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28 de septiembre de 2009

Una espina en el lago

Desde la orilla del lago veía la fogata encendida y cómo las siluetas de los chicos se contorneaban contra el fuego, mientras danzaban al compás de una melodía y voces que le llegaban muy tenuemente a través del aire fresco de la noche.
Era la última, la despedida. El campamento había sido un éxito. Podía volver tranquila, sabiendo que los niños se habían divertido.
El agua parecía tan calma en la noche que no podía evitar acercarse. Le transmitía paz. Veía el brillo de la luna reflejada en la superficie, casi como en un espejo. Sentía melancolía y por eso huía del resto. De vez en cuando volvía su mirada hacia el campamento y sonreía con sinceridad al ver como los demás disfrutaban.
Había una sorpresa para los niños, que los otros profesores de educación física prepararon durante la tarde. Una torta inmensa, que llevaron a cocinar al puesto de la guardia del parque. En cualquier momento vería por el lado del camino de tierra acercarse las luces redondas y potentes del jeep del parque y sabría que sería su momento de regresar con el resto.
Sin embargo quería quedarse allí mismo, a la orilla del lago, porque la tristeza le empañaba la noche. En realidad, toda la excursión. Desde el día que salieron, buscó los lugares más apartados para llorar en soledad. Volvía con el grupo sonriente, pero sintiendo la espina clavándole el corazón.
Odiaba sentirse así. Pensaba en él. En la noche que estaba armando el bolso para salir esa misma madrugada. Buscaba prendas íntimas que le resultaran cómodas, cuando su novio le hizo un comentario que no le gustó. ¿Cuál había sido? Ya no lo recordaba. Así eran todas las peleas. Comenzaba por algo y llegaba un momento que ninguno de los dos sabía exactamente la razón por la que habían iniciado la discusión. Pero esa noche se pelearon. Feo. Se dijeron barbaridades que jamás se habían dicho. Algunas palabras aún resonaban en su mente, como un recuerdo culpable, como un dedo hurgando una herida.
Se había ido dando un portazo, tan fuerte que escuchó como caía dentro del departamento uno de los cuadros de naturaleza muerta que colgaban en la pared del living. Caminó las cinco cuadras que la separaban del colegio llorando. Haciendo un intento casi inhumano por no gritar de bronca, de desesperación. ¿Por qué esa noche? ¿Por qué justo antes de irse?
Llegó a la puerta de la escuela, donde el colectivo ya estaba esperando para partir, secándose los ojos con un pañuelo descartable. ¿Qué le pasa profe? le habían preguntado unas niñas y ella mintió muy bien. El resfrío que alegó sanó rápido y pronto se vio juntando los bolsos y subiéndolos al transporte.
En el viaje logró olvidarse de lo sucedido. La gracia de sus colegas, la algarabía de los niños, todo se convirtió de a poco en una manta que la cubrió del frío espiritual que la invadía internamente. Pero una vez en el campamento, empezó a recordar y las lágrimas se iban filtrando, de a poco, a escondidas, en un lamento infinito que no podía parar.
La última noche y como no podía esperarse de otra forma, era todo diversión. La pena llegaría en el viaje, ya cansados, los niños se darían cuenta que estaban volviendo a sus rutinas y eso sería el disparador de quejidos y alguna que otra broma sobre no querer volver. Pero aún faltaban varias horas para regresar y sin embargo ella estaba decidida: no volvería.
No soportaría regresar, no podría sobrevivir más tiempo con la realidad que le tocaría afrontar. Miró de nuevo hacia la fogata y ahora los chicos ya no cantaban ni bailaban, sino que estaban en silencio, todos sentados. Le llegaba un débil murmullo, acompañado del sonido de los grillos, que a esa altura ya le resultaba natural. Era la hora de las historias de terror, del silencio respetuoso, de los oídos atentos escuchando a los grandes.
Pensó en su novio, en la noche que armaba el bolso y parecía todo tan distante desde aquella orilla, que era como si le sacaran una tonelada de encima de sus hombros. Dio el primer paso hacia el campamento y otra vez sintió la angustia, el dolor. Se puso a llorar, desconsolada.
Se dejó caer y abrazar por la tierra. El agua le hizo caricias, tan cálidas, tan llenas de amor, que por un momento se creyó acompañada. Los ojos se dejaron llevar por las estrellas, mientras la frescura de la noche la envolvía en una mortaja de paz infinita y el sueño avanzaba letal, mortífero, silencioso, en tanto el agua cubría sus piernas, luego su cuerpo y finalmente los brazos y rostro, oscureciendo el cabello y ocultando su belleza, sin encontrar resistencia ni nuevos lamentos.
Al día siguiente, desde temprano la guardia del parque y la policía la buscaron en cada rincón del lugar. Al atardecer encontraron su cuerpo, en el fondo del lago.
La noticia llegó al pueblo antes que lo hiciese el colectivo con los niños y profesores. Sorpresa, incredulidad, las sensaciones dejaron a todos helados. La policía local notificó a la escuela y de allí fueron al departamento de la joven, donde vivía la única persona que podía considerarse un familiar, que era su novio. Los padres y demás parientes vivían en otra provincia, muy lejos. Forzaron la puerta porque nadie contestaba. Encontraron el cuerpo del joven sobre la cama, con la garganta cortada y signos de violencia por toda la habitación. Llevaba muerto varios días.

