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29 de enero de 2010

Pero... ¿aún no se enteró?

El televisor mostró primero dos rayas verticales, de color azul, y luego tres horizontales, verdes. Estuvo así quince segundos y luego de apagó.
Tomó el control remoto y apretó varias veces el botón rojo. No volvió a encender. A regañadientes se levantó del confortable sillón y se acercó al aparato. Hacía tanto que no usaba los controles que tenía en la parte frontal que no recordaba donde estaban. Los encontró, pero no tardó en averiguar que tampoco respondían a su petición.
Maldijo en voz alta. Una buena puteada, como la habría llamado su abuelo. En una hora empezaba el partido y se quedaba sin la televisión. Peor panorama, imposible.
Buscó rápido el contrato del canal de cable. Leyó detenidamente hasta que encontró lo que estaba buscando. Podía llamar al servicio técnico si el televisor presentaba algún problema. Marcó el número, esperó unos diez, quince, veinte segundos y antes que se rindiera, una sensual voz contestó del otro lado.
Le explicó el problema, la urgencia y hasta se animó a preguntarle el nombre. Analía le prometíó que en minutos más, tendría a los técnicos en su casa.
Se sorprendió al escuchar el timbre a los diez minutos. Abrió la puerta de inmediato, ilusionado aún con poder ver el encuentro. Dos hombres uniformados de azul lo saludaron con una sonrisa. Les correspondió con otra y los invitó a pasar.
Les explicó lo que había pasado. Los dos hombres se miraron, una de esas miradas que excluyen a los que no entienden los códigos que ya de antemano suelen manejar entre si personas que se conocen desde hace tiempo o bien, como en este caso, trabajan juntas.
Rodearon al televisor, lo desenchufaron, lo volvieron a enchufar y lo encendieron. O al menos lo intentaron. La pantalla seguía oscura, ausente de color y vida, como diciéndole que no vería el partido, que algo se había roto y habría que comprar uno nuevo. Ya se imaginaba haciendo cuentas con lo que le quedaba del último sueldo y las deudas que aún le quedaban por pagar del mes. Pero no le quedaba otra, tendría que sacrificar algunas cosas, no podía vivir sin el televisor.
Aguardó el veredicto de los técnicos. Sin embargo ellos permanecían agachados al lado del aparato, buscando quizá la falla o algún otro indicio que los llevara a una respuesta. No sabía en realidad que hacían, no tenía por qué ya que no era técnico, no sabía nada de electricidad y menos de electrónica. Bastante le había costado en su momento aprender a usar el control remoto.
Se acercó el también. Pero lo hombres le hicieron un gesto con sus manos que se detuviese. Daba la sensación que estaban intentando captar un sonido, porque sus ojos se habían posado en alguna parte del piso y eran sus orejas las que más próximas estaban del (por el momento) fallecido televisor.
De repente uno de ellos de un salto se puso de pie. El otro quedó en la misma posición. El que se paró, lo llamó, pero le hizo señas para que avanzara despacito y en silencio. "Mire, mire" le dijo casi en un susurro y a continuación le indicó con el dedo índice de la mano derecha la parte trasera del televisor.
No podía creer lo que veía. Un líquido azul verdoso estaba saliendo de la parte de atrás del aparato. El tipo le sonreía como si eso fuese lo más emocionante del mundo y él no podía dejar de pensar en que tendría que gastar la mitad de su sueldo en un nuevo televisor.
"No es hermoso" le dijo el técnico. "¿Hermoso que cosa?" le contestó de mala forma. "Eso" le dijo y le volvió a señalar la mancha de color. "No se, es algo que está saliendo del televisor, supongo que no sirve más, qué tiene de hermoso eso" dijo elevando el tono.
Al técnico se le escapó una carcajada y palmeó la espalda del otro, que estaba poniéndose de pie. Por supuesto, su compañero también se reía. Se miraron entre ellos, luego entre los tres, luego él miro a uno primero, a otro después y soltó un dudoso "¿Y? ¿Sirve?".
Los técnicos se largaron a reír, prácticamente se abrazaron en medio de la risa. Finalmente se calmaron y pidieron perdón. Uno de ellos le preguntó "hace mucho que no sale de su casa". Se puso a pensar, trabajaba desde su casa, las compras las hacía por internet, el resto del tiempo lo dividía entre la televisión y la computadora, no iba al médico, tampoco hacía ejercicios, ni siquiera salía a caminar... si, debía reconocer que hacía mucho tiempo que no salía de su casa.
Los hombres le dijeron que no se preocupara. Que era solo una gripe. Eso si, que cuidara al rojo. Que si se enfermaba también el rojo, corría el riesgo de terminar con un televisor en blanco y negro. Dicho esto, saludaron al estupefacto dueño de casa y salieron por la puerta. Se dio cuenta que se iban y los persiguió hasta la vereda.
¿Gripe? les preguntó incrédulo. Los técnicos volvieron a mirarse y se dieron cuenta que realmente esa persona desconocía lo que pasaba a su alrededor. En vez de risa, esta vez les dio lástima. "Si, gripe. Como un humano. Desde la radiación cada cosa sufre como un ser vivo. ¿Al menos se enteró de la radiación, no? ¿De la gran explosión? ¿De qué somos en esta parte del mundo los últimos sobrevivientes?". No podían creerlo. La expresión del hombre les indicaba que no mentía.
"Pero entonces..." balbuceaba casi sin que le pudieran entender las palabras.
Los hombres le dijeron que no se preocupara, que hiciese su vida como hasta entonces, que quizá así estaba mejor. Y que no se preocupara si por un par de días no podía ver televisión, total toda la programación era repetida. Ya no había nada nuevo y mucho menos en directo.
¿El partido? Era viejo, seguramente de hace unos diez años.
Claro, claro, desde la radiación...
Vio, va entendiendo.
Y se fueron en una pequeña furgoneta, perdiéndose al final de la calle. Comprendió que era verdad, hacía tiempo no salía de su casa. Ya casi ni recordaba el oscuro verde del cielo... o acaso era celeste. En fin, tampoco le importaba.
En lugar de entrar a la casa, se sentó afuera, sobre el piso, para repasar la charla que había tenido, porque había ciertos detalles, casi como arrancados de un sueño muy raro o una pesadilla muy vívida, que aún lo alarmaban.

