Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

30 de diciembre de 2016

Postales de fin de año

Quiero contarles del viejo Kirby y su perro Fantoche, personajes que a diario me cruzo por las calles de la ciudad y que sin embargo no conozco. Incluso sus nombres, estos que les estoy diciendo, no son sus nombres. Porque también me son desconocidos. Pero en mi mente, cuando los veo, así se llaman.
Kirby es como todos los Kirby del mundo. Solitario, harapiento, sin un aseo en meses o años, el último obtenido con suerte en algún hospital durante una visita trasnochada tras varios tetra brik de pocos pesos y muchas sonrisas. Con más huecos en su boca que dientes, aliento a abandono y tristeza, ojos marchitos que no ven ni comprenden, labios lastimados de no comer, encías roídas por el aire y las bacterias y gruñidos en lugar de palabras, balbuceos en lugar de oraciones. Y algo así como "¡Acho!" al llamar a su perro, aunque tampoco es Acho y tampoco sé si está llamando a su perro.
Pareciera que fuera a quebrarse en dos a la altura de sus rodillas cuando camina. Es casi un presagio del destino común que todos tenemos. Un esqueleto ambulante, que no mendiga para sobrevivir, sino para seguir muerto. Pero Kirby está vivo, y para muchos, ese es su error. ¡Vaya coraje el del viejo mal parido de recordarnos cómo tarde o temprano terminaremos! Muchos se cruzan a la vereda contraria no solo para no olerlo, sino para no reconocer el rostro propio en el ajeno.
El sol de la mañana en días despejados se entretiene con el viejo. Dispara en forma de sombras su cabello hacia todos los puntos cardinales, tan duro como un rosal en invierno, incluso con más espinas. Kirby se mueve y a la par lo sigue ese dibujo caprichoso, casi como una maldición. Pero él no se percata. Nadie lo hace en realidad. Es un objeto de burla, un desafío para quiénes quieren una selfie osada, una tomada de pelo, un insulto a la vista.
Kirby no sabe de gobiernos, ni de política, militantes, promesas o sobornos. Es probable que jamás haya votado. O incluso que tenga un DNI. ¿Entonces el viejo no es parte del pueblo? Lo es, pero lo ignora. Y no le importa. Tampoco paga impuestos y por suerte, aún no hay impuestos para el que solo necesita respirar. Un vago, dicen algunos, mientras compran artículos caros hechos por chinos que ganan dos mangos la hora. Un mantenido por la sociedad, aventuran otros, que mientras se pasean en auto están pensando en cómo evadir lo máximo posible en la próxima declaración jurada. Un pobre hombre, se lamentan personas con cruces y estampitas, dándole vuelta la cara y rezando para no caer en la misma desgracia.
¿Dónde duerme? ¿Con qué se alimenta? ¿Dónde está cuando no está? ¿Alguien lo asiste? ¿Alguien se ha ofrecido a cuidarlo? ¿Acaso yo lo he hecho? Ninguno de nosotros ayuda al pobre Kirby. Por suerte hay campañas online para donar y ayudar a otros Kirby en el mundo. Hay fundaciones y organismos para eso. Incluso los cajeros automáticos nos preguntan si queremos ser solidarios con nuestro dinero. Nos llegan correos electrónicos para que firmemos decenas de proyectos de personas con buen corazón. Firmamos algunos, reenviamos otros, ignoramos otros tantos. Lo hacemos a las apuradas, para poder llegar a los correos que nos importan, que nos traen ofertas de último momento. Ofertas en las que tampoco podemos detenernos mucho, sobre todo si queremos ver que publicaron en twitter o en facebook. Porque se publica mucho, a toda hora. Y se opina. Y cada contacto que uno tiene es un filósofo moderno y su verdad es la verdad, no hay otra. Y la verdad de uno, supera a la verdad del otro. Como hacen los políticos, que juegan a ver quién la tiene más larga con el dinero de la gente.
Y entonces, sin que Kirby lo sepa, los de un bando insultan al otro bando, y el otro bando, insulta al primero. Se sacan los ojos con palabras, todo desde la impunidad de una pantalla, bien a lo guapo, faca en mano que ahora es un mouse, pero mouse al fin. Y ojo, que yo la tengo más larga. Y mi verdad es la verdad, no la tuya. La tuya es una mentira.
Y yo admiro a Chomsky, ese octogenario lingüista, cuya lucidez dijo hace poco que en realidad la verdad ya no importa. Es suficiente con hacerle creer a la gente algo. Y distraerla. Como se distrae a un chico para robarle un juguete. Igual. Casi lo mismo. Mientras tanto, Kirby cruza las calles mirando hacia el piso, con tics en cada movimiento, absorto de todo, incluso de los que le tocan bocina para que se apure, porque para él no hay colores en el semáforo, ni semáforo mismo.
Detrás, siempre cerca, trota Fantoche. Una cruza de galgo con algo más. Indefinible, pero fiel. Siempre pegado al viejo harapiento, sin pedir nada a cambio. Y es literal. Porque de Kirby no puede esperar sobras, mimos, palabras de afecto, nada. No creo que porque no las tenga, sino porque a lo largo de su vida, se las han robado. Fantoche ni siquiera lo sigue por amor. Es porque se siente parte del viejo. Cosa extraña la pertenencia. Pertenecer a algo, a alguien. A un país, a una ideología, a una camiseta. Todos pertenecemos a algo. Salvo que ninguno tiene la lealtad. Es algo en extinción.
Hoy pensamos de una forma y mañana de otra. Aunque lo de pensar es relativo. En los tiempos que corren, otros piensan por uno. Marketing que le dicen. Y uno repite. Es un lorito. La tecnología nos ha convertido en loritos. Somos loritos ingenuos. Hasta nos cortan la cola para que no nos volemos. Y estamos enjaulados desde hace algunos años. Yo vivo enjaulado. Tengo rejas en todas partes. Para sentirme seguro. Hasta a las plazas y parques han comenzado a ponerles rejas. Para que sean espacios seguros. Nosotros tras las rejas y los delincuentes sueltos. En las calles, en las fuerzas de seguridad, en los gobiernos. Y nosotros presos de la realidad.
Vaya paradoja. Kirby y Fantoche son libres. Sucios, hambrientos, pero libres. Sin ataduras. Porque no hay nada a cambio entre uno y el otro. Solo ese sentido de pertenencia, del que en todo caso, Kirby es inocente. No tienen ideologías. Solo sobreviven. ¿Son anarquistas y no lo saben? Sufren el rechazo y no están al tanto. ¿Son acaso discriminados y lo ignoran? ¿Alguien debería denunciar que son víctimas de abusos verbales? ¿Existe algún género para la violencia que sufren? ¿El desamparado es plausible de condena? ¿O deberían ir presos, uno a la cárcel y el otro a la perrera, por el simple hecho de desencajar? Afean las calles con su maloliente caminar, ponen en peligro a los conductores responsables de la ciudad, asustan a los nenes y nenas que se animan a pasear solitos por las veredas. Los Kirby del mundo hacen eso y cosas peores. Sin dudas que sí. ¿De otro modo, cómo explicar su conducta? ¿Su alienación?
¿Qué difícil es convivir con estas clases sociales, no? Se escuchan chistes racistas y muchos ríen. Se amparan en el humor. ¿Qué humor? ¿El que enmascara la verdad? ¡Cierto! La verdad ya no importa. Entonces, no trabajemos. ¡Seamos gobierno! ¡Llenemos de dinero nuestros bolsillos en nombre de la patria! ¡Hagamos amiguismo mientras podamos! ¡Descansemos de no trabajar! ¡Pongamos rostros adustos de haberlo hecho! Y exprimamos, así, fuerte, fuerte. Exprimamos a todos los que podamos. A los que nos votan y a los que no. A los que tienen nuestros colores y a los que no. ¡Total somos todos de una misma clase! Y cuando nos vayamos nosotros, vendrán ellos. Y cuando ellos se vayan, volveremos nosotros. La calesita del poder pero sin sortija. Aquí solo gana la banca. Y se apuestan nuestro futuro.
Pienso en Kirby y no puedo más que admirarlo. Como en esas películas, donde el final nos deja pata para arribas, con una revelación que nunca nos imaginábamos. Lo veo en mi mente, ahora mientras escribo, caminando con su paso quebradizo y la sombra por detrás, con esos pinchos oscuros que se alargan y se achican según la hora del día, y al perro Fantoche, su aliado existencial, y no puedo hacer otra cosa que reír a carcajadas. Estoy riendo a carcajadas. Porque me cuesta creer que Kirby y Fantoche ignoren todo lo que pasa alrededor y entonces lo comprendo. ¡Ellos saben! ¡Ellos son los que se ríen de nosotros! Y entre sonrisas y mensajes ocultos, cuando sus ojos se cruzan, mientras algunos les tocan bocina, otros se llenan la boca de insultos, y muchos se cambian de vereda, ellos nos llaman imbéciles, marionetas del capitalismo, esclavos ignorantes de los gobiernos de turno, moneda de cambio de los grandes empresarios, pequeños despojos repletos de miseria y soberbia que nos nubla la vista y la razón, estúpidos adoradores de promesas paganas, incautos perejiles que aceptan espejitos de colores y a cambio de nada. O sí. De trabajar para sobrevivir, de vivir para trabajar, de ganar dinero para pagar impuestos para poder seguir viviendo con el fin de sobrevivir y así poder trabajar para que la rueda siga girando, una y otra vez, sin importar la mano que la hace girar, indefinidamente, desde tiempos inmemoriales, desde que la humanidad es humanidad y se ha dejado oprimir por el poder, por el miedo, por la falta de unión y lealtad.
A la par de la rueda, caminan los Kirbys y Fantoches del mundo.
Por ellos brindaré este año nuevo y cada día de mi vida. Por esos fantasmas que hemos creado y que sin embargo, lo representan todo.

26 de diciembre de 2016

El hombre sin pic nic

Fue culpa de la lluvia. Él tenía todo preparado para salir, la canasta, el pan de miga, fiambre, queso, el tomate ya cortado en rodajas, varias latas de gaseosa en una heladera portátil, y en un estuche recubierto de fieltro rojo, el anillo que pensaba darle esa tarde.
Tenía todo, incluso el coraje necesario, que por meses había estado juntando, a veces más decidido, otras veces dubitativo. Suspiró delante del espejo y se peinó una vez más. No le gustaba como se veía su cabello. Habían sido días de mucha humedad. Por suerte Mozart sonando fuerte en su equipo de música relajaban su palpitante corazón. Cambió de dirección el flequillo más de una vez.
Creyó al fin que cada detalle estaba en su lugar. Pero no escuchó los truenos, ni el viento azotar las persianas. Ni siquiera reparó en las gotas que desgarraban el vidrio de la ventana de su habitación. Mucho menos, se detuvo en el led titilando en su teléfono celular. Su cabeza solo estaba puesta en ella y en nada más.
Entonces, canasta en mano, metió el celular en el bolsillo, apagó la música y abrió la puerta de calle.
La tempestad cayó de lleno sobre su ser. No solo el viento, la lluvia, los relámpagos y la correntada de agua viajando hacia el este sobre la calle que lo vio crecer. Sino también en forma de patrullero policial, luces encendidas y dos oficiales uniformados resignados de golpear sin ser atendidos que al escuchar la puerta giraron sobre sus talones y quedaron cara a cara con el hombre bien vestido, mejor peinado, preparado para un pic nic poco sensato en una tarde del infierno.
Pronunciaron su nombre, en ese tono que solo espera un sí o un no por respuesta. Él vaciló y afirmó sin palabras. Entonces mencionaron el otro nombre. El que estaba grabado en el lado interior de aquella circunferencia hecha de oro, escondida en la oscuridad de una pequeña caja recubierta de fieltro rojo, dentro del bolsillo interno de su saco.
La lluvia, imprevista, fría, hiriente con sus nubarrones oscuros y sus garfios de luz que se clavan en los sentidos como puñales de un dios enfurecido. La lluvia y sus malas noticias, esas que no tienen vuelta atrás.
Y sobre la calle, el manantial de agua arrastra hojas, botellas y mil penurias más, como un desbocado torrente sanguíneo, mientras seres impasibles observan sin ton ni son a través de sus ventanas, observando a la naturaleza, siempre tan salvaje, audaz, lapidaria. Seres que esperan que la lluvia termine. Que los truenos cesen. Que solo sean un eco en el pasado. Seres que esperan, condenados por la naturaleza, su hora.
La canasta caída de lado. El hombre, ya sin coraje, de rodillas en el suelo. Su cabello empapado, igual que su rostro, aunque los surcos de agua que lo atraviesan son salados, porque salado es el sabor del dolor. Un relámpago lo fotografía para la eternidad. El hombre sin pic nic. Arrasado por el vendaval. Rendido ante la vida. Asaltado por la muerte. En una tarde soñada. Arruinada. Por la lluvia.

