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31 de octubre de 2013

La luz de la luna

Tuvo una visión muy clara y luego despertó. Las sombras de su cuarto desdibujaban las paletas del ventilador de techo, que giraba a muy baja velocidad, moviendo el aire de aquí para allá. Apenas si escuchaba el sonido del motor, casi imperceptible. Estaba empapado, pero no tenía calor. Al contrario, sentía como si alguien le hubiese enterrado bajo la piel una enorme barra de hielo.
Dudó entre levantarse o seguir en la cama. Finalmente se sentó.
Miró la hora.
Volvió a vacilar en lo que haría a continuación. Juntó coraje y se puso de pie. Luego, casi obligándose a hacerlo, avanzó en busca de la puerta. El pasillo se le antojó desolador. Al final del mismo, podía ver como las luces azules y rojas penetraban como puñales por el ventanal del living. En medio de la noche, parecían carcajadas de un payaso diabólico.
Tanteó los cajones de un escritorio y sacó un revólver. La visión había sido muy clara. Con furia abrió la puerta y salió al jardín. Allí estaba la policía, desenterrando el cuerpo de Amanda, apenas iluminados por la luz de la luna. Allí estaban, sacando todo a la luz. A la luz de la luna.
Les apuntó y apretó el gatillo tantas veces como pudo. Pero los disparos solo resonaron en sus oídos, una y otra vez. Sin embargo, ningún policía se inmutó, ningún siquiera se percató de que estaba ahí. Siguió disparando hasta que alguien detuvo su mano.
Amanda le sostenía con fuerza la muñeca y entre gestos de dolor, suplicando piedad, dejó caer el arma. Desconsolado, se dejó caer sobre la gramilla húmeda, y llorando, enterró la cara en el barro.
Cuando la policía interrumpió en la habitación, estaba con la cabeza debajo de la almohada. Se había orinado encima.
- ¡Dejen de cavar en el jardín, dejen de cavar en el jardín! - gritó como un poseso, mientras se lo llevaban para interrogar.
Entonces, los uniformados buscaron palas en un cobertizo cercano y empezaron a cavar.
- ¿Por qué se habrá delatado solo? - le preguntó un joven oficial a un superior.
- Es que el crimen pugna por salir a la luz. Tarde o temprano lo hace, sin importarle las consecuencias.
En ese preciso instante, alguien gritó que habían encontrado un cuerpo. La luna, en su intensidad, acompañaba lúgubremente el momento.

28 de octubre de 2013

Minicuentos de fútbol "Mundial Brasil 2014" 2da parte

Comparto los últimos cinco microcuentos que participaron en el Concurso Internacional de Minicuentos de Fútbol "Mundial Brasil 2014" del sitio "Cuentos y más", donde obtuve una mención especial.
La consigna era no superar los 600 caracteres y comenzar con la misma oración.


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No ve el que no quiere ver

El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 estaba allí, en la cancha. Vibré en cada pelota, me apasioné con cada canto, agoté hasta la última fuerza de las cuerdas vocales. Éramos muchos, pero éramos uno solo. Nos abrazábamos en un solo abrazo y gritábamos en un solo grito. Cuando el pitido final dijo basta, todos teníamos la piel celeste y blanca. ¡Qué me importa esta ceguera, no haber visto los goles, ni verlos jamás! ¡Qué me importa, si las emociones las vi con el corazón!


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En lo del vecino


El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 lloré como un marrano. Me abracé a la vieja y luego, cuando ella me alejó al grito de “no seas maricón”, me dejé caer en el piso. No me importó que los mocos cayeran sobre el frío cerámico, que el papel picado arrojado a la salida de los equipos se metiera en mis cabellos, ni que la alegría se confundiera con el llanto. Lloré como otros, en la distancia, en el tiempo. Creí oír susurros del 78, cánticos del 86. Pero eran estos gritos, iracundos, irreverentes, los que más escuchaba. Propios de un borracho meando en el patio del vecino. Propios del 14.

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¡Brasileiro, para você!

El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 hice un curso acelerado de portugués. En vivo y en directo, televisión de por medio, no dejé un solo brasileño por putear. ¡Mas no seu idioma!

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De cabeza

El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014, más precisamente a las 16.54, con el sol a pleno, salté desde el techo de mi casa al suelo de baldosas del vecino. No fue algo adrede ni tampoco premeditado. Menos aún elegante, porque di con el marote. Digamos que fue necesario. Es decir, las promesas se deben cumplir. Si ganamos por penales hago algo impensado, había dicho esa mañana. Cuando el tiro del Pipita dio en el palo, me quería morir. Pero después, con Romero sacando todo, no tuve excusas. Recuerdo la carrera alocada y despertar en el hospital. ¿El resto? ¡A quién le importa!

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El mito
El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 fue el último día del planeta. El mito dice que fue a causa del grito final, tras el gol de palomita de Messi sobre la hora. Pero la verdad no tiene nada de pasional: el asteroide D-10-S impactó en el Polo Norte y todo se fue al carajo. Los que fuimos evacuados por la nave que secretamente la Nasa tenía preparada un año antes, recordamos ese día desde diferentes ópticas. A pesar del desastre, era la única persona sonriendo en aquel aparato espacial. Aquí en Marte todo es distinto y nadie juega al fútbol. El mito es mi explicación.

25 de octubre de 2013

Minicuentos de fútbol "Mundial Brasil 2014" 1ra parte

El sitio literario "Cuentos y más" organizó un nuevo certamen de microficción, en este caso de carácter internacional y con eje el próximo mundial de fútbol a disputarse en Brasil el año próximo. ¡Qué mejor combinación de letras y fútbol para motivarse y participar! Una gran alegría fue enterarme que uno de mis relatos fue galardonado con una mención especial.
El jurado, compuesto por los escritores y periodistas Juan Sasturain (Argentina), Santiago Segurola (España) y Mónica Maristain (México), seleccionó como ganadores a Lucía Cuch, Agustín Cámara, Ariel Cuch y Laura Nicastro. También otorgó menciones especiales a Francys Zambrano, Alejandro César Alvarez, Carlos Pablo Lorenzo, Ernesto Parrilla, Martín Gardella y Esther Beatriz Marinero.
Aquí la primera tanda de minicuentos con los que particié, incluyendo al premiado. En la web de "Cuentos y más" están todos los que obtvieron premios.
Aclaración, todos debían comenzar con la misma frase.


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El más grande
Mención Especial Concurso Internacional Minicuentos de Fútbol Mundial Brasil 2014

El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 cometí el error más grande de mi vida. Entre la euforia con mis amigos, los festejos en la plaza del centro, el exceso de cerveza y fernet con coca, salí convencido camino a lo de Esther a pedirle matrimonio. Llegué pasada las diez de la noche, con un pedo pa’ veinte. La muy turra se aprovechó de mi estado y dijo que si, exultante de alegría. Para el otro día, lo sabía toda la ciudad. Alicia, mi novia de entonces, no me lo perdonó jamás.

