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26 de febrero de 2016

Relatividad de la teoría general

En mis años de facultad la física era la totalidad de las horas, de los días, de las semanas y de los meses. El tiempo, mi tiempo, tenía un solo dueño.
Y sin embargo, el tiempo como tal era tan frágil como cualquiera de las páginas de los enormes tomos que leía a diario. La percepción del mismo resultaba tan relativo como las mismas leyes lo dictaminaban.
Su dilatación me resultaba fascinante. Desde que la teoría de la relatividad llegó a mi conocimiento cuando era pequeño, resumida y escuetamente explicada en una revista infantil, no hacía otra cosa que pensar en dicho fenómeno.
En el cuarto de la pensión en la que viví durante varios años, las paredes estaba cubiertas por un afiche grande de Einstein y un total de setenta y seis relojes. Uno por cada año de vida del gran Albert.
Al terminar mi carrera tuve la oportunidad de viajar a Suiza, donde trabajaría durante dos años en el reconocido CERN (Consejo Europeo para la Investigación Nuclear). Mis funciones estarían relacionadas al estudio de la materia condensada. Sería complejo explicarlo en pocas palabras.
Lo cierto es que nada de eso ocurrió, de la misma manera que mi amor por la física se desvaneció prácticamente en el acto en aquel primer otoño en las tierras de la economía estable y - justamente - los relojes.
Hasta entonces jamás había tenido tiempo para novias, pero Raquelle, la joven asistente de mi flamante director, cautivó mi corazón. No voy a jactarme que traté de conquistarle, más bien la fortuna estuvo de mi lado y su bandeja de comida felizmente tropezó con mi cabeza en la primera semana de mi - en definitiva - corta estadía.
Una cosa llevó a la otra, como siempre ocurre con las relaciones y los grandes descubrimientos. El amor, podría decirse, contiene fórmulas hasta ahora inexpugnables por el ser humano. Al mes nos consideraban una pareja con futuro, más allá de mi precario francés y mi tendencia a comunicarme con gestos. Pensé - erróneamente, como he pensado erróneamente toda mi vida - que sería así.
Sucedió un sábado, tras un almuerzo en un restaurante cercano al CERN. Una pequeña discusión, la primera y última, con Raquelle. Me enojé. Mi falta de experiencia en relaciones amorosas me hizo perder los estribos y en lugar de contar hasta cien y retomar el diálogo, me puse de pie, arrojé la servilleta sobre el plato a medio terminar de spaguettis en salsa de camarones y salí a caminar.
Trataba de no pensar en nada, pero la idea del tiempo se impuso en mi mente. Esa fijación en la dilatación temporal despertó de golpe un impulso, casi un grito instintivo del cerebro, quizá el mismo que otros científicos han escuchado en el momento menos pensado llamándolos a la acción con el propósito último de un gran descubrimiento.
Corrí al CERN con números, letras y símbolos en la cabeza. La fórmula había llegado sola, desde la bronca, la rabia, la enfática soledad humana de mis horas, semanas, meses y años.
Einstein estaba equivocado y todos los demás que luego dedicaron sus estudios a entender el tiempo. Yo, por ende, también lo estaba. Pero ahora tenía la respuesta ante mí. Raquelle había quedado en el olvido, quizá había sido el descanso que mi mente necesitaba para dar el salto con fuerza hacia el entendimiento.
En Suiza el CERN tiene una maravilla bajo los pies. El Gran Colisionador de Hadrones, de veintisiete kilómetros de longitud. Allí se descubrió el bolsón de Higgs entre otros éxitos enormes.
Pero el de ese día, sería único. En pocos segundos la física quedaría "patas para arriba" y las piezas del gran puzle a medio armar volverían a estar desparramadas sobre el tablero. Todos empezaríamos de cero.
El tiempo, mi obsesión, desaparecería y todos, absolutamente todos, veríamos el error y el nacimiento de un nuevo significado.
Era sábado y tenía un pase a todas las áreas. Nadie sospechó que usaría el Colisionador de Hadrones. Se necesitan protocolos para ponerlo en marcha, pero los omití todos. Necesitaba revertir unos procesos, introducir nuevas variables y ubicarme en el centro mismo del enorme gusano subterráneo.
Lo hice y aquí estoy, tratando de comenzar este libro definitivo, con este prólogo introductorio. La tarea no es fácil, porque el tiempo se ha esfumado y dónde me encuentro apenas si hay piedras, rocas y enormes cuevas. Cada letra me lleva un tiempo que antes definiría como cinco minutos, pero hoy que conozco la verdad ni siquiera necesite que le brinde un nombre.
Las paredes hablarán por mí. Alguien las leerá y entonces la verdad saldrá a la luz. "Cuándo" es una palabra interrogativa que ya no tiene valor. Porque el tiempo, estimados, es solo una ilusión y si el ser humano lo creó es solo para sentirse atado a una realidad. Sin el tiempo, se hace tangible otro término que siempre fue abstracto: libertad.
Real e inexplicable, libertad.