3 de diciembre de 2016

El ventanal

Tiene miedo. Se le nota a la distancia. Me mira desde atrás del árbol, tratando de discernir sobre si me he percatado de él o no. Supongo que supone que lo he hecho. Por eso teme. Porque es probable que sepa que estoy esperando el más mínimo error que lo delate. Lo he visto sin mirarlo. Al menos, no directamente. Vi su reflejo a través de una ventana. Ahora mismo, sentado en la reposera, le estoy dando la espalda. Pero mis ojos lo observan, sin observarlo. Veo su imagen, no tan nítida, pero clara. El ventanal da a la cocina y una de las hojas está abierta. Sin embargo, la otra es justo la que refleja el árbol. Y detrás, al niño.
Dejo de mirarlo. En cambio, miro alrededor, al menos, lo que mi vista alcanza a divisar. Una piscina ornamentada con piedras a los costados, varias reposeras plásticas, sombrillas, un par de mesas bajas y mujeres, muchas y para todos los gustos: rubias, morochas, pelirrojas. Algunas en el agua, otras tomando sol, varias bebiendo cócteles helados que sirven otras mujeres, con tan poca ropa encima como mis amigas. Escucho sus risas, parloteos y por un momento, me parece pertenecientes a otro mundo.
La casa a la que pertenece el ventanal también es imponente. No es una casa en realidad. Es una mansión. Habitaciones sobre habitaciones, ventanas que dan paso a otras ventanas. Majestuosidad salvaje, ostentación de poder. No podría definirla, al menos en palabras, quizá si por los millones que costó construirla. La observo y la reconozco. Cómo no reconocerla. La soñé cada día de mi vida hasta materializarla. Y la llené de lujos, de caprichos, de mujeres, de lujuria sin fin, de compañía a cambio de dinero.
Y ahora el niño me observa, con miedo. Comprendo que no está relacionado a que lo descubra y lo expulse de mi propiedad. Porque eso no es posible. El niño no está allí porque quiera robar, ni siquiera por curiosidad. El niño siempre ha estado allí. No precisamente detrás del árbol, donde ahora se esconde para que no lo vea. Sino en todas partes. Ha estado en todas partes. Porque el niño soy yo. Y me observo con miedo, con cierta decepción. Porque acaso entienda, a pesar de la corta edad, que mis sueños no eran esos. Al menos, no los caprichos, no los lujos, no el placer por el placer. Había otras cosas, otras metas y ahora veo que se han perdido en el camino. Lo entiendo siendo el niño que me observo a mí mismo desplomado en una reposera, sin hacer otra cosa que dejar pasar el tiempo con lo valioso que es.
Allí sentado en esa reposera, con los años a cuesta, aún no he comprendido el significado de la vida. Me doy cuenta porque también soy el niño y a la distancia, huelo el miedo. A través del reflejo en el ventanal, ese ventanal de la enorme mansión, veo con tristeza y desazón, mis lágrimas caer.

30 de noviembre de 2016

La máscara de la familia Oregón

Tres días después de su muerte, también murió ella. Pero nadie lo supo. En realidad, a ella, ya todos la creían muerta.
Durante varios años la vida de la familia Oregón pasó desapercibida para el resto del barrio. Un matrimonio trabajador como cualquier otro, al que podían encontrar en la verdulería, en el almacén o cortando el césped del jardín delantero de la casa.
Afables aunque de pocas palabras, formaban parte de ese espectro de personas que están pero al mismo tiempo, de desaparecer, se caería en la cuenta de ello demasiado tarde. Sin embargo, esa pantomima de vida quedó al descubierto de una manera atroz. Ocurrió un mediodía de verano, un día muy húmedo, en el que sudaban hasta los árboles.
Algunos recordarán primero el estruendo característico de un arma, otros dirán que antes que eso sucedieron los gritos. Lo cierto es que ese mediodía, disparo y gritos mediante, el barrio salió a la calle para ser testigo de la verdadera mueca detrás de la máscara de la familia Oregón.
La puerta de calle se abrió como impulsada por un resorte hacia afuera, golpeando con dureza contra la fachada. Como una exhalación salió corriendo la mujer, gritando por ayudar. Agitaba los brazos por encima de su cabeza y nada cubría sus piernas y pies. Un seno caía fuera de la camisa blanca que llevaba puesta. Era grande y blanco y parecía rebotar sobre sí mismo en cada movimiento que ella hacía. El otro, prisionero bajo la tela, guardaba compostura.
Corrió hasta la vereda y sin mirar hacia atrás, trató de cruzar la calle. En ese momento el hombre apareció bajo el umbral de la puerta. Tenía un revólver en la mano y el cuerpo arañado por todas partes. Era fácil observarlo, porque iba completamente desnudo. De la misma manera que el arma que sostenía, su miembro viril apuntaba hacia arriba.
Mientras ella corría atravesando la calle, él dirigía el cañón en su dirección. Parecía tomarse todo el tiempo del mundo. Muchos de los vecinos, paralizados del espanto, quisieron advertirle a la mujer que saliera de la línea de tiro. Pero ninguno lo logró. A favor de ellos se puede afirmar que todo sucedió tan rápido que si no hubiese sido por el escándalo previo, habría muchos menos testigos de los que finalmente declararon ante la justicia unos días después de los hechos.
Un nuevo disparo sacudió los cimientos del barrio. A pesar de estar observando, a muchos vecinos el estruendo los sobresaltó. El sonido de la mujer golpeando el pavimento también. Fue un ruido seco, como la quebradura de una rama. Quedó tendida sobre el cemento y una gran mancha roja empezó a extenderse a todo su alrededor.
El hombre permanecía en la puerta de su casa, con el revólver en la mano. Ahora lo único que apuntaba hacia arriba, era su pito. El revólver descansaba en la mano derecha, pero con el brazo apartado, como si el cuerpo lo repeliera.
Los vecinos tenían miedo de acercarse a la mujer, temiendo que el esposo les disparara también a ellos. La señora Thompson, que vivía enfrente, llamó a la policía. Había observado todo desde la seguridad que le daba la cortina de su gran ventanal.
De pronto el hombre volteó el revólver hacia su rostro y disparó. Fue como si un hechizo se hiciera añicos. Los vecinos, hasta entonces estáticos, corrieron hacia los heridos. Para entonces, las primeras sirenas surcaban el aire.
Una ambulancia arribó mientras la policía comenzaba sus pericias. Al hombre le habían puesto una mascarilla y un médico corría al lado de la camilla sin dejar de auxiliarlo. A la mujer la colocaron en otra camilla y la subieron a una ambulancia que llegó minutos después. No se movía. Su cuerpo inerte parecía ser lo único que quedaba de ella.
De repente el barrio había pasado de su soporífera existencia a ser el centro de atención de la ciudad. Los canales de televisión, radios y medios gráficos de la zona se instalaron en las inmediaciones para fabricar su producto mediático. Los antes inmóviles vecinos, se mostraban ágiles para acercarse a los periodistas y tratar de dar su versión. Al haber tantos, todos tenían su chance.
En sus declaraciones, la dieron por muerta. Coincidían en que él salió de la casa y le disparó por la espalda, mientras ella huía. Algunos incluían el debate sobre el disparo o los gritos, si primero había sido uno o el otro. Otros hablaban de un matrimonio perfecto y amable. Y no faltaba quién aventurara engaños y represalias.
Horas después se supo que el hombre había muerto. Ella ya lo estaba. La habían visto sobre su propio manto de sangre. Los dos fallecidos. Una desgracia, una tragedia. El horror en carne propia. Un día más en las noticias. Recortes de diario para guardar. Noticieros grabados para poder mostrarle a la familia en un futuro, con ellos hablando sobre ese fatídico hecho que nadie jamás olvidaría.
Y no muy lejos de allí, a menos de dos kilómetros, la mujer recobrando fuerzas. La bala había atravesado el omóplato, pasando de lado a lado. Su cuerpo estaba vivo, no así su alma. Vio en las noticias que su marido se había suicidado. Decidió guardar silencio ante la policía. Nadie más fue a verla.
Al tercer día de estar allí, se quitó la canalización del suero y la bata celeste del hospital, se colocó la ropa que le habían sacado para lavar y que habían vuelto a dejar en la habitación y salió al pasillo. Se escurrió entre la gente como un fantasma. Ganó la calle y nadie la volvió a ver.
Era una sobreviviente, pero para ella, era mejor no sobrevivir. Morir y renacer. Reencarnar. Ser otra persona. Y eso hizo. Barajar y rogar que la próxima mano fuese mejor.
Mucho mejor.

27 de noviembre de 2016

La luz a través de la hendija

La luz de la calle entraba por una hendija, clavándose en sus ojos. La persiana de plástico estaba rota en el lugar exacto. No tenía cortinas y por más que se repetía cada mañana, con los ojos ardiendo del sueño, que debía comprarlas sin falta, nunca lo hacía. Por el contrario, con la claridad de día la urgencia desaparecía de su cabeza.
Pero la urgencia retornaba a modo de reproche cada noche, cuando al tratar de conciliar el descanso que su cuerpo le pedía a gritos, la maldita franja de luz irrumpía todo intento. Llevaba dos semanas en aquel lugar y apenas si había dormido. Podía divisar por el mismo lugar que entraba el resplandor, que procedía de una luminaria de poste, ubicada muy cerca de la esquina.
Se imaginó saliendo a la vereda en calzoncillos, buscando en alguna parte un ladrillo o algo con qué tirarle. Quería destrozar esa lámpara. Hasta entonces, su forma de oponerse a la realidad, era paradójicamente mediante esos escapismos de su mente, en la que actuaba con rabia y violencia. No había empleado la sensatez y mucho menos la lógica, que hubiese significado tapar la hendija para impedir el paso de la claridad.
En cambio, apretaba los ojos con fuerza, para caer en la cuenta que a pesar de ello, la luz lo molestaba. Podía sentir su presencia sobre la piel, dándose una idea del cuadro: una habitación a oscuras, los contornos de una cama, de un bulto bajo las sábanas y sobre la cabecera, una franja blanca todo a lo largo, de lado a lado. La franja dejaba a la vista un par de ojos cerrados, luchando por descansar.
También le rechinaban los dientes. En su lucha, apretaba con fuerza las mandíbulas. Por esa razón le dolían después las encías mientras desayunaba. Lo sabía, pero no podía impedirlo. Parecía que todo su cuerpo se complotaba para colapsar. Creía que de repente le dolían las cervicales, la espalda, las piernas. Era un solo dolor. Su cuerpo era una brasa viviente. Y todo comenzaba de la misma manera, cuando al apagar el velador de la habitación, la otra luz, intrusa, forastera, se perpetraba sobre su cuerpo, saltando desde el otro lado de la ventana, aprovechando ese espacio insignificante de la persiana.
Qué fácil sería levantarse y colocar un cartón, un papel oscuro doblado en varias partes o un pedazo de tela lo suficientemente grueso como para impedir el paso de la luminosidad proveniente de la calle. Qué fácil sería pedirle a otro que lo hiciera. O mejor aún, que comprara las estúpidas cortinas.
En otra vida quizá. No en la suya, sumido en esa cama, sin más que abrir los ojos, aceptar el sorbete en cada infusión y soportar que otras manos, ajenas, lo cambiaran, lavaran y peinaran.
Durante las noches eternas, en esa habitación perpetua, le daba un nombre, una explicación: aquella luz a través de la hendija no era otra cosa que la risa sobradora de la muerte.

