Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de octubre de 2011

Lo que dice el espejo

Angustia. Era la sensación que se le atragantaba en la garganta al mirarse al espejo. Cada mañana el recorrido desde la cama al baño era un suplicio. Hoy no, hoy no, rezaba en silencio, mientras sus pasos cansinos lo acercaban a un nuevo funeral. Porque cada vez que se miraba al espejo, sabía que moría un poco.
Se vestía, tomaba su maletín y salía a la calle, camino al trabajo. Tarde o temprano lo vería. Y entonces, como cada vez, debería hacerlo. Las lágrimas le empañaban los ojos y un nudo en el estómago le recordaban que aquello era real.
Las personas iban y venían, desconocidos todos, hijos de una ciudad gigante que los convertía en casuales transeúntes de sus veredas, compartiendo el aire rancio, los sonidos lacerantes del tráfico, el roce de cuerpos cuyas mentes estaban en otra parte, siempre corriendo, temiendo llegar tarde a vaya saber que lugar.
Tarde o temprano sucedería. Vería el rostro. El mismo que el espejo había reflejado en lugar del suyo. Aquel espejo maldito, que gobernaba sus días, dictándole quién debía morir, en que cuerpo hincaría una furia que no le pertenecía.
Y cuando aquello ocurriera, no tendría escapatoria. No obedecer se pagaba caro. Vaya que si. Otro espejo le mostraría, a otro prisionero, algún rostro amado y entonces...
Allí estaba. El rostro de la mañana, haciendo cola para entrar a un banco. Era tan joven, que pena lo asaltaba. De todos modos, fue sacando el cuchillo con cuidado, mientras cruzaba la calle.

27 de octubre de 2011

Tres soledades

El sonido del tránsito siempre es caótico a media mañana. A las ventanas del octavo piso llega envuelto con el viento, en un monótono sinfín de bocinas y chirridos de gomas.
Alisa ronronea sobre el mullido sofá, jugando con un pantalón de algodón que su dueña ha dejado abandonado la noche anterior. Ella, su dueña, está concentrada sobre su mesa de dibujo, observando las líneas de aquel plano que la tiene perturbada desde hace varios días.
De vez en cuando desaparece de la habitación, para volver a los pocos minutos con una taza en la mano. Otras veces se cambia de ropa y sale hacia el pasillo. Cuando eso sucede, su regreso puede demorar horas.
En soledad, Alisa recorre el departamento buscando con qué distraerse. Es cuidadosa y resulta muy difícil que hiciese algún daño, no obstante, si ocurre algún accidente, como la vez que derramó la azucarera sobre la mesada de la cocina, la dueña no lo notaría y hasta quizá, se preguntase en que momento se le había volcado aquello.
Es que la dueña vive muy acelerada. Dibujando sus planos, corrigiéndolos, hablando por teléfono con otra gente, rezongando, comiendo a las apuradas y sin sentarse a la mesa y muchas veces, incluso olvidándose de alimentar a Alisa. Va y viene varias veces en el día. Por momentos todo parece detenerse, que son los momentos en los que se concentra sobre los papeles, pero luego el movimiento sigue su rutina.
Sólo la penumbra del anochecer trae calma, cuando el cansancio la vence y la obliga a arrojarse sobre la cama. Pero su sueño es inquieto y no son pocas las noches en las que se despierta y ya no puede volver a cerrar los ojos. Entonces, regresa a su mesa de trabajo y perpetua la esclavitud con su deber, mientras Alisa acaricia sus piernas o se enrosca en alguna prenda arrojada al azar sobre el piso de parquet.
Y que sucede conmigo en aquel octavo piso, se preguntarán extrañados. Nada, solo contemplo, escucho y dejo pasar el tiempo, que es mi riqueza. De vez en cuando Alisa se me queda mirando, pero ni siquiera me maulla. Aunque debo confesar que tampoco lo hace con los demás fantasmas que conviven en esta existencia, por lo que no me hago problemas y me permito seguir observando a esos seres tan vivos y solitarios.

