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19 de julio de 2018

La mujer que lo sabía todo

A Sofía la diagnosticaron ya siendo adolescente, pero lo suyo comenzó de muy pequeña. Siendo apenas una beba llamaba la atención por su facilidad de entendimiento y de aprendizaje. Con solo mostrarle una cuchara, sabía como agarrarla, como usarla para juntar comida del plato y llevarla hasta la boca. Cuando alguien le regalaba un juego de encastre, lograba resolverlo con sencillez en pocos minutos, para desconcierto de todos. Con los rompecabezas sucedía lo mismo. Sabía como vestirse sola, como atarse las zapatillas, encender el televisor, cambiar de canal; ni siquiera hacía falta advertirle que no debía meter los dedos en los enchufes, ni que tocara la heladera con los pies descalzos, que tuviese cuidado con los bordes de los muebles... y todo antes del año y medio.
Cuando comenzó a hablar, respondía a cada pregunta con suma seguridad. Y cuando digo pregunta, no me refiero a las típicas que se le hacen a un niño que empieza a balbucear sus primeros vocablos: ¿Cómo te llamás? ¿Cómo me llamo yo? ¿Cuántos años tenés? ¿Dónde está la tía? ¿Y mamá?
La preguntas que le hacíamos eran algo más complejas: ¿Cuál es el número PI? ¿Cómo se calcula la masa? ¿Cuál es la raíz cuadrada de veinte? ¿Quién sucedió a Luis XIV en Francia? ¿Cómo se llamaba el hermanastro de Nerón? Si, también le hacíamos preguntas más triviales: ¿Cuántos campeonatos del mundo tiene Argentina en básquet? ¿Y Estados Unidos? ¿Qué equipos componen la primera división de fútbol en Noruega? ¿Cuál fue el actor que compuso el papel de Edward Lewis en Pretty Woman? ¿En qué canción Madonna dice "tropical the island breeze, all of nature wild and free"?
Sofía contestaba todas y cada una, con un desparpajo tal que nos ponía nerviosos. Parecía una especie de buscador de internet con forma humana. Pero era nuestra querida Sofía y no queríamos llevarla a especialistas, por temor a que se convirtiera en objeto de estudio. La sola idea de imaginarla siendo interrogada por investigadores o peor aún, sometida a maquinarias para estudiar su cerebro, nos hacía temblar.
Dejamos que creciera, tratando de hacerle entender que no era necesario que contestara todas las preguntas que le hicieran. En la escuela solían demorarla durante horas haciéndole preguntas con el afán de verla equivocarse, y no solo sus compañeros, sobre todo sus maestros. Aquellos que se jactaban de que la harían errar la respuesta, y hacían preguntas tramposas, se topaban de repente con la contestación exacta que los dejaba helados y faltos de comprensión.
Cuando estábamos con ellas, tratábamos de no hacer alguna pregunta que no pudiéramos contestar, porque ella se veía en la obligación de darnos la respuesta que buscábamos. Aunque no siempre se podía evitar ese don, si acaso así podía llamárselo. Su madre solía preguntarle las recetas de comida antes de ponerse a cocinar. Su padre los resultados de fútbol que no recordaba de algún campeonato pasado.
¿Cómo era posible? Todos nos hacíamos esa pregunta. Una vez se lo pregunté a ella, y para mi sorpresa, no tuve respuesta. Dudó, estuvo a punto de abrir la boca y luego calló. Ni siquiera un no sé. Sofía no tenía las palabras que explicaran cómo era que ella pudiese saberlo todo.
Con el tiempo ella se fue acostumbrando. La madurez fue acortando distancia con respecto a sus conocimientos. Ya nadie se aprovechaba de su condición para hacerle responder preguntas que le hacían pasar vergüenza. Se hizo de amigas que la cuidaban. Fue creciendo y comprendiendo que tener todas las respuestas no necesariamente la hacían más inteligente. Muchas de los hechos, fórmulas, leyes, y millones de cosas que sabía, no las comprendía. Sentía que repetía palabras sin sentido y eso era algo que la ponía mal, por lo tanto, había aprendido entonces a no responder todas las preguntas que recibía. Sabía cuando contestar y cuando no.
