.
Aquellas seis cajas fuertes contenían el historial de todos los alumnos. Allí estaba la suerte de cada uno de ellos. Porque cualquiera podía hackear los servidores y modificar las notas, pero el papel siempre reflejaría la realidad, la fría verdad de los números.
Probó dos llaves antes de dar con la adecuada. La puerta se acero se abrió para su lado. Alumbró con la linterna y tiró del cajón hacia delante. Estaba en la letra del abecedario correcta. Fue pasando con los dedos a gran velocidad las carpetas guardadas. En la parte superior figuraba el apellido, lo que le permitía no detenerse una por una a ver a quién correspondía.
Treinta segundos después se detuvo en la carpeta que buscaba. La sacó con cuidado, como si fuera una bomba. Dejó por un momento la caja fuerte y fue hasta el escritorio. En la primera página estaba la foto de ella, sus tres nombres, su apellido. Sintió que el corazón le daba un vuelco. Suspiró. Las primeras páginas correspondían a los años anteriores. Saltó directamente hasta las últimas. Justamente donde estaba el problema.
Le dolían esos números de tan solo verlos escritos. Buscó en la mochila su libreta de apuntes y la colocó al lado de la hoja de calificaciones. Tomó luego una lapicera y el sello de la rectora. Con una espátula de metal bien afilado raspó la tinta seca hasta hacerla desaparecer, una técnica que había practicado horas y horas a lo largo de dos meses. Luego miró su libreta y con enorme habilidad, imitó la caligrafía de la rectora. Cuando hubo terminado, legitimó todo con el sello.
Apreció su obra a lo largo de un minuto. Luego guardó todo en su lugar sobre el escritorio, devolvió la carpeta a su sitio y volvió a colocar la biblioteca donde correspondía.
Se marchó en silencio, despacio. Recorrió el último tramo en total oscuridad. Luego, volvió al armario. Trataría de dormir parado, descansar algo. Cuando todo el mundo retornara por la mañana, abriría la puerta y se mezclaría en la multitud. El plan perfecto, el sacrificio necesario. Todo por verla feliz.

10 de noviembre de 2015

La descendencia de Aergia

Era dueño de una teoría que llevaba al límite de la astucia. No recordaba el momento exacto en que había nacido en el seno de su pensamiento, pero si que en plena adolescencia, cursando la escuela secundaria, había confirmado su eficacia.
Federico era una persona en apariencia normal, de vestir prolijo, cabello corto y barba siempre recortada. Todas las mañanas bajaba puntualmente los ocho pisos de su edificio en el ascensor de la derecha, cruzaba el hall principal, saludaba al portero y salía a la calle para recorrer los cien metros que lo separaban de la parada del colectivo.
Allí esperaba junto a otros trabajadores, estudiantes y docentes somnolientos. Pero a diferencia de ellos, con rostros de resignación y sueño, a él se lo veía espléndido.
Media hora más tarde se sentaba en su escritorio, dentro de una reconocida empresa, donde su jornada laboral transcurría con total tranquilidad.
Los superiores iban y venían, llamaban por el apellido a compañeros, daban órdenes tanto a hombres como mujeres que corrían de un lado a otro llevando papeles, buscando impresiones, arrastrando pilas de carpetas con información vital.
Y en ese caos rutinario, al que todos estaban tan acostumbrados como sumidos, descansaba Federico. Porque su teoría era endiabladamente efectiva. Sostenía, en silencio, sin compartirlo con nadie, pero orgulloso de los resultados, que la pereza lo resguardaba del trabajo.
La famosa ley del menor esfuerzo, pero transformada en un práctico manual de supervivencia laboral. De vez en cuando garabateaba en un cuaderno notas al respecto, porque pensaba que quizá algún día, cuando estuviera jubilado, podría tener la voluntad de escribir un libro con su postulado.
Había notado ya desde el colegio, que aquellos que más estudiaban o proponían ideas para proyectos, eran los que más debían preocuparse por cumplir con las obligaciones que les imponían. Fue entonces que comprobó que si lograba alejarse de las actividades pero sin que los demás se dieran cuenta de la actitud poco compañera, lograría un menor número de responsabilidades y horas de estudio o investigación. Y la mejor manera era no haciéndose notar. Nadie le pide algo a quién no está.
Con el tiempo fue puliendo la idea, las formas, las estrategias. Hizo lo mismo en la universidad. Comprendió que no era difícil. Parecía un ser invisible, alguien que estaba pero al mismo tiempo no. Era imposible asignarle algo, porque prácticamente no lo tenían en cuenta.
Para cuando consiguió el trabajo en la oficina, era ya un experto en el arte de pasar desapercibido. Federico era el maestro de la pereza. No hacía absolutamente nada, pero nadie se lo reclamaba. Los demás trabajaban, perdían en cabello en crisis de tensión, agrietaban sus rostros con estrías de cansancio, debilitaban el corazón siguiendo el ritmo inalcanzable e incestuoso de la supervivencia. Y Federico, en tanto, se recostaba en la plácida tarea de no hacer nada. De estar y al mismo tiempo no. De dejarse ver, pero solo lo suficiente, de desaparecer en el momento justo, de evitar las tareas, las obligaciones. Y en ese arte, era un artista. El mejor.
Cuando anunciaban los aumentos, él los recibía. Cuando llegaban los elogios, él los disfrutaba. Cuando veía venir trabajo, simplemente sonreía porque sabía muy bien que no lo afectaría. Estaba ahí, pero al mismo tiempo no.
Al finalizar el horario de la oficina, se ponía de pie y caminaba lentamente hasta las escaleras, que bajaba peldaño a peldaño, sin ningún apuro. Cuál fantasma, su figura se iba diluyendo, consumiéndose junto a las agujas del reloj, feliz de vivir sin necesidad de sobrevivir, de no hacer para ser, de tener solo que fingir estar para estar y no sufrir.