24 de octubre de 2011

La orden del general

La orden del general no podía ser evadida. Sus terminantes palabras habían sentenciado al hombre y su deber era cumplir con esa demanda. Pero allí en medio del desierto, bajo el sol lacerante y pérfido, su mano temblaba asiendo la pistola.
El gimoteo indescifrable que nacía en el alma, se deslizaba a duras penas por su garganta y escupía con dolor por la boca, llegaba a sus oídos disfrazado de llanto y lamentos. Aquellas palabras en otro idioma, de todas maneras, lograban vencer cualquier barrera, porque el pedido de piedad tiene el mismo sonido bajo cualquier cielo.
Se aferró al arma y la sostuvo con firmeza. Debía dejar de oscilar, centrarse en la cabeza de esa persona y luego detonar. Era así como funcionaba el sistema, era de esa forma que se sobrellevaba una guerra. Unos debían vivir y otros morir. Una simple ecuación, la naturaleza forzada, el juicio entre humanos, una sola presión del dedo.
El hombre no dejaba de suplicar en aquella lengua extraña. Los ojos imploraban tanto como su gorjeo. La piel cubierta por llagas ofrecía un crudo retrato del hambre, y los huesos, sobresaliendo con vergüenza, denunciaban la demencia de la humanidad.
La pistola brilló en la soledad de aquel paraje. El destello fue suficiente. Aquello era un mensaje, una señal. En medio del desierto, ese fue el único mensaje que necesitaba. El soldado así lo entendió y no dudó.
Disparó a quemarropa. Con seguridad lo estaban vigilando con binoculares, ocasionando el centelleo del metal. O al menos, el miedo lo obligó a pensar así. De todas maneras se agachó sobre el cadáver y con una navaja le cortó las orejas. Si no lo estaban vigilando, llevaría las pruebas de haber cumplido con su deber.
La ecuación era simple: el enemigo o él.

21 de octubre de 2011

Orilla particular

Capitán de mares, ataviado del color del cielo, pantalones amplios y ojos bien atentos. Su paso ancho y medido, la voz agria y firme, la orden justa y precisa. El semblante pétreo, las manos a la espalda, el cabello al viento, bajo el ala de su sombrero.
Capitán de mares, de pie sobre la fuente de la plaza, esperando el barco del olvido, aguardando en su orilla particular, imaginando despierto ante las risas silenciosas de los que no entienden, que caminan sin saber que la vida necesita un sentido y un horizonte por el cual soñar.
Capitán de mares, que tripula su locura, que comanda su destino, desafiando el viento, la lluvia, la noche y el sol; que no responde a las bromas ni reacciona contra las piedras; que contempla estoico el futuro que en algún momento llegará, sin perder jamás las esperanzas; Capitán de mares, yo te saludo.

18 de octubre de 2011

El hombre que arregla los aires

El precio era sensato, al menos el aparato ahora funcionaba. Le pagó sin chistar, no había razón para quejarse, el aire estaba funcionando otra vez. Lo despidió en la puerta y lo vio marcharse por el pasillo, en dirección al ascensor.
Estaba a punto de cerrar cuando notó que el hombre se estaba olvidando una pinza.
- ¡Jefe! - lo llamó - ¡Se olvida una herramienta!
Justo había llegado el ascensor. Pero el hombre no dudó, pegó la vuelta. Recibió la pinza y la guardó en la caja amarilla que levantaba sin hacer demasiado esfuerzo, a pesar de estar repleta.
- Gracias buen hombre, era una buena pieza y si la perdía iba a estar en problemas - dijo el técnico en aires acondicionados.
- ¿Difícil de conseguir? ¿Qué es, importada? - preguntó curioso y sonriente el dueño del departamento.
- No - contestó el hombre apoyando la caja en el piso y haciendo una pausa, mientras acomodaba sus manos en los bolsillos del pantalón - Es nacional. Pero tiene una larga historia.
Permaneció así, de pie y con las manos dentro del pantalón azul, de rodillas desgastadas. Su interlocutor pensó que ya estaba, había devuelto la herramienta, obrado bien, ya había pagado, ahora lo único que necesitaba era cerrar la puerta y ponerse a mirar la tele disfrutando del aire para combatir los primeros calores de la temporada. Sin embargo, el técnico se había quedado allí de pie, como esperando que le dijera "¿qué historia tiene?", pero su curiosidad había terminado cuando preguntó si era importada e incluso, se arrepentía de ello.
- Bueno, si me disculpa... - empezó a decir, entornando la puerta, pero la hoja de madera se encontró de repente con el pie del técnico. El freno busco de la misma sobresaltó al dueño del departamento.
- Pregúnteme sobre la historia de la pinza - exhortó el técnico.
Lo escuchó, pero no lo podía creer. Aunque más que incredulidad, tenía miedo. Aquello no era una actitud normal.
- Es que la verdad, tengo que hacer, si me sigo retrasando...
El hombre sacó las manos de los bolsillos y lo empujó hacia dentro de la habitación principal.
- Usted se va a retrasar todo lo que yo quiera - amenazó. El rostro no era el mismo que antes, que en todo momento había notado sereno e inexpresivo. Ahora, en cambio, parecía moldeado por el mismísimo demonio.
- Está bien... está bien, por favor, tranquilo amigo.
- Nada de amigo. Usted tocó mi pinza, ahora tendrá que escuchar la historia.
- Pe... pero, se la estaba olvidando.
- No, yo no me olvido nada. Si la pinza se quedó, es porque le toca a usted.
- No entiendo... ¿qué me toca qué?
- Escuchar la historia. Escucharla y después morir.