20 de febrero de 2016

Anclas en el ayer

Hace unos años tuve un accidente horrible. Habíamos planeado ir de vacaciones a Brasil en automóvil, con mi marido y los dos niños. Pero nada de eso se hizo realidad.
A los pocos kilómetros de salir nos embistió un camión que se cruzó de carril. Solo yo sobreviví.
Me llevó mucho tiempo sobreponerme, no solo a las lesiones físicas, también en el plano mental y espiritual. Demoré meses en asimilar lo sucedido y conciliar una tregua con el dolor.
A lo largo del último año traté de hacer de cuenta que nada había ocurrido, que en realidad jamás lo había conocido a él y mucho menos haber tenido a esos pequeños. Traté, pero no pude.
La angustia es como la marea. Remite para volver con más fuerza. Y cuando lo hace, me arroja contra una pared imaginaria en la que me estrello con violencia. Durante semanas no salgo de la habitación y pasan días en los que no pruebo bocado.
Comprendo lo difícil que es para mi madre y mi hermana convivir conmigo, y que a veces para no discutir, evitan decirme cosas que ya sé pero no pongo en práctica.
Tras la larga rehabilitación tuve que volver a enfrentar la vida. Parece mentira, pero una de las herramientas diarias es el teléfono celular. El mío se había destrozado en el accidente, pero mi madre me compró uno parecido y había pedido recuperar la línea.
Entendí en ese momento que no debía hacerlo. Nunca la activé y en su lugar, di de alta otra. Es la que tengo hoy en día. Solo les pasé el número a las personas con las que quería mantener contacto. Ni siquiera recuerdo mi número anterior, tampoco el de mi marido. Lo olvidé, no sin esfuerzo.
Hoy, sin embargo, tuve en mis manos el celular de mi hermana. Ella, a diferencia de otras chicas de su edad, no pierde la cabeza por tener el último modelo. Al menos, esa es su excusa. Sé que no quiere desprenderse del aparato porque fue el último regalo que le hicimos como pareja antes del accidente, para Navidad.
Verlo siempre me provoca cierta nostalgia. Porque me hace recordar la alegría de aquel momento. Es una evocación que no puede ser feliz, porque en esa imagen están ellos. Y eso crea un corto circuito. Pero hoy sentí el deseo de agarrarlo, sentir el plástico, como el día que lo elegimos. Fue entonces que activé la libreta de contactos y vi su nombre.
Se me escapó una lágrima. De la misma forma que no quería desprenderse del teléfono, mi hermana no sería capaz de borrar a mi marido de la lista de contactos. Por más que está más, por más que murió, tenerlo allí es retenerlo de alguna manera. Algo tonto, inútil, infantil, que solo provocó más lágrimas y las ganas incontenibles de ponerme de pie y patear lo que tuviera cerca.
Cuando me calmé, miré de nuevo la pantalla. Ver su nombre, cada letra en fila india, me tentó a hacer lo que millones de veces había hecho en el pasado: llamarlo.
Presioné y me quedé con el celular en la oreja, sabiendo que no escucharía su ringtone con aquella melodía andaluza, si sentiría su respiración una fracción antes que llegara a mi alma su voz grave y serena. Resignándome al tono de llamada, a un nuevo llanto.
Pero él me atendió.
- Caro, amor, cómo estás.
Me quedé helada. No tanto por oír su voz, sino por escuchar entre esas palabras tan anheladas el nombre de mi hermana. El teléfono resbaló de mis manos y cayó al suelo. La conversación se cortó. Quedé petrificada en medio de la habitación, sin saber que hacer.
Escuché la voz de Carolina proveniente del pasillo. Venía quejándose de algo, pero no recuerdo bien qué. Siguió hablando en voz alta, en uno de los habituales monólogos donde es la víctima de algo. Solo cuando vio su teléfono celular en el piso, volteó su vista para mirarme.
- ¿Y a vos que te pasa que estás ahí parada? - y señalándome el aparato en el suelo me preguntó - ¿Se te cayó a vos?
Creo que vio algo en mis ojos. A veces suele pasar. Podemos hablar sin palabras. Porque retrocedió lentamente, mientras se agachaba para levantar el teléfono, pero sin despegar sus ojos de mi figura.
Fue suficiente una mirada a la pantalla para darse cuenta lo que había pasado. Lo comprendí sin más. Y no necesité otra excusa.
Y ella también lo supo.
Gritó, pero no lo suficiente para despertar a mamá, pasada de pastillas en la cama, tratando de calmar el dolor en sus piernas.
Su cuerpo aún está a mi lado. Mi mente, a ritmo pastoso, trata de decidir que es lo mejor. Aún no lo sé. Pero tendré que tener una respuesta para cuando se despierte mamá. A menos que ella tenga alguna para mí.
El teléfono permanece en la mesa. Tarde o temprano marcaré otra vez.
Pareciera como si el tiempo, de un momento a otro, volviera a marchar, aunque con una enorme oscuridad a mis espaldas y una tenebrosa verdad por develar.

