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31 de julio de 2009

Luces cómplices del engaño

La razón por la cual le mentía a su mujer le era difícil de explicar. No sabía la manera de confesar su debilidad. Sentía pánico de solo pensarlo. El pecho se le oprimía y el aire parecía escabullirse hacia algún rincón ignoto, temiendo morir en el instante.
Era un cobarde, tenía que reconocerlo. Desde hacía un tiempo le temblaban las manos y la sensación de sudor recorriéndole la espalda sucedía muy a menudo. Se escabullía por las noches, cuando su mujer dormía profundamente.
Conocía los escalones que no debía pisar, la ubicación exacta de los muebles, la manera de abrir la puerta sin hacer el menor ruido. Se consideraba un experto en la materia. Tanto como una basura.
Hasta entonces había sido siempre tan fácil, que pensó que la suerte lo acompañaría por toda la eternidad. Pero sabía que se engañaba. Era consciente que tarde o temprano debería afrontar la verdad. Decirle cara a cara lo que durante los últimos años había hecho a sus espaldas. La idea le daba vuelta el estómago, se lo retorcía en un nudo tan duro como un puño.
Sin embargo, la sensación de huir furtivamente, la brisa de la noche susurrándole cómplice, querían convencerlo que no había hecho nada malo. Pero sabía que si. El huir era solo el comienzo, lo más fácil de confesar cuando la hora le tocase. El resto era lo que torturaba su mente.
Esas calles recorridas de memoria, el trayecto repetido, ese edificio conocido. Las luces lo aguardaban siempre encendidas para él. Y esa luminosidad era suficiente para despertar el deseo irrefrenable de su interior. La excitación le elevaba el pulso y todo temblequeteo moría allí, como su verdadera vida, su mujer, su hogar, su propio espíritu.
Pero esa noche era la que había esperado con temor durante años. La noche en la que todo se derrumbaría, irremediablemente. Había sido sigiloso, recorrido el camino y arribado al edificio. Las luces lo invitaron a entrar y dentro, sucumbió la perdición. Se supo desnudo al poco tiempo, despojado de todo lo material que pudiera solventar los deseos de su ser, envuelto para entonces dentro de una mortaja endemoniada, preso del desenfreno y la ambición.
Y esa desnudez lo hizo marcharse desesperado, falto de aire, casi demente. Y corrió hacia quién pudiera ayudarlo. Y casi sin pensarlo corrió por la noche, bajo las estrellas indiferentes y se detuvo delante de otra puerta conocida, más humilde. Y golpeó con fuerzas, sintiendo cada golpe como un tronido pero sin abandonar la ensoñación en la que estaba envuelto, con el placer latiendo en su corazón anhelante de regresar al otro lugar. El farol de calle se encendió y una figura asomó su rostro por la ventana. Miró con miedo, moviendo levemente las cortinas. La puerta se abrió y él no aguardó ni siquiera una pregunta: lo empujó hacia el interior y lo tiró al piso.
Lo increpó con furia, sin la menor pizca de cordura: "Vamos viejo de mierda, soltá algo de plata una vez en la vida, soy tu yerno carajo". La soledad de la casa devolvió el eco de sus palabras, las cuales sintió ajenas, dichas en otra dimensión. Lo levantó del piso y lo arrojó con bronca hacia la pared opuesta. Su suegro impactó con fuerza y perdió el sentido. Fue hasta el dormitorio y revisó los cajones, pero no había dinero en ninguna parte. Se topó con una foto del casamiento, que su suegro atesoraba sobre una repisa y lo invadió la vergüenza. La cólera remitió ante la imagen y sintió que el mundo se le venía abajo. Se mareó, y tanteó los muebles para no caerse. Las náuseas invadieron su alma. Se sintió sucio, además de cobarde, de inútil.
Corrió a socorrer al padre de su esposa, pero era tarde. El golpe le había abierto una herida en la cabeza y la sangre le cubría la cara. El susto había hecho el resto, matándolo de un infarto.
Y como lo presagiaba, la más fatídica de las noches le cayó encima. El rayo de locura que lo había asaltado, sentenció su futuro sin que él se enterada. Arrodillado ante el cuerpo, despojado de sus últimos ahorros en aquella casa de apuestas clandestinas, se dio cuenta que las luces eran ficticias y que siempre lo habían sido. Ahora lo aguardaba la verdad, que solo conocía de oscuridad.
Fue hasta el teléfono y antes de llamar a la policía, marcó el número de su casa. Era hora de afrontar la realidad.