15 de octubre de 2011

La tarde que nevó en el barrio

No es necesario tener una gran memoria para recordar el peor día en la vida de uno. Ese día, nefasto, quedará grabado en la mente hasta el fin de los tiempos, sin que uno se lo proponga y lo perseguirá a sol y sombra en los momentos que menos quiera evocarlo.
Es una constante humana, algo sabido desde que el mundo es mundo, es decir, desde que alguien lo ha pensado a razonar así.
En mi caso, recuerdo cada detalle con cruel exactitud. Era una tarde de oscuros nubarrones en el horizonte, sin embargo, con nuestros doce años, aquello no nos asustaba. Jugábamos a la pelota en la calle, sin que ningún auto nos molestara, porque no era un barrio muy transitado y menos a esa hora.
Eran partidos reñidos, con chicos de esa misma calle. Cinco o seis venían de otras partes, que si bien entonces nos parecían parajes remotos, lo más lejano habrá sido dos o tres cuadras de distancia.
Parecía una tarde más, sencilla, de patadas y gritos, risas y pisadas Hasta que pasó ella en bicicleta. Ella era una flaquita de rostro angelical, que vivía en la esquina de casa. Tenía el pelo largo, de color oscuro. Sus ojos eran como dos perlas de miel. Tenía una bicicleta rosa, con canasto adelante y solía pasearse por la vereda de una esquina a la otra, durante horas y horas. Era dos años más chica que todos nosotros. Por eso, más que llamarles la atención, a los demás su presencia les fastidiaba.
Un par le gritaron para que apurara su andar, que se podía ligar un pelotazo. Estaba seguro que si alguno de los que le gritaron, tenía la pelota en sus pies, hubiese pateado para darle. Lo sabía entonces y lo sé ahora; no se trataba de maldad, sino ese eterno enfrentamiento niña - niño de la infancia, que comienza a cambiar en la misma medida que a ellas les crecen los senos y a nosotros las ganas de verlos.
Sin embargo, por alguna razón, el hecho de verla me mareaba. Las primeras veces que me sucedió, supe que no era casualidad, que era ella la que lo provocaba. Era su rostro, su forma de andar en esa bicicleta, su voz al saludarme. Un día le pregunté como se llamaba. Ella frenó con su bicicleta a tan solo dos metros de donde estaba y me dijo con una melodía suave como una brisa: Malena.
Malena fue entonces una obsesión. Mirar por la ventana cada cinco minutos para ver si estaba andando en la bici, cosa de salir a verla de más cerca. Ir cada tanto hasta la esquina, haciendo como que esperaba a alguien, para tener la oportunidad de observarla asomada en su casa o jugando en la puerta. O, cuando estaba yendo y viniendo por la cuadra en su bicicleta rosa, salir y sentarme en el cordón de la vereda, y haciéndome el distraído, mirarla una y otra vez, sin descanso.
El milagro que a veces me dirigiera una palabra se daba ocasionalmente si la encontraba en el almacén de la vuelta o bien, cuando yo me animaba a decirle, con una sonrisa de oreja a oreja “hola Malena”.
Cómo comprenderán, cuando la vi en aquella tarde oscura, me quedé paralizado. Los que no le gritaban, siguieron jugando. Pero mi cuerpo, de doce años, dejó de pertenecer al partido y todos los sentidos estuvieron puestos en ella. Hasta que la pelota se estrelló de lleno contra mi rostro y me tiró al suelo de espaldas. Fue como despertar de un sueño con un ladrillazo. Sentí el rostro caliente y la nariz dolorida. “Está sangrando” escuché que alguien decía. Se me acercaron varios de los chicos y uno me calmó “quedate tranquilo Atilio que el Negro fue hasta tu casa a buscar un algodón”.
Me quería levantar, para verla a ella, para saber si había seguido su camino o si estaba allí, observando mi vergüenza. Pero los chicos me mantenían en el suelo. “Quedate quieto, te vas a manchar todo”.
