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20 de abril de 2019

El testigo

Cuando Barrios llegó a la habitación, los forenses ya se habían retirado. Cerca de la ventana, prestando atención a los detalles de la abertura, estaba Ortiz. Llevaba puestos guantes descartables y sus movimientos parecían una coreografía en cámara lenta. En el centro de la habitación una manta negra dejaba adivinar que estaba allí para cubrir el cuerpo de la víctima.
Barrios contó los uniformados desde la puerta de entrada del edificio hasta donde se encontraba. Solo tres. Uno abajo, otro en el pasillo y el restante dentro de la habitación, observando una estantería de libros.
- ¿Cuál fue la causa? - preguntó el detective, sobresaltando tanto a Ortiz como al policía de uniforme.
Ortiz se acercó, sacándose los guantes y guardándolos en los bolsillos del saco.
- Un infarto. Según los compañeros de cuarto, comenzó a tener un ataque al corazón y llamaron de inmediato a la ambulancia, pero no llegó a tiempo.
- Muy oportuno. Un ataque al corazón a menos de veinticuatro horas de declarar en una causa por drogas.
- ¡Y qué causa!
- ¿Dónde están ahora los compañeros de cuarto?
- Los amigos fueron liberados luego del interrogatorio de rutina, deben estar ahogando penas en un bar o dónde hoy en día se estile ahogar las penas.
- ¿Tenemos sus datos?
- Todo. Hasta el grupo sanguíneo.
El detective giró en redondo, observando la puerta de salida al pasillo.
- ¿Tenía custodia?
- No, era un domicilio no declarado. En teoría nadie sabía que estaba acá. Es el departamento que alquilan unos amigos de su pueblo, que están estudiando medicina aquí en la ciudad.
- Tendría que haber tenido custodia igual. Pudo haber tratado de escapar, pudieron intentar matarlo... es mejor prevenir.
- No hay presupuesto, Barrios. Usted lo sabe, yo lo sé. Además... ¿piensa que para este muchacho las cosas iban a terminar con la declaración? Estaba en una encrucijada. Si no declaraba, iba preso. Si iba preso, la banda con la que estaba metido lo degollaba el primer día. Eligió declarar. Este pibe, si no se moría hoy, terminaba en unos días en alguna zanja.
- Entiendo que nos han llamado para asegurarnos que no fue un asesinato. No veo el sentido de estar acá.
- Si, el juez de la causa accionó este peritaje, pero ya te voy adelantando que no hay nada raro. La banda se salva de su declaración y él se evitó la venganza.
- Está muerto Ortiz.
- Pero no fue asesinado.
Barrios hizo una mueca de desaprobación al comentario de su compañero. Se acercó a la manta negra y levantó una de sus puntas. Debajo estaba el cuerpo rígido del testigo de la causa.
- ¿Qué estudian los amigos?
- Medicina.
- ¿Le van a hacer autopsia?
- No hemos encontrado indicio alguno de violencia en el cuerpo, tampoco hay elementos en el lugar que prueben que haya sido una muerte infringida. Por lo tanto, estimo que irá de aquí a una funeraria o dónde crean conveniente los familiares.
- ¿Se ha descartado veneno, suicidio con pastillas...?
- No quieren alargar el asunto, Barrios. Demasiado tendrá la prensa cuando se entere del fallecimiento de este muchacho. Ellos van a conjeturar todas las hipótesis posible.
- Justamente, el fiscal y el juez deberían asegurarse contar con todas las cartas a su favor.
- Olvidate. No hay...
- Presupuesto, ya lo sé.
El detective suspiró. El informe diría infarto y a otra cosa. Saludó a Ortiz y se marchó raudo. En la escalinata del edificio se topó con los de la funeraria. Estaban subiendo una camilla por los escalones. Algunos curiosos habían detenido su marcha y observaban la escena. Aún los medios de comunicación no sabían nada. Había suficiente hermetismo como para que la noticia estallara recién al día siguiente. No tenía mucho que hacer allí. Salvo que no creía en las casualidades. El asunto le daba vueltas en su cabeza: el muchacho ya estaba muerto, no tenía forma de escapar a su destino. Ya lo había dicho Ortiz. Si no declaraba, iba a morir en la cárcel, si lo hacía, iba a morir antes de poder escapar de la ciudad. Y ahora, finalmente, ya nadie lo mataría, porque le había dado un infarto. Paradójico. Conveniente.
Desde la esquina podía ver la entrada al edificio. Sacó el celular y llamó a una periodista de confianza.
- Ema, ¿qué chances tiene la justicia de encerrar a los capos de la droga, los del juicio que se está llevando a cabo ahora? - hizo una pausa, escuchando la respuesta - Ajá. ¿Y el testimonio de mañana? ¿Ayudaría? - meneó la cabeza de un lado a otro - Así que el fiscal tira en contra, es decir, ni le conviene que declare, si por él fuera, retira la acusación hoy mismo.
Sonrió. Aún seguía observando el edificio. Agradeció a su fuente y guardó el teléfono. A los pocos minutos bajó Ortiz y también los uniformados. Detrás, la camilla con el cuerpo del pibe. Lo metieron en el coche fúnebre. Los policías subieron a sus respectivos vehículos y se marcharon. El que llevaba el cuerpo, también arrancó. Detrás, se puso en marcha otro auto, un Fiat Palio, con tres jóvenes en el interior.
Barrios volvió a suspirar. No tenía apuro, sabía el nombre de la empresa funeraria. Caminó lentamente hacia su viejo Mustang y se mezcló con el tráfico. Llegó a la casa fúnebre media hora más tarde que el cuerpo del testigo infartado. Como lo supuso, el Palio estaba también allí. Se quedó dentro del vehículo, con la mirada puesta en un portón. Sabía que tarde o temprano se abriría. Solo aguardó quince minutos. Dos de los jóvenes que iban en el Palio salieron primero, luego lo hizo el tercero en compañía de un empleado de la funeraria. Cargaban un bulto que pusieron en el asiento trasero. Todo fue rápido, incluso el sobre que los jóvenes le entregaron al empleado.
El Palio salió despacio, tratando de no llamar la atención. Barrios lo siguió con sigilo y manteniendo la distancia. Tuvo que dejar alejarse un tramo al otro vehículo, dado que tomaron la ruta hacia las afueras de la ciudad y sería muy notoria la presencia del Mustang en el espejo retrovisor. De todos modos, no fue difícil detectar el auto estacionado del otro lado de un cerco, en una casa quinta con variada arboleda en el frente.
Dejó su vehículo lejos y caminó. No había perros ni otro tipo de vigilancia. El lugar se usaba poco. No tuvo inconvenientes en acercarse hasta una ventana trasera. Podía ver el living, una enorme mesa y más allá, un sofá. Alrededor del sofá estaban los tres estudiantes de medicina y el muchacho, el fallecido, estaba tendido sobre unos almohadones. Uno de los amigos le daba sopapos en la cara, otro sostenía una aguja en la mano. El tercero le echaba aire con una revista de historieta.
Barrios esbozó una sonrisa. En el fondo, quería golpear la puerta y felicitarlos. Eran estudiantes de medicina, seguramente lo habían conseguido con facilidad. Sobre la mesa podía ver el envase de haloperidol, un fármaco antipsicótico, un neuroléptico,​ que se usa mucho para las enfermedades mentales y que también pueden provocar a estados catalépticos.
El muchacho había sido declarado muerto oficialmente y seguramente en la funeraria reducirían algo a cenizas en lugar de su cuerpo. Mientras tanto, sus amigos lo sacarían de la catalepsia inducida. Con suerte, para la noche estaría fuera del país. Vivo, pero muerto. Lejos, pero a salvo.
¿Quién era Barrios para hacer algo? El muchacho ya tenía su sentencia de muerte, de una forma o de otra. Y detalle menor, no había presupuesto. Con paso cansino volvió a su Mustang. Suspiró al ver que una paloma le había cagado el parabrisas. Cosas de la vida, se dijo, mientras ponía el motor en marcha.


