Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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29 de junio de 2012

Niño otra vez [3ra parte]

Entre los aspectos positivos de ser jefe en una empresa, estaba el de poder retirarse cuando quisiera. Ese lunes Francisco esperó que terminara la hora del almuerzo y salió del edificio. La idea era regresar a su casa, pero sin avisar.
Sus hijos volvían al mediodía, almorzaban la comida que Mara les tenía preparada y luego de hacer las tareas, salían a jugar al patio o si habían acordado previamente, a la casa de algún amigo en común. Tenía que ser en común ya que no los dejaban ir a cada uno a un lugar distinto, porque aún eran pequeños.
El plan era estacionar a varias cuadras, caminar hasta la casa sin ser visto y entrar a la cochera sin llamar la atención. A medida que se acercaba se imaginaba diferentes formas de fracaso para su idea: Mara saliendo a la vereda a barrer en el momento que estuviera abriendo la cochera; los niños jugando en la calle y él doblando la esquina quedando cara a cara con ellos; o peor aún, siendo atrapado dentro de la máquina, ya sea por su esposa o por sus hijos.
Pero nada de eso sucedió. Llegó bien hasta su casa y pudo entrar sin que lo vieran. Se imaginaba a Mara en el patio y a los chicos jugando en sus cuartos o en la casa de algún amigo. Esto último no era bueno para su propósito, pero debía arriegarse. Se acercó a la máquina y respiró profundo. Accionó los controles tal como su padre le había indicado y se metió en el receptáculo.
A los pocos segundos, tenía el cuerpo de un niño. Se volvió a asombrar del resultado. Observó sus manos diminutas y el largo de sus piernas, que lo coloaban tan cerca del piso que podía incluso llegar a marearse. Aquello lo divertía. Era verdad, el dolor de ciática que lo aquejaba en las últimas semanas permanecía a pesar del cambio radical de su cuerpo, pero la sensación de plenitud que embargaba su ser era única. Quizá su padre se equivocaba en algunos puntos y aquella máquina, además de devolver el cuerpo de un niño podía obtener algunas mejoras físicas para la persona.
Pero no era su objetivo comprobar los beneficios del invento de su papá, sino aprovechar al máximo el tiempo que le daba ese milagro tecnológico. Buscó en la bolsa que llevaba consigo ropa acorde a los ocho años y se la puso.Guardó la llave en el bolsillo del pantalón y salió por la misma puerta por la que había entrado.
Sabía que no tenía mucho tiempo. Se quedó merodeando cerca de la casa. Temía que sus hijos no aparecieran, pero finalmente los vio abrir la puerta del frente y salir corriendo. Su esposa salió detrás de ellos, gritándoles porque habían dejado la puerta abierta de par en par.
Malena llevaba el skate que le habían regalado para su cumpleaños. Pero no era su intención, al parecer, utilizarlo como se debía, sino que lo que pretendía era poner a su hermano de espaldas sobre la tabla y hacerlo avanzar a toda velocidad por la bajada del garage.
Francisco se acercó a ellos, con las manos en los bolsillos y silbando una vieja canción de su infancia. Agustín y Malena lo miraron con recelo.
- Hola - saludó el pequeño Francisco.
Sus hijos no contestaron. En ningún momento sospecharon de la identidad del niño. Para ellos era un desconocido, un extranjero, alguien que no pertenecía al barrio. El silencio era señal de que no era bienvenido. La indiferencia suele ser una pancarta que dictamina un mal recibimiento.
- Hola - volvió a decir Francisco y sin perder tiempo agregó - Yo solía, digo, suelo jugar con una patineta. Tengo una en casa.
- ¿Y dónde vivís? - preguntó con frialdad Agustín.
- Lejos, en otro barrio. Estoy en lo de una tía, por allá - y señaló al azar, del otro lado de los árboles, disfrutando el hecho que sus hijos no lo reconocieran.
- Ajá - acotó Malena.
- Bueno, volate - dijo Agustín.
- ¿Volate? No entiendo.
- ¿Que no entendés? - preguntó la nena, perdiendo la paciencia - ¿Sos boludo o te hacés? Andate, dale, dejanos en paz.
Francisco estuvo a punto de reprocharles la mala palabra, pero recordó que no estaba haciendo el papel de padre, sino que quería acercarse a sus hijos.
- Si me dejan jugar con ustedes, mañana vuelvo con la bicicleta que me regalaron la semana pasada por mi cumpleaños - mintió.
Los niños mostraron cierto interés en esa promesa y tras cruzar una mirada, dieron el visto bueno.
- Dale, pero un rato nomás.
- ¿Qué les gusta hacer? - preguntó Francisco.
- Que se yó, y a vos que te importa - le respondió Malena.
Francisco se sintió en parte avergozado. Era su hija la que le había hablado así. Era una mal educada.
- Quería saber. Donde vivo tengo muchos amigos - dijo y como último recurso, sentenció - Y son mucho mejores que ustedes dos.
Eso les dolió a los hermanitos.
- ¿Mejor en qué, si vos no nos conocés? - dijo Agustín, a la defensiva.
