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26 de febrero de 2011

El mundo no existe

- El mundo no existe - dijo Gladys para luego sumergirse en el silencio.
Rubén la miró de reojo, pero siguió hurgando debajo del capó del coche, con las manos pintadas de grasa, intentando identificar la falla del vehículo.
La tarde agobiante hacía que ambos sudaran bajo el sol inescrupuloso de febrero. Pero sin dudas que él lo sufría el doble, al menos las enormes gotas que resbalaban por sus brazos podían atestiguarlo. La desértica llanura adormecía el paisaje, posaran la vista en cualquier punto alrededor.

Mientras el trabajaba, ella prefirió el calor del asfalto. Estaba sentada con las piernas recogidas contra el cuerpo. Parecía tener la mirada perdida y no había hablado desde que se habían detenido a un lado de la ruta. Al menos, hasta que pronunció esas cuatro lacónicas palabras.
El silencio se instaló durante largos minutos. La brisa parecía llevarse cualquier atisbo de diálogo. Rubén se estaba impacientando al no poder encontrarle la vuelta al problema del automóvil y más le molestaba la actitud de ella, despreocupada y distraida.
- No existe - repitió al rato.
- Gladys, dejate de joder con pelotudeces y aunque sea prepará unos mates ¿te parece? -dijo violentamente; se amargó de inmediato, porque se dio cuenta que empleó un tono más elevado del adecuado, pero la situación lo superaba.
Sin embargo a ella el comentario le pasó desapercibido. Ni siquiera se movió de donde estaba. Rubén prefirió entonces enfocar toda su atención al desperfecto, porque si la noche los agarraba sin poder llegar aunque fuese a una estación de servicios...
- No existe porque en realidad está todo en mi mente - habló la chica.
Su novio volvió a mirarla, esta vez con cara de "qué estás diciendo".
Gladys se puso de pie y observó el lugar, girando sobre sus talones en un círculo perfecto.
- "Cada cosa - prosiguió -, cada objeto, color y forma, nace en mi mente. Todo es proyección de mi imaginación. Aquel cielo inmenso, las nubes que lo surcan. El horizonte que lo corta. Todo. Este camino caliente, la llanura infinita, incluso la brisa y el aire, existen porque así lo quiero. Este coche, vos incluso, Rubén, no existen. Yo los creo, les doy vida. Si en estos momentos, yo dejara de existir, ustedes también, desaparecerían en la nada".
"El mundo, aquel que vemos en las noticias, la gente que lo habita, sus lugares, sus paisajes, los problemas, el hambre, la violencia, la venganza, todo existe porque la mente lo dicta. Nada es real. Ahora lo entiendo. Es fácil darse cuenta. Solo puedo saber la existencia de lo que conozco, y es lo que conozco, entonces, lo que existe. ¿Existe la ciudad cuando no la pienso? ¿O solo aparece ante mi, cuando llego, por una necesidad lógica? Vos mismo Rubén ¿qué tan seguro estás de que existís cuando no estás conmigo? ¿No serán acaso, todas las existencias, independientes? ¿Y entonces, los mundos, millones y todos diferentes?".
"¿Acaso el Rubén verdadero, si acaso existiese, no podría estar imaginando un mundo con otra novia, otros lugares, otras voces? ¿Crear sus propios colores, sus penas y tristezas, sus triunfos y derrotas? El mundo no existe, no me caben dudas. Tiene forma en la medida que se la doy, como una arquitecta a cuentagotas. Y lo colmo de dicha o de odio,  según mi antojo. Pero es tan difícil sostener esa creación, que los resultados son nefastos. Y creemos entonces, conformes, que eso que proyectamos, ese resultado a tientas, es la vida. Por suerte, Rubén, tenemos un descanso y es al cerrar los ojos. En ese instante mágico, el mundo deja de existir. Y así será, hasta que un día no podamos abrirlos más".
Todavía su novio la estaba mirando con cara de preocupación cuando Gladys cerró los ojos y el mundo desapareció.