1 de noviembre de 2015

Seres felices

Lo vi esconderse entre los árboles, sobre las copas más altas. Era gris, con forma de plato. Se movía tan rápido como un colibrí, aunque no aleteaba ni se detenía en el aire buscando una nueva flor a la que acercarse.
Provocaba un zumbido extraño en el aire, como queriendo dejar asentado que era real y no solo mi imaginación.
Hasta la arboleda tenía al menos quinientos metros. Cruzar a través de ella me llevaría media hora. Aquel objeto podía emprender vuelo en cualquier momento. Aunque estaba seguro que era un OVNI, no quería pronunciar ese nombre.
Corrí a más no poder. Tropecé con raíces varias y veces y rodé sobre la hojarasca en un par de oportunidades. No me detuve a mirar los raspones en los brazos. Seguí corriendo, con la boca abierta, tratando de cambiar el aire en la misma proporción al esfuerzo.
Cuando divisé la última fila de árboles, el atardecer estaba cayendo. Al llegar al final del recorrido, me topé con el arroyo. Y sobre éste, flotando, esa enorme nave.
Quedé atónito ante la imagen y rendido ante el cansancio. Flexioné las rodillas hasta dejarlas caer al suelo. Apoyé las manos sobre la gramilla y el olor del agua envolvió mis sentidos, salvo el de la vista, atrapado por esa visión propia de un libro de ciencia ficción.
Dos seres extraterrestres chapuceaban en el agua, con flotadores en forma de pato alrededor de sus caderas. Uno le arrojaba agua en el rostro al otro, que se cubría su único ojo con una especie de garfio de carne.
Eran felices, como dos niños pequeños.
Pero entonces, involuntariamente, mi pierna quebró una rama y el sonido quebró el encanto. Ambos miraron hacia donde estaba y sin mediar movimiento alguno, nave, extraterrestres y patos salvavidas desaparecieron del arroyo.
Quedé contemplando el agua siguiendo su curso, sin siquiera estelas que confirmaran lo que acababa de presenciar. Anonadado me puse de pie y observé en derredor. Nada. Ni un solo rastro de los visitantes.
Volví triste, apesadumbrado. No sabía si por no haber podido obtener una prueba de aquello o por haberlos espantados.
Desde entonces visito el lugar, anhelando encontrarlos. No para fotografiarlos ni otras cosas raras, sino para nadar con ellos y salpicarlos con agua, tratando de comprender cómo es que en el resto del universo aún quedan seres felices.