25 de enero de 2010

El mejor sabor

Humberto creía que pocas profesiones daban tanto placer como la suya: degustador. Su exquisito paladar era motivo suficiente para que los mejores restaurantes europeos requirieran su presencia cada vez que un nuevo plato debía ser presentado.
Francia, España, Inglaterra, Alemanía, Italia, Suiza, Bélgica eran más que nombres en un continente, eran los lugares por los que se movía a diario, de un restaurant a otro, en algunos casos por llamados urgentes debido a invitados de la realeza o figuras internacionles. Le enviaban jets privados, coches y hasta helicópteros si hacía falta.
Tener el teléfono de Humberto, era para los restaurant de lujo poseer un tesoro inestimable. Y el veredicto de Humberto, que había crecido olfateando los pucheros, guisos y pastas de su vieja, cuando no, mojando el pancito para probar la textura y delicadeza del "juguito" o la salsa , en su casita de barrio de aquella pequeña ciudad del sur santafesino, era el dictamen de mayor autoridad en todo el planeta.
Gracias a ese trabajo, no solo conoció el mundo, sino todos los sabores que se podrían imaginar y aún muchos más. Por este motivo, ante cada degustación, la memoria de su paladar jugaba con los recuerdos, con aquellos sabores que conoció en la cocina humilde de su vieja y los exigía al máximo, buscando en el plato la combinación exacta que provocara en el espíritu del hombre el placer y la paz que una comida debía dar.
Los chefs más respetados parecían agonizar espectantes ante el hombre de baja estatura, de barba y bigotes oscuros, cabello casi ausente y bufanda celeste y blanca, que se sentaba en una mesa apartada del local, probando los nuevos platos con los cuales podrían alcanzar la gloria o bien, el fracaso rotundo. Ahí la importancia de Humberto, porque degustando él antes que un crítico o los propios comensales, estaba aún la posibilidad de corregir lo que estaba mal.
Porque el hombre no solo decía si el plato era bueno o no, enumeraba cada uno de sus aspectos. Y los cocineros tomaban nota, porque el hombrecito sabía lo que decía y nunca un plato, luego de sus apreciaciones, era el mismo al que ellos habían elaborado.
Razón suficiente para que el trabajo de Humberto se cotizara bien. Sin embargo, para Humberto el laburo era una excusa. No para viajar, ni para comer gratis, como muchos podrían pensar. Era argentino, claro, pero no de ese tipo. El buscaba otra cosa. Algo más profundo. Humberto buscaba a su vieja.
Si. En cada plato, en cada salsa, en las milanesas con papas, en los flanes con dulce de leche, en cada manjar que le ofrecían, la buscaba a ella. Y lo que hacía luego de probarlo, no era más que decirles todo lo que faltaba de ella en ese plato. Y así, al final, todo terminaba sabiendo a comida de mamá, aunque por más esfuerzo que hiciesen, nunca tendría comparación.
De todas formas, Humberto no se daba por vencido. Su búsqueda era interminable e incluso imposible. Porque vieja había una sola y los sabores de sus comidas se habían ido con ella, el mismo día que toda la familia le dijo adiós, postrada en la cama de la habitación grande, cuando él apenas pisaba los catorce.
"Ay vieja", se decía Humberto a solas, como hablando con su madre en aquella pequeña pero cálida vivienda de su pueblito natal, "si te dijera que en el mundo nadie cocina como vos, no me creerías, pero es así, no hay un plato igual al tuyo ni un bocado que me deje el mismo sabor a felicidad que los tuyos".
Y tras estrechar las manos del agradecido chef  y del feliz propietario del restaurant, se acomodaba la camisa y el pantalón, se ajustaba un poco la bufanda y tras pasarse (por costumbre) la mano por el cabello ausente, salía por la puerta principal del restaurant para caminar un rato por las calles de la ciudad de turno, pensando bajo las estrellas lo que hubiese dado por tenerla un tiempo más e incluso, permitirse esa caminata junto a ella.