- No, pero los veo y me doy cuenta que mis amigos son mejores que ustedes. En todo.
- ¿Si? ¿Ellos hacen esto? - preguntó socarronamente Malena, para luego levantarse la falda del vestido y mostrarle la bombacha rosa que llevaba puesta.
- ¡Pero... qué hacés! - balbuceó consternado Francisco.
- ¿Qué? ¿No te gusta? Che, Agu, es un maricón. Seguro que sus amigos son todos maricones como el.
Agustín se puso a reír, acostado sobre el skate.
- No, lo que te digo es que cómo vas a andar mostrando la bombacha. Está mal eso, tus padres acaso...
- Si querés me puedo levantar el vestido y mostrarte otra cosa y no la bombacha, pero para eso tenés que pagarnos algo, a los dos.
- No puedo creer lo que me estás diciendo - alcanzó a decir Francisco.
- ¿No? Si tenés algo de plata...
Francisco dio dos pasos hasta Malena y le cruzó un sopapo. Fue instintivo. No supo frenarse, no pudo, no quiso. El sonido retumbó en la tarde. Al instante tenía a Agustín viniéndosele encima, con el skate agarrado con las dos manos. Alcanzó a esquivar el primer golpe, pero no el segundo, que le dio de lleno en el brazo. Malena, recuperada del cachetazo y saliendo del asombro, también atacó a Francisco, con una patada en los tobillos.
Franciscó acusó los golpes, pero se topó con un árbol al querer retroceder y permitió que el skate lo volviera a impactar, esta vez en el estómago.
Malena chillaba, como poseída:
- ¡Pegale Agustín, pegale al maricón, pegale!
Entonces supo que debía salir corriendo o terminaría todo magullado. Se corrió justo y el skate se estrelló contra la corteza del árbol. Francisco salió huyendo de sus hijos, hacia el lado de la casa. No supo en que momento Mara había salido a la vereda, quizá con los gritos de Malena o por pura coincidencia, pero lo tomó del brazo en plena huída.
- ¡Adonde vas, vos! ¿Qué está pasando acá? ¿Qué es eso de estar peleando con mis hijos?
- Mara, escuchame, me estaban matando a golpes...
Su esposa, sin dejar de apretarle el brazo, se alejo un poco. Se sorprendió de escuchar su nombre.
- ¿Quién sos? No te vi nunca por acá. ¿Cómo sabés mi nombre?
Francisco entendió que estaba en problemas. Malena lo estaba acusando de haberla golpeado y Agustín se justificaba diciendo que era verdad, que por eso "le estaba dando" con el skate. Y por si fuera poco, su esposa lo miraba como un bicho raro.
Forcejeó y logró quedar libre de la mano que lo apresaba de su esposa. Agustín quiso dar un paso adelante para volver a atacarlo, pero Mara lo retuvo. Francisco la miró a los ojos y en una súplica silenciosa, se declaró inocente. Sin perder tiempo, salió corriendo en dirección contraria, buscando la esquina que le permitiera desaparecer de la vista de los tres.
Se sentía agitado y a la vez enfurecido. Hasta tenía ganas de llorar, como un niño. Es que al fin de cuentas, lo era. Se dirigió hasta la plaza y aguardó una hora, lo suficiente como para volver a asomarse a la vereda de su casa y esperar la oportunidad para volver al interior de la cochera, donde quería estar al momento de volver a su cuerpo de adulto, dado que allí había guardado la ropa.
En ese lapso pensó en sus hijos, en cómo se habían comportado. Se repetía una y otra vez que Malena se merecía ese sopapo. Sin dudas que la reprimenda había sido merecida. ¿Pero cómo decirle a Mara lo que había pasado? ¿Cómo enfrentar a una niña de nueve años que tiene esas actitudes? No, ser padre era algo extenuante. Había querido ser niño para dejar de ser padre y no lo había podido lograr.
Se metió en la cochera y se desplomó a un costado del receptáculo. La máquina de su padre era un verdadero logro, pero no tenía sentido. Un adulto no puede volver a ser un niño, porque la visión es otra. Solo cuando se es niño se disfruta de la vida en toda su dimensión. Por eso estaba llorando en esos momentos, porque sus hijos no lo estaban haciendo.
O lo que era peor, lloraba porque quizá si estuvieran disfrutando, pero a su manera, de un modo más moderno, actual.
La máquina valdría la pena si además de convertirlo en niño, pudiera llevarlo a su época, a transitar esas cuadras de su niñez donde convivía con sus amigos, donde compartían una pelota en la plaza, o se perseguían jugando a la mancha venenosa.
En cambio, convirtiéndolo en niño pero dejándolo en el presente, lo único que lograba era depositarlo en un mundo hostil, donde se sentía un ser extraño, ingenuo. Los tiempos cambian muy rápidamente, se dijo mentalmente, mientras se despojaba de la ropa de niño que llevaba puesta. A los pocos minutos, ya era otra vez un hombre. Se vistió y salió de la cochera, en busca de su vehículo, estacionado a varias cuadras.
Una duda lo asaltaba. ¿Se animaría a volver? ¿Podría mirar a los ojos a sus hijos? ¿Encontraría en los ojos de su mujer la súplica silenciosa que le había hecho esa misma tarde? Caminó resignado, con sabor a derrota en los labios.
Si tan solo jamás hubiese deseado volver a ser un niño...