23 de febrero de 2011

Poncho del futuro

Gustaba cada noche de beber una taza de café caliente mientras revisaba por última vez el correo electrónico antes de irse a acostar. Su mujer lo regañaba por ese momento a solas delante de la computadora a altas horas, principalmente porque se pasaba allí varias horas al día, en parte porque su trabajo así lo requería.
Sin embargo el ritual era impostergable. Su taza con el rostro de Patoruzú dejaba escapar el olor irresistible del café, apoyada cerca del teclado. Sin mirarla, la tomaba con la mano izquierda y se la llevaba a la boca lentamente, mientras su vista se dedicaba a leer los asuntos de los correos, para descartar aquellos que podían leerse sin prisa al día siguiente.
Desde la sala donde tenía la máquina podía oír los quejidos de su mujer, provenientes desde la habitación. Pero aquello no lo perturbaba. Tampoco se apuraba, empleando el tiempo necesario para cada lectura, como para cada sorbo de café.
Su atención quedó de pronto totalmente absorbida por uno de los correos, a tal punto de quemarse con lo que estaba bebiendo, además de mancharse la camisa con las gotas que debido a ese accidente, le cayeron encima. Maldijo en voz baja, pero sin quitar los ojos de la pantalla.
Clickeó con el mouse en correo, cuyo asunto era: "Poncho, por favor, leélo antes del jueves". Mientras el mensaje se cargaba en la página del navegador intentó recordar hacía cuánto tiempo nadie le decía "Poncho". Aquel era el sobrenombre que en la secundaria le habían puesto un par de amigos y que le había durado hasta que finalizó la misma, para luego partir con rumbo a una ciudad más grande y enrolarse en la universidad.
"Poncho", vaya recuerdo. Uno de los que le había dado ese sobrenombre era el "Negro" Pereyra. Gran valor. Petisito, rápido, era el que todos querían en su equipo cuando había un picadito de fútbol. Pobre "Negro", que manera boluda de morirse. Se le derrumbó el techo una noche de tormenta fuerte y no pudo contar el cuento.
El otro era el "gringo" Di Marco. Le decían así porque a su padre lo llamaban igual. Unica herencia del viejo, que se mandó a mudar cuando cursaban cuarto año, luego de estafar a un banco del pueblo. Abandonó antes de empezar el último año para ir a laburar al campo. Nadie de la barra lo volvió a ver.
La conexión a internet estaba lenta. El correo seguía cargando. Bebió otro poco de café, cuidando de no volverse a manchar. Desde la habitación la voz de su mujer preguntó nuevamente si le faltaba mucho. Contestó con un "ya voy" sin mucha convicción. Los pies subían y bajaban, como si estuviera siguiendo el ritmo de una canción. Seguía pensando quién podía, veinte años después, mandarle un correo electrónico con un apodo que ni siquiera su esposa debía saber que alguna vez había tenido.
Al fin abrió. El correo, para su sorpresa, estaba enviado desde su misma casilla y decía: "Poncho, el que te escribe sos vos mismo, pero desde el futuro. Si, ya se, te vas a creer que esto es una broma de alguno de la oficina central. Por eso te llamo por ese sobrenombre que solo nosotros conocemos. Nosotros y gente con la que hemos perdido el contacto a lo largo de estos años".
Abrió los ojos bien grande, incrédulo y siguió leyendo:
"Soy yo, es decir, sos vos. Este correo te debería estar llegando el 23 de febrero. Creo recordar que por esta época, revisaba el e-mail bastante seguido y claro, como olvidar, los enfados de Catalina. Pero algo ha sucedido y es terrible. Poncho, el pasado cambió. Si, cambió. No me pidas que te explique, solo necesito que me leas atentamente: Si hoy es 23, mañana jueves te vas a matar en un accidente de tránsito. Si, suena inverosímil, sobre todo porque en esta época estás siempre en casa, tras la operación de la cadera. Y más extraño aún porque te estarás preguntando cómo es posible que si mañana vas a morir, te esté escribiendo. Bien, es lo que te he dicho antes. El pasado cambió y si el 24 no evitas la muerte, este frágil presente en el que me sostengo, desaparecerá tan rápido como a ti (o a los dos en realidad) nos suceda el siniestro."
Se detuvo. Tenía los brazos con el vello erizado. Se llevó la taza a la boca, pero la encontró vacía. La volvió a apoyar junto al teclado. Observó otra vez la dirección de mail. Debía ser una broma, alguien que le descubrió la clave y envió ese correo. Sin embargo no podría haber fraguado la fecha ¿o si? Ese texto, según la fecha que indicaba en pantalla, había sido enviado el 18 de julio de 2032.
Solo quedaban unas pocas líneas: "Debes evitar cualquier viaje por más urgente que sea. Quédate en casa el jueves. Tienes que engañar al pasado. Tú puedes hacerlo y de esa forma, nos salvarás dos veces. Poncho, creéme. Y por nada en el mundo consideres este correo como una broma. Pues no lo es y muy en el fondo, lo sabes".
En la última línea, firmando las oraciones que había leído, estaba su nombre. Aquello era inaúdito. Cómo no pensar en ese mensaje como una broma. ¿Quién había sido? ¿Julián? No, demasiado inepto para algo así. ¿Oscar? Si, podría, pero desconoce como encender una computadora. ¿Elvio? Si, él podía ser. Siempre husmeando donde no debe... Pero era sencillamente imposible. Hacía un mes, desde la operación, que no iba a la oficina. Había cambiado la contraseña estando en casa, en plena recuperación. Entonces... ¿era real lo que tenía delante de los ojos?
Sintió un vacío en su estómago, como una fea premonición. Si se trataba todo de un chiste, no le había gustado. Era tarde para llamar a sus colegas, pero estaba atento a hacerlo. Consultó la hora: pasada la medianoche. Podía escuchar aún los quejidos de su esposa. ¡Ya voy Catalina, deja de quejarte! bramó alterado.
Le era difícil aceptar que esos párrafos podían haber sido escritos por él mismo veinte años en el futuro. En realidad, le parecía algo tan imposible como sobrenatural. Pensó en borrar el correo y dejar el asunto en el olvido. ¿Pero cómo hacerlo? Además de aterrado, se sentía molesto. No entendía cómo podía ser real, cómo encajar en su mundo ordenado tremendo desajuste temporal. ¿Y su muerte? No, no podía ser, de ninguna manera. Al menos tenía cinco meses más de rehabilitación antes de ponerse detrás de un volante de automóvil.
Ofuscado, fue a "inicio" y apagó el equipo. Se quedó escuchando como el sonido del ventilador interno que refrigeraba el procesador de su computadora se detenía, devolviéndole a la habitación un silencio mucho más amplio y sobrecogedor.
Llevó la taza hasta la cocina y la dejó para lavarla por la mañana. Su mujer ya no le hablaba ni tampoco se quejaba. Desde el cuarto no llegaba ningún sonido. Dormida, seguramente, pensó. Cuando cruzó la puerta hacia el dormitorio, se quedó congelado. Catalina estaba casi colgando de la cama, los ojos desorbitados y la cabeza apuntando hacia el suelo, con baba cayendo de la boca.
Lo primero que pensó es que estaba muerta, pero vio su pecho subir y bajar y supo entonces que estaba respirando. Un ataque, un ataque, decía su mente a toda velocidad. Su esposa había tenido un ataque. Con dolor, corrió hacia el teléfono. Marcó el número de emergencias. Tono de ocupado. Volvió a probar, con el mismo resultado. Intentó con la policía y sucedió lo mismo. ¡Malditas líneas telefónicas! gritó mientras dejaba caer el teléfono.
Volvió a la habitación y a pesar del post operatorio y todo los consejos sobre no levantar pesos, se acercó a su mujer y tras pasarle los brazos por debajo del cuerpo, la levantó con todas sus fuerzas. Le costó afirmarse, pero una vez que lo hizo, atravesó el pasillo hasta la puerta que daba al garage. Allí estaba su vehículo, disfrutando las vacaciones obligadas ante el reposo recetado a su dueño.
Abrió la puerta de los asientos traseros y acomodó a su mujer a lo largo. Activó la apertura electrónica del portón a la calle y se metió al coche. ¡Vamos! ¡Vamos! le gritaba al mecanismo, que con pereza elevaba la barrera que lo separaba con el mundo exterior. Cuando pudo hacerlo, encendió el vehículo y salió marcha atrás, a gran velocidad.
El hospital de emergencias quedaba a quince cuadras. Cruzó el primer semáforo en rojo. A la mierda las reglas de tránsito, sentenció. La pantalla de a bordo indicaba la velocidad. Excesiva para la ciudad, lo sabía. En letras y números verdes, la misma pantalla brindaba además otros datos. Por ejemplo, que eran las 00:24 del 24 de febrero. De golpe, mientras superaba a un camión de reparto en una calle demasiado angosta, recordó palabra por palabra el correo electrónico y la manera en que había descartado la posibilidad de estar conduciendo. Y sin embargo, allí estaba, haciéndolo, de la manera más desesperada e imprudente, como nunca antes jamás en su vida.
Por el espejo retrovisor vio que su mujer estaba teniendo una nueva convulsión. Una lágrima le rodó por la mejilla. En su mente volvió a leer aquella advertencia del futuro. No lo dudó. No podía hacerlo. Aceleró a fondo y cortó camino por la avenida.