25 de septiembre de 2009

El muerto a la cabeza

Miró la hora. Casi las ocho de la noche. Su mujer había salido y le había dejado un pollo en el horno cocinándose.
Le recalcó bien clarito, que lo cuidara, que no permitiera que se dorara de más y que fuera moviendo las papas para que no se pegaran a la fuente. "Y por favor Roberto, prestale atención, que esta noche viene tu mamá y no quiero quedar mal. Hacé una bien Roberto, por una vez en la vida" le había dicho antes de salir hasta la panadería a comprar unas masas finas.
Volvió a mirar la hora. Casi las ocho. Venía jugándole desde hacía dos días, al 47 a la cabeza en la quiniela nocturna. Tenía un pálpito que prácticamente no lo dejaba dormir. Y por cábala se hacía una escapada hasta la agencia de quiniela que le quedaba a la vuelta siempre cinco minutos antes de las ocho, es decir, cinco minutos antes de cerrar.
Pero su mujer no volvía. ¿Se habría quedado a charlar en el camino con alguna vecina? Justo esa noche tenía que demorarse. No iba a llegar. Volvió a mirar la hora en el reloj con fondo de frutas que colgaba en la pared de la cocina.
Se acercó al horno y espió el pollo. Estaba dorado, lindo y el olor que invadía la cocina era buen indicio. ¿Cuánto podía tardar en ir hasta la agencia de quiniela y volver? ¿Diez minutos? Entre que iba, jugaba el número, hablaba dos palabras con Manuel, el quinielero...
Pero... y si justo regresaba su mujer y encontraba la casa vacía. O peor aún, llegaba antes su madre y dado que nadie le abriría, se quedaría esperando afuera y ahí si, con seguridad llegaba su mujer con la escena de la suegra en la entrada y la casa vacía. Y el pollo en el horno quemándose. Seguro, seguro. Podía ponerle la firma.
El pálpito. No podía dejar de pensar en el 47. Según la tabla de los sueños, el muerto. Pero muerto iba a terminar él si dejaba el pollo solo y volvía su mujer. Volvió a mirar el reloj. Las ocho en punto. Manuel debía estar preguntándose porque no había aparecido. ¿Pensaría que lo jugué en otra agencia? No, no lo creía. La manecilla del reloj se desplazó un poco más. Ya había pasado un minuto. Manuel estaría echando llave a la puerta, bajando la persiana preparándose para partir hacia su casa.
El pálpito era fuerte. La pucha, que era fuerte. Esa noche salía el 47 seguro. Y el cuidando el pollo. ¿Y si salía ya mismo por la puerta, corría hasta la agencia como para agarrar a Manuel antes de que se fuera y jugaba la apuesta?
Si, no podía más. No lo resistía. Tomó la billetera que estaba arriba de la mesa y las llaves. El pollo podía irse al mismísimo infierno. Su madre y su mujer también. Nada iba a...
Escuchó abrirse la puerta del frente. La voz de su mujer, que según él era como el chillido de un gato al que le pisaron una pata, le llegó claramente a los oídos. Y también la de su madre. Por eso se había demorado, la había pasado a buscar. Si hubiese salido hacia la agencia cinco minutos antes habrían encontrado la casa sola y tremendo problema hubiese tenido. Las saludo y ayudó con las bolsas. Cuando miró el reloj ya era muy tarde, no había posibilidad alguna de jugar el número.
La idea del 47 no lo abandonó en toda la cena. El pollo se le atragantaba de bronca. No quiso escuchar los resultados por la radio ni ve la televisión. ¿Para qué amargarse con el 47 a la cabeza? Porque seguro que había salido el 47 a la cabeza.
Se fue su madre. Ayudó a limpiar la cocina. Y se acostó.
Por la mañana se despertó con mal humor. Había soñado con la quiniela y que Manuel le decía "que suerte la suya, qué suerte la suya" en tanto le mostraba el extracto del sorteo con un 47 enorme en el primer lugar.
Se acomodó en la mesa para desayunar. Su mujer le dejó el diario a mano. El papel estaba algo húmedo. Otra vez el pavote que hacía el reparto lo había dejado caer sobre el jardín delantero.
No quería hojearlo. Lo miró de reojo sin prestarle atención a los titulares. Solo pensaba en ir directo a la página donde estaban los resultados, pero la idea de toparse con el 47 era muy chocante. ¿Cuánto podría haber ganado? Al menos para un auto le podría haber alcanzado. Lo lindo que hubiese sido cambiar el Citroen.
Tomó el diario, metió los dedos entre las hojas del medio y lo desplegó sobre la mesa. Sus ojos buscaron lo inevitable y allí estaba el muerto.
Quedó paralizado, atónito. Dejó caer la cuchara con la que, usando la otra mano, le estaba colocando azúcar al café. Su mujer lo miró por encima de los anteojos desde el otro de la mesa.
Roberto carraspeó y se golpeó el pecho. Sentía que le faltaba el aire, de repente el diario le daba vueltas delante de su vista, lo mismo que la mesa, la taza y las galletitas. Algo cercano al desmayo parecía apoderarse de su cuerpo, pero combatió para librarse de la sensación.
Con lágrimas en los ojos volvió a fijar su vista en el diario y se llevó una mano a la boca, para reprimir el gemido que nacía desde lo más produndo de su ser. El diario decía "Asaltan agencia de quiniela y matan a su dueño. Sucedió anoche a las ocho en punto. Manuel Larrazabal murió en el acto".
Su mujer se acercó para ver que le pasaba y él la abrazó. Parecía no poder hablar, pero sus labios musitaron las primeras palabras que el cerebro le dictó: "Qué suerte que tengo mi vida, que suerte que tengo...".