14 de noviembre de 2016

Tuve un sueño

Hoy me desperté con un sueño que era ideal para narrarlo en un cuento. Fue lo primero en lo que pensé al abrir los ojos. La idea era perfecta, fantástica. No podía creer que jamás se me hubiese ocurrido estado consciente. Me apuré en buscarme la ropa para ir a bañar. Las imágenes seguían allí, expectantes.
Me bañé, me vestí, me puse los zapatos, haciendo un enorme esfuerzo por no permitir que esas secuencias tan maravillosas escapasen de mi mente. Tomé el anotador, un bolígrafo y puse el agua a calentar para preparar unos mates amargos. Recordé a último momento el frasco de dulce de frutillas casero que había preparado mi esposa y un paquete de tostadas que tenía en la alacena.
Aterricé en la silla envuelto en una algarabía inusual, abrí raudamente el anotador y destapé el bolígrafo. Me arrojé en el papel a soltar cuánta tinta pudiera. Pero me detuve al instante. El sueño había desaparecido.
Primero llegó la angustia, luego la desesperación por tratar de recordar el más mínimo detalle. Buscaba las imágenes más recientes, para usarlas de trampolín hacia las otras, las que me interesaban recuperar. Me había sentado en la cama, buscado la ropa y el toallón para el baño, luego había ido hasta el espejo, había sonreído ante mi aspecto desprolijo, me lavé los dientes, me metí a la ducha, se me cayó el frasco de acondicionador de cabello y lo dejé en el suelo para no olvidar... era inútil. Lo había olvidado todo.
El silbido de la pava me transportó de nuevo a la cocina. El agua ya estaba hirviendo. No servía para mate, por lo que busqué un saquito de té. Solo quedaba boldo. Me dio igual. Lo importante no era el desayuno, sino esa idea única que se había escurrido de alguna manera de mi cabeza.
Me esforcé por recordar, pero fue en vano. Cuando un sueño se esfuma, ya no vuelve. Sospecho incluso que los sueños no nos pertenecen, sino hasta atraparlos. Que viajan de una persona a otra hasta que alguna lo recuerda. El sueño que se va, que desaparece, busca un nuevo soñador. Por más que me lamentara, esas imágenes increíbles, que quería convertir en cuento, para ese momento estarían siendo soñadas por otra persona.
Y si la persona que las soñaba lograba hacerse de ellas, posiblemente lo tomaría como un sueño más y no lo perpetuaría para la eternidad en una historia escrita. Porque lo escrito, hasta ahora, es la única fotografía que se le puede sacar a un sueño.
Me quedé petrificado durante un buen rato delante de la taza con boldo y las tostadas que jamás saqué del paquete y el frasco de dulce casero que permaneció cerrado sobre la mesa hasta que mi mujer, al pasar, lo volvió a meter en la heladera a media mañana.
Ella me sacó de este estado de sopor y lamento en el que me encontraba. Sus palabras, como una daga, cercenaron mi espíritu:
- ¡Tuve un sueño de lindo! - dijo estirando la i al tiempo que se desperezaba.
No me animé a preguntarle cuál. Porque quizá el suyo había sido también el mío, pero para entonces no lo sabría y adueñarse de un sueño ajeno, más que de un escritor, es de un ladrón de poca monta. Por suerte recordé algo. Era lunes y tenía que hacer un trámite al banco. Le di un beso y me escabullí, murmurando por lo bajo, como un niño ofendido, que se metiera el sueño en el centro del....

9 de noviembre de 2016

Los ojos del galgo

El perro lo miraba fijo, como esperando algo. Era un galgo hambriento, con todos los huesos marcados en la piel. Tenía la lengua afuera y el cuerpo agitado. El hombre miró a su alrededor y cuando al fin divisó lo que buscaba, estiró el brazo, tomó una cacerola y se la arrojó con fuerza al animal.
El galgo, si bien sorprendido, se movió con velocidad esquivando el golpe. La cacerola rebotó contra el suelo, desparramó un poco de arroz y finalizó su trayectoria debajo de un sillón avejentado. Sin rencor, el animal fue por el alimento y lo devoró en menos de cinco segundos.
- Ese perro de mierda me está costando una fortuna - musitó con bronca el hombre, como brindando una excusa.
La mujer a sus espaldas, aún sobresaltada por el estruendo de la cacerola al chocar el piso, permaneció en silencio. Sabía muy bien cuando convenía abrir la boca bajo el techo de esa casa.
- Miralo, le importa un cuerno que le revolee la comida o que se la ponga en un plato. Lo único que le importa es comer. Y después, cuando lo llevo a correr, me hace quedar como un pelotudo.
El tono de voz ahora era de enojo. Se puso de pie, aunque aferrándose a la mesa, que al moverse, hizo tambalear la botella de vino casi vacía que había estado tomando hasta ese momento.
Instintivamente, al verlo erguido sobre sus piernas, el perro salió al patio. El hombre dio dos pasos y se apoyó en la heladera. Su mujer, aún a sus espaldas, permaneció callada. Sabía también lo que vendría a continuación. Y por experiencia, era consciente que no podía intervenir. Podía recordar aún el dolor de varios días de la última vez que lo había intentado.
Cuando consiguió algo de estabilidad, el hombre salió al patio y a los gritos se puso a llamar al galgo. El animal se había ido al fondo del terreno y escarbaba en la tierra. Levantaba las orejas cada vez que el hombre pronunciaba su nombre a los gritos.
El desenlace era inevitable. Como cuando en una tormenta tras el relámpago llega el trueno. En el patio, eran primero los gritos y luego el castigo. Y ella, desde la ventana, se llevaba la mano a la boca. Deseaba que el galgo le saltara al infeliz de su marido directamente a la yugular y que le clavara muy profundamente los colmillos, y que no lo soltara hasta verlo desangrarse sobre la tierra y las pocas matas de yuyos que se esparcían en el terreno. Pero esos ojos, grandes y color avellana, eran inofensivos. Ese animal no tenía una pizca de maldad. Jamás lo haría.
Quizá fue por eso, por esa certeza.
Y al mismo tiempo, por todos los anteriores.
Incluso, por ella misma. Que si bien no era todos los días, cada tanto cobraba.
O por sus futuros hijos, si es que llegaba a parir, para que al menos no nacieran de ese hombre.
Fue por todo y por esos ojos buenos, esos ojos que no juzgan, sino que esperan. Y esperan siempre lo mejor, por más que nunca llegue. Como ella, como los suyos. Quizá fue por eso.
En medio de los aullidos de dolor, cuando lo estaba azotando con una varilla, salió al patio escopeta en mano y disparó.
A veces, el estruendo llega antes que la luz.

5 de noviembre de 2016

Relicario

La habitación olía a pis, sin importarle que la mujer de la limpieza se había ido apenas unos minutos antes. El olor estaba aferrado a él, postrado en la cama.
Los ojos cerrados, la piel pálida, el goteo lento pero continuo del suero, con ese cordón umbilical plástico que terminaba en su brazo, ya morado de tantos pinchazos. Podía, en el silencio, escuchar su respiración. Era apenas un susurro, un murmullo amortiguado de dolor.
Mi suspiro atravesó el lugar, aniquilando toda esperanza. Resignado, trataba de no pensar. Pero era imposible. Uno siempre piensa, incluso cuando cree no hacerlo. Porque allí, cayendo con sus últimos granos de arena, el que se escurría por el cuello del reloj de la vida, era mi padre.
Al menos su cuerpo. Su mente, casi siempre ausente, iba y venía, como una macabra broma. Ya no había memoria, ni lucidez, solo arrebatos de tristeza, frases incoherentes y sin terminar. Y esa mirada que no se puede describir con palabras, que trata de ver pero sin hacerlo, que busca ubicarse pero sin lograrlo.
Entonces, mientras mis ojos se perdían en las formas de las sábanas, en esa tensa espera de lo inevitable, su voz irrumpió, débil, cascada:

-  ¿Messi?


Otro desvarío, pensé, aunque sin dejar de alegrarme por verlo despierto. Entonces, casi como una revelación, recordé la TV encendida sin sonido a mi derecha y tras girar la cabeza y observar, no pude menos que tragarme los mocos para no llorar. 
Efectivamente, la 10 la llevaba el rosarino.

El destino golpeó al poco tiempo la puerta y cumplió con su labor. Sin embargo me dejó ese instante, casi como un relicario. Un rayo de luz en la penumbra, una sonrisa en el llanto. 

- Si, es Messi. Juega el Barcelona - informé.

Sonrió. Miró unos segundos y volvió a cerrar los ojos. 
Pero allí estuvo, durante ese breve lapso, allí estuvo.

24 de octubre de 2016

Recepcionista nocturno

Al ingresar al hall a través de la puerta giratoria ya puede apreciarse su figura pulcra y segura detrás del mostrador. A medida que uno recorre los metros hasta la recepción, su imagen se agiganta, como si lo único que hubiese en aquel hotel fuera su presencia.
El recepcionista de noche irradia un carisma que lo hace único. No por nada la reputación del Apolo Hotel tiene como característica principal ser el sitio de alojamiento de la ciudad (y quizá del mundo) que más trabaja en horario nocturno. Los huéspedes que ya han pasado alguna vez por el hotel, vuelven siempre, aunque en las siguientes oportunidades, solo después de las 22.
En las páginas web de búsquedas de alojamiento es posible leer los comentarios de los usuarios alabando al Apolo y sugiriendo registrarse personalmente y de noche.
Los directivos, asombrados por el caudal de huéspedes que se alojaban en su horario, quisieron premiarlo, dándole un puesto de mayor jerarquía y durante el día, pero el hombre se negó rotundamente. De todas maneras no perdió la oportunidad para solicitar un aumento, que le fue otorgado.
Jean Modest Martineu no solo se adueñó del horario nocturno del Apolo, sino que desestimó una decena de ofertas de otras cadenas hoteleras, muchas de ellas de cinco estrellas. Es un hombre de pocas palabras, sin embargo, su pronunciación y acento obnubila a hombres y mujeres. Su sonrisa justa, los ademanes lentos y parsimoniosos y las soluciones rápidas a todo tipo de problemas, hacen de su servicio una mejor experiencia que la propia estadía en el lugar.
Es tal la fama de Martineu en el Apolo, que no solo llegan para hospedarse turistas, sino también habitantes de la propia ciudad que quieren saber en carne propia lo que es ser atendido por la leyenda viviente entre los recepcionistas del mundo.
Elegantemente vestido, con zapatos que dan la sensación de haber sido lustrados segundos antes, traje sobrio y reluciente, moño en lugar de corbata y un corte de cabello prolijo y peinado hacia atrás con la ayuda de algún humectante, Martineu no solo se ofrece a acompañar a los huéspedes a sus respectivas habitaciones, sino que también les brinda una visita guiada por el viejo y bello edificio, sobreviviente de todo el siglo veinte aunque modernizado en varios aspectos.
El lugar preferido de Jean Modest, el que siempre deja para el final, es el subsuelo, único recodo de la edificación que no se puede acceder mediante ascensor. Estrechas y oscuras escaleras llevan a una pequeña pero hermosa bodega, donde añejan los mejores vinos de la zona. Los visitantes quedan extasiados ante tremendo espectáculo y jamás se niegan a una copa del sabroso líquido que idolatrara Baco, el que deleitan entre aprobaciones y risas.
El mareo no les importa, ni tampoco el abrazo cálido y amistoso de Martineu, que acercando su rostro les susurra los secretos del lugar. Ellos vuelven jocosos y felices a sus habitaciones y el recepcionista a su puesto, saboreando aún el néctar de la vida entre sus labios, el sabor fresco de ese otro líquido, espeso y caliente, bajando aún por sus entrañas.
El tintineo de la puerta giratoria, los pasos que se escuchan y las voces de una conversación cercana. Nuevos huéspedes de los cuales beber. Entonces, la sonrisa, la postura erguida y el carisma irradiando esa mágica presencia, capturando la esencia misma de las almas, de esas frágiles criaturas humanas que caminan hacia él.