29 de julio de 2009

El extraño caso del hombre que pretendía salvar el mundo

El enorme edificio de la casa de gobierno parecía estrecharse ante la magnificencia de la mañana, radiante y pura, como pocas veces en el año. El trajinar de los empleados, el ir y venir de personas, ensuciaban la escena. Afuera, el chillido del bestial tránsito, lastimaba los sentidos.
El hombre atravesó la puerta principal como uno más, maletín en mano, traje pulcro, zapatos oscuros, cabello corto y prolijo. Se dirigió al guardia de seguridad y luego a una oficina de atención al público. Pidió hablar con el presidente.
- Disculpe señor - le dijo amablemente la joven recepcionista. Existe una agenda, un sistema de citas y así y todo, no es un pedido muy accesible, más si usted es una persona común. ¿Es usted una persona común, verdad?
El hombre asintió con la cabeza y contestó que realmente debía hablar con el presidente.
- Me temo que será imposible, señor...
- ¿Y algún secretario personal? ¿Podría entonces hablar con alguno de ellos? Señorita, es realmente importante.
- Bien, podría intentarlo, de todos modos me debe dar sus datos y claro, decirme el motivo por el cuál quiere hablar.
- El nombre es lo de menos señorita. El tema es el que importa.
La mujer lo miró, pensando cada vez con mayor seguridad que al hombre que tenía detrás del vidrio "no le llegaba el agua al tanque", cómo decía su madre para referirse a las personas de las que dudaba de la capacidad mental. A pesar de ello, le preguntó: ¿Cuál es el tema que le urge hablar con el presidente, señor?
- Conozco las respuestas para solucionar los problemas del mundo - le contestó sin inmutarse.
La joven se mordió los labios, con miedo a reírse delante de esa persona. Sintió una mezcla de pena con gracia. Así y todo, algo en el hombre la conmovió. Aguarde allí, le dijo señalando una hilera de butacas empotradas en la pared.
El hombre sonrió y se sentó, obediente como un chico en la sala de espera de un odontólogo. La recepcionista levantó el teléfono e hizo varias llamadas. Suplicó en un par de oportunidades y debido a su insistencia, logró que una secretaria, no del presidente, claro está, sino de un legislador, lograra recibir a la extraña persona, a la que observaba en ese instante, sentado con la espalda erguida, el semblante tranquilo y la mirada en vaya saber qué cosa.
- Señor. Señor - lo llamó. Lo esperan en el segundo piso, le pedirán sus datos allí.
El hombre subió las escaleras, brindó sus datos a otra recepcionista y aguardó una media hora sentado en otra silla. Al fin, lo invitaron a pasar a una oficina, donde una mujer de refinada elegancia le indicó con un gesto una nueva silla y le pidió que la aguardara.
Cinco minutos después, guardó los papeles que leía en el cajón de su escritorio, levantó la vista, y preguntó casi en forma automática: ¿Qué se le ofrece?
- Vengo a traer las respuestas a todos los problemas del mundo - le dijo él.
La mujer lo miró. Pensó en quién podría estar intentando hacerle perder su preciado tiempo. Es decir, quién le había mandado al monigote que tenía delante. Los ojos de su visita en cambio, parecían sinceros.
- Ajá. ¡Usted es el que las tiene entonces! - dijo riendo, pero comprendiendo que sus palabras no contagiaban la risa, agregó con rapidez - Disculpe, no acostumbran a traer soluciones, sino problemas. Pero dígame señor, a cuáles problemas se refiere usted.
- A todos, señora. El hambre, la desnutrición, la guerra, la violencia, el maltrato, la falta de educación, la economía, la mala distribución de las riquezas naturales, la discriminación, los conflictos religiosos, la política, la esclavitud, la opresión, la represión, la salud, el odio...
- Y dígame, las tiene por escrito o pretende vendernos esas respuestas.
- ¿Vender las respuestas?
- Claro, si usted nos dice las respuestas y nosotros indagamos y por esas cosas de la vida son ciertas, póngale, no, es un ejemplo... cuánto nos va a pedir a cambio, qué quiere a cambio en realidad. Esto hipotéticamente, claro, en el caso que sea verdad lo que tenga para decirnos.
- No, no las vendo, las comparto. Necesito llegar a la gente con poder para transmitírselas y de esa forma subsanar al mundo. Es una ayuda que quiero brindar, porque sería egoísta de mi parte tener las respuestas y guardarlas en mi interior.
- ¿Puedo preguntarle algo? ¿Y cómo es que tiene esas presuntas respuestas?
- ¿Cómo? Reflexioné sobre cada tema. Observé, pensé, una y otra vez. Y las obtuve.
- Pero cómo podemos estar seguros que en caso de llegar al presidente, sean las respuestas adecuadas.
- Son las adecuadas.
- Eso lo dice usted.
- Eso lo se yo. Si. Por eso las traigo. Para que lleguen al presidente.
- Bien, hagamos una cosa. ¿Usted nos puede dedicar unos días para hablar a fondo estos temas? Para que podamos comprobar que realmente tiene algo como para contactarlo con el presidente, usted me comprende.
El hombre asintió.
- Bien, entonces usted ahora dejará sus datos en la recepción, si es que no los dejó ya y nosotros lo estaremos visitando este jueves. ¿Le parece bien?
- ¿Y podré ver luego al presidente?
- Depende de usted, de la entrevista del jueves. ¿Bien?
- Bien.
La mujer se levantó, le tendió la mano y acompañó con la mirada como este extraño sujeto abandonaba su oficina.
Aguardó unos minutos y tomó el teléfono.
- Si, estuvo acá. Supongo que el mismo que quiso hablar con el presidente de los otros cinco países que lo reportaron. Si, también me pareció sincero. ¿Qué creo yo? Qué si, que tiene las respuestas. Si, ya se lo que eso significa... si, claro, no me lo tiene que recalcar señor, por supuesto. Si, entendido. Si, millones y millones. Si si, ya se, todos los negocios, y cuando digo todo, son todos. Exacto. Bien. Procedo entonces.
Colgó.
Respiró profundamente, dejando salir el aire con paciencia. Hizo crujir las articulaciones del cuello. Empezaba a sentirse tensionada. Odiaba estar así.
Levantó el teléfono de nuevo. Volvió a marcar. Aguardó en línea. Tras unos segundos, pudo hablar:
- Orden de eliminación nivel cinco autorizada, repito, autorizada. Sujeto a eliminar edad aproximada entre treinta y treinta y cinco años, único nombre conocido Jesús, domicilio presumible en...

27 de julio de 2009

Demasiado (bis)

Hice este texto en abril del año pasado, lo encontré hace unos días releyendo algunas cosas del blog y no solo me volvió a cautivar el texto, sino también la melodía. Cómo aclaré entonces, jamás en mi vida toqué un instrumento, soy nulo en eso, pero con paciencia y una aplicación online jugué un rato hasta encontrar el clima exacto para estas breves líneas que se detienen en un instante exacto de fragilidad. Hubo buenas críticas entonces y se que hay mucha gente nueva que lee el blog desde aquel momento y me parece buena oportunidad para rescatarlo y permitir que otras personas lo lean y escuchen.
No suelo reflotar textos antiguos, porque se que están ahí y siempre existe la posibilidad de navegar y llegar hasta los mismos. Hago una excepción en este caso. Mañana o pasado quizás aparezca algo fresco y con tintes sangrientos que desbordes sobre cada letra, como suele gustarme presentar últimamente. Saludos!

Demasiado

El frío se hace intenso al borde del camino. Intento hacerme un ovillo sobre el césped, para calmar el sufrimiento y engañar la soledad. Nadie viene a buscarme en la noche oscura, a rescatarme de la pesadilla del dolor. Solo ante el silencio, ante la espera agridulce de la condena. Cierro los ojos y lloro. La melodía me acompaña, me traspasa, me recuerda que estoy vivo. Y entonces me pregunto una y otra vez, dónde queda el mundo, cuál es la dirección correcta. Creo haber viajado en vano durante mucho tiempo. Y me digo que ya es demasiado.
Me dejo dormir, en la espesura de la noche, en la comodidad de la desesperanza, en el exilio de las ideas, en la muerte de las ilusiones.

