Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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28 de abril de 2013

El precio a pagar

¿Cuál es el precio de un sacrificio? Ese era el título de un libro de autoayuda ubicado en el estante más cercano a la sección de ciencia ficción. Lo miré de reojo, como quien no quiere la cosa. Hurgaba entre los usados, en busca de algún libro de Asimov o Bradbury que no tuviera, pero la verdad era que los tenía a casi todos.
Aquel libro, llamó la atención. ¿Cuál es el precio? me pregunté en silencio, acercándome para ver con mayor detenimiento la portada. No era nada de otro mundo. Un tono amarillo estrindente, el título en letra Arial tamaño descomunal y abajo de todo, el nombre del autor, que me era totalmente desconocido. No había ningún dibujo o fotografía.
Miré de soslayo hacia la caja y también por el pasillo. Era la librería habitual, donde compraba la mayor parte de mis libros, conocía a la gente que atendía, a varios clientes y me daba cierto pudor que me vieran acercarme a un libro de autoayuda, sobre todo porque vivía quejándome del género.
Finalmente vencí el prejuicio y lo tomé entre mis manos. No eran demasiadas páginas, tampoco en el interior había imágenes y la contratapa brindaba una breve sinopsis del contenido, haciendo hincapié principalmente en la necesidad de sumar preguntas a la inicial.
Pregunté por su valor, aclarando que era para regalar. Para mi sorpresa, no era caro. Lo compré, junto a una edición de bolsillo de La metamorfosis de Kafka, que si bien ya lo tenía en una antología del autor, era barata y de paso contrarrestaba la otra adquisición, principalmente ante ojos ajenos.
Lo empecé a leer en el colectivo, camino a casa. Me entusiasmó la narración simple del autor, directa. Parecía que me estaba hablando, que se estaba dirigiendo a mi persona. Para cuando llegué, había terminado el primer capítulo. Estaba sorprendido, tenía la idea que los libros de esta índole apestaban y ahora me encontraba enganchado con uno. Mi mujer me preguntó si había comprado algo y solo le mostré el de Kafka. Lo miró muy por arriba e hizo un gesto de indiferencia. Si no era de historia o filosofía, hacía el mismo gesto con cualquier libro.
Lo llevé a escondidas hasta la pieza y estuve a punto de ocultarlo detrás de la colección de Stephen King, pero lo aparté para meterlo en el bolso que llevo al trabajo. Tenía ganas de leerlo, de continuar la lectura cuanto antes. Y en casa se iba a complicar. No quería que mi esposa me viera leyéndolo.
Pude meterme al baño para prepararme, con el ejemplar camuflado en la campera. Leí un buen tramo sentado en el inodoro. Mi mujer me preguntó desde el pasillo si no se me estaba haciendo tarde. Caí en la cuenta que era cierto, se me estaba pasando la hora para tomar el colectivo de fábrica. Salí a las apuradas, pero cuidando de no mostrar el libro.
Lo metí en el bolso junto a la vianda para la tarde, le di un beso a mi mujer en la mejilla y corrí hacia la esquina. Llegué justo. Me senté en el primer asiento y a pesar del deseo de leer, me resistí. Sacar un libro así en aquel colectivo sería objeto de burla por lo menos, para dos años enteros.
En la hora de descanso, en cambio, sabía donde poder leer tranquilo. Con poca luz, apartado del resto, pude avanzar algunas páginas. Luego tuve que resignarme a abandonarlo otra vez en el bolso y hasta no regresar a mi hogar, no pude volver a ponerle las manos encima.
Mi mujer me recordó que cenábamos en lo de Adolfo, mi primo. Maldije el día que había aceptado la invitación. Apenas si pude ojear medio capítulo en el baño y un poco más mientras ella se bañaba. La cena fue un bodrio, la carne al horno muy dura y el vino blanco, casi tibio y muy dulce para mi gusto. A pesar de todo, esbocé en todo momento mi mejor sonrisa.
Le comenté luego mi impresión a mi señora y me reprochó que sea tan crítico. Me reprendió la actitud y me sermoneó durante todo el camino de regreso. Una vez en casa se dirigió directo al baño, momento en el que aproveché para poner en práctica el plan que vino a mi cabeza mientras ella me decía de todo un poco en el taxi. Busqué la cubierta de otro libro, la coloqué sobre el de autoayuda y así, disfrazado de libro serio, o al menos, de uno que vaya con mis gustos, lo dejé sobre la mesa de luz. Finalmente, había encontrado la manera de llevarlo donde sea, sin miedo a que me avergonzara.
Leí hasta alta la madrugada, sin reparar en la hora. Algún que otro quejido de mi mujer, debido a que tenía la luz encendida, interrumpía de vez en cuando la lectura, pero nada que impidiera seguir el hilo del discurso del autor.
Las oraciones acometían con fuerza, los argumentos eran válidos y los interrogantes se iban respondiendo con lógica y sabiduría. Para cuando apagué la luz, había avanzado al menos tres cuartas partes.
Desperté ahogado, asaltado por un extraño pánico. Aún era de noche, se podían ver las estrellas a través de la ventana. Busqué a ciegas el vaso de agua que solía dejar sobre la mesa de luz, pero no lo pude encontrar. No recordaba si lo había ido a buscar antes de acostarme. Había estado tan ansioso por ponerme a leer, que era probable que no. Encendí la luz como último recurso, sabiendo que eso despertaría a mi mujer y tendría algún reproche extra.
Esperaba escuchar su voz o un chistido. Pero no hubo nada. La imaginé profundamente dormida. Solo cuando miré por encima del hombro, supe que no se trataba de eso. El lado de su cama estaba vacío. Miré hacia el pasillo, pero no se veía ninguna luz proveniente desde el baño. Presté atención a los sonidos, esperando escuchar algo que viniera de la cocina, como ser un vaso, cubiertos, el televisor encendido. Me levanté cuidadosamente, calzándome las pantuflas.
- ¿Querida? - llamé en voz alta, saliendo del sopor del sueño, del que había sido arrebatado por esa sensación de ahogo tan rara.
Avancé hasta la puerta y volví la mirada hacia la mesa de luz. Mi libro no estaba. Observé en el suelo, pero no se había caído. ¿Ella lo había tomado?
Prendí la luz general de la habitación y luego la del pasillo. La llamé por su nombre. No hubo respuesta. Comencé a asustarme. Llegué hasta la cocina, busqué el interruptor, lo activé. Sobre la mesa, abierto por la mitad, estaba el libro que había comprado. Me acerqué y toqué sus hojas con suavidad. Miré alrededor, luego por la ventana que daba a la calle. Nada. Finalmente me senté.
Atraje el libro hacia mí y busqué la página por la que había quedado. Seguí leyendo con tranquilidad. Quizá, con suerte, pudiera terminarlo antes que mi mujer apareciera. 

