Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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26 de noviembre de 2018

Monoblock 4

El viejo cruzó las vías en las primeras horas del día. Bajo la arboleda todo era de los pájaros, con su canto tempranero. Alguna que otra cagada le cayó en la cabeza. Había muchas ramas donde posarse por encima de su figura lenta y pesada. Pero para el viejo aquello era moneda corriente, su día a día, su manera de afrontar la vida.
Poco le importaba que los trabajadores que salían a la calle a tomar el colectivo de fábrica lo miraran de reojo, o que las ancianas madrugadoras, que despuntaban la lengua mientras hacían de barredoras de veredas, hablaran a su espalda tras su andar parsimonioso.
Puntualmente, el canillita que recibía los diarios con las primeras luces del día, lo saludaba con un ademán de cabeza al verlo pasar. No recordaba cuando había sido la última vez que no coincidieron en horario, en esa esquina. Porque con tormenta, con temperaturas bajo cero o calor calcinante, el viejo arrastraba sus piernas en un mismo derrotero que concluían, cada vez, en un mismo lugar.
Había un rincón de la ciudad al que pocos iban. Se notaba por las veredas sucias, callejuelas con verdín en los extremos, paredes repletas de pintadas sin sentido, que con el tiempo, se había superpuesto en un diálogo eterno y sordo, palabra sobre palabra, insulto sobre insulto. Un contraste de ladrillos rotos, árboles mutilados, autos abandonados, y edificaciones que si bien parecían abandonadas estaban habitadas por personas sin otros recursos, sin otro amparo que un techo sucio, húmedo y repugnante en olores, tan propicio a las enfermedades como a la muerte. Un rincón donde no entraba ni siquiera la policía, que los políticos hacía tiempo habían olvidado y que incluso, hasta en los nuevos mapas había tapado con una leyenda enorme con el nombre del municipio.
Hacia ese rincón, cada mañana, tras atravesar las vías del olvidado ferrocarril, ser blanco de las heces de los pájaros, ignorado y maldecido por las lenguas viperinas de otros seres humanos, caminaba el viejo, con paso desganado y resignado. Llegaba, los zapatos sin suela envueltos en barro, la planta del pie hecho un solo callo, las hilachas del pantalón flameando al viento, la barriga sucia y ruidosa asomando entre los botones faltantes de una camisa dos números menos, que le apretaba los hombros, rasgados, de tela hecha jirones, que cubrían apenas el cuerpo de ese viejo barbudo, casi sin dientes, de pómulos hundidos, ojos achinados, frente engrasada y cabello ralo y revuelto, duro por la tierra, repleto de mierda de pájaro, reseca incluso sobre la oreja y dentro del oído.
Allí nadie lo observaba de mala manera, era uno más, tan sucio como cualquiera, tan hambriento como todos, tan muerto en vida como los demás habitantes de ese confín de la ciudad, cuyo nombre también nadie recuerda, sumergido en las sombras del tiempo y de los hechos que sucumbieron al anonimato y escarnio a esa porción de civilización incivilizada.
Con la lentitud de quién ya no tiene apuro por nada, tan solo por morir, se dirigía cada mañana al monoblock 4, de puertas que otrora habían sido azules, empujaba el metal desvencijado dejando huérfano un chirriar oxidado de fuertes agudos y penetraba en un pasillo tan oscuro como apestoso que terminaba en unas escaleras cuyos peldaños no podían verse ni escucharse, porque incluso cada pisada estaba sepultada en capas de polvo acumuladas por los años. Pero si algo le quedaba al viejo, era memoria. Y sabía la cantidad de pasos, de giros, de puertas que debía dejar pasar de largo, para, finalmente, llegar a la que cada día visitaba. A diferencia de otros picaportes, ese estaba limpio.
Lo hizo girar, dejó que la puerta de madera se golpeara contra el marco, se sacó los zapatos y avanzó hacia la habitación. El lugar estaba impoluto. Hasta parecía brillar. El viejo agarró la escoba y barrió el piso. Luego cambió el agua de un balde, buscó un trapo secándose en la ventana y lo pasó por el suelo, arrastrándose todo a lo largo.
Dejó que se secara, apoyado contra un viejo armario repleto de libros. Luego sacó una gamuza de un cajón y repasó los muebles, las mesas, las sillas. Siguió con la cocina, la habitación y luego el baño. En algunos casos, limpiaba sobre limpio. Hacia brillar más el brillo de la superficie. Hasta el aire, en aquella habitación, parecía ser diferente al que se respiraba en el exterior.
Cuando terminó con la faena, la tarde estaba cayendo. Observó el lugar con atención, como reteniendo cada detalle de la habitación. Fijó su mirada en la imagen que colgaba sobre la pared opuesta, el único ornamento que podía apreciarse en las paredes, una fotografía a color detrás de un vidrio, enmarcada en madera oscura y tallada. Un hombre sonreía abrazando a una hermosa mujer y en brazos de ella, una beba de pocos meses dormitaba, serena, en paz, con la seguridad de estar protegida por esos dos jóvenes adultos que la cobijaban.
El viejo suspiró, en el único gesto que podía hacer sospechar a alguien que el viejo estaba vivo. Abrió la puerta, la cerró, se puso los zapatos sucios y emprendió el regreso. Fue dejando atrás las escaleras, la oscuridad, la humedad de las paredes, la vieja puerta de un deteriorado azul, las calles sucias, las veredas opacas, el lugar sin nombre, el rincón olvidado. Cruzó la plaza, el puesto de diarios, las calles habitadas, transeúntes de miradas hoscas y juicios fáciles, hasta llegar a las vías. Se escuchaban los pájaros y algunos grillos. Pisó un durmiente y luego otro, de manera lenta, acompasada. El sonido de sus días, el repiqueteo de sus pasos, separados por silencios, por recuerdos, por decisiones que ya no tienen vuelta atrás. Y el viejo, como el día, se va perdiendo, se aleja, se ausenta de la vista, para tranquilidad de todos, que no saben dónde va, ni de donde viene, que solo lo ven andar y que con eso, les es suficiente, porque tampoco les importa, pero claramente, les incomoda. Volverá por la mañana, sin el rugir del tren, pero tirando tras de sí, una carga mucho más pesada, invisible, dolorosa, que a nadie le importa y que sin embargo, a todos incomoda.