22 de enero de 2010

Una noche de suerte

Pidió treinta fichas. Más no podía pagar. Las apostó todas las número trece y ganó. Entusiasmado, guardó la mitad de lo obtenido y apostó la otra, ahora al diecisiete. Volvió a ganar. Gente que no conocía lo abrazaba y mujeres muy hermosas se colgaban de su cuello. La sensación era plena.
La duda lo asaltó. ¿Qué debía hacer? ¿Apostar o retirarse con todo el premio? Algunos lo arengaban a seguir jugando por el simple hecho de arriesgar, otros solo querían saber si la suerte seguiría de su lado. Se decidió, tomó lo último que había ganado, separó la mitad y volvió a jugarlo.
Todo al dieciocho. La bolilla parecía no detenerse nunca, fue saltando de número en número hasta posarse señorialmente en la casilla dieciocho. ¡Todos lo victoreaban! Era mucha emoción para una noche. Demasiada. Su vida daba un vuelco sensacional en apenas quince minutos.
Volvieron a intentar convencerlo para que no dejara la mesa. Pero esta vez supo decir no. Jamás había apostado y esa era su primer noche. Cuatro apuestas que le habían salido increíblemente bien. Las tres en la ruleta y la del callejón.
Cambió sus fichas por dinero y le dieron un maletín. De imaginar lo que había dentro, sentía vértigo y un golpeteo alarmante del corazón. Lo felicitaron, le dieron las gracias y lo invitaron a volver. Seguro, pensaba mientras salía por la puerta principal, quieren recuperar lo que les estoy llevando.
Respiró el aire fresco, sabiéndose millonario. Miró hacia cada lado de la vereda y la encontró vacía. La noche estaba avanzada. Por la calle venía un taxi y le hizo señas. Fue directo a su humilde casita, en las afueras de la ciudad. Por la mañana tendría que pensar en mudarse.
Algo más amplio, más limpio, menos peligroso. No necesariamente una casa, podía ser un departamento. En todo caso, era soltero. Una casa sería muy grande para él. El resto, abriría una cuenta y lo depositaría. No lo desperdiciaría como otros. Había sido su noche de suerte y debía ser inteligente. Por eso, el primer paso era inevitable. El de mudarse y de ser posible, en otra ciudad.
Nunca se sabía que tan rápido la policía podía encontrar el cuerpo acuchillado de Evaristo entre las cajas de basura del callejón contiguo al casino, con el que había luchado a muerte por aquellas treinta monedas que luego canjeara en fichas.