22 de septiembre de 2009

El colectivo de las diez y diez

La noche se había puesto fresca, así de golpe. El viento le despeinaba los bucles, mientras caminaba casi corriendo, mirando de vez en cuando en reloj pulsera, sabiendo que si no se apuraba perdía el colectivo de las diez y diez.
Sabía que la culpa era de ella misma, la tía Esther fue, es y será siempre igual, así que no podía enojarse con la única persona que, además, la soporta por horas llorando por Miguel, la facu, el encargado del bar dónde trabaja los fines de semana, los fideos que se le pasaron al mediodía... no era culpa de Esther. Punto.
No iba a llegar, estaba segura. Si tan solo se hubiese negado al tercer café, no estaría corriendo, con el cabello al viento, como una verdadera loca, con el riesgo de pisar mal, caerse y terminar con una bota de yeso. Porque si había alguien que le pudiese pasar, era ella.
Pero no le pudo decir que no a Esther. Prácticamente se lo sirvió de prepo. Pero era tan dulce y le recordaba tanto a mamá. Después de todo, eran mellizas. Claro que un café de la tía no termina con el último sorbo, implica un largo rato de escucharla hablar. Y sin edulcorante.
Escuchaba el tic toc tic toc que hacían sus zapatos en la vereda, repiqueteando con los pasos cortos que apenas alcanzaba a dar, porque estaba con una pollerita ajustada y no podía apresurarse más. El reloj era cruel, no dejaba de avanzar. Hace su trabajo, intentaba convencerse, pero no por ello lo odiaba menos. Las diez y nueve y le quedaba una cuadra y media.
¿Llegaría en un minuto? Iba al trote, o lo más cercano que podía. Respiraba agitada y el corazón bombeaba rapidito y mucho más de lo habitual. Los bucles no dejaban de bailotear al aire. La cartera le rebotaba contra la cadera. Intentaba prestarle atención, por miedo que se le abriera y perdiera algo en el camino.
A media cuadra de la parada sintió compañía a su espalda. Alguien que también avanzaba rápidamente. Un frío le recorrió por la columna. ¿Y si querían asaltarla? Apuró aún más el paso y aguzó el oído. Si, no había dudas. Alguien avanzaba detrás. No quería voltear, no lo quería por nada del mundo. Casi no podía tragar, un nudo le estaba ganando el estómago. Tenía la esquina y la parada a la vista. Solo unos pasos más... con desolación vio pasar el colectivo de las diez y diez.
Estuvo a punto de frenarse, pero recordó las pisadas que la seguían. Prácticamente corrió los últimos metros. Llegó a la parada. Por la calle, a su derecha, podía observar con claridad la parte anterior del colectivo. El sucio ventanal trasero parecía reírse, como si se hubiese tratado de una travesura dejarla allí.
Miró de reojo hacia atrás y no vio a nadie. La parada estaba vacía. En la vereda del otro lado de la calle, había una persona echada en el piso, recostada contra la pared. Podía ser un mendigo. Volvió a sentir pasos que se acercaban, por donde ella había venido.
Un hombre apareció desde la esquina, pero las sombras de la noche ocultaban sus formas. Se quedó a unos pocos metros, apoyado contra la pared. ¿Sería el que corría detrás de ella? ¿Habría perdido también el colectivo? ¿Estaba a esa altura paranoica? No lo sabía, apenas si podía recobrar un poco de aire. Se puso una mano en el pecho: subía y bajaba, con ritmo infernal. Calma, se propuso mentalmente.
Disimuladamente se acomodó el cabello. Los rulos ya no eran tales. Parecían haber sido acosados por un huracán. Escuchó que el hombre apoyado en la pared se movía. Se arrimó entonces un poco más al cordón de la vereda.
Miró el reloj. Apenas había pasado un minuto desde que perdiera el colectivo. Hizo memoria, creía que tenía otro a las y veinte, pero no estaba segura. Podía ser a las y veinte o a las y media. Escuchó toser. Miró hacia la vereda de enfrente. No había sido el mendigo, que ya no estaba echado contra la pared, sino de pié, observándola. Sintió el frío recorrerle todo el cuerpo. Se ajustó la campera, pero sabía que no era el clima fresco lo que la molestaba.
Buscó con la vista de quién procedía la tos. Hacia su izquierda, detrás de un árbol, divisó una silueta. Escuchó de nuevo toser y supo que provenía de allí. Como confirmando sus sospechas, la figura se adelantó y pudo ver a alguien fumando detrás del árbol. ¿Otro que esperaba el colectivo?
