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29 de enero de 2014

Ni siquiera la muerte

Siempre fue así con ella. No importaba la distancia, nada se interponía entre nosotros. Podíamos sentirnos el uno al otro, saber si estábamos bien o no, si necesitábamos algo. No es fácil de explicar con palabras.
Puede que sea debido a que nos llevábamos once meses y que nacimos ambos el mismo año, yo en enero, ella en diciembre. Puede. No lo supimos nunca. Nuestros padres viajaban por entonces muchísimo y cuando vieron que iban a estar radicados en un mismo lugar por un tiempo, se apuraron en tenernos. Luego retomaron el ir y venir de sus vidas, arrastrando consigo además de las maletas, a dos mocosos que descuidaban bastante, pero que por suerte, se tenían entre si para hacerse fuerte, para crecer juntos, en el desarraigo de quien tiene por patria un avión y la eternidad del cielo, siempre al alcance de uno, en cualquier instante del día o de la noche.
El uno para el otro, un juramento tácito, que quizá hicimos la primera vez que nos miramos a los ojos. Y que revalidábamos en cada carcajada, en cada abrazo, en cada secreto compartido. En la docena de colegios por los que anduvimos, en cursos separados, aprendimos juntos a cuidarnos, a estar pendiente del otro. Sentíamos el malestar en el cuerpo, y sabíamos que correspondía a la misma sangre. Nos protegíamos, porque nos sentíamos débiles. Sin raíces, sin quienes nos guiaran.
Y crecimos, como todo el mundo. Nos acostumbramos a viajar, a no pertenecer a ninguna parte. La única pertenencia, éramos nosotros mismos. Pero con el tiempo, siendo dueños de nuestras decisiones, hicimos lo que nunca antes. Nos asentamos.
Primero por estudios, luego por amoríos. Nos fue llegando la vida. La verdadera vida, la que comienza con las responsabilidades. Y comenzó a jugar la distancia. Mi casamiento, mi familia, mi trabajo. Sus novios, su casamiento, su trabajo. Nos veíamos menos, pero nos sentíamos de la misma manera que de niños. Sabíamos si el otro estaba mal, si sentía angustia, felicidad, desazón.
Nos llamábamos a diario, nos contábamos cosas, compartíamos nuestras vidas a través de las voces, de los silencios, de las risas, de todo lo que podía valerse alguien con un teléfono cerca del rostro. Y llorábamos sin vernos, mientras nos moríamos por un abrazo, por una palmadita en la espalda, por esa caricia de hermano que vale más que todo el dinero del mundo.
Y pasaron los años, crecimos aún más, como así nuestros hijos, nuestros nietos. Arribamos a otra etapa de nuestras vidas. La del adiós. Del adiós propio. Porque despedidas, ha habido muchas. Padres, tíos, amigos, conocidos. Pero ahora el que se va es uno, el que arma las maletas para el viaje final, es uno mismo. Y lo he sabido recién, hace un par de minutos, al recibir su llamado, entre lágrimas. Es que ella lo sabía, lo presentía. Me dijo cuánto me quería, cuánto me iba a extrañar. Y no pude contener las mías. Mis lágrimas.
El tiempo corre, y escribo estas líneas rápido, porque la noche es inminente. Ya veo algunas estrellas. Solo estuve once meses en la vida sin ella, y ella, siempre me tuvo en alguna parte del planeta, no importaba la distancia, pero siempre, siempre me llevó en su alma, en su corazón. Ahora, me tendrá en esos dos lugares y en la memoria. Se lo dije y rompió a llorar con más fuerza. Solo hubiese deseado un abrazo más, tan solo uno. Con qué poco se conforma uno, de cara al adiós.
¿Qué sentirá ahora? ¿Podré decirle algo desde donde voy? Quiero creer que si, que nuestra conexión no morirá. Porque siempre fue así con ella. No importaba la distancia, nada se interponía entre nosotros. Y me gustaría poder afirmar, ni siquiera la muerte.


26 de enero de 2014

La rutina de las bebidas

Un café con leche para comenzar el día, un vaso de agua para acompañar el almuerzo, un té para soportar la tarde, un vaso de vino para alegrar la cena y un whisky para olvidar en la noche.
Luego el sueño pesado, las vueltas en la cama, la almohada que molesta. El amanecer que cruelmente delata desde la ventana nuestro insomnio. La rutina. El trabajo. Las cinco bebidas diarias. La soledad como compañera.
Enrique tomó el colectivo de regreso a casa. Había pensado en volver caminando, pero lo dejó para otro día. O quizá, para otra vida. El fatalismo era su principal aliado. Se veía todas las noches cayendo por la terraza, de brazos cruzados, despidiéndose en cámara lenta de todos sus pesares.
La despensa de la esquina aún estaba abierta. Fue directo a la góndola de las bebidas con alcohol y eligió un vino en cajita, porque era más barato. Miró el precio de los whiskys, pero solo para cerciorarse cuánto habían aumentado desde la última botella que había comprado.
Pagó en efectivo y caminó los treinta metros hasta la puerta del edificio en el que vivía. Esperó el ascensor mirándose los zapatos. En el departamento encendió el televisor y se metió en la cocina. Podía escuchar el audio, pero tampoco le prestaba atención.
Salteó unas cebollas en el sartén que luego volcó sobre un bife, que asó muy rápidamente a la plancha. Brindó en silencio levantando el vaso de vino. Comió mirando un documental sobre leopardos que ya había visto hacía al menos una semana.
Llevó el plato sucio a la bacha de acero, dejó correr el agua unos segundos y luego cerró la canilla. Lo mojaba solo para quitarle algo de grasitud, ya que siempre lo lavaba por la mañana, apenas se levantaba.
Se sacó los zapatos, que quedaron en medio del living, y se sentó en su sillón favorito. Tenía dos, uno con respaldar más mullido y el que elegía siempre, mucho más desgastado, herencia de una tía que cuando era chico, le regalaba a diario una bolsa de caramelos.
Sobre la mesita descansaba de la noche anterior la botella de whisky y un vaso. Por suerte aún le quedaba para varios tragos. Sin embargo su rutina le indicaba solo uno para ese instante.
Vio el líquido detrás del vidrio y jugó moviendo el vaso de un lado a otro. Luego lo apuró inclinando la cabeza hacia atrás. El vaso volvió a estar vació y su destino, como cada noche, fue la mesa.
Se puso de pie y caminó hacia el balcón. Un ventanal lo separaba de ese metro de largo cubierto de cerámicos que terminaba en un baranda simple, de espalda al precipicio.
Pensó en lo fácil que sería. En lo rápido. A lo lejos, en los edificios cercanos, algunas luces se apagaban y otras se encendían. Podía ver el destello de televisores encendidos y como flotando en el aire, la melodía de la ciudad, atravesando el cristal, llegando a sus oídos. El tránsito, alguna sirena de ambulancia a lo lejos y el sonido del viento, casi sumiso, arrastrando penas ajenas en el aire.
Sumó la suya abriendo el ventanal y asomándose a la oscuridad, atenuada por la claridad artificial de todo lo que lo rodeaba. En lo alto, las estrellas estaban ausentes. Seguro llovería por la mañana. Recordó entonces que debía dejar a mano un paraguas y volvió a meterse al departamento. Tan rápido como cerró la hoja de la puerta balcón, la idea que sobrevolaba cada veinticuatro horas su cabeza, desapareció.
Puso en hora su reloj, activó la alarma y se fue a la habitación. Se sacó la ropa, se puso el pijama y se metió en la cama. Mantuvo los ojos abiertos largos minutos, buscando las mismas formas en el descascarado techo. Finalmente, giró hacia un lado y bajó los párpados. Sintió el vacío a su lado, se estremeció y retomó su lucha contra el insomnio.
La batalla era desigual, siempre lo sería. La eternidad se hizo carne, hasta que la luz en la ventana reveló un nuevo día. La vida, se puso en marcha otra vez. Y comenzó, como cada mañana, con un café con leche.