19 de octubre de 2016

El mismísimo diablo

El pizarrón vacío debería haber significado una bocanada de respiro para los chicos, porque cada mañana el profesor lo cubría de punta a punta de complicadas consignas con las que todos reñían disgustados. Pero ese día, el exigente Sr. Collins no había escrito palabra alguna sobre la - extrañamente - inmaculada superficie.
Sin embargo, aquello no era motivo de celebración ni mucho menos. Porque el Sr. Collins estaba sentado en su escritorio, observándolos en silencio. Tampoco era habitual que él estuviera sentado y ellos callados. Una clásica clase del profesor podía haberse descrito de la siguiente manera: el Sr. Collins de pie, recitando sin parar y escribiendo al mismo tiempo en el pizarrón las preguntas o problemas de las que luego requeriría las respuestas; paralelamente, a sus espaldas, niños y niñas pasándose papelitos de asiento a asiento, hablando por lo bajo casi en un susurro, algunas risas que lograban escapar del encierro y nadie, absolutamente nadie, prestando atención. Luego venía el enojo del profesor, la amenaza de exámenes sorpresas, de notas bajas y la exigencia de tener todas las respuestas por escrito para el día siguiente.
Los niños retornaban a sus hogares de mal humor y echaban todas las culpas al señor Collins. Cada mañana, antes de comenzar las clases, no causaba sorpresa ver a padres quejándose con el más antiguo de los profesores del colegio. Collins se mantenía atento a las palabras, sonreía cuando escuchaba terminar a los adultos y luego se marchaba al aula, sin contestación alguna, para comenzar a impartir la clase del día.
Los directivos recibían quejas a diario, pero el profesor era una eminencia que había enseñado a generaciones. Pero en los últimos años había perdido el respeto que antes su sola presencia arrojaba a lo largo y ancho del salón.
- Los tiempos han cambiado, Elvira - solía decir a la directora, cada vez que salía el tema en la conversación - Antes el respeto estaba por delante, hoy ni siquiera entra los planes de chicos y padres.
A pesar de ello, el profesor Collins no había cambiado ni un ápice su método de enseñanza. Se había propuesto jamás rendirse. No era un pensamiento propio de él. Pero esa mañana, el pizarrón árido de palabras, era el presagio del fin.
Los chicos se mantenían en sus asientos, sin musitar palabra alguna. Nadie escribía papelitos ni mucho menos se reía. El Sr. Collins los miraba a todos con rostro severo. Aunque no era el semblante gris y pétreo, que lo acercaba más al mismísimo diablo que al viejo profesor de colegio, lo que los asustaba al punto de tenerlos tan quietos y obedientes.
Era el arma.
Si, el arma.
Esa escopeta de caño recortado que había metido al colegio debajo de su largo sobretodo, sin que nadie se diera cuenta. Ese caño doble apoyado sobre el escritorio, que apuntaba hacia ellos, hacia los niños.
Era ese elemento letal lo que los había apaciguado, dejándolos al borde del llanto. Pero ni a eso se animaban, porque los ojos negros y apagados del profesor Collins eran lo suficientemente expresivos como para hablar sin pronunciar sonidos.
Esos ojos decían: "Hasta aquí llegaron".
Collins sonreía. Vaya que lo hacía. Su método había perdido la batalla contra el tiempo, pero su vieja escopeta se mantenía tan viva como siempre. Y el gatillo se sentía tan suave al tacto, que no veía la hora de poder tirar de él.
El mismísimo diablo, vaya que si. La sola idea despertó en él una carcajada que atravesó el salón y heló todos los corazones.
Luego, comenzaron los disparos.

9 de octubre de 2016

El tema del momento

En los programas de televisión debaten ahora sobre quién tiene la culpa. En las radios no se cansan de sacar al aire a gente que llama y expresa su opinión. En los diarios imprimen páginas y páginas con casos similares en otras partes del planeta. Todos, ahora que ha sucedido, quieren tener voz sobre los hechos. Sin embargo, antes que saliera a la luz, el único que tenía que hacerse cargo era yo. ¿Dónde estaban mientras tanto? ¿Por qué nadie me ayudaba con esa lucidez de la que hoy hacen gala y desparraman a los cuatro vientos?
Es por eso que siento que sea tan injusto. No veo la razón por la que quieren encerrarme entre cuatro paredes. Bueno, si, la veo cuando presto atención a los medios de comunicación y la manera en la que informan lo sucedido. La veo cuando me sorprendo con lo que dice la gente. Pero tampoco puedo afirmar que sea una razón, porque ninguno sabe la verdad.
Durante los diez meses que no vi la luz, consideré en varias ocasiones la posibilidad de matarme. Es decir, no es lo que quería, pero tampoco tenía mucho sentido todo lo que ocurría alrededor. Cuando la oscuridad reina, los espacios se agigantan. No estoy exagerando. Hasta que uno se habitúa, el miedo ralentiza cada movimiento. Se avanza de a centímetros, con la expectativa del horror a flor de piel. Más con todas esas alimañas dando vueltas por ahí.
Créanme, escuchar el sibilante andar de una serpiente sin saber donde está realmente, puede provocar la locura en pocos segundos. Mucho más sentir el frío de su piel al tratar de asirse de una pared o un objeto.
Aunque aquello era uno solo de los tantos miedos que me rodeaban. Jamás me acostumbré a sentir crujir las cucarachas bajo mis pies. Es un sonido espeluznante. Podría compararla con pisar hojas secas... con la salvedad que las hojas secas no sueltan un chasquido viscoso como si reventaran y desparramaran sus vísceras, por más pequeñas que sean, en todas direcciones. El suelo era un colchón de cucarachas. Por eso mis pasos eran largos, medidos.
Pero las preocupaciones no solo eran con los bichos de abajo. Las arañas, por ejemplo, me sorprendían con sus telarañas, que se enredaban en mi rostro. Tantas veces las sentí bajar por mi cabeza o brazos y tuve que sacudirme frenéticamente para evitar morir del susto y la impresión. Había peludas, culonas, grandes, chicas... no quiero recordarlas.
Y ni hablar de los ratones, las avispas, cascarudos, murciélagos y principalmente, los animales detrás de la puerta corrediza. Esa que cada noche se abría para que ellos entraran a las habitaciones de la casa en las que trataba de ocultarme para que no me encontraran. Eran enormes. Un oso de garras duras y afiladas, un puma de ojos amarillos y colmillos sedientos, y al que más temía, una pantera negra, tan ágil como sagaz.
Cada noche debía escapar de ellos, mientras todas las otras alimañas parecían empecinarse en complicarme la supervivencia. Y todo, en total oscuridad. Durante diez meses interminables, soporté esa agonía.
Hasta que una noche, en el frenesí de tratar de sobrevivir, di con ese viejo armario que siempre estaba cerrado con candado. Pero esa vez, esa única y decisiva vez, no lo estaba. Y en su interior mis manos tocaron el frío del metal y reconocí de inmediato que eran armas. Grandes y potentes. Una ametralladora, un rifle de asalto y una pistola automática. También había municiones. Lloré de la alegría, mientras las arañas trataban de reptar por mis brazos y mis zapatillas hacían puré de cucarachas en cada movimiento.
Tomé todas las armas y me agazapé en la oscuridad, justo a tiempo para percibir que allí se estaban acercando, con una confianza fuera de lugar, arrimándose de a poco a la mismísima muerte. ¿Qué harían ustedes en esa situación? Abrirían fuego, así sin más. Y eso hice.
Los destellos de los disparos fueron las primeras luces en diez meses.
Escuché sus aullidos y luego sus agónicos quejidos. Otra vez había quedado todo a oscuras. Temblando salté sobre sus cadáveres y crucé la puerta corrediza. Estaba del otro lado por primera vez desde que había quedado encerrado en la oscuridad. Corrí hasta la salida a la calle y me arrojé fuera de la casa. Tropecé y caí de espaldas, observando el paisaje más hermoso: el cielo de noche, con su infinita galería de estrellas. Me di cuenta que lloraba, pero no de miedo, sino de la emoción de ser otra vez libre.
Por eso, cuando escucho, veo y leo todo lo que dicen, aborrezco a todos y cada uno. Hablan y dejan plasmado en tinta solo puras mentiras. No maté a mi familia, no soy un enfermo esquizofrénico, no tendría que estar en ningún instituto psiquiátrico. Es fácil opinar cuando no se es prisionero. Cuando la libertad es la forma común de vivir. ¿Dónde estaban todos durante esos diez meses que viví en el infierno? ¿De qué hablarán cuando consigan lo que quieran? Porque de eso se trata, del tema del momento. Mañana cuando consigan lo que quieran, habrá de algo más que hablar. Y a mí me dejaran otra vez solo. Encerrado y solo. Y quizá, probablemente, otra vez en la oscuridad.




5 de octubre de 2016

El hombre fuera del mapa

Cuando en marzo dejé de verlo por el bar, sospeché que algo le había pasado. Era un hombre de escasas palabras, que se acodaba en la barra y permanecía allí sus buenas horas con tan solo un vaso de vino. Pagaba con monedas que tintineaban sobre el mostrador. Un sonido que asocio con las nueve de la noche, porque siempre era esa la hora en la que se marchaba.
Evaristo, dueño del bar, una persona que conozco de años, me había dicho en algún momento que se iba en ese horario para conseguir lugar en el refugio de noche, que es un lugar triste a pocas calles de la plaza, donde los que no tienen techo acuden por una cama y refugio.
Un par de veces le pasó que las monedas no le alcanzaban para pagar su única felicidad en el día. En esas ocasiones solo tuve que levantar la mano desde mi mesa para que Evaristo comprendiera que el vino corría por mi cuenta. El hombre, en esas ocasiones, antes de retirarse, pasaba delante de la mesa y me hacía un gesto muy particular con la mirada, dándome de esa manera las gracias.
Por su andar lento, le calculé más de cincuenta años. Llegaba con las primeras sombras del atardecer, a veces con una bolsa de plástico en la mano, en la que vaya a saber uno que llevaba. Su aspecto no era el mejor, pero no se le podía reprochar que estuviera desprolijo o sucio. El hombre se calzaba su pobreza y humildad con la mayor dignidad posible.
Ese otoño pensé bastante en él. Me pregunté muchas veces dónde estaría, si habría cambiado de bar, si la suerte le había permitido un mejor lugar donde pasar sus días (y aún menor, sus noches), y si, irremediablemente, si la muerte había ido por él para sacarlo definitivamente de las calles.
Pregunté a varios de los habituales compañeros de tragos, personas en su mayoría solitarias y calladas, que sienten la necesidad no solo de reconfortar el alma, sino también de llenar vacíos. Ninguno lo había visto, ni en otro horario, ni en la zona. El hombre ya no estaba en el mapa local de nuestras rutinas.
Para el invierno ya prácticamente me había olvidado de él. Los extraños no soportan cambios de estaciones, no por crueldad, sino porque uno ya está viejo y la poca memoria queda en pie solo para cosas triviales o momentos que a nadie le importan.
En septiembre, mientras algunos albergaban la esperanza de la primavera, a nosotros, los errantes solitarios y devenidos en sombras, se nos fue el Evaristo. Una noche se acostó y a la mañana ya no despertó. Supongo que no sufrió. Es difícil precisarlo, porque uno no ha muerto y la experiencia es nula. El bar cerró. Sin muchas vueltas. Su único hijo ni siquiera se molestó en hacer inventario de lo que había en el interior. A los dos días colgaba de la puerta un cartel de "Se vende" y a la semana ya era historia. En breve abrirá una pizzería. No como las de antes, sino las modernas, que solo tienen delivery y ninguna mesa para sentarse.
Algunos rumbearon para otros bares cercanos. Yo me quedé en casa. Suelo comprar una botella cada mañana y la voy apurando con el correr del día, y. cada noche, el último vaso va en nombre de Evaristo.
Y fue esta mañana, después de ir en tren hasta lo de mi hija, detenerme delante de la puerta, tratar de tocar el timbre y no hacerlo, dar media vuelta, tomar el tren y regresar, que a pocos metros del andén me topé con el hombre. El mismo que en otoño había dejado de ver y que en tantos pensamientos sobre su destino me había sumido, en esas largas y placenteras horas sentado a mi mesa, en ese bar que no dejo de extrañar.
Allí estaba, de pie, pantalones de vestir, saco y corbata. Boleto en mano, mirando hacia el este, hacia el sonido de una locomotora reduciendo su marcha.
Me puse delante de su mirada, atiné una sonrisa y le pregunté con timidez si me recordaba. Sus ojos me miraron sorprendidos.
- Claro que sí - me respondió, estrechándome la mano - Pensé que había muerto.
El asombro entonces fue mío. Reí.
- No, si el que dejó de frecuentar el bar fue usted, no yo - dije jocosamente, permitiéndome una confianza y libertad poco frecuentes en mí.
El hombre me miró seriamente y de la misma manera, respondió.
- Por eso mismo. Yo seguí adelante.
Con un chirrido fuerte y poco armonioso, el tren dio a entender que ya estaba en el andén. El hombre estrechó mi mano, apretó con afecto mi hombro derecho y fue en busca de un vagón.
Me quedé allí parado, viendo la marea de gente ir y venir, buscando un lugar en esas cajas de metal repletas de pequeñas ventanas. El tren marchó, perdiéndose al cabo de un instante de mi vista. Fue extraño, pero al irse, no escuché de la formación sonido alguno. Sus pocas palabras aún retumbaban en mi cabeza, impidiendo cualquier otro estímulo externo.
Me sentí estúpido. El hombre me había pagado con lo más valioso, que es la honestidad y no fui capaz siquiera de retribuir con el simple gesto de agradecimiento que él hacía, cuando yo le permitía ser feliz en su antigua mísera vida.