Empezaba a tener miedo. En realidad, a confirmar que estaba asustada. Las manecillas del reloj parecían estancadas, si bien el segundero daba su caminata habitual con la prisa que lo caracterizaba. Otros pasos a su espalda. Se sobresaltó. Giró la cabeza y vio a una pareja. Acababan de llegar a la parada, estaban distantes unos metros, pero la observaban con recelo. El chico tenía un tatuaje horrible en la cara, como de una calavera. La chica tenía piercings en todo el rostro. Las miradas eran apáticas pero intimidantes.
Aprovechó que había girado a mirar, para buscar con la vista al hombre que estaba contra la pared, pero la penumbra le devolvió un vacío en ese lugar. Podía observar el afiche pegado en la pared, pero no había rastros del hombre. Respiró hondo, con dificultad. Sentía que le faltaba el aire. Enfocó su mirada hacia otra parte. Del otro lado, el mendigo estaba con un pie en la calle, como aguardando una señal para cruzar hacia donde estaba ella.
Tembló, no sabía porqué, pero sentía pánico. De reojo supo que el hombre detrás del árbol ya no estaba allí. Lo buscó frenéticamente con la vista, pero sin éxito. El mendigo había comenzado a cruzar la calle.
Se fijó en la hora, apenas cinco minutos desde que había perdido su colectivo. Observó la calle, por dónde tenía que venir su transporte y no creyó lo que veía. Llegaba un colectivo. No era el suyo, pero no le importaba en lo más mínimo.
Miró hacia atrás, la pareja seguía allí e incluso más próxima a ella. Volvió a sobresaltarse. El hombre de la penumbra estaba otra vez allí, ocultando el afiche que acababa de ver. A dos metros de este, una segunda silueta de pié fumaba expulsando el humo hacia la noche, que conjuraba en el ascenso las formas más siniestras.
Frente a ella, el mendigo estaba a punto de llegar a mitad de la calle. No lo dudó. Estiró su brazo e hizo señas al colectivo para que se detuviera. El motor acercándose le parecía el sonido más hermoso del universo. Saboreó con ganas el chillido del freno. El gran armatoste pareció crujir cuando se detuvo. Era rojo intenso, furioso. Las luces de la calle parecían no brillar en su textura metálica, como si la noche absorbiera la iluminación antes que chocara contra su superficie.
Entró casi de un salto, sin la menor intención de mirar hacia atrás. Temió por un momento que una mano la sujetara del hombro y la arrojara con violencia hacia el suelo o peor aún, la arrastrara hacia la noche. Se imaginó mil formas de morir en ese segundo que tardó en subir. Creyó que alguno de esos seres que la rodeaban en la parada se lanzaría tras ella o que incluso, intentaran abrir la puerta una vez que se hubiese cerrado. Temblaba toda, aún le costaba respirar. La piel erizara y el frío carcomiéndole cada minúscula parte de su cuerpo, daban un cuadro poco certero del pánico que se había apoderado de su mente.
Sacó el cambio de su cartera con manos temblorosas y extendió un billete. Tenía los ojos cerrados, intentando con todas sus fuerzas volver a centrar su eje. Se dio cuenta que sentía nauseas y que estaba mareada. Pero iba a tener que luchar contra ese malestar. Ya estaba a salvo, había subido al colectivo rojo. El salvador colectivo rojo.
Solo cuando abrió los ojos para recibir el vuelto, contempló con estupor la verdosa mano que le soltaba sobre su palma extendida una moneda de veinticinco y otra de diez centavos. "Su vuelto señorita" escuchó decir de una voz que lejos estaba de ser humana, mientras sus ojos se posaban absortos y poseídos sobre los pasajeros de ese coche. Rostros pálidos y desencajados, algunos con viscosidades derramándose de poros inmundos, otros con gusanos recorriéndoles las extremidades. Colgados del techo, cientos de vampiros chillaban al unísono y al fondo del pasillo un grupo de seres de dos cabezas revolvían un viejo y enorme caldero, del cual provenían los gritos más aterradores que se pudiesen imaginar. Y próxima a ella, señalándole con un dedo muy largo el asiento vacío a su lado, una mujer de verrugas horrendas y ojos violáceos la invitaba a sentarse, mientras le alcanzaba con la mano libre otra taza de café.