25 de julio de 2009

Penitentes al pastel

Al morir don Carmelo, su sobrino Fabricio decidió hacer un poco de limpieza en la vieja mansión. Familiares que residían en otras ciudades, que no habían asistido al funeral, si asistirían a la reunión del fin de semana, en la que se haría la lectura del testamento y se conocerían los herederos de la inmensa fortuna del difunto. Fabricio quería que todos se llevaran una buena impresión de su tío, si bien era consciente que el desorden era una característica que Carmelo había dominado toda la vida.
En el desván encontró una pintura que le llamó particularmente la atención y decidió colgarla en el vestíbulo, lugar donde todos los concurrentes podrían observarla con detenimiento y apreciar, si gustaban del arte tanto como él, de una obra singular, repleta de detalles y misteriosamente, anónima. Desconocía cómo había llegado a manos de su tío y lo más extraño, la razón por la cual jamás la había visto.
La pintura, de colores pasteles oscuros, con tonalidades opacas, mostraba a un conjunto de personas en medio de una campiña. Los rostros de los hombres dibujados eran claros, tan nítidos como una fotografía y no había en ellos pizca alguna de entusiasmo. Todos miraban hacia delante, como esperando una orden. El cielo gris no pasaba desapercibido, como tampoco los nubarrones que parecían avanzar hacia el fondo. De cada lado del grupo de personas, había dos pequeñas casas bastante rústicas. Las cuatro en total tenían las ventanas y puertas de madera cerradas. En algunas partes, el revestimiento se había caído y se veían los ladrillos, casi como una herida cicatrizando en la piel de nuestros brazos.
Fabricio, que parecía hipnotizado por la pintura, había contado a las personas. Cincuenta y uno en total. Notó que las ropas no eran las de campesinos pero no pudo descifrar a qué época podrían pertenecer. Atemporal fue la palabra que brotó en su mente, como gramilla en un cantero de flores.
Esa misma tarde, Héctor el mayordomo le avisó que una persona lo esperaba en la puerta principal. Pensó que podía ser alguien de los preparativos para el fin de semana, sin embargo en el hall de entrada lo esperaba un hombre alto, de pelo largo, piel pálida y gestos cautivantes.
Se presentó como Eric Oinomed, coleccionista de arte. Sin rodeos le expresó su interés por adquirir la obra de los cincuenta y un penitentes. La llamó así, dándole a Fabricio el nombre que desconocía, pero sobre todo, una rara sensación. Se disculpó y le dijo no conocer la obra. El hombre le dijo que era imposible, porque sabía que la pintura estaba en poder de Carmelo y que ante la muerte del mismo quería aprovechar para comprarla. Incluso se la describió con lujos de detalles.
Fabricio terminó por aceptar que sabía de cuál pintura le hablaba. No obstante, le advirtió, no estaba en venta. No sabía porque le había dicho eso, porque de todas formas no sabía a quién se la dejaría en el testamento su tío. El visitante le ofreció un millón de dólares. Fabricio abrió los ojos, sorprendido. Preguntó si sabía quién era el autor. El coleccionista le dijo que estimaba que si, que tenía más de tres siglos y había sido obra de un romano, de quién se sabía solamente que estaba loco y confinado en una prisión siciliana.
El hombre insistió varias veces, pero Fabricio no se dejó convencer. Visiblemente contrariado, el visitante meneó la cabeza y le aseguró que volvería la semana siguiente, pero que ya no ofrecería lo mismo, sino cien veces menos y así y todo, se lo venderían igual. El gesto de Fabricio fue de asentimiento. Acompañó el hombre hacia la calle y volvió a sus quehaceres.
Olvidó el asunto. Al día siguiente recibió al abogado de su tío para ultimar algunos detalles. Héctor le informó alarmado que por la noche alguien había atacado la casa de huéspedes y asustado a la ama de llaves. Pero lo peor no era eso, sino que Goliat, uno de los doberman, había sido encontrado degollado en el jardín.
Luego de inspeccionar los alrededores, regresó a la mansión. En el vestíbulo el abogado observaba embelesado la pintura. Hermoso, le dijo. Sencillamente hermoso, repitió. En el despacho continuaron con los trámites de última hora. Cuando se retiraba le pregunto a Fabricio y se tendría que ver algo que fuesen cincuenta. ¿Cincuenta qué? preguntó Fabricio, desorientado. Cincuenta personas en el cuadro, le respondió el abogado.
Se marchó. Fabricio quedó pensativo. Estaba seguro de haber contado bien el día anterior. En el vestíbulo señaló con el dedo nuevamente uno por uno y era verdad, eran cincuenta. Pero el coleccionista había dicho "los cincuenta y uno...". Habría entendido mal, seguramente.
Al atardecer Héctor ingresó sobresalto a su despacho. El ventanal de uno de los dormitorios se había desplomado y una chica que estaba aseando el lugar había sufrido la amputación de una mano. Se disgustó más que preocuparse. Había aún tantos preparativos por delante y los pormenores no hacían más que atrasarlo.
Fue a revisar el ventanal y notó que se había partido como papel y caído como si de una guillotina se tratase. Pasó por el vestíbulo camino a su despacho. Los volvió a contar, para quedarse tranquilo: cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve... cuarenta y nueve! No podía ser posible. Iba a contar de nuevo, pero el teléfono estaba sonando en su oficina.
Esa noche el cielo se tornó más oscuro, según su parecer. No podía dormir. Las estrellas refulgían en lo alto. Se sentía un observador no invitado a tan bello espectáculo. La pintura le carcomía la mente. Quería pensar en otra cosa, pero no podía. Estaba por rendirse al sueño, cuando una explosión despertó todos sus sentidos en menos que un disparo atraviesa un corazón.
Salió semi desnudo al pasillo, bajó las escaleras y siguió la pista del humo que parecía provenir de la cocina. El olor a quemado lastimaba las fosas nasales. Entre las llamas, alcanzó a divisar a Clarisa, la cocinera, que se protegía con un viejo delantal del fuego, mientras a su lado un joven ayudante de cocina combatía el siniestro con un matafuego.
Una cañería de gas había tenido una pérdida y Clarisa, al encender el horno el pan, había desatado la combustión. Por suerte, estaba bien.
Mientras caminaba hacia su cuarto, notaba como le temblaban las extremidades. Tenía la piel erizada, en señal de miedo. No era frío lo que le recorría el cuerpo, sino terror. Se obligó a no pasar por el vestíbulo, pero cuando se dio cuenta estaba parado delante de la pintura, observando la muchedumbre de rostros imperturbables. Los volvió a contar. Sabía cuál sería el número: cuarenta y ocho. Se fue a acostar.
Mal dormido, se levantó torpe, adolorido. La cabeza parecía a punto de estallar. Héctor lo llamó desde el otro lado de la puerta. ¿Cuál era la mala noticia ahora Héctor? pensó. Y no estaba equivocado. Diego, el arquitecto que estaba refaccionando el quincho del jardín, se había suicidado durante la noche. Acababan de avisar desde el estudio donde trabajaba.
A un día de la lectura del testamento, quiso olvidar las tragedias de los últimos días y por sobre todas las cosas, la pintura que había encontrado en el desván. Por alguna razón no se animaba a quitarla. Se buscó todo tipo de tareas, con el fin de no caer en la tentación de ir a observarla. Pero por más que se resistiera, sabía que tarde o temprano la pintura lo llamaría, lo envolvería con ese convencimiento silencioso y lo haría viajar a voluntad hasta su presencia, para luego consumirlo con la misma avidez que una araña envuelve a su presa.
Al mediodía sintió la necesidad imperiosa de pararse delante de la pintura. Contó cuarenta y siete personas. Al atardecer contó cuarenta y seis y el ama de llaves se había ahogado en la piscina, intentando sacar del agua un mantel que el viento había llevado burlescamente.
Esa noche no durmió. A las tres de la madrugada sintió pisadas en el pasillo. Con miedo, abrió la puerta. Le pareció ver una sombra descendiendo la escalera. También bajó. No había nadie en la planta baja. Caminó en la oscuridad, esperando encontrarse cara a cara con algún monstruo, como si tuviese cinco años de nuevo. La opresión dominaba su pecho. De repente no sabía donde había llegado. Tanteó con la mano y el mínimo roce con la tela cubierta por los tonos pasteles apagados hizo que la retirara de inmediato, como si hubiese tocado las entrañas del mismísimo demonio.
Allí la tenía, otra vez delante de sus ojos. Sus ojos se movieron rápido y sin pestañar concluyeron que ahora eran cuarenta y cinco. Retrocedió espantado, falto de respuesta y casi sin aire, del miedo que le carcomía el alma. Cuando sintió la baranda de la escalera bajo la palma de su mano, giró y corrió hacia su cuarto. Aturdido como estaba tropezó a medio camino. Se fue de cabeza hacia delante. La frente pegó contra el filo de un escalón y la sangre salpicó la pared. El cuerpo inerte cayó como un muñeco de trapo hasta el primer peldaño. Para cuando Héctor se despertó y llegó al pie de la escalera, Fabricio ya estaba helado y con varias horas de fallecido.
A pesar de la desgracia, el abogado decidió no postergar la lectura del testamento de Carmelo, pues los familiares seguramente estaban en viaje. La jornada, empañada por la muerte de Fabricio, fue un desfile de lamentos, pésames e intereses financieros.
Todos los bienes fueron repartidos y la herencia desmembrada. Ya vería el abogado que hacer con la parte del ahora también difunto Fabricio. Se retiraba ya cuando un hermano de Carmelo le llamó la atención sobre la insulsa pintura que decoraba el vestíbulo: la imagen de una campiña, en tonos opacos y descoloridos, con un fondo gris repleto de nubarrones y tan solo cuatro casitas en los extremos, dos de cada lado, de las cuales tres tenían las ventanas y puertas de madera cerradas y una sola, la más alejada de la derecha daba señal de vida, con las puerta y ventanas abiertas, a través de las cuales se veía luz.
El abogado la miró y compartiendo la opinión del otro le dijo "no debe valer ni dos centavos" y sin reconocer en la pintura la obra que lo había cautivado unos días antes, apagó las luces del vestíbulo y abandonó la mansión.
Del otro lado de la calle, apoyado en un árbol, un hombre alto, de cabello largo y piel pálida sonreía complacido. Sabía que ahora todos estarían celebrando en la casita del fondo. No era para menos, tan solo habían bastado siete movimientos.