20 de febrero de 2011

El silbido mágico

El abuelo se inclinó sobre la enorme mesa de madera repleta de herramientas, acercando su vista desgastada hasta los destornilladores, buscando la punta adecuada para los tornillos del tractorcito de Martín. Al encontrarlo soltó un "¡hurra!" a todo pulmón.
Martín rió de lo más contento a unos metros, sentado en el suelo, rodeado por sus coches de juguetes, con los que simulaba estar en medio de una gran competencia automovilística. Su abuelo era la versión de boxes de su infancia.
- ¿Tiene arreglo abuelo? - preguntó tras las risas y con voz esperanzada, el pequeño.
- Por supuesto querido, es cuestión de ajustar un poquito por aquí, otro poquito por allá. Y claro, el silbido mágico.
- ¡El silbido mágico! - gritó feliz Martín.
Casi al mismo tiempo empezaron a silbar una melodía alegre. El silbido mágico todo lo podía.
El abuelo se quitó los anteojos y dejó el destornillador en su lugar. Tomó el tractor en miniatura y lo giró en su mano, conforme con el resultado.
- Aquí lo tienes pequeño - le dijo a su nieto mientras estiraba el brazo hacia él con el vehículo en su mano - Listo para ganar esa carrera.
- ¡Gracias abuelo! ¡Sos lo más!
El viejo sonrió, contento. Se apoyó contra la mesa, con los brazos cruzados, mirando al niño con ternura.
Martín hacía sonidos con la boca, imitando los motores, tal los recordaba de las carreras que pasaban por la televisión y que miraban con papá cada domingo.
- Rummm, rummm... - Martín aceleró con la garganta y su mano deslizó el tractor reparado con velocidad superando a un jeep que movía con la otra.
- Cuidado, que no vaya a chocar otra vez - advirtió cómplice el abuelo - Los de boxes se fueron a dormir la siesta.
El niño sonrió al mismo tiempo que detenía a los competidores.
- Abuelo...
Así comenzaba las frases cuando tenía una pregunta en la cabeza. Era un buen síntoma, pensaba el viejo. Inquietudes en la edad justa, como le decía su madre cuando era pequeño.
- Si Martincito, te escucho.
- ¿Por qué mamá no cree en fantasmas?
El abuelo soltó una carcajada. Se esperaba alguna pregunta más comprometedora, pero aquel interrogante le gustó.
- Martín, Martín... por qué crees que puede ser. ¡Porque es adulta! Solo los niños y los viejos pueden creer en fantasmas. Los demás no tienen tiempo de mirar y ver. Solo miran y siguen con sus actividades. Hay que saber observar - le dijo guiñándole un ojo.
- Si, pero le he dicho eso y me ha dicho que no sea tonto.
- ¿Tonto? ¿Te ha llamado así? Si la hubieses visto de pequeña... todo el día preguntando cosas, queriendo saber sobre todo, absolutamente todo. Y jamás le he dicho tonta por preguntar y mucho menos por querer explicarme algo.
- ¿Da bronca? ¿No?
- No te ofusques querido, ella se lo pierde al fin de cuentas.
- Si...
Las bisagras de la puerta del sótano crugieron con suavidad y Martín escuchó los reconocibles tacos de mamá golpeando el viejo piso de material.
- ¿Martín? ¿Estás acá abajo?
- Si mamá, acá estoy.
- ¿Con quién hablabas?
Martín miró a su abuelo con una sonrisa genuina y ahora él fue quién guiñó un ojo.
- Con nadie mamá, hablaba solo, mientras jugaba con mis autitos.

17 de febrero de 2011

Incógnita de noche junto al mar

Tengo un sueño, le dijo a su novia, plegados contra la baranda del mirador que daba al mar. Fueron esas solas tres palabras, ninguna más. Ella se quedó esperando entre sus brazos que le contara cuál, pero no pronunció otra palabra, ninguna más.
En cambio, la besó, como jamás nunca lo había hecho. Era pasión, era amor. Fue ese beso, ninguno más. Caminaron por la rambla, manos apretadas, caderas tocándose. Sonrisas tontas, corazones enamorados.
Anochecía, con sus primeras sombras. Una mano armada, el dinero y dos disparos. A la cabeza y al pecho. Sus gritos, los de ellas, una ambulancia que tardó en llegar.
Se la llevaron bajo un nailon negro, como la noche. Tenía un sueño, ninguno más.