18 de septiembre de 2009

Presentación de "Cantares de la Incordura"

No es común una entrada en el blog que no pertenezca al género de la ficción, pero la excusa en esta ocasión tiene relación a la presentación del pasado miércoles en Editorial Dunken (Ayacucho 357, Capital Federal) de la antología de cuentos "Cantares de la Incordura".
Para alegría de quién escribe, el cuento "Su última sonrisa", que escribí en el año 2002, fue seleccionado para formar parte de la antología, una de las tres que la editorial realiza por año, a lo largo del cual reciben alrededor de tres mil escritos para ser evaluados.
El evento, realizado en las instalaciones de Dunken, contó con la presencia de muchos de los autores seleccionados, acompañados de familiares y amigos. La presentación fue conducida por el escritor Cesar Melis, conjuntamente con Adriana Guerrero Medina, la joven escritora venezolana a cargo de la tarea de seleccionar a los textos que conformaron el libro.
El libro tiene cerca de doscientas páginas y contiene las historias relatadas por un centenar de autores argentinos, de distintos puntos del país. En la presentación, algunos de estos relatos fueron narrados por Cesar Melis.
El hecho de haber sido seleccionado para integrar esta antología es sin lugar a dudas una gran alegría personal y me alienta a seguir escribiendo, tanto como la recepción que a diario encuentro en los comentarios de mis escritos en este blog.
Pero mi alegría fue aún mayor al poder compartir este momento con dos personajes que conocí a través del blog, como Felipe Ricardo Avila y Martín Gardella. Con Felipe compartimos (junto a mi hermano, que me acompañó a la presentación) por la tarde un café y una grata charla sobre el oficio, la historieta, la literatura, y otros tantos temas que ahora se me escapan, pero que nos acercaron ante todo como amigos. Y luego pude contar con su presencia en las instalaciones de Dunken.
La presencia de Martín fue una sorpresa muy linda. Se me acercó cuando había terminado el acto de entrega de diplomas y me dijo con una enorme sonrisa "felicitaciones Ernesto, soy Martín". Haciendo un gran esfuerzo, porque tenía que estar dando clases en esos momentos, Martín se hizo ese tiempo que a veces nos privamos, para poder acompañarme y eso lo valoro enormemente. Breve, pero feliz, fue la charla que los tres mantuvimos, compartiendo esa felicidad de conocernos tras un largo tiempo de contacto virtual. Ambos compraron el libro, otro gesto que merece mi agradecimiento.
Un miércoles distinto. Cálido humanamente. Inolvidable.
Quería compartir con todos los que siguen el blog parte de lo que sentí y algunas de las imágenes que me traje de este viaje.
En estos días volveré al ruedo con más cuentos, que espero, les sigan gustando y generando sensaciones que hagan de volver al blog, una rutina placentera.
Un abrazo a todos.


Página de la Editorial
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Rebrote: Pensar la historieta
Una pequeña idea así de grande
Alegría del hacer

Blog de Martín Gardella
El living sin tiempo

13 de septiembre de 2009

Bandera a cuadros

Mucho viento. Las ráfagas violentaban el circuito. Las banderas ondulaban alocadamente, mientras el público evitaba el contacto de frente. En la pista, los autos eran flechas disparadas a más de doscientos cincuenta kilómetros por hora.
El sonido de los motores se perdía por momentos llevado por el viento, pero cuando se hacía audible, atronaba con gusto en los oídos de los espectadores.
Era final de temporada y las tensiones se disimulaban con la adrenalina que se vivía en cada rincón. En los boxes los mecánicos y demás integrantes de los equipos vivían cada metro como si fuera el último. En las tribunas la gente no ocultaba sus pasiones, haciendo rugir sus gargantas alentando a pilotos y marcas.
Los banderilleros estaban atentos en cada curva, observando la posibilidad de un choque, la necesidad de una bandera que pudiera evitar mayores problemas. Eran espectadores de la desgracia, que por supuesto, no deseaban su presencia.
Pero la velocidad era reina de la escena, sin contratiempos, sin accidentes. Las revoluciones a pleno, el buen manejo y la adrenalina de un final tan esperado. Los nervios estaban presentes, sin dudas, pero la concentración de cada piloto era total. Nadie quería quedarse fuera de la carrera, todos evitaban los roces, aunque sin dejar de arriesgar.
El viento movía los autos, jugaba con ellos, mientras se lanzaban en las rectas a casi trescientos kilómetros por hora. Pero las manos en los volantes se volvían imperturbables. La decisión, el coraje, la temeridad y pericia, conjugadas para levantar de los asientos a los presentes, motivándolos a no dejar de gritar, de alentar, de sentirse piel y carne de cada coche, de cada piloto…
La última vuelta, la tan ansiada, la que define un año. Los dos primeros del campeonato palmo a palmo, pugnando en pista la celebración más importante. El acelerador a fondo en la recta, el rebaje antes de la curva, el volante firme y el cuerpo casi inclinado para llevar el coche. El público es un solo infarto, una masa uniforme que difiere en sentimientos pero que se limita a las mismas acciones. Los dos vehículos giran en esa última curva a la par, a una velocidad que hace de la maniobra una obra de arte, un momento irrepetible, más de uno quisiera inmortalizar el momento, encuadrar la escena, detener el tiempo.
Los coches salen de la curva disparados sin el más mínimo roce, sosteniendo la batalla en velocidad, ya en la recta final, con las gomas chirriando, el motor en su máximo esplendor, las miradas puestas solo hacia delante, el viento golpeando ahora de frente, sin poder detener esas máquinas colosales que avanzan hacia la gloria… y el público, que ya estaba de pié, que salta en sus lugares, que se toma la cabeza, abriendo los ojos, la boca, gritando… gritando con fuerza aquellos que no caen desmayados, horrorizados los que no encuentran el aire suficiente en sus pulmones, llorando unos, tapándose los ojos otros…
Y en la pista, los dos autos que aceleran, que solo tienen la mirada puesta en la meta, avanzando a la par, casi tocándose, echando chispas, rugiendo con estrépito, decididos a dar todo.
En las tribunas el infarto es masivo. En los boxes, pocos creen lo que están viendo. El banderillero está tan absorto que ni ha levantado la bandera a cuadros. Los coches aceleran sin tregua y no les importa nada. Ni siquiera la niñita que se ha cruzado en la recta principal y sentada sobre el pavimento, con el cabello revuelto por el viento, se ha puesto a dibujar con una tiza enormes árboles y un sol de sonrisa envidiable.

