Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

23 de febrero de 2019

El pintor que no lo sabía

Era temprano cuando sonó el timbre de la casa. Fabrizio se había acostado tarde, culpa de esa serie que quería terminar de ver desde hacía una semana. Pensó en quedarse en la cama, pero la insistencia en el segundo y tercer llamado, terminó por despertarlo del todo. Con mala gana se puso un pantalón y se dirigió a abrir la puerta. Tres personas elegantemente vestidas aguardaban sonrientes en la vereda. Testigos de Jehová no eran, porque siempre andan de a dos. La única mujer del grupo se adelantó y le preguntó si él era Fabrizio Titinoli.
Asintió con la cabeza. Aún tenía sueño y con ganas de estar en la cama.
- ¿El pintor Fabrizio Titinoli? - preguntó una vez más, la mujer.
Fabrizio guardó un instante de silencio. ¿Pintor? Si, era verdad, dibujaba. Pero como un pasatiempo. Aunque, pensándolo bien, también por un tema laboral. Era arquitecto. Es decir, se le daba bien el dibujo y de tanto en tanto manchaba una hoja con acuarela, trazaba un Batman, o hacía algún paisaje que quedaba archivado entre otras cientos de hojas, en sus carpetas del trabajo. Pero pintor, así como uno entiende el oficio de pintor, no lo era en absoluto. Apenas recordaba haber pintado un lienzo de joven, el típico encargue del familiar que cree que uno es un talento innato y lo alienta pidiéndole una muestra de esa capacidad. Incluso recordaba que había hecho un mural una vez, de chico, con los compañeros de la escuela de dibujo. Es decir, si le pidieran que escribiera que había hecho en su vida, y la categoría fuese dibujo, esa sería su respuesta, escueta y escasa.
- Creo que me están confundiendo con alguien más - contestó sonriendo, esperando zanjar con eso el malentendido y volver a la cama.
- No, no, es usted - terció uno de los dos hombres del grupo - Mire, este es su facebook, el de la foto es usted - le dijo acercándole la pantalla de un celular.
- Si, es mi perfil. Pero no soy pintor.
- No sea modesto, hombre - manifestó el que había estaba callado hasta entonces - Hemos visto sus trabajos, creo que sobran las palabras ante tanto talento. Solo venimos a avisarle que queremos hacer una muestra esta semana, en la galería Principal.
- ¿Una muestra? ¿De qué? No entiendo para qué me necesitan, yo trabajo en el estudio...
- ¡Suya, hombre, suya! ¿Para qué cree que hemos venido?
- Pero yo no pinto.
- Claro que usted no pinta, usted hace magia Fabrizio, magia. Uno ve sus dibujos y se siente tocado por una varita, encantado, subyugado. Su obra es la luz que el mundo necesita, es...
- Es un honor estar hablando con usted - interrumpió la mujer que prácticamente estaba al lado de Fabrizio - no sabe las ganas que teníamos todos de poder conocerlo, es un momento... creo que me emocioné, perdón Fabrizio, perdón... no todos los días uno...
- Discúlpela, por favor, ella está tan emocionada como nosotros, sucede que, bueno, ella ha perdido hace poco a su abuelo y ha visto en sus obras ese bálsamo para poder cubrir las heridas del alma.
- No entiendo nada.
- El artista no debe entender, el artista es artista, el artista crea. Nosotros debemos entender. Y dar gracias. Al artista, claro.
- Sinceramente, no entiendo. ¿Es una joda? ¿Los mandó la gente de la oficina? ¿Dónde está la cámara...?
Fabrizio empezó a buscar en los alrededores. Los dos hombres salieron tras suyo.
- Vuelva, Fabrizio, vuelva...
- ¡Basta! ¿Qué quieren? - dijo resignado, fastidiado por no encontrar una sola cámara que lo estuviera filmando y totalmente absorto por la situación.
- Hacer una muestra - respondió la mujer - Pero no cualquier muestra, una internacional, enorme. Mire Fabrizio, vienen poderosos mecenas del arte mundial, funcionarios de embajadas extranjeras, youtubers, incluencers, hasta gente de la televisión. Ya está todo reservado. No entra ni un alfiler.