26 de junio de 2012

Niño otra vez [2da parte]

La mañana era propicia para embarcarse en algo extraño. Apenas si había dormido pensando en la máquina inventada por su padre. Era domingo y su mujer se había ido a misa con los chicos. Mara se había molestado al enterarse que no iría con ellos. La excusa era que debía conducir hasta lo de su papá, porque se había dejado la billetera con las tarjetas y documentación importante. Y era verdad, salvo que no había sido un descuido, sino adrede, para tener una razón con el fin de volver.
Su padre lo esperaba ansioso, parecía un chiquillo a punto de mostrar su nuevo juguete. La máquina ya no estaba en el cobertizo. La había llevado esa misma mañana hasta el cuarto de invitados de la casa.
- Tu madre preguntó que era y le dije que un viejo invento que quería mostrarte, pero no le dije lo que hacía, porque me creería loco - le advirtió a Francisco mientras le quitaba una manta que le había colocado encima.
- ¿Solo tengo que meterme dentro y vos accionás esa botonera?
- Si, pero recuerda que son solo unas pocas horas, a lo sumo dos o tres. Lo probé en su momento con uno de mis socios, Edgardo, ya falleció, no se si te acordarás, en fin, y estuvo convertido en niño tres horas. Es algo instantáneo, tanto la conversión como la vuelta a la normalidad. La verdad es que nos asustamos mucho con el resultado y temimos lo que pudiera suceder con el invento. Así que lo abandonamos.
- Papá, vas a tener que llamar a Mara y decirle que me quedo a comer, que el auto tuvo algún problema o algo. No puedo conducir siendo un niño y menos llegar con ese aspecto a casa.
- No te preocupes, yo me encargo de eso. Tu madre también va a estar preguntando por vos, con seguridad. Algo inventaré para cada una. Soy bueno para eso - bromeó - Ven, entra.
Apenas si entraba en aquel aparato, sus brazos se aprisionaban contra el interior metalizado y debía agachar la cabeza para no golpearla con la parte superior.
Su padre se posicionó en los comandos. Tras asegurarse que estaba alimentada de energía y que los leds parpadeaban como correspondía, procedió a iniciar el proceso. En ningún momento temió por su hijo. Sabía que la máquina haría lo que debía. Y en tan solo una fracción de segundos, Francisco adulto se convirtió en Francisco de ocho años.
- ¡Guau! - dijo Francisco al verse de repente tan pequeño dentro de la máquina - Papá, un espejo por favor, tengo que verme.
La voz le sonaba aflautada a sus propios oídos. No podía creer lo liviano que se sentía, la agilidad de su cuerpo. Se situó delante del espejo de pared en la misma habitación. Se miró durante cinco minutos, casi sin soltar el aire. Estaba tal como se recordaba de pequeño. La máquina funcionaba, el invento de su padre hacía real lo imposible: era niño otra vez.
Ahora su papá parecía su abuelo. Cuando quitó los ojos del espejo y los puso sobre el hombre que había creado esa maravilla, vio que se estaba secando algunas lágrimas de las mejillas. Podía imaginarse lo emotivo de ver a su hijo siendo otra vez un niño. Se estrecharon en un abrazo. Ambos extrañaban esa sensación.
- Papá, esto es increíble, es un invento sensacional, con esto... - quiso seguir, pero no sabía que se podía lograr con eso, porque de repente lo asaltaron un montón de dudas. - Papá, si alguien que está enfermo, ponele de cáncer, quiere volver a ser niño, ¿la enfermdad sigue o qué?
- Si hijo, esta máquina no tiene más fin que devolvernos por unas horas a una etapa de nuestras vidas, pero conserva todo achaque y enfermedad. No hay forma de escaparle al tiempo. Si alguien la perfeccionara, para que en lugar de dos o tres horas, fuesen días o semanas, el cuerpo seguiría muriendo, solo que en otro tamaño. Quizá pueda tener otras funciones, pero como te dije, tuvimos miedo.
- Si tan solo pudiera usarla para entender a mis hijos... mirá papá, estuve pensando, que si acaso me la llevo y uso en forma cuidadosa, podría acercarme con esta forma a Malena y Agustín y tratar de comprenderlos, de aprender a tratarlos. Siento que se me escapan, que los pierdo. Esta máquina tuya podría ayudarme.
- Es peligroso, pero siempre que tengas cuidado querido Francisco y la uses como decís, podrías obtener algún resultado. ¿Estás seguro de no querer intentar entenderlos como padre?
- ¡Lo he intentado, papá! Una y mil veces. Pero me sacan de mis casillas. Quiero probar de esta forma, ser uno más para ellos y quizá así, aprender a educarlos.
Su padre lo observó un buen rato, sintiendo que el que hablaba era un niño y no un adulto dentro del cuerpo de un chico. La idea no le gustaba. El no había necesitado de artimañas para educarlo, si bien a veces se mostraba enojado par imponer respeto. Pero los tiempos habían cambiado y quizá su invento podría serle útil a Francisco.
Ayudó a cargarlo en el auto. Le enseñó usarlo y le recomendó mucho cuidado. El niño Francisco volvió a su estado normal de adulto a las dos horas y media. Tomó nota del tiempo que demoraba, porque le sería indispensable para trazar cualquier idea. Tampoco hubo efectos secundarios ni nada que lo persuadiera de lo que tenía en mente. El plan se había puesto en marcha.
La tarde se había puesto gris cuando tomó la ruta para volver a casa. Al llegar comprobó que Mara y los chicos había salido, con certeza a la plaza. Aprovechó para guardar el artefacto en la cochera, donde solía entrar solamente el.
Su mujer e hijos regresaron una hora más tarde. Ella preguntó por sus padres y si el auto ahora funcionaba bien. Los chicos, en cambio, pasaron a su lado sin siquiera saludar. No importa, se dijo mentalmente, ya iba a descifrar como pensaban y las cosas irían cambiando de a poco.




Continuará...

23 de junio de 2012

Niño otra vez [1ra parte]