A los diez años, sus padres y maestros decidieron que no siguiera en el colegio. Al menos, el formal. Lo sabía todo. Los profesores decían que el entendimiento iría llegando de a poco, pero lo ideal, era ir a una institución de alumnos avanzados. Allí las cosas se pusieron feas para Sofía. A pesar de saberlo todo, su coeficiente intelectual era normal. Los demás alumnos la usaban como si se tratara de una enciclopedia viviente. No había compañerismo, mucho menos cariño.
Los dos años que pasó allí, fueron un calvario. Sofía se había convertido en una sombra de la niña que había conocido. Una tarde la encontré llorando en su habitación. Ya me había pasado cuando ella era muy pequeña, que tras caerse de la hamaca y rasparse las rodillas, le había preguntando sin otra intención de calmarla ¿por qué llorás, Sofi? y su respuesta había sido "llorar es bueno, libera la presión y está comprobado que evita la sequedad de los ojos, ayuda a combatir las bacterias que se acumulan en éstos y limpian el canal visual, pero, al mismo tiempo, ayuda a liberar emociones negativas, elimina tensiones y el estrés". Esta vez no incurrí en el mismo error. Le pregunté qué emociones la embargaban y si la podía ayudar. Allí supimos por lo que estaba atravesando.
Sus padres la sacaron del colegio y finalmente, tras resistir doce años, fueron a ver a investigadores de la conducta y neurólogos de una importante universidad. Sofía comenzó a ser objeto de pruebas, pero al contrario de lo que imaginábamos, estaba feliz. Ella también recordaba esa pregunta que no había podido responder. Ella también quería saber el por qué.
Uno de los investigadores, alto, pelado, anteojos de marcos gruesos y oscuros, de muy pocas palabras, me llamó una mañana. Llovía. Sofía había estado haciendo unas pruebas y quería hablar conmigo. Había pedido por su tío. Salí sin paraguas y llegué completamente mojado. Al verme así, me sugirió que tomar y diferentes maneras de prevenir un resfrío. A veces no hacía falta que le pregunten.
Estaban sentado, mesa de por medio, ella y el investigador. Detrás del hombre había una inmensa pizarra repleta de números, letras y alguna que otra palabra conocida. Había incluso algunos jeroglíficos y símbolos, muchos de los cuales me eran desconocidos. Admussen, así se apellidaba el hombre, me ofreció una silla.
- ¿Qué conoce de las hormigas? - me preguntó.
Lo miré asombrado. Observé a Sofía. Me hubiese gustado que me diera toda la información posible de esos insectos, para no quedar como mal ante el profesional. Le dije escuetamente "muy poco, preferentemente sé más del veneno que debo comprar cuando me atacan los limoneros". Sonrió.
- Sofía me cometa que usted es la persona que mejor la entiende - dijo, y sinceramente, me emocioné, porque con Sofi siempre nos llevamos bien, y a diferencia de los demás sobrinos, siempre traté de estar cerca, no sé si por su rara condición o qué - Y prefiero hablar esto con quién la entiende mejor.
- No entiendo lo de las hormigas... - intervine.
- Las hormigas. Este insecto es, a diferencia de lo que se cree, bastante complejo. Socialmente complejo. Verá, hay estudios que han determinado que las hormigas poseen algo que se llama conciencia grupal. Sobre todo, cuando son atacadas. La colonia, las hormigas, saben que son atacadas por más que solo una minúscula parte esté recibiendo físicamente ese ataque. Es decir, tienen conciencia de lo que sucede, a través de un sentido. Estará pensando, qué tiene que ver esto con Sofía. La respuesta es, prácticamente todo.
Debo haber hecho algún gesto con mi rostro, porque el hombre volvió a sonreír. Sofía me tomó de la mano. El investigador Admussen siguió hablando.