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 Proeza

El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 me presenté en su casa, decidido a todo. Si habíamos logrado esa proeza, con dos jugadores menos, Messi lesionado desde cuartos, lo que estaba en mis manos era nada comparado con lo que había hecho la selección. Le toqué timbre tres veces, uno por cada gol argentino. Cuando se asomó, le di un beso en la boca, sin darle tiempo...


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Hincha típico

El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 y no cuando ganamos el Mundial de Rusia 2018, ni mucho menos, el día que alzamos la copa del mundo en Qatar 2022, fue que les dije que la Selección jugando así, ni en pedo ganaba el Mundial del 2026. Así que no me vengan con que no se los anticipé a tiempo.


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Por ellos, por todos

El día que ganamos el Mundial de Brasil 2014 vi la nieve caer sobre Buenos Aires, el avión de Gardel en plena caída, a Borges sumiéndose en la ceguera, al Ché recostado sobre un sucio camastro, a multitudes gritando en las calles, humildes pidiendo con hambre, un pasado desquebrajado, jóvenes exiliados sin trabajo… y al mismo tiempo, en ese abrazo sosteniendo la copa, vi a todos bramando una sola voz, un solo vocablo, con presente, con futuro, diciendo repetidamente: ¡Argentina! ¡Argentina! ¡Argentina!

22 de octubre de 2013

Paredes adentro

Cada mañana escucho las bombas y luego el crepitar de las llamas. El viento parece traer los sonidos a la habitación, para que sufra en soledad. Escribo apuntes en mi libreta y me dejo descansar contra la pared, acostumbrado ya a los fétidos olores y la falta de higiene. De vez en cuando ellas salen y me hago un festín.

Calculo que es la tarde por la posición del sol, que apenas alcanzo a divisar entre los vidrios sucios y rotos de las ventanas más altas. Así está bien, no necesito mayores precisiones, con eso me alcanza y sobra. Nunca me pongo de pie, por miedo a las sombras. Eso me cuesta dolores difíciles de narrar, por lo que tengo que ejercitar mis piernas de alguna manera. La tarde se vuelve siempre un suplicio.

Es común que me sobresalten las ráfagas de disparos, muy entrada la noche. De todas formas, me cuesta dormir. Hacerlo, por otra parte, es arriesgar la vida. Al menos estando despierto, uno tiene tiempo para razonar. El rechinar de las maderas, también eriza mi piel. A eso, no puedo adaptarme. Me imagino en todo momento alguien abriendo la puerta y accionando el gatillo sin nada de piedad. Pero eso no sucede nunca y aún permanezco aquí.

El tiempo se vuelve una irrealidad cuando se hace imposible seguirle pisada. Y los hechos que suceden, ajenos a mis ojos, son una especie de realidad vedada, que no puedo apreciar. Creo distinguir ese mundo que va mutando paredes afuera, a través de los sonidos, los olores, los temores. El pasado inmediato que lejos está de abandonar mi cabeza, me dice que finalmente han ganado.

De vez en cuando cabeceo y el mentón cae sobre mi pecho. El estómago me gruñe, la boca se siente pastosa y la fiebre me arranca del suelo, llevándome consigo a parajes insospechados, muy lejos de este escondite. Solo cuando amaina, comprendo que ese viaje que ha sido una ilusión. Porque aún estoy en esta habitación sucia, de un edificio en ruinas, escondido de la muerte, de ellos, del planeta que se viene abajo día a día, noche a noche.

¿Sobreviviente? ¿Fugitivo? ¿Cuál es la diferencia? Pienso que alguna vez dejaré de comer las desprevenidas cucarachas y beber la poca orina que genero, y entonces todo terminará de una vez por todas. Quizá cuando me canse. Por ahora evito esa salida. ¿Qué sentido tendría entonces, todo lo hecho? ¿Esta triste supervivencia, recordando la frustrada revolución? Escribo apuntes en mi libreta, antes de perder la razón.


19 de octubre de 2013

La fortuna de Lucía

Me pidió que le comprara un número de lotería. Uno cualquiera. Ella trabajaba en el negocio de al lado y sabía que cada viernes compraba uno para mí. Le dije que recién podría dárselo el lunes. Sonrió y me dijo que no había problema alguno. Le advertí que sorteaba el domingo, que quizá ella quería... me interrumpió, me guiñó un ojo y repitió que no era problema.
Era bonita, claro que me atraía. Tendría que haberle insistido en ese punto, porque no tenía sentido tener un boleto de lotería sin saber cuál era el número. Más si el sorteo se realizaba antes que ella pudiera tenerlo entre sus manos. Una de las razones por la que jugaba, era por la expectativa que me generaba el sorteo. No me perdía por nada del mundo la televisación de ese momento donde el suspenso se ponía de acuerdo con el azar para brindar un espectáculo tan sencillo como fortuito.
Había comprado dos números correlativos. El terminado en 15 para mí, el que finalizaba en 16 para ella. Los primeros números coincidían. Eran de la misma serie. Los puse sobre el televisor, debajo de una imagen de la Virgen. Allí quedaron hasta el domingo, cuando volví del viaje. Comí algo y puse el televisor. A la hora del sorteo busqué los boletos. Contemplé los números y me serví un aperitivo. El ritual de cada fin de semana, que disfrutaba con disimulada alegría.
Apreté los puños y me dejé llevar por los bolilleros que aparecían en pantalla. Cuando llegó el turno del primer premio fui viendo como las bolillas armaban los primeros números de ambos boletos. En el penúltimo bolillero cayó un uno, en el último, un seis. Me estremecí. Miré el boleto sobre la mesa, miré la pantalla. Miré otra vez el boleto, luego una vez más el televisor.
El locutor lo repetía una y otra vez. Me puse de pie, me serví algo más fuerte que el aperitivo. No podría definir el instante. Cierto vértigo me bajaba de la cabeza al corazón y volvía, como siguiendo una ruta invisible muy dentro del cuerpo. Finalmente me desahogué gritando a viva voz. Era lo que por tantos años había estado aguardando.
El lunes no fui a trabajar. Tuve que hacer otro viaje, a la casa central de la lotería nacional. A ella le envié a través de un cadete el boleto, tal como le había prometido. Le puse en una nota: "Querida Lucía, elegí la terminación en 15 para usted, porque ante mis ojos, es una niña bonita. Y mire que fortuna la suya, que tiene premio por aproximación".
Total, cómo mierda se iba a enterar que el dinero gordo me lo quedaba yo, si esa mañana había presentado la renuncia por telegrama y no esperaba verla más en la puta vida.

16 de octubre de 2013

Zapatos, zapatos, zapatos...