La sangre era lo que menos me importaba. ¿Dónde estaría Malena? Ojalá no mirando la escena, rogaba interiormente. Y mientras pensaba en eso, llegó el Negro, corriendo con algodón y una botella de agua oxigenada. El bruto me tiró un chorro en la nariz y después presionó con el algodón. Pegué un alarido, no tuve tiempo ni de tratar de evitarlo.
- ¡La puta que te parió Negro! - le grité desaforado, poniéndome de pie. El algodón se me cayó y tuve que agacharme a buscarlo. Al hacerlo, cayó un montón de sangre al piso. Al ver eso, sencillamente me desmayé. Caí redondo al suelo, como una bolsa de papa.
Me llevaron a la vereda y me apoyaron contra la pared de mi casa, justo debajo de la ventana. Escuché las risas, a medida que iba recuperando el color. “Dale, sigamos mientras el Atilio se recupera”. De inmediato estaban pateando la pelota otra vez. Me quedé, sentado, con los ojos a medio abrir y sosteniendo el algodón.
Delante de mí vi frenar una rueda de bicicleta. El guardabarros era rosa. Abrí bien los ojos y la vi a ella, sobre el asiento, asida del manubrio, los dedos sobre el freno. Sus ojos de miel me miraban.
Esbocé una sonrisa, como para que no se asustara. Suponía que mi rostro debía estar muy colorado, entre el pelotazo y la sangre.
- No fue nada - le dije, tomando coraje de donde no lo tenía, tratando de quitarle dramatismo a aquel infortunado episodio y aprovechando, claro está, para poder oír su voz, escuchar de esos labios tan finos y dulces sus buenos deseos para conmigo, o mejor aún, quizá la invitación (ya sea por pena o bronca por las risas de mis amigos) para ir a merendar luego a su casa.
Sus ojos color miel me miraron intensamente. Fue una mirada larga y sostenida. Mi corazón se paralizó, quedó al borde del colapso. Nunca se había detenido tanto en mí. Y entonces, me dijo:
- Que pendejo maricón.
Y de inmediato, como si esas tres palabras las hubiese escupido desde un balcón, se alejó pedaleando, perdiéndose en la esquina.
Quedé helado, herido, destrozado. Los nubarrones del cielo se hicieron más intensos, se colocaron justo encima de aquel lugar y dejaron caer gotas del tamaño de un cospel. Los chicos se dispersaron en todas direcciones, riendo sin parar. Yo quedé en silencio, escuchando el sonido de la lluvia en el cemento, sintiendo cada gota en mi cuerpo como un puñal amenazante. Mi madre se asomó por la ventana y me gritó con violencia que me metiera adentro.
¿Qué sentido tenía, tras esas palabras? ¿Qué más daba mojarme que ponerme a cubierto? La lluvia se hizo más intensa. La frialdad de Malena me envolvió de tal manera, que las gotas dejaron de golpearme. Cerca de mi cuerpo se convertían en copos de nieve y recorrían los últimos centímetros muy lentamente.
Estoy seguro que si mi madre no salía enfurecida y me tomaba por el cuello, metiéndome en la casa, la nieve me hubiese cubierto, formando allí mismo, debajo de la ventana, la tumba de mi niñez.
Por supuesto, cuando le cuento esto a mi madre, ahora que han pasado los años y me he mudado a otro barrio, con mi propia familia, se ríe con ganas y niega cualquier indicio de nieve, tratándome de “soñador”.
De vez en cuando me la cruzo a Malena, ya crecida y con hijos, tan hermosa como siempre. Y no hay vez que no lo evite, que no le diga sonriendo “hola Malena”. Pero ella mira hacia otro lado y me niega el saludo. No me hago mala sangre, solo una vez nevó en mi vida y me preparó para todo el viaje. Ya no sufro, tan solo la entiendo. Lejos estuve de ser su príncipe azul. En cambio, sin saberlo, ella fue la que me enseñó que el amor es sinónimo de dolor.
Y desde entonces que le estoy agradecido.



* Cuento escrito para la Revista Tintas (Seguí - Entre Ríos), publicada en el número de agosto del presente año.