19 de julio de 2009

Charlie Evans, un relato de ficción

Pongámoslo así, Charlie Evans nunca existió. Y esto es un relato de ficción.
En el cuento, Charlie era un científico de renombre, que desde joven había incursionado en la física cuántica. Sus investigaciones se orientaron siempre a la posibilidad del desplazamiento temporal hacia el pasado y el futuro.
Charlie tenía un laboratorio a cargo, que contaba con el aval de una importante universidad. Sin embargo algo sucedió hace poco más de tres décadas y sus estudios debieron ser continuados en el exilio, en el más profundo anonimato.
Junto a su equipo de científicos, Charlie burló a la física hasta hoy conocida, venciendo los límites impuestos por los actuales paradigmas universales.
Eso fue antes incluso antes del exilio, en pleno ejercicio de su imagen respetable.
Evans y los suyos lograron avanzar en estudios previos de mecánica cuántica, a los que habían llegado hasta un punto determinado Einstein, Podolsky y Rosen, más precisamente en la conocida como paradoja EPR, o envolvimiento cuántico que genera un mecanismo que permite una comunicación más allá de la velocidad de la luz.
Los científicos comandados por Charlie habían aislado las particularidades de esta comunicación, generando en un espacio tiempo simulado dentro de un colisionador de hadrones un fugaz salto al pasado sin necesidad de recurrir a los conocidos como agujeros de gusanos y mucho menos, sin generar un universo paralelo.
Hicieron muchas pruebas más y a medida que recopilaban información, se daban cuenta que podían mejorar las investigaciones para poder convertir lo fugaz en un período más amplio.
La noche en que descubrieron cómo, el laboratorio fue tomado por asalto por un escuadrón profesional. Cinco científicos fueron acribillados sin el menor titubeo. Charlie y tres hombres más lograron escapar.
Charlie entendió que debía escapar, lo que habían descubierto iba más allá del entendimiento humano y seguramente estaban siendo vigilados, razón por la cual quisieron matarlos a todos.
Las investigaciones se ajustaron de ahí en más en anónimas pruebas, sin los recursos y elementos necesarios, pero si con el conocimiento que otros poseían.
De todas formas Charlie supo que aquellos que se habían apoderado de su laboratorio eran dueños de una máquina de destrucción, más que de una máquina del tiempo. Distintos fenómenos mundiales le hicieron prestar atención. La caída del Muro en el ochenta y nueve, la guerra en el golfo a principios de los noventa, Afganistán y otros ejemplos le eran suficientes para saber que su desplazamiento temporal estaba siendo usado para manipular las causas en el pasado y obtener un resultado en el presente.
Cambió de identidades tantas veces que ya no las recordaba. Había dejado de ser Charlie Evans hacía más de treinta años. Tan solo una de las tres personas que había escapado con él y que aún vivían, sabía su verdadero nombre, pero no lo utilizaba por instinto de supervivencia.
Los manuscritos de las investigaciones de Charlie Evans viajan de mano en mano, entre quienes queremos cambiar la historia de los hechos y volverla a sus cauces normales. Al no generar universos paralelos, los cambios en el pasado repercuten directamente en nuestro presente, es una propiedades ineludible de las investigaciones de Charlie.
Si pudiésemos contar con los medios para destruir el viejo laboratorio, evitaríamos mayores desastres. Charlie lo sabía, por eso al lograr, treinta años después, recrear sus primeros resultados en un nuevo colisionador de hadrones construido en base a años de recaudar dinero en forma clandestina, se ofreció a viajar al pasado y cambiar el curso de la historia.
Pero Charlie no ha vuelto y las cosas no han cambiado, así que dudo que haya sobrevivido. Incluso dudo que haya investigado en secreto. Creo que siempre lo vigilaron, que espiaron cada movimiento que daba y que se prepararon para el momento de enfrentarlo.
Si es así, estamos solos en el universo en manos de mentes ávidas y despiadadas.
Por suerte este es solo un relato de ficción y Charlie Evans no existió jamás.
No escribiría una historia real sabiendo que podrían matarme por ello.
¿O si?