- Sofía tiene un conocimiento colectivo. Ella sabe por los demás, no solo por los que la rodean, por usted, por sus padres. Ella sabe por toda la humanidad. Todo conocimiento en poder de un ser humano vivo, ella lo atesora. No los tiene a disposición como si fuera una enorme vitrina, sino que al recibir el estímulo de la pregunta, ella accede de inmediato a la respuesta. Si hoy, póngale el caso, un conocimiento fuera exclusivo de una sola persona y esa persona muriera, ese dato, o esa serie de datos de exclusividad, desaparecerían de la cabeza de Sofía.
- Entonces le podríamos preguntar la fórmula de la Coca-Cola y ella tendría que saberla, por más que todos sabemos, es ultra secreta.
- Si, aquí la tengo anotada. Mire - giró un cuaderno de hojas rayadas hacia mí - De la misma manera, podría decirnos todos los secretos de estado existentes, si supiéramos preguntar. O cosas peores. Atrocidades. Crímenes. Todo conocimiento, le reitero, que forme parte de la población viva en el planeta. Ella, quiero que comprenda, es la receptora de todo lo que se sabe.
Me quedé en silencio. Sofía apretó mi mano. Mi comprensión iba creciendo, a la par de mis miedos. Sentí un escalofrío en todo el cuerpo.
- Doctor, lo que usted me dice es que... - callé, claro que sabía lo que me estaba diciendo. - ¿Por qué? ¿Por qué me ha llamado a mí?
- Porque ella confía en usted. Más que en nadie. No investigo solo. Los fondos que llegan a la universidad son en parte estatales, en parte privados. Mi informe podría omitir ciertas cosas, pero no he llegado solo a esta conclusión. Lamentablemente, no. Y puedo asegurarle que en algunas pocas horas más, la existencia de Sofía supondrá un riesgo para muchas naciones y un trofeo para otras.
- ¿Qué quiere decir...?
- Que vendrán por ella. Que no hay mucho tiempo.
- Tiempo para...
- Para escapar. Para escabullirse en la clandestinidad absoluta. Para salvarle la vida a Sofía.

Aquello ocurrió hace varios meses. Desde entonces, vamos de un lado a otro. No resulta tan difícil teniendo toda la información a mano. Solo tengo que saber formular las preguntas correctas. Los días más aciagos, pienso en sus padres, en la familia, en todos los que desconocen su paradero y su suerte. Pero entonces la veo, tan joven y llena de vida, y hago lo imposible para mantenerla a salvo. ¿Por cuánto tiempo debemos escapar? No lo sé. Ella tampoco. Ahora que comparto cada segundo de mi vida a su lado, sé que no sabe muchas cosas. Y quizá, sean las más importantes. Todo aquello que nos depara el destino, es una enorme incógnita. En la clandestinidad, con nombres que ya no son los nuestros, sonreímos ante lo desconocido.



4 de julio de 2018

Monocromo

Me levanté de mal humor. El despertador no sonó y me quedé dormida. Ya llegaba tarde al trabajo. No hice a tiempo de desayunar. Pero lo peor de todo fue que al salir a la calle no había color.
Salí apurada, peleando con la llave en la cerradura, corrí hacia la esquina para cruzar antes que el semáforo cambiara y ahí lo noté. Todo era monocromático. Las luces que debían ser verdes, o rojas o amarillas, no lo eran. Ni siquiera el cuerpo del semáforo tenía los suyos. Y los autos, y la gente, hasta el cielo mismo. Toda la realidad había perdido el color.
Estaba llegando tarde al trabajo, así que corrí de todos modos, alcancé el colectivo y apretujada -cuando no- seguí cavilando sobre la ausencia de algo tan elemental, tratando de no caerme o golpear a alguien en cada frenada del transporte.
Dudé en preguntar a alguien más. La gente lleva auriculares, desvía la vista hacia otro lado, esconde las miradas en el suelo, se aparta al mínimo contacto. La gente odia hablar. La duda me carcomía. ¿Sería yo o serían todos?
Saqué el teléfono, abrí las redes sociales. Nadie mencionaba el monocromático fenómeno. Era yo; sin dudas, era yo. ¿Estaría enferma? Pensé en qué día me convendría pedir turno con un oftalmólogo o aún mejor, con un neurólogo. El jueves, ese día era el mejor.