Zapatos, zapatos, zapatos. Necesito zapatos. No es que no tenga, al contrario, tengo muchos pero ninguno me sirve. Es difícil de explicar. Porque tampoco son para usar. Sé que le parece confuso, pero no lo es. O si. Pero déjeme que le explique. Todo comenzó hace un mes cuando de la nada apareció Robertito. ¿Qué quién es Robertito? Si le cuento su historia, me quedo sin tiempo para contarle la cuestión esta de los zapatos.
Hacía calor. Recuerdo porque en la verdulería las empleadas que atendían se quejaban con las mujeres que hacían las compra. Había ido para hacerle un mandado a mi vecina, que se había caído y fracturado un pie. Estaba eligiendo zanahorias y tratando de no escuchar las quejas, cuando sentí una mano que se apoyaba sobre mi hombro. No era una mano fuerte, ni un gesto de provocación. Era un apretón afectivo, como hacía rato no recibía. Levanté la mirada sabiendo que encontraría un rostro conocido, pero créame que jamás esperé toparme con Robertito.
Nos fundimos en un abrazo y tras cruzar dos o tres palabras, dejé de lado las zanahorias y calabazas que me había encargado la vecina, y le propuse cruzar a la vereda de enfrente, al bar del Gallego. Entramos haciendo bullicio, como en los viejos tiempos. Claro que la barra de antaño ya no estaba. El Gallego levantó la vista de la última página del Diario Popular y miró hacia la puerta con desgano. Volvió a bajarla de inmediato, para seguir meditando sobre la mujer de la contratapa.
Nos ubicamos en la mesita de siempre, la que daba contra la calle, a la altura de la segunda ventana.
- ¿Un cafecito o una birrita? - le pregunté entusiasmado.
- No, pará, nada, dejá. Mirá, estoy apurado, de paso nomás. Te vi y supe que eras la persona indicada.
- ¿No vas a tomar nada entonces? ¿La persona indicada para qué?
- No, dale, escuchame. Prestá atención. Tengo un negoción entre manos.
- Che, pero contame por donde anduviste, que es de tu vida. Aparecés de la nada y ni siquiera me aceptás algo para tomar.
- Zapatos, Julián. Zapatos.
- Pará, que no te sigo. Que mierda tienen que ver los zapatos con lo que te estoy diciendo.
- Hay un conteiner de zapatos en el puerto. Anotá este número, es el número del remito para que los retires: Triple cero... anotá Julián, que es importante. Triple cero, dos, guión, cuatro, cinco ceros, nueve, ocho, tres, siete, ocho.
- Pero pará, que hago con este número...
- Andá a la aduana, llená el papelerío y alquilate un flete o algo, tráetelos para acá. Me tenés que hacer esta gauchada.
- ¿Y después te aviso? ¿Vos te vas a alguna parte ahora?
- Si, mirá, es largo de contar. Encargate de eso. Zapatos. Acordate Julián, zapatos.
Robertito se puso de pie, me volvió a apretar el hombro y se fue. Quedé solo con la mesa vacía ante mis ojos, buscando con la mirada un indicio de la mañana a través de la ventana, que lentamente remitía vencida por la llegada del mediodía. El Gallego me tiró el diario sobre la mesa.
- Tomá, mirate los resultados de la quiniela. Que después viene el Zurdo y se lo lleva a escondidas el boludo.
Tomé el diario y le di un vistazo. Para cuando salí, la verdulería había cerrado. Agarré dos zanahorias en dudoso estado que había dentro de un cajón con verdura para tirar y me volví a casa. Le dije a mi vecina que calabaza no había y zanahoria era lo único que le quedaba, que hasta la tarde no llegaba mercadería fresca. Se quejó del dueño de la verdulería y se metió dentro de su casa, ayudada con las muletas.
A la mañana siguiente me fui a la aduana. Me tuvieron esperando una hora. Les di el número de remito, buscaron vaya a saber qué en la computadora y luego me alcanzaron varias planillas.
- ¿Ya tiene el transporte? - la mujer que me atendía vio mi negación con la cabeza y prosiguió hiriendo los oídos con su voz de pito - Si no lo tiene, aclare que tiene que retirar el contenido en los próximos días. Recuerde que tiene dos semanas, luego comenzamos a cobrarle estadía.
Asentí, al tiempo que internamente me cuestionaba las razones por las que había aceptado con tanta facilidad darle una mano a Robertito, a quién hasta la mañana anterior, no veía desde hacía años.
Comprendí al llegar a casa que no tenía manera de contactarlo para avisarle que había ido a la aduana. Caminé por el barrio, sabiendo que era inútil llegarme hasta la que había sido su antigua casa. Se había mudado mucho tiempo atrás y la casa la habían derribado para poner departamentos de dos pisos.
Pero le confié a esa caminata una especie de fe mística, un intento de lograr que en mi mente, abriéndose paso a machetazos, se hiciera presente alguna idea sobre cómo seguir adelante. Terminé como siempre, en el bar del Gallego.
- ¿No lo viste a Robertito hoy?
El Gallego levantó sus gruesas cejas, sobre las cuales bien podría sostener una botella de Gancia, y me miró como quién mira a un estúpido.
- Hace diez años que no lo veo. Todavía me debe las últimas cinco cervezas que se tomó. Ya voy a volver a pagarte, me dijo. Minga que volvió.
- Gallego, si ayer entró conmigo.
- Decime Julián, ¿vos le estás dando al chupi otra vez? Ayer te quedaste como un pelotudo en la mesa hasta el mediodía. Solo.
- Me quedé hasta el mediodía solo, pero cuando entré, llegué con Robertito. ¿Tenés alzhéimer? Boludo, entramos a los gritos.
Ahí nomás el Gallego me sacó el vaso que había colocado en la barra, con la intención de invitarme un trago, como era su costumbre cuando estaba de buen humor y ganas de charlar.
- Ni en pedo te doy de tomar, no sé con que desayunaste hoy.
Me fui contrariado del bar. Me crucé más tarde con dos amigos, Pepe y Saldívar y les comenté de la visita fugaz de Robertito. Se sorprendieron a más no poder. Ninguno sabía que era de la vida del viejo compañero de salidas y rondas de alcohol. Les conté también del episodio con el Gallego y se rieron de lo lindo.
- Está gagá, a veces si no le pegás el grito, ni cuenta se da que estás esperando en la mesa.
Recién a la semana pude conseguir un flete. Para mi sorpresa, la carga era gigantesca. Tuvo que hacer siete viajes para llevar todo lo que había en el conteiner hasta mi casa. Eran bolsones repletos de zapatos, de la clase que uno pueda imaginarse. Ocupé todo el garaje.
Esa noche me senté delante del amontonamiento de bolsas y mate en mano, reflexioné sobre el asunto. No saqué ninguna conclusión. Finalmente, ya el agua fría, desistí de seguir cebando y me puse en acción. Me dirigí hacia el bolsón más cercano y lo abrí.
Los zapatos eran usados. Algunos tenían las etiquetas internas en otros idiomas. Parecían ser parte de una compra alocada hecha por un coleccionista a lo largo de todo el mundo. Pero no podía entender el motivo, ya que ni siquiera encontraba similitud alguna entre los zapatos. Todos eran calzado de hombre, pero la variedad era infinita, si es que esa condición puede aplicarse al rubro.
En el umbral de mi falta de entendimiento, vibró el celular. Siempre lo tengo en vibración, porque me molesta el sonido de los timbres que tiene el aparato. Lo había dejado sobre la mesa de la cocina. Lo sostuve apenas un par de segundos delante de los ojos para ver el número que llamaba. Era "número desconocido" y en riesgo de caer en las garras de un telemarketer, contesté.
- Julián, habla Robertito.
La voz de mi amigo me tomó por sorpresa. ¿Cómo es que tenía mi número, si ni tiempo me había dado la semana anterior en dárselo?
- Robertito, que sorpresa. Estaba pensando en vos, justamente. Tengo en casa todos los bolsones.
- ¡Bien, muy bien Julián! Ya te dije, zapatos, zapatos.
- Si, zapatos. Muchos zapatos.
Reímos los dos, como en los viejos tiempos.
- Escuchame Julián, prestá atención, que es importante.
- Te escucho.
- Tenés que buscar en esos zapatos la forma de sacarme de dónde estoy. Por ahí no me crees, pero la cuestión es que estoy atrapado en otro mundo. Sé que es jodido para creerlo, pero es así. Me están ayudando unos hoggies a comunicarme con ese lado, pero no es fácil. Cuento con pocos minutos por vez y a través de distintas vías. La otra vez fue una aparición muy débil y ahora este llamado. Pero no sé si voy a poder comunicarme otra vez.
Para entonces, estaba sentado en el suelo del garaje, a lo indio, con las piernas cruzadas. Era la posición que de chico empleaba cuando me quedaba solo en casa y tenía miedo. Por alguna razón, pensaba que así estaría más protegido.
- ¿Qué tengo que buscar? - fue lo único que dije, como si el resto de lo que me había dicho, hubiese sido una abstracción, algo menor.
- Un trevor me jugó una broma y escondió en un zapato de hombre un dispositivo con forma de papel, con el que puedo regresar a nuestra dimensión. El problema es que puede ser cualquier zapato del planeta, porque los trevors no tienen miramientos cuando se divierten. Hace cinco años que estoy rastreando, gracias a mis amigos hoggies. Ese cargamento es el último que pude juntar. Necesito que busques en cada zapato.
- ¿Y si no está ahí?
- Seguí buscando Julián, seguí buscando. Donde veas un zapato, revisá. Si para dentro de dos meses no encuentro nada, la puerta se cerrará definitivamente. Y la verdad, quiero volver. Aquí es muy seco.
- ¿Muy seco qué, Robertito?
La pregunta fue en vano. Ya no volví a escuchar su voz. La comunicación se había cortado.
Terminé de inspeccionar cada zapato de ese cargamento hace cinco días. Fue una tarea que, pensé en un momento, sería interminable. Pero en realidad, fue un esfuerzo semejante al de sacar un balde de agua del océano. ¿Sabe usted cuántos pares de zapatos existen en el planeta? Estuve sacando cuentas y sinceramente, no creo que quiera saberlo. ¿Comprende ahora por qué le pedí que me dejara entrar en medio de la madrugada a este negocio que usted tiene de zapatos usados? Bueno, si, es cierto, no le pedí, sino que le exigí a punta de pistola. Pero ya ve, soy inofensivo. Todo lo que hago, lo hago por Robertito. Y no pienso robarle ni un solo cordón, tan solo quiero revisar y si encuentro lo que necesito, le compro el par. Así que si me permite, empiezo a buscar. Usted no se mueva de ahí. Mire que está cargado.
Zapatos, zapatos, zapatos...