17 de julio de 2009

El camino de la redención

Se descalzó para demostrar respeto y avanzó por el sendero de piedras. El templo imponía no solo respeto, también hacía que todo visitante experimentara una sensación muy cercana al miedo. A llegar a la enorme puerta golpeó con fuerza.
El esfuerzo parecía irónico. La madera debía tener un grosor de sesenta centímetros y sus nudillos apenas si le arrebataron un sonido al silencio. No obstante, la puerta se abrió.
Sus ojos se prepararon para una revelación divina. Estaban a punto de ser testigos de la maravilla que por siempre soñó encontrar dentro del templo. Sin embargo, quedó mudo de asombro al no ver nada.
Absolutamente vacío, el interior del templo se perdía más allá de su vista. Ningún ruido, ningún indicio de construcción y mucho menos, de vida. Avanzó y a medida que lo hacía, el horizonte se ampliaba y se extendía hacia los lados. Tras mucho avanzar giró en redondo esperando verse distanciado enormemente de la puerta, pero el coloso de madera estaba allí mismo, a pocos pasos de él.
Sintió dolor en el pecho. Respiró hondo, resignado y abandonó el templo. Poco importaron los diez años de peregrinación y los sacrificios por sobrevivir desde que el sol salía hasta que las estrellas se convertían en su única compañía.
El templo le había dado la espalda a sus pecados. La nada le había dicho todo. No podía esperar la redención entre los mortales cuando a éstos había matado en el ayer. Si quería redimirse, debía morir bajo su propia espada y sentir el mismo filo que otras carnes ya habían probado.
Se volvió a calzar y emprendió el camino por el cual había llegado. Si no había perdón, entonces tampoco le era útil seguir purgando en la consciencia las viejas penas. Desenvainó la espada y juró no guardarla hasta hacer correr la última gota de sangre de la faz de la tierra.
Algunas voces me han dicho que ha llegado a nuestro pueblo...