24 de octubre de 2015

Las sirenas del fin del mundo

Cuando la sirena aullaba era mala señal. No las sirenas de las ambulancias, la mayor, que estaba encaramada en lo alto de la torre de lo que era la iglesia del pueblo, ahora convertida en un refugio para infectados.
Ese sonido, tan fuerte como agudo, penetraba el alma. Significaba una sola cosa. Más infectados en las fronteras.
Entonces si, las que escuchábamos a continuación eran las otras, las que se confundían en la letanía de los días gracias al efecto doppler que provocaban. Y si nos asomábamos por las ventanas, íbamos a ver las ambulancias partiendo raudamente por la calle principal hacia alguna de las tres salidas del pueblo.
A la hora, como mucho, las veíamos volver. Estacionaban delante de la vieja iglesia y arrojaban la carga puertas adentro. Los recién llegados iban envueltos en grandes bolsas que cubrían casi todo el cuerpo, salvo los pies, con los que podían desplazarse.
No observábamos sus rostros, tampoco nos interesaban. La preocupación por el mundo exterior había terminado hacía mucho tiempo. Lo que nos quedaba eran nuestras vidas y nada más. Los refugiados eran abandonados en ese lugar, porque salvo por sobras de comidas que se le arrojaban por encima de los tapiales del patio, nadie entraba ni siquiera a corroborar que estuvieran vivos.
Es que ellos también eran conscientes del final. Al menos, no iban a morir en el camino. Un techo y algo de comida podía darles una cuota de menos sufrimiento, si es que eso era acaso posible.
¿Cómo comenzó todo? Ya nadie lo recuerda. Una guerra allá, otra por acá, una más cerca, otra más lejos y un buen día el cielo se convirtió en una bola de gas rojo y la gente comenzó a enfermar. ¿Quién lanzó ese químico? Una pregunta que ninguno puede responder. Si alguno se creyó ganador, es porque también perdió.
En el pueblo sobrevivimos por una sola razón. Dios. Ojo, que no se malentienda. No fue un milagro místico, más bien de coincidencias. Cuando aquello ocurrió el pueblo estaba reunido dentro de la iglesia debatiendo una cosa: la demolición de la iglesia.
Y es que, siendo tan pocos y necesitando de dinero para poder comprar una mayor cantidad de provisiones, no veíamos con malos ojos vender las reliquias, los mármoles, los ladrillos y lo que hiciera falta para poder recaudar fondos.
Mal que nos pese, a pesar de lo que muchos dirían que era un sacrilegio, estar dentro de aquel recinto, nos salvó las vidas.
Aguardamos pacientes hasta que aquello remitió. Cuando salimos, descubrimos que quienes habían estado en sus hogares o en las calles, se habían infectado. Y de a poco, fueron muriendo. Los que venían de otros pueblos nos informaban que en todas partes sucedía lo mismo. Pero nosotros, la gran mayoría, estábamos sanos.
Hoy, no es novedad, el mundo se está muriendo. Las noticias no llegan, la era de la globalización retrocedió varias casillas y la humanidad misma camina a ciegas, enferma, hacia la extinción. En el pueblo intensificamos las huertas y de esa manera seguimos vivos.
Los infectados, aunque parezca mentira, siguen llegando. Los vigías apostados en las afueras nos lo hacen saber, para que evitemos que lleguen a las pocas tierras fértiles que quedan y nos contaminen los alimentos.
Quizá nunca agradezcan nuestro gesto de bondad al darles una última esperanza, pero es lo que hacemos. Los llevamos a un lugar que para nosotros es especial, porque nos salvó la vida y allí, entre santos y otros enfermos, puede que encuentren la redención o el sentido a tanto lamento.
Sabemos que mueren, vaya que lo sabemos. Los que viven queman a los que perecen, en una hoguera expiatoria cuyo humo sobrevuela la noche durante horas, confundiéndose con las estrellas y los últimos rastros del polvillo rojo que aún vaga en las alturas.
No nos queda otra que ser testigos, desde nuestras moradas. Somos conscientes que estamos tan muertos como ellos, pero en vida. Una paradoja difícil de explicar, pero que tácitamente todos aceptamos.
Las sirenas suenan demencialmente y nos arranca del sopor, solo para llevarnos hasta las ventanas y esperar.
Esperar y observar. Observar y esperar. Esperar...