10 de septiembre de 2009

Carta ante una muerte inevitable

No se si la distancia podrá negarme esa caricia al despertar o relegar tu sonrisa al olvido. Puede que si, pero con sinceridad te lo digo, no lo se.
Quizá el tiempo ayude a borrar las huellas que el andar de nuestras vida fue dejando en los caminos que recorrimos juntos, muchas veces de la mano, otras distanciados, pero en todo momento, mirando hacia el mismo lado. Por mi parte, no lo ayudaré.
Me han querido convencer que al irte se romperá lo que teníamos, ese contrato silencioso que se pacta desde mucho antes del primer beso, con el primer cruce de miradas, las primeras sonrisas tontas que hoy ya se perdieron en la memoria. Mi vida quedará a merced del destino, de lo que imponga. Pero ese lazo, no morirá.
Mi mente vagará hacia tus ojos cuando lo necesite, escuchará tu voz en los momentos de ánimo y sentirá tus suaves manos cuando la soledad la agobie. Mi mente seguirá siendo tu esclavo.
Recrearé el pasado cuando el presente me atormente y dude del futuro. Te traeré a la vida cada vez que me sienta perdido, pues serás mi brújula, mi eje, mi punto de partida cada vez que decida volver a empezar.
No dejaré de llorar por lo que no podrá ser, pero tampoco de sonreír por lo que fue y todo aquello que disfrutamos. No toleraré que los años me obliguen a perder detalles del ayer. Volcaré lo vivido en cientos de hojas, con pulso firme y decidido, con letra grande y prolija, como la que usabas en aquellas viejas cartas de amor que tanto esperaba, acostado en mi habitación.
Todo eso mi amor te prometo para el día que no estés, para cuando llegue el momento de arrojar contra el viento las cenizas de tu ser, evitando que el polvo se mezcle con las lágrimas que seguramente dejaré caer.
Y con ese dolor carcomiendo mis horas, evitaré volver a creer en el amor, porque teniendo presente todo lo que te amé, soportaré guardar en mi mente que inevitablemente tuve que dejarlo correr. Porque la pena me embarga, me hiere, me obliga. Es que al descubrir que ya mi identidad no es secreto para ti, que la palabra sicario duele a tus oídos y sentir, no puedo menos que hacer lo que se hacer para sobrevivir.
¿A quién culparé por haberme animado a querer, cuando solo la muerte sé comprender? ¿A quién señalaré con recelo, a la hora de encontrarle sentido a la soledad a la que me condeno?
No te pediré comprensión ni mucho menos perdón cuando la hora nos llegue. Moriremos los dos en el mismo disparo. Y si tan solo escribo estas líneas, es para no olvidar lo que debo hacer, porque me duele cada verdad revelada, cada flor marchita en este jardín de tormentos que se avecina. Jamás leerás estas líneas, pero son mi juramento, mi forma de torturarme por lo que en unas horas habré hecho.
Es mi carta de despedida, dirigida a mi propia condena, a la realidad que no quise ver hace tiempo cuando elegí el lado de la vereda.

6 de septiembre de 2009

Brecha, resquicio... hendidura?