11 de febrero de 2016

¿Te acordás del Joaquín?

- ¿Te acordás del Joaquín Fernández? - preguntó Enrique mientras removía las brasas cuidando de darle calor a toda la parrilla.
Apuré mi gancia de un solo sorbo mientras hacía memoria. Quedaban dos aceitunas en la tabla de la picada y me hice de una.
- ¿Y vos? - le preguntó, al ver que yo no le respondía, a Omar que llegaba con un vaso de fernet con coca en la mano.
- ¿Yo qué? - respondió el recién llegado al parrillero, al tiempo que pinchaba con un escarbadientes la última aceituna.
- Si te acordás del Joaquín Fernández - dijo Enrique, acomodando los chorizos para que no estuvieran tan encima de las achuras.
- ¿Joaquín Fernández? ¿Al qué le decían el Mono?
- No, ese era un tal Alcides algo, no recuerdo el apellido. Suelo verlo los sábados en la verdulería donde vamos con mi mujer - acoté - Está gordo, descuidado. Tiene varios pibes. Aunque lo saludo y nada más. Mucha afinidad no hubo nunca.
- Está casado con una mina que iba al otro curso – recordó Enrique - El Mono, digo. Esa que parecía chinita, de los ojos aplastados.
- ¡La Ayelen! - exclamó Omar.
- No, la Ayelen se mandó a mudar con el curita ese que habían traído a la parroquia, ¿no te acordás?
- Pará… ¿esa fue la Ayelen? Uy, siempre pensé que fue la colorada, la del curso superior. No te puedo creer, pero claro, ahora me cae la ficha, por eso cada vez que la cruzo a la hermana y le pregunto por los monaguillitos me mira como si fuera pelotudo – Omar lanzó una fuerte carcajada.
- Sos un bestia, y también pelotudo, como vas a preguntar tremenda barbaridad. Además… ¿sabías los quilombos que ha tenido esa mina? – dije, poniéndome serio.
- ¿La colorada?
- No, la hermana – expliqué - Se casó y a los dos días el marido se voló el marote de un tiro, en plena luna de miel.
- ¡Noooo, como nunca me enteré de eso! ¿Vos sabías algo, Quique?
Enrique, que estaba pinchando los chorizos para sacarle algo de grasa asintió con la cabeza.
- Fue para la época que anduviste por el sur, creí que sabías – explicó - Sucede que el tipo era un garca. Tenía otra familia no recuerdo dónde y la mina se enteró. Plena luna de miel, ve a la otra mujer fuera del hotel. Entró en pánico y se mató.
- Esperá… ¿el flaco este no era el que era visitador médico? Porque algo me dijeron que se había suicidado.
- Claro, ese mismo. Calculo que todos los visitadores médicos deben tener dos familias o hijos por todas partes. La mitad de la valijita esa que llevan debe estar llena de forros.
- El que está mal es el médico clínico este que tiene la esposa que es una muñeca – anuncié.
- ¿Craviotto? ¿Qué tiene?