20 de octubre de 2015

El jardín de Helena

Helena vivía postrada en una cama desde que tenía memoria. Su breve contacto con el mundo ocurría cuando de tanto en tanto una ambulancia venía a buscarla para llevarla a realizar algún estudio.
La desolación de sus días se veía compensada, si así podía decirse, por una ventana. Era amplia y sus cortinas blancas estaban siempre descorridas a pedido de la propia Helena.
Su padre se las había ingeniado para que la cabecera de la cama estuviera algo más elevada que el resto, por lo que su hija podía apreciar de menor manera el exterior, aunque fuera a través de un vidrio.
No solo era la rigidez de su cuerpo lo que la mantenía confinada. Su sistema inmunológico era tan sensible que cualquier cosa podía afectarla.
A Luis desde pequeño le había llamado la atención cuando pasaba por delante de esa casa de tres pisos, la ventana situada justo por la mitad de la construcción. Ese rostro blanquecino que se asomaba con timidez del otro lado, perteneciente a un cuerpo siempre acostado, le resultaba un misterio.
Sin embargo, con el correr de los años, fue sabiendo más de la persona que permanecía allí condenada al encierro. Y a pesar de la distancia, de verla a través de un vidrio, se fue enamorando.
Un sentimiento tonto, lo sabía. Porque ella no estaba enterada y él jamás la llegaría a conocer. Así se lo habían hecho saber. Nadie podía visitarla, salvo su familia.
De alguna manera ,sin embargo, quería hacerle saber lo que significaba para él. Del otro lado de la calle había un espacio verde. Un lote que nadie ocupaba. No le importó averiguar de quién era ni si tenía permiso para hacer lo que iba a hacer. Las buenas voluntades no conocen de esas cosas.
Cortó el césped y compró plantas. Muchas y diferentes, asegurándose que todas dieran flores.
Helena jamás había reparado en ese muchacho que desde hacía tiempo se detenía en la vereda a mirarla embelesado. La tarde que lo observó cortando el pasto no sospechó que lo que estaba haciendo la tenía como destinataria. Pensó que al fin alguien se dignaba a arreglar ese espacio abandonado.
Fue testigo entonces de cómo ese sitio se transformaba en algo bello. Primero el pasto corto, luego las plantas y finalmente las flores. Y cada tarde, ese mismo muchacho, echándoles agua con una regadera con toda la paciencia del mundo. Hasta le parecía que por momentos miraba hacia su ventana. Cosa extraña e imposible, por supuesto.
Ahora, cuando miraba hacia la calle, el rutinario paisaje le sonreía. Aquel jardín le arrancaba una sonrisa, le producía un cosquilleo interno que la hacía sentir radiante. Cuántas ganas tenía de decirle a ese muchacho lo agradecida que estaba, más allá que el jardín no era para ella.
Luis fue agregando flores día a día. El colorido le transmitía felicidad. Se imaginaba a la mujer de la que se había enamorado contenta con el nuevo paisaje que ahora podía disfrutar desde su lecho. Cada tarde al salir del trabajo se dirigía al jardín de Helena.
De vez en cuando miraba hacia la ventana, deseando que ella pusiera atención en él. A lo lejos distinguía el rostro pálido, pero no podía divisar sus facciones, las emociones, ni las palabras murmuradas por esa chica. Y si embargo, la amaba.
Cada tanto no estaba. Sabía que la llevaban a realizar estudios. Por eso esa tarde no se preocupó. Regó las plantas, quitó la gramilla invasora y se fue. Al otro día, tampoco la vio. Y al siguiente. Y al otro. Esas noches no pudo dormir. Temía algo.
Finalmente se decidió a tocar a la puerta. Era una casa de estilo antiguo y la puerta medía casi dos metros y medio de alto y dos de ancho. No obtuvo respuestas.
- ¿A quién busca? - preguntó un vecino que estaba a punto de introducir la llave en la cerradura de su casa, a unos quince metros hacia su izquierda - Enterraron a la hija hace dos días, estaban destruidos, no creo que le abran a nadie.
Las palabras significaron un sismo. Un cataclismo en su interior. Luis caminó toda la tarde y noche sin rumbo. Lloró en esquinas que jamás había visitado, sollozó en barrios que ni siquiera conocía. El amanecer lo recibió sentado entre sus plantas, en el jardín de Helena.
Luis vuelve cada tarde, riega las plantas, quita la hierba mala y agrega alguna que otra flor. En la entrada puso un cartel muy grande y repleto de color. Dice "El Jardín de Helena".
Días atrás un hombre corpulento pero al mismo tiempo abatido por el tiempo, se acercó tímidamente.
- Mi hija se llamaba así - le dijo a Luis - Murió hace pocas semanas. Es una rara coincidencia que haya bautizado así a este lugar, pero le quiero agradecer. Es lo primero que veo cada día al asomarme al que era su cuarto. Al mirar por la ventana y ver este lugar, el cartel, siento que ella aún está viva. Le quiero dar las gracias.
Se estrecharon en un abrazo y Luis lloró toda la noche. Pero ya no lo hace. Las lágrimas no tienen lugar en su vida. Las energías están puestas en ese mágico lugar, donde ella renace con el sol y se acuesta a descansar con la llegada de la luna.