1 de octubre de 2016

Tiempos mejores

La tarde se marchitaba con el color del fracaso. Solo un cliente había cruzado la puerta de entrada y tras haberse probado cinco pares de zapatos, no compró ninguno, Su esposa a diario le decía que comenzara a vender zapatos para mujeres pero él se negaba. Su abuelo había vendido calzados para hombres, su papá lo había hecho y él continuaría el legado. Como esperaba que lo hiciera su hijo el día de mañana, si es que algún día llegaba el varón, porque por el momento era padre de dos niñas.
Cerraría, caminaría  hasta la parada del colectivo. Bajaría a dos cuadras de su casa, pasaría por la pizzería y encargaría una de muzzarella por la que volvería a los veinte minutos, para evitarse el costo del delivery.
Haría todo eso, una vez que bajara las persianas del negocio, ubicado en una de las avenidas principales de la ciudad. A través del ventanal de la vidriera podía apreciar la quietud en la calle. Pocos transeúntes caminando las veredas, muchos menos deteniéndose a observar los escaparates de los comercios. Eran tiempos difíciles. Esas mismas palabras usaba con su esposa: "Ya vendrán mejores" le aseguraba con cierta esperanza.
El sonido de la campanilla de la puerta hizo que levantara la vista. Un cliente de último momento, pensó. Pero entonces su semblante cambió. En la entrada había un hombre tan grande que su cabeza rozaba el marco de la puerta. Sin embargo no fue el tamaño lo que lo asustó, sino el arma que tenía en la mano.
- Deme todo el dinero, por favor - dijo el extraño.
A pesar del miedo, no pudo pasar por alto el vocabulario del asaltante. De todas maneras de movió rápido hasta la caja registradora. Solo cuando la abrió recordó que estaba vacía. Tenía algo de cambio en el bolsillo del pantalón, pero era una suma irrisoria.
Titubeó. El hombre pronto se impacientaría y no tenía nada para darle.
- Mire amigo, ha sido un día difícil - le dijo al asaltante.
- ¿Cuánto tiene?
- Le soy sincero, no recaudé nada. Venga y vea con sus propios ojos si no me cree.
El grandote avanzó torpemente, mirando de reojo hacia los ángulos del techo, temiendo que hubiese una cámara y la idea del comerciante fuese que la misma lo captase. Se acercó sigilosamente hasta el mostrador y observó el interior vacío de la caja registradora.
- Nada - sentenció.
- Ni una moneda - confirmó el vendedor de zapatos.
- ¿Y cómo hace para vivir? Digo... ¿es todos los días así?
- Y... está dura la mano. Menos mal que mi mujer trabaja, porque de lo contrario...
- Si, ni me lo diga. A mi pareja la tuve que poner a laburar también. En una banda que opera en el oeste. Secuestros virtuales. Nada que ver con esto. Lo mío es la calle. No quiero esto para ella. Pero entre los dos, apenas si llegamos a fin de mes.
- Sabe, me apena que no se pueda llevar nada. Tengo algo de cambio en el bolsillo, pero no le voy a mentir. Tenía intención de comprar una pizza camino a casa. Por las nenas más que nada. Con un plato de sopa a mí me alcanza.
- No, por favor. Mire si le voy a quitar la comida a sus hijas. No me va a creer, pero es el segundo comercio al que trato de robar hoy y no consigo nada.
- A que seguro eso antes no pasaba.
- No, para nada - sonrió - Ya vendrán épocas mejores.
- ¡Eso mismo le digo a mi mujer! Me cae bien usted... ¿cuánto calza?
-  Cuarenta y cinco.
- No voy a permitir que se vaya con las manos vacías, tengo un par de zapatos para usted.
- Por favor, no se moleste.
- ¡Hombre! Hoy en día nadie que entra armado tiene los modales suyos. Es un caso en extinción. ¿Y su pareja? ¿Ella cuánto calza?
- Ah, me mató, señor. Desconozco. Nunca se lo pregunté.
- Bueno, hoy se lleva los suyos. Vuelva en estos días y vemos que le conseguimos. No aquí, porque solo vendo calzado para hombres.
- Ahí tiene su problema, señor. Seguro si vendiera calzado femenino, tendría algo de dinero al final del día.
- Es lo que me dice mi mujer.
- ¿Y por qué no le hace caso?
- El legado familiar, la tradición...
- Disculpe lo que voy a decir, odio las malas palabras, pero... a la mierda el legado familiar. Mi papá también delinquía y por seguir sus pasos, me gano la vida quitándole a los demás lo que han ganado honestamente. No me siento orgulloso de eso.
- ¿Y por qué no se dedica a otra cosa?
- ¿Y usted por qué no vende zapatos para mujeres?
Ambos rieron al unísono.
- Tiene razón - dijo el vendedor - Uno cree que hace siempre lo correcto, por más que no lo haga. Y si no es así, si existe un atisbo de consciencia, se aferra a una excusa. Cambiar no es fácil.
- Ni que lo diga. Pero cuando me corre la policía, claro que lo pienso.
- En mi caso, cuando cómo hoy, apenas tengo para regresar a casa y llevar un poco de comida.
- En fin. Se hace tarde. Me llevo estos zapatos y vuelvo en un par de días con mi chica.
- Vaya tranquilo y cuídese.
- Usted también, esta zona de noche se pone peligrosa.
El grandote se fue con la caja de zapatos bajo el brazo. Ahora si, era hora de bajar las persianas, apagar las luces e ir en busca del colectivo. Había sido una experiencia extraña. A falta de clientes, hasta un delincuente era bienvenido. Afortunadamente, el que le había tocado en suerte era todo un señor.
¿Calzados para mujeres? Quizá algún día cedería. Cerró la puerta con llave y se ajustó la camisa al cuello. Había comenzado a refrescar. La noche había caído de golpe y algunas farolas del alumbrado público todavía no se habían encendido. El grandote tenía razón. Aquella zona no era la que había sabido ser. Apuró el paso hasta la parada del colectivo, con las manos en los bolsillos. Tanteaba de paso el poco dinero que llevaba encima. Sonrió. Qué más daba, esa noche pediría una especial con morrón y jamón. Al final de cuentas, la vida es una sola.

24 de septiembre de 2016

Último capítulo

Mi editor me llamó anoche y me preguntó cuál era el problema. Cómo si eso fuese fácil de explicar. Claro que se lo dije, pero me cortó, creyendo que le estaba tomando el pelo. Estoy apremiado por el tiempo, por el contrato que firmé hace dos años, cuando acordé con la editorial una novela cada año. Durante los últimos meses disfruté del éxito de mi anterior publicación, las giras de presentación, las notas en los medios de comunicación, las regalías por las ventas que parecían multiplicarse mes a mes.
Por todo eso, y no tanto por la obligación contractual, la editorial y mi editor especialmente, esperan con ansias esta nueva historia, con el fin de poder mover la maquinaría de hacer dinero a través de mi próximo libro. El problema, según ellos, es que la novela no está terminada. El problema, desde mi realidad, es que no puedo terminarla.
No es por falta de ideas, muy por el contrario. El argumento es sólido, muy elaborado y los personajes están bien definidos, consolidados a través de los primeros capítulos. Podría aventurar que es lo que mejor he escrito en mi vida. Pero algo sucede con ese borrador de más de cuatrocientas páginas. Algo extraño que me carcome los nervios.
He ganado con los años la virtud de la disciplina. Una metódica rutina que me sienta delante de la computadora a primera horas de la mañana y me tiene allí hasta pasado el mediodía. Cada día me enfrento al capítulo final de la novela. Y cada día le doy forma, llevo a los personajes hasta el final que tengo en mente, cerrando la historia, a mi modo de ver, de la mejor manera.
Pero al cabo de un rato, al volver al borrador, el capítulo ya no está.
La primera vez que ocurrió pensé que me daba un infarto. Revisé todo el escrito, creyendo en la posibilidad de haber perdido capítulos anteriores. Aquello no tenía sentido. Tenía mucho cuidado de ir guardando el trabajo cada algunos minutos, una costumbre bien aprendida, para evitar justamente esos dolores de cabeza.
Tuve que dejar de lamentarme y volver a redactar esas páginas. Apelé a mi memoria para darle a la redacción los mismos matices que la primera vez. Es casi imposible escribir el mismo texto dos veces. Juegan muchos factores en la elaboración. Internos y externos. Pero traté de dar lo mejor de mí. El resultado me dejó satisfecho.
Jamás doy aviso a mi editor ni a nadie al llegar al final de una obra. Porque en realidad, llegar al final solo implica una parte del proceso. Luego, tras unos días en los que el texto queda en reposo, vuelvo a él para hacer una primera corrección.
No dudé sobre haber grabado bien el trabajo. Porque incluso, esta vez hice una copia en otra carpeta de la computadora. La novela estaba terminada.
Al cabo de unos días, decidí dejar la obra de teatro en la que estaba trabajando y buscar el archivo con la novela. Abrí primero la versión original, sobre la que había trabajado los cuatro meses anteriores. Mi sorpresa fue mayúscula. El último capítulo no estaba. Me apresuré a buscar la copia que había realizado, para encontrarme - con un gran nudo en el estómago - que tampoco estaba allí.
Con desesperación, volví a redactar el capítulo. El resultado fue el mismo. Mi amargura e incomprensión iban creciendo día a día. Esto se repetía de manera cíclica. La escritura. La desaparición. Alguien raptaba mis palabras. Decidí narrarlo en voz alta en un grabador. Una vez que coloqué el stop y le di play para poder escuchar lo grabado, solo había estática.
Empecé a sentir pánico. Ni siquiera podía escribir otras cosas. Traté con la dramaturgia de la obra de teatro que me habían encargado, pero no pude hilvanar dos diálogos seguidos. Quise concentrarme en un cuento de ciencia ficción, pero las palabras se amontonaban sin sentido, completando oraciones y párrafos que no conducían a nada. Es que ese capítulo estaba enquistado como un puñal en mi cerebro.
Necesitaba solucionar lo que estaba pasando, pero no tenía a quién acudir. Mi editor pensaría que era una excusa, mis colegas más cercanos se mofarían y pocos amigos que quedaban para poder solicitar una opinión. Y los que podía considerar como tales, vivían aún en el pueblo de mi infancia. De repente, comprendí lo solo que estaba en la gran ciudad. Sin amigos, novia, nadie en quién confiar.
Los nervios estaban ganando la batalla. Noches enteras sin dormir, buscando una solución. El editor llamando casi a diario. Mi familia preguntando a la distancia cómo marchaba mi nueva creación. Y cabeza era un hervidero. Nada parecía estar en su lugar. Y entonces, hace un par de días, esa carta debajo de la puerta del departamento.
Estaba fechada en los días que esta locura había comenzado, cuando el capítulo comenzó a borrarse como por arte de magia. En el sobre solo figuraba mi nombre, sin ningún dato del remitente. Era un sobre blanco, común y corriente. La hoja, con renglones, estaba arrancada de un cuaderno de apuntes. La carta estaba redactada a mano. La letra era prolija, con una leve tendencia hacia la derecha. En su único párrafo, decía:
"Estimado, el final del capítulo nos disgusta. No estamos de acuerdo con el destino que nos brinda. Ninguno de nosotros lo comparte y como parte activa del libro, nos vemos obligados a evitarlo de cualquier forma".
Firmaban "Los personajes".
¿Qué clase de broma era esa? A nadie le había confiado mi tragedia. Mi capítulo en blanco. Nadie lo sabía. Y de repente, ese sobre, esa carta, sobre esa hoja con renglones... esa hoja. Corrí hasta el cajón del escritorio. Saqué mi cuadernos de apuntes y me estremecí. Una de las hojas sin usar había sido arrancada. Y ahora estaba en mis manos, con un escrito manuscrito hecho por los personajes del libro.
Cuando anoche mi editor me llamó, le conté todo esto. Su primera reacción fue la risa, luego la bronca por considerar importante el tiempo de entrega y finalmente el odio, por el dinero que le estaba haciendo perder. En realidad, se refirió al dinero que todo estábamos perdiendo.
Pero en ningún momento entendió detrás de mis palabras, ignoradas por supuesto, el verdadero problema: ese capítulo jamás podría escribirse. No, al menos, de la manera que lo tenía pensado. Ellos no querían. Ellos, mis personajes.
Siempre creí que las historias, los argumentos, nos llegaban a través de una inspiración, de una musa mágica que nos revolotea arrojándonos ideas a nuestro alrededor. Qué era cuestión de cerrar los ojos y esforzarnos por absorber esa magia. Nada de eso es así, Son los personajes los que nos cuentan las historias.
Aquí estoy, frente a la computadora para terminar esa novela. Pero no como yo quiero, sino cediendo a sus deseos, porque no es mi imaginación al fin y al cabo la que narrará esos párrafos, sino la voluntad de ellos, que tras nacer y desarrollarse, se han adueñado del argumento.