12 de octubre de 2011

Camisa blanca

En la pila de ropas para lavar, había una camisa blanca con manchas rojas. Vaya a saber uno que pensó en primera instancia María, lo cierto es que dudó entre meterla al lavarropas o apartarla a un costado. Se decidió cuando vio que a la mancha más pequeña le seguían otras, del lado posterior.
La camisa era de su hijo varón, de diez años. Sabiendo que estaba en el patio, jugando con su hermana, lo llamó con un grito, como estaba acostumbrada a hacer. Alfredo llegó corriendo, con las manos y rodillas llenas de tierra.
- ¿Con qué te hiciste esto? - le preguntó la madre.
Alfredo miró la prenda y se encogió de hombros.
- En la escuela, no me acuerdo.
- ¿Cómo no te vas a acordar? Mirá, sangre acá, acá, del otro lado también. Sangre por todas partes. ¿Te pegaron? ¿Le pegaste vos a alguien?
Negó con la cabeza, mirando hacia el patio. Su hermana lo llamaba para seguir jugando. El movió el brazo, en señal que la había escuchado.
- ¿Y entonces, cómo te manchaste?
El nene inclinó la cabeza, para mirarse los pies.
- No sé mamá.
La mujer estaba perdiendo la paciencia. Si algo odiaba, era que su hijo le escondiera información, como cuando había hecho mal las pruebas de matemáticas y jamás le había dado el cuaderno para que firmara las notas.
- Alfredo, el lunes lo averiguamos entonces ¿te parece? Porque voy con vos a la escuela y le pregunto a la maestra...
- ¡No mamá! No pasó nada, en serio. Confiá en mi.
- ¿Qué confíe en vos? Querido, mirá la sangre que hay acá y no me decís quién te golpeó. O decime ¿le pegaste a alguien?
Los ojitos comenzaron a ponerse vidriosos. Bajó otra vez la vista y a mover las piernas. Su hermanita llegó corriendo a su lado y a los gritos le pidió que volviera al patio con ella.
- Amanda, estoy hablando con tu hermano. Dejanos solos un minuto.
- Andá Amy, ya voy yo, andá... - le dijo a su hermanita, alejándola con suavidad.
- Mamá ¿por qué llora Fedo?
- No lloro Amy, se me metió una basurita en el ojo. Andá que ya voy...
La nena se marchó lentamente, no muy convencida.
- Respondeme Alfredo ¿por qué llorás? ¿Le hiciste mal a alguien?
- ¡No! - gritó enérgicamente.
- Bueno, calmate y decime que pasó.
- No mamá, no me pidas eso.
Lo miró con los ojos bien abiertos y tras dar un paso hacia él, se lo volvió a repetir.
- Contame que pasó - y enfatizando el pedido, concluyó - Yá.
Alfredito, a sus diez años, juntó todo el coraje que tenía y tras sorber los mocos que se le escapaban por la nariz, comenzó a dejar de ser niño, a decirle adiós a su infancia.
Fue así que le contó a su madre de Carina, su compañerita de curso, de las cosas que le confesaba cuando se hamacaban juntos en los recreos, de cómo la trataba el padre, en cómo estaba engordando, de lo mal que se sentía últimamente. De esa mañana en el descampado al lado del cole. De ese momento tan horrible, de los gritos que aún resonaban en su cabeza, de ese bebé que apareció de golpe, de la sangre, del asco, las ganas de vomitar, pero Carina tan chiquita en el medio y entonces... había salido corriendo. Y ahora lloraba a mares, porque no sabía que había sido de Carina ni de esa criatura que salió de su cuerpo. Y pedía perdón, ahora arrodillado, aferrado a las piernas de su madre, llorando, casi pataleando y...
María lo alzó en brazos, como a un bebé y lo llevó a la habitación. Le pidió que descansara, que no pasaba nada, que estaba bien, que luego hablarían, pero que no se preocupara.
Volvió al lado de la pila de ropas. Amanda jugaba sola en el patio, ajena a todo. Agradeció que así fuera.
Lloró sola, allí en el lavadero, durante un buen rato.
Luego fue en busca del teléfono, sabiendo que era tarde para enmendar el enfermizo mundo que los rodeaba.