16 de octubre de 2015

Un día perfecto

Fue un día soleado. Cálido, espléndido. Lo recuerdo muy bien. El cielo era celeste de una punta a la otra. No había nubes. No había nada que pudiera opacarlo. Era un día perfecto. Con la calma del campo, la brisa suave de la primavera, el deseo silencioso de concretarlo.
Había estacionado el coche cerca de la orilla de un arroyo. No había caminos que llevaran hasta allí. Había atravesado la naturaleza salvaje en medio de la noche aguardando el amanecer para hacer realidad el plan. Pero me quedé dormido. Cuando desperté estuvo a punto de maldecir tremenda distracción, pero al ver ese celeste en lo alto, supe que había sido una bendición y no un error.
Estiré las piernas caminando de norte a sur siguiendo el curso del agua. Retorné con los pulmones desbordantes de aire puro. ¡Qué lejos estaba la puta ciudad! Los oídos seguramente no creían tanta paz, tanto silencio. Los ojos observaban absortos el abundante verde. El tacto palpitaba con el roce de las plantas. El olfato se deleitaba con el aroma de la vida.
Llegué al auto. El sol había calentado su superficie. El rojo refractaba la luz del sol, obteniendo destellos conmovedores. Abrí el maletero. Chirrió como lo hacía siempre, producto de los años y el abandono. En su interior, acurrucado, estaba el estúpido que vendía flores en la esquina de la plaza. Durante años lo había visto allí parado, ofreciendo con su entrecortado murmullo, nombres mal pronunciados de naturaleza despojada de su hábitat natural.
A medida que el plan cobraba forma en mi mente fui sabiendo que era la persona para comenzar. Porque a él le había comprado esas flores de mierda que Susana me arrojó por la cabeza el día que rompimos y que a pesar de ello, cada vez que pasaba por el lugar seguía insistiendo con su monótono hablar, haciendo que mi odio se incrementara día a día.
No podía evitarlo, mi puesto de diarios estaba justo frente al suyo. Y verlo desde la mañana hasta que caía la noche, era ver el fracaso de aquella tarde, cuando Susana en un arrebato de locura me dijo adiós, me tiró las flores y corrió hacia un taxi con el infortunio de ser atropellada antes por una moto.
Cuántas veces me dije en las noches de desvelo, que esas flores gran parte tenían de la culpa de lo sucedido. Flores de porquería, sugeridas por un malparido que apenas sabía hablar. Y lo fui imaginando maniatado noche a noche, hasta que supe lo que debía hacer.
En realidad, no era el único culpable. La cadena era extensa. Él, su hermana, el ex novio, la madre, la vecina chismosa, la tía... Pero por alguien había que comenzar. Y entonces, aquella tarde maravillosa, a metros de un arroyo en medio de la nada, abrí el maletero y lo contemplé durante largos minutos, mientras él trataba de zafar el pañuelo que había metido la noche anterior en su boca y se agitaba inútilmente dentro del estrecho habitáculo.
El plan se ponía en marcha. Por eso lo recuerdo tan bien. Está grabado en mi memoria. Y hoy, en un día totalmente diferente, con la lluvia arreciando sobre mi rostro, cuerpo y alma, me encuentro a  un lado del mismo coche rojo, pero al borde de un acantilado. En el maletero está la tía, que todavía respira. Lo hará durante un tiempo más, hasta caer a lo largo de unos veinte o treinta segundos en pleno descenso contra rocas, arbustos y bordes filosos.
Será el fin del plan. Cerrar una etapa. En breve seré libre. El sol del primer día, la lluvia del último. El acantilado es el lugar perfecto para comenzar de nuevo. Primero la última persona culpable. Luego el esperado renacer.
Un diluvio borrando el pasado... como aquella vez en el campo: es un día perfecto.

7 de octubre de 2015

Algo huele mal en el sótano

Al desplazar las cajas quedó al descubierto lo que provocaba el mal olor. Sin embargo, no era lo que sospechaba. El ratón muerto que preveía se había transformado en algo mucho más grande y al mismo tiempo, espeluznante.
El estado de descomposición de aquel descubrimiento era avanzado, al menos de una semana. Si no hubiera estado visitando a su mamá en Buenos Aires, lo habría notado antes. Pero ese viaje era impostergable, los episodios de su madre de pánico se habían cada vez más intensos y todos en la familia temían por un suicidio.
Aunque no era solo el hecho de notar o no el olor y lo que allí había. Era el acto mismo de lo que había sucedido. Si él hubiera estado en casa, fuera lo que fuera que había pasado, no tendría por qué haber sucedido.