23 de enero de 2014

Los secretos del mar

Mientras sus hermanos disfrutaban del mar, de la tabla de surfear o hacían partidos de fútbol playero con otros chicos, Horacio se dedicaba a estudiar de cerca los despojos que el agua traía de vaya a saber uno dónde.
Y justamente, su misión era reconstruir la historia del objeto o residuo que encontraba mientras se paseaba de una punta a la otra de la playa, ajeno totalmente al clima festivo de vacaciones que se respiraba alrededor.
Descubrir en la arena mojada un pedazo de caña de pescar representaba, por ejemplo, la sensación de rescatar del agua el derrotero de la misma, aparejada de cientos de aventuras, en manos desconocidas, que de un día para otro la arrojaron por inservible o bien, fueron víctimas del descaro del mar, que la arrebató sin piedad alguna.
Horacio podía sentarse en la arena y pasar horas con el objeto, dejando viajar su imaginación hacia confines remotos, desde los que traía una a una las piezas de un rompecabezas tan inverosímil como mágico y detallista. Era así que la caña se convertía en la pieza de batalla de un marinero francés perdido en el medio del océano, cuyo último recurso era alimentarse de los peces que pudiera robarle al embravecido Poseidón. Hasta que una noche sin estrellas, en la infinita e impenetrable oscuridad de la soledad, un tiburón despiadado atacó la barca en la que se mantenía a flote, destrozando todo a su paso, incluido el francés y claro, la caña de pescar. Lo que había quedado de ella, estaba ahora en sus manos.
Su viaje imaginario terminaba ocasionalmente con el llamado a merendar de su madre o bien, cuando el atardecer anunciaba con la brisa fresca que solía acompañarlo, que era hora de regresar junto a su familia al hotel cuatro estrellas que su padre había conseguido en oferta, en una página de internet, hito que parecía ser la gran cosa, porque lo repetía a cada instante.
Una mañana descubrió la bolsa de tela con la que viajaba envuelto un antiguo talismán en un pesquero coreano, otro día una cola para el pelo que había utilizado una joven muy bonita en el momento que su novio le proponía matrimonio mientras parodiaban la famosa escena de Titanic en las barandillas de acero de un lujoso crucero, justo en el momento antes de impactar contra una roca. La tarde de su descubrimiento más importante, usaba la malla roja que tanto le gustaba, porque tenía unos vivos amarillos y naranjas, que hacían parecer que se estaba prendiendo fuego.
Aún faltaba para la hora de irse, pero hacía un buen rato que había merendado. Y a pesar de la negativa de su madre, se había tomado un helado. Tendría que haberle hecho caso, porque después le dolía el estómago. Pero eso no fue factor suficiente para interrumpir la búsqueda en la playa, con el mar mojándole los pies.
Había dejado pasar dos caracoles, porque no le despertaban mayor interés, aunque uno era muy bonito y habría quedado bien en la mesita de luz en la habitación que compartía con su hermano más pequeño. Pensaba en la posibilidad de volver para juntarlo, cuando vio el reloj sobre la arena. No era de los modernos, que tienen miles de agujas y también la pantallita de cuarzo. Estaba lleno de arena, oxidado en sus bordes y tenía grabado un nombre detrás del vidrio: Horacio.
Leer su propio nombre lo sobresaltó. Inmediatamente su imaginación recorrió miles de kilómetros y lo situó a él mismo en una isla perdida en el Atlántico. Era una isla diminuta, que seguramente no figuraba en ningún mapa. Se veía algunos años más viejo, muy flaco, demacrado, con grandes ojeras en el rostro. El cabello largo y desaliñado, como los integrantes de los grupos de música que escuchaba su hermano mayor. A su alrededor había restos de una fogata y espinas de pescados. Muchas espinas. De repente, un enorme barco apareció en el vasto horizonte que dominaba la escena. Era un barco de grandes chimeneas. Entonces, en su afán de ser rescatado, agitó sus brazos y gritó fuerte, muy fuerte. Pero el barco estaba a cientos de metros y jamás viró en dirección a la isla. Fue tal la desesperación, que cayó abatido en la playa y el mar, que a veces arrulla y otras embiste, a los pocos minutos le arrebató el reloj, que de tan holgado que le quedaba, se escurrió como si nada.
Horacio soltó el reloj, que al caer en la arena se hundió un par de centímetros. Sin perderlo de vista, se fue alejando, caminando de espalda. La respiración se le había acelerado. Entonces, tomando coraje, cortó la conexión visual y salió disparado hacia la carpa de sus padres.
Fue entonces que lo comprendió, que supo la verdad. El mar no le regalaba nada, solo lo maldecía mostrándole historias que aún no habían sucedido. Incluso la propia, su instante final. La revelación llegó a su mente antes que su padre, al entrar a la carpa, extendiera hacia él aquello que aún no sabía cuando iba a llegar a su poder.
- Horacito, mirá lo que le compré para vos a un vendedor ambulante de antigüedades.


20 de enero de 2014

Parto difícil

No es nacer por nacer. Eso Ricardo lo sabe muy bien. El tema es muy complejo. No se puede dejar al azar algo tan importante. Sobre todo pensando en el futuro. Él lo había sufrido mucho. Nació un 10 de enero. ¡Enero! Plena de vacaciones de verano, lejos de los compañeros de la escuela, sin poder celebrar un cumpleaños como correspondía.
En síntesis, para Ricardo no se puede nacer en enero. Como tampoco en febrero. Mucho menos en fechas festivas. Por ejemplo, tiene un primo que nació un 25 de diciembre. Desde siempre los padres se ahorran un regalo y hacen uno que equivale a Navidad y cumpleaños.
Por eso, si uno tiene que hacer un hijo, debe tener en cuenta muchas cosas. En el detalle está la paz mental a futuro del niño. De esa manera Ricardo comenzó su tesis en la facultad de psicología, luego de un complejo estudio, que arrancaba con su propia experiencia.
No recomienda tampoco dar a luz un niño en marzo. Es época de comienzo de clases, los chicos apenas se conocen o están aún fríos en la relación, recién inicia el período escolar y por lo tanto el éxito de un cumpleaños es poco certero.Abril comienza a ser buena opción, aunque lo mejor sería asegurarse mayo. Sin embago, Ricardo hace énfasis en algo. No descartar un posible sietemesino. Es decir, uno calcula tranquilo para mayo y nace en marzo. O peor aún, lo espera para abril y llega en febrero. ¡Un desastre!
Y lo mismo podría suceder con un embarazo que le pone punto final al asunto a los ocho meses. Siempre, por lo tanto, hay que tener en cuenta esas posibilidades para diagramar cualquier cartita a la cigüeña (a Ricardo le encanta hacer referencia a la cigüeña).Por todo eso, teniendo en cuenta el margen de error, el consejo es descartar esos meses.
Junio se presenta como opción interesante, aunque hay que tomar recaudos. En julio están las vacaciones de invierno, lo que provocaría que el festejo de un cumpleaños se trunque. Es cierto, es más fácil que en las vacaciones de invierno los chicos permanezcan en la ciudad que en verano, pero, siempre va a faltar alguno. Y otra cuestión, no menos importante: el frío. El niño deberá descartar toda posibilidad de celebración al aire libre.
Agosto es época de vientos, y entra en la columna de meses de riesgo, por ejemplo, en calcular para esa época y que nazca en julio, con lo ya dicho de las vacaciones. Septiembre tiene el mismo riesgo, para los casos de sietemesinos. Aunque, de ir bien todo, sería uno de los meses ideales. Ricardo estima que para septiembre todo grupo se amigos se ha consolidado y el éxito de un cumpleaños es inevitable. La llegada de la primavera, además, le da un toque de color a la estación.
Llegamos a los dos meses claves en la tesis de Ricardo. Octubre y noviembre. Según sus cálculos, son los meses ideales para nacer, aunque hace una salvedad. Noviembre es riesgoso, en el sentido que es el último mes de clases (a menos, claro, que los niños se lleven materias a rendir y sigan en diciembre) y ya se piensa más en las vacaciones, en quedar libre del colegio, que de estar en un cumpleaños. Por lo tanto, a pesar de considerarlo un mes bueno, finalmente considera que habría que descartarlo.
Diciembre, como ya se dijo, es inconveniente. No hay escuela, época de éxamenes para los menos iluminados o más propensos a la vagancia, las fiestas, la despedida de año. No, definitamente nacer en diciembre es un error.
Octubre, por lo tanto, es el mes ideal según la investigación en profundidad de Ricardo. La tesis aconseja entonces a los padres gestar al futuro vástago durante el mes de enero, porque incluso con el margen de dos meses, agosto y septiembre son buenas opciones alternativas. Probar suerte en febrero, en cambio, debería descartarse.
Si bien Ricardo reconoce que nacer en verano a futuro podría representar una ventaja, porque al crecer uno se independiza de las fechas y verano puede significar playas, amigos, fiestas, mujeres (hombres en los casos de mujeres), vuelve a insistir que su estudio apunta a la infancia, que es cuando uno va delineando su personalidad.
Claro que no solo le ha llevado tiempo tremenda investigación, también le ha traído dolores de cabeza. A sus treinta y cinco años, el pobre de Ricardo ha sufrido seis decepciones de pareja. Y no entiende muy bien por qué, dado que siempre fueron relaciones prolongadas. Pero cuando se ponen a planificar el futuro y Ricardo comienza a buscar fechas para aplicar su tesis, cierta magia se rompe y el amor ya no funciona.
Estudia Ricardo al día de hoy una nueva tesis, una que señala que infancia y adultez, lejos están una a otra de comprenderse, pero que depende de lo que se viva en una, para existir en la otra. De todas maneras, no está en sus planes próximos redondear dicho planteo. Lo desvela aún saber el día y la hora justa en el que padre y madre deben probar suerte, para que el niño nazca en el momento preciso del año.