9 de octubre de 2011

La compra

Patricio Gómez colgó el teléfono. Su rostro había perdido el semblante seguro de todos los días. Sentados delante suyo, del otro lado del escritorio, estaban el vice director y el jefe de contenidos. Aguardaban en silencio, aunque gran parte lo habían intuido de la parte del diálogo que habían escuchado.
Permaneció en silencio un par de minutos. Sus hombres de confianza no perturbaron los pensamientos del hombre, cuyos años se evidenciaban en cada rasgo del rostro y las manos tan arrugadas como manchadas.
Finalmente, su voz, siempre firme, tembló por primera vez y dijo:
- Señores, es oficial. Han comprado cada acción de la empresa.
- Pero... ¿Cómo puede ser Patricio? No estaban en venta, además, eso sería...
- Ciento cincuenta millones de dólares. Es lo que han pagado. ¿Quiénes? No se. No me lo saben decir. Lo único es que ahora les pertenecemos.
- No podemos pertenecer a nadie, eso lo sabemos muy bien – terció el jefe de contenidos.
- No es algo que podamos evitar, ya está hecho Alfonso. La empresa ya no la manejamos, si bien no removerán ningún puesto. Me lo acaba de confirmar este abogado que llamó.
- Cuál es el sentido de la compra entonces.
- El contenido estimado Borello. El contenido. El diario podrá seguir informando, la radio transmitiendo y el canal pasando lo que quiera como espectáculo, pero el contenido informativo vendrá de “arriba” - subrayó la última palabra, con un dejo de desagrado y desconfianza.
Llevaba treinta años al mando del multimedios, quizá el último bastión de lo que podía denominarse “independiente”. Aunque sabía que esto no era tal, porque para subsistir se vivía de las pautas publicitarias y detrás de las mismas, había capitales que respondían a uno u otro color. La independencia en realidad estaba dictaminada por el grado de riesgo que asumían al informar hechos que perjudicaban, directa o indirectamente, a gente relacionada con esos montos en forma de publicidad.
Desde unos meses antes, corría el rumor en la ciudad que había un grupo inversor adquiriendo medios de comunicación. Habían constatado que pequeñas radios, algunos diarios, un par de canales de televisión y hasta algunos portales en internet, habían sido comprados por una firma desconocida de la cual incluso, se ignoraba el nombre. Todo quedaba detrás de fachadas múltiples, que ocultaban el verdadero origen de esa vorágine de compra.
Pero era inevitable no relacionar cada una de ellas, sobre todo por los resultados posteriores. Las noticias entre un medio y otro se asemejaban bastante, si bien con diferentes enfoques, mostraban una realidad en común. El paulatino cambio se fue trasladando a empresas informativas más grandes. De repente, grandes medios informaban lo mismo que los pequeños y desde un ángulo que se diría, era similar.
Gómez sospechaba que la misma mano había estado detrás de todo. Jamás imaginó que irían por su imperio. Los números eran elevados, las posibilidades, mínimas. Y ahora, sentado en su escritorio, intentaba caer en la noticia que le habían dado telefónicamente.
La sociedad había sido comprada, incluso a pesar de no estar en venta.
- ¿Qué podemos hacer? - preguntó el vice.
- No lo se – se sinceró Patricio – Si alguno de ustedes quiere renunciar, lo entenderé.
Los hombres se miraron entre si. Ninguno había pensado en esa posibilidad. Se resistían a esa idea. Debía existir alguna manera de hacer frente a la situación.
- Patricio, déjeme entender. Nos compran, nos dejan seguir como siempre, pero con la condición de bajarnos las noticias. Ahora bien ¿cómo lo harán? Porque no creo que ninguno de nuestros periodistas acepte... - se detuvo, al ver que el director movía sus manos de un lado a otro.
- Nadie se opondrá, olvidate. El abogado me dice que aumentarán los sueldos un cien por cien, que les harán firmar a cada periodista un contrato que los une por el doble de lo que ganan, a cambio de aceptar el hecho que escribirán los que ellos pidan.
- ¡Pero eso no puede ser! ¡No es ético! Ninguno puede firmar eso, ya mismo voy a hablar con ellos y aquel que no quiera...
- Calma Alfonso, calma – pidió el director – No podemos echar a nadie, ya no tenemos la facultad para hacerlo. Eso también está en manos de ellos. Además, ¿te crees que alguno te irá a hacer caso, cuando vean esos contratos?
- No se, Pascutti, Ribero, Landriuel, Esquinero... ellos son tipos honestos.