1 de abril de 2019

Ahora solo hay palomas

Gravita sobre el poniente, medusa del aire, la hoja somnolienta. El árbol, indiferente, la deja. Se confunden ambos en un paisaje ausente.
Ecos de otros tiempos reverberan, en el silencioso rumor del viento, llevando a sus oídos nostalgias que perseveran, se entregan, se refugian, pero en ningún momento prosperan.
Ella observa envuelta en un pañuelo sin color, que a la luz del atardecer solo devuelve un leve resplandor. La plaza es gris. El cielo es negro. La ausencia es transparente.
No queda nada de antaño, ni palabras, ni pinturas, ni el canto de las voces, ni las utopías de los sueños. Dónde había esperanza, fuerza, entusiasmo, ahora sólo hay palomas.
Emplumadas, inquietas, se desplazan, van, vienen, alzan el vuelo pero bajo, corto, para retornar, volver, quedarse en el mismo lugar. Cuál cuervos disfrazados para atenuar el dolor, aguardando la carroña del ayer, picotear las últimas sobras del festín.
Camina, baldosa a baldosa, sin pereza, al contrario, consciente y con consciencia, la propia, la colectiva, la que la mantiene viva. Todo se antoja distante, incluso el frío, la noche que se avecina.
En la plaza no hay vestigios, en la ciudad no hay memoria. No es culpa del tiempo, sino de quiénes al reloj le dan cuerda, atrasando las manecillas para que el pueblo no despierte, adelantándolas para que el pueblo no recuerde.
Frágil, sus huesos aún la llevan. Frágil, aún mantiene sus fuerzas. Vasija de barro mil veces partida, mil veces restaurada. Las arrugas son tus cicatrices de los años, la soledad es la herida del olvido.
Como esa hoja en la brisa, tenaz en su huida, deja la rama y se echa a la suerte. Las jaulas de la mente, los cerrojos de la vida. Cárceles imaginarias para contrarrestar la muerte. Aunque sin ella, no tiene sentido el nacer, y sin luchar, no tiene sentido el vivir.
Metáfora de la nada, y al mismo tiempo del todo. Qué las verdades serán mentiras, y las mentiras consecuencias. Pesadilla para el que la sueñe. Infierno para el que la viva.