25 de abril de 2013

El Hombre Invisible

Casi una sombra, así podría describirse al Hombre Invisible, apodo al que recurre Valdo López para llevar a cabo su trabajo. No es una tarea fácil definir las labores del Hombre Invisible, principalmente porque las mismas no siguen un patrón definido, sino que se van adecuando a las necesidades de los contratistas.
Se lo ubica de una manera sencilla, con un aviso en el diario. No importa cuál, la tendencia política y en la sección que se elija en el clasificado. El Hombre Invisible lo encontrará. Incluso si el aviso fuese del tipo encriptado.
Sus misiones lo han hecho recorrer el mundo, lo que hace presumir que es una persona que maneja varias lenguas y conoce las costumbres de infinidad de regiones. Nadie ha podido seguirle los pasos, por lo que se desconoce si viaja en avión, barco o vía terrestre. Algunos sospechan que alterna continuamente, incluso en regiones donde el barco sería una mala opción o los mares hicieran imposible el tránsito con un automóvil.
Del Hombre Invisible se cuentan las más grandes hazañas, aunque no en forma pública. Las mismas se pueden escuchar en tabernas y clubes nocturnos, a los que acuden personas de mala muerte, pocos amigables, en cuyas espaldas cargan con destinos oscuros y violentos. Se puede llegar a pensar que la mayor parte de esas historias son inventadas, dado que son precisamente pocos los que han tenido contacto alguna vez con el sujeto.
Sin embargo, gran parte de los conocedores de sus aventuras afirman hasta el cansancio que son todas verídicas, incluso aquellas en las que el Hombre Invisible termina muriendo.
Trazar una biografía de este individuo es igual de imposible que lograr ubicar el verdadero domicilio de Valdo López. Aquellos que lo han intentando se han llevado grandes sorpresas. Se dice que muchos, tras seguir varias pistas que parecían seguras, han terminado en sus propios domicilios, para sustos de sus esposas.
El Hombre Invisible es considerado un artista de la clandestinidad. Un ser mítico, pero viviente. En torno a su figura se tejen a diario las más asombrosas leyendas, que a medida que se vuelven a contar, crecen en hechos y hazañas.
Nosotros, los muchachos del billar de los sábados, pusimos un aviso para la edición de la mañana del lunes, del periódico local. Al mediodía una voz anónima nos contactó al celular de Pepe. Nadie había publicado ese número. El flaco nos reunió a todos, en la plaza del pueblo.
- Che, este chabón no es cuento, contesté y me dijo "cobro diez mil, déjenme un sobre con dinero bajo el puente del arroyo; adjunten una nota, escrita a máquina, que indique la misión, por muerto son cinco mil más, no hago precio por varias cabezas". Y había una postdata, escuchen: "Si esto es una joda, los siete van muertos".
Nos asustamos. Sabía el número exacto de nuestro grupo. Tenía el número de Pepe. Con seguridad en ese instante nos estaba observando desde la mirilla de un rifle de largo alcance, con el dedo índice descansando sobre el gatillo. Nos estremecimos. Todos pensábamos lo mismo.
- ¿Y ahora? - preguntó Cacho.
- Es muy caro, no vamos a juntar el dinero. Diría que le dejemos una nota, diciendo que no tenemos la guita  que nos disculpe.
- ¿Vos te creés que el Hombre Invisible se va a quedar de brazos cruzados? ¿No escuchás las historias que se cuentan?
- Esperen - terció Esteban - Podemos decirle que en una semana le dejamos el dinero junto a la misión.
- Bien - dije yo - Hagamos el intento.
Pero el Hombre Invisible no es un tipo que le guste perder el tiempo. Casi una sombra, así lo describí al comienzo. Quizá estuvo cerca nuestro todo el tiempo, quizá había puesto micrófonos alrededor o bien, alguno de nosotros era un soplón. Lo cierto es que esa noche nos visitó uno por uno, mientras dormíamos. Y con cuidado, nos tajeó las frente con una navaja, dejándonos un "no me gusta perder el tiempo" como recuerdo. Es muy ridículo andar por todas partes con ese texto en la cara, realmente una vergüenza. En los bares se nos ríen y los del billar ya no nos dejan entrar. Somos mala palabra. Insultamos al mito y el mito se cobró venganza.
Valdo López, el Hombre Invisible, nos hizo caer en la cuenta que somos unos pendejos descerebrados. Hasta sacamos un aviso en el diario pidiendo perdón. Pero el pasado no se borra. El de él, lo ha convertido en lo que es. El nuestro, nos obligará a una cirugía reparadora. Lo peor de todos es que con todo esto, hasta perdimos las ganas de hacer boleta al Flaco Cáceres, que ya no nos fía más la merca.