17 de enero de 2014

No todos los días es Navidad

Anabella Jacinta Pilar Rodríguez del Cerro González era una de las mujeres más conocidas y respetadas de la ciudad. Hija de Evaristo Tomás Williams Rodríguez del Cerro González, dueño de miles de hectáreas en la zona, se había ganado el respeto de la población por sus propias acciones y no tanto por el parentesco directo con el hombre más poderoso de la región.
Se la conocía como el referente más encumbrado dentro de la elite local y era sabido que tenía contactos importantes a lo largo del mundo, que incluía gobernantes, magnates, personalidades famosas y hasta deportistas. También era sabido, que Anabella Jacinta Pilar era soltera. Decían las malas lenguas que consideraba insuficiente lo que cualquier hombre pudiera entregarle.
Criada desde la cuna con los más caros caprichos, había hecho de su figura un monumento al egocentrismo. Era tal la necesidad de alimentar su imagen, que hasta había creado una fundación con su nombre, pero que no ayudaba a nadie en especial, ni tenía misión por delante. Quiénes la conocían de cerca aseveraban que le producía gozo leer en grandes sus nombres y apellidos o escuchar que alguien los pronunciaba con la palabra "fundación" por delante.
También integraba la cúpula carismática de la catedral. Pocos sabían como es que había llegado hasta allí, pero cualquiera lo podía imaginar: ella quería figurar en todas partes. Si hasta tenía un puesto en el municipio, que jamás ejercía, relacionado al protocolo y sus formas.
Fue en el grupo del que formaba parte en la iglesia donde le impusieron la consigna. En la reunión previa a la Navidad, a la que por supuesto, no había concurrido, dado que jamás asistía a reunión o encuentro alguno de las organizaciones, comisiones o lo que fuera que integraba, el resto de la comitiva decidió que cada miembro debería invitar a una persona sin hogar a pasar la noche de Navidad bajo su techo y compartir la mesa.
Y como para rubricar la idea, al día siguiente fue una de las noticias publicadas en la tapa del diario local. Cuando la novedad llegó a Anabella Jacinta Pilar Rodríguez del Cerro González, puso el grito en el cielo.
- ¡Nadie me va a obligar a compartir mi mesa con un cualquiera!
Sus secretarios y asesores, que eran varios, pero a los que difícilmente les hacía caso, trataron de disuadirla durante largas horas, con el fin de hacerla recapacitar. El hecho que rechazara tal consigna, representaría un duro golpe para su imagen, dado que desde siempre se había forjado la figura de persona caritativa, haciendo grandes donaciones a instituciones de ayuda para carenciados o sin techo, por más que solo se tratara de una manera más de querer encumbrar aún más su nombre dentro de la sociedad en la que vivía.
Esa misma noche pidió una reunión con la comisión carismática. Los atendió en su despacho y a pesar de las amenazas de reducir los aportes que hacía al grupo, ninguno de los integrantes accedió a suspender la consigna: la ciudad se enfurecería si así lo hicieran.
- ¡Muy bien! ¡Entonces tendré que viajar justamente ese día y no estaré en la ciudad! - bramó ella.
- Está bien - dijo alguien de la comisión - Entonces, con más razón, no tendrá problema alguno en que alguien de la calle pase la noche en su casa. Su servidumbre podrá atenderlo de la mejor manera.
Enfurecida, dio por terminada la reunión.
Odiaba la idea de ver su nombre en letras gigantes en el diario, haciendo mención de su repudio a la consigna del grupo carismático católico. Pensó seriamente en comprar el periódico local, pero luego lo descartó. Ya lo había intentado un par de veces con anterioridad y no había tenido éxito. Le daba bronca no poder obtener lo que quería. Las derrotas no eran cuestiones fáciles de zanjar para los Rodríguez del Cerro González.
Finalmente decidió tomar el toro por las astas. Si debía jugar el juego de otros, sería con sus reglas. Ella misma tomó el teléfono (algo que ocurría muy poco, dado que tenía secretarios para eso) y llamó a la iglesia. Aceptó su rol, pero con una condición: ella eligiría a la persona que cobijaría una noche bajo su techo.
El día de Nochebuena la congregación carismática se reunió en la catedral para comenzar la noble tarea. Luego del mediodía, abrieron las puertas para que las personas en situación de calle acudieran a dejar sus datos y los sitios donde podían pasar a buscarlos más tarde. Había decenas de hombres, mujeres y niños esperando, cada uno con el anhelo de olvidar por un día las penurias a las que se veían confinados por las idas y vueltas del destino.
El plan de Anabella Jacinta Pilar era de muy poca nobleza. Había mandado a disfrazar a una de sus secretarias, que ahora hacía cola junto a las demás personas, esperando su turno para dejar los datos. La eligiría a la joven disfrazada, haría ver que se la llevaba y luego, como si nada hubiera pasado, la secretaria se iría para su casa, y ella podría disfrutar de la Navidad en soledad, como era su costumbre. Un plan perfecto.
En este punto, en un cuento navideño, tendríamos que contar que algo se estropeó en los planes de la egocéntrica protagonista y que todo lo que había ideado, se truncó, debiendo llevar a su hogar a una persona carenciada y que esa experiencia, finalmente, cambió las formas de ver las cosas de la mujer.
Pero he de confesar que los Rodríguez del Cerro González tienen mucha influencia y Anabella logró salirse con la suya. Todos vieron como subió a su limousine a la joven, sin saber que era una empleada suya disfrazada. Se sintieron felices y creyeron la parodia de la poderosa mujer.
Anabella ni siquiera se dignó de llevar a su secretaria a la casa. La dejó en una esquina y la chica, que ya se había quitado las harapientas ropas, tuvo que seguir el viaje en taxi. La hija única de Evaristo Tomás Williams Rodríguez del Cerro González pasó Navidad sola. Aunque eso es solo un decir. En la mansión, conviven con ella, al menos veinte empleados, de los cuales ninguno pudo tener la noche libre.
Se fue a dormir tranquila, sabiendo que al menos hasta el año siguiente, no tendría que lidiar con otra idea absurda como la que casi tuvo que soportar. Por suerte, se dijo Anabella Jacinta Pilar Rodríguez del Cerro Gonzále, no todos los días es Navidad.