14 de noviembre de 2018

La sala de espera


ph Colo Cossy + txt Netomancia


- ¿Señor, es su hija?
- Si
- ¿Está solo?
- Si. No… mi esposa viene en camino. Ella estaba de viaje, pero ahora… bueno, está viniendo.
- Cuénteme qué pasó.
- ¿Cómo está ella?
- Sedada. Necesitamos saber cómo empezó.
- Es que… fue todo muy rápido.
- Trate de recordar todo lo que pueda.
- Estábamos en el shopping. Todos los sábados vamos. Todos los que podemos. Hoy no íbamos a ir. Al menos ayer habíamos dicho de no ir. Pero ella se levantó con ganas y al final fuimos. Usted ya la vio… pobrecita, perdió todo el cabello muy pronto, al mes nomás de empezar con el tratamiento. No siempre tiene fuerzas. Y cuando las tiene, quiere aprovechar. Por eso fuimos. Nos levantamos temprano, desayunamos y nos fuimos a tomar el colectivo. El auto lo tiene mi esposa, que tuvo que salir anoche de urgencia porque su mamá se descompensó en el pueblito donde vive. Así que la salida también servía un poco para que ella no pensara en su abuela. Porque le tuvimos que decir, no se pueden ocultar estas cosas. Ir al shopping pareció en definitiva una buena idea. Llegamos a media mañana. Le compré un helado de agua, no muy costoso. Paseamos, miramos vidrieras, ella me iba diciendo todas las cosas que le gustaban para mí, para la madre… nunca elige nada para ella ¿sabe? Nunca. Piensa siempre en los demás, tiene un corazón enorme. A mi se me parte el alma, verla así, sabiendo que… y ella tan buena, tan noble. Me hace sentir tan orgulloso. A veces me la imagino mayor, haciendo cosas por los demás… disculpe, no puedo evitarlo. Ella… me dijo que estaba cansada. Es habitual, es el momento de descansar un poco, así que caminamos hacia la casa de comidas rápidas que prepara platos vegetarianos, que tanto le gustan. Estábamos en el segundo piso, así que bajamos por la escalera mecánica. Fue donde sucedió.
- ¿En la escalera?
- Si, si. Es lo último que recuerdo. Después… después son todas imágenes confusas.
- ¿Qué recuerda en la escalera?
- Mientras bajábamos podíamos ver que había una cola bastante larga en el lugar al que íbamos. Y más allá, en las mesas, varias familias comiendo, con niños y niñas correteando de un lado a otro. Mi hija me sostenía la mano. Siempre vamos de la mano. Además, es una cuestión de seguridad. Por las dudas que se caiga, que tropiece, no sé, le pueden pasar mil cosas. Siento que si la sostengo de la mano, puedo ayudarla de inmediato. Pero… ella me soltó la mano. Primero sentí que temblaba y enseguida se soltó. Alcancé a verla abrir los brazos en cruz y mirar hacia arriba, hacia el techo vidriado del shopping. Y entonces…
- ¿Entonces?
- Cayó el rayo. O lo que haya sido. Una luz blanca, potente, cegadora. Una especie de haz gigantesco, algo muy difícil de explicar. Cayó verticalmente encima de ella, sin emitir sonido alguno. Podría decir que absorbió todos los demás sonidos. Fue un instante, una fracción de segundo. Y luego, no recuerdo nada más. Solo despertar en una camilla, esperar que me revisaran, que me dijeran que no tenía nada y que me sentara a esperar en esta sala. ¿Esperar qué? le pregunté al enfermero, tal era mi aturdimiento. Y me dice: “a su hija, la niña que llegó con usted”. Y ahí recordé todo lo que le he contado, casi de manera instantánea, como si alguien hubiera descorrido un velo delante de mis ojos. Fue cuando le pedí al enfermero que por favor le diera aviso a mi esposa, porque mi teléfono está sin señal.
- ¿No sabe ni siquiera cómo llegó a la ambulancia o lo que pasó en el shopping?
- No. Me imagino que ha sido una descarga eléctrica, algún cable que cayó sobre ella.
- ¿Alcanzó a ver los cuerpos?
- ¿De quién?
- Los que estaban por doquier.
- No sé de qué me habla.
- Hubo una explosión, señor. En el shopping. Usted y su hija son los únicos sobrevivientes. Usted sin un rasguño, su hija en estado catatónico. Alrededor de dónde los encontramos, aún respirando, había centenares de cuerpos sin vida.
- Oh, por Dios, toda esa gente…
- No, los cuerpos de las personas que estaban en el shopping en el momento del evento, aún no han sido encontrados.
- No comprendo…
- Los cuerpos que encontramos, son de personas fallecidas hace poco tiempo. Aparecieron por doquier. Hemos comprobado en algunos casos que faltan en sus tumbas y nichos. En cambio, no hemos podido dar con el paradero de las personas que según las cámaras de seguridad, estaban en el shopping este mediodía. Reitero la pregunta, señor. ¿Recuerda algo más de lo sucedido en la escalera?
- No… no entiendo. Mi memoria está en blanco, solo la luz y… ¿cuál es su nombre doctor, no lo recuerdo?
- No soy doctor. Y no está en un hospital. Quédese en esta sala y trate de recordar.
- ¿Pero qué…? Ya le dije, la luz y…
- Lo que sea.
- ¿Y mi hija? ¿Puedo verla?
- Seguirá sedada, hasta que recobre el conocimiento. De momento, no. No podrá verla
- ¿Y qué hago mientras tanto? ¿Cómo hago para recordar?
- Haga su mejor esfuerzo. Es la mejor respuesta que le puedo dar. Espere, y recuerde.
- ...
- Espere y recuerde...