14 de julio de 2009

El editor

La rutina envolvía sus días con el mismo peso que el yeso resguarda la recuperación de una quebradura. Resguardaba y limitaba, establecía sus horarios, sus amistades, si iba a estar o no para su familia, en pocas palabras, pautaba su existir, aunque sin negociar. Era su novia y amiga, su pareja y enemiga, con quién convivía gran parte del día y soñaba durante la noche.
El despojo de persona que se había acostado (desplomado) la noche anterior, amanecía descansado, con ilusiones renovadas. Durante una fracción de segundo, un instante ínfimo en realidad, sentía no saber quién era ni dónde estaba. Era el mejor momento del día. La realidad no le permitía hacerse del mismo por más de ese breve lapso. Desayunaba, recibía los saludos familiares y huía en su coche hasta el centro de la ciudad. Allí lo aguardaba el monstruo de cristal, ese palacio de un solo pie, que asombraba a propios y extraños por su diseño y majestuosidad. Debía reconocer que era un edificio vanguardista, pero jamás diría que era bello. Ninguna prisión lo era.
El personal lo recibía con gestos austeros, el saludo justo, sin otra pretensión. El ascensor revestido en madera lustrada lo llevaba en el silencio incómodo de la compañía desconocida hasta el décimo piso. El pasillo con alfombra turquesa lo depositaba en las oficinas de la revista intelectual de moda "Decó Culture and Museum". Así lo anunciaba la placa sobre la puerta doble de vidrio, tras la cual un mundo de gente corría de un lado a otro con papeles, carpetas y fotografías.
Respiró profundo y entró. Como cada día, las miradas apuntaron a su persona y no tardaron en abalanzarse sobre él muchos de los que estaban cerca. Las preguntas parecían taladrarlo, la polifonía hacía inverosímil cada una de las frases emitidas. Pidió calma y fue recibiendo las consultas de a uno por vez, mientras seguía caminando hasta su escritorio, donde un pequeño identificador plástico negro ofrecía en letras doradas toda la información que haría falta para entender la situación: Editor Jefe.
Durante una hora no se fueron de su alrededor agitados redactores y compaginadores, nerviosos por la pronta salida a la calle de la publicación mensual. Le llovieron preguntas sobre la foto de tapa, si estaba bien la imagen de la obras de remodelación en el Louvre o si la atención debía estar en las pinturas inéditas de un renacentista italiano que habían encontrado en una vieja capilla en Turín. Qué si debían extenderse mucho sobre la subasta millonaria de un Renoir auténtico o el robo del que habían sido víctimas dos museos neoyorquinos, o si el informe sobre los últimos libros de filosofía editados estaba dentro de los parámetros de publicación o era mejor dejarlo para más adelante y buscar la posibilidad de entrevistar a la ganadora del premio nacional de literatura de los Estados Unidos.
Sentía que la cabeza no daba para más, pero era consciente que aún quedaba por delante el día completo. Abrió el cajón de su escritorio y sacó una tableta de analgésicos. Se tomó cuatro. Apuró las pastillas con un vaso de agua. Pidió que lo dejaran unos minutos solos. Unos minutos en paz hubiera querido decir, pero mantenía la compostura en todo momento. No se dejaba ver desbordado. No podía permitírselo. Cuando el mundo se venía abajo, él debía estar allí para sostenerlo. Era su función. Aunque aún no había descubierto quién lo sostenía a él.
Se masajeó el cuello, pasó las manos por el poco cabello que le estaba quedando y suspiró profundamente, mientras en un solo impulso se levantaba de la silla y se dirigía a la ventana. Allí había algo de paz, de cierta maravilla. El contraste de los enormes rascacielos vecinos recortados sobre el fondo celeste del cielo era un aliciente para días como estos. Así y todo, le resultaba una ironía. Picos elevados de material ciento por ciento, enjaulando personas en sus labores, alejándolas del día, del aire puro, de una vida distinta.
"Vivimos acelerados, confundidos" pensaba. No era necesario que tuviera un puesto de importancia para saberlo. Era la certeza escondida en cada ser humano atrapado en la red de la modernidad y las responsabilidades. Y en esos cinco minutos que a diario se tomaba para observar el mundo que la vida le ocultaba, aunque fuese una muestra por la ventana y en forma de cielo azul, se daba cuenta que ya era tarde, que no había vuelta atrás. El mundo avanzaba y uno estaba atado a lo que este demandaba, arrastrando la vida por detrás.
La campanilla del teléfono lo devolvió a su oficina. El tedio y las decisiones golpeaban de nuevo su puerta. Atendió, escuchó y decidió. Colgó y volvió a atender. Llamaban de marketing, de corrección, de la imprenta, de diseño. Cesaban las llamadas, pero la puerta era una avenida de dos direcciones y varios carriles. Entraban unos, salían otros, dejaban esto, se llevaban aquello. La máquina estaba en pleno ajetreo y él era el motor.
Las horas del reloj de pared avanzaban a un paso inexistente. Cuando tenía la oportunidad de observarlo creía ser presa de una broma de alguien, que retrocedía las manecillas, porque los minutos no parecían avanzar. Y sin embargo lo hacían, sabía que era así. Pero no le bastaba. Sobre sus hombros caía a cada segundo una nueva consulta, un nuevo peso, otra tarea por resolver. El físico se mantenía erguido, la mirada penetrante y serena y el aplomo impecable, pero el alma se desmoronaba a pedazos, se encorvaba como una abuelita entrada en años, asida a un bastón desgastado por el uso, pero no por el peso, pues lo que sostenía no era otra cosa que un viejo saco de huesos vencido por el tiempo y la vida. Su alma, se convertía en eso.
Su vida le semejaba a una herida que día a día era cubierta por una nueva capa de piel en el proceso de recuperación. Notaba que las capas aumentaban, pero la herida no sanaba. Al contrario, las capas lo asfixiaban, lo hundían y enterraban dentro de su propia persona. De vez en cuando se descubría pensando sobre ello, dejando a medio hacer la corrección de una página o peor aún, con la mirada atónita de algún empleado que tras terminar su consulta, aguardaba de pié ante el escritorio su respuesta. Sus reflexiones eran un leve escapismo, una pequeñez. Una travesura de niño, oculta a los ojos de los adultos.
La vorágine del día no agotaba en esos días del mes a los empleados, al contrario, los llenaba de vigor, energía y miedo. Era el momento en el que todo lo hecho desde la revista anterior debía estar correcto, con el visto bueno de cada área y pronto a ser enviado a la imprenta. Por lo tanto, era para el editor, para su persona, la canalización de esos miedos. No había lugar para ojos fatigados, oídos aturdidos y estómagos rugientes. El dolor de espalda de estar tanto sentado, debía ser una nimiedad. ¿Músculos entumecidos? Ya caminaría hasta el estacionamiento al atardecer. Había una revista por hacer y cada uno era responsable que la misma estuviera lista. Y él, era responsable por todos. El miedo multiplicado.
Las horas corrían a espalda de las oficinas. El cielo del otro lado de las ventanas cambiaba de color. Las nubes jugaban con sus formas y alrededor, el mundo se movía. Pero a todos le eran ajenos, redactores, correctores, diseñadores y editor.
Y como la luna le sigue al sol, y las sombras son vencidas por la oscuridad, el día laboral también toca a su fin. Mentes preocupadas en lo que aún resta por hacer y nervios por lo que ya está hecho. Incertidumbre, inseguridad. Las luces se van apagando de a una. El silencio comienza a ganar terreno. No tarda demasiado en hacerse dueño del territorio, antes dominado por el caos. Todo está a oscuras, sin embargo un alma queda aún detrás de su puesto de trabajo. El editor contempla las formas de la noche: cómo su lapicera quiere hacerse notar sobre la libreta de apuntes, el bucle eterno del cable del teléfono, las puntas del escritorio. Cada cosa adquiere un brillo opaco, sin color, sin diferencias. Todo tiene el mismo tinte. Piensa en la vida, en la suya. En su familia. En la rutina de los días.
Busca la llave en el bolsillo de su saco, pero siente su contacto frío y se sobresalta. Está cansado. Vencido por el cargo, por el saber que pronto llegará a su casa y allí recibirá otros problemas, otras mochilas para su derrotada espalda. Cree que la cabeza está a punto de estallar. Y para peor, en la tableta ya no quedan analgésicos. Se pone de pié. La silla se ve empujada hacia atrás, se engancha con la alfombra y cae con estrépito. El sonido quiebra el silencio. De repente le llegan los sonidos exteriores. Siete pisos más abajo hay una ciudad viva, con gente yendo de un lado a otros, vehículos circulando y comercios aún abiertos. Se acerca a la ventana a observar.
Siente deseos de escapar, no sabe dónde, tan solo la idea viene y ya. Sabe que puede abrir la cerradura y asomarse a la cornisa. Sabe porque cada noche lo hace. Como lo hace ahora. El viento golpea su rostro. Con los ojos cerrados es como bañarse con libertad. Extiende los brazos, como si fueran alas, como Cristo en la cruz. Un paso más y todo se esfumará. Una pequeña lágrima cae sobre su mejilla. Pero sabe que no lo hará. Retrocede y cierra el ventanal. Y llorando, cae de rodillas. Una vez más.