22 de abril de 2013

Contingencias

El hombre lustró sus zapatos con esmero, cuidando de no ensuciarse las manos y al mismo tiempo, dejar el cuero brillante, casi como un espejo.
Afuera llovía con saña, pero no se amedrentaba. Tenía preparado un viejo paraguas, de color azul, que le serviría para salir.
Tampoco lo preocupaba el viento, que movía los árboles de un lado a otro como si fueran de papel. De vez en cuando miraba por la ventana, pero el caos exterior no mellaba su espíritu decidido.
Cuando quedó satisfecho con el lustre de su calzado tomó el paraguas. Se cuidó de no abrirlo en el interior de la casa, por ese viejo dicho que decían sus padres, que el hacerlo traía mala suerte. Y no era cuestión de llamarla, menos esa tarde, tan importante y esperada.
Con la mano libre abrió la puerta y antes de dar un paso a la calle, abrió el paraguas. La tela se desplegó oponiéndose a las gotas de la lluvia, que repiqueteaban con violencia. Cerró la puerta y emprendió la marcha.
Los zapatos recién lustrados estaban ahora salpicados y el traje gris, que él mismo había planchado, mostraba zonas mojadas por la lluvia, dado que el paraguas apenas si podía cubrirlo ante tremendo temporal.
Pero el hombre no ahorró esperanzas y sin titubeos, cruzó una decena de calles, cubiertas de agua de punta a punta, para llegar a destino.
Allí tocó timbre y esperó cinco minutos. Sospechó que la energía eléctrica se había cortado y empleó su mano para golpear la puerta.
A los pocos segundos una mujer abrió la puerta. Llevaba un delantal sucio con harina y los ruleros en la cabeza.
- ¡Don Julian, pero que hace por aquí con este temporal! ¡Se va a enfermar, hombre!
Julián le mostró su mejor sonrisa, e hizo un movimiento de hombros, restándole importancia al clima. Y como para afirmar ese gesto, buscó en su bolsillo y extrajo un pequeño paquete envuelto en papel de regalo, con el detalle de un moño en una esquina.
- Por su cumpleaños, doña Elvira.
La mujer se vio sorprendida y al mismo tiempo halagada.
- Gracias - contestó al tiempo que tomaba el paquete entre sus manos - Pero mi cumpleaños no es hasta en cinco meses, Don Julián.
- Es que para entonces ya no estaré en este mundo y quería verla sonreír, ahora.
- Oh, don Julián, no me diga que el análisis ha...
El le hizo un gesto con la mano, para que se llamara al silencio.
- El regalo doña Elvira, lo demás no tiene importancia. Son las contingencias de la vida, que es efímera. En cambio, una sonrisa, puede ser eterna. ¿Sabe que pienso de las estrellas? Que son sonrisas que el cielo le ha robado a la Tierra. Ahora, cuando usted abra ese paquete, el cielo hará perdurar por siempre su sonrisa. La pondrá bien alto, radiante, para que jamás pueda olvidarse. Y entonces, usted acá y yo en alguna parte, podemos contemplarla y decir: ¡Eso y nada más, el resto no tiene importancia!