- Parece que un tumor. Me lo dijo mi prima, la Nelda, que va dos veces por semana a limpiar los consultorios.
- ¿Y el bomboncito va a quedar solo?
- Omar, dejate de joder, cómo vas a pensar así.
- No seas hipócrita che, que seguro no te la comés con los ojos cuando la ves por la calle.
- Una cosa no quita la otra. Además todavía no enviudó. Y cuando eso pase, quedate tranquilo que a ninguno de nosotros le va a dar bola.
- Yo que ella, con la plata que heredo me mando a mudar. Como hizo la Carla.
- Pero la Carla no enviudó – exclamó sacudiendo el cuchillo Enrique - sacó premio en el Quini 6.
- Es lo mismo. Sola y con plata, te tomás el palo.
- Sola no estaba. Venía noviando con el Alfredo, el de la heladería, que tiene la cara llena de acné. Lo dejó plantado. El perejil para colmo había sacado un crédito hipotecario porque pensaban construir para después irse a vivir juntos.
- Por eso lo veo a toda hora atendiendo la heladería – mencioné, cayendo en la cuenta de la situación.
- Che, esto ya casi está. ¿Las mujeres ya tienen todo listo adentro?
- Ni idea, cuando entré hace un rato estaban hablando al pedo.
- Che y a todo esto ¿por qué preguntaste por ese flaco – me daba bronca que no nos diera el motivo.
- ¿Qué flaco? – Enrique apartaba las brasas, para no secar la carne.
- El Joaquín Fernández – le recordé.
Quique miró al cielo repleto de estrellas y le mostró la mejor sonrisa.
- Ah... es gracioso, porque hoy fui al velorio del yerno de la Betty, la dueña de la tienda, viste que estaba con cáncer y toda la bola esa, bueno, no va que entro a la casa velatoria, me meto en la sala que da a la calle y enfilo directo al cajón, levanto la mirada y me digo a mí mismo "este no es el yerno de la Betty" pero al mismo tiempo le veía cara conocida, de todas formas me hice la señal de la cruz y salí reculando despacito, tratando que nadie se me apiolara. Cuando salí miré el cartel de la entrada y decía Joaquín Fernández.
- ¿Y el yerno de la Betty? – preguntó Omar, asaltado por la curiosidad.
- En la sala de al lado. ¿Pero no se acuerdan del Joaquín?
- No, de dónde, danos una pista, algo –pedí.
- ¡No estaría preguntando si me acordara! – nos reveló finalmente, acercando una fuente de metal a la parrilla.
Con Omar cruzamos una mirada, solo una. Y nos resignamos.
- Y no, che. Ni la más punta idea.
- En fin está muerto – remató Omar, mirando el fondo vacío de su vaso - Muy lejos no se va a ir. Cuando alguno se acuerde vamos y le llevamos flores. Naturales, las de plástico te las roban.
- ¿Y si llevamos la carne?
- ¿A la tumba?
- A la mesa, pelotudo.
- Dale, pero antes fíjate si las mujeres ya terminaron de hablar al pedo.