13 de octubre de 2013

Un gran día (5ta parte)

¿Cuál es la conexión entre tantas muertes? ¿Cuál es el fin de crear caos, de despertar el espanto, de generar temor? ¿Cuál es la razón de matar?
Si tuviese que buscar respuestas, ahora que un celular me ha cambiado la vida, diría que no las hay. Porque por más que las elabore, ninguna encerrará la verdad absoluta. Siempre las causas quedarán escondidas a la razón.
Cuando ella dijo "dos", ya había sacado el revólver de la bolsa.
Cuando ella dijo "uno", sentí que el mundo tal como lo conocía, había acabado. Una fuerza extraña, dominaba mi brazo. Una encrucijada casi irreal entre moral, ética y responsabilidades. Todo lo que me habían inculcado, lo cubría ahora un pantano de locura. El "uno" sonó en mis oídos como una estampida.
Entonces, dejé de pensar.
Estiré mi brazo, lo puse a altura de los ojos y apreté el gatillo. El estruendo permaneció en el aire varios segundos. El cuerpo del intendente, sin embargo, se desplomó casi en un parpadeo. No obstante, alcancé a ver antes la sangre dibujarse en su pecho.
El muchedumbre se desbandó, atemorizada. Fue tal el descontrol, que nadie reparó en el revólver en mi mano. Miraban hacia arriba, creyendo que algún francotirador estaba apostado en lo alto de algún lugar remoto, apuntándoles a la cabeza.
Pero las fuerzas policiales si repararon en mi presencia. Al menos, dos efectivos desenfundaron sus armas y apuntaron. Aunque jamás alcanzaron a oprimir el gatillo. Fueron alcanzados por sendos disparos, perpetrados desde algún recóndito lugar.
Me perdí entre la multitud que escapaba. Me cuidé de no dejar caer el revólver. Ahora tenía mis huellas dactilares. Lo guardé entre mis ropas, mientras escapaba del lugar. En ningún momento dejé de sujetar con firmeza el celular. Solo cuando me sentí a salvo, bastante lejos del municipio, miré la pantalla.
La conversación se había cortado. Instintivamente agaché la cabeza y rogué que sonara de inmediato, para evitar más muertes.
Pero no hubo disparos que derribaran a las personas que deambulaban cerca de donde estaba. Tampoco una nueva llamada.
Miré extrañado aquel aparato. Estaba agitado y confundido. Aunque parezca raro, quería que llamara. Busqué en el registro y siempre aparecía "número desconocido". Revisé los contactos, pero la lista estaba vacía. El celular era otra vez un celular. Caro, de alta gama, una tentación del destino. No lo dudé. Lo dejé caer y primero con miedo y luego con prisa, me alejé del lugar.
Caminé sin sentido durante dos horas. Me decidí regresar a casa muy entrada la noche. Estaba asustado, hambriento y colmado de dudas. ¿Me estaría esperando la policía? ¿Estarían ellos, los que me habían hecho vivir una pesadilla todo el día, apuntándome para matarme? ¿Estaría seguro en casa?
No encendí ninguna luz. Me acurruqué en un rincón de la habitación, dejando que la oscuridad fuera la única compañía posible.
Me dormí sin darme cuenta. Desperté algunas horas más tarde, en la misma posición, pero mojado. Me había orinado. Recién entonces prendí la luz del velador. Lloré un rato, desconsolado. Me cambié de ropa y puse la televisión.
Era tarde y apenas si encontré imágenes de lo sucedido. Las pocas noticias transmitían impotencia y pánico. Daban cifras de muertos mientras se preguntaban si las tragedias tenían relación entre si. Lo apagué. A duras penas, llegué a la cama. Miré la hora y ya había pasado la medianoche.
El día había terminado. Pensé que nunca sucedería. ¿Que pasaría al despertar? No me importaba. Dejaría ese día atrás, si acaso eso era posible. Buscar razones era meter las manos en las entrañas de un cadáver aún tibio.
Como me había dicho la voz desde el otro lado de la línea, el azar era la pieza clave de un engranaje que jamás comprenderíamos.
Apagué la luz y me entregué al sueño. Rostros anónimos ensangrentados vinieron a mi una y otra vez. La pesadilla no terminaría jamás. La muerte posee una señal que jamás se corta.