19 de abril de 2013

Cómplices de por vida

Nunca creímos las historias que surgían en torno al fuego, en esas rondas nocturnas en campos de amigos. Nos sentíamos grandes como para tragarnos ciertos cuentos. Sin embargo, las que narraba el viejo Lucas nos dejaban con un  nudo en la garganta. Es que Lucas pocas veces hablaba y lo que era peor, cuando lo hacía para relatarnos algo, jamás sonreía. Terminaba la última oración con un tono lúgubre, apagando de a poco su voz, que al mismo tiempo era una daga que nos clavaba en la razón.
Cierta vez le pedimos a Paula, su sobrina, que no lo invitara, pero se ofendió con nosotros. Lucas era un tipo solitario, que jamás se había casado y vivía recluido en una casa muy modesta, a metros del río Paraná. Accedía a ir a nuestros fogones por la simple razón que la comida (para él, por ser invitado) era gratis.
Las últimas veces lo habíamos visto con la salud bastante deteriorada. Tosía mucho y se quejaba de dolores en todo el cuerpo. Su sobrina quiso llevarlo al médico, pero se opuso a la idea y no hubo forma de convencerlo.
Aquella noche en que murió, delante de nuestros ojos, había estado peor que nunca. Su tos era constante y apenas si había probado el asado que habíamos hecho. En el momento del fogón, oíamos su tos por encima de las voces. Alguien, no recuerdo quien, se ofreció a llevarlo a la guardia médica del hospital, pero no quiso saber nada.
Lucas, a pesar de su malestar, pidió la palabra.
- Quiero contarles un relato, el último que van a escucharme. Porque cuando termine de contar esta historia, lo único que me quedará, será irremediablemente morir.
Algunos rieron, otros vitorearon con sonidos guturales. Será que siempre le tuve miedo a sus relatos, pero la única sensación que tuve fue la de una tragedia. Le tomé la mano a mi novia y me di cuenta que ella sentía el mismo pánico en su interior.
Superando los accesos de tos, fue abriéndose paso en una historia que lo tenía como protagonista. Pero el viejo Lucas se había convertido en un joven de veinte años.
- Entonces tenía un grupo de amigos muy grande y estaba de novia con María Laura, una chica muy hermosa de Fighiera que venía a Villa Constitución casi todos los fines de semana. La excusa para la familia era que venía a misa, pero en realidad venía a verme a mí. Mi oficio era la carpintería, como mi abuelo. Pero ese verano, hace cuarenta años, cambió mi vida.
Tenía algo que nos hipnotizaba en cada relato. Estábamos seguros que inventaba la mayoría o magnificaba otros que pueden haber sido ciertos. Pero las maneras de contarlos, las pausas, las entonaciones o esos silencios macabros que realizaba, hacían de la experiencia de escucharlo, uno de los momentos más recordados de cada fogón. Esa razón era suficiente para que la mayoría quisiera que siguiera yendo. Otros, sentíamos un terror reptante, que parecía adueñarse de nuestra razón. Y sin embargo, nos decíamos sin convencimiento, que ya éramos grandes para tener miedo.
 - Por las noches, iba al río a pescar. – prosiguió contando, luego de hacer un alto para toser durante un minuto completo – Era una vieja costumbre, que empezó cuando apenas tenía cinco años y mi papá me llevaba. Pero la bebida lo mató joven y esa rutina en lugar de morir, se transformó en la mejor forma de recordarlo. A los veinte años, era un pescador experimentado. Solía subirme a una canoa e internamente Paraná adentro, con la única compañía de la luna en lo alto.
“No existe el silencio en el Paraná. Hay sonidos de todo tipo. Si uno cierra los ojos, puede imaginar el mundo que lo rodea. Incluso el agua pareciera decir algo. Y uno, con el tiempo, interpreta los mensajes, los asimila. Con los años, uno sabe si el tiempo va a cambiar, si conviene volver a tierra, si habrá pique, si existen peligros. Tantas horas uno pasa en el lugar, que se transforma en parte de él.
Aquel sábado tuvimos un entredicho con María Laura. Estaba por llevarla en la canoa y entonces empezamos a discutir. No recuerdo la causa. Ella se enojó y se marchó, sola. La observé alejarse por la orilla del río. Me la imaginé subiendo por algún camino de la barranca, probablemente llorando. En lugar de ir tras ella, empujé la embarcación al agua y comencé remar.