Para Francisco la tarea de ser padre representaba los momentos nefastos del día. Resumía las horas que compartía con sus dos hijos, como caóticas. Por más que se mentalizara durante todo el camino de regreso desde su trabajo, sabía que aquellos dos pequeños que había visto por la mañana descansando en sus camitas estarían transformados para esa altura de la tarde, en dos monstruos inagotables.
A veces solía reprocharle a Mara, su esposa, el hecho de no ponerle límites, y que por esa razón, los niños, Agustín de siete y Malena de nueve, se comportaban de la manera en la que lo hacían, siendo contestatarios, irrespetuosos y sin hacer caso de las recomendaciones y órdenes que se les daban.
Mara se defendía alegando que él pasaba mucho tiempo fuera de casa y la imagen de autoridad que debía dar, estaba fallando. Por supuesto, el diálogo se volvía exasperante y ambos terminaban discutiendo y malhumorados.
No quería perder la compostura delante de sus hijos, pero en varias ocasiones había llegado a gritarles bien fuerte. Recordaba que de chico su madre, cuando se portaba mal o cometía alguna travesura que salía de los márgenes de lo permitido, le daba unos cuantos coscorrones y lo mandaba a la cama. También estaba en su memoria la imagen de su padre, amagando con quitarse el cinto, cosa que nunca había llegado a hacer. Al menos para golpearlo.
Pero odiaba la violencia y más si se trataba de sus hijos. No quería repetir lo que consideraba puntos flacos en la relación con sus padres, si bien había momentos en los que creía entender la razón por la que actuaban de aquella manera. Además, Mara también era la idea de evitar todo tipo de corrección por la fuerza.
La tarde en la que casi se salió de los estribos, Agustín y Malena le habían sacado al vecino dos gallinas para encerrarlas dentro de una caja de cartón. Luego la envolvieron con papel de regalo y se la dejaron en la puerta a Doña Cornelia, la antigua peluquera de la cuadra, ahora muy avejentada y con problemas motrices. Cuando Cornelia salió atender la puerta se encontró con ese regalo. Entusiasmada abrió la caja y una de las gallinas le picoteó la mano. La vecina del otro lado de la calle había visto todo y no tardaron en llegar lo reclamos a casa de Francisco, que hacía cinco minutos había vuelto del trabajo.
Salió del cuarto de los chicos furioso, les había hablado durante media hora y ellos como si nada. No entendía como llegarles y veía que su mujer tampoco. Esa misma noche, en casa de sus padres, donde toda la familia se había reunido a comer, le había confesado a su papá, compartiendo una copa de vino en la terraza que daba al jardín, que por momentos "deseaba volver a ser un niño".
Era verdad, por momentos sentía el ferviente deseo de dar vuelta atrás la cuerda y regresar en el tiempo, ser otra vez un chico y olvidarse de toda responsabilidad, del trabajo, de los horarios, incluso de su esposa y sus hijos. Se sentía cruel pensando así. Al menos, se decía, ser niño para entender como pensaban sus hijos y poder, de esa forma, llegar a ellos.
Su padre se quedó en silenció, observando el fondo de su copa vacía. La brisa parecía ser cómplice de sus pensamientos. Francisco estaba ensimismado en aquel deseo, obnubilado un poco por el alcohol. A lo lejos escuchaba las voces de su esposa en diálogo con las cuñadas, el griterío de los niños en alguna parte y el canto de los grillos, que anunciaban altas horas de la noche.
Sintió que su papá lo tomaba del brazo. Escuchó el "vení conmigo" como saliendo de un sueño. Si, el vino le había hecho efecto muy rápido. Caminaba con cierto tambaleo, pero seguía de cerca a su padre, que lo llevaba por el jardín hasta el viejo cobertizo. Allí se guardaban antiguos trastos, de la época en la que a su padre le gustaba inventar cosas. Se había ganado la vida así y aún poseía varias patentes a su nombre, aunque ya estaba retirado.
- Nunca supe que hacer con esto - le dijo su padre, tras encender la única luz que había en el interior, que bañaba apenas tenuemente el ambiente. Le señalaba una caja muy alta, sujetada por una cadena que la cruzaba de lado a lado.
Francisco avanzó tratando de no tropezar con nada de lo que estaba desparramado casi al azar por la habitación.
- ¿Qué es? - le preguntó, tratando de poder ver algún detalle, algo, a través de los resquicios de la caja.
- Lo que necesitás para volver a ser un pibe, es una máquina, tiene un funcionamiento muy complejo. No la quise patentar ni mostrar a nadie porque es peligrosa, es decir, es increíble lo que hace y me da miedo pensar que podría llegar a hacerse con algo así.
- ¿Pero qué hace, papá?
- Te convierte en niño, por unas horas.
- ¿Me estás jodiendo?
Su padre metió la mano en el bolsillo y sacó una llave muy pequeña. Buscó a un costado de la caja y encontró un candado. Lo abrió con la llave y la cadena cayó al suelo, levantando un poco de polvo. Le pidió a su hijo que lo ayudara a moverla hacia el centro de la habitación. Una vez allí, abrió la caja y dejó a la vista un receptáculo de madera, con interior metálico. Un sistema de plaquetas y pequeños leds se incrustaban en la parte alta, en tanto una pequeña botonera asomaba de un lateral.
- Funciona con energía - anunció entusiasmado el hombre - Si querés la enchufamos y vemos si todavía funciona.
- Esperá un poco, vos me estás diciendo que esto me puede convertir en un niño. ¿Me estás diciendo eso? ¿O entendí mal?
- Así es.
- Papá, si eso es cierto, cómo crees que reaccionaría Mara si me ve salir de acá como un chico. ¿Funciona en serio, no? ¿Podemos probarla mañana?


Continuará...

20 de junio de 2012

En el shopping

Los altoparlantes dejaron de rugir una vez que la masacre estaba consumada. Hasta entonces una voz chillona había repetido hasta el cansancio que se debía mantener la calma y no asustarse. Sin embargo, nadie le hizo caso a la orden. Era imposible mantener, directamente, la cordura.
Sería también difícil explicar como comenzó aquello. El shopping estaba atestado de gente, cada cual en lo suyo, mirando vidrieras, almorzando en los bares, haciendo compras. Los niños corriendo, como hacen los niños desde que el mundo es mundo. Un día normal, agitado, claro que si, como sucede siempre en el shopping, pero alejado de cualquier hecho sobrenatural que pudiera presagiar lo que ocurrió a continuación, en algún momento del mediodía, entre que se sintió la explosión y los vidrios del techo de cristal estallaron en pedazos cayendo en forma de una lluvia asesina.
Sangre, eso fue lo primero que todos notaron. Sangre espaciérdose por las escaleras, los amplios salones, los ascensores. El cristal se había derramado sobre la gente, cayendo sin piedad sobre sus cuerpos, cercenando partes casi sin producir dolor, con la impronta de lo inesperado, con el sello de la desgracia.
Algunos se vieron sus dedos rebanados y comenzaron a gritar. Otros ni siquiera pudieron hacerlo. Los cristales habían rebanado sus cabezas. Entonces fue el caos. Las familias se desmembraron, los amigos se separaron, los conocidos se alejaron. Cada uno corrió hacia donde pudo, gritando, con el terror galopando en sus corazones.
Y mientras eso sucedía, una sombra se tendió sobre el lugar, oscureciendo todo el interior del recinto, sumiéndolo en una penumbra dolorosa. La gente se chocaba entre si, se apartaba a los empujones, tropezaban con los cuerpos sin vida o resbalaban en la sangre viscosa y hedionda que todo lo inundaba.
El pánico se apodero de los sobrevivientes. Los altoparlantes pedían calma. Las voces desesperadas, sin embargo, lograban imponerse. Pero algo estaba mal, además de la tragedia, de la muerte instalada en el lugar. Porque de esa sombra en lo alto, descendió un infierno de escarabajos y cucarachas.
Los insectos treparon sobre las personas, que enloquecían minuto a minuto. Las puertas de salida parecían cerradas desde afuera. La oscuridad también se había apoderado de exterior, al menos, del exterior que rodeaba al shopping.
La gente golpeaba a los bichos, pero en su afán, también a otras personas. Algunos tomaban sillas y las usaban para aplasar a las cucarachas y escarabajos, sin importar si estaban encima de otras personas. Golpeaban con fuerza, hasta quebrar la madera. Algunas sillas se astillaban en la carne de hombres y mujeres, que pedían piedad desde el suelo, mientras los asquerosos insectos caminaban sobre sus piernas, brazos, espaldas...
Al cabo de tres horas, no había ninguna persona mentalmente sana con vida en aquel lugar. Los altoparlantes ya no chillaban. En el exterior luchaban por abrir las puertas para ingresar. La oscuridad se disipaba de a poco. Nadie, afuera, sabía con certeza que había sucedido dentro. Habían sido testigos de la extraña penumbra que había rodeado el shopping, de la explosión que se había escuchado a kilómetros de distancia y estuvieron impedidos de poder acudir en ayuda, porque las puertas no se abrían.
La calma se apoderó al fin, demasiado tarde, del lugar. Las puertas se abrieron. Los integrantes de las fuerzas de seguridad y voluntarios que estaban esperando para ingresar asomaron apenas sus cabezas al interior, para salir espantados, en retirada. Algunos ordenaron cerrar de inmediato las puertas. Dicen que lo poco que alcanzaron a ver, era atroz.
En pocos días cercaron el shopping con vallas de madera y chapas altas. Algunos vecinos lindantes, se mudaron a otras localidades. Nadie jamás entró al lugar. Del día de la tragedia, pasaron cinco años. La sociedad prefiere la ignorancia, vive bien así. Se resigna a extrañar a los que no están, antes de enfrentarse a lo irreal, a lo desconocido.
De vez en cuando se escuchan activarse, durante la noche, los altoparlantes. Una voz chillona pide calma y en la ciudad todos se acurrucan en sus camas, protegidos por las sábanas y el instinto de supervivencia, muy ligado al de la indiferencia.