10 de julio de 2009

La verdad tras la mirada

Siempre he sabido el secreto que guardan. Lo descubrí de pequeño, cuando jugaba con ellos. Si bien mi madre no lo permitía, porque temía (y con razón) que me rasguñaran, cuando ella no estaba me tendía por horas en el piso disfrutando de su presencia y prácticamente obligándolos a jugar conmigo.
Más de una vez, salí lastimado. Pero fue en esa intimidad, ganada a base de tiempo, paciencia y más que nada, puro capricho, que fui tomando nota de un conocimiento inadvertido por la mayoría.
Por qué, me decía silenciosamente, abrían así de grande los ojos, con ese amarillo inyectado convertido de pronto en una enorme yema, mirando la nada misma, en un rincón, en una pared, detrás mío. Quizá de niño tengamos algún sentido más o sea simplemente la curiosidad de la edad, pero lo cierto es que mis meditadas observaciones me llevaron a una única y sencilla razón.
Los gatos veían gente que no estaba. Veían muertos, fantasmas, espíritus, cómo queramos llamarles. Noté cómo no solo sus ojos se fijaban en un punto invisible en el espacio aledaño, sino las señales que sus cuerpos despedían: las garras afuera, los lomos erizados, la boca retraída, los dientes amenazantes. A veces presentaban un solo signo, otras dos o tres a la vez, y en ocasiones, todos juntos.
Otorgué en mis anotaciones el valor más bajo cuando solo había mirada. Y fui agregándole, proporcionalmente se sumaba otra señal, un punto más hasta llegar al máximo exponente, que solo podía indicar la presencia de un ser no vivo de carácter peligroso, que llevaba a los felinos a desplegar todo su encanto hostil.
Por supuesto, siendo un niño, mis afirmaciones fueron tomadas como todo intento de un niño de sobresalir en un mundo de mayores. Con risas. Decidí no perder el tiempo, pues difícil me sería derrumbar la muralla de inmadurez que me rodeaba como estereotipo claro y retrógrada de una sociedad conducida por seres que se alegraban de usar traje y corbata y corresponder sus necesidades alimenticias con un ritual estúpido alrededor de una mesa, como si de un rito se tratase, del cual, con mis más arteras artimañas, aprendí a rehuir desde que tengo uso de la razón.
Mis estudios continuaron en privado, en la oscuridad de mi habitación, en los callejones húmedos y peligrosos de la ciudad y en el mismísimo cementerio. Utilicé gatos domésticos y no tantos, lo que explican las cientos de heridas que mi cuerpo atestigua y de las cuales mi mente, aún hoy, no reniega.
Con los años, orienté mis estudios a las ramas que fui creyendo más propicias para poder demostrar mi teoría. Siempre me sentí cerca de poder develar el misterio, no obstante, cada vez que creía tener en mis manos las pruebas fehacientes, los experimentos fracasaban.
Alejado de la sociedad, para evitar la intervención de terceros en más pruebas fallidas y encerrado en una vieja mansión victoriana en las afueras de un pueblo cercano, prácticamente desierto ante el éxodo de sus habitantes hacia horizontes con mejores perspectivas económicas, busqué por todos los medios arribar a la verdad.
Y debo decirles, que luego de cientos de fracasos y gracias al aprendizaje de los mismos, puedo hoy comprobar fehacientemente que los felinos tienen el poder oculto, quizás milenario, de poder ver a los muertos, a los espíritus de éstos que aún deambulan en la tierra de los vivos, y no solo contemplarlos, sino también combartilos, puesto que he descubierto que esa es su misión en la tierra y no jugar con ovillos de lanas o perseguir ratones, como la tradición nos lo ha enseñado.
Los combates feroces y mortíferos se desarrollan en las noches de la luna resplandeciente, y las batallas son cruentas, desleales, salvajes. No veremos jamás los restos mutilados de los espíritus derrotados, pero si seremos testigos de las heridas de los felinos, que de no mediar esta explicación, jamás sabríamos a qué atribuirles. Los regresos nocturnos de los animales, a veces cortados en el rostro, otras cojeando con dolor, lacerados en un costado o simplemente con una oreja desgarrada, representan la marcha de los sobrevivientes en la lucha eterna para la que han sido bendecidos desde su nacimiento.
Disfruto de este conocimiento, por el que he abandonado la sociedad, las comodidades, la cordura. Esta verdad me pertenece, es fruto de mi vida y producto de mi muerte. Por años buscando la respuesta, comprendí muy tarde que la misma había estado siempre en mis manos. Aún en la mansión victoriana, si alguien se atreviese a entrar en la que llaman la guaridad del loco, podrían observar mi cuerpo humano pendiendo de la horca, en el candelabro principal. Mi cuerpo espiritual deambula libre en otro plano de la existencia, compartiendo con los gatos, que solo me miran, ese amor sincero y leal que les he tenido desde pequeño, sabiendo que no ignoran que mi naturaleza no es la de hacerles daño, sino la de comprenderlos como nadie hasta el momento.

7 de julio de 2009

La neblina

Sería de madrugada cuando los pocos que aún permanecían despiertos vieron por sus ventanas como la neblina comenzaba a cubrirlo todo. La luna parecía asfixiarse en la soledad del cielo, cubriéndose de a poco en un silencio absoluto e inquebrantable.
Las casas, los árboles, los altos postes de luz, se sumían al anonimato de las formas ante las atónitas miradas de insomnes trasnochadores.
Desde la ruta, los escasos conductores que la transitaban, observaban asombrados la densa niebla cayendo sobre esa localidad sin nombre en sus mentes, cuyas luces se apagaban tibiamente al compás del fenómeno, tan extraño como fantasmal.
Cuando minutos después la neblina remitió, la ciudad ya no estaba.