Llegué al trabajo, hubo reproches, me dieron una pila de carpetas. No podía diferenciarlas por color. Demoré más de la cuenta en ordenarlas. ¿Qué carajo me pasa? pensaba en todo momento.
Sufrí hasta la hora de salida. Incluso el almuerzo había sabido mal debido a la falta de color. Un sándwich gris, un tomate opaco, un queso desabrido.
Alguien se ofreció a llevarme a tomar el colectivo. Cómo si fuese una broma, me hablaba de los colores de moda para el verano. Le pedí que me bajara antes. Inventé una excusa. Estaba angustiada. Quería llorar. Extrañaba el rojo, el azul, el naranja. Todo era insulso, ajeno. Una fotocopia mal sacada. Me dieron ganas de vomitar. Fue cuando lo vi.
Un hombre, muy mayor, casi anciano, cruzaba la calle. Se desprendía de él un color púrpura intenso. Era el primer color que veía en el día. Me apresuré en ir a su encuentro, mis piernas cobraron impulso y me trasladé entre la marea de personas grises en busca de aquel hombre. Estaba a un metro cuando se derrumbó. Cómo si alguien le hubiese disparado. La gente se agolpó a su alrededor y pude ver el instante exacto en que el color púrpura se elevaba con velocidad hacia el cielo oscuro, hasta desaparecer.
Me alejé, espantada. Empecé a prestar atención al cielo. Cada tanto, más lejos, más cerca, veía algún destello púrpura elevarse y desaparecer, como un fuego artificial. Parecían disparados hacia una misma dirección en lo alto, más allá de las nubes.
Paré un taxi. Pedí que me llevarán al hospital más cercano. No podía esperar un turno, debía ir a una guardia médica cuanto antes. Pagué sin esperar el vuelto. El lugar estaba atestado. En una camilla se quejaba una mujer ensangrentada. Todos los presentes eran testigos de esa agonía. Un accidente de coches murmuraba una joven con su bebé prendido al gris pezón de su teta.
De repente, el color púrpura comenzó a emanar del cuerpo desparramado en la camilla. Claro que nadie más lo notaba. Intenté acercarme, pero sus quejidos se transformaron primero en gritos, luego en una respiración agitada y finalmente, en la quietud absoluta. Preciso momento en el que el color púrpura se disparó hacia arriba, perdiéndose en el techo descascarado y salpicado por manchones de humedad.
Llegaron los enfermeros, pero nada había por hacer. Retrocedí. El espanto. La comprensión. Mi monocromática situación. Y aquel color, aquella certeza. Podía ver la muerte. No antes, sino en el momento que se consumaba. La angustia ganó mi cuerpo. Estaba temblando. Alguien se me acercó preguntando si estaba bien y lo aparté de un empujón. ¿En serio me preguntaba eso? Me fui corriendo. Bajé al subterráneo, subí a un vagón y lloré hasta el fin de línea. Ubiqué la salida, detuve un taxi y aquí estoy. En el único lugar donde es difícil que vea las luces púrpuras. En el cementerio. Porque los que aquí residen ya tienen resuelto su destino.
Y mientras contemplo el gris de las lápidas, me pregunto qué clase de brujería me acecha. La paz del lugar se confunde con el monocromo de la escena. La noche no tiene tanta diferencia del día, vista de esta manera. Es un tanto más oscura, pero mucho más sincera. Hasta la luna se apiada y sin demasiados matices se parece a la de siempre. Mi pregunta es la misma desde hace horas. Y ya no es por qué ni cómo. Es simplemente, qué. Qué haré con esto.
Mis pasos me llevan desconsolada a casa. Reconozco el camino. Aunque apenas levanto la mirada. No es el gris, es el púrpura al que temo. El que delata a los que se alejan. No puedo negarlo. La idea de verme rodeada por ese único color es tentadora. Una especie de libertad hasta ayer insospechada, más cercana a las calles de lápidas y cruces que a las atestadas de vehículos y personas presurosas de llegar a horario a destinos predestinados. Pero es una decisión difícil. El qué, no tiene respuestas fáciles.