17 de junio de 2012

Cuento para la hora de dormir

Es tarde, le repite la madre una y otra vez. Papá ya debe estar acostado, le advierte por última vez. Pero Nadine, con sus cuatro añitos, solo entiendo una cosa: quiere a papá al teléfono para que le cuente una historia antes de ir a dormir.
Entonces mamá, mirando de reojo el reloj y esperando no despertar a su marido, que con seguridad está acostado en el hotel que le da la empresa en la capital, con motivo de la reunión semanal del consejo directivo, marca el número de la habitación.
Suena una vez, dos, tres, y se muerde los labios, porque se imagina a Carlos abriendo los ojos en medio de la oscuridad, insultando mentalmente al que está llamando. Y entonces, se escucha el sonido del tubo al ser levantado y seguido, casi sin dar tiempo a nada, ni siquiera a respirar, la voz de una mujer: ¿Hola?
María del Carmen se queda muda, solo atina a decir: ¿Carlos?. Del otro lado se escucha un cuchicheo, el ruido del teléfono cambiando de manos y la voz de su esposo, que sin tener el teléfono cerca de la boca ya está preguntando ¿quién habla?.
Nadine se apresura, no sabe que no ha sido su padre el que ha contestado del otro lado, le arrebata el teléfono a su madre, que parece una estatua apoyada contra la pared, sostenida por piernas que no responden a una cabeza que está viajando sin destino, rondando ideas sin sentido.
La niña grita ¡papá! entusiasmada y papá entonces, sopesando la situación, cumple su rol. Nadine permanece cinco minutos al teléfono riendo y haciendo acotaciones a la historia que viaja cientos de kilómetros para llegar a sus oídos, mientras mamá mira a la nada misma a los ojos y retiene el llanto que más tarde derramará en la soledad de su habitación.
La pequeña se despide, le da un beso al auricular del teléfono y luego cuelga. Una sonrisa le atraviesa el rostro. Está feliz, ahora puede ir a dormir. Mamá la acompaña hasta el cuarto, pintado de rosa y la arropa en la cama, para que no tome frío. Cuando apaga la luz, Nadine ya está dormida.
Ella, sin embargo, no podrá. Y lejos, muy lejos, su marido se quedará pensando si acaso ella escuchó la voz de la mujer o la creyó producto de su imaginación. El mundo, para ambos, dejó de ser el mismo. Por suerte, Nadine ya duerme.

14 de junio de 2012

Piropeador de alma

La anécdota del nacimiento de Esteban era sabida por toda la familia. Era algo pintoresco y al mismo tiempo llamativo, un detalle que brillaba con luz propia en un día ya de por sí, especial. Había sonrisas al momento de contar que Esteban, con apenas segundos de vida fuera del vientre de su madre, le había guiñado el ojo a la enfermera. Y se aclaraba rápidamente que no había sido un tic o un movimiento involuntario, fue un guiño de ojo con todas las de la ley.
Aquella fiesta duró un par de años. Porque Esteban fue creciendo y guiñarle el ojo a las mujeres se convirtió en un ritual que comenzó a asustar a sus padres. Las sospechas sobre aquel comportamiento se acentuaron con la llegada del habla. Su primera palabra no fue papá ni mamá, sino bombón, dicha a su tía, que realmente era una belleza.
Esteban podía estar sentado en la vereda de su casa por horas, con un solo objetivo, que era mirar mujeres. Las contemplaba con deleite, como cualquier niño a edad temprana podría estar observando un helado o una barra de chocolate.
Su sonrisa era tan grande y genuina, que cuando asomaba en su rostro no le quedaba otra a la mujer que entonces pasaba delante suyo que devolverle ese gesto. Entonces Esteban, envalentonado por esa respuesta, saludaba diciendo "adiós hermosa" o "hasta luego mi ángel".
El comienzo de la escuela fue un suplicio para sus padres. A la maestra le había preguntado el primer día de clases si su padre acaso era un pirata. ¿Por? preguntó asombrada la docente, aunque más asombrada quedó con la respuesta: Porque usted es un tesoro.
Con el aprendizaje de la escritura, el síndrome del piropeo (al menos cada compañerita recibía dos piropos al día y las alumnas de otros cursos, uno) se hizo alarmante. Ya no solo los decía, sino que los enviaba por escrito en hojas dobladas a la mitad.
Por debajo de las puertas, fue dejando cada día un piropo para cada mujer del barrio. Y lo que para muchas era un gesto dulce y tierno, del que tendrían que aprender los grandes, para sus padres era un dolor de cabeza en aumento. No analizaban el presente, sino que temían al futuro. Una cosa es un niño enviando piropos o diciéndolos todo el día, y otra es un adolescente o persona mayor en el mismo estado. Lo que es tierno en un momento pasa a ser pajero, alzado, pervertido, e incluso, viejo verde.
Frases como "quisiera ser picaflor, pequeñito y volador, para volar hasta tu pecho y cantarte versos de amor" o "quisiera ser caramelo para derretirme en tu boca" eran monedas corrientes en Esteban. Si algo había que reconocerle, era que no había piropos guarangos en su repertorio. Le gustaba lo delicado, aquello que realmente agasajara a la mujer que le destinaba sus palabras.
Llegó a la adolescencia y a pesar de querer ponerse de novio, jamás lo consiguió. A ninguna chica le gustaba que estando juntos, él le dijera piropos a toda mujer que pasara cerca. Lo suyo se había vuelto una patología, tal como vaticinaran en silencio sus padres.
Su soledad era inalterable, no podía evitar piropear a toda mujer que viera. Esteban era buen tipo, nadie lo ponía en duda, incluso las chicas que había apostado a salir con él, confiando en que una vez juntos, solo tendría ojos para ellas. Trataba de explicarles que era algo más poderoso que él, pero no lo entendían.
Tenía veinticinco años cuando, angustiado por su soledad, por no poder amar y ser correspondido, atrapado por la depresión, se tomó un frasco completo de ansiolíticos.
Pero no pudo evitarlo, no pudo.
Al llegar la muerte le dijo: "Si tu cuerpo fuera una cárcel y tus brazos cadenas, qué bonito sitio sería, para cumplir mi condena".
Y la muerte, encantada, lo dejó con vida para volver tantas veces como él se lo propusiera. 