19 de enero de 2010

Artemio

Artemio era de esos borrachos largos, de los que se acodan al mostrador y no dejar de hablar ni un segundo, ni siquiera cuando uno está dialogando con otra persona, interrumpiendo o solamente hablando por encima de las otras voces.
Petiso y desgarbado, de cabello corto y grasoso, con un ínfimo flequillo prácticamente pegado sobre la frente, con unos bigotitos chiquitos y los ojos siempre colorados, era el centro de las bromas cada noche, aprovechando la clientela que Artemio estaba chupado y no entendía ni jota de lo que le decían, pero contestaba a todo.
Y si a esto le agregamos que al menor trago que probaba su voz se ponía aguda, casi como un chillido, el show que involuntariamente podía ofrecer, era impagable. Para la gente, claro. Para uno que labura, se vuelve pesado. E incluso para los que no son habituales, como ser grupos de amigos que están de pasada por unas cervezas después de un partido de fútbol, parejitas cuchicheando secretos en las mesas más arrinconadas del local o viejitos timberos que se quedaron sin guita en el bingo de la vuelta y se pasean por el lugar buscando algún conocido que lo invite un trago para olvidar las pérdidas.
Cuando no estaba alcoholizado, se podía decir que hasta era un tipo tratable. Decía ser panadero, pero dudaba de la veracidad de sus dichos. Más de uno le había preguntado a lo largo de los años dónde era que hacía su oficio y siempre nos cambiaba la bocha de lugar, una noche nos decía que en la zona norte, la otra en un barrio cerca de la autopista, en otra ocasión que trabajaba en su casa y mandaba a vender lo que producía a su mujer... en fin, las respuestas eran varias, pero la verdad en mi opinión, brillaba por su ausencia.
Sin embargo Artemio siempre tenía sus pesitos para pagar, aunque a veces tras la cuarta cerveza y entiéndase bien, la cuarta botella de litro, es decir, el cuarto porrón, pedía el fiado con la perorata de siempre, qué cómo no le iba a fiar a él, que iba todas las noches, qué patatín, qué patatán. Regla número uno, nunca fiarle a un borracho.
Renegaba un rato, mientras los otros se despanzaban a carcajadas, porque gesticulaba y en cada movimiento parecía que se iba a derrumbar llevándose mesa, mostrador y clientela por delante, como un malabarista de circo de esos que montan los monociclos y zigzaguean poniéndolo a uno a punto para un infarto. Pero aquí, si alguno se moría, era de la risa.
Y el show favorito de todos era el momento de la partida. Solía venir a pie, lo que era de agradecer. Algunos nos decían que vivía a unas siete cuadras, otros que a diez, aunque nunca se ponían de acuerdo para que lado. Y no era para menos, con lo borracho que estaba, Artemio salía cada noche para un lado distinto. Flameaba por la vereda como un barrilete, parecía que se chocaba contra las paredes de las casas, pero de inmediato corregía el rumbo y salía disparado para el lado de la calle y cuando parecía que tropezaba con el cordón, pum para el otro lado y así, en un zigzag permanente desaparecía cada noche de nuestra vista.
Nadie atinaba a acompañarlo, mejor era reírse. Total, era un borracho. Nadie lo obligaba a tomar y así, el tipo era feliz.
Esa era nuestra forma de razonar. Es, en realidad. No va a cambiar nada lo de Artemio. Cuando el día de mañana nos caiga otro parecido, olvidaremos a Artemio y nos reiremos del nuevo.
Aquella noche que no llegó con la puntualidad que lo caracterizaba, alrededor de las nueve de la noche, de una de las mesas alguien se animó a bromear con que había encontrado otro tugurio que le vendiera más barato y le fiara. Nos reímos todos. A veces se demoraba, porque ya venía "tocado" de algún otro boliche. No siempre la curda se la agarraba a la noche. Algunos decían verlo tomar desde la mañana, en bares de otros barrios o en la calle misma, sentado bajo un árbol de la plaza.
A eso de las diez de la noche, apareció Marcos, concurrente habitual, amigo del Gancia y las papitas fritas para picar. Traía un talante que madre mía.
- ¿Qué te pasa Marcos?
- Ni me preguntés Oscar, mejor ni hablar.
- Pero que pasa querido, tenés una cara...
Marcos se pasó el dorso de la mano por la cara, como sacándose el cabello de la frente. Me pidió agua.
- ¿Agua? Bueno, si, no hay dudas, estás enfermo - dije bromeando. Pero por esas cosas que uno intuye, ni yo, ni tampoco los que estaban presentes, festejaron la broma.
- Mirá Oscar - dijo al fin, bebiendo el agua de a pequeños sorbos - No somos nada. No somos nada.
- Marquitos, qué te pasa - le dije como si le estuviese hablando a mi pibe, después de alguna mala tarde en la escuela.
Y Marcos se me puso a llorar, ahí adelante de todos, sin importarle nada.
- ¡No somos nada Oscar! ¡No somos una mierda!
- Negro, pará, pará... - le dije mientras daba la vuelta a la barra, viendo que se estaba golpeando la cabeza con los puños.
Llegaron antes dos muchachos que estaban en la mesa más cercana y entre los tres, logramos calmarlo.
- Marcos, por favor, me estás asustando.
Y llorando, como en una confesión, lo largó:
- Lo maté Oscar, lo maté. Al borracho estúpido ese que venía todas las noches. Lo maté Oscar. Me cruzó en la calle y me debe haber reconocido y sacó algo debajo del saco mugriento que llevaba puesto y pensé que era un fierro y lo empujé contra la pared. Se dio con la cabeza, cayó contra el filo de un cantero y se abrió el cráneo en dos. Lo maté Oscar y lo único que había hecho era sacar una petaca de Tía María para convidarme.
- Calmate Marcos, calmate...
- ¡Cómo querés que me calme! ¡Cómo mierda querés! Si antes que llegara la policía arrojé la petaca a un tacho de basura y le puse en las manos un cuchillo que siempre llevo conmigo, y les dije... les dije a los milicos que el tipo me había puesto el metal en la garganta para robarme la guita y lo único que pude hacer fue defenderme. ¿Y sabés que me dijeron después de tomarme los datos? ¿Sabés? Me dijeron "no te pongas mal pibe, total, era un pobre borracho, que seguro andaba seco para los tragos, andá tranquilo que acá no se perdió nada".
Lo observé llorar desconsoladamente y sentí su cuerpo agitarse mientras lo abrazaba. Me quedé pensando en Artemio y en su destino de nada. Y ahí Marquitos, que esa noche le apuntaría algo más fuerte que al Gancia, enseñándome lo que en años me había costado entender: No éramos nada, no éramos una mierda.