10 de noviembre de 2018

Cuentos de mi madre

* Relato seleccionado y publicado en la antología de cuentos de terror "Mi abuela tiene un bicho", de Lafarium Contenidos.

En el monte, entre arbustos y árboles que conforman un paisaje tan inhóspito como salvaje, vive sola mi abuela, ocupando la vieja casita que construyó su padre, mucho antes que ella naciera, mucho antes incluso que Yaldaboath maldijera a la familia.
Solo una vez, antes de esta noche, había viajado hasta ese paraje olvidado del universo. Fue tras la muerte de mamá, hace unos tres años. A pesar de haberse negado ella toda la vida de traerme al monte a conocer a la abuela, creí importante que la anciana tuviera noción de la desgraciada noticia.
Su rostro surcado de gruesos pliegues de piel sucia, el cabello gris como nieve sucia y esos ojos blancos, ciegos como la nada misma, hicieron que balbuceara la trágica razón de la visita y dos minutos más tarde estaba otra vez al volante, acelerando a fondo la destartalada coupé que tenía entonces.
Aunque la imagen que más me había acobardado no había sido la de la vieja, sino aquello que había detrás, que se dejaba ver sobre el hombro huesudo de ese cuerpo marchito. Era una bicho. No tengo palabras para describirlo. Parecía un pulpo, cabía sobre la mesa, pero tenía la cabeza enorme, ojos desproporcionados y tan oscuros que parecían huecos, los tentáculos… si acaso podían llamarse, tuve la impresión que eran extremidades humanas moviéndose sin ton ni son.
Siempre creí que las historias de mamá formaban parte del folclore familiar, historias inventadas para asustarnos y que el hecho de tapiar las ventanas eran solo para darnos mayor seguridad, no por temor a algo extraño. Incluso, que el nombre de Yaldaboath era alguna que otra broma pesada de algún ancestro. Y que, quizá, su negativa de llevarnos a conocer a la abuela se debía a un capricho por una antigua pelea irreconciliable, de esas que no se hablan.
Traté de olvidar aquella visita, empecé a tomar pastillas para conciliar el sueño, incluso asistí por meses a un psicólogo. Pero los ojos blancos de la abuela y los ojos negros de ese bicho se convirtieron en un tatuaje sangrante en mí mente.
Por eso es que esta noche volví al monte, por última vez. Para acallar los gritos ahogados con los que me despierto tras cada pesadilla y asegurarme que había sido una alucinación, despedirme para siempre de la abuela, del puto monte y dejar atrás las viejas historias de terror y el cuento de la maldición.
Igual que la otra vez, la abuela me recibió en la puerta, con esa mirada de muerto, que observa con algo más que la vista y penetra hasta el alma misma. Pero ahora, la empujé, la saqué del camino y fui hasta la mesa. Allí estaba el bicho, como lo había visto hacía tres años. No había sido mi imaginación. Y sus tentáculos… oh, sus tentáculos. Eran los brazos de mi padre, de mi madre, los de otros integrantes de la familia, porque tenía montones, y en esos huecos del infierno… allí estaban los rostros de los muertos, gritando y aullando, sufriendo la eterna condenación de dolor.
¿Cómo no sucumbir? ¿Cómo no incendiar todo, Comisario? Creerá que estoy loco, pero no. Verá, mi madre siempre me contaba…



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