14 de enero de 2014

El último sonido en el mundo

Desde el día anterior, cada cinco horas, alguien llamaba a su teléfono celular. Al principio pensó que querían comunicarse con un número parecido y que había tenido la escasa suerte de ser mal agendado. Por eso no le resultó raro que del otro lado, el que llamaba, cortara cuando el contestaba.
Sin embargo, a las dos de la madrugada, el sonido del ringtone del aparato logró hacerle perder la paciencia que lo caracterizaba. Trató de emplear pocas malas palabras, pero no pudo contener la bronca y despacharse a viva voz, mientras por la ventana el sonido del tren de las vías próximas llegaba claramente a sus oídos.
Ya no pudo dormirse. Cuando a la mañana volvió a sonar el teléfono, se preocupó seriamente. Había quedado cavilando durante la noche, ojos abiertos apuntanto al descascarado techo de su cuarto, y llegó a la conclusión que aquello no se trataba de un error o de una broma de mal gusto, aunque de ésto último aún se guardaba cierta reserva.
Esa vez no contestó. Miró la pantalla del celular y repasó los números que se mostraban. Luego de un minuto, la llamada finalizó. La característica le había parecido familiar desde la primera vez que observó el número que lo molestaba.
Trató de recordar de dónde podía ser, pero se dio por vencido. Se prometió que más tarde la buscaría en internet. Como tantas otras cosas que postergaba, lo olvidó hasta que el teléfono se puso a vibrar nuevamente (para entonces, le había quitado el sonido). Lo sorprendió en el taxi, mientras se dirigía al aeropuerto a buscar un pasajero. Se detuvo casi de inmediato a un costado de la ruta para contestar, pero al hacerlo, la comunicación se cortó.
Golpeó el volante con rabia. Aquello lo estaba poniendo nervioso. Intentó comunicarse con el número, como tantas otras veces, pero el mensaje fue siempre el mismo: El número al que quiere llamar, no pertenece a un abonado en servicio. Dejó caer el teléfono en una mochila que llevaba entre sus piernas y retomó el camino, para continuar con su trabajo.
Aquella tarde se acercó a un centro de atención de su proveedor de telefonía. Preguntó si era posible averiguar el titular de una línea, pero los empleados le dieron mil vueltas para, finalmente, rechazar el pedido.
El teléfono llamó cuando caía la tarde. Lo atendió instintivamente. La línea estaba muerta, pero al menos pudo reconocer un sonido. Tan claro y nítido, que erizó su piel. Se quedó de pie, delante de su edificio. Oscar, el portero de la tarde, se acercó para preguntarle si estaba bien. Demoró en reaccionar, y tras excusarse, volvió al taxi, que había estacionado en la vereda contraria.
Manejó con prisa, acelerando en ocasiones para no permitir que lo agarrara el rojo en los semáforos. En un par de oportunidades otros conductores lo acusaron a bocinazos de conducir con negligencia. Pero no los escuchó. El único sonido en su mente, era el que había logrado captar en la última llamada.
Cuando llegó a destino, la noche había tendido sus manos sobre el planeta. El lugar era tenebroso. En medio de un camino rural, entre la ciudad y vaya a saber que pueblo. A lo lejos, tranquera adentro, una luz, quizá una vieja lamparita incandescente, iluminaba el frente de una casilla de madera. A unos metros, hacia la izquierda, se erigía un establo, que si bien no era imponente, resaltaba en la chatura del paisaje.
No golpeó las manos ni tomó precauciones para abrir la tranquera. Solo lo hizo, como quién lo ha hecho mil veces. Caminó con paso decidido y llegó hasta el umbral del solitario paraje. Metió la mano derecha en el bolsillo trasero y extrajo un revólver corto.
Abrió la puerta y accionó la tecla de la única luz en el interior. El tubo fluorescente, envuelto en telarañas, parpadeó ocho veces y luego, cuando parecía que nunca lo haría, quedó estabilizado. Estudió con la mirada cada rincón, casi con recelo. Observó largos minutos un sofá que alguna vez había sido verde, ahora totalmente desteñido. Estaba deliberamente en el centro de aquel lugar. Se acercó con miedo y lo empujó contra la pared.
Además de la marca del polvo, delimitando exactamente donde estaba el sofá, quedó a la vista una trampilla de madera que daba hacia un subsuelo. Vaciló unos instantes, pero finalmente se agachó para abrirla. En ese momento, sonó el celular. Dio un respingo y perdió el equilibrio. Cayó sentado sobre el suelo de madera. Hubiese querido gritar del dolor, pero no podía hacerlo. Estaba mudo del pánico. Dolorido, buscó el teléfono dentro del bolsillo de la camisa y se apresuró por atender.
Alcanzó a escuchar el click del otro lado de la línea. Sus manos sudaban. Volvió a alejar el celular de su vista, guardándolo otra vez en la camisa. Juntó coraje y abrió la trampilla.
El olor a humedad lo tomó por sorpresa. Un aire rancio escapó hacia donde estaba. Tuvo tiempo para taparse la boca. Allí olía más que a humedad y aire rancio. Sabía que así sería. Fue buscando en la oscuridad uno a uno los peldaños de la endeble escalera que conducía hasta la parte inferior.
Al sentir los pies sobre algo firme, volvió a estremecerse. Había pisado al menos dos cucarachas. El sonido del río subterráneo que surcaba el sótano, llegaba claro a sus oídos. Podría reconocerlo entre todos los sonidos del mundo. Incluso, a través de una línea telefónica.
Más allá, del otro lado del cauce, divisaba el bulto. A sus piese, tanto, pudo ver el bolso de cuero. No recordaba si lo había dejado abierto o cerrado, pero eso era un detalle. La cremallera parecía la boca dentada de un monstruo. La poca luz le daba la apariencia de un ser capaz de devorarse una persona de un solo bocado. Pero era solo un bolso y él lo sabía. Lo recogió, no sin sentir cierta repulsión.
Hurgó entre las cosas. El espejo para maquillarse, la billetera, un atado de cigarrillos a medio fumar, una edición de bolsillo de "Carrie" que él le había regalado, dos lapiceras y los anteojos para sol. Lo que buscaba no estaba. Revisó el único bolsillo, pero tampoco apareció allí. Volvió a mirar el bulto en el rincón.
Sin soltar el bolso y mucho menos el revólver, caminó hacia aquel relieve en la oscuridad. Al acercarse, divisó mejor las formas. La vieja alfombra dejaba vez ahora su textura, sus extraños flecos. Y al mismo tiempo, no podía ocultar lo que encerraba en sus entrañas. Porque a pesar de todo, los pies habían quedado afuera. Aquella palidez se había transformado en un asqueroso color podredumbre. La putrefacción había hecho bien los deberes. Pero no eran los pies lo que quería ver. Sin embargo, a pesar de haber llegado hasta ahí, sabía que no podía seguir. El sonido del río parecía querer convencerlo de seguir avanzando, pero el olor, la angustia, le decían que se fuera, que saliera corriendo de aquel lugar.
Empezó a retroceder sin darse cuenta. De pronto su espalda se apoyó en la escalera. Estaba otra vez a una distancia prudente. Entonces volvió a buscar su teléfono. No le quitaba la vista al bulto, ni dejaba de escuchar constante, el andar del agua sobre su cauce. Supo que ahora si. Que ahora sucedería. ¿Por qué entonces no evitarlo? No lo sabía. Ni en ese momento ni nunca. Buscó en su teléfono el número que lo había estado llamando, aquel que creía familiar, y lo marcó.
El sonido de otro celular se hizo escuchar en el subsuelo. No fue eso lo que lo asustó, porque lo esperaba. Tampoco fue la certeza de no poder escapar, al caerse en ese preciso instante la puerta de la trampilla. Nada de eso contribuyó a sentir ese dolor de pecho, agudo y lacerante, que nacía en el corazón y moría en las vísceras. No. Lo que provocó su muerte fue la voz, nítida, feroz, de ultratumba, de su antigua novia contestando, casi con sorna:  "Hola, te esperaba desde hacía mucho tiempo". Voz que pudo escuchar en simultáneo, en el celular y en el oscuro retumbar de aquel desolador agujero en la tierra.