15 de enero de 2010

Por Matilde

Thompson tenía razón. Pero también Ramírez. Y ambos lo sabían. La encrucijada podía matarlos y eso estaba en sus mentes tan resplandeciente como una marca grabada a fuego. El tiempo los apremiaba. Atrapados dentro del granero, sentían el calor de las pasturas ardiendo en el exterior.
Algunas llamas asomaban insolentes por debajo del portón principal. Y el humo que penetraba ya les hacía arder los ojos y la garganta. Ramírez accedió y ayudó al otro presidiario.
Juntos tomaron de las piernas el cuerpo agonizante de Matilde y la arrastraron hasta unos fardos ubicados en el otro extremo. Ramírez no dejaba de repetir que no lo lograrían. El inglés lo sabía. No necesitaba oírlo cada dos segundos.sacó la pistola y le dijo que se callara de una vez, que si volvía a escucharlo, le volaría los sesos.
La sangre latina quería actuar de otra forma, pero el raciocinio puso paño frío a la situación. Entre los dos anudaron una cuerda lo más rápido que pudieron. El fuego ya estaba dentro del granero. Matilde balbuceaba palabras sin sentido. Del orificio de bala en el pecho salía aún mucha sangre. No resistiría.
Arrojaron la cuerda hasta las vigas del establo y lograron hacerla pasar por encima. Mediante un sistema de polea improvisado, se apearon a la soga y subieron hasta las vigas. Alzaron consigo a la mujer, que jadeaba cada vez más y respiraba menos.
A los pocos segundos toda la parte inferior del galpón fue invadido por las llamas. Pero el humo y gases tóxicos se elevaban y obligaban a proteger los rostros. Ramírez fue el primero en percatarse. Tironeó del hombro a Thompson y señaló a la mujer. Ya estaba muerta. El inglés mostró el fastidio, pero siguió sujetando el cuerpo.
- ¿En qué fallamos Willy, en qué mierda fallamos?
El inglés no respondió. Sus ojos lo decían todo. Ya era tarde. Tanto esfuerzo, sacrificio, años planeándolo y todo terminaba así, los dos encaramados en la altura, con Matilde muerta en sus brazos  y el inminente final por suceder en cualquier momento.
- Enzo...
Ramírez se dio vuelta. Vio el rostro apesadumbrado de su amigo. Se sentía culpable de la suerte de los dos. El también lo creía, pero viéndolo así, acabado, mordiendo el polvo del fracaso, sintió hasta lástima por él.
- Enzo, no se cómo decirlo, pero lo siento. No debía acabar así. Los tres... ya sabés, era otra cosa.
El odio ya no corría por sus venas. Ya no había bronca, ni siquiera miedo. Les había llegado la hora y punto. Después de tantas fechorías, una había salido mal.
- Willy, no te culpo, o si, pero no importa, sabés, si con alguien tengo que morir, es con vos a mi lado. ¿Sabés otra cosa? Ellos están afuera, esperando que nos carbonicemos. Saben que no tenemos escapatoria. ¿Se la vamos a dejar tan fácil?
Thompson sonrió. Por primera vez en la última media hora, algo tenía sentido. Sabía que se había equivocado y lo habían emboscado por eso. Pero Ramírez tenía razón. Al menos debían dar batalla.
- Por Matilde - dijo el inglés.
- Por Matilde - asintió el latino.
Saltaron al fuego desde las vigas y se confundieron entre las llamas y el humo. Dos almas moribundas corriendo en la oscuridad final de su camino, embistiendo el portón del granero y saliendo a los tiros, sin mirar hacia donde, sin mirar a quién, solo gritando con rabia, envueltos en fuego y con la sangre aún hirviendo con vida en sus venas.
Así se los recordaría, así hubiesen querido que fuera.

12 de enero de 2010

Simpatía por el...

Se encontraba muy poco a gusto con la noche. Se había despertado dos veces para ir al baño y una para cerrar bien el grifo de la cocina, que perdía continuamente. Cuando había logrado conciliar el sueño, comenzó a sonar el teléfono.
Déjalo sonar, se decía. Pero sabía que no podía hacerlo. Su mujer estaba de viaje y podría haberle pasado algo, además, como psiquiatra podrían estar llamándolo de la estación policial por alguna emergencia prioritaria e incluso, hasta podía ser su madre con algún problema, ya que últimamente había tenido varios achaques de salud.
No, se dijo, no podía dejarlo sonar. Se levantó y fue hasta la habitación contigua y levantó el tubo.
Con voz dormida dijo:
- Hola, habla el doctor Marchano.
Del otro lado se hizo un silencio y cuando estaba a punto de repetir lo que había dicho, escuchó al interlocutor.
- ¿Doctor? ¿Es usted? Soy Ferreyra. ¿Me recuerda? Gustavo Ferreyra. Estuve hace unos días en la clínica....
- Si Ferreyra, lo recuerdo muy bien. ¿Pero qué hace llamándome a las tres de la madrugada y cómo consiguió el número...
- Doctor, perdóneme, pero ¿recuerda mi problema?
- Mire, ahora mismo no, tendría que ver la historia clínica.
- Las voces doctor, las voces.
Si, ahora lo recordaba. Un hombre bajito, de bigote apenas visible, contextura frágil y enormes ojeras. Decía que escuchaba voces todo el tiempo y que le dictaban lo que debía hacer.
- Bien Ferreyra, si, lo recuerdo. Usted gana. Dígame, cuál es la urgencia.
- Me han pedido que me mate. Sabe, desde que me desperté este mediodía, las venía escuchando. Pero eso no es lo más preocupante. Lo peor es que me han hecho ir hasta el aeropuerto esta misma tarde y me han señalado a una mujer. La secuestré y la tengo aquí al lado, conmigo. Está amordazada y apenas si puede respirar. Antes de matarme, la mataré a ella primero. Me lo están pidiendo las voces.
- Ferreyra, usted me está haciendo una broma ¿cierto? - la voz del doctor demostraba inquietud.
- No, no, por favor, no piense eso. Le estoy diciendo la verdad. Y un detalle, que quizá le interese. La mujer, es su esposa doctor Marchano.
El sonido de la línea muerta. Había colgado.
El psiquiatra soltó el tubo telefónico. Apenas si escuchó el sonido del golpe en el suelo. Había quedado en un estado de estupefacción. ¿Estaba soñando? ¿Era parte de su dificultad para dormir que le estaba jugando una mala pasada? ¿Había sonado realmente el teléfono?
Comenzó a sudar. Pero rompió la inmovilidad, dejó el miedo de lado, aunque sea unos segundos. Corrió a cambiarse. Buscó un abrigo y salió a buscar su auto. Se dio cuenta que no sabía dónde ir. Fue hasta su consultorio, revisó la historia clínica de Ferreyra y allí encontró la dirección. Dudó entre llamar a la policía o no. Se dijo que la llamaría cuando llegase a la casa del psicópata.
Volvió al coche, puso primera, segunda, llegó a la esquina y jamás vio venir el camión con acoplado por la intersección de la derecha. La muerte fue instantánea.