11 de junio de 2012

El imaginador

Desbordaba el río su cauce ante la mirada impávida de los sobrevivientes. Almas mártires de aquella guerra en vano que había arrasado con todo. La última explosión, la de aquella mañana, había causado ese desastre natural que se había llevado las casas erigidas en la orilla.
Algunos sollozaban por su gente ausente, esas que no volverían. Otros iban más allá en el lamento y gemían por el futuro incierto que tenían entre manos, solo por el hecho de no perecer en la contienda. Ninguno cuestionaba para entonces si la guerra había sido necesaria o no, de nada valía, nada cambiaba.
El imaginador caminaba entre ellos, mudo de asombro. Se detenía de vez en cuando y observaba hacia un lado y el otro. El panorama era desolador. Los sobrevivientes ya no le temían, le habían perdido el miedo a todo.
El hombre se quitó su chaleco plateado y lo dejó sobre unos troncos. Se sentó en silencio, resignado.
Era obra suya. Lo que veía y lo que no. Lo que sus ojos le permitían divisar y aquello que el horizonte le ocultaba. Le dolía la cabeza y no era por usar sus poderes mentales con tanta violencia, sino por culpa.
Sabía que era su misión, que para vencer en una guerra había que destruir. Pero siempre había estado lejos cuando imaginaba, cuando creaba la destrucción a partir de su mente. Por primera vez estaba en el lugar mismo de los hechos, porque su nave había caído. Los demás perecieron. Él no, el había imaginado su salvación. Ahora se arrepentía de ello.
Se puso de pie y se alejó del río desbordado, de las personas sin destino, del paisaje sin color. Se distanció de lo que había creado y se imaginó en otra galaxia, muy lejos, donde nadie pudiera encontrarlo, donde pudiera lamentarse de tanto daño hecho, ese día, siempre.
Y ya nadie volvió a verlo.

8 de junio de 2012

Venganza

La noche en la que apuntó la pistola al asesino de su esposa, sintió que la alegría inundaba su corazón. La tarde en la que al doblar la esquina lo vio caminando por la vereda contraria, creyó que el mundo se detenía. No podía ser, lo había visto caer, derramar sangre, balbucear un insulto inconcluso.
El shock duró muy poco, lo suficiente para que el hombre le sacara media cuadra de distancia. Corrió hacia el, evitando chocar con los demás transeúntes. Llegaron a la otra esquina al mismo tiempo. No dudó en ponerse en su camino. Y aunque no llevaba ningún arma encima, tanteó en su cintura, casi por instinto.
El hombre que había matado, se detuvo. Lo observó sin reconocerlo y haciendo caso omiso de su presencia, intentó seguir su marcha. No se lo permitió. Lo empujó hacia atrás, haciendo que trastabille.
- Vas a morir por segunda vez - le anunció.
Desde el suelo, el sentenciado argumentó:
- Pero... si nunca morí.
Ahora si, encontró un arma. Un tablón de madera en el suelo. Lo levantó en alto y lo bajó con fuerza, estrellándolo contra el rostro de su víctima (su víctima una vez más).
Volvió a sentir algarabía en todo su ser. La venganza otra vez consumada. Miró alrededor y vio a la gente observándolo con espanto. Soltó la madera. Aquello no era posible. Todos los que lo miraban tenían el mismo rostro. Todos eran el asesino de su mujer.