10 de octubre de 2013

Un gran día (4ta parte)

Esta vez no huí. Quedé estático ante la escena. La gente comenzaba a agolparse con la intención de ayudar. Temí acercarme. Era culpable por haberme desmayado. Permanecí del otro lado de la calle. Casi de inmediato llegó un camión de los bomberos y dos vehículos policiales. La voz advirtió en un susurro:
- Ni se le ocurra Martín hablar con ellos.
- Las reglas - dije como un autómata.
- Exacto, las reglas. Usted las respeta y nadie muere.
Medité sobre aquella severidad. Era injusta. No tenía poder alguno sobre el alcance de las antenas. No podía pretender sentirme bien con lo que estaba viviendo. Estuve a punto de decirlo, pero me contuve. No tenía sentido. Como todo lo que estaba sucediendo desde el momento en que levanté del suelo el maldito celular.
- ¿Qué tengo que hacer ahora? - pregunté.
- Esperar.
- ¿Esperar? ¿Qué debo esperar?
- Los hechos. La sucesión de los mismos. Uno no puede planificar todo, Martín. El azar es el elemento clave en nuestra existencia. ¿Podemos controlarlo? ¿Puede usted controlarlo, Martín?
- ¿Desde dónde disparan? ¿Por qué no se dejan ver? ¡No sean cobardes!
Una mujer que caminaba cerca miró hacia donde estaba. Había elevado la voz. Era el único en veinte metros a la redonda que no le prestaba atención al rescate de los heridos del colectivo cuyo chofer se había estrellado minutos antes.
- Quiero que esto termine - supliqué - ¿Qué tengo que hacer para que el próximo disparo sea justo a mi cabeza?
No hubo respuesta. El silencio me acompañó los siguientes minutos. La llamada aún seguía estable. Busqué el amparo de una garita y me senté. A pocos metros, de manera incansable, los rescatistas ayudaban a la gente que viajaba en el ómnibus. Habían llegado los canales de televisión, que buscaban de manera desesperada testigos que pudieran narrar lo sucedido.
La sucesión de los hechos. Eso había dicho la mujer. Eso es lo que estarían reflejando los medios de comunicación desde hacía un par de horas. Tratando de relacionar las tragedias que habían sacudido la ciudad de manera tan repentina como asombrosa y macabra.
Nadie se imaginaba, del mundo de personas que se paseaban delante de mis ojos, que esa persona que los contemplaba desde la garita pudiera tener algo que ver. Quizá creyeran - si es que alguien había reparado en mi presencia - que se trataba de una persona golpeada por lo sucedido, a quien la trágica escena había hecho mella en el espíritu.
Un muchacho de unos veinte años se sentó a mi lado. Miró su reloj y luego hacia el otro lado de la calle. Finalmente me miró y largó la pregunta que lo tenía a mal traer.
- ¿Sabe si pasará el colectivo? Digo, con el accidente este. Ya veo que no pasa. Me mato.
No supe que decirle. Hizo un gesto de incertidumbre con los hombros, y miré hacia otro lado. Estaba en silencio, con el celular en la oreja. A la vista de otros, un loco, que no tiene otra que hacer. Desde mi lugar, la diferencia entre la vida y la muerte. No la propia, sino la ajena. La que pesa sobre los hombros, la que nunca dejará de visitarme en las noches de insomnio.
- Martín Balbastro, quiero que vaya hasta el centro de la ciudad.
La voz de la mujer me estremeció una vez más. Sentí dolor en el estómago, casi de inmediato. Me puse de pie y me alejé del lugar. Un policía me hizo señas que siguiera mi camino, que no me acercara hasta el lugar del siniestro. No lo pensaba contradecir.
- ¿Hasta que parte del centro de la ciudad?
- Al municipio.
- ¿Y allí todo termina?
No tuve contestación. El distante sonido de papeles, de alguien tomando notas.
- Vaya por la avenida, por la vereda impar.
¿Debía extrañarme ese pedido de precisión en la ruta? Quizá si. Al menos, debí suponer que algo debía esperarse. De la misma manera que el hecho de aproximarme hasta el punto de destino, significaba algo más que cumplir una orden.
Y si bien la señal no se cortó en todo el trayecto, la muerte ya estaba asegurada. Lo presentía. No importaba si la llamada se caía o no. Le volarían a alguien los sesos y luego llamarían de nuevo Pero no era es muerte la que ahora me preocupaba.
A dos cuadras del municipio la mujer me recordó lo importante de cumplir las reglas. El que no pronunció palabra alguna esta vez fui yo. Si buscaba una provocación, no obtendría nada de mí. Seguí caminando, sabiendo que lo que vendría luego, sería peor que todo lo previo.
- Cuando pase por el cesto de basura de la esquina del municipio, acérquese, levante la tapa y tome la bolsa roja.
Suspiré profundo. Se me hizo un nudo en la garganta. En ese instante deseé con ganas que la llamada se cortara. Tiraría el ceular y huiría corriendo. No me importaría nada, ni que mataran a decenas de personas, ni que luego me mataran a mi. Cualquier cosa, a cambio de tener que tomar la bolsa roja.
Levanté la tapa y no necesité hurgar demasiado para encontrarla. Allí estaba, pulcramente colocada, desentonando con el resto de los elementos esparcidos con indiferencia en aquel sitio.
La tomé. Palpé el bulto sin la menor sorpresa.
- Con cuidado, saque el arma que está dentro de la bolsa.
La mujer pronunció cada palabra con cautela. Probablemente para que no hiciera ninguna locura, como pegarme un tiro.
- ¿Está cargada? - pregunté.
- Lo está. Pero escúcheme, Martín Balbastro. La va a utilizar en diez minutos. Pero tiene prohibido usarla para suicidarse. Si lo hace, quiero que sepa que de la misma manera que hemos eliminado personas desconocidas para usted, podemos hacer lo mismo con gente que conoce.
- Son unos hijos de puta. Si pudiersa usar el arma contra ustedes, juro que les...
- Martín, guarde esa furia. Y deténgase, está frente al municipio.
Me detuve, presa del odio. En ese momento no me di cuenta que sabían exactamente mi posición. Aunque quizá de haber reflexionado sobre sus palabras, hubiese sospechado del sistema de gps del celular. Miré el edificio del municipio y vi apostado en las escalinatas a todos los canales de televisión de la zona. Una multitud rodeaba una especie de improvisado escenario, donde se destacaba un micrófono de pie y detrás del mismo, la figura del intendente y sus asesores más cercanos.
- Ahora va a usar ese arma y matará al intendente. Intente no fallar. No se preocupe por la represalia de las fuerzas de seguridad, estará bien cubierto por nuestros tiradores.
- ¡Por qué no lo matan ustedes! ¡No entiendo!
- Se lo estamos pidiendo a usted, Martín Balbastro. ¿Acaso no levantó el celular del suelo? ¿Pensó que las casualidades no tienen precio? Nuestro costo es alto, Martín. Ahora prepare el arma y dispare. No tenemos todo el tiempo del mundo.
- No voy a disparar...
-Cinco segundos Martín, o elegimos nosotros una víctima inocente.
- No, no van a lograrlo.
- Cinco.
- No.
- Cuatro.
- Tres.
- ¡Maldición, no!
- Dos.