Los bomberos trabajaron horas para retirar el cuerpo del vehículo. La policía encontró el expediente de Ferreyra entre las piernas del cadáver. Notificaron con dolor a la mujer del psiquiatra, a quién ubicaron aún de viaje. Muchos pacientes se llegaron acongojados al funeral, entre ellos, Ferreyra.

Te preguntarás, tú del otro lado, qué ha sido todo esto. Pues es solo una muestra de mi poder. Si la policía supiese que el doctor había recibido llamados de Ferreyra esa noche e interrogado a Ferreyra al respecto, se habría encontrado con un sospechoso que realmente nada sabía del caso.
Ferreyra nunca llamó a Marchano. Nadie fue en busca de su mujer al aeropuerto. Su mujer no pensaba regresar hasta una semana después. ¿Qué fue todo entonces? Diversión. Si. Me gusta divertirme de esta forma. Puedo hacerlo, puede llamar a quién quiera y engañarlo, entonces, por qué razón no lo voy a hacer.
Por ejemplo, quién crees que está escribiendo estas oraciones ¿el dueño del blog? Por favor, ni siquiera debe estar cerca de una computadora en estos momentos. Se sorprenderá al ver que alguien ha escrito algo por él, o quizá no, si es que no me encargo de él antes.
Pues quién soy, es muy fácil de deducir. Sería humillante para ti que tuviese que pronunciar mi nombre. ¿Sabes que merodeo cerca de ti muy a menudo? Se dónde escribes, cuándo te acuestas, a quién quieres, a quién odias, incluso, lo que piensas de mi. Pero no te preocupes, cuando quiera jugar contigo, evitaré que te des cuenta, así el juego no pierde la gracia.
Como al pobre Marchano, llevado como un estúpido hámster hasta la muerte misma, tentado por el deseo de ser héroe, de salvar a un ser amado. Es tan fácil cuando se crea el escenario propicio. Los miedos son parte del género humano. El secreto está en saber alimentarlos.
Cuídate. Te veré muy pronto.