5 de junio de 2012

Presagio de la noche

La ciudad se ve distinta desde lo alto. El caos toma distancia, las calles se tornan insignificantes y los vehículos parecen indefensos insectos de colores que marchan sin otro sentido que el de ir para delante. Como si fueran hormigas, pero de colores.
El horizonte no aparece, ha sido robado por los altos edificios que se recortan contra el cielo. Ni siquiera desde la terraza es posible divisarlo. El paisaje es un continuo collage de bloques rectangulares, algunos más altos, otros más bajos. De vez en cuando una ornamentación rompe la monotonía. Pero no sucede muy seguido, al menos en esta ciudad.
Aquí el tiempo flota como una densa cortina de humo. Parece estancado y no sorprendería que entre edificio y edificio aparecieran telarañas enormes y sucias, algunas incluso balanceándose a causa del viento.
La noche llega sigilosa y muy temprana. El día apenas si tiene un instante para respirar. La oscuridad se prolonga desde entonces hasta que tiene ganas de marcharse. Las estrellas casi no brillan, son opacos resplandores moribundos. La luna en cambio, se agiganta contra el fondo negro. Su figura es amenazante y es posible ver el relieve de sus imperfecciones en la superficie sin necesidad de binoculares o telescopios.
La gente se ha acostumbrado a dejar las calles ni bien llegan las primeras sombras. Nadie se rige por las horas. No son parámetros en este lugar. La negrura vaya que lo es. Representa los miedos que todos llevan dentro y quieren evitar. Las puertas se cierran con llave y las ventanas quedan detrás de las persianas, que caen como murallas.
Es posible escuchar el aleteo de los murciélagos y el aullido de otros seres que nadie se atreve a describir, por el simple temor a imaginarlos. Sonidos guturales de la muerte, del terror. Los niños cierran los ojos y se entierran bajo las sábanas mientras los padres sujetan con fuerza sus pequeñas manos. Algunos, incluso, rezan.
Para mí, sin embargo, es el momento que me permito para vivir. Cuando todos se esconden en sus propias viviendas, buscando refugio de la tenebrosa noche que los atemoriza, mi silueta cobra forma en la penumbra.
Y entonces mis brazos se extienden más allá de mis ojos y en sus extremidades crecen finos y largos dedos. Las piernas se lanzan hacia la superficie con elegancia, permitiéndose un vano zapateo al sentirse afirmadas en el suelo.
El cuerpo parece desmembrarse, pero en realidad no hace otra cosa que ganar volumen. Capas y capas de piel horadada por cicatrices me dan forma en la misma medida que la cabellera espesa y kilométrica se propaga en todas direcciones. Con los años se ha vuelto blanca, por lo que la sensación es de un mar nevado que me persigue en el andar.
Estoy vivo. En la noche, bajo esa luna imponente, siento mi ser completo. Ya escucho, respiro, veo, olfateo y puedo sentir. Mis pies me llevan donde quiero. Mi cuerpo se estrecha para pasar entre las construcciones o simplemente escalarlas. Es que desde las alturas la ciudad parece otra. A lo lejos puedo ver los pocos coches que parecen darle vida al lugar. Son personas que se les ha hecho tarde, que deben estar implorando para llegar sanos y salvo a sus hogares.
Entonces sonrío, no puedo evitarlo. Debe haber gente esperándolos en alguna parte. Esposas al borde del llanto, hijos preguntando por ellos, padres y madres repitiendo un viejo sermón. Un extraño comportamiento para seres acostumbrados a la mortalidad, a la tragedia, al fatídico fantasma de la muerte. Como si a pesar de todo, la muerte no fuese parte de la vida.
Y en el aire revolotean las bestias negras, aullando sin piedad. Las pocas farolas encendidas oscilan con el viento. La brisa del día se ha convertido en una ventisca truculenta, que golpea las puertas y mueve las tejas. Es que así se divierte la noche, es que así sobrevive. Cansada de ser solo oscuridad, al fin ha despertado y con ella, muchos de nosotros.
Somos sus bufones, súbditos sin más mérito que el de existir, el de poder caminar las desiertas calles, subir techos y azoteas, trepar edificios y sentir la luna más cerca. Transitar el reino de la noche y ser, sin demasiada estrategia, los miedos de otros. Lograr que nuestros pasos penetren con su eco el corazón de las almas despiertas, calando en lo más profundo de la racionalidad, abriendo heridas sangrantes en esa fina capa que la separa de lo irracional.
La noche es nuestra madre, nos ha escupido en esta ciudad para no dejar dudas de lo que representa. De a poco lo irá haciendo en todas partes, hasta reinar como hace siglos. La tarea es ardua, pero necesaria. La humanidad es aliada del día y a la luz del sol ha avanzado, adueñándose de un territorio que no le pertenecía.
Pronto seremos por siempre. Ya no habrá un amanecer que nos obligue a cerrar los ojos y desaparecer, ni un atardecer que traiga las primeras sombras y esa penumbra necesaria para renacer, noche a noche. Pronto la noche será eterna y las bestias se adueñarán de aquello que alguna vez les perteneció.
Mientras tanto, la ciudad se esconde dentro de sus propias estructuras, esos refugios creados para tomar distancia de lo que lo rodea, guareciéndose de todo, menos de ellos mismos.
Los últimos vehículos llegan a destino y sus conductores corren a las puertas, que se abren y cierran en un santiamén. Se saben observados, vigilados. Sienten ojos en sus espaldas, pueden percibir el hedor de la noche envolviéndolos. Y tienen miedo. Mucho miedo.
Podríamos pisotearlos como ellos hacen con las hormigas. Podríamos. Pero es mejor el espectáculo que brindan, huyendo de lo que no ven, de lo que imaginan que los hostiga. De lo que en realidad no quieren ni siquiera imaginar, por miedo al espanto.
Y es mejor que no lo hagan, porque jamás podrían acertar lo distante que están al verdadero horror de lo que representamos. Somos seres de la noche, oscuros, damos pavor. La oscuridad existe con el único propósito de ocultarnos, de dejarnos en penumbras. Nuestra imagen desfigura, vernos mata. La noche se ríe gracias a nosotros, sus bufones.
La ciudad se ve insignificante desde lo alto. En realidad lo es, como todo lo que existe. Nada tiene razón de ser y por eso, la noche lo sepultará todo tarde o temprano bajo un manto de densa oscuridad. La humanidad se rendirá al fin y el tiempo detendrá de una vez por toda su andar. Es que nadie estará para permitirle ser, ni siquiera el día, que sucumbirá junto a su astro rey, errante para la eternidad, en un futuro que añoramos oscuro e indescriptible, como los miedos que pronto arribarán.


Relato escrito para la revista digital "Piso Trece". Publicado en el #1, correspondiente al mes de mayo de 2012.