Cuando vi la brecha por primera vez, pensé en que era una mancha en la pared, porque claro, la pared me quedaba de fondo. Pero al acercarme para saber si era una rajadura o humedad, la brecha se movió y recién allí noté que no estaba donde había pensado.
Ahora bien, si quisiera aplicar todo lo que he estudiado en física en el colegio para explicar la existencia de la brecha en el living de mi casa, no podría. Al menos no con las simples enseñanzas recibidas. Puede que llamando a un físico especializado en cuántica u otra rama avanzada.
El tema es que llamé de inmediato a Isabelle, mi novia. Bien, mi ex novia. Cortamos hace un año y medio. El punto es que la llamé, porque ella trabaja en la universidad. Me dijo hace dos horas que ubicaría al jefe de cátedra de física y tomaría el primer taxi que viera para llegar a mi casa. Y de paso, me anunció, se llevaría los cinco cds de Arjona que había olvidado en ocasión de la ruptura y bla bla bla, que aprovechando el momento, arrojó sobre la mesa.
Colgué el teléfono y me senté en el sillón verde. El feo, el que no le gusta a nadie. Voy a hacer el intento de explicarles lo que desde allí, junto a mis ojos y mi cerebro, que debo reconocer, no es muy práctico y mucho menos, rápido, pude observar. Es decir, son mis apreciaciones, que no condicen seguramente con la realidad, y hablan en primera instancia de una brecha.
Les voy a ser sincero, me quedaba a mano un diccionario y busqué brecha y tampoco se ajusta a lo que estaba viendo. Verán, en el diccionario figura brecha como "rotura o abertura irregular, especialmente en una pared o muralla" o bien, "resquicio por donde algo empieza a perder su seguridad". Como les dije, esto no estaba en la pared, por eso me gustó más lo de resquicio. Además rima con hospicio y a esa altura, bien podría haberme internado en uno.
A ver, abran la mente. Hagamos un ejercicio mental. Imaginen un living. Uno cualquiera, no tiene que ser el mío. No hay razón para que ustedes tengan también un sillón verde. ¿Ya está? Bueno, imaginen una pared blanca. Si, ya se, van a imaginarse cuatro paredes blancas, pero en este caso enfoquémosnos en una sola. La más alejada. Desde donde están, ven una brecha. Digamos que es una brecha porque parece que está en la pared.
Bien, de pronto nos damos cuenta que en realidad no está en la pared. Dónde, se preguntarán. Imaginenlá en el aire. Si, en el aire, a un metro de la pared. Flotando. Una brecha, o un resquicio (ahora que flota, resquicio suena mejor o no?) a un metro de la pared, digamos que a unos setenta centímetros del techo y lejos de las paredes laterales.
Nos acercamos y vemos que si nos ponemos en diagonal, la seguimos viendo, pero sesgada. Como si se tratara de un objeto flotante, pero con forma de brecha y función de brecha. Claro, función porque podemos ver que hay algo del otro lado. Es algo angosta, mucho no se puede ver, pero en los seis centímetros de la parte más ancha, si me asomo, veo otra habitación.
Es otra, estoy seguro. Mis paredes y las que ustedes se están imaginando, son blancas. Puede que ustedes le hayan colgado algún que otro cuadro, cada uno hace de su pared lo que quiera, pero en la mía no hay nada y por la brecha no solo es de otro color (¡lila!) sino que además tiene un cuadro de una isla con chicas tomando sol. Justamente me llamó la atención eso, la isla, claro.
Pero si rodeo del todo la brecha, es decir, busco su parte de atrás, porque doy por hecho que la que observaba sentado en mi sillón verde, el feo, el que a nadie le gusta, era la de adelante, el resquicio desaparece.
Entonces me pongo adelante y aparece. Me voy del otro lado y ya no está. Lo repito y siempre es el mismo resultado. ¿La brecha es unilateral? No viene al caso. El tema es, que algo raro apareció en mi living. Y no es algo de todos los días. Mi living es normal, salvo para algunos el detalle del sillón verde.
Ahora bien, se justifica entonces que haya llamado a mi ex novia. Y se justifica que se hagan un viaje de casi setenta kilómetros en taxi con el profesor de ciencias que conoce.
Ustedes están esperando el pero. Ya se, porque siempre hay un pero. Claro que el de este caso es muy, pero muy extraño. ¿Más extraño que la brecha me dirán? Si, más extraño.
Hace diez minutos, es decir, segundos antes que comenzara a relatarles esta historia (porque quizá, ahora que lo pienso, necesitaba de alguien que me creyera y me apoyara) algo se movió del otro lado de la brecha. Primero vi una sombra, después un rostro con bigotes. El rostro me observó como si fuera cosa de todos los días, me guiñó el ojo y me señaló el resquicio: "Un pelotazo, pero ya lo arreglo". Y vi como el hombre de bigotes pasaba un fratacho por la hendidura hasta cubrirla totalmente. Y al cabo de unos minutos, desapareció.
Volví al sillón, incluso intenté ponerme en la misma posición que estaba antes, pero no había nada flotando. Ni brecha, ni resquicio. Me acerqué al lugar, moví las manos por el aire. Nada. Ni una sola sensación extraña. Aire. Nada más que aire.
Si mi reloj no me engaña, ya está por llegar mi ex novia, con el profesor que conoce. Y ahora qué les digo. No me van a creer. Ustedes si, porque son piolas. ¿Pero mi ex y un desconocido? Estoy pensando en esconder las botellas de vino que tengo y la de coñac que está en la mesita ratona, al menos para que no piensen que soy de tomar.
Pero lo peor de todo no es eso. Estoy seguro que se me arma. No por haberlos hecho venir desde lejos por una brecha flotante que ahora ya no está más porque un hombre con bigotes la arregló desde el otro lado.
No. Lo peor es que los cds de Arjona los tiré de bronca a la basura hace un año y medio. Pero con tremenda brecha en el living y sabiendo que era la única que podía ayudarme, como carajo se lo iba a decir antes por teléfono.


Imperdible aporte de Sergio Alvarez
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3 de septiembre de 2009