9 de enero de 2010

Alejandra no vuelve

Con tono melodramático y algo fingido, intentó hablarle a la suegra. Pero comprendió de inmediato que no había sido la mejor idea. Para entonces, la mujer entrada en años había ido en busca de su esposo, que si bien no estaba en mejores condiciones, aún conservaba el porte de antaño y su estatura era suficiente para amedrentar a cualquiera, y conociendo a Ismael, no sería la excepción.
Cuando se asomó en la puerta el viejo Berteti, Ismael retrocedió como si hubiese visto al mismísimo diablo. El viejo le pidió que le contase lo que le había dicho a su mujer minutos antes. Balbuceando, el joven repitió la historia, pero ahora evitando el tono de victima que había puesto antes.
Berteti lo escuchó hasta el final. Luego hizo una pausa, como meditando lo que había escuchado. De repente lo tomó a su yerno de un brazo y le gritó en la cara:
- ¿Me tomás por boludo vos?
Ismael tartamudeaba, quería decir no y apenas si le salía media ene. Interiormente rezaba por algún milagro, nada de otro planeta, algo mundano, como el teléfono sonando, la llegada del cartero, la intervención de una vecina chusma. Pero la calle estaba desierta y las únicas dos almas frente a frente eran la suya y la de Berteti. Su suegra se había metido dentro de la casa, aunque seguramente estaba escuchando detrás de las cortinas de la ventana.
Viendo que no le iba a salir una sola palabra ni por casualidad, el viejo lo tomó por el cuello como si fuese un pato y lo arrinconó contra la pared.
- Dale, decime. Dónde se fue Alejandra.
- Ya... ya... ya le dije a su... su mujer. Ella... Alejandra, se fu fu fue de ca casa hoy.
- ¿Y dónde se fue? ¿Me vas a hacer creer que te dejó y ni siquiera nos avisó?
- N... no, no me de dejó. Ella fue al sótano y.... y....
- Me agarrás de boludo. Me doy cuenta. Podés ser un poco hombre y decirme: Señor Berteti, su hija me abandonó y está en casa de una amiga, o de una tía o de donde se le canten las pelotas !!! Pero no, en lugar de eso, dale, mentime, contame el cuento que le contaste a mi mujer. Mirá, que no me entere que le hiciste algo, porque te juro que te mato.
- Señor, se... ñor, ella bajó al sótano y no, no, no volvió a subir.
- Ahora me decís que todavía está en el sótano. Me seguís tomando el pelo.
- ¡Escúcheme Berteti! - se despachó Ismael, perdiendo el miedo que lo acobardaba.
El viejo dio un paso atrás, preocupado.
- Escúcheme. Alejandra bajó al sótano. Pasaron diez minutos, veinte, a la media hora la llamé desde la escalera. Supuse que estaría con problemas el lavarropas. Pero no me contestó. Bajé. Ella no estaba, pero el lavarropas estaba aún girando y su cigarrillo recién encendido, en el cenicero con forma de rueda de auto que usted le regaló.
El viejo asintió con la cabeza, recordando el regalo de hace dos cumpleaños atrás de su hija. No solo le había sacado la mano del cuello a Ismael, sino que para entonces, había retrocedido casi un metro de distancia.
Con el cuello liberado, podía respirar mejor. Un poco de valentía le recorrió el cuerpo. Le estaba haciendo frente a su suegro y nada menos en un momento determinante de sus vidas. Prosiguió con la historia.
- Recorrí el sótano y encontré sus zapatos del otro lado de la habitación. Bajo la mesa de herramientas, sus pantalones. Unos metros más a la izquierda, su remera. Y sobre una pila de diarios viejos, su ropa interior. Y escúcheme Berteti, el sótano, usted lo sabe, no tiene ventanas. Ahora, si pretende seguir maltratándome en lugar de brindarme una ayuda para encontrarla, le estaré agradecido.
El viejo lo miró con cara de desprecio. A Ismael poco le importaba. Sabía que el odio era recíproco. Al cabo de unos instantes, el viejo preguntó: ¿Y lo que vos querés es que yo te ayude a buscarla a ella o algún indicio en el sótano?
- Si, porque la policía debe aguardar veinticuatros horas para aceptar una denuncia, aunque acá creería que sería en vano, no la vi abandonar en ningún momento el sótano. Debe creerme don Berteti, ella desapareció allí abajo, no le estoy mintiendo.
El suegro no le contestó, se metió en la casa y salió a los pocos segundos, con un abrigo en el brazo y un revólver en la cintura.
Ismael se alarmó al ver el arma, pero por un lado, si había alguien en la casa, sería lo más conveniente. Fueron en el coche de él, con el que había ido en forma despavorida hasta lo de sus suegros, a pesar de la mala relación, para buscar ayuda.
Al llegar al sendero principal de la casa, tras atravesar una calle desolada y con poca iluminación, observaron que todas las luces de la vivienda estaban apagadas. El lugar parecía siniestro. Ismael podría jurar que había dejado las luces del interior encendidas. Pero no lo recordaba sinceramente, todo había sido muy rápido, inesperado.
Entraron. Ismael accionó las teclas de la iluminación. Nada. Todo a oscuras. Pensó en algún fusible, en la puta casualidad que se hubiese quemado justo esa noche. No, no podía ser casualidad, algo no estaba bien. Le hizo señas a su suegro para que lo siguiera. Ignoraba realmente si éste sabía donde quedaba la entrada al sótano. Tan mala era la relación que las pocas veces que sus suegros estuvieron en casa fueron para un par de cenas en las que llegaron, comieron y se marcharon, prácticamente sin mediar palabra.
Llegaron hasta la escalera que descendía al sótano. Ismael iba primero. Tanteó sobre la pared que tenía a su derecha. Allí había una estantería con una linterna. La tomó. No todo era mala suerte, tenía pilas y todo. Enfocó el haz de luz hacia abajo. Su suegro le pidió que avanzara, que no se quedara quieto.
Sus pies sintieron el cemento del suelo. La luz no era suficiente como para abarcar grandes sectores, así que el barrido que hacía era lento, hasta tenebroso. Buscó de apuntar hacia los lugares donde había encontrado la ropa de su mujer. Primero pensó estar confundido, luego estaba seguro de los sitios hacia donde apuntaba. Allí no había nada y el hecho que su suegro lo recalcara con su voz ronca por el cigarrillo, lo ponía al borde de la histeria.
Iluminó la pared opuesta y notó que no estaba el lavarropas. Corrió hacia el lugar. Sintió el jadeo del viejo corriendo a sus espaldas. Vio al lavarropas cinco metros hacia la izquierda, y en el sitio donde antes estaba, un pozo de casi dos metros de profundidad. En el fondo, sobre la tierra, descansaba horizontal una pala.
- No comprendo que es esto Berteti, mírelo por su cuenta. Acérquese.
Ismael se dio vuelta, pensando en darle paso al viejo para que viese e intentara comprender lo que tenía enfrente. Sin embargo grande fue la sorpresa al ver a Berteti sosteniendo el arma con el cañón de la misma apuntándole a él.
- ¿Berteti, qué está hac...?
El disparó no permitió que terminara la frase. Su cuerpo pareció quebrarse en dos. Las rodillas se doblaron hacia delante y la espalda se arqueó suavemente. Quedó hecho un ovillo delante del pozo. Su rostro se hundía en el suelo, masticando el dolor. Pero a pesar de ello, escuchó otros pasos en el sótano, que bajaban la escalera. Al llegar al suelo, el repiqueteo de los tacos fue inconfudible. Como pudo, giró su cabeza desde el piso hacia la dirección de los sonidos y la vio, a su esposa, marchando hacia el.
- Déjamelo a mí, papi - le dijo al viejo Berteti y con fuerza, apoyó uno de los zapatos sobre los hombros de Ismael y con violencia lo empujó hacia atrás, en dirección al pozo.
Cayó de espaldas. Sintió el mango de madera de la pala golpearlo en la columna. Apenas si podía quejarse. El disparo lo estaba desangrando.
Escuchó que hablaban, que se estaban organizando para algo, pero no entendía qué. De pronto lo supo, a medida que el viejo Berteti arrojaba con una pala cemento recién preparado para sepultarlo con vida, sin la menor clemencia y aún peor, la menor explicación de lo que estaba sucediendo.
Llamó a los gritos a su mujer, pero solo recibía por respuesta de parte de ella, risas y más risas. Y a medida que el cemento lo iba cubriendo de a poco, sentía que la muerte era inminente.
- ¡Alejandra! - gritó una vez más. ¿Por qué? ¿Por qué?
Y esta vez, las risas cesaron unos segundos para dar paso a la voz:
- ¿Por qué? No tiene que haber un por qué - sentenció ella - Con las ganas alcanzan.
Y entonces las paladas de cemento que el viejo Berteti le arrojaba, comenzaron a taparle el rostro, la vista y por último, la respiración.