2 de junio de 2012

Un tres de junio

Pendenciero como pocos, Jacinto González armó aquel domingo una de sus clásicas escenas, apurando a otro parroquiano del bar y encendiendo con ello las brasas para la disputa posterior, de la puerta hacia afuera, a puño limpio. Le importaba poco si perdía o ganaba, que más daba a esa altura de su vida el ojo en compota una vez más. El fin era otro: su fascinación por ver a la gente enardecida, fuera de si, dispuesta a olvidar su recato o educación con tal de redimir la hombría, la falta de respeto con la que se la ultrajó.
Escupía sangre al suelo tras los golpes bien puestos contra su rostro. Se quitaba el cabello de la frente, transpirado, maloliente. Y volvía a buscar a su oponente, a hablarle por lo bajo, incitándolo a la violencia, a la necesidad de acercarse para arrojar otro puño y entonces... entonces arremetía como el sabía, ahora que la mosca se había embelezado con la miel, era su turno de acometer con fuerza, como si en cada brazo lanzado al aire estuviera encerrada toda la tragedia de su vida, el odio acumulado, los insultos recibidos y dados. Nada como la sorpresa, ver el semblante asustado de su oponente, sentir el impacto, verlo caer cuán largo era.
Y cuando el otro ya no reaccionaba, caminaba con lentitud hacia el cuerpo malherido y lo pateaba dos o tres veces, apuntalando la victoria, dejando en claro quien era el vencedor. No para el hombre tendido en el piso, sino para todos los curiosos que observaban en silencio, alejados unos metros, fascinados con el espectáculo.
Como otras veces, volvió al bar, hinchando el pecho. Los golpes en la cara eran parte de aquel juego, un sacrificio premeditado. Aunque a diferencia de otras veces, aquel domingo no previno lo que sucedería. Ya se había acodado en la barra y pedido un trago, cuando la puerta que daba a la calle se abrió con violento ímpetu, golpeando contra la pared. Los parroquinos giraron de inmediato sus cabezas, lo mismo que Flores, el dueño del lugar. El único que hizo como que no le importaba, era Jacinto, siempre recio. Pero aquellos que miraron hacia la puerta se quedaron mudos, con cierta sensación de inquietud recorriéndoles los huesos. Parada bajo el umbral repleto de telarañas, estaba Augusta, la vieja gitana que vivía en una casilla de chapa en el baldío cruzando la plaza del pueblo. Llevaba un pañuelo que le envolvía parte de la cabeza, polleras amplias que tocaban el suelo y dejaba ver su mano derecha, cerrada en un puño, que apretaba con vehemencia.
- Vois, el bravo, qui sos el diablo en pinta, vas a ver al diablo antes de verme a mi - vociferó con furia, pronunciando mal las palabras, que parecían escaparse entre los dientes faltantes de una dentadura amarillenta y rancia.
Y tras aquel enunciado, abrió el puño y mostró lo que llevaba. Algunos se animaron a levantarse de sus asientos para poder ver que guardaba con tanto recelo, otros, los que estaban más cerca, se alarmaron. Jacinto terminó el trago y sin abandonar la barra, movió su cabeza hacia el lado de donde le había llegado la voz. Observó a la gitana de la misma manera que contemplaría a un perro con sarna.
La vieja dejó caer en el piso de madera lo que sostenía en su mano. Los dientes cayeron provocando sonidos lacerantes. No eran los dientes de la gitana. Estaban aún recubiertos de sangre y sucios de tierra. - Son de mi chico, ese que golpeastes, vois el bravo, ahí afuera. A vois, auguro tu muerte. El tres de junio, ningún día antes y ninguno después. Tres. Tres de junio - sentenció. La mujer pateó los dientes, que se desparramaron por el salón. El aire pareció helarse unos segundos. La vieja bufó con rabia y se fue por la puerta que había entrado.
El silencio permaneció dentro del bar. Jacinto meneó la cabeza, asqueado por la presencia de la gitana en aquel lugar. Flores se le acercó, cauteloso.
- Jacinto, esa vieja lo ha maldecido. Tiene que ir a ver al sacerdote o a la Salomé, la curandera que vive en el campo.
- Déjese de pavadas Flores y sírvame otro trago. Tres de junio las pelotas. Voy a morir el día que se me canten las bolas. ¿Entendido? Y apure ese trago, que tengo la garganta seca.
De todos modos, los que estaban ese día en el bar hicieron correr la versión de lo sucedido y en el pueblo era un hecho que el tres de junio al pendenciero de González le esperaba un trágico final. La maldición de una gitana no era cosa de todos los días y los pueblerinos lo sabían muy bien. A Jacinto empezaron a mirarlo con cara de velorio, cada saludo parecía el último.
Algunas mujeres aseguraban que incluso, podía notarse que el color de la piel de González estaba cambiando, tomando ese verde aceituna tan propio de los muertos. Claro que los maridos la mandaban a callar, no fuese ser que Jacinto las escuchara y se las agarrara con ellos. La sentencia era un hecho y no eran pocos los que mentirían si dijeran que no estaban tristes por la noticia. Que Jacinto estirara la pata sería beneficioso, porque estaban hartos de sus golpizas.
El propio Jacinto, tan duro a la vista de todos, había empezado a mirar de reojo el calendario que colgaba de la pared de la pieza que alquilaba en el pasillo de los Romano. A diferencia de otras veces, que se detenía solo para contemplar la rubia que se abría de piernas sin ropa alguna que la protegiera de ojos curiosos, ahora posaba su atención en la fecha, que día a día se aproximaba a la que la gitana le vaticinara en el bar.
El primer día de junio no pudo pegar un ojo. Desvelado, se vistió ni bien cantó el gallo de los Pereyra. Buscó debajo del colchón y sacó un revólver viejo, con el cañó con claras muestras de óxido. Se lo puso entre el pantalón y el calzoncillo, dejando la culata afuera. Se acomodó el sombrero gris y salió a la calle, aún en la penumbra de las últimas horas nocturnas, la misma que tantas veces lo había visto regresar borracho o sangrando tras alguna pelea.
Ahora lo escoltaba en silencio, mientras avanzaba decidido a buscar a la vieja. Llegó hasta el baldío con el corazón en la boca. Quién lo diría, Jacinto González asustado. El pensamiento era suyo. Tanteó el arma y allí la encontró, donde debía estar, agazapada, esperando su momento.
Poco se sabe sobre lo que sucedió después. Algunos dicen que Jacinto derribó de una patada la tabla de madera que hacía de puerta y ahí mismo disparó. Otros aseguran que la gitana esperaba su llegada y salió a su encuentro. Lo cierto es que se escucharon tres disparos y que al llegar los primeros vecinos al lugar, allí no había nadie. Ni rastros de sangre, ni de la gitana, ni de Jacinto.
Que Jacinto haya estado allí se desprende del hecho de no haberlo encontrado en su pieza, ni de haberlo visto otra vez por el pueblo. De lo que está seguro cada habitante del lugar es que Jacinto no murió esa madrugada. Agonizó durante dos días y el tres de junio, en alguna parte, cerró los ojos por última vez. Lo que no pueden asegurar es si la gitana estaba a su lado, sonriendo, mostrando esa dentadura amarillenta, repleta de huecos enormes, dueña de una sonrisa negra, tan negra como el abismo de lo desconocido, de lo que no se puede explicar.