Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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26 de febrero de 2017

Los pares

Conocí "Los Pares" el último verano, estando de vacaciones. Jamás me propuse visitarlo, como tampoco nunca me propondría regresar. Es un sitio muy pequeño, que ni siquiera aparecía en los mapas que había consultado previo al viaje. Cuando vi el cartel verde con letras blancas anunciando su nombre temí haber equivocado el camino. Era imposible, porque me estaba guiando el gps. Y si bien había escuchado historias extrañas con respecto a esa tecnología, como por ejemplo, automovilistas que habían terminado a kilómetros del destino que le habían indicado al aparato, tenía plena certeza que no me había desviado ni un ápice de la ruta.
Fui bajando la velocidad a medida que ganaba terreno en la arteria principal del pueblo. Podía darme cuenta que lo era por el cantero central que dividía la calle en dos, aunque no alcanzaba para calificarla como boulevard. Las casas eran bajas, de mal aspecto. La disposición de las manzanas tenían el típico dibujo de damero. Supuse que serían unas pocas calles y que más adelante la ruta retomaría su fisonomía de soledades continuas que caracterizaban hasta el momento el viaje.
Me llamó la atención en las primeras casas que tuvieran dos puertas, una un poco más grande que la otra. Al prestar atención constaté que todas las viviendas tenían la misma disposición. También eran dos las ventanas al frente, sin importar que las casas fuesen totalmente diferente entre sí en cuanto a la arquitectura.
Me detuve delante una construcción con la fachada pintada de rosa. En la vereda estaba sentada una pareja de ancianos.
- Abuelo, disculpe - dije dirigiéndome al hombre - ¿Por esta calle vuelvo a retomar la ruta?
La pareja me observó con desconfianza, tratando de mirar por encima de mi hombro, hacia el interior del vehículo. Los vidrios polarizados y mi precaución constante de mantener apenas abierta la ventanilla, impedían una vista limpia dentro del coche.
- Es que no tengo el pueblo en el gps - me excusé, como si todo se redujera a esa explicación, y no a mi falta de orientación innata y el miedo a avanzar sin saber dónde me llevaría esa calle.
El hombre se puso de pie, con cierta inestabilidad. Detrás de su asiento tenía apoyado un bastón, con el cuál se valió para acortar los pasos que lo separaban del cordón de la vereda y mi vehículo. Al tenerlo a medio metro, le mostré mi mejor sonrisa. Esa que dice sin palabras "soy un buen tipo y necesito ayuda".
- ¿Con quién viaja? - inquirió el anciano para mi sorpresa. Ni hola, ni una media sonrisa, ningún gesto de amabilidad. Solo esa pregunta tajante y su rostro arrugado pero imperturbable, tratando de mirar hacia el asiento del acompañante.
- Con nadie - contesté al cabo de unos segundos. Debo confesar que una pregunta a otra pregunta no era lo que me esperaba.
- Viajo solo, don - y vaya a saber por qué, agregué: Dos son multitud.
El rostro se le transfiguró, prácticamente como si lo hubiese insultado o querido atacar. Retrocedió con claros gestos de alarma. Parecía que le faltaba el aire y trataba de llegar hacia donde estaba su mujer, que alertada por los movimientos de momia de su marido, hacía un esfuerzo para ponerse de pie.
Pensé que le estaba dando un ataque cardíaco. Puta suerte, dije por lo bajo y a punto estuve de abrir la puerta y salir a la vereda. Dios o el mismo Diablo no quiso que eso sucediera, vaya a saber uno quién de los dos.
El viejo empezó a los gritos.
- ¡Viaja solo! ¡Viaja solo!
Los gritos asustaron a la mujer, que se puso pálida y sin fuerzas, se dejó caer de culo en la silla. Desde la casa contigua, salieron dos jóvenes. Otros dos aparecieron del otro lado de la calle. Cada uno llevaba un perro. Más allá, una pareja salió de otra de las casas. La calle y las veredas se fueron poblando. Siempre de a dos personas, o de a cuatro, se iban agrupando. Parecían hablar por lo bajo. Podía leerse el miedo en sus miradas. ¿Miedo a mí? Si no fuese que todo era tan raro que me daba una sensación horrible en el estómago, la situación me habría partido al medio de la risa. ¿Miedo a mí, que no mato una cucaracha porque me da asco?
De a dos, cuatro, o seis personas, se iban acercando. Se miraban entre sí y miraban al viejo, que de tanto en tanto decía "va solo, va solo". Un matrimonio que podía observar por el espejo retrovisor, ya a centímetros del baúl del auto dijo con total claridad, al unísono: "Es un impar".
¿Un impar? Eso fue suficiente para hacer un clic en mi cuerpo y salir del letargo. Puse en marcha el coche y aceleré, tratando de esquivar a los vecinos que en grupos de a pares estaban casi encima del vehículo.
Fui dejando atrás esa calle con el cantero al medio, las casas bajas de dos puertas y dos ventanas al frente y, vaya detalle, dos o cuatro árboles sobre la vereda delante de cada una.
Cuatro cuadras más adelante la calle se convirtió otra vez en ruta y por los espejos no quedaban rastros del pueblo. Con un frío húmedo e intenso recorriendo de punta a punta la espalda, volví a consultar los mapas en la tablet y en el gps. Los Pares no existía en ninguna parte. Y sin embargo, allí había estado. Y aunque ahora me resulte exagerado incluso de creer, si hubiese permanecido un segundo más, no habría contado la historia. Algo internamente me decía - y me sigue diciendo, casi como un susurro constante - que esas personas se iban a encargar que mi unitaria presencia no desencajara con la simétrica proporción de los pares que regían su espeluznante y pequeño pueblo.