(continuará...)

7 de octubre de 2013

Un gran día (3ra parte)

Dejé la plaza atrás y también el caos, que estaba convirtiéndose en un acompañante nada deseado. Sin embargo, un torbellino se desataba en mi cabeza. No podía evitar pensar en nuevas tragedias. Como tampoco quería observar la pantalla del teléfono, temiendo que las líneas de la señal disminuyeran hasta desapacer.
No recuerdo bien en que instante hice una de las preguntas que hasta el momento intentaba evadir.
- Voy a necesitar cargar el celular, no creo que tenga batería para mucho más.
Del otro lado la voz de mujer no me respondió. Pensé que había encontrado una brecha en el maléfico plan, que la posibilidad no había sido contemplada. No sé bien que creí en esos diez segundos de silencio, pero la sensación de alivio que de pronto me había invadido, creyendo tontamente que se suspendería el juego, se desmoronó con la misma fragilidad que lo haría un castillo de naipes.
- Tendrá que encontrar la forma, Martín. Usted ya lo sabe, si por alguna razón se corta, una persona muere. Si usted no vuelve a atender, morirá alguien cada treinta segundos. Le conviene ir pensando la manera de cargarlo.
Tenía que ser un chiste. Uno de muy mal gusto. De humor negro. Miré alrededor, intentando primero orientarme en que parte de la ciudad estaba. Divisé una avenida y caminé hacia allí.
- Voy a buscar una tienda de celulares - avisé. La mujer no me contestó. Miré la pantalla pensando que se había cortado.
Alcancé a ver el cartel de una empresa de telefonía celular a una cuadra. Suspiré. Allí podría comprar un cargador. Miré el modelo del teléfono. No me iba a salir nada barato. Me sobresalté un segundo, temiendo no llevar dinero encima. Pero recordé que tenía la tarjeta de crédito.
- ¿Piensa entrar a un comercio? - preguntó la mujer.
- Necesito comprar un cargador. Será solo un minuto - supliqué.
- Cualquier intento que haga para engañarnos, será castigado - la voz se mostró firme y no vaciló en ningún instante. Pero no me asustó. Sabía que no mentía.
El local comercial anterior al de celulares era una casa de turismo. Tenía un afiche enorme, con la imagen de una excursión en un rápido de montaña. Me metí a comprar el cargador. Para mi suerte tenían de ese modelo.
Salí rápidamente, con el fin de evitar cualquier tipo de enojo. Volví a mirar el afiche. Se me ocurrió entonces un nuevo paso en falso. El agua me transportó al río, que estaba a menos de cinco cuadras de distancia de donde me encontraba. Podía dirigirme hasta allí y buscar una zona apartada, donde no hubiese nadie. Y allí cortar la comunicación. A lo sumo intentarían dispararme a mi. Podría entonces arrojarme al río. Era buen nadador. En pocos minutos estaría lo suficientemente lejos como para que no pudieran matarme.
¿Suficientemente lejos de qué...? El pensamiento me abordó de golpe. ¿Desde dónde disparaban? ¿Cómo era posible que estuvieran al tanto de cada movimiento? No había ningún edificio o estructura que pudiese servir a ese propósito. ¿Tenía oportunidad alguna si seguía adelante con el plan de ir hacia el río?
Dudar no me sacaría del problema. Retomé el camino anterior, sin recibir ninguna orden contraria. Eso era bueno, al menos de momento.
La mujer hablaba cada tanto. Me recordaba las reglas, los riesgos, los costos de un movimiento en falso. Por momentos mi mente se empeñaba en hacerme creer que sabían hacia donde me dirigía. Luchaba contra esa idea, me decía que era imposible. Aunque a esa altura del día, pocas cosas podían llegar a resultarme imposibles.
Ahora me contaba que los medios de comunicación estaban transmitiendo desde los sitios donde habían ocurrido los tiroteos. Su voz era afable en ese momento, parecía estar contenta con lo que veía y seguramente, lo estaba. Decía palabras como "perplejos", "consternados", "horrorizados" y entendí que eran los términos que estaban utilizando en los canales de televisión para describir el tétrico cuadro que estaban mostrando al sorprendido público.
Pensé en esa gente que había visto caer. En sus vidas, sus historias. Quise incluso ponerle un nombre a cada uno. La imagen de la niña en patines, con el cuero cabelludo regado en sangre, se paseaba por mi retina como un cruel fantasma.
- A medida que se acerque al río irá perdiendo señal, Martín. No creo que sea buena idea.
Lo dijo de modo casual, pero de todos modos me estremeció. ¿Sabía lo que tenía en mente? ¿O simplemente era una advertencia a sabiendas que la señal se perdía en esa zona? Meditaba sobre eso cuando se perdió la comunicación. A media cuadra tenía el río. Podía verlo brillar allí donde el sol reposaba su luz. Ondulante, por el viento picaresco que se empeñaba en mecerlo. Una brisa inquieta recorría las cercanías. Allí estaba el río y al mismo tiempo, otra vez la realidad, o mejor dicho, la normalidad desaparecía ante mis ojos. La señal se había cortado.
Miré hacia un lado y otro. No había nadie. Tuve más miedo que nunca. ¿Al no haber una víctima cerca, me dispararían a mi? Tarde pensé en refugiarme. Entonces resonó el disparo. Escuché un grito y miré hacia arriba. En un quinto piso una mujer tambaleaba en el balcón. Se quiso asir de la baranda en un último acto pleno de instinto, pero cayó hacia delante, hacia el abismo mismo. Fue cuestión de un cerrar y abrir de ojos. El sonido del cuerpo al chocar contra el cemente fue estremecedor.
Habían encontrado a su víctima. Una mujer en el balcón, quizá regando sus plantas. Miré la pantalla. No tenía señal. Comencé a correr en la dirección que había llegado. Miré hacia atrás, el grito había alertado a vecinos y ahora la gente salía a la desolada calle. Quería gritarles que se metieran dentro, pero el tiempo corría.
Había recorrido una calle y media cuando escuché la segunda detonación. No miré hacia donde estaba la gente, supe que alguien más había sido abatido. Sentí más gritos, el pánico había llegado al barrio. Seguí corriendo y entonces, el teléfono volvió a llamar.
Atendí sin dejar de correr.
- Le advertí, Martín Balbastro. Cerca del río no hay señal.
- ¿Cuándo va a terminar esto? ¿Cuándo? - me dejé caer contra una pared, deslizándome con la espalda sobre el ladrillo rojo. Estaba a punto de llorar. Quería rendirme.
- ¿Se quiere rendir, Martín? - súbitamente levanté la vista, tenía que haber sido una coincidencia, no podían también leer mi pensamiento. No era posible.
- Quiero saber cómo termina. Dígame que tengo que hacer para que termine.
- Eso depende de usted.
No entendí la respuesta. Ni siquiera pude procesarla. En ese momento empecé a ver pequeñas manchas negras y luego, todo oscureció. Si no fuera porque el celular cayó de mis manos y al caer al suelo se cortó la llamada, no sé que tiempo habría estado fuera de combate.
Me despertó el disparo y el estruendo del colectivo al incrustarse en el frente de una panadería que estaba cerrada. Al abrir los ojos, vi el cuerpo del chofer caído sobre el volante.