Volví recién a media mañana. Dos oficiales de policía estaban preguntando por mí en las inmediaciones. Mientras aseguraba la canoa dieron conmigo. Tenían rostros de muerte. Fueron directos.
- Conoce a María Laura García.
- Si, es mi novia.
- ¿Cuándo la vio por última vez?
- ¿No llegó a su casa?
- Responda la pregunta, señor.
- Aquí mismo, anoche… ¿no saben donde está?
- Si lo sabemos, por eso estamos acá.
- ¿Dónde está?
- En la morgue del hospital.
Me detuvieron y me llevaron a la comisaría. Me interrogaron durante tres horas. Querían saber cuándo la había visto, si habíamos discutido, las razones y por qué la había matado. Pude responder todas las preguntas, menos la última. Me mostraron sus ropas ensangrentadas, las sandalias que llevaba puestas y la piedra que se había utilizado para asesinarla. Un golpe certero en la nuca, que no le había dado oportunidad de defenderse.
Pregunté cuál era la razón por la que sospechaban de mi persona y la respuesta fue tan sencilla como contundente: no le habían robado nada.
Mi coartada también era simple, había estado pescando en el río toda la noche. Tenía como prueba los pescados atrapados, pero no había testigos ni forma de demostrar la hora en la que había partido.
Aquel fue un año horrible. Sus familiares me perseguían, mis amigos se alejaron, los vecinos comenzaron a mirarme feo. Cada tanto tenía que ir al juzgado a declarar, mientras seguían buscando pruebas que me incriminaran. Finalmente la causa quedó inconclusa y jamás se supo la identidad del asesino de María Laura. Pero sobre mi nombre se extendió una mancha indisoluble. Tuve que dejar la carpintería e incluso alejarme de mi casa. De a poco me fui construyendo el rancho donde vivo hoy en día, donde muero hoy en día, poco a poco. E hice del río, ese cómplice nocturno, mi refugio, mi fuente de alimento, mi forma de ganarme la vida.
Pero ustedes son testigos de mi empeoramiento. Mi salud se resquebraja como la piel de un dorado, al abrirla con un cuchillo. Mis horas se acaban, se hunden en la oscuridad, como hace cuarenta años se hundieron los sueños de María Laura en un pozo sin regreso.
Todos se olvidaron de aquel crimen, incluso, supongo, con los años su familia. Se resignaron a su ausencia. Pero yo no puedo. Me acompañan los ojos de María Laura donde vaya. Es mi maldición. Mi justa maldición. Por no haber ido tras ella, por dejarla partir. O por creer, en realidad, que no lo hice. Por tratar, todo este tiempo, de engañarme con esa historia. Por eso hoy, les cuento el espanto de la verdad. Les confieso que hace cuarenta años mentí. Que fui detrás de ella, y luego que me dijera mirándome a los ojos, que había miles de hombres mejores que yo en la vida, le robé la suya con una piedra que alcé del suelo, ni bien me dio la espalda.
Huí al río y hasta pensé en no volver. Pero regresé. Creí que podría enfrentar la culpa, pero me rehusé con tesón. Arrojé una capa de mentiras para sobrevivir y aquí estoy, viejo, solo, moribundo y culpable. Hay una sola razón para contar esta historia: no quiero morir con esto dentro”.
El viejo Lucas silenció su voz, apagándola de a poco, como era su costumbre, pero en lugar de permanecer en silencio, sentado en su lugar, se puso de pie y avanzó hacia el fuego. Pero apenas hizo dos pasos, se desplomó en el suelo. Lo supimos de inmediato, había muerto.
Como nunca, el horror nos tocó a todos, nos traspasó como jamás nos había sucedido. Porque esta vez no éramos unos pocos los que nos sentimos mal, sino el grupo. Aquella verdad, adherida a una mentira tanto tiempo, nos había salpicado a todos. El nudo no era ahora en la garganta, sino en el corazón.
Y esta vez, podía estar seguro que lo que había escuchado había sido cierto.
Permanecimos en silencio unos minutos, el cuerpo tirado al lado del fuego. Irónicamente, la noche había terminado. No recuerdo quién llamó luego una ambulancia. Sin embargo, lo que me aterra aún más que el relato en sí, es que nadie tuvo la valentía para llamar también a la policía.
Cómo el río, también nos convertimos en sus cómplices. Y viviremos con esa verdad, el resto de nuestras vidas.