11 de enero de 2014

Una vela a San Antonio

La mujer dejó la bicicleta a un costado de la puerta. Se persignó bajo el umbral y con paso temeroso, ingresó a la capilla.
Intuyó que el sacerdote era la persona que oraba el rosario de rodillas, en el primer asiento de la única hilera de bancos de la que hacía gala aquel lugar.
- ¿Padre Juan? - preguntó con un hilo de voz.
El hombre levantó la vista y sonrió al verla. No le importaba interrumpir su oración. Siempre predicaba que más importante que hablarle a Dios, era escuchar a la gente, para poder tener que contarle después al creador de las cosas.
- ¿Qué la trae por aquí, Irma? ¿Su familia está bien?
- De eso quería hablarle Padre Juan. He perdido a mi hijo.
- ¿Cómo que lo ha perdido, mija?
- Si, estoy desesperada. Créame que fue sin intención. No acostumbro perder hijos por ahí.
- Es el único que tiene... ¿o ya ha perdido algún otro antes y no me he enterado?
- Es el primero, se lo juro.
- No jure en vano, Irma.
- Se lo recontra juro Padre. He perdido un hermano, dos novios y cinco perros, pero hijos es el primero.
- ¿Y dónde lo ha perdido?
- ¡Pero Padre...! Si lo supiera no estaría aquí.
- Me refiero, en qué circunstancias lo extravió.
- Lo perdí. No lo... eso que dice usted.
- Es lo mismo Irma, vaya al grano. ¿Cómo?
- ¿Cómo qué?
- ¡Cómo lo perdió!
- ¡Si supiera!
- ¡Las circunstancias Irma, las circunstancias! No me haga poner nervioso.
- Si usted se pone nervioso, imagínese como estoy yo.
- Por favor Irma, si pierde tiempo al explicarme, más vamos a tardar en encontrarlo. ¿Cómo se llama?
- Irma, pero eso usted ya lo sabe.
- ¡Su hijo!
- Albracio Marcos Mariano.
- Bien, cuénteme ¿dónde vio a Albracio Marcos Mariano por última vez?
- Lo vi en su cama, antes de salir para la verdulería.
- ¿Y cuando volvió, ya no estaba?
- No.
- Puede ser que se haya ido solo a alguna parte. Quizá abrió la puerta y...
- Dejé la puerta con llave.
- Entonces no pudo haber salido.
- Si, claro que pudo.
- ¿Tenía copia de la llave?
- No, pero las ventanas estaban todas abiertas.
- Irma, si deja las ventanas abiertas, qué sentido tiene ponerle llave a la puerta.
- Si no abro las ventanas, no se ventila la casa. O se cree que la casa se ventila sola.
- Está bien, olvide eso. Dígame, Albracio era capaz de saltar por la ventana.
- Supongo, nunca se me ocurrió pedirle que lo haga.
- Digo, tiene estatura suficiente cómo para poder subirse a una ventana y salir por ella.
- Y si, mide hasta acá.
- Ah, pero entonces estamos hablando de un chico alto.
- Y si, el Albracio está por cumplir los dieciocho.
- ¡Los...! Irma, con esa edad, me imagino que su hijo ha salido y pronto volverá.
- Pero ya ha pasado un mes.
- ¡Un mes! ¿Cómo un mes? Irma, usted me va a volver loco. ¿Hace un mes que perdió a su hijo y recién ahora sale a buscarlo?
- ¿Y por qué se cree que estoy tan desesperada? No me di cuenta hasta esta mañana, que me tocaba limpiarle la habitación.
- ¿La policía sabe?
- Si supiera donde está no vendría a preguntarle a usted, padre.
- No Irma, no. Si ya está enterada que desapareció.
- ¿Yo? No le digo, desde esta mañana.
-  ¡La policía! ¡Si la policía sabe que su hijo se perdió!
- Si, claro. Vengo de la comisaria. Ellos me han dicho que le prenda una vela a un santo y de los nervios, me olvidé a cuál. Y no quiero errarle, vio. No vaya a ser que se cumpla otra cosa, cómo le pasó una vez a la Nélida, que quiso casar a la hija y terminó embarazada ella.
- A ver si nos entendemos. Usted perdió a su hijo, pero hace un mes. Se dio cuenta hoy y ya le avisó a la policía. Y ellos le recomiendan prenderle una vela.
- A un santo, si. Pero no sé a cuál.
- Es a San Antonio, pero espere, que aún no he terminado.
- Y no, falta prenderle la vela.
- No, me refiero a que aún no he terminado el pensamiento. ¿Es lo único que le dijo la policía? ¿No han iniciado una búsqueda?
- ¿Del Albracio?
- ¡Si, de quién va a ser!
- No sé. Me han dicho lo de la vela nomás.
- Pero señora Irma, está bien lo de la vela. Si uno tiene fe, las cosas se resuelven más rápido. Pero esto es grave, hace un mes que su hijo está perdido.
- ¡Es lo que le acabo de decir!
- Por eso mismo. Además de la vela, tiene que asegurarse que la policía salga a buscarlo.
- ¿Pero con lo de la vela no se resolverá la cosa?
- Irma, hace un mes que su hijo está perdido.
- ¿Y la vela tiene menos alcance?
- ¡No! ¡Me cago en Dios!
- ¡Padre!
- Jesús mío, dame paciencia.
- ¡No puedo creer lo que dijo! ¡Persígnese!
- ¡Usted me saca de quicio!
- ¡Persígnese le digo!
- No me persigno una mierda, Irma. ¿Y sabe qué? ¡Me hartó! Vaya, préndale una vela a San Antonio, rece el Padre Nuestro y que Dios la ayude.
- A eso he venido.
- Bueno, ahora que lo tiene, márchese. Cuánto antes lo haga, más posibilidades tiene de recuperar a su hijo.
- Pero eso que dijo, Padre... piénselo, no está bien.
- Váyase. Si se va ahora, le prometo que también prendo una vela de inmediato y pido por su hijo.
- ¿Lo hará? ¿En serio? Quizá con un 2 x 1 San Antonio lo encuentra más rápido.
- Segurísimo.
- Entonces me voy.
- Que Dios la acompañe.
- Alabado sea. Aleluya.
- Si, aleluya.
La mujer se alejó por el pasillo, moviendo sus anchas caderas de un lado a otro. El Padre Juan vio desaparecer su silueta al buscar la bicicleta, cuya rueda delantera asomaba con timidez por el hueco de la puerta.
Segundos después la imagen de la mujer pedaleando, cruzó el umbral. En la parte trasera, sentado, iba un muchacho bastante alto.
El padre Juan se rascó la pera, desconcertado. ¿Acaso...
Meneó la cabeza y volvió al primer banco de la hilera. Dudó entre ponerse de rodillas de inmediato o ir a encender una vela. Desechó la idea y flexionó las piernas. Quiso retomar el rosario, pero había perdido la cuenta de lo que llevaba rezado. ¿Y si prendía una vela para recordarlo? Suspiró con bronca y empezó de cero. A veces, no queda más remedio.