14 de febrero de 2011

La bailarina sobre el pedestal

Cortó por el camino que orillaba las vías del tren. Fue esquivando los durmientes de quebracho, en un juego tácito con el paisaje. Las piedras eran cómplices de los vidrios rotos, de las alguna vez botellas que borrachos habían arrojado contra la interminable escalera que dormía pegada al suelo. Sus pies descalzos evitaban un contacto que inevitablemente lo haría sangrar.
Era temprano, el sol apenas se asomaba. El calor de todos modos se sentía en el aire. Iba a ser un día caluroso, de esos en los que las chicharras fríen los oídos y auguran un suplicio incluso a la sombra. Los pájaros se encaramaban a los árboles lindantes y en un coro desprolijo, embarullaban el barrio. Un perro ladraba a lo lejos. Eran los sonidos de cada mañana. Aquellos que la volvían real.
Un palo largo que había recogido minutos antes le servía para golpear con ingenua furia las ramas más bajas de los fresnos que le abrían paso a su andar. Una gomera asomaba del bolsillo trasero del raído pantalón.
Pensaba en nada cuando llegó al portón verde que tan bien conocía. Se metió dos dedos en la boca y silbó con fuerza. Del otro lado de la chapa, un perro comenzó a torear contento. Esperó paciente, mientras levantaba de entre los yuyos piedras de forma consistente, sucientemente pesadas como para arrojar con su arma de madera y goma.
El portón se abrió lentamente, como si un misterio dormitara del otro lado. Pero no había ningún misterio en la figura achacada de Salvatore, que retrocedía a la par de la hoja de chapa verde, con paso vacilante y nada seguro. El niño pasó sin saludar. Caminó sereno hasta la vieja casa edificada al fondo del terreno, dejando atrás una precaria plantación de tomates y otra de zapallos.
Entró sin golpear. No había necesidad. Solo estaba Elisa, que era sorda. A pesar de ello, sabía bien cuando alguien llegaba. Se hacía entender con señas que se debía a las vibraciones que percibía en al aire. En el caso del muchacho, las vibraciones se duplicaban, aunque jamás se lo había dicho. No era el mismo movimiento de las partículas que la envolvía que sentía, por ejemplo, cuando el que andaba cerca era Salvatore.
Sin embargo su temor, porque en su seno albergaba un miedo que no podía explicar, ni siquiera con señas o sobre un papel, no era por la fuerza de las vibraciones, sino por el aura que llevaba alrededor. Un tinte negro, de muerte, se balanceaba al compás de la marcha, como el péndulo de un viejo reloj.
Aquel joven, al que servía desde que tenía memoria, no era un joven más. Lo sabía desde que lo vio nacer, en el olvidado arroyo al oeste, donde Esther, la madre del chico, le había pedido que la acompañara para hacerlo perder, cómo le había dicho en un sollozo cuando ambas eran jóvenes y la piel aún tersa.
Aquel día nefasto en el que la muerte se equivocó al escoger y se llevó a Esther, dejando al niño en el agua, colgando de su cordón umbilical. Entonces Elisa, la pobre Elisa, sintió que debía salvarlo y así lo hizo, mientras los ojos ausentes de su amiga le decían en un silencio distinto al que estaba habituada, adiós... y suerte.
Lo crió desde sus primeros berrinches, pero ni siquiera eso pudo contagiarle algo parecido al amor. El niño le inspiraba terror. Sus gestos y mohines no eran propios de un recién nacido. Sus enojos incluían el maltrato. Las uñas habían crecido muy rápido lo mismo que los dientes. Era capaz de morder y arañar, como un bicho maldito.
Pero a pesar de ello, lo crió solo, sin saber quién era el padre. En el pueblo nadie se lo preguntaba, como tampoco querían saber que había sido de Esther. El pueblo era una voz que tampoco podía escuchar, pero que veía y sentía. Y lo que le transmitía no era nada bueno. Los ojos escrutadores la seguían por las calles mientras sus brazos cargaban al bebé, al niño de la difunta Esther.
A los tres años no había palabra que saliera de la boca de ese malnacido que no fuera un exabrupto. Y cada una de ellas era un dardo al cuerpo de Elisa. Sintió como sus dedos se volvieron inútiles sobre las cuerdas de la guitarra, la escritura se le convirtió en ilegible, la dulce voz trastocó en una cascada de piedras cayendo en un foso sin fondo y el cuerpo, alguna vez delgado, engordó a pesar del hambre y el frío. Solo su sordera se mantuvo inalterable, casi una bendición. Los insultos, de esa forma, dolían menos.
Entonces llegó de la nada Salvatore. Se instaló y colocó el portón. El niño se sintió a gusto y ella se convirtió en su víctima cada noche. Abría la puerta y como si nada, con los pantalones por las rodillas, la empujaba sobre la cama para violarla una y otra vez. A veces, el niño se asomaba en la puerta con una sonrisa en el rostro y un cuchillo en la mano.
Tenía siete años cuando comenzó a irse por las noches y volver en las mañanas, repitiendo al llegar siempre el mismo ritual del silbido, tras el cual Salvatore lo dejaba entrar. A veces volvía envuelto en lodo, otras en sangre y de vez en cuando en viscosidades que Elisa no podía describir.
Luego de un tiempo, comenzó a violarla también. En su pesadilla, la sordera era un bien. Su forma de alejar los gritos, los ajenos, los propios.
Aquella mañana las chicharras presagiaban un calor sofocante. Ella no las escuchaba, pero podía sentirlo en la piel, cuarteada por el sol de tanto cosechar a la hora de la siesta. Podía casi respirarlo, con solo cerrar los ojos y dejarse llevar por el silencio que habitaba su cabeza.
Las vibraciones. Fuertes, malignas. Escupían el aura negra por todas partes, casi vomitándola. Se acercaba, estaba allí. Lo vio entrar, el rostro pétreo, el pecho hinchado como un gallo, los pasos medidos y firmes, el cabello cubriéndole parte de la mejilla y las manos bañadas en sangre.
Lo vio y dejó de hacer lo que estaba haciendo. Entonces tomó la caja de fósforos de su bolsillo y sacó uno al azar. Lo raspó contra el borde áspero de la caja, viendo nacer de inmediato la llama. Vio como el aire jugaba con ella, la acariciaba, la hacía bailar lentamente, como una doncella, una bailarina en su pedestal y entonces la llevó hacia delante, para que él la viera. Y no hubo nada más, ni siquiera tiempo para sonreír.
La cerilla cayó y el combustible que cubría cada centímetro del lugar ardió.
El último pensamiento de Elisa fue para Esther y aquel arroyo, que se le antojaba tan distante e irreal, tanto como el calor que la estaba alejando de su sufrimiento.