16 de abril de 2013

Cobardía

Lo primero que pensé fue que quizá se debía a mi aspecto solitario, sin prisa en el rostro, acodado en la barra del bar frente a un vaso que apenas retenía un dedo de cerveza. O la espantosa tormenta que se avecinaba y que algunos vecinos relacionaban con algún fin del mundo, escuchado o leído por ahí. También creí que podía haber sido por la necesidad de desahogo ante el sofocante peso de un secreto a cuestas. O simplemente, la certeza de la proximidad de la muerte ante la que ese hombre resolvía hacerme su confesión con denuedo.
Pero la realidad era que, cualquiera haya sido la causa, el destino me puso delante de sus ojos celestes casi pálidos, en medio de una noche que recuerdo algo borrosa en sus imágenes, pero cuyos sonidos, desde los truenos hasta las palabras medidas y vertidas con sumo cuidado por el anciano, como si fueran a partirse con el roce del aire, reverberaron mucho después en mi cabeza.
No me di cuenta que estaba a mi lado hasta que pronunció mi nombre. No me asombró. Todos en el pueblo me conocen. Y cuando llegan desconocidos, me los envían a mí. Soy una especie de guía de turismo y en este lugar de mala muerte donde enterramos a los viejos mientras los jóvenes escapan en busca de mejores rumbos, lo único que llama la atención son unas grutas muy altas, entre caminos rocosos, donde voy a diario llevando gente que solo se detiene a mirar el paisaje a través de sus cámaras de fotos.
Este viejo no venía a escalar ninguna roca. Lo supe al ver sus manos artríticas y lo confirmé al escuchar su voz áspera, lastimosa, como si hubiese sido arrollada por un tren una y mil veces.
- Ernesto  - me dijo, y ya no pude escapar de su embrujo. El iris apagado tenía toda mi atención. Los pocos sentidos que aún se mantenían en pie dentro de un cuerpo que ya no lo hacía y que agradecía en silencio la presencia de la barra de madera, se irguieron ante esa mirada extraña, que hablaba más allá de la boca, que aturdía más que el silencio.
Ni siquiera pude balbucear un monosílabo. Pero no fue solamente el hecho que mis labios se sintieran torpes, a causa del alcohol. Su presencia obligaba sumisión y mis acciones se rindieron ante esa sensación. Por un momento me creí otro, olvidando mi carácter fuerte y parco, que comúnmente habría dado por terminada la charla incluso antes de comenzarla.
- El tiempo es oro – prosiguió – Este pueblo es tu tumba. En unos años te mirarás al espejo y no te reconocerás. Mirarás alrededor y no verás nada que aún ames. Llegarás a viejo, solo y sin amigos. Es lo que hagas o lo que el tiempo haga con vos.
Lo escuché, mastiqué cada palabra suya, hasta pude sentirle un sabor distinto a cada una. Pero si allí había un mensaje, no existía para mí. ¿Acaso debía esperar para no reconocerme cada mañana? ¿No ocurría eso cada día, despertando con resaca y el rostro demacrado? ¿El tiempo me quitaría los amigos que no tenía? La única persona que aún me hablaba era el cantinero y lo hacía porque me recordaba que le debía dinero por los tragos.
El hombre estaba loco y solo quería hablar, decir algo, cosas de viejos. Quería comentar con seguridad que el mundo no era como antes, que la juventud estaba perdida, que deseaba morir y quería hacerlo con dignidad. Esos ojos suplicaban atención, la necesidad de ser escuchado…
Y sin embargo no.
El viejo no estaba ahí para decirme una trivialidad. No quería malgastar sus palabras en un borracho que lo mandaría a cagar. Se notaba porque en su mirada había interés y mucha pena. En su voz, un semblante de dureza, de reproche.
Puso una mano sobre la mía y por un instante, una fracción mínima en el universo, sentí repulsión, rechazo ante la textura del horror mismo, una comprensión que podría hacer claudicar incluso a una mente sana.
Su voz, ese trémulo espanto que se confundía con el murmullo constante del bar, hilvanó otras palabras y mis oídos, en lugar de replegarse y huir, se quedaron mustios y atentos.
- Cuando seas este viejo que te habla, comprenderás que es tarde. Recuerdo la vez que estuve en tu lugar, intentado recordar si iba por la quinta o la sexta cerveza y me aparecí de esta manera. Fui soberbio y subestimé a ese extraño que se me presentó. Ahora con seguridad estás haciendo lo mismo. Que la vida no te sumerja en su mar de conformismo, que no te engañe con diamantes fugaces y sueños eternos. Que no haga de tus noches, el calvario de los días. Y que los días no sean el tránsito al descanso. Y que el descanso, no sea la vida misma. Vive, Ernesto. Vive.
El anciano se puso de pie, me palmeó la espalda y se fue. No sonrió ni saludó. No hacía falta. Observe mis espaldas viejas dejar atrás la puerta del bar y no tuve el coraje de levantarme y correr detrás de mí.
Me llevó días armar el rompecabezas, más por miedo que por inteligencia. Lo supe cuando las pieles se tocaron, cuando los dos fuimos la misma persona, en esa porción de universo, espacio y tiempo reservada para ese instante.
Es amargo reconocer que nada he hecho, que el mundo sigue girando cada día de la misma manera. Que por las noches me emborracho, que en los días, cuando puedo y cuando hay trabajo, viajo a una gruta perdida en alguna parte y que más de cien veces he pensado en desviarme del camino, seguir de largo en un barranco y decirle adiós a todo.
Y sin embargo, con un vaso repleto de cerveza delante, comprendo que una noche diré basta y entonces, cuando quiera respirar aire puro, éste ya no existará.
Entonces, al mirarme al espejo, veré a un viejo con el semblante marchito, el cuerpo desgastado y dueño de una voz que me recordará pesadillas y no me dejará dormir de noche.
Será entonces cuando le pida a la vida una oportunidad, una sola chance. Y la misma me será otorgada y podré volver en el tiempo, por solo unos míseros minutos, y en ese lapso, en ese momento de la vida que podré verme cara a cara, con mis ojos moribundos intentaré suplicar clemencia a mi propio veneno. Y sabré, a pesar de las palabras, que ya es tarde. Que no hay marcha atrás.
La vida es un ciclo que se repite, si es que lo permitimos. A veces solo hace falta un paso al costado, en el momento justo, para romper ese vicio. Solo de esa forma, nos permitiremos morir, que es el fin, el objetivo, el triste sentido de todo.
Aquel encuentro no era el destino, no era el azar. Era un milagro. Y no quise verlo, ni tampoco lo haré, durante toda la eternidad.
Fui y seré, siempre, demasiado cobarde.