- Tipos honestos con un sueldo magro, seamos sinceros. Trabajan quince horas al día y no ganan ni el diez por ciento que ganamos nosotros. Por supuesto que aceptarán – el vice se apoyó con resignación en el respaldo del asiento.
- Me estás diciendo que aceptás que pasemos a ser títeres de esta gente invisible ¿me estás diciendo esto? - Alfonso estaba nervioso, a punto de perder el equilibrio.
- Por favor Alfonso, no piensa eso, pero es la situación en la que nos han puesto. No tenemos armas para combatir una avanzada de esta manera. Los empleados abrirán grandes los ojos cuando vean tanto dinero junto, que no les importará que tengan que publicar.
- Pero, Patricio, qué dirán cuando contrapongan la información que saquen con la de los demás diarios...
- ¿Estás leyendo los demás diarios? Ya están todos comprados. Eramos los últimos que resistíamos. El resto había ido cayendo en los últimos meses. Ahora sucede con nuestros medios. Lo temía, era inevitable.
- Me resisto a pensar así Patricio, no es posible. Tantos años erigiendo este sueño, manejándonos con independencia y ahora tener que vernos obligados a publicar cosas que con seguridad no serán realidad. Vaya uno a saber a que capitales responde esta gente, qué es lo que desean. ¿Y si esto empieza a pasar en otras grandes ciudades? Pero no solo acá, sino en el mundo. Qué pasa si esto comienza a pasar...
- Está pasando Alfonso, es cuestión de remitirse a los diarios online. Las críticas siempre apuntan a un mismo lado, lo bueno es obra de un solo sector, no hay que leer entre líneas para darse cuenta cuáles son los aliados mundiales, contra quién están en contra. Sucede que estás muy pendiente de la gente Alfonso, del contenido local y se te escapan estos puntos de vista.
- ¡Maldición Patricio! ¡Debemos resistir!
El director no contestó, dejó que el eco de la voz elevada en el aire se marchitara como el humo lo hace tras unos pocos segundos. El vice mantuvo su silencio, hundido en la silla tapizada en cuero. El silencio volvió a apoderarse de la oficina. Por los ventanales se podía ver la ciudad, ajena a la conversación y hasta quizá, a esa realidad avasallante que estaba ocurriendo a su espalda. Alfonso no podía concebir que de ahora se transformaran en formadores de opinión que respondían a ideas cuyas mentes lejos estaban de conocerse.
- Es un error – musitó.
El director se encogió de hombros, con el rostro apesadumbrado. Su gesto lo decía todo.
Si, aquello era un error. Pero no podía corregirse. El dinero había hecho ya su parte y no tenían el poder de ir marcha atrás. Quizá en ese mismo instante, los delegados de los compradores estaban poniéndose en campaña para convencer a cada periodista de firmar los nuevos contratos. Y lo harían, porque había más dinero en juego.
La información es poder y el poder da dinero. Adueñándose de las vías de información, lograrían lo que quisieran. Era una premisa casi obvia, pero hasta entonces la independencia ganaba su batalla ante la falta de capitales tan grandes que quisieran iniciar la estratégica decisión de hacerse con todos los medios. Y ahora, de alguna parte, habían salido.
Permanecieron un rato más, sin hablarse. Alfonso se puso de pie y anunció:
- Presentaré mi renuncia antes de irme. Puede que el ejemplo, inspire a otros. Me gustaría convencerlos que hicieran lo mismo, pero ya no está en mi esa decisión. Patricio se puso de pie y estrechó la mano de su jefe de contenidos. Había sido hasta entonces, un gran empleado. Aquello era una pérdida muy grande, pero que visto desde la nueva realidad, no se notaría demasiado. Los contenidos más críticos ya no pasarían de todos modos por sus manos.
En la habitación quedaron los dos hombres de mayor rango en la empresa. El director abrió el cajón de su escritorio y sacó una caja de madera, laminada en oro. Del interior tomó dos habanos y le alcanzó uno a su segundo.
- Borello, Borello... si yo te digo que va a llover, salí con paraguas, haceme caso. Me debés diez mil. Te dije que iba a renunciar.
- Si, tenías razón. Me lo vi venir ni bien diste la noticia. Pero bueno, que son diez mil con todo el dinero que nos va a entrar.
Rieron mientras el humo los envolvía cansinamente.
- Tantos años en esto y el mejor negocio se hace con un llamado telefónico. Mi querido Borello, llega un momento en la vida que debemos decidir si queremos estar tranquilos o ser honestos. ¿Está mal querer vivir tranquilos?
- Honestamente, no.
Y otra vez las risas invadieron el recinto.