“Entonces cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y aun lamió el agua que estaba en la zanja”.
1ra. Reyes 18:38

11 de febrero de 2011

El hombre del té [2° parte]

La escena parecía repetida. Los patrulleros en la calle, los vecinos en las veredas, los chicos apenas cubiertos de ropa, los ojos desorbitados y los cuerpos temblando del miedo. Estaban todos, salvo Anabella. Lo que quedaba de ella, descansaba dentro de un par de zapatos en su habitación. El tatuaje de una flor en el tobillo no permitía una mentira. Aún buscaban a Clarisa, la compañera de habitación de Anabella. Nadie recordaba que se hubiera ido después de cenar. Adrián se había sentado en el cordón de la vereda y no soportaba ni las caricias de Melina. Aquella imagen lo perseguiría de por vida.
La policía tomó nuevas declaraciones, pero en este caso, salvo la de Adrián que relató cómo es que había descubierto la escena del nuevo crimen, todas coincidían en algo: estaban durmiendo.
¿Podía ser Clarisa la que se fue por la puerta? preguntaban, pero no era fácil responder. No lo creían, pero era preferible pensar eso que la posibilidad de convertirla en una nueva víctima.
Al mediodía fueron llevados todos a la comisaría más cercana y se les planteó lo que algunos ya temían. Debían desalojar el lugar para poder llevar adelante una investigación mucho más minuciosa. Dado que no todos tenían donde ir, la justicia se iba a encargar de buscar habitaciones de hoteles cercanos para alojarlos. Al menos, hasta que pudieran tener algunas conclusiones.
Regresaron por sus bolsos. Empacar fue una tarea penosa, pero aunque no lo manifestaran había cierto regocijo y alivio por abandonar aquel lugar. Desde sus habitaciones escuchaban algunos diálogos de los investigadores, los pasos de los uniformados recorriendo el lugar y los ruidos que hacían moviendo muebles en la habitación de Anabella y Clarisa.
Julián arrojó con bronca el desodorante dentro del bolso. El sonido al golpear un cuaderno le trajo a la mente una frase que había escuchado la noche anterior pero que parecía provenir de un siglo pasado: El frasco de don Francisco.
Dejó lo que estaba haciendo y se sumó a la procesión de personas que había en el pasillo. Caminó hasta la habitación 3 donde lo detuvieron al querer entrar.
- Está bien, no voy a entrar – dijo sacándose de encima las manos del policía – Busquen un frasco, pequeño, como de éste tamaño, estaba rotulado y decía “té”. Ayer Anabella lo encontró en la cocina y dijo que era de don Francisco. Se lo llevó con ella.
Por más que buscaron revisando centímetro por centímetro, no encontraron el frasco. La persona que salió por el frente esa noche, se llevó consigo el frasco. Al menos podían deducir eso de las pocas piezas con las que contaban del macabro rompecabezas.
Para la noche ya estaban todos reubicados. La pensión les quedaba a la mayoría de pasada al Politécnico. No se extrañaron en ver la faja policial impidiendo la apertura de la puerta de frente. Que extraño se les antojaba a todos lo sucedido en los últimos días. Aún flotaba en sus mentes esas últimas horas, que parecían extraídas de una pesadilla, un mal sueño, sino fuera que estaban asidas tan macabramente a la realidad, con las muertes de María José y Anabella y las desapariciones de la señora Etelvina y Clarisa.
La faja siguió allí, día tras día, como la sombra de misterio sobre las fojas del caso, que cada día iban quedando más y más relegadas en el fuero judicial y policial.

- ¿Entonces el señor quiere una habitación para una sola persona? ¿Es así?
- Si señora.
- Bien, me está quedando un cuarto disponible. No se si sabrá, le advierto por las dudas, pero la mayoría de la gente que vive aquí estudia, así que se ruega silencio por las noches y si es posible evitar el movimiento de salir y entrar de la pensión durante esas horas, mucho mejor.
- Entendido.
- Solo necesita hacer un depósito y pagar un mes por adelantado y la llave es suya. ¿Su equipaje está en la calle? ¿Quiere entrarlo?
- No se preocupe, llevo lo indispensable conmigo.
El hombre abonó la suma en efectivo y firmó el contrato. Cuando se retiraba la mujer dijo:
- Mi papá también se llamaba Francisco. Siempre me gustó ese nombre. ¿En serio no tiene equipaje? ¡Qué hombre misterioso!
La miró por un instante y vio una sonrisa boba dibujada en su rostro. ¿Por qué siempre querían saber más de lo que podían? Hizo caso omiso del comentario y se retiró con su llave.
Se detuvo delante de la escalera. A su izquierda vio una puerta con un cartel que señalaba “cocina”. Consultó la hora. Las cuatro en punto de la tarde. Cambió su rumbo y se dirigió hasta la puerta. La cruzó sin saludar a los que estaban dentro, todos estudiantes. Ninguno de ellos le prestó demasiada atención. Así está bien, así debe ser, se dijo mentalmente don Francisco.
Se acercó a la alacena, buscó una taza, tomó un colador que estaba colgado de un soporte y se hizo de una cuchara. Tanteó en su bolsillo y extrajo del mismo el frasco rotulado con la palabra “té”.
Lo miró fascinado antes de abrirlo. Qué increíble lo que tenía en sus manos, cuán sorprendido podía estar el mundo de lo que desconocía. Quién podría imaginar que allí dentro podía, en caso de quererlo, guardar el planeta entero. Se conformaba con meter a sus presas y convertirlas en esclavas.
No podía ver el interior, porque el rótulo se lo ocultaba y estaba bien, para eso lo había colocado. Pero era capaz de evocar esos campos de té, tan extensos como bellos, de los que era dueño. Y sus esclavas laboriosas que iba recogiendo de este mundo, trabajando en el sembrado, cuidado y cosecha.
Qué fantástico era ese frasco, que con solo abrirlo podía dejar caer en su taza esas hojas secas y aromáticas, tan sabrosas y naturales. Podía imaginarse los ojos asombrados de sus presas, viendo como las hojas cobraban vida y ascendían hasta aquel punto negro lejano que aparecía como por arte de magia en el ancho cielo. Esas manos cautivas que jamás recordarían quiénes eran.
No podían quejarse, estaban vivas. Corrían mejor suerte que sus otras presas, las que devoraba. ¡El apetito! Qué voraz que podía ser. Gente desaliñada, abandonada a su suerte, que nadie recordaría, pero que tan rico sabor formaba en su paladar. Y sin embargo, vaya problema, eran difíciles de digerir. Por suerte tenía su té para aliviarlo. Las últimas comidas habían sido a deshoras, casos de emergencia, como solía decir. Primero la dueña de la otra pensión, tan cuidadosa y respetuosa durante años… pero esa maldita bruja le llenaba la cabeza y finalmente la curiosidad había cedido. Entonces, no hubo más remedio. La bruja tuvo mejor suerte, ahora cosecha el campo. De quién se arrepentía era de esa joven hermosa, pero que otra cosa podía hacer. Cuando lo vio aparecer del frasco hubiese gritado sino le partía el cuello de inmediato. Y verla así, le despertó el apetito. Al menos pudo tener contemplación de la compañera de cuarto y meterla en el frasco. Quizá era su destino, quién sabe.
Vaya que estaba rugiendo su estómago. Alrededor los jóvenes seguían enfocados en sus libros o diálogos y nadie le prestaba atención. Su rostro parco dejó entrever una sonrisa. Llevó la taza a los labios y bebió. Si el elixir de los dioses existía, debía ser parecido a su infusión.