(continuará...)

4 de octubre de 2013

Un gran día (2da parte)

La ambulancia ganaba paso entre los coches que marchaban más lento, mientras sus sirenas destrozaban los tímpanos y sus luces encandilaban a quienes la observaban pasar. Más atrás, a una calle o calle y media, venía otra.
Podía ver los rostros asustados detrás de los parabrisas de los vehículos que les daban paso. Ignoraban que sucedía más adelante, pero sospechaban de algo grave. Había mucho movimiento, gente escapando por las veredas. Yo también iba en dirección contraria a los hechos, pero no corría. No debía hacerlo. La voz de aquella mujer me obligaba a manejarme con cuidado.
Y mientras avanzaba, sin saber hacia donde, rezaba para que la llamada no tuviera ningún nuevo inconveniente.
- Siga caminando Martín, nosotros le diremos cuando detenerse.
La mujer seguía allí. Por momentos hacía silencio, se escuchaba el sonido de papeles, de una lapicera tomando notas, y luego, otra vez hacía vibrar las cuerdas vocales, desplegando alguna oración que me tenía como destinatario.
- Recuerde Martín, que si la llamada se corta, alguien muere.
Asentí. Lo sabía, lo había visto, no me quedaba la menor duda que sería así. Me embargaba una impotencia enorme. Por cada vez que se cortaba, alguien moría. Entonces fue que se me ocurrió la idea. Exigía un sacrificio, pero le pondría fin. Cortaría la llamada, alguien moriría, pero ya no volvería a atender. Dejaría que suene, o aún mejor, arrojaría el aparato lejos.
Tenía que encontrar el momento o bien, esperar a que la señal se perdiera una vez más. Rogaba que sucediera lo segundo. Sería como en el juego de la silla, cuando la música se acaba, encontrando por sorpresa a uno cerca o distante de la silla.
Sin embargo, me decidí a terminar la llamada cuando pisé la vereda de la plaza. Había mucha gente, si querían matar a alguien, podrían hacerlo entre la muchedumbre. En medio de la dispersión arrojaría el teléfono y huiría para siempre de aquella pesadilla.
Apreté el botón rojo del teclado pero sin alejar en ningún momento el celular de la oreja. No quería que vieran que lo había apagado. Fue instantáneo. El disparo pareció pasar delante de mis ojos, como una ráfaga. Una chica que andaba en patines quedó desparramada en el suelo, con un gran manchón rojo entre sus cabellos castaños.
Ese era mi momento. Tiré el celular dentro de un recipiente para la basura y salí corriendo, mezclándome entre la gente que corría escapando del lugar, agachando infantilmente la cabeza como si con ese simple gesto quedaran protegidos de un posible balazo.
Entonces, escuché otra detonación y una señora que apenas podía apurarse, porque empujaba un carrito de las compras, cayó a un metro de donde estaba.
De inmediato, otra estampida de gente. Y un nuevo disparo. Un niño con delantal de la escuela, quedó tendido a mis pies. Me paralicé. Miré para todos lados. Nadie sabía hacia donde correr. Un coche policial se detuvo al borde de la vereda. Me acerqué a ellos, con el deseo de contarles lo que estab ocurriendo y de pronto, el uniformado que salía del vehículo estalló (su cabeza) en un millar de diminutas gotas de sangre.
Aquello estaba sucediendo porque había abandonado el celular. No había otra respuesta. Quería gritar, pedir auxilio, pero estaba solo, en el sentido que si quería detener lo que estaba pasando, debía correr a buscar el teléfono.
Mis piernas doblegaron el esfuerzo, a pesar que los pulmones clamaban por piedad, a punto casi de explotar, sobreexigidos. En el apuro, me equivoqué de cesto de basura y un hombre mayor, que se había apoyado en un árbol buscando refugio, pagó las consecuencias con un tiro entre los ojos.
Divisé el lugar donde lo había tirado y corrí con mis últimas fuerzas. A medida que me acercaba, podía escuchar que estaba sonando. Me abalancé sobre la basura, metí medio cuerpo dentro del tacho y agarré el celular. Contesté en una fracción de segundos.
- ¡Basta! ¡Basta por favor! - grité con un hilo de voz, dejándome caer sobre el césped húmedo. Vi entonces que tenía sangre en mis pantalones, manchado con la sangre de alguna de las víctimas.
- Ahora sabe, Martín Balbastro, lo que sucede si usted abandona el celular. Hasta que no lo conteste, seguiremos matando gente a razón de una cada treinta segundos. ¿Entendió?
Cerré los ojos, había dejado de ser una pesadilla, era el infierno mismo.
- Repito ¿Entendió?
Querían una respuesta y yo solo quería dejar de existir.
- Si - contesté, y a pesar de querer insultarlos, demostrarles mi ira, guardé silencio.
- Se corta la llamada, alguien muere. Si no contesta, alguien muere. Todo depende de usted, Martín. Téngalo en cuenta.
A duras penas, de la peor manera, acababa de comprenderlo.

(continuará...)