13 de abril de 2013

Venancio y los niños

Todas las tardes Pedrito iba a la plaza del barrio a la hora de la siesta. Se sentaba en cuclillas y mirando el verde desierto, relataba un partido de fútbol, inventando nombres, apodos y situaciones. Se quedaba allí un largo rato, hasta que lo llamaban a tomar la leche o bien, cuando un grupito de chicos llegaba con una pelota y tomaba posesión del lugar.
Algunos vecinos sonreían al verlo solito, hablando rápido como los relatores de la radio, comentando jugadas que nadie veía, gritando como loco goles que muchos hubiesen querido ver. Y cuando se marchaba, no faltaba quien le guiñara el ojo o le sonriera al paso.
El único que miraba con recelo, era el viejo Venancio. Porque aquella vez que había querido cruzar la plaza mientras Pedrito estaba relatando, recibió un pelotazo desde ninguna parte, con una pelota que nunca vio. Y desde entonces, sospecha de los niños.

10 de abril de 2013

Dinero o consecuencia

Pascual se había acostado a dormir la siesta cuando su mujer se asomó en la habitación y lo despertó sin sutileza alguna.
- Te llegó esta carta - le dijo, arrojando el sobre en la cama.
- ¿Quién la trajo? - preguntó, pero ella ya se había marchado al lavadero, a seguir limpiando.
El sobre tenía escrito su nombre y nada más. Se podía palpar un peso considerable en su interior. No dudó más y lo abrió. Dejó caer sobre las sábanas el contenido: una hoja escrita a máquina y otro sobre pequeño, pero ancho, debido a lo que llevaba dentro.
Tomó la hoja y la leyó. A medida que lo hacía, sus manos comenzaron a temblar con más fuerza. Finalmente la dobló, buscó el sobre grande, y volvió a guardar todo. Cuando su mujer le preguntó más tarde que le habían mandado, dijo que eran folletos y que ya los había tirado.
Luego de cenar salió de su casa. Quiso pasar por la iglesia, pero estaba cerrada. Titubeó unos instantes y siguió su camino. Llegó hasta lo de Quintana, el periodista y golpeó despacio la puerta.
Escuchó venir los pasos y luego girar el picaporte. Para entonces había sacado su vieja .38 del bolsillo y cuando Quintana abrió la puerta, éste se encontró con el cañón del arma apuntando entre sus ojos. Fue lo último que vio. El disparo fracturó la noche y terminó con el periodista. Pascual corrió como si se lo llevara el diablo, cruzando descampados para cortar camino.
Lo único que hizo al arrojarse a su cama, una hora después, fue meter la mano debajo de la almohada y acariciar el sobre más chico, el que había venido dentro del grande. Las pesadillas que lo abordaron luego, habían tenido su precio.
A la mañana siguiente, a cinco calles de Pascual, un sobre se deslizó debajo de la puerta de Miguelito López. Vivía solo y no tenía familiares que se acordaran de su existencia. Creyó que aquello sería una factura o algo para pagar y no lo tocó hasta después de la siesta. En realidad, lo pateó sin querer y fue entonces, cuando al darse vuelta el papel, vio escrito con prolija caligrafía su nombre y apellido.
Lo abrió apresuradamente, esperanzado con alguna buena noticia. Cayó un sobre más pequeño y una hoja escrita a máquina. Tomó primero el sobre que había caído y lo abrió. No podía dar crédito a sus ojos. Al menos quince mil pesos.
Entusiasmado, leyó la carta:
"Ese dinero es suyo, siempre y cuando cumpla con nuestro pedido. En caso de no hacerlo, debe devolver el dinero. Lo hará dejándolo a medianoche en el interior de la vieja fuente de la plaza. Si se quedara con el dinero y no cumpliese con lo que le pedimos, usted correrá la suerte del sentenciado. Espero que sepa comprender. La misión elegida para usted es: asesinar al sacerdote Pedro, de la parroquia de su barrio. No acuda a la policía, de lo contrario también acabaremos con su vida".
Arrojó el papel lejos. ¿Qué clase de broma era esa? Buscó en los billetes alguna señal que indicara que fueran falsos, pero no lo eran. Corrió a la ventana y no vio a nadie. La persona que dejó la correspondencia, no se había quedado merodeando.
Comenzó a sentirse descompuesto. No sabía que hacer. Bajó las persianas de su casa. ¿Lo estarían vigilando? La cabeza lo mataba del dolor. No pudo cenar. Permanecio con el televisor encendido, aunque no le prestó atención. Los minutos fueron pasando, las horas, se hizo medianoche. ¿Debía devolver el dinero? No pensaba gastarlo, pero aún así, la idea de salir de su casa e ir hasta la plaza, lo intimidaba. ¿Y si aquello era una trampa? Se hizo de madrugada. No había llevado el sobre. Tampoco había cumplido con lo pedido. Cerca de las cuatro sintió ruidos en el techo. Se refugió en el placard de su pieza. Temblaba en el interior. Fue un error. Dos disparos desde el otro lado, fueron suficientes para quitarle la vida.
Andrada estaba consternado. El asesinato del sacerdote un día, el del solitario López al otro. No eran preocupaciones habituales para el comisario de un pueblo de cuatro mil almas. Su ayudante también parecía golpeado por lo que estaba pasando.
- Quédese tranquilo Pascual, que no se nos irá de las manos - le dijo el Comisario Andrada, viendo que tenía los ojos desorbitados y la piel pálida.
Pascual sostenía un sobre blanco, en cuyo revés tenía escrito a mano el nombre de la víctima. Se había sentado en la cama, afligido.
- Vamos, no es hora de descansar Pascual - le reprochó Andrada - Tenemos que buscar pistas. ¿Ese sobre le dice algo?
El ayudante dejó el papel en la cama y negó con la cabeza. Luego se encargaría de hacerlo desaparecer. Por lo pronto, debía mantener la calma, no podía delatarse. También estaba fresco el otro crimen, el que... no quería pensar en eso. Se mantuvo cerca de Andrada, asintiendo a todas sus reflexiones, como para parecer interesado en el asunto, pero la verdad era que donde menos quería estar, era en su propio cuerpo.
Pascual regresó a casa bastante tarde. Su mujer le gritó desde la habitación que tenía la comida en la heladera. Pero apenas si probó bocado. No quiso ir a la cama. Prefirió el sillón y el televisor, donde no daban nada que le interesara. Se quedó dormido. A las dos de la madrugada lo despertó un sonido en la puerta.
Se asomó y allí estaba Andrada. Con un gesto, el comisario le pidió que abriera la puerta. Traía cara de desolación.
- ¿Descubrió algo, comisario? - preguntó temeroso Pascual, que sintió en la piel la brisa fresca de la noche.
Andrada se mordió los labios y negó con la cabeza.
- Nada Pascual. En realidad, vengo por otra cosa.
Y dichas esas palabras, sacó un cuchillo y le cortó la garganta.
Pascual se llevó las manos a la herida, pero no podía hacer nada, ni siquiera gritar. Mientras el velo de la muerte lo cubría para siempre, alcanzó a divisar en el bolsillo trasero del comisario, que se alejaba por la vereda, un sobre doblado en dos, escrito a mano de uno de los lados. Y entonces, la muerte, le pareció justa.

9 de abril de 2013

Cuentos para escuchar: Alma negra

Experimento con audio en el blog! Una nueva modalidad, que espero les guste. Cuento elegido para esta primera prueba, "Alma negra", publicado hace muy pocos días.