Fin

8 de febrero de 2011

El hombre del té [1° parte]

La pensión se dividía en diez habitaciones, enfrentadas por un pasillo que desembocaba en un patio interno. También al fondo estaba la cocina. Un cuarto un poco más amplio que el resto, dotado por una cocina a gas, lava vajillas, dos alacenas, una heladera, un anafe y una mesa de madera de generosas medidas y varias sillas, todas diferentes entre si, siempre desparramadas en torno a esta última.
En su mayoría eran estudiantes, que acudían al politécnico que estaba cruzando la calle, salvo Etelvina, una señora mayor que gustaba de charlar y que no perdía una sola oportunidad para contarle a su confidente de turno como sus hijos le habían quitado la casa y dejado sin techo, y don Francisco, un hombre de semblante parco pero de poco trato con el resto. Y claro, María José, la dueña de la pensión, que vivía en la casa de al lado, pero habitualmente pasaba largas horas en la cocina, con el equipo de mate a cuestas.
Don Francisco era el más antiguo viviendo allí. Siete años. Etelvina había llegado hacía solo dos y los estudiantes rotaban permanentemente, o bien porque dejaban la carrera que cursaban o porque se iban a vivir con amigos a un lugar más amplio o cómodo.
María José era tolerante y no ponía reglas estrictas como sabía, sucedía en otras pensiones donde se alojaban jóvenes. Quizá por ese trato, era que recibía cordialidad de parte de sus inquilinos. Por supuesto, no faltaba alguna queja, pero nada que no pudiera remediar.
A las cuatro de la tarde en punto, cada día, María José veía entrar a don Francisco a la cocina. Habitualmente en ese horario había chicas y chicos merendando algo, con sus apuntes sobre la mesa.
La rutina del hombre era idéntica cada vez. Saludaba con un leve movimiento de cabeza (y solo a la dueña de la pensión), se dirigía a la alacena más cercana a la puerta, buscaba una taza limpia, una cuchara, un hervidor de acero inoxidable y luego quedándose de pie, apoyaba todo sobre una mesada y extraía de su bolsillo un pequeño frasco de vidrio, rotulado con la palabra “té”.
Vertía algo de su contenido dentro del hervidor y luego volvía a meterlo en el bolsillo. De inmediato le agregaba agua y encendía una hornalla. Paciente aguardaba de pie a que la infusión estuviese a punto del hervor, aunque jamás permitía que llegase al mismo.
Recién una vez que apagaba el fuego, abría uno de los cajones para buscar un colador. Lo colocaba encima de la taza, para filtrar lo que había puesto a calentar. Se podía ver, si se observaba con atención, como el líquido oscuro caía lentamente del hervidor y pasaba por entre el fino mallado del colador, dejando sobre éste una espesa capa de mojadas hojas pequeñas y trituradas.
Don Francisco aguardaba hasta que cayera la última gota. Increíblemente, calculaba la cantidad exacta para llegar al tope de la taza y no dejar nada en el hervidor. Tras ello, buscaba otro frasco, en el otro bolsillo del pantalón, donde dejaba caer las hojas mojadas que habían quedado en el colador. Finalmente enjuagaba los utensilios, los guardaba en su respectivo lugar y recién entonces, buscaba una silla, se acomodaba en alguna esquina de la mesa y se bebía su té con tranquilidad.
Solo María José y Etelvina, cuando estaba allí, se percataban de ese trabajo casi religioso y artesanal. Los jóvenes estaban inmiscuidos en sus cuestiones y pasaban por alto la ceremonia.
Etelvina le insistía a la dueña:
- Vamos María José, usted lo conoce desde hace más tiempo, pregúntele.
Pero ella no cedía. Por supuesto, le intrigaba saber que tomaba, para que guardaba lo que ya utilizaba, si acaso aquello era un remedio casero y muchas otras cosas, pero a su vez respetaba la intimidad de la persona. En cambio, la otra mujer… no solo no se animaba a preguntarle ella, sino que la molestaba con tanta insistencia.
Aquel domingo, en el que se sucedieron los desgraciados hechos, tan solo estaban en la pensión la dueña y el hombre parco. Al menos eso manifestaron algunos estudiantes a la policía al día siguiente. Ninguno pudo dar una precisión sobre el paradero de Etelvina, pero visto que sus pertenencias no estaban, suponían que había abandonado la pensión mientras ellos no estaban. Quizá, por eso, salvó su vida.
La policía fue recopilando las historias y reconstruyendo lo que pudo haber pasado. Reconocían, de antemano, que sería difícil.
Marisa de 20 años, estudiante de Electrónica, se volvió a su pueblo el viernes por la tarde y regresó el lunes al mediodía. Para entonces, el lugar era un infierno. Fue la primera en marcharse y la última en volver.
Ezequiel de 22 aseguró que estuvo el fin de semana en la casa de su novia, pero deshizo los dichos cuando le preguntaron los datos de la chica, para llamarlo. Debió confesar entonces que estuvo con otra chica, todo el sábado y el domingo. Regresó a la noche, en el mismo momento en que las dos inquilinas de la habitación 3 salían disparadas por la puerta que da a la calle, gritando a más no poder. ¿Qué que pude ver? Lo mismo que todos esa noche, a don Francisco sentado en la cocina, delante de su plato, terminando de comerse lo que parecía ser una mano humana.