15 de septiembre de 2016

Adiós querido Pablo Dell'Oca, dibujante, amigo, luchador

No es un día más. Tampoco esta entrada es ficción. Cuánto desearía que así lo fuera. Hoy se nos fue Pablo Dell'Oca, dibujante con quién trabajé los dos últimos años, proyectando varias historietas juntos.
Se nos fue luego de batallar muchísimo contra una cruel enfermedad. Siempre con optimismo, sin dejar de dibujar, de pensar a futuro. Hoy su compañera de la vida, Amalia, tan luchadora como él, me dio la triste noticia.
Nunca nos hizo perder las esperanzas, al contrario. Estaba seguro que iba a salir adelante. Su fuerza era contagiosa. Lo es, lo seguirá siendo.
Pablo entró en mi vida hace dos años, de la mano de otro gran amigo que me ha dado la escritura y la historieta: Felipe Avila.
Con Felipe venimos haciendo historietas juntos desde hace unos siete años y al estar comandando ese hermoso proyecto que es Rebrote, le dijo a Pablo que me contactara para ver si hacíamos algo en conjunto.
Un 22 de octubre de 2014, recibí este primer mail, el primero de muchos.

Buenas tardes, Ernesto, mi nombre es Pablo Dell'Oca, soy conocido de Felipe Avila, trabajo cerca de donde lo hace él y compartimos las ganas de hacer historietas. Hace tiempo que charlamos sobre el tema y que le muestro los dibujos que hago y con el surgimiento de las tres revistas de Rebrote me ofreció un espacio para participar en la apaisada de ciencia ficción, fantasía y misterio.

Ese fue el puntapié inicial. Creamos "Futuro XY", cuyo primer número publicó Rebrote este año; "El lienzo de Ulises" (tira semanal que a medida que Pablito podía, fuimos subiendo a la web); "Antinémesis", una de tinte sobrenatural que tiene ocho páginas ilustradas;  la "Leyenda del mate y el yaguareté", con la que ganamos el 1er Certamen Federal de Historietas del Ministerio de Cultura de la Nación en 2015; "Malena", una breve historia de cuatro páginas del género terror, aún inédita; "Souvenirs", historia de terror clásico, de la que bocetó varias páginas; y "Rosario", de la que solo hay un fragmento terminado.
Muchas de esas historietas estaban avanzadas en la brillante mente de Pablito. Con un estilo particular, me iba ofreciendo bocetos, dibujos, maravillas que me deleitaban y con seguridad, encantarían a todos. Porque su manera de narrar visualmente es única, con una fuerza y certeza que pocas veces he visto.
Gracias a Felipe, tuve la suerte de conocerlo. A través de correos, mensajes en Facebook, mensajes de whatapps y el maravilloso e inolvidable encuentro en la cena de Rebrote de diciembre pasado, entablamos una gran relación de amistad.
Cuando enfermó, en mayo del 2015, el dibujo se transformó en su manera de sentirse bien. Eso y sus seres queridos, sus amigos, su familia: "Por suerte tengo al lado mío a mi novia y mi suegrita que me cuidan en todo" me escribió, sinceramente contento por la compañía.
Con el pasar del tiempo nos fuimos conociendo. Le gustaba leer y usar en sus dibujos grandes plenos de negro. Me había dicho que en climas oscuros me sentía mucho más cómodo, utilizando "mínimos detalles ornamentales y mucho claroscuro".
Traté de imaginar los guiones de nuestras historias teniendo en cuenta su estilo, que es admirable. Tuvo toda la libertad para plasmar su talento, porque era gracias a él que esos textos cobraban vida. Él les daba vigor a las escenas, lograba transmitir más de lo que decía el guion. Pablo es - y permítanme el presente - un grande.
Me contó también que su relación con la historieta "viene heredada de mi padre, fanático de las europeas en los 70-80. A los trece me regaló "El Eternauta" de Breccia y me voló la cabeza. Nunca leí mucha historieta. Siempre la miré, más que nada. Estoy tratando de corregir el error! En los noventa estudié con Alberto Salinas, un tipazo con sus alumnos, visité su estudio. ..era un ambiente lleno de magia, como sus clases! Una muy linda época!".
Luego, trabajó como ayudante de Carlos Pedrazzini y tuvo "el privilegio de leer de primera mano los guiones de Robin Wood. Eso fué del '93 al 95 aproximadamente, haciendo revistas mensuales para la editorial Eura, de Italia, sobre el personaje "Dago", de quien fue mi profesor, Alberto Salinas".
Pablito nació un 15 de febrero de 1975, en Capital Federal. Se formó artísticamente en la Escuela Panamericana de Arte y en la Escuela de Dibujo de Carlos Garaycochea, con Alberto Salinas como profesor. Se recibió de Maestro Provincial de Artes Visuales (IPBA de Santa Rosa, La Pampa) y cursó la licenciatura de Artes Visuales en el IUNA (Bs. As).
Fue ayudante del dibujante Carlos Pedrazinni - Pablo estaba feliz cuando este año, al mostrarle sus trabajos actuales, Carlos lo felicitó - y ocasionalmente realizó story boards (que, según me contó, fue la única vez que ganó algo de dinero con el dibujo). Publicaba en la revista "HB" de Santa Rosa, La Pampa y habíamos empezado a publicar juntos "Futuro XY" en Rebrote.
Estaba a la espera de ver materializado el premio del concurso que ganamos en 2015, pero se fue sin poder tener en sus manos la publicación y el dinero que había obtenido. Esto, gracias a la maldita burocracia estatal, que aún mantiene en vilo a todos los que obtuvimos algo en ese certamen de historietas del Ministerio de Cultura de la Nación. Me da mucha impotencia que él no haya podido ver uno de sus sueños hecho realidad, porque ese había sido su primera obtención en una convocatoria de este tipo.
Pero si recibió el reconocimiento de colegas. El grupo "Rebrote", en diciembre pasado, le dio el premio "Revelación". Y en ese mismo evento, recibió las felicitaciones y elogios de Quique Alcatena y Lito Fernández.
Un artista gigante, que el destino nos arrebata cuando recién estaba comenzando a mostrarnos su talento. Una persona sensacional, que transmitía las mejores sensaciones. Humilde, atento, honesto. Siempre me decía que le gustaba lo que escribía y se alegraba con sinceridad cuando le enviaba nuevos guiones. Me dijo no hace mucho "acordate que más allá de tu laburo, tu responsabilidad mayor es con la escritura".
Se nos fue Pablo y lo estamos extrañando. Todavía no lo quiero creer, no me quiero hacer la idea. No pude escribir ese guión de Nippur que soñabas dibujar. No pude tampoco estar en tus últimos momentos. Quiero creer que donde estés, estás bien. Qué nunca te faltará un lápiz y un papel para hacer eso que tan bien hacés. Qué desde ese lugar, nos iluminarás a todos con tu optimismo y sencillez.


Uno de los pocos fragmentos ilustrados de "Rosario", una historieta de pocas páginas

Pablo siempre soñó con dibujar un episodio de Nippur. Me había enviado bocetos del gran personaje de Robin Wood, confiando que podría alguna vez escribirle un guion.


Qué maravilla hizo Pablo con el guion de "Futuro XY". Le dio vida a las palabras y fuerza a una historia que nos gustaba mucho a los dos.

Lápiz de "Souvenirs", historia truculenta de terror clásico. Compartíamos el gusto, entre otras cosas, por leer a "Stephen King". Leímos, por casualidad, "Revival" al mismo tiempo.

Otra página de "Souvenirs". Pablo era muy meticuloso y le gustaba corregir cada página la mayor cantidad de veces posibles, hasta conseguir lo que se proponía como resultado final.

Una de las primeras páginas de "Antinémesis", guion que le fascinó y que mezclaba hechos sobrenaturales con demonios. 
 

La misma página de "Antinémesis", ahora en su versión final. 

"El lienzo de Ulises", una propuesta semanal que no pudimos continuar debido al ritmo que tenía.

En la cena de "Rebrote", el único momento que compartimos personalmente. Junto a Ranquel (izquierda), otro gran dibujante y amigo de Pablo (derecha).

Pablo y Lito Fernández. El maestro de los maestros le dijo a Pablo: "Mostro". Ningún premio vale más que eso.

Quique Alcatena también lo llenó de elogios: "¿Dónde estabas que no te conocíamos?"

Junto a Felipe Avila y Marcelo Bukavec, integrantes de "Rebrote", que esa noche le dieron a Pablo el premio "Revelación".