6 de febrero de 2016

Un fangote de guita

Incluso antes de ganarse la lotería, Alfonso era un soñador. Escucho ahora que muchos lo dicen como si descubrieran la pólvora, incluso con cierta sorna en el tono, pero les quiero dejar en claro que él era así desde mucho antes. Y nadie me lo puede venir a discutir. Nos conocemos desde que aprendimos a caminar y nuestras madres nos hicieron coincidir en la misma placita.
La vida le cambió cuando acertó los números hace un par de años, pero en un solo sentido. Tenía más dinero. En todo lo demás, seguía siendo el mismo.
Antes que la fortuna lo forrara en billetes, Alfonso decía que sería famoso por una gran idea. Una que revolucionaría el mundo contemporáneo. Claro que llegamos a las tres décadas de vida y la idea seguía sin aparecer. El hecho que tampoco siguiera una carrera universitaria o, que al menos, se hubiera preocupado en completar la última materia que siempre le quedó colgada del secundario, poco ayudaba para pensar seriamente en que algún día lo lograría.
Aún así, sabiendo de este empeño - que repetía casi a diario - nos sorprendió a todos cuando al regresar de cobrar el dinero de la lotería anunció a viva voz y luego con un aviso en los diarios de la zona, que emplearía su dinero para comprar ideas. Si, comprar ideas.
Aunque fueran chiquitas, también se haría con ellas. A sus amigos nos tenía como confidentes y nos decía que quizá alguna persona tuviera una idea pequeña, que él con algo de tiempo y paciencia podría desarrollar en una más grande.
No solo estábamos sorprendidos, sino que también preocupados. Era cuestión de esperar una larga cola de personas dispuestas a ofrecerle cualquier pavada a cambio de dinero. La pregunta que nos hacíamos era sencilla: ¿cuánto tiempo le duraría el dinero ganado?
La respuesta fue dos años.
La gente comenzó a presentarse en la puerta de la casa de Alfonso con ideas de todo tipo. Nuestro querido amigo pagaba por todas, salvo aquellas que ya existían o al menos, que Alfonso sabía que existían.
El valor de la idea lo ponía él. Aunque, a nuestro gusto, era generoso con todos. Algunos se acercaban con carpetas, planos, textos, otro tan solo con la idea en la cabeza. Alfonso escuchaba, tomaba apuntes, recibía el material y pagaba. Lo único que hacía a su favor, era hacerles firmar que renunciaban a la idea y se la otorgaban a él.
A veces nos contaba sobre alguna de ellas, otras veces no. Con el correr del tiempo lo fuimos viendo menos optimista. Por lo que supimos, no había alcanzado a desarrollar ninguna, ni siquiera las que ya había comprado más elaboradas. Le dijimos que dejara de adquirir nuevas y le dedicara tiempo a las que ya tenía. Pero se opuso. Las tenía archivadas por posibilidades de concreción. Aunque el criterio era difícil de precisar.
Ninguno de nosotros le quiso vender nada. Nos parecía una estafa. Alfonso parecía un nene comprando figuritas para llenar un álbum interminable. Y no le importaba derrochar el dinero, porque decía que con muchas de esa idea amasaría una fortuna mil veces más grande.
Hace dos noches cayó al bar, con grandes ojeras.
- Muchachos, me fundí - anunció, dejándose caer sobre una de la sillas vacías de nuestra mesa.
Sin dudarlo, con apenas un movimiento de cabeza, le pedimos al viejo García que trajera un vaso más. Esta noche nos tocaba invitar a nosotros. Se lo veía destruido. Y no era momento para recriminarle nada. Ya habría momento para eso.
Lo acompañamos hasta su casa, como cuando éramos más jóvenes y Alfonso se agarraba un pedo de aquellos. Cuando nos estábamos yendo, nos preguntó con un hilo de voz:
- Me queda apenas para un número de lotería... ¿me dicen un número?
Ninguno de los muchachos habló. A mí me dio lástima verlo así.
- Jugale al mismo que ganaste la otra vez - le contesté.
Sonrió y se metió en su casa. Nosotros nos perdimos en las arterias del barrio, camino a nuestras respectivas soledades.
Esta mañana, mientras tomábamos un café y hablábamos de las noticias del día, se abrió la puerta del bar de par en par. Era el Alfonso que entró como una tromba y casi la arranca del marco.
- ¡Muchachos! ¡Volví a ganar la lotería y con el mismo número! ¡Un fangote de guita!
No podíamos creerlo. Corrimos a abrazarlo, casi en un deja vu muy extraño. Entonces Alfonso nos detuvo y mostrándose serio, nos dijo:
- Esperen, esta vez se lo debo a ustedes. Así que preparé un cheque para cada uno. No se ilusionen, es una parte muy pequeña, porque el resto ya saben para qué lo quiero. ¿No?
Hace un rato volvió a anunciar que seguiría comprando ideas Escucho a todos hablar de lo soñador que es el querido Alfonso y veo como sigilosamente se frotan las manos, pensando en la tonta idea que le venderán esta vez.
Soñador... es una forma de decirlo. Claro que sí. Pero no es de ahora, no señor. Se lo puedo decir yo que lo vi perder sus primeros dientes de leche con la punta del tobogán en la placita del barrio.
Porque en realidad, el Alfonso fue pelotudo toda la vida. Y nada ni nadie lo va a cambiar. Ni siquiera los pocos amigos que de aquí a uno o dos años estaremos prestos a servirle una cerveza sin recriminar.