8 de enero de 2014

La maldición del Macu

Enero no es una buena época para reunirse. Demasiado calor, vacaciones que se deben programar con la familia, las rutas repletas de turistas. Pero no reunirse en enero es, para nosotros, una cuestión de vida o muerte.
No importa lo que tengamos que hacer, la situación en la que nos encontremos, o bien, dónde estemos. El segundo sábado de enero es una obligación juntarnos. Puede parecer obsesivo y hasta exagerado, pero créanme que se trata de una necesidad de supervivencia.
La primera vez que nos juntamos fue para celebrar el término de nuestra vida en la escuela secundaria. Éramos muy pibes. La juntada la íbamos a hacer en diciembre, pero estaban los finales de los que se llevaron materias. Después llegaron las fiestas y los primeros días de enero fue difícil organizar porque algunos estaban lejos con sus familias. Pero el segundo sábado de enero, estábamos todos, los veintitrés varones del curso.
Le pedimos prestada la casa quinta a los padres del Juanchi bajo promesa de no destruirla. Compramos varios cajones de cerveza, chorizos, pan y carbón. Mediodía comiendo y tomando, tarde con pileta y chupi y noche con otra ronda de cajones de cerveza que los más enteros, salieron a comprar.
Entrada la noche, chupados todos, empezamos con la estupideces. Algunos quería jugar a la ouija, pero por suerte otros señalaron oportunamente que no teniendo la tabla, no se podía hacer nada. Hubo quien propuso el juego de la copa, pero el Juanchi, temiendo que le destrozaran la cristalería a sus padres, se opuso terminantemente.
Entonces, discusión va, discusión viene, el Macu se puso de pie y se instaló en el centro de la habitación. El Macu era el más divertido de todo, pero provenía de una familia bastante rara, o al menos, eso era el comentario en la ciudad. Su padre estaba preso en el extranjero, por razones que ignorábamos por completo, en tanto su madre se ganaba la vida tirando cartas, haciendo lectura de manos y según decían las malas lenguas, haciendo magia negra por las noches.
Pero el Macu, distante de los dichos populares del chusmerío barato, siempre nos había parecido un chico normal, salvo días en que llegaba al colegio con ojeras gigantes, sobre las que ninguno hacía comentario alguno.
Parado delante de todos, aunque a duras penas de pie, por todo lo que había bebido, elevó las manos en alto. Percibimos entonces que en su mano derecha tenía un cuchillo. No nos dio tiempo a pensar nada, porque actuó rápido. Se hizo un tajo en la palma de la mano izquierda y con la sangre que comenzó a salir de la herida, se hizo una raya en la frente y otras en las mejillas. Cerró los ojos y se dejó caer en cuclillas, de manera sorprendente y podría decirse, sobrenatural.
Cuando abrió los ojos, los tenía en blanco. Dimos todos un respingo haca atrás. Luego, con tono de voz grave, comenzó a recitar frases que nos eran desconocidas, provenientes quizá de algún viejo libro de hechizos. Palabras terminadas con sílabas impronunciables, largas, envueltas con un hao oscuro, que daban miedo.
Finalmente habló en castellano, pronunciando los nombres de cada uno en voz alta, siguiendo el orden en que estábamos sentados. Sus ojos se tornaron familiares nuevamente, pero no así su semblante, totalmente ajeno a lo que conocíamos. Las oraciones siguientes, las más espeluznantes que he escuchado en mi vida, sonaron lejanas, como provenientes de una cueva, o una tumba.
- Los aquí nombrados ante las divinidades de los recónditos rincones de la oscuridad, se redimen ante ti, oh gran  profeta y juran lealtad eterna, so pena de muerte en caso de quebrantar los votos presentados. Ellos volverán a ti cada año, el segundo sábado de enero y si así no fuera, el que falte, o uno de los que falte si son varios, deberá morir. Y cada cuatro años, si alguien faltara, la muerte podrá tomar a cualquiera. Con mi sangre, sello ahora mismo el pacto.
Sus ojos se apagaron un instante y luego, se desplomó con fuerza hacia atrás. A pesar del sonido estruendoso de la cabeza dando en la baldosa, ninguno se adelantó hacia el Macu para ver como estaba. En pedo y todo, aquello no nos gustó nada.
Cuando volvió en si, cinco minutos más tarde, la mayoría seguía aún en la habitación, esperando algún tipo de explicación. Los que habían salido al patio, habían ido a fumar, claramente nerviosos.
El Macu se reía como loco cuando le contamos lo que había hecho. Le echaba la culpa a la cerveza y nos tranquilizaba diciendo que era una estupidez, un juego estúpido aprendido de su madre (jamás hablaba de ella, pero con seguridad sabía que nosotros estábamos al tanto de lo que se decía) y que no debíamos darle la menor importancia.
Si bien la joda continuó, el humor había cambiado. Aquellas palabras nos parecían una pelotudez. Si el Macu las hubiera dicho jugando, cagándose de risa como lo hacía siempre, no nos hubiéramos asustados. Pero la figura que estaba delante de nosotros no estaba borracha ni era el Macu.
Finalmente lo convencimos para que, si aquello era un hechizo o algo por el estilo, lo deshiciera. Se fue al amanecer prometiendo que le preguntaría a su madre y se lo haría cancelar a ella, que era la experta.
Estaba tan molido que dormí catorce horas seguidas. Supongo que la mayoría terminó de la misma manera. Me despertó el teléfono del pasillo y mi padre llamándome desde la puerta de la habitación.
- Facundo, levantate. Es el Negro, dice que tiene una mala noticia.
Era mala. Muy mala. El Macu había muerto. A la tarde se había perdido el conocimiento. Se lo llevaron al hospital y allí descubrieron que tenía un derrame cerebral, producto de algún fuerte golpe. A partir de allí fue un infierno. Tuvimos que testificar, porque creían que alguien lo había golpeado en la casa quinta del Juanchi. Afortunadamente todos dijimos lo que vimos, que el Macu se había golpeado la cabeza, porque estaba borracho. Fueron días difíciles, un verano que esperábamos terminara de una buena vez, para olvidarlo para siempre.
La madre del Macu se enojó con el grupo. No recuerdo quién tomó coraje para decirles en nombre de todo lo apenados que estábamos, pero sin perder oportunidad de consultarle si Macu le había mencionado algo de un hechizo. La madre no respondió, solo miró con ojos fulminantes.
Estoy seguro que sabía a lo que nos referíamos y en esa mirada, dio su veredicto: Qué se caguen.
Ese año fue para muchos, el primero lejos de nuestras familias. El estudio en una universidad, instituto, fue la excusa para alquilar solos o con amigos. Otros comenzaron a laburar y los que no habían ni una cosa ni la otra, se la tiraron de vagos, con la promesa de hacer algo el año entrante.
Fuimos perdiendo el contacto como grupo, algo que jamás pensamos que sucedería. Las nuevas experiencias y amistades nos iban acortando los tiempos para seguir conviviendo con el pasado. De todas maneras, tratábamos de vernos. Jamás todos juntos, pero si en pequeños grupos. Llegando a fin de año, Juanchi, que era uno de los que no hacía nada, me llamó por teléfono al departamento.
- Facundo ¿le voy pidiendo este año la quinta a mis viejos?
Y si bien su pregunta llevaba implícita otra detrás, jamás tuvo necesidad de hacerla.
- ¿Vos decís que es necesario? - respondí, consciente de lo que le urgía en la cabeza,
- No sé, me parece. En todo caso, un homenaje al Macu. Mirá, yo la pido y les aviso a los chicos. Vos, que ves más a los que están fuera de la ciudad, avisales a ellos.
Ese diálogo fue en noviembre. El siguiente llamado del Juanchi fue el jueves previo al segundo sábado de enero.
- ¿Les avisaste, no?
- A los que pude - confesé, porque mucho no me había preocupado.
El silencio en la línea fue quizá el deseo de insultarme, por no tomarme a pecho la situación.
- Está bien, veremos que pasa. Te espero. Compro las cervezas, después repartimos los gastos.
No había felicidad en su voz, aquello no era un simple encuentro de amigos. Era una prueba.
Estuve a punto de irme a pescar con mi viejo, pero a último momento lo llamé al Negro y le dije de ir. De aquel grupo de veintitrés del año último, éramos solo diez. El Juanchi mostró su enojo, primero conmigo, porque estaba seguro que no había invitado a los que pude haber llamado y después con algunos más, a los que según se veía, les había hecho un encargo parecido.
Intentamos tranquilizarnos y abrir algunas de las botellas. Luego aparecieron las cartas y largamos con el truco. Para la tardecita el clima era otro. Y en cierto sentido, estaba agradecido de haber ido. Después de todo, había sido un año en los que a algunos, ni había vuelto a ver. Tomamos y hablamos aún más. A la noche, nos despedimos con la promesa de volver al año siguiente, aunque seguros que eran solo palabras sin respaldo alguno.
Al mediodía siguiente, mientras compartíamos los tallarines caseros que había traído mi abuela, tocaron la puerta. Me levanté con velocidad, entendiendo que era al único que podían estar buscando. Por algún motivo, estaba esperando que alguien llamara o golpeara a la puerta.
El rostro del Juanchi era un manto blanco, apenas se le veían los ojos y la boca, apretada, casi arrancándose un labio con el otro.
Lo miré fijo, haciendo una pregunta sin abrir la boca. No soportaba verlo así.
- El flaco Pereyra - me dijo - Lo tenías a cinco cuadras en Rosario, hijo de puta. Lo tenías a cinco cuadras y no le avisaste.
Me enojé. Por un lado, porque él bien podría haberlo llamado. Por otro, porque era cierto, le pude haber dicho. Pero sobre todo, porque la puta maldición era cierta.
- ¿Cómo? - fue lo único que atiné a decir.
- Iba en bicicleta y una moto no pudo frenar en un semáforo. Se lo llevó puesto. Dio la cabeza contra el pavimento.
Guardamos silencio mirando hacia ninguna parte.
- ¿Te das cuenta, no? - continuó, casi en un hilo de voz - Es verdad Facundo, el Macu nos condenó a todos. Así que no seas pelotudo, el año que viene tenemos que estar todos. Y el siguiente, y el otro. Siempre.
- Pero eso es...
- Eso es mantenernos vivos.
Y eso hacemos, desde hace treinta años. Ahora solo somos trece. Solo dos murieron por razones ajenas a la maldición del Macu. El resto, por haber faltado alguien. Desde hace diez años, no falta ninguno. El último en irse fue el propio Juanchi. Había ido, pero le tocó la muerte por azar, ya que dos no asistieron. Por suerte había dejado hecho un testamento y nos cedió la casa quinta para juntarnos cada año.
Ahora mismo estoy en viaje, recorriendo los últimos doscientos kilómetros hasta la ciudad que me vio crecer. Parece mentira, pero la distancia no hace que uno se permita olvidar por más que quiera. La oscuridad nos atrapa cada año, obligándonos a volver. Si uno olvida, está condenando a otro o quizá, a uno mismo.
No es fácil la amistad en estos términos. Parece una ruleta rusa. Un ritual criminal. Vernos las caras no nos agrada, pero al menos, nos relaja. Si el número es el correcto, tenemos un año más de respiro. Si un rostro falta, sabemos que el tambor del revólver ha echado a rodar: la suerte puede jugar para cualquier lado.
Suerte y muerte se diferencian tan solo de una letra. La M de Macu.