7 de septiembre de 2016

La improbabilidad de un encuentro

Jamás había usado un arma, mucho menos llevar una consigo. Salvo ese día, esa fatídica tarde en la que al bajar del taxi se topó con esa mujer de ojos claros y cabellos castaños.
No fue un encuentro de amor a primera vista ni nada por el estilo, sino un fuerte golpe de frente. Él bajaba, ella quiso subir a toda prisa. Chocaron con torpeza y él, que era más alto, terminó con la nariz partida por culpa de la frente de la joven.
La mujer lo insultó con energía, pero no se detuvo a ver como estaba. Se subió al taxi y a los pocos segundos el coche se alejaba por la calle principal. Apenas si pudo advertir el detalle de los ojos y el cabello a través de la ventanilla baja de la puerta trasera del vehículo.
Se llevó la mano a la zona dolorida de su rostro y palpó la sangre húmeda descendiendo hacia los labios. No pudo menos que maldecir su suerte y tratar de determinar con rapidez, el lugar donde dirigiría sus pasos.
Su destino original, que era la sucursal del banco, quedó atrás mientras sus piernas lo llevaban hasta una farmacia cruzando la calle. Compró unas gasas, agua oxigenada y analgésicos. El farmacéutico lo ayudó con la herida. Al cabo de unos minutos quedó limpia, pero por recomendación iría más tarde a ver un médico. Era probable que tuviese una fractura.. El dolor era un presagio de tal infortunio.
Al salir a la calle se encontró con el revuelo. Patrullas policiales e incluso un utilitario de fuerzas especiales. Al parecer estaban todos pendientes de la sucursal del banco. Cruzó hacia esa dirección para informarse de lo que sucedía.
Uno de los efectivos uniformados lo detuvo y le pidió que retrocediera. Le explicó que debía ir al banco, pero el agente policial volvió a reiterarle la orden. Se alejó solo hasta el cordón de la vereda. Desde allí observó que otro de los policías hablaba con el encargado del puesto de diarios que estaba a pocos metros. El hombre estaba señalando en su dirección. El uniformado se llevó un handy a la boca y a los pocos segundos otros policías lo estaban rodeando a él.
Lo llevaron aparte y le pidieron que se apoyara contra la pared, los brazos y piernas extendidas. Palparon sus bolsillos de los pantalones y también del saco. Solo encontraron su billetera, los analgésicos y una gasa. Entonces le pidieron que se diera vuelta y se desprendiera el saco. Hurgaron en los bolsillos interiores y para su sorpresa, le encontraron un revólver.
Los policías lo empujaron contra la pared, mientras pedían refuerzos. Él estaba atónito. Le había sacado el arma de su bolsillo, de eso no tenía dudas. Pero al mismo tiempo, no podía creerlo. El oficial que lo retenía le estaba haciendo mal la cara, porque la tenía apretada contra la piedra de la pared. Quería quejarse, pero estaba tan apretujado que no podía ni mover la boca.
Se acercó un coche con las sirenas encendidas y en pocos movimientos lo quitaron de la pared, cruzaron la vereda con él y lo arrojaron dentro del vehículo, que aceleró a gran velocidad.
Preguntaba a todos qué era lo que estaba pasando, de dónde había salido ese revólver... pero las únicas respuestas que obtenía eran miradas férreas y de poco amigos.
Lo llevaron a una dependencia policial y lo dejaron solo en una sala de tres por tres, sin ventanas, en cuyo centro había una mesa pequeña y dos sillas, en una de las cuales, él se había sentado. Esperó un buen rato hasta que la puerta se abrió. No sabía si habían pasado minutos u horas. Estaba asustado y la nariz había comenzado a dolerle. Había buscado en vano los analgésicos. Habían desaparecido junto a la billetera.
El hombre que cruzó la puerta, trajo consigo sus tarjetas de crédito y documento de identidad. Arrojó todo sobre la mesa y ocupó la silla vacía.
- ¿Qué necesidad había? - preguntó de mala manera el hombre, que no vestía como policía pero con seguridad lo era.
- No entiendo... - fue su respuesta. A cambio, recibió una fuerte bofetada.
- No vas a jugar conmigo. En las cámaras no aparecés, pero te vieron con ella. ¿Qué ibas a hacer? ¿Esperar que saliera para rematarlo? Quedate tranquilo, ella lo hizo bien, demoró, pero al final murió. Pero vos tenés el arma, así que sos cómplice.
- ¿Cómplice de qué? ¿Quién murió?
El policía que no estaba vestido como tal hizo una mueca de disgusto. Se puso de pie y se dirigió a la puerta. La abrió y entró otro policía.
- Dice que no sabe nada.
- No me extraña - dijo el tercer hombre en la habitación - ¿El arma tiene sus huellas?
- Todavía no sabemos.
- ¿Cómo sabías que no había muerto? - le preguntó el recién llegado.
- No entiendo...
Los dos policías se alejaron un poco. Trataron de bajar el tono de voz, pero pudo escucharlos.
- La mina dispara, sale volando a la calle y le da el arma a este tipo, pero de alguna manera se entera que está vivo y lo espera afuera, para rematarlo cuando lo saquen en ambulancia.
- Disculpen... pero ¿a quién le dispararon?
Volvieron a dejarlo solo. Sus credenciales y tarjetas estaban sobre la mesa. Mecánicamente las guardó en sus bolsillos. Mientras lo hacía, recordó el choque con la mujer al bajar del taxi. Era con seguridad de la mujer que hablaban. Cuando se produjo el golpe de cabezas, ella debió aprovechar para meterle el arma en el bolsillo. Con el dolor no se enteró de nada. Pero si eso era lo que había sucedido, debía explicarlo con urgencia.
Golpeó la puerta hasta que alguien la abrió desde el otro lado. Pensó que lo escucharían, pero entraron violentamente y lo golpearon. Despertó varias horas después, sobre un colchón tan angosto como sucio. El rostro le dolía como si le hubiesen clavado cien cuchillos. Se llevó la mano a la cara y notó que había sangre no solo en la nariz, sino también en las mejillas y en la frente. Lo habían golpeado salvajemente.
Se puso de pie y fue hasta el otro lado de la celda. No había barrotes, sino una puerta de metal, gruesa. Una voz resonó a su espalda.
- Así que vos mataste al Grande.
La voz provenía de otro preso, desde la litera superior de la cama cucheta. Hasta entonces no se había percatado que era una cama de dos pisos como tampoco que estaba acompañado.
- ¿Quién es el Grande?
El otro lanzó una carcajada.
- Pregunto en serio.
- ¿Me estás cargando? ¿Hicieron cagar al Grande y no sabés quién es?
- Puede que la persona que lo mató lo sepa, a mi me pusieron un arma encima y me agarró la policía.
El compañero de celda volvió a reírse.
- Si me lo decís en serio, que mala suerte la tuya. El Grande es el que maneja todo, las cárceles, los policías, a los jueces, a los narcos, a todos. El tipo es el Dios del crimen, por así decirlo. Lo que implica que antes que te des cuenta, te llenan el cuerpo de plomo. No tenés escapatoria. Si no te hace fiambre la poli, te acogota cualquier otro en la cárcel.
- ¿Dónde estoy ahora?
- En la comisaría, estás de tránsito. En cualquier momento vienen a buscarte.
- ¡Pero yo no lo hice! ¿Qué puedo hacer para demostrarlo?
- Me vas a matar de la risa vos. Si no lo hiciste, a estas alturas no le importa a nadie. Con alguien se la tienen que desquitar y si todos andan diciendo que fuiste vos, andá comprando la lápida.
Se recostó en la cama y trató de ordenar las ideas. Pero cada punzada de dolor en el rostro era un presagio de lo que suponía le iba a pasar en manos de los que quisiera cobrarse revancha.
Minutos después fue trasladado a otra sala.
Le dijeron que adentro lo esperaba una abogada. Lo hicieron entrar, le pusieron esposas y lo obligaron a sentarse.
Cuando escuchó la puerta cerrarse, levantó la vista. Delante suyo, ojos claros y cabello castaño lo miraba fijamente. Un breve gesto de ella fue suficiente para evitar cualquier comentario, sonido o gesto innecesario, que revelara quién era realmente.
Se sentía más desconcertado que nunca. Ella era la mujer por que estaba metido en tremendo problema, pero por alguna razón ella estaba allí.
- ¿Qué sucede? - preguntó él.
Ella permaneció en silencio, repasando unos papeles.
- Estamos ante una acusación de cómplice de asesinato. ¿Entiendo lo que eso significa?
Ella se llevó la mano a la boca en un gesto casual, pero aprovechó para colocar el índice sobre los labios, con un claro gesto para que no contestara. Él abrió grande los ojos.
- No, no se lo que significa.
- Bien - dijo ella, aprobando la respuesta. Iban entendiéndose en ese juego de silencios y gestos - Quiero que firme esta declaración.
Le extendió un papel.
- Firme.
- ¿No debo leerlo antes?
- Firme.
Él firmó.
- El Grande no existe - dijo de pronto ella - Y salvo los golpes en su rostro, nada de esto es real.
- No entiendo... es decir, entiendo menos que antes.
- Nadie mató a nadie, yo coloqué el arma en su bolsillo, esto no es una comisaría, los policías no eran policías, el preso no era un preso. Nada de esto es real.
- ¿Están... están jugando conmigo?
- No señor, usted está jugando con nosotros. En su mente, desde hace unas largas horas. Así que es hora que despierte, me escucha, es hora que vaya despertando...

- ¿Señor? ¿Está bien? ¡Llame al médico enfermera, el hombre está despertando!
- ¿Qué...?
- Tranquilo, lo traje al hospital, disculpe, he sido tan bruta. Lo golpeé sin querer al subir al taxi y lo dejé inconsciente.
- Usted tiene los ojos claros y el cabello castaño...
Ella rio.
- Disculpe, no me río de usted, sino que pensé que lo primero que me diría serían varios insultos y con razón.
- Es que... es una larga historia.
Ahora rio también él.
- Tengo una vergüenza, no se imagina. Lo mínimo que podría hacer, es quedarme a escuchar su historia.
Sonrieron.
- ¿Quiere escucharla?
- ¡Claro!
- ¿Alguna vez usó un arma?
Por un segundo se imaginó el rostro de ella transformado, el ingreso por la puerta del hombre policía pero vestido como médico...
-  No, jamás - dijo divertida la mujer.
- ¡Pues yo tampoco, hasta esta fatídica tarde, al toparme con usted!



3 de septiembre de 2016

Los invisibles

El invierno fue crudo. Las calles desiertas en plena noche, las persianas bajas con sus enormes grafitis, la ciudad indolente y nosotros, caminando el asfalto. De un lado a otro, buscando refugio, comida, alguien que nos quisiera escuchar.
Pero no había nadie. Eramos los únicos transeúntes del entramado nocturno, confundiéndonos con las sombras, mirándonos en los reflejos distorsionados de las pocas vidrieras que aún se dejaban ver detrás de rejas herrumbradas y frágiles. Andando, cuadra a cuadra, calle a calle, con lluvia, con viento, con todas las inclemencias juntas.
Fueron meses difíciles en los que esperábamos desahuciados el amanecer, el primer rayo de sol, esa partícula de luz que nos permitiera rendirnos ante el cansancio y el hambre. Desaparecer por unas horas, en la quietud, en la nada misma. Dejar de ser para no pensar. Rendidos, así, sin más.
Y luego, despertar en la misma pesadilla. Otra vez la noche, la solitaria noche, en la que éramos solo nosotros deambulando, sin atisbo de fin. Cíclico, infernal. Errantes en vida, en un mundo que nos volteaba la cara.
Nosotros, los olvidados, pisando nuestras propias penas y también las ajenas, por calles cuyos nombres no nos dicen nada, prisioneros en libertad, rehenes de la miseria, fantasmas de la civilización que reitera sus pecados casi por diversión.
El invierno se marcha. Pronto será primavera. Y de alguna manera, la haremos sentir culpable. Nosotros, los invisibles de este mundo.