Adrián de 24 y Melina de 19 dijeron lo mismo, salvo que ellos habían estado el sábado y no habían notado nada anormal. Y si, habían visto aún a Etelvina. ¿El domingo? Habían aprovechado para pasar el día juntos; el hecho de estar los cuartos pegados había despertado cierta atracción entre ambos.
Anabella y Clarisa, las chicas del tercero, apenas si pudieron declarar. Estaban aterradas. ¡Nos guiñó el ojo! decían incrédulas ante los uniformados que no dejaban de tomar apuntes de todo lo que les mencionaban.
Pablo llegó a la par de la policía y no sabía que pensar hasta que desde el patio vio como la sangre se escurría desde la cocina hasta afuera, por debajo de la puerta semiabierta. Un poco por las cervezas que había tomado desde la mañana con sus amigos y otro por el asco del cuadro que acababa de observar, vomitó sobre sus zapatillas, salpicando incluso al policía más rezagado.
Julián, el más chico de todos, con apenas 18 años, fue quién aseguró no haber visto a Etelvina ese domingo. Había almorzado en la cocina y luego salió hacia la cancha para ver el partido. No se la cruzó en ningún momento. Al irse, dijo, los únicos que quedaban era María José, don Francisco y Andrea, la chica rara.
Joven de poco salir, muy poco agraciada estéticamente y a la que no se le conocían amigos, era lógicamente tildada de rara. Sin embargo la policía no encontró nada en particular en su declaración. Durmió la siesta, luego se fue a la plaza a leer, decidió pasar la noche en el cine y cuando regresó estaban sacando a María José, o lo que quedaba de ella, en una camilla cubierta con un nylon negro. ¿Etelvina? Puede ser, no me acuerdo, dijo vagamente.
El vacío en la investigación se situaba en un momento exacto, aquel en el que Ezequiel, Adrián y Melina, los últimos en ver a don Francisco, salieron corriendo hacia la calle, donde ya Anabella y Clarisa, abrazadas y llorando, habían dado aviso a la policía.
Cuando llegó la policía, con Pablo pisándoles los talones, y penetraron a la cocina del fondo, el lugar estaba desierto, a no ser por el cuerpo mutilado de María José, arrojado bajo la mesa y la sangre que emanaba del mismo como un manantial, corriendo por el declive del piso, en dirección al exterior de la habitación.
Habían pasado no menos de cinco minutos, pero el hombre ya no estaba. En los interrogatorios preguntaron una y mil veces si había una salida que no fuese la frontal, pero no la había. Además, detalle que conocían los investigadores, no había pisada alguna sobre la sangre y las ventanas de la cocina estaban cerradas por dentro.
Cinco habían visto a don Francisco comiéndose una mano, otros cinco no habían visto más que los fuegos artificiales y se habían perdido la fiesta. Nadie de los que habían estado en la pensión el domingo, recordaba a Etelvina, aunque la respuesta de Andrea no era muy convincente al respecto.
Se cruzaron datos, declaraciones y se investigó a cada uno. Los resultados fueron escasos. Una mujer muerta cruelmente y dos personas desaparecidas, una de ellas quizá el asesino, la otra probablemente otra víctima.
Fue Anabella quién reconoció el frasco de vidrio oculto detrás de un par de botellas de aperitivo sobre la mesada.
- ¡Es el frasco de don Francisco!
- ¿Qué frasco? replicaron sus compañeros de pensión, mientras colaboran en la limpieza del lugar.
Anabella se fastidió al ver que ninguno se había percatado que don Francisco lo llevaba siempre para prepararse el té.
- El que llevaba siempre consigo… no importa, puede que a la policía le sirva.
Esa noche la puerta de calle sobresaltó a Adrián y Melina, que dormían acurrucados en la cama del primero. El chico, tomando coraje, le pidió a su compañera que se quedara acostada. Se puso pantalones cortos, se calzó las ojotas de ella y se asomó al pasillo. Reinaba el silencio, sin embargo las cortinas que colgaban del pequeño ventanal de la puerta oscilaban suavemente.
Alguien había entrado o salido. Suponía que esto último. Observó las demás puertas. La escena le dio escalofríos. Por un momento temió que las paredes se abalanzaran sobre él o tomaran forma y lo asieran entre garras afiladas y colmillos gigantes. Cerró los ojos y contuvo la respiración. Los abrió. Estaba más calmado. Tan solo era el pasillo de la pensión y las diez puertas cerradas… no, una estaba apenas abierta. Caminó lenta y pausadamente. Sintió como se le enfriaba la respiración y un nudo se le atascaba en la boca del estómago.
Golpeó con suavidad. La puerta se movió un poco hacia atrás. No mucho, pero suficiente. A través del espacio que separaba la madera del marco, la visión hacia dentro era precisa y hablaba por si sola. La cama sin hacer destilaba sangre por cada lado y sobre el suelo de baldosas, dos zapatos con taco azules pedían a gritos ayuda. Los pies de la dueña de aquel par, solo los pies, aún permanecían allí.


Continuará...