1 de octubre de 2013

Un gran día (1ra parte)

Creí que sería un gran día, porque había comenzado de la mejor manera, al encontrarme un celular de alta gama tirado en la calle. Sabía que lo correcto hubiese sido preguntar en los comercios de la zona para saber si alguien lo estaba buscando o bien, dejar mis datos por si lo reclamaban. Pero lo correcto no siempre es lo que uno desea hacer.
El teléfono tenía todas las funciones que pudiera imaginarme. No sabía cuánto podía salir un equipo así, pero de algo estaba seguro: ni ahorrando cinco años habría tenido uno igual en mi poder. Ese fue uno de los motivos por los que decidí quedarme con el aparato.
Pero ese día, que había comenzado con tanta felicidad, pronto iba a deparar malas noticias. Y como se imaginarán, la causa sería el propio celular.
La cadena de fatalidades comenzó cerca del mediodía, al salir de la oficina con motivo del almuerzo. El celular, que ocupaba entonces un lugar preponderante en el bolsillo del pantalón, comenzó a sonar. Lo extraño, lo raro, es que en ese instante no alcanzaba a comprender cómo era posible eso, si lo primero que había hecho al guardar el teléfono, había sido sacarle el chip.
Miré la pantalla y decía "número desconocido". Dudé entre contestar o no, finalmente cometí el primero de tantos errores. O mejor dicho, el segundo, dado que el primero había sido recoger ese celular de la calle.
- Buenos días, ¿con quién tengo el gusto? - preguntó una voz femenina.
Volví a dudar. Responder o no responder, esa era la cuestión. Debí haber permanecido callado o cortar la llamada de inmediato. Aunque es probable que nada de eso hubiese servido.
- Martín Balbastro - contesté, sin mentir ni ocultar información.
- Estimado Martín, el celular que usted tiene en sus manos no es un celular común - dijo la mujer.
Pensé que hacía referencia al modelo, al costo del mismo, a cualquier cosa, salvo a lo que tenía reservado para decirme.
- Ese celular, Martín Balbastro, es la diferencia entre estar vivo y estar muerto. Si por ejemplo, usted ahora detiene esta conversación o por algún motivo externo, la comunicación se corta, alguien disparará a la cabeza de una persona que esté caminando cerca de usted.
Miré en derredor, esperando encontrar a algún conocido que me estuviese jugando una broma. Al fin de cuentas, estaba cerca del trabajo. Busqué con la mirada las ventanas de mi edificio, esperando encontrar asomados a los chicos de la oficina. Pero las ventanas estaban cerradas y salvo un par de palomas, no vi ninguna otra actividad en esa dirección.
- Escuche señorita, no estoy para bromas. Dígame si el celular le pertenece y se lo llevaré donde me diga.
Intenté mostrarme firme, pero mis palabras vacilaron. Ese fue otro error.
- Martín, el que debe escuchar es usted. Aquí nadie está jugando. Pero a pesar de no ser un juego, hay reglas. Nosotros vamos a decidir quién escucha y quien habla. Si cree que le estamos haciendo perder el tiempo, apague el celular.
Lo hice. Creo que por despecho. Ya perdí la cuenta de mis errores. Este fue el primero de los graves. Un disparó resonó en la calle. Escuché gritos, gente dispersándose y vi un cuerpo caer a tres metros de donde estaba. Tenía un orificio de bala en la sien derecha. Tuve ganas de vomitar. Instintivamente busqué refugio, tratando de no ser la siguiente víctima. El celular volvió a sonar. Atendí. Estaba temblando de pies a cabeza.
- ¿Conforme? - la voz de la mujer sonaba fría, distante.
- ¿Qué quiere? - pregunté.
- ¿Por qué recogió el celular de la calle?
- ¿Es eso? ¡Por Dios, se lo devuelvo!
- Responda la pregunta. ¿Por qué recogió el celular?
- ¡Porque tuve ganas de hacerlo! ¡Porque cualquiera lo hubiese agarrado!
La línea quedó en silencio. Me pareció que estaban tomando nota. Por un segundo tuve miedo que se hubiese cortado la llamada. Cerré los ojos, esperando sentir otro disparo. Pero eso no ocurrió, de inmediato la voz me habló de nuevo, mientras en la calle la gente seguía corriendo y se escuchaba aproximarse un vehículo policial con las sirenas encendidas.
- Ahora se va a ir de esa zona, lentamente, como si nada hubiera pasado. Recuerde, si se corta la llamada, alguien muere.
Comencé a alejarme en dirección contrario al sitio donde estaba tirado el hombre víctima del ataque. Entonces vi la puerta de un bar abierta. La gente miraba hacia afuera lo que había ocurrido. No supe la razón que me llevó a meterme dentro, creo que me imaginé que allí dentro no podría disparar a nadie cerca, pero fue una idea disparatada.
- ¿Dónde se metió Martín? Salga ya o alguien muere.
- Estoy en el bar, necesito un trago.
- Tiene cinco segundos.
- Por favor, es solo un trago.
- Cuatro.
- ¿Lo dice en serio?
- Tres.
Corrí hacia la puerta, pero los curiosos que miraban hacia afuera me impidieron el paso. Escuché la voz femenina diciendo, casi con gracia "cero" y al mismo momento, otro disparo, casi un trueno. Uno de los curiosos que estaba en la vereda cayó al suelo, mientras una masa de sangre y materia volaba por el aire.
Más gritos se apoderaron del mediodía. El pánico se instaló en la gente.
Me apresuré a quedar otra vez visible, mientras me alejaba del sitio.
- Siga caminando Martín y no vuelva a hacer nada que nos obligue a actuar. Y por nada del mundo permita que se le corte la llamada.
Jadeaba. El corazón parecía escaparse de mi pecho. Y al mismo tiempo, sufría. No tanto por los demás, sino por mi propia vida. Sospechaba que si se cortaba la comunicación, la siguiente víctima sería yo.
- ¿Qué quieren?
- Que nos haga caso.
- No, pregunto qué quieren con todo esto, es una locura, no entiendo por qué...
- ¿Por qué se metió en el bar, Martín?
- Ya le dije, necesitaba...
- Le habíamos pedido que se alejara de la zona. ¿Por qué lo hizo?
- Lo siento, ¿si? lo siento.
- No es una respuesta. Queremos una respuesta Martín.
El teléfono se quedó sin señal. Algo muy común en el microcentro. Me percaté de inmediato, porque la línea quedó en silencio. Agité el aparato, esperando que por un milagro la comunicación volviera a la vida. Pero en cambio, la vida de un kiosquero se apagó a dos metros. Primero fue el disparo, luego el hombre se desplomó sobre el puesto de revistas que tenía en la vereda.
Vi las rayitas de la señal recuperarse y enseguida volvió a sonar el timbre del celular.
- ¡Maldición! ¡Fue un accidente! ¡El teléfono perdió la señal!
- Nadie le echa la culpa esta vez Martín, pero las reglas son las reglas. Y la llamada se cortó.
- Por Dios, por Dios...
- Dios no lo va a ayudar. Estamos esperando su respuesta.
Mientras caminaba, trataba de ordenar las ideas, tarea nada fácil dadas las circunstancias. Querían una respuesta y no la tenía. Dije entonces lo primero que me vino a la mente.
- Pensé que podía escapar. Lo siento.
Otra vez la mujer se silenció. No me quedaban dudas que tomaba nota. Aproveché para preguntar.
- ¿Cuándo va a terminar esto?
- ¿Esto? Esto recién empieza, estimado Martín.

Continuará...