5 de julio de 2009

La bestia

Entre los arbustos, oculta su mirada. Sus ojos malvados reflejan la luna entre las pálidas ramas que sostienen el follaje. La noche lo invita a merodear, aunque con la premisa de no ser visto. Ha sentido en su olfato la presencia del hombre. El olor despierta al paladar, y el sabor se degusta en su mente presagiando la frescura de su presa, el salvaje e intenso aroma de la sangre ardiendo en su estómago, aullando de placer previamente en la lengua.
Siente los pasos. El sonido de carne llega a sus oídos. El crujir de hojas secas, quebrándose bajo el peso de las piernas, rompiéndose como una costilla bajo sus garras. El crick crack imperceptible delatan al ser extraviado, que camina despacio, sabiendo de un peligro que acecha.
Desde los arbustos cree escuchar el palpitar asustado del corazón humano, la respiración entrecortada y agitada, el temblor del cuerpo congelado por la temperatura invernal del bosque. Lo disfruta, lo goza. Es el instante en el que su deseo de la sangre se plasma de gratificación, de encanto. Es la magia de la muerte que lo envuelve, lo hechiza, lo eleva a un grado de inmortalidad infinita. Es el momento de la cacería, su razón de ser, su ahora, su presente, su inmediato futuro.
La bestia que es bestia desde que los tiempos son tiempos, se alza en sus dos patas traseras y arroja sus garras hacia delante, atravesando los arbustos y sorprendiendo a su presa. Los ojos de ésta se desorbitan, los músculos colapsan por el miedo y el pánico y el terror se asientan en la mente, poseyéndolo, gobernándolo. La bestia, lo atrae a su cuerpo deforme y peludo con la velocidad que el hambre le dicta y hunde la cabeza de melena clara y revuelta hasta el fondo mismo de sus fauces, masticando con vigor y aplastando huesos y cartílagos bajo el peso y filo de sus molares.
La sangre fluye en su boca, tibia, excitante y la siente bajar por la garganta junto a los trozos de eso que antes temblaba y ahora es su comida. Se siente otra vez un dios, repleto de energía, lleno de vida y mientras fagocita a su víctima, se estremece con el éxtasis de la cacería, el intenso placer de la muerte consumada y aún con sangre en la boca y el rostro, se golpea el pecho y aulla de cara a la luna sembrando el terror entre los otros seres del bosque, haciéndoles saber que la bestia que nadie desea ver espera a los incautos como lo hace desde el primer día de los días, cuando detestado por el mismísimo Lucifer, fue expulsado al infierno de los vivos.

1 de julio de 2009

Los viernes de Ana Clara

Los viernes son los días de Ana Clara. Ella es mi hija. Tiene apenas cinco añitos. Es el día que puedo pasar a buscarla, dictamen judicial de por medio. No me llevo bien con su mamá. Podría alegar en mi defensa muchas cosas y considero que puedo darle la razón en sus argumentos a la hora de no quererme cerca, sin embargo no encuentro razón alguna en que me distancien tanto de mi pequeña.
De todas formas, la disputa queda a un lado cuando la veo salir por la puerta y cruzar el pequeño jardín para llegar a mis brazos, donde se arroja en un abrazo y sin perder tiempo y en su dialecto cargado de ternura me escupe sus alegrías y pormenores, así de golpe, como si estuviese esperando por ello durante largo tiempo.
Pero noto algo raro en ella desde hace tres viernes. Los ojos idos, la alegría ausente, la mirada distante. Su parloteo interminable se ha convertido en una suma no superior a veinte palabras por semana. Si, no, bueno, estoy bien, hola, chau. Ya no hay historias de cumpleaños, sueños de princesas, pesadillas de medianoche, argumentos de dibujitos y diálogos con sus amigos invisibles. Todo el ímpetu de sus cinco años desapareció de un viernes a otro, como un puñal se entierra en un corazón ocultando la hoja.
Intenté por todos los medios saber que le pasaba, pero sus respuestas fueron ambiguas, desinteresadas. Su madre no me atendía el teléfono y cuando la iba a buscar o a dejar, no me recibía; ni siquiera, se dejaba ver.
Hoy la fui a buscar como de costumbre. Hice sonar la bocina cinco veces, como a ella le gusta. Es nuestro código de morsa, como le llamamos en chiste, más allá que ella no sepa de morse, de códigos y de excusas para no verle la cara a la persona que paradójamente uno odia sin dejar de amar.
La puerta no se abrió. Un frío me recorrió la espalda. Un mal presentimiento. Volví a tocar la bocina del coche. El cuadro me estremecía: La puerta inmóvil, las ventanas con las cortinas blancas ocultando el interior, las tejas rojas opacas en una tarde de sol. En el jardín las rosas se habían secado y sus pimpollos marchitos se movían ante la brisa como un ahorcado pende de su soga para satisfacción de sus ejecutores.
Salí del vehículo. Con las manos en el bolsillo caminé lento hasta la puerta. Un nudo en el estómago quería hacerme retorcer de dolor, pero no dejé intimidarme. Al menos por el momento. Toqué el timbre. Cinco veces. Cómo si se una cábala se tratara. Nadie respondió al llamado. Intenté espiar por las ventanas, pero la tela blanca era impenetrable.
Toqué nuevamente el timbre. Golpee. Ya no conté las veces. Tomé mi celular y busqué el número de Analía, la madre. La llamé más de una vez. El número al que quería comunicarme no pertenecía a un abonado en servicio. Hacía cuatro viernes que sabía que algo raro estaba pasando. Ahora parecía que era tarde, que el volcán que se presagiaba activo, había entrado al final en erupción.
La llamé por su nombre. A los gritos. Primero a Analía. Luego a Ana Clara. Los pulmones parecían que iban a explotar. En eso llegó el patrullero. Algún vecino había llamado. Cuando los vi sentí alivio, ellos podrían ayudarme. Sin embargo no dejaron que les explicara. Me tomaron de un hombro y me pidieron que los acompañara. No me salían las palabras, eran todos balbuceos, como a Ana Clara en sus berrinches. Me subieron al patrullero y arrancaron. Hice un esfuerzo para mirar la casa, por las dudas que al final la puerta se abriera en ese instante, pero eso no sucedió. Vi a varios vecinos fuera de sus hogares, observándome partir dentro del coche.
Me pedían que me calmara, que me tranquilizara, que no podían estar todos los santos últimos viernes de mes yéndome a buscar. Qué debía superar la tragedia, que no era mi culpa, que no era afirmaban, que ese loco que vivía con ellas hubiese hecho lo que hizo, que no era mi culpa, que difícilmente hubiese sabido lo que pasaba en esa casa.
El nudo en la garganta me traicionó y vomité con fuerzas, al mismo tiempo que mi mente lograba asirse por un momento a la realidad y el recuerdo que en ésta residía era tan horrible, tan angustiante, que me embargaba de un terror tangible como la muerte misma, que ni el llanto ni las venas sangrantes podían remediar.
Y en ese torbellino de locura, solo veía los ojos idos, la alegría ausente, la mirada distante de mi pequeña de los viernes que en mi demencia no dejaría nunca de ir a buscar.