Los pensamientos iban y venían en su cabeza en forma de torbellino. Las imágenes también. El cuerpo a sus pies se mantenía inerte, con el rictus aterrador de la muerte en cada milímetro. Pero suponía, con una certeza que lo asustaba, que lejos había estado de permanecer quieto en los instantes finales. El torso desnudo parecía lacerado, grandes manchas oscuras evidenciaban mucha violencia en su contra.
Pero el horror era aún más vívido al observar lo que quedaba de la cabeza, con medio cráneo a la vista y las cuencas vacías donde debían estar los ojos.
Una cicatriz enorme surcaba la cara y atravesaba incluso la nariz, cuyo tabique estaba abierto dejando una hendidura por la que se movían libremente gusanos blancos.
Se quedó inmóvil mirando los detalles, asombrado, perplejo. Algo brillaba debajo del torso. Se acercó y movió el peso inerte con la punta del zapato. Debajo había un reloj. Su reloj.
Se agachó para recogerlo, sin poder entender como había llegado allí. La malla estaba rota y no podía leerse la hora por la cantidad de sangre seca que cubría la parte frontal.
Escuchó un ruido a sus espaldas. La puerta del sótano se había abierto. El sonido de los tacos bajando las escaleras era inconfundible. Virginia estaba bajando. Dudó entre mover de nuevo a su lugar la caja pero comprendió que no tenía mucho sentido. Por un lado, el olor era nauseabundo. Solo ocultaría el cuerpo. Por el otro, Vicky era quién había estado sola en la casa durante el tiempo que él se había ausentado. Si algo pasó, ella debía estar enterada...
- Vicky... ¿qué es esto?
- Si, ya sé... - respondió ella, llegando hasta él y extendiendo las manos buscando las suyas. Vestía una remera blanca de mangas cortas, lo suficientemente larga como para cubrir parte de sus muslos. Debajo no llevaba nada puesto - Prometí limpiarlo, pero sinceramente no pude Guillermo, no pude...
- Pero... ¿qué pasó acá, quién es esta persona? - estaba nervioso, las palmas le sudaban, ya no estaba seguro de conocer a como creía a la mujer que tenía adelante.
- Pasó lo que tenía que pasar - dijo ella tajante, haciéndolo a un lado - Era de lo que hablábamos Guillermo, tampoco te hagás el sorprendido.
La escuchaba y no comprendía.
- Vicky, decime... ¿lo mataste vos? ¿Lo conocías al menos?
- ¿Yo? Cada día estás más loco Guillermo. Si bien está desfigurado, pero hasta tu mamá en medio de un ataque de locura de esos que tiene se daría cuenta quién es.
- ¿Quién era? ¿Quién era este tipo?
- ¿Me hablás en serio? - Vicky estaba trayendo bolsas negras de consorcio, de las grandes, reforzadas.
Guillermo abrió los brazos, en un gesto que denotaba su ignorancia e impaciencia.
Virginia se llevó las manos a la cabeza.
- ¡Es tu editor, pedazo de infeliz! Lo mataste porque dijo que lo que escribías era pura basura y quería romper el contrato con vos. Y después hiciste lo de siempre que hacés una locura de estas, llamaste a tu mamá y le contaste, y la estúpida tuvo uno de sus ataques. Y acá me dejaste, con el fiambre en el sótano.
- Vicky, qué decís, no podés estar inventando...
- ¿Inventando? Ya me estoy cansando Guillermo... Qué casualidad, tus lagunas mentales son cada vez que te despachás a alguien. Te puedo tolerar este problemita tuyo, pero te lo digo ahora y nunca más: es la última vez que me dejás el muerto a mí sola.
Él tragó saliva, no podía recordar nada, pero aún más miedo le daba el tono de voz de su mujer, la manera en que preparaba las bolsas de consorcio, la seguridad con la que se movía...
- ¿Entendiste? - dijo de manera agresiva, sin llegar a ser una pregunta, sino una aseveración.
- S... Si... si mi amor, entendí.
- Bien, ahora traé la sierra que tenemos que tirarlo de a partes...
- ¿Estás segura que yo hice esto?
- Guillermo ¿podés concentrarte? Traé la sierra te dije. Me cago en la mierda, che. ¿Para nada servís?
El escritor se dirigió hacia el banco de trabajo donde estaban las herramientas, en total silencio. Ahora tenía la mente en blanco, como esas noches eternas en las que las musas lo abandonaban y la pantalla del ordenador permanecía impoluto. La voz de Virginia resonaba de fondo, dando órdenes e insultando. Podía verle el culo allí agachada, tratando de sacar uno de los brazos de debajo del torso. Era todo tan irreal, que parecía sacado de uno de sus cuentos.
Hacía esfuerzo por recordar, pero era en vano. Sus manos temblaban, no obstante tomó la sierra y volvió sobre sus pasos. Quedaba mucho por hacer y según ella, no era la primera vez.
Solo rogaba en silencio, que fuera la última.