6 de octubre de 2011

Te detesto

Estoy llorando desde anoche y no puedo parar. Ella me dijo que me detestaba y el teléfono cayó de mis manos, partiéndose estrepitosamente al chocar contra el piso de la habitación. Sentí como algunas partes de plástico golpeaban mis pies, al mismo tiempo que cientos de imágenes obnubilaban mi mente.
¿Cómo podía detestarme, después de todo lo que habíamos pasado juntos? ¿O acaso olvidaba aquella adolescencia en la que a pesar de nuestra juventud, trazamos las metas de cara al futuro? ¿Acaso había hecho a un lado todos los sacrificios para vernos, cuando cada uno estudiaba en una ciudad distinta? ¿Y que había de la casa que habíamos levantado con el esfuerzo del trabajo? ¿Del jardín que juntos dimos vida? ¿Del niño que teníamos en mente?
Me detestaba, esas habían sus últimas palabras. Luego el teléfono cayó al piso y mi mente se perdió en una nebulosa de interrogantes y un mar de ácido resentimiento. Con la primera lágrima surcando mi mejilla, me abalancé sobre ella, que estaba sentada sobre la cama y la sofoqué con las manos atenazadas a su cuello, hasta que el rostro le quedó azul.
Sigo llorando, a pesar de lo que hice o quizá, más profusamente a partir de la noción del acto violento. Ahora, detrás de estos barrotes, a la espera de la decisión que impere y por ende, mi destino definitivo, me culpo de no haber optado por recoger los restos del celular y rescatar el chip, para averiguar quién era el otro, aquel que la llamaba, ese que le escribía y con quién, me había confesado antes del "te detesto", se iría de mi vida.

3 de octubre de 2011

De los que huyen

Su cuerpo se desmoronaba a pedazos y cada mañaba debía limpiar lo que dejaba a su paso. Temía el día en el que sus dimensiones alcanzaran las de una sombra. Pero para entonces, difícilmente contaría con la cordura suficiente que le permitiese darse cuenta de la realidad.
Comenzó aquella penuria el día que decidió dejar a su mujer plantada en el altar. Estaban todos los invitados dentro de la catedral y había visto, por una pequeña ventana, que el coche que la traía a ella había aparcado frente a la fachada.
De repente sintió un nudo en el estómago, una sensación de horror lo embargó por completo y tuvo la imperiosa necesidad de salir corriendo por una puerta trasera. Saltó un tapial y se escapó por el patio de la casa de al lado.
Tomó un taxi en la esquina y pidió que lo acercaran a la terminal de ómnibus. Compró el boleto hacia el destino más distante y no miró ni por un segundo a través de la ventanilla.
De eso habían pasado seis meses. Al día siguiente de la fuga, perdió el primer cabello. Luego fueron las uñas, una a una. A eso, siguió la piel. Hacía tres meses que no salía del pequeño apartamento que alquilaba con los pocos ahorros que había sacado del banco.
Los médicos no supieron que decirle. Los estudios no revelaban nada. Le preguntaban si había estado de viaje, si había pasado por algún shock emocional... pero él contestaba a todo "no".
Aquella mañana, a los tropezones, caminó hasta el teléfono. Se había decidido a llamar a la mujer con la que se iba a casar. Estaba seguro que se moría y sentía la culpa sobre la espalda. Ni siquiera se preocupó por los restos de su cuerpo que quedaban atrás.
Le contestó su suegra. Fue fría y directa. Su hija había muerto de pena aquella misma noche. Y lo que le sucedía a él, no era otra cosa que una brujería.
- Pagarás cada lágrima con un pedazo de cuerpo y cuando ni eso alcance, tu alma se desmembrará en el mismísimo infierno.
Colgó, dejándose caer al suelo. Estaba temblando. ¿Ella había muerto? ¿Se podía alguien morir de pena? Quiso llorar pero no pudo, los lagrimales los había perdido hacía unos días. A duras penas gateó hasta su cama y se tendió a esperar la muerte.
Cuando ésta llegó reconoció en su figura al desalmado que había causado seis meses atrás, que tuviese que ir por una joven hermosa, destrozada por el amor que no fue. Y la muerte, entonces, optó por ignorarlo.
- No volveré por tí, jamás. Te despedazarás pero no morirás. Y así sufrirás por siempre.
El hombre o lo que quedaba de el, perdió toda esperanza. Tenía la eternidad por delante para descifrar por qué había escapado. Sin embargo, las respuestas a veces lo único que hacían era darle la razón a los demás. Perdido por perdido, escogió seguir siendo el egoísta de siempre y volvió a huir, esta vez de su propia mente.