Alma negra, relato de Ernesto Parrilla by Netomancia

Tema musical: Division (Moby)

7 de abril de 2013

La orden

Junto a otros, aguardaba bajo el calcinante sol. El silencio obtuso era una presión aparte. Las armas estaban cargadas desde temprano y el condenado, de rodillas frente al paredón. 
Sentía el sudor recorriéndole la piel. La orden se retrasaba por alguna razón y el corazón se aceleraba. De repente el coronel gritó y todos se tensaron en sus puestos. La palabra no había sido la que esperaban. 
Se miraron unos a otros. Incluso el reo. Otros oficiales llegaron a la carrera y dispararon contra el coronel.
No era para menos, había gritado “paz”, el muy hijo de puta.

4 de abril de 2013

Alma negra

Y allí estaba, de pie ante la iglesia. Él, que tanto se había negado a pisar esas baldosas, ahora estaba a punto de entrar por la enorme puerta, que con tranquilidad alcanzaba los tres metros y medio de altura.
Miró por encima del hombro, hacia la vereda del otro lado de la calle. Ella seguía allí, firme en su postura, con el gesto adusto. El hombre suspiró una vez más, como lo venía haciendo a lo largo de todo el trayecto. No tenía escapatoria.
Su cuerpo entró al recinto y sus ojos contemplaron de cerca por primera vez las hileras de bancos, el techo inmenso y decorado, las columnas laterales y los santos que las escoltaban, el pasillo eterno y al fondo, el altar silencioso que aguardaba su arribo.
Caminó pesadamente, sabiendo que su mujer estaría observándolo. Cada paso era un suplicio, un dolor en su interior, como si se estuviese hirviendo un caldo denso y amargo. El Cristo en la pared lo miraba sin misericordia. Le quitó la vista, pero no detuvo su marcha.
El altar quedó a su merced. Se dejó caer de rodillas y sabiéndose culpable, metió la mano entre sus ropas. Extrajo el cuchillo ensangrentado y levantó el rostro en alto, aunque mantuvo los ojos cerrados.
- ¡Lo siento Ester, lo siento! ¡Mi alma está negra!
Enterró el filo entre sus costillas, profiriendo un fuerte gemido. Se retorció entre sollozos, mientras el cuerpo caía vencido por el peso y sus párpados, a pesar de no desearlo, volvieron a abrirse. La imagen de ella apareció nuevamente, ahora sentada sobre el altar. La vio desvanecerse lentamente, casi al mismo tiempo que su vida se distanciaba de la carne y comenzaba su derrotero amargo hacia las puertas del infierno.

1 de abril de 2013

El huevo de pascua

Lo que los asustó no fue el grito de Malena, porque el grito de Malena fue a causa justamente de eso. Los demás chicos salieron corriendo, dejando sobre la mesa sus huevos de chocolate, que al caer desparramaron los confites que traían dentro.
Aquel alarido, más el espanto general de los pequeños provocó que los mayores congregados al almuerzo familiar corrieran a la mesa de los niños. Ningún padre presente podía dar crédito a sus ojos. Ningún abuelo había visto algo similar en su vida.
Malena, paralizada, aún lo sostenía con sus dos manos. Aquella reunión de Pascuas quedaría para siempre en su vida y con seguridad retornaría en noches de tormentas, en forma de pesadilla. Parecía una estatua de mármol, por lo rígida y blanca. Las venas se marcaban en su cuello, por el fuerte grito que había dado. Una lágrima rodó por su mejilla y fue la señal para que alguien actuara.
Fue su padre, que tomando coraje, dio el paso al frente. Con asco le quitó a su hija el huevo de Pascua de las manos y lo arrojó a la pared más lejana, rompiéndolo en cientos de pedazos. Malena, ya sin aquello en su poder, agachó la cabeza y vomitó todo el almuerzo sobre sus zapatitos rosas.
Reinó un silencio casi espectral. Los niños se habían escondido en sus habitaciones y las mujeres, que hasta el momento habían permanecido detrás de sus hombres, quitaron la vista del espanto y fueron tras sus hijos y nietos.
Los que quedaron en el lugar, se ocuparon primero de alejar a Malena y luego, formaron un semicírculo alrededor de aquello, que tras haberse estampado contra la pared, había caído en el suelo. La cubierta de chocolate había desaparecido. Aquel horror que había aparecido en las manos de Malena al romper el huevo, latía ahora en el suelo.
Su peculiar sonido parecía el chapoteo en el barro de un animal pequeño. Una masa sin forma, de color rojizo de un lado y verde del otro, con pequeñas arterias que iban de un lado a otro, bombeando como un corazón.
Plop, plop, plop, plop, plop...
- ¡Basta! - gritó uno de los hombres.
El abuelo de Malena buscó una tabla de picar carne y avanzó entre los demás, hasta hacerse lugar frente a aquella repugnante cosa. Luego la azotó con todas sus fuerzas, golpeándola con la tabla. Aquello explotó violentamente, salpicando la pared y los pantalones de los que estaban más cerca.
- ¿Qué carajo era eso? - preguntó alguien, con voz temblorosa.
Pero no hubo tiempo para respuestas. Malena estaba delante de ellos, mirándolos fijamente. La blancura de su piel había desaparecido. Ahora la cubrían arterias azules y rojas, que bombeaban todo el tiempo, mientras su cuerpo iba perdiendo forma y sus ojos se convertían en algo sombrio, oscuro, tanto o más que el chocolante que los cubría.