5 de enero de 2014

Primeros síntomas

Los síntomas que alarmaron a Marino Blanco, panadero de profesión, fueron los que aparecieron en ocasión del reencuentro de compañeros del secundario, cuando al acercarse al parrillero donde se estaban asando los pollos, creyó ver entre las brasas a diminutos delfines azules danzando un tango electrónico.
Tal fue el asombro que le pidió a Bonifacio Andrada que le confirmarse cómo veía la parrillada.
- Para chuparse los dedos Marino, este Pablito cada año asa mejor.
Unos días después, mientras llevaba a su hija al trabajo en el utilitario con el que hacía el reparto, estuvo seguro de observar que uno de los semáforos tenía el aspecto de una jirafa. Fue tal la sorpresa, que cruzó en rojo y se llevó puesto un colectivo. Por fortuna, no hubo heridos.
En su cumpleaños cincuenta y cinco, confundió las velas de la torta por odaliscas turcas que lo saludaban sensualmente. Esa Navidad, disfrazado de Papá Noel, se subió a un barril de chopp seguro que era el trineo y que estaba en pleno vuelo repartiendo regalos.
Su mujer comenzó a sospechar que algo sucedía con él. El propio Marino le confesó entonces las cosas que creía ver. De mutuo acuerdo, acudieron a un neurólogo. Le efectuaron las pruebas pertinentes sin encontrar nada raro. Sin embargo Marino seguía sufriendo las alucinaciones. Sin ir más lejos, en plena tomografía pensó que había muerto y lo habían enterrado.
El colmo fue para Pascuas. Hizo todas las roscas cuadradas, pensando que era un gigante dueño de vacas diminutas y que lo que estaba haciendo, eran pequeños cercos de madera para mantenerlas encerradas.
Fue pasando de especialista en especialista, de examen en examen, hasta caer en el psiquiátrico.
- ¿Es permanente, doctor? - le preguntó la mujer al profesional a cargo del pabellón de Marino.
- No le sabría decir, avances no hay. Hace un año que lo trajo señora y cada día es una experiencia nueva. Ayer mismo se trepó al tanque de agua en un descuido y saltó hasta el patio. Diga que creía ser una pelota, que rebotó y se salvó de una muerte segura.
La mujer lo miró con recelo.
- ¿Usted me está tomando el pelo? ¿Cómo que se tiró del tanque de agua y rebotó?
- Si, obviamente si se cree una pelota, va a rebotar. A menos que fuera una pelota pinchada, que no lo era.
- Doctor, no estoy para bromas. Se trata de la salud de mi marido.
- ¡Cómo le voy a estar haciendo una broma, señora! Agradezca que no alucinaba con ser una roca. Hoy estaríamos en su velorio.
- ¡Doctor!
- Señora, me sorprende que no pueda ver el lado positivo de la demencia que sufre su esposo.
- No puedo creer este diálogo.
- Mire, mire por la ventana. Hace un rato se creía una catarata de agua.
Ella se puso de pie y observó. Su marido colgaba de los pies desde una ventana y a través suyo podía ver como subían y bajaban peces, como si realmente allí hubiera agua.
- No... no puedo creer lo que veo.
El doctor se puso de pie y observó también.
- ¿Qué es lo que ve?
Ella le contó.
El semblante del doctor cambió. Se acercó a la mujer de Marino y le tocó la frente.
- ¡Por Dios! ¡Hierve señora! Ahora me explico como no entiende lo que le digo. ¡Y ver peces, por Dios! Está claro que ahora su esposo ha dejado de sentirse una catarata y lo que está haciendo es su versión de un murciélago. ¡Peces! ¡Por Dios, señora! Por suerte estaba acá. Los primeros síntomas son los más difíciles de detectar. Y agradezca que siempre tenemos una habitación vacía en esta institución.

