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7 de octubre de 2014

Tres patas

Desde que había ganado aquel premio gordo en la quiniela, Ricardo se dedicaba a conocer el país. Pero lo hacía a su manera. Renunció a la fábrica, se compró una moto KTM 990 Adventure importada, se equipó con lo necesario y puso las ruedas sobre el pavimento.
Su aventura llevaba seis meses de ajetreo cuando llegó a la localidad de Loza Grande, perdida en el interior de una provincia cuyana. Parecía una ciudad pequeña más, como las tantas que había atravesado en su extenso viaje y que por momentos le daban la sensación de alinearse unas a otras, prácticamente iguales, mientras las iba dejando atrás montado en su moto.
De vez en cuando se detenía en alguna. En pocas ocasiones sucedía porque algo le llamara la atención. Solía ocurrir cuando le faltaban provisiones o el sueño lo vencía. En Loza Grande pasó lo primero. Necesitaba al menos un par de botellas de agua.
En los lugares distantes y remotos, las calles anchas suelen llevar al centro de la ciudad. Ricardo solía recurrir a dichas arterias para evitarse frenar con el fin de tener que preguntarle a la gente dónde comprar lo que estuviera necesitando. Sabía que en el centro encontraría todo.
Llegó con facilidad a la plaza central. A una calle divisó el cartel de un supermercado. Condujo despacio y estacionó la moto contra el cordón de la vereda. Se bajó lentamente, estirando la piernas. Pero la tranquilidad del momento duró muy poco. El ladrido de un perro lo sobresaltó de tal forma que se le cayó la mochilla al suelo. Ricardo, con bronca, le gritó como para alejarlo. El canino, pensando que iba a arrojarle algo, salió corriendo en dirección contraria. Recién ahí pudo observar que tenía solo tres patas.
Olvidó pronto al animal y se dirigió al supermercado, pero se topó con la puerta cerrada. Consultó su reloj y comprendió su error. Era la hora de la siesta. Solo en las grandes ciudades los comercios hacen horario corrido. El resto de los mortales apela al sentido común y descansa.
Se subió a la moto y decidió pasear por la ciudad con el fin de encontrar algún kiosco o comercio chico cuyo dueño tuviera la creencia que abriendo en el horario de la siesta y aprovechando que los demás cerraban, se haría rico más rápido.
En la medida que avanzaba notó dos cosas. La primera, las persianas bajas en todas las casas. La siesta parecía obligatoria. La segunda, los perros. De cinco que había visto, cuatro tenían una pata menos. Aquella característica no era privilegio del que lo había recibido con ladridos al descender de la moto.
Durate media hora transitó las calles desiertas de Loza Grande. Si no fuera porque estaba todo limpio, y que los perros (en su mayoría con tres patas) iban de un lado otro y parecían bien alimentados, aquello bien podría haber pasado por un pueblo fantasma. Resignado, tomó la misma calle ancha que lo había llevado al centro de la ciudad. Fue cuando vio al joven que lo llamaba desde un árbol.
- Por acá, por acá... - le decía sin levantar demasiado la voz.
Ricardo se quitó el casco y miró hacia las ramas, que estaban a unos tres metros del suelo.
- ¿Qué hacés ahí arriba pibe? - preguntó con incredulidad Ricardo, sin poder evitar mirar hacia un lado y otro, temiendo que quizá un grupo de jóvenes estuviera tratando de darle una paliza al que estaba ahí arriba, justo encima de su cabeza.
- Es que me subí en el horario que la gente maneja y se me trabó el pie en la horqueta del tronco.
- ¿Subiste a qué, a buscar un gato o hacerle una broma a alguien? Mirá que quedarte atascado... dejame ver si puedo subir y ayudarte.
Ricardo trepó con facilidad y tras tironear un poco, logró sacar el pie del muchacho de dónde había quedado. Ambos descendieron un tramo y luego saltaron hacia tierra firme.
- Gracias señor, se nota que usted no es de acá.
- ¿Acá nadie ayuda?
- No por eso, sino que lo vi manejando la moto y lo hace muy bien.
Ricardo, que estaba por colocarse el casco para seguir viaje, lanzó una carcajada.
- ¿Muy bien? Iba a veinte kilómetros por hora, para poder divisar un kiosco o algo... ¡pero este pueblo es la muerte! Solo perros de tres patas y un chiquillo atrapado en un árbol.
El chico observó la hora en su reloj y su rostro se alarmó.
- Es mejor que se vaya, la gente va a comenzar a levantarse de la siesta.
- Esperé una hora para que abrieran los comercios, así que esperaré entonces unos minutos más. Es la mejor noticia que escuché en el día.
- ¡No, por favor!  No se quede, siga por la ruta, al oeste, a tres horas, tiene un pueblo donde podrá comprar lo que quiera.
Ricardo observó la genuina preocupación en el semblante del joven, pero le costaba entender una razón lógica para su advertencia. El chico volvió a consultar la hora y sin preámbulos, echó a correr por la vereda.
La respuesta no llegó de boca del muchacho, que se alejó a toda velocidad sin volver la vista atrás, sino que provino del sonido unísono de motores poniéndose en marcha. Un coro estrepitoso, más acorde a un circuito automovilístico que a una calle en una pequeña localidad perdida en el interior del país.
A las cuatro en punto de la tarde, las cocheras de las casas de la calle donde estaba parado Ricardo aún con el casco en mano, como la totalidad de estas en la ciudad, se abrieron con macabra precisión. Del interior de las mismas emergieron autos bramando de vida y en pocos segundos, ganaron la calle. El desértico paisaje cambió de inmediato, por el de una ciudad con calles atestadas de autos yendo y viniendo a gran velocidad. Y con una particularidad. Ninguno de los conductores era muy bueno haciéndolo.
Una vieja Chevy pisó el cordón de la vereda a pocos centímetros de Ricardo, que saltando hacia atrás, salvó sus piernas. Sin perder el tiempo, terminó de colocarse el casco y se montó a la moto. A lo lejos creyó oír el aullido de dolor de un perro. Sintió un escalofrío en el cuerpo e imploró mentalmente por el chico que corría a su casa. Que hubiese llegado o al menos, alcanzado la copa de un árbol. Puso en marcha el motor y bajó a la calle, justo detrás de una Ford 100 que iba en zig zag.
La salida estaba a tan solo cinco calles, sin embargo, sabía que el solo hecho de intentarlo, era una especie de ruleta rusa con volante. Los perros corrían despavoridos, escapandole a la locura. Aceleró entre monstruos de metal carentes de lógica y cordura, sintiendo que no eran calles, sino las arterias envenenadas del mismísimo demonio.

3 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Interesante recurso de película.
Cuando alguien aconseja huir, conviene hacerle caso.

Selva dijo...

Tensión hasta la última línea

maria dijo...

Muy bueno, tal vez de ese pueblito proceden todos los cafres del mundo no?