3 de octubre de 2015

Ladrón Virtual

De: lvlvlvlvlvlv@xasascca.com

Para: Restaurant Las Estrellas de Oro (info@rledo.com)

Asunto: Robo

Mensaje enviado con importancia Alta.

Estimado encargado:

Por la presente, solicito me haga entrega del dinero de la caja mediante una transferencia electrónica a la cuenta bancaria que adjunto en un archivo encriptado y exija a los comensales que en este momento están en el local, a desviar por home banking una suma en concepto de robo adicional.
En caso de no cumplimentar con mi pedido, se verán expuestos a un ciber ataque en la red, en cuyas redes sociales aparecerán filmaciones extraídas de sus propios equipos de CCTV que comprometen la higiene del restaurant cómo así un resumen de transacciones fraudulentas, comprando a proveedores en negro para evadir impuestos.
En cuanto a los clientes, obligue a que colaboren, de lo contrario les haré llegar un mensaje de texto con una dirección url en la que comprobarán, mediante imágenes, que es lo que están comiendo exactamente. Material suficiente para demandas varias.
Espero haber sido claro.

Sin más, los saludo atte.

Ladrón Virtual
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26 de septiembre de 2015

El vivero misterioso

La fachada repleta de flores invitaba a pasar. Una vez dentro las hojas verdes que colgaban de macetas elevadas formaban una especie de pasillo viviente que llevaba hasta un recinto mucho más amplio e iluminado de manera natural gracias a un techo vidriado.
Allí, sentado en un banco de madera, esos típicos de las plazas, aguardaba un señor de muy baja estatura. No era necesario verlo parado para comprender que alcanzaría con suerte el metro y medio. Sus pies no llegaban al suelo y la cabeza no sobrepasaba el respaldar. Masticaba tabaco y lo escupía en una maceta cercana.
El hombre se limitaba a estar allí, no atendía el lugar ni hablaba con nadie. Podría decirse que era algo más para ver en aquel sitio. Si uno seguía avanzando se encontraba con otro pasillo, pero ya no había plantas que lo rodearan. Muy por el contrario, era oscuro y de paredes sin terminar, en las que podía apreciarse el ladrillo sin revocar cubierto por telarañas.
Nadie se atrevía a ir más allá de ese sitio iluminado. Durante muchos días, desde que aquel extraño lugar abrió sus puertas, la gente entraba, llegaba hasta el hombre de baja estatura y al no recibir respuesta alguna, se marchaba sin saber si era un comercio, un pequeño jardín botánico o qué.
Vaya a saber quién fue un poco más allá del simple recorrido y tomó una planta con su respectiva maceta y se fue del lugar sin pagarla. La voz corrió con celeridad, como en todo pueblo chico, y tanto los previamente habían visitado el sitio como aquellos que no lo conocía, se aventuraron a su interior con el fin de llevarse consigo una planta de manera gratuita.
Parecía raro hacer algo semejante mientras el señor que masticaba tabaco sentado en el banco de madera observaba todo sin la menor intención de protestar o de abrir la boca para pronunciar alguna palabra.
Cierto grupo de vecinos se negaron a entrar. Tenían reticencia basada en sus observaciones, la mayoría con fuertes argumentos. Por ejemplo, se preguntaban "¿quién abre o cierra el comercio?" que era algo realmente enigmático, porque no se había visto a nadie hacerlo y sin embargo, durante la noche estaba cerrado. O bien "¿cómo es que uno puede llevarse lo que quiera sin que nadie diga nada?" y lo más preocupante, si es que uno lo analiza racionalmente, "¿cómo es que al día siguiente el sitio está otra vez poblado de macetas y plantas?".
De más está decir que el misterio detrás del hombre sentado en el banco de madera, al que ese grupo de vecinos jamás había visto dado que no habían entrado, era el eje principal de la negativa continua por aceptar el lugar y el acto de todos nosotros, propensos a ingresar una o dos veces al día por esa puerta tan bien adornada con flores con el único fin de hacernos de una nueva planta.
En mi caso, jamás me habían interesado las flores, las plantas, la jardinería y todo lo que tuviera que ver con el reino de la flora. Ni siquiera un cactus, que la gente usa como adorno porque apenas si tienen que recordar regarlo. Nada. Y ahora, casi como una adicción, recorría las diez calles que tenía hasta el lugar sin nombre de las flores y plantas bonitas, y regresaba portando una maceta con una planta diferente a la del día anterior.
De a poco, quiénes disfrutábamos de este ir y venir hacia el vivero misterioso y aquellos que renegaban del mismo diciendo que era cosa del demonio - entre algunos de los argumentos fantásticos que se oían a diario - nos fuimos distanciando. Vecinos de toda la vida, que sin embargo comenzamos a ver como enemigos, tomando sus palabras negativas como frases dirigidas a los que estábamos de acuerdo en que no hacíamos nada malo.
En un pueblo de tan poco habitantes, eso fue socavando la comunidad. No entrábamos a los comercios de los que estaban en contra de aquel sitio que nos ofrecía plantas a cambio de nada y ellos nos pisaban los nuestros. Habíamos tomado esa forma de hablar, ellos y nosotros. El otro bando hacía lo mismo. Y sin darnos cuenta, ni planearlo, habíamos dividido el pueblo en dos.
Pero nadie se detuvo a replantear la realidad. Se había dado así y así seguiría. Si a ellos no le gustaba lo que nosotros hiciéramos, por qué a nosotros debería importarnos lo que ellos hacían. En tanto, nosotros, íbamos al lugar, recorríamos sin prestar atención al hombre en el banco y al pasillo de paredes de ladrillos repletas de telarañas y nos íbamos con una nueva maceta y planta para el hogar.
Ya no sabía donde ponerlas, había en cada habitación, en el patio, en el exterior, incluso había comenzado a colocar en el techo. Muchas personas estaban en la misma situación. Pero eso no era impedimento para continuar con nuestros viajes diarios.