30 de agosto de 2016

Derecho de admisión

Se acodó sobre el escritorio, aclaró la garganta y a pesar de estar visiblemente nervioso, se mostró convincente en sus palabras:
- No soy un improvisado, verá. Desde muy chico que robo, no le miento. No es que comencé ayer. Claro, eran minucias si uno lo piensa ahora: caramelos masticables, figuritas, lápices de colores, alguna que otra moneda. En una escuela no hay mucho para elegir. Ya de más pibe empecé a caminar la calle. Era otra cosa. Billeteras, bolsos, bicicletas. Fui aprendiendo, haciéndome una reputación. No es fácil, no se crea. Hay mucha competencia, más cuando uno no va calzado. Porque armado, jamás. Y mire que me insistían. No era mi modo. Lo mío era el robo, no la violencia. Y no creo que por ese detalle, reste puntos. Ladrón fui siempre, eso se lo puedo asegurar
Sentado del otro lado del escritorio, enfundado en un traje caro y corbata haciendo juego, el Diablo se llevó la mano a la boca para disimular un bostezo.
- Mire... - dijo el Diablo, buscando en el papel el dato que se le escapaba - Lorenzo, el tema es así. El averno está hasta la manija. Por eso mismo nos estamos reservando el derecho de admisión.
- ¡Pero vea mi legajo! ¡Me he portado mal toda la vida!
- En estos tiempos, eso no cuenta. Es usted un ladrón de poca monta. ¿Sabe todos los que ya tenemos acá dentro? No, para ganarse un lugar, el hurto no sirve. Si piensa volver en alguna reencarnación, anote: funcionario público, político, juez, agente de tránsito, abogado, representante de futbolistas... le tiro algunas profesiones para que no pierda el tiempo. Y en todo caso, hágase de un chumbo. Salga, dispare, baje unos cuantos. En la Tierra va a estar libre y aquí se asegura un lugar.
- No creía que fuera así... me deja sin palabras. ¿Y tengo que ir al Cielo entonces?
- Vaya tranquilo, que están ofreciendo promociones de todo tipo, incluso pusieron áreas para pecadores. No saben que hacer para atraer gente.
- ¿Y si delinco en el cielo, hay alguna posibilidad que me transfieran?
- Olvídese, si quiere entrar, vuelva a la Tierra y haga lo que le dije.
- Es que volver... me da miedo. Allá es un infierno.
- Y si, es la mejor escuela.

22 de agosto de 2016

El diamante

Un día mi padre, cuando yo era pequeño, llegó exultante a casa luego de una larga jornada de trabajo. No le habían aumentado el sueldo ni le habían otorgado días extras de vacaciones. Nada de eso. Mi padre había encontrado un diamante.
A mí corta edad sabía que un diamante era algo poco común para mortales como nosotros, que vivíamos con lo justo y necesario. Veía que era motivo de luchas y robos en películas que pasaban en la tele, pero desconocía el verdadero significado de tener uno propio. Me divertía ver como la policía perseguía a los ladrones de la joyería, pero jamás me puse a pensar que tan valioso podían ser.
En ese momento lo único que quería, era poder verlo. No me importaba otra cosa. Estaba hecho un loro, repitiendo siempre las mismas palabras: ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo! ¡Quiero verlo!
Papá hizo gala de su afecto al suspenso. Extrajo de su bolsillo un pañuelo blanco atravesado por franjas marrones y celestes, que estaba doblado varias veces, escondiendo el diamante en su interior.
El pañuelo estaba bastante roto, era probablemente el único que él tenía, y por un momento temí que por uno de los agujeros de la tela lo hubiese perdido. Pero tras ese lapso infinito - al menos para mi corta edad, que tampoco entendía de paradojas - en el que fue desplegando los dobleces de la tela con sus dedos grandes y algo sucios debajo de las uñas, quedó a la vista el impoluto y brillante diamante.
Quisimos agarrarlo, tanto yo como mi hermano menor, pero papá, rápido de reflejos, lo hizo desaparecer nuevamente dentro del pañuelo, alejándolo de nuestro alcance.
- No es para jugar, esto vale mucho dinero - dijo, llevándolo hasta su dormitorio, terreno inexpugnable para nosotros.
Mucho dinero. Esas dos palabras transformaron nuestros rostros. No porque fuéramos avaros, muy por el contrario. Porque justamente, dinero era lo que nunca había en casa. ¿Y qué significaba entonces ese diamante? Para nuestras cabezas con poco conocimiento, era la puerta a la abundancia y a las cosas prohibidas: las golosinas, los juguetes, pistas de carreras y quizá, con suerte, hasta una bicicleta.
Sospecho que el mismo pensamiento deslumbraba la mente de papá desde el mismo momento que recogió ese diamante del suelo. Y era probable, que entre todo lo que proyectaba en su cabeza, algo de lo que nosotros queríamos formara parte de la lista. El solo hecho de pensar en el nuevo abanico de posibilidades que se nos abría ante nuestros ojos, nos hacía saltar de alegría. Con mi hermano corrimos a la cama para enumerar todo lo que nos gustaría tener.
Mi padre esgrimía una sonrisa radiante durante la cena. Mamá le decía una y otra vez que lo mejor era poner un aviso en el diario para informar que habíamos encontrado un diamante, asegurando que el dueño debía estar lamentándose. Ni papá ni nosotros estábamos de acuerdo. El que lo encuentra es para él, eso lo sabíamos todos, incluso en la escuela. Era igual al otro dicho: rompe paga. Son leyes universales, tácitas. Están impuestas desde el vamos. El diamante estaba allí y papá lo encontró. Punto.
Tomamos la sopa con entusiasmo. Mi padre dijo que quizá fuera el último plato de sopa aguado de nuestras vidas.
- Mañana a esta hora vamos a estar comiendo pizza... ¡pero de la pizzería!
Cuánta felicidad con mi hermano. Parece que fue ayer. Creo que hasta nos abrazamos. Pedir pizza era todo un lujo.
Esa noche nadie durmió. Con mi hermano estuvimos hasta altas horas debatiendo que juguetes debíamos pedir primero. Por supuesto, descartando la pelota número cinco, en la que coincidíamos los dos. Mamá, preocupada, con temor a que en cualquier momento el dueño del diamante apareciera y quisiera llevárselo a la fuerza. Y papá, sintiéndose el hombre más rico del barrio, proyectando mil cosas con el dinero que le darían en la joyería a cambio de esa pequeña y maravillosa piedra.
Por la mañana, tras el desayuno, anunció que luego del trabajo iría a vender la piedra. Tiramos las mochilas al suelo del salto que dimos. Mamá se enojó porque acababa de colocarnos los guardapolvos para que fuéramos al colegio. Papá se fue riendo. Recuerdo el gesto serio que nos hizo, haciendo como que tuviera un cierre en la boca.
- De esto, ni mu en la escuela. ¿Entendido?
Con mi hermano cumplimos la promesa, aunque ese debe haber sido el único día en nuestras vidas que estuvimos en la escuela con una sonrisa en el rostro. Cuando la campana de salida repicó en los salones, fuimos los primeros en salir corriendo. Ninguno de los dos escuchó que fue lo que nos gritó la maestra.
Volvimos tan rápido como nos dieron las piernas. Sabíamos que aún tendríamos que esperar un buen rato para la llegada de papá, pero solo queríamos estar en casa. Prepararnos para el gran momento de nuestras vidas. ¿En qué traería papá tanto dinero? ¿En carretilla? ¿En una gran valija? ¿O se compraría un auto para traerla dentro del maletero?
¡Qué expectativa! Mamá, en cambio, tenía rostro de preocupación. Pero no nos importaba. Allá ella si no quería tener dinero, regalos, ropa nueva. Solo pensábamos en los juguetes, la pelota, la bicicleta... todo lo que el diamante nos daría.
Pero las cosas no funcionan así. Al menos, no para nosotros, en aquel pobre barrio, con nuestras prendas remendadas. Papá abrió la puerta lentamente, sin nada de ímpetu. Hasta parecía que le costaba caminar. El semblante triste, los ojos rojos, un funeral en sí mismo, el ocaso mismo de la esperanza.
Mamá corrió hacia él. Le preguntaba si lo habían asaltado, si había perdido el diamante... lo acompañó hasta una silla y dejó que cayera sentado. Cuando no soportó más su sepulcral silencio, le pidió a gritos que hablara de una buena vez,
Mi padre metió la mano en el bolsillo, extrajo el pañuelo y lo dejó sobre la mesa. La tela se desplegó, dejando a la vista el diamante, que a pesar de mantener su brillo y encanta, ya no encandilaba a papá.
- ¿Qué pasó, cariño? - preguntó mamá, reticente a soportar ese voto de silencio caprichoso - ¿No quisieron comprarlo?
- No vale nada - contestó casi en un suspiro, desinflándose - Es un diamante industrial.
No entendí nada. Ni yo, ni mi hermano. Mamá lo abrazo y hasta lo acompañó en el llanto. No por todo lo que no tendría, porque ella no había soñado nada. Sino porque vio en las lágrimas de su esposo, la muerte de la esperanza.
¿Qué era un diamante industrial? ¿No era acaso, de todos modos, un diamante? Solo a los días, cuando recuperó parte de su compostura (aunque nunca volvería a ser el de antes) papá nos explicó que solo son valiosos los diamantes naturales y que los industriales se usan para otros fines, pero el valor es irrisorio.
Aprendí muchas cosas en aquel suceso de mi niñez. La más importante, que el dinero no cae del cielo y que las buenas noticias llegan tan rápido como se marchan. Por alguna razón, papá guardó el diamante dentro de una copa de vidrio, arriba de un armario. Creo que lo hizo para que, al pasar por delante, recordara siempre que no podía esperar milagros.
Uno no recuerda cómo y cuánto, pero al poco tiempo, era un viejo. Y con los años, los achaques. Y con los achaques, la muerte. Lo despedimos con tristeza, añorando los tiempos buenos, lejos y a la distancia.
Cuando abandonamos aquella casa, nos llevamos la copa y el diamante. Durante décadas estuvo en la alacena de la nueva casa. Hasta hace un par de semanas que volví a encontrarlo. Uno tiene tiempo libre cuando se queda sin trabajo. Entonces se dedica a perder el tiempo de la manera más útil posible. Y en casa, siempre hay cosas por remendar. La misma casa donde nos mudamos con mamá y mi hermano. Donde incluso ella murió, ya hace bastante. La que hoy ocupo con mi esposa y mis dos nenas. Las que, hasta hace dos semanas, no sabía cómo carajo iba a mantener.
Hasta que di con ese bendito diamante. Es industrial, había dicho papá, sirve para otros fines.
Recién entonces me pregunté cuáles. Me informé, leí lo suficiente. Y allí estaba, esa insignificante piedra, que le había robado la ilusión a mi padre, conjugándose con mi realidad, el desempleo, la desesperación, una familia.
El diamante es el mineral más duro. El diamante se usa para, entre tantas cosas, cortar vidrio.
La noche estaba helada, por la calle no volaba ni una mosca. Pude comprobar que esa propiedad del diamante era verdad. Corté el vidrio de la joyería con total facilidad. Pude entrar sin hacer sonar ninguna alarma. Cargué todo lo que pude dentro de la mochila: alianzas de oro, de plata, relojes, incluso algunos diamantes naturales.
Vendí todo esa misma noche, en el mundillo negro de la compra venta. Volví a casa con la mochila repleta de dinero. De a poco estoy comprando todo lo que siempre nos hizo falta. Ver a las nenas felices con las muñecas nuevas, me hace llorar de la emoción. Cuánto entiendo ahora a papá, destrozado por no poder darnos una mejor vida. Veo a mi familia hoy, que desconoce mi secreto, pero que cree en la indemnización milagrosa de mi antiguo empleo. No me siento feliz por lo hecho, sino por la felicidad de quiénes me rodean. Me angustia mi secreto, pero tampoco me arrepiento.
Cada vez que, al pasar delante de la copa con el diamante en su interior, que he vuelto a colocar encima de un armario, me acuerdo de aquel día en el que papá llegó exultante a casa con miles de sueños en su cabeza. Creo que de alguna manera, he podido darle utilidad a su diamante. No puedo esperar que esté orgulloso de su hijo, pero al menos, que las lágrimas que derramo en la oscuridad de mi habitación, no terminen siendo en vano.