3 de enero de 2010

Las esquinas silenciosas

La dama sola espera en la esquina. Atenta la mirada hacia el final de la calle, donde aún nadie transita. El día apenas si ha nacido. Algún que otro murmullo en los árboles, un tintineo de hojas en el viento, pero nada más.
Detrás de los edificios el sol quiere de a poco subir la cuesta de cada día, a pesar de algunos nubarrones que presumen tormentas.
Ella no parpadea por miedo a no verlo. Tan grande es el pavor de perderlo que ni siquiera quiere girar su cabeza hacia su derecha, donde el río a lo lejos presenta la más hermosa de las vistas en la ciudad.
Le ha dicho que llegaría temprano, por la calle que lo vio crecer. Sus ojos claros no dejan de vigilar, no obstante las lágrimas aparecen de vez en cuando y se ve obligada a llorar.
Era un llanto de esperanza, envuelto en celofán y anhelo, casi una súplica al más allá. Aprieta con fuerza un pañuelo bordado entre sus manos estrechadas a la altura del corazón. Deja escapar suspiros cada tanto, vencida por el amor.
Y de repente, la figura inconfundible, aparece al final de la calle. Es su contorno, su silueta, su postura al caminar. Son sus pasos los que la traen hacia ella. De a poco los detalles se perfilan con mayor nitidez. Los pliegues de las ropas, las comisuras de sus labios, las arrugas en su rostro, el cabello ralo, los ojos tristes, sus manos de caballero...
Lo ve acercarse y siente que todo será como antes. El ha cumplido. Y ella lo ha esperado.
Lo tiene delante. A un paso. Pero el no se detiene y la atraviesa. La dama siente un vacío, una brisa que recorre su interior, lleva sus manos al corazón consciente de lo imposible. Las lágrimas la desbordan y pronuncia palabras que no serán escuchadas, mientras su figura se desvanece, etérea, irreal.
A Federico, su andar se le hace estúpido. Ha salido de su casa, prácticamente antes del amanecer, movilizado por un sueño. En el mismo, su mujer, cuyo recuerdo desgarraba su alma a cada instante, le pedía que acudiese a su encuentro, en la esquina donde se dieron el primer beso.
Se detuvo, deslizó la mirada a su alrededor y supuso que todas las mañanas a esa hora, la soledad tendría el mismo matiz en ese lugar.
Miró su reloj y pensó que quizá podría dormir una hora más antes de ir a trabajar. Sientiéndose un imbécil, volvió por donde había venido, solo y dolorido.