3 de febrero de 2017

Ocaso del ser

Me temo que ya no la reconozco. Que la única comprensión de nuestra relación es el compartir un mismo techo. Es la primera persona que veo al despertar, al pie de la cama. Aguarda paciente que me levante para seguirme hasta la cocina. Me observa mientras me preparo para el desayuno y luego cuando lo devoro sentado a la mesa. No le ofrezco, me da pudor, pero al mismo tiempo siento rechazo de hacerlo. ¿Quién es? ¿Por qué se comporta como una sombra?
Me fastidia tenerla cerca. Sobre todo a media mañana, cuando me siento a leer el diario. Su silencio es como una guillotina que corta las páginas en dos. No puedo concentrarme ni entender nada de lo que leo. Ella está siempre ahí, siempre observando. Pero cuando considero que es el colmo, algo lo supera. Por ejemplo, que quiera entrar al baño conmigo. Lucho con la puerta, trato de cerrarla, pero ella es fuerte y opone resistencia. Y dado que mi vejiga funciona con apremio, la dejo entrar y hago mis necesidades con ella cerca.
Es una especie de carcelera. Se apresura a cerrarme el paso cuando busco la puerta de calle y si salgo al patio, es con ella a mi lado. Las pocas veces que he ganado el teléfono, de los nervios, no he sabido qué número marcar. Sabe exactamente que pastillas tomo y la frecuencia de las mismas. Siento una total paranoia por esos detalles.
Pienso en mis hijos, si acaso saben lo que me está ocurriendo. Y Dolores... ¿dónde estará mi mujer Dolores? Creo que se fue hace tiempo, pero no puedo calcular los años. O quizá meses. El encierro es un tormento que destroza los recuerdos y los calendarios. Todo se vuelve un sin sentido. El ayer, el hoy, hasta el futuro mismo, confrontan por existir. Ya no sé el día en el que vivo. Y tampoco esa persona siempre cercana me lo dice.
Duermo la siesta, me levanto. Ella está en el pasillo. A veces espera, otras barre. Se detiene para observarme, para precisar cada movimiento, como si temiera que de un momento a otro fuera a decidir salir corriendo y escapar de aquella prisión. Pero me resigno, quizá porque estoy cansado, porque me veo viejo en el espejo del baño, porque tampoco se muy bien dónde ir.
Y dejo que se vaya el sol a través de la ventana y que las sombras del atardecer inunden la sala de estar, donde sin ton ni son voy cambiando de canales en el televisor. Hasta que la noche me asalta, y sin tener hambre, de todos modos como y bebo, mientras ella vigila.
Finalmente, ya rendido, derrotado en ese juego perverso, abandono la mesa para ir a acostarme. El aseo previo, controlado por ella, es inevitable. Cuando llego a la cama escucho los murmullos del tiempo. Voces de otras épocas que tratan de decirme algo. Me consuela saber que alguna vez fui otra persona. Ella me sigue observando. Puedo ver su silueta bajo el marco de la puerta. Puede que sepa quién es, puede que no. En el mejor de los casos, ya no la reconozco. Si tiene un nombre, lo he olvidado.
Cómo a veces, me parece, he olvidado el mío. Y el de mis hijos. Solo retengo el de Dolores. El resto se ha ido. Todo se ha ido. Remite. Se esfuma. Como si la vida se tornara una neblina en la que uno va penetrando de a poco. Y en la que solo quedan dos personas. Yo, el desmemoriado y ella, la carcelera de blanco.