2 de enero de 2014

Seis Seis Seis

Le tengo miedo a la oscuridad, pero también al resplandor del fuego. Le temo al silencio y al mismo tiempo, al sonido de los muebles que crujen en la noche. Me estremece escuchar susurros en la penumbra, cuando creo que estoy solo. Y grito de pánico cuando siento que alguien me acaricia por debajo de las sábanas, sabiendo que desde que Alicia murió, su lado está vacío.
Mi miedo es respeto.
Respeto por aquello que se mueve en las sombras, que acecha, que no vemos. Ese algo que repta por las patas de la cama, que trepa nuestro cuerpo vulnerable, que se aleja sin que nos hayamos dado cuenta.
A lo largo de mi vida he aprendido mucho sobre temas que quisiera poder olvidar. La mayor parte gracias a Lars Vendorhen, mi tío. El resto, por culpa de los demonios que él desató en mí.
Era muy niño cuando quedé bajo su tutela. Entonces me dijeron que mis padres habían sido asesinados por un maníaco, un ser malvado que había escapado del pueblo luego del atroz crimen. Supe años más tarde que no había intercedido nadie en sus muertes. Ellos, en un pacto religioso, siguiendo los dictámenes de una secta que profesaban, se habían abierto las muñecas de lado a lado con un vidrio dejándose desangrar, mientras que a una puerta de distancia, en un camastro de sábanas sucias, dormía mi inocencia ajena a todo.
Lars me crió. Si es que puede decirse tal cosa. A diferencia de otros niños de mi edad, yo no iba a la escuela. Podía ver a los infantes marchan hacia el colegio por la ventana de la antigua casa donde vivíamos. Confieso que sentía curiosidad por saber que había en esos portafolios, que llevaban, que escondían. Jamás me atreví a preguntarle a mi tío la razón por la que no podía ir. Confieso también que pocas veces me animaba a hablarle.
Mi tío vestía siempre de negro. Incluso una cicatriz en su mentón tenía ese color. Usaba anteojos de marcos gruesos y espejos oscuros. Su miraba, cuando se los quitaba, tenía la densidad de una noche tormentosa, a punto de estallar en truenos y relámpagos. Su presencia me acobardaba.
Recibía personas del pueblo en la antesala. Le traían recados escritos en papel. Algunas veces los escuchaba hablar largos minutos, pero él no pronunciaba palabra alguna. Todos, además, le dejaban dinero en un recipiente con forma de calavera que descansaba sobre una mesa al lado de la puerta.
Luego, mi tío se dirigía a su cuarto privado, donde permanecía varias horas. Se podían escuchar sonidos extraños, incluso su voz grave y gutural repitiendo frases en algún idioma extranjero. No sé que decía, pero no se detenía. Por debajo de la puerta salían olores muy fuertes y más de una vez estuve seguro de escuchar explosiones y chillidos asustados.
Por las tardes, cuando caía el sol, ponía unos cuadernos delante mío, y trataba de educarme. Así, a duras penas, aprendí a leer y escribir. Cuando tuve algunos años más, dispuso para mí todas las tareas del hogar. Terminaba por las noches rendido, repleto de polvo y telarañas. Aquella casa parecía ensuciarse cada día, como si de la noche al amanecer cada madera y cada objeto envejeciera cien años.
En mi habitación no había ventanas y mi tío trababa la puerta con un candado, para que no pudiera salir. No podía asegurarlo en aquel momento, pero estaba convencido que Lars no dormía en toda la noche. Podía sentir sus pasos, su voz espectral, cada vez que me despertaba.
Por las mañanas, al abrir los ojos, encontraba la puerta entornada, como señal que podía salir. Solía toparme con él en la cocina y a pesar de verlo cada día, verlo me trastornaba. Mi tío llevaba siempre profundas ojeras, quizá producto de su falta de sueño. Jamás me animé a preguntarle. Su piel era blanca, contrastando con sus vestimentas oscuras, con la cicatriz y sus ojos azabaches. Su andar era hipnótico, por lo sereno y medido. Pero había momentos que parecía mover sus extremidades tan rápido, que no podía comprender como hacía algunos movimientos. Siempre lo atribuí a mi imaginación. Uno se escuda en lo que no entiende para no ver la realidad.
La madrugada del incendio, yo cumplía dieciséis años. Me despertó el olor agrio del humo. Me estaba sofocando, sin darme cuenta. Me levanté a ciegas, salté de la cama, intenté vestirme y corrí hacia la puerta. Temía lo peor. Quedar atrapado allí, mientras todo se consumía en llamas. Pero el candado no estaba y de repente estaba en el pasillo. Corrí hasta chocar a mi tío, que me miró con sus ojos tenebrosos, acusándome de vaya a saber que cosa.
Solo cuando pude adaptarme al contexto, entendí lo que sucedía. El fuego se esparcía desde mi tío hacia todas partes. Se había formado una especie de círculo de llamas alrededor de él. Pero aquel cuadro no era lo espantoso. Sino lo que había más allá, en el hall principal de la casa.
Arrodillados, ardiendo en medio de gritos espantosos, decenas de niños tomados de la mano formaban una cruz, que de la misma manera que la casa, se iba consumiendo en una pesadilla de fuego resplandeciente.
Me costaba respirar. Hoy en día, cada vez que me ahogo con algo y tengo accesos de tos, recuerdo aquel momento. Creí que me asfixiaría y sucumbiría junto a todos los demás, sean quienes fueran. Pero en cambio, a pesar del horror, de sentirme paralizado, huí hacia la puerta que daba al enorme jardín delantero. Me arrojé sobre las hojas de la puerta doble, forzando su apertura. Rodé sobre las baldosas de la entrada y caí sobre el césped. La humedad del rocío reavivó aún más mi instinto de supervivencia y eché a correr. Corrí tanto que dejé atrás el pueblo con la intención de nunca más volver.
Sin embargo, terminé alojado en el loquero local, después que me encontraran visiblemente perturbado vagando en un bosque cercano. Me creyeron afectado por lo sucedido en la casa de mi tío. Me dijeron que había sido un accidente, y que me había salvado de milagro. Lars, en cambio, había fallecido en el siniestro. Jamás mencionaron a los niños ni pudieron decirme algo sobre la causa del incendio. Pero no era necesario, porque lo había visto.
Mi vida cambió en aquel lugar. Me dieron el alta varios años después y pude comenzar lo que llamaría, una vida normal. Obtuve un trabajo, me casé, tuve un hijo. Las pesadillas habían desaparecido muchísimo tiempo antes. Mi vida pasada parecía un mal recuerdo, incluso, ya olvidado. Hasta que todo comenzó otra vez.
Las voces en la noche. Los pasos fuera de la habitación, el saber que alguien observaba en la oscuridad. Temía decirle a Alicia que algo malo estaba sucediendo. Una noche despertamos por el llanto del nene. Al llegar a su cuna Alicia aulló de terror, traspasándome los tímpanos, que sangraron de inmediato.
La lámpara de la habitación se había desprendido y había caído sobre la cuna. El resultado, trágico. Yo pude ver las dentelladas en la cadena de metal que la sostenían. Yo pude escuchar las risas susurradas en medio de la noche. Alicia en cambio, solo pudo escuchar el llamado de la desolación y la locura. No lo pudo superar y se quitó la vida dos meses después. Lo hizo estando a mi lado, en la cama. Me desperté en un charco de sangre, abrazando su cuerpo helado.
Me he mudado infinidad de veces, creyendo que de esa forma dejo los demonios atrás. Pero es imposible, porque los demonios viven dentro de uno. No sé cuáles son los míos, si los de mis padres, cuyos pecados trasladaron a mi alma al dejar este mundo en un satánico rito, o los de mi tío, señor de las atrocidades, enigmática figura que adoraba deidades que desconozco. O quizá, los demonios sean propios y yo el culpable de las muertes de quienes me rodearon alguna vez.
Cuando entrecierro los ojos, me vienen al oído interno de la mente, las voces de toda mi vida, las que siempre escuché, en un tono más bajo de que lo que cualquier ser humano podría captar. Y las voces siempre dicen lo mismo, en una repetición monótona, casi infinita. Dicen "seis seis seis", se callan, lo repiten, se callan, lo repiten, se callan, lo repiten..
No me atrevo a pronunciarlo en voz alta. Puede ser un conjuro para defenderme o la llave para abrir una dimensión aún más atroz que esta realidad. Sé que son las mismas palabras que repetía mi tío en mil idiomas distintos. Lo sé, porque cada día me parezco más a él. Las ojeras, la mirada azabache, el habla ausente.
Trágicamente, mi destino es el de todos. La mayoría lo espera viviendo. Yo en cambio, no tengo motivo para vivir. Solo lo tengo para temer.
Y mi miedo, de a poco, se convertirá en la daga que me desangre. La locura que me carcoma. La fatalidad que me exorcice.


* ¡El relato celebra ser justamente el número 666 del blog! ¡Qué numerito!