Un mal presagio

Se despertó con gusto amargo en la boca. Una sensación extraña, como de un mal presagio rondándole. La persiana estaba levantada y el sol penetraba con fuerza, obligándole a cerrar los ojos. El lado de su esposa estaba vacío. ¿Dónde ha ido? ¿Acaso era domingo y había ido a llevar a los chicos a la misa?
No se molestó en buscar calzado. Prefería sentir el frío del porcelanato bajo sus pies. Fue hasta el baño y se miró al espejo. Todavía podía llamar la atención de las mujeres, no le quedaban dudas. Le sonrío a su imagen. Se mojó la cara. Se había levantado bien, no sentía cansancio. Si no fuera por ese sabor difícil de describir, ese no se qué... en fin, se dijo y volvió a mojarse el rostro.
Buscó sin éxito el cepillo de dientes. Le pegó un grito a su mujer, después recordó que no estaba. Tampoco encontró la espuma de afeitar. Gruñó por lo bajo. Si no fuera por esa sensación particular que lo preocupaba, ya se habría puesto de mal humor.
En la cocina encontró todo limpio. Si habían ido a la iglesia, entonces se habían levantado temprano, con tiempo incluso de limpiar las tazas y la mesa. Se preparó un café. Pero apenas probó un sorbo. Horrible de sabor.
¿Qué hora era? Pasadas las diez de la mañana. Bueno, sería domingo entonces. Puso la tele, esperando ver alguna carrera de autos o algún partido de fútbol. Nada de eso en los canales deportivos. Bueno, se dijo, un domingo aburrido. Apagó la tele.
Se asomó al patio. Miró por encima del cerco de madera que separaba la casa con la de su vecino. El viejo Ramírez no estaba sentado en su reposera, como todas las mañanas. Cómo envidiaba a Ramírez, jubilado de la prefectura, con un buen sueldo y todo el día para no hacer nada. Raro que no estuviera allí.
El mal presagio volvía a rondarle las ideas. ¿Pero de qué? ¿Por qué en realidad? Un día bárbaro, a pleno sol. Su mujer en la iglesia, con los chicos...
El auto estaba en la cochera. ¿Su mujer se había ido caminando a misa? No, era imposible. Iban a la catedral, al centro. Se acercó al coche. ¡No! ¡Por Dios! Tremendo golpe le dieron. Claro, ahora entendía. Su mujer lo había utilizado seguramente a la noche y lo había chocado contra un árbol o algo y por eso ni lo llamó a la mañana ni se fue en el auto. Con lo qué sale reparar una abolladura.
Algo no le cerraba de todas formas. ¿Por qué no le avisó que lo había chocado? Bueno, si, la única vez que lo había rayado y sin querer con la puerta del garaje él la había retado fuertemente y delante de los niños. Pero podría haberle dicho, al menos eso.
¿Era eso el presagio? ¿El auto chocado? Algo le decía que no. Pero dejó de lado el asunto. Si era domingo, podría invitar a su hermano a comer un asado. No recordaba tener planes ni que su mujer le dijera que venía alguien a almorzar. Y apenas eran las diez, tenía tiempo para comprar la carne, el carbón... se fijó en el número que había marcado y si, era el de la casa de Alberto. Pero llamaba y no atendía nadie. ¿Lo molestaría al celular? No, mejor no. Vaya a saber Dios dónde pasó la noche. Si no estaba en casa, es que estaba durmiendo en otra parte. Seguro.
O, pensó, está en lo de mamá. Aunque difícil que el chancho vuele, se decía mientras terminaba de marcar el teléfono de la casa de sus padres. Siempre les hacía un chiste cuando atendían, aprovechando tanto que mamá como papá eran un poco sordos. Pero el teléfono llamó y llamó y nadie contestó.
¿Pero qué pasa hoy? El mal presagio volvía a instalarse en su mente. ¿Es una coincidencia que no hay nadie en casa, ni que tampoco le contestara su hermano ni si madre? pensaba mientras recordaba que tampoco el viejo Ramírez estaba en su reposera en el patio. Aunque en realidad, que le importaba a él el viejo Ramírez. Pero era otra arista en el enigma mañanero le ponía delante de los ojos de su pensamiento.
Si no se hubiese levantado con esa sensación, se echaría en el sofá hasta que su mujer llegara y los críos le treparan encima, sacándolo con seguridad de la mejor parte del sueño... pero no se podía sacar de la cabeza esa mala espina que lo atravesaba como un puñal.
Estaba inquieto. Se movía impaciente por la casa. Salía al patio, volvía dentro. ¿Llamaba a su mujer? ¿Y si se preocupaba después ella? Pero ¿y si le había pasado algo? ¿O a los chicos?
Tomó el teléfono. Buscó en la agenda de tapa verde que siempre estaba sobre la pequeña mesa junto a las guías telefónicas y marcó el número de celular de su mujer. Llamó varias veces y apareció la casilla de mensajes. Cortó.
Iba a desistir, pero siguió un impulso y oprimió la tecla de rellamada. Escuchó el sonido del marcado. Los trece números eran eternos. ¿Tienen que ser trece? pensó ya fuera de si. Sonó una vez, dos veces

- ¿Hola quién habla? dijo una voz nerviosa de mujer.
- Mi amor, por fin, mirá no es nada, solo...
- ¿Quién habla?
- Soy yo corazón, pero no te preocu...
- ¿¡QUIEN HABLA!?
- Enrique, quién va a hablar. Qué te pasa. ¿Dónde estás?
- No. No sos vos.
- Amor, dónde estás.
- Enrique... estoy en tu entierro.

El presagio. La ficha cayó al instante. Escuchó el sonido del teléfono al caer al suelo. Ahora lo tenía todo tan claro, el accidente, el choque con el auto. Pero cómo se había olvidado! Siempre había sido distraído, pero hasta ese punto...
Empezó a temblar. No quería estar en la piel de su mujer en ese momento. Por Dios. Si hay algo que los muertos no pueden olvidarse, es justamente que han muerto. Levantó del piso el teléfono y lo dejó en su lugar. Mientras se marchaba raudamente escuchó el aparato sonar. Pero dejó que el sonido repiqueteara en la habitación. No se atrevía a levantar el teléfono para decirle a su esposa que había cometido un error y había vuelto sin querer.
Bastante explicaciones debería dar de seguro, ni bien regresara al más allá.