Claro que algo que no estaba en mis planes sucedió y ya nunca volvería a retornar a ese lugar. Fue en una de mis salidas en dirección a la fachada de las flores. Oscar, el kioskero al que le compraba el periódico antes que se pusiera del lado de ellos, hacía el reparto de diarios en su motoneta y en una esquina nos encontramos. El en su moto, yo a pie. Por supuesto, ninguno se detuvo. El orgullo ante todo. Y me quebró una pierna al chocarme. Él no la sacó barata, porque al caerse se fisuró el codo. Pero salí ganando yo, no tengo la menor duda.
Con la pierna quebrada, sin nadie que me ayudara, tuve que permanecer a la fuerza en cama con el yeso impidiéndome caminar. De a poco, fui testigo de como las plantas se marchitaban en sus macetas, que coincidencia o no, perdían al mismo tiempo el color y se opacaban. Había días que apenas me levantaba para ir al baño y buscar algo de comida, pero no podía regar las plantas. Eso las fue matando lentamente. Tras un mes y medio, recobré la movilidad gracias a las muletas. Ninguna planta había sobrevivido.
Pude salir a la calle al fin y la primera intención fue ir hasta aquel vivero donde regalaban las plantas. Para mi sorpresa, mientras caminaba con esfuerzo y lentitud, había desaparecido muchas viviendas. En realidad, esa fue la sensación inicial. Solo al observar con detenimiento comprendí que donde tenían que estar algunas casas, ahora era todo vegetación.
Hacia donde miraba encontraba una imagen similar. Y no tardé demasiado en asimilar que las viviendas que aún apreciaba pertenecían a ellos. Sentí odio, porque mi lógica me hizo sospechar de ellos como los causantes de lo que estaba viendo.
Avancé como pude, tratando de mover la muleta lo más rápido que pudiera, temiendo por mi vida, creyendo que en cualquier momento ellos se arrojarían  sobre mí, me secuestrarían y harían desaparecer mi vivienda. Buscaba con la mirada alguien de los míos, pero no había nadie en las calles. Tenía que llegar al vivero cuanto antes. Sin embargo, al llegar al lugar quedé en un estado de parálisis absoluto. La fachada floreada había desaparecido, la puerta parecía abandonada desde hacía años, repleta de telarañas con el picaporte herrumbrado. Traté en vano de abrirla.
De reojo vi como ellos venían hacia mí. Eran unos doce o quince y entre ellos estaba Oscar, la persona que me había atropellado. Me puse de espaldas a la puerta y esgrimí la muleta para defenderme. Atacaría sin piedad, si eso era necesario.
- ¡Fuera de aquí!¡No se acerquen! - les grité.
Pero ellos avanzaban, mirándose entre ellos, tan asustados como lo estaba yo. Vi en sus rostros miedo. No podía creer que mi presencia pudiera crear ese efecto. Ellos eran más de una docena y yo... tan solo una persona lisiada armada con su muleta.
Entonces el propio Oscar pidió a los demás que dejaran de acercarse y con cautela me hizo señas que me alejara de la puerta. Recién allí comprendí que no era a mí a quién temían, sino al lugar. Si saber por qué, le hice caso. Me tomó del brazo y me alejó de un tirón. Todos dieron un paso atrás, como si temieran que la puerta los engullera de un solo bocado. Pero la puerta permaneció en su lugar, como debía ser.
Con recelo los escuché. La historia que me contaban era macabra. Querían convencerme que las plantas engulleron a sus dueños, que se apropiaron de sus viviendas y que la única manera que tuvieron de impedir que eso prosiguiera, fue quemando el lugar. No había vestigios de un incendio en la fachada y eso les quitaba credibilidad. Me aseguraron que el lugar, tras el incendio, apareció así. Me imaginé al hombrecito escapando por el pasillo oscuro al final del lugar, llevándose su tabaco y todo aquello que tuviera a su alcance, pero no lo mencioné en voz alta.
Pregunté entonces si habían tratado de desmalezar las casas asaltadas por las plantas y contemplé rostros sombríos. Claro que lo habían hecho, afirmaron. Debajo de la vegetación ya no había nada.
Traté de hacerles entender que les creía y marché a mi casa. Hice todo lo posible por no observar en el camino las viviendas sepultadas bajo la frondosa vegetación. Intenté no pensar en los rostros amigos que nunca más volvería a ver.  Pero todo fue en vano. Las imágenes me asaltaron con furia y hasta la pierna aulló de dolor.
Crucé la calle intempestivamente y me dirigí hacia una de estas casas tomadas. Arranqué con bronca hojas y tallos y para mí horror, entre la espesura, apareció un rostro humano tan verde que dudé en una primera instancia en si lo que veía era verdad. El rostro, tan parecido al de Alicia, la dueña de esa casa, intentó abrir la boca para gritar pero ni bien lo hizo una raíz apareció en lugar de la lengua y dándole dos vueltas enteras a la cabeza, la arrojó hacia atrás, desapareciendo de mi vista.
Tambaleando, casi perdiendo la muleta en el movimiento, retrocedí todo cuanto pude. Al girar, quedé de cara a varios de ellos. Me miraban con una mezcla de piedad y sorna.
Volví a mi casa y eché a la vereda todas la macetas.
Durante la noche no pude pegar un ojo. A la madrugada tres golpes a la puerta demolieron mi cordura. Pensé que serían ellos, que venían por mí. Estaba segura que tarde o temprano lo harían. Pero al asomarme por la ventana no pude menos que reprimir un grito. Era el señor que se sentaba en el banco de madera en el vivero que quemaron ellos.
Era tarde, algo que no tenía explicación ocurría en el pueblo, había sido testigo de algo que aún perduraba en mis retinas horas antes y aún así, abrí la puerta. Por primera vez lo veía parado. Había errado el cálculo. Apenas medía un metro veinte. Su brazo estaba estirado hacia mí ofreciéndome una maceta con una planta de hojas redondas y verdes.
Sin vacilar la tomé.
- Mañana le traeré otra - me dijo antes de marcharse.
La coloqué en la pieza. Cómo negarse ante algo tan maravilloso.