5 de febrero de 2011

El disfraz del diablo

La historia de Juan Palomete es la de un descenso hacia las profundidades de la vida. Sin embargo, pudo haberlo evitado.
El gran problema de Juan, fue siempre el cigarrillo. El vicio comenzó de joven, cuando todavía no había pisado los quince años.
Para los veinte, fumaba alrededor de cuarenta por día. A los treinta, unos sesenta.
Cuando alguien le preguntaba la edad, debía mostrar el documento de identidad. Nadie le creía los "treinta y dos" que afirmaba tener.
La piel del rostro resquebrajada, el cabello ralo, los dientes manchados, el aliento fuerte, las manos temblorosas, los dedos sucios de nicotina, le daban apariencia de hombre orillando los cincuenta o incluso más.
Aquel que lo conociera, difícilmente podía imaginarse a Juan sin su cilindro de papel encendido, ya sea sosteniéndolo entre sus dedos, colgando en la comisura de la boca o apoyado en un cenicero, cerca de él.
Cuando las leyes antitabaco se pusieron de moda y fue obligación respetarlas, se vio obligado a dejar de fumar en la oficina. Esto motivaba que cada cinco minutos bajara por las escaleras, saliera a la calle y se encendiera un cigarrillo.
Volvía con el espíritu renovado, aunque tosiendo, como era costumbre. La tos era tan característica como el "pucho" mismo. Podía saberse cuando Juan subía las escaleras por el sonido repetitivo de la tos, que por más que quisiera ocultar la boca bajo dorso del brazo, llegaba a oídos de los demás.
No era bien visto que por querer fumar, dejara tanto su puesto de trabajo. Tuvo varios llamados de atención por ello y dado que su actitud no variaba, terminaron echándolo.
Con el dinero que le dieron de indemnización, puso un pequeño comercio, una especie de bazar. Pero no tuvo éxito. Su insistencia en atender fumando, con el cigarrillo colgando de la boca, lanzándole inconscientemente el humo a sus clientes, hizo que de a poco nadie ingresara al local comercial.
Debió cerrar. Se las ingenió para idearse un puesto de venta ambulante, con el que alternaba en dos o tres esquinas de la ciudad. Allí nadie podía recriminarle que fumaba, al menos estaba al aire libre.
Pero una colilla mal apagada, que arrojó debajo de la mesa que usaba para exhibir la mercadería que tenía en venta, provocó un incendió que acabó con todos sus productos y le produjo quemaduras en sus manos, mientras intentaba extinguirlo precariamente.
Sin dinero, perdió su casa. Por su obstinación con el cigarrillo y el hecho de no dejarlo a pesar de todos los problemas que le había ocasionado, tanto con el trabajo como con su salud, muchos de sus conocidos perdieron la paciencia y se alejaron.
La poca habilidad en sus manos, tras las quemaduras, hicieron que la búsqueda de trabajo fuera un fracaso continuo.
Vagó por las calles varios meses, sin dinero, mal vestido, sin amigos a los que recurrir. Deambulaba por bares, mendigando su adicción a los clientes. Conseguía así no desprenderse de su vicio.
Una mañana húmeda despertó bajo los cartones que lo guarecieron en la noche con una sensación extraña, como si le faltase el aire. Sus pulmones estaban colapsando. Juan atinó a lo único que sabía hacer. Revolvió en sus bolsillos y encontró uno, totalmente arrugado, pero que aún servía.
Con manos temblorosas encendió un fósforo y prendió el último cigarrillo de su vida terrenal. Murió en la segunda pitada, con el culpable de su muerte colgando entre sus labios.
Su cuerpo fue arrojado a una fosa común, en el cementerio local. Sin lápida ni nada que indicase su presencia. Sin embargo, dicen los que visitan el campo sacrosanto que el lugar exacto dónde está enterrado es fácil de reconocer. Es allí dónde la tierra emana humo, en un hilillo poco denso, casi imperceptible, pero visible, sobre todo los días grises, en los que el cielo triste recuerda los fracasos de la vida y el diablo se ríe en alguna parte, feliz de sus actos, contento con sus logros.

Con este relato participé en el mes de enero del blog colectivo Escribidores y Literaturos invitado especialmente por Sonia. Muchas gracias y espero que el cuento les haya gustado. Cuando lo escribí, hace un par de meses, inédito para este blog amigo, tenía un significado; hoy tiene otro, aún más doloroso.

2 de febrero de 2011

Sangre

La verdadera esencia de la sangre radica en todo aquello que no muestra. En un crimen, por ejemplo, solo deja verse marchita, como un símbolo de lo trágico. Añoramos, al verla desparramada sobre o al costado de la víctima, conocer esos instantes precisos que indujeron su presencia en la escena.
El carmesí brinda fuerza a la catástrofe. No nos impacta lo mismo un asesinato con sangre que uno sin. Y tampoco provoca el deseo ferviente por parte de los investigadores policiales de atrapar al delincuente en los casos en donde la roja sustancia brilla por su ausencia. En cambio, cuando la misma tiñe el hecho vandálico, exacerba el espíritu de justicia.
Y para el que sostiene el puñal o blande el revólver sin piedad, la sangre le asegura el éxito, le hace saber que ha logrado su cometido, que la víctima está sufriendo. La artería rebanada es un grito de euforia dentro del malviviente, un grito silencioso que nace desde las tripas y sucumbe entre oscuros pensamientos. Lo mismo que las manchas en la pared, esas gotas que se amontonan en forma veloz y desprolijas, sin sentido de la estética y la simetría.
La sangre representa más de lo que creemos, históricamente, religiosamente, humanamente. Impresiona, asusta, asombra, reprime, silencia, abruma, duele, hiere, sofoca, induce, desvanece. Nos reduce, nos levanta, nos recuerda lo que somos, es una credencial de la mortalidad, un certificado de vida. Es por lo que es y por lo que puede llegar a ser. Es por presencia y por ausencia.
Y además de consecuencia, es causa. De mi fobia, por ejemplo, a las agujas. Si no fuera por esa necesidad insulsa de necesitar sangre de mis venas, no vería esa plateada y delgada línea de centro hueco que desciende como un vampiro sediento hasta mi brazo con el único deseo de hacer daño y robar de mi, ese líquido que me alimenta.
Por eso te siento maldita, roja sangre, que tienes tanto por contar y no lo haces. Provocativa y sensual, te paseas sin prisa en nosotros, sabiendo que eres Dios y al mismo tiempo, Demonio. De noche, en el silencio, aunque no lo creas escucho tu risa burlona y atrevida.
A veces me pregunto, que esperas de mí. Y sin saber el por qué, no dejo de pensar en un cuchillo o una insignificante gillete.