- ¿No entra un...? ¿Van a organizar una muestra con un material que me vienen a pedir a mí, que en teoría soy pintor? Realmente, creo que me están agarrando para la joda.
- Sabíamos que esto podía pasar - le confió un hombre al otro, bajando la voz, aunque Fabrizio escuchó claramente - ¡Al final de cuentas, es Titinoli, carajo!
- A ver, Fabrizio, permítame explicarle, hemos sido quizá, un poco bruscos y usted está acostumbrado a otro trato - la mujer evitaba mirarle los ojos al hablar - pero créame, créanos en realidad, que lo respetamos mucho, estamos maravillados de estar aquí, y no es nuestra intención demorarlo demasiados minutos, conocemos muy bien los tiempos de los artistas y sería una falta de respeto de nuestra parte que esté perdiendo parte vital de su línea temporal cósmica hablando con nosotros, simples admiradores de su obra. Tan solo queremos retirar la obra.
- ¿La obra? ¿Buscan una sola obra?
- Si, ésta, mire, esta que tiene publicada aquí en la galería de fotos.
Fabrizio la observó atentamente. Era un dibujo en acuarelas de un perro acostado en la nieve, con la baba cayendo de la comisura de la boca convertida en un hilo de hielo.
- Si, ese original lo tengo, lo hice el otro día en un rato.
- ¡Qué magnífico!
- ¡Cuánto talento!
- A ver, si lo que quieren es esa obra, les doy esa obra así me dejan tranquilos. No sé para que tanta alharaca por una obra para una muestra colectiva.
- No ¿Cómo colectiva? Cómo el gran Fabrizio Titinoli va a exponer en una muestra colectiva. ¡No ha nacido aún el artista que esté a su altura, admirado Fabrizio!
- En algún momento voy a descubrir quién me está gastando esta joda. Se los aseguro. Voy a traerles el dibujo.
- Por favor, ¿nos permitiría acompañarlo? ¡Qué mayor sueño de todo mortal, qué conocer el estudio dónde se gestan obras inmortales!
- Si quieren pasar, pasen, pero está todo revuelto, porque tuve una semana complicada...
- ¿Podemos sacar fotos?
- ¿Fotos? No, no saquen fotos. Mi casa es un desorden. ¿Fotos? Por favor, siéntense en ese sillón y me esperan.
- ¿Podemos conocer el estudio?
- El estudio de arquitectura está en el centro. ¿Para qué quieren conocer el estudio?
- Perdón Fabrizio, queremos referirnos a su lugar sagrado.
- ¿Mi...? Mi lugar sagrado es el inodoro. Cuando cago, me siento en el cielo. Ese es mi lugar sagrado. ¡Dios mío! Se quedan en e sillón, ahora les traigo el dibujo.
- La obra maestra - corrigió la mujer.
Fabrizio la miró de reojo, metiéndose en su habitación. Quería buscar el maldito dibujo, dárselos y cerrar la puerta de calle con llave. Las tres personas estaban ele umbral de la puerta.
- ¿Qué hacen acá? - les gritó de mala manera.
- El genio de todo artista - suspiró la mujer.
- ¿Aquí dibuja? - preguntó el más hablador de los hombres.
- Se siente como un lugar sagrado - afirmó el más callado.
Fabrizio se agarró la cabeza. Había encontrado el dibujo en una carpeta vieja de la facultad. Por suerte lo había escaneado hacía poco y sabía donde estaba.
- Aquí tienen, por favor, agarren este dibujo y váyanse de mi casa.
La mujer se puso unos guantes blancos y tomó con cuidado la hoja. Uno de los hombres sacó de un maletín un folio transparente y guardó dentro del original del perro en la nieve.
- Ya nos vamos, maestro. Es un honor para nosotros. Vamos a enviarle un coche con chofer para la inauguración. Va a estar el presidente y es probable que la reina de Holanda.
- Llévense éste también, lo tenía en la misma carpeta.
- Oh, qué belleza - exclamó la mujer.
- Es un árbol. Un simple y puto árbol seco, que ha perdido sus hojas - Fabrizio no quería escuchar un elogio más.
- Pero no, guárdelo por favor. Vamos a tener que pensar una muestra para esa obra. ¿No? Qué maravilla. Pero ahora, todo está montado para "Perro en la nieve".
- Una muestra con un solo cuadro. Va a ser un éxito, me imagino - ironizó Fabrizio.
- Si si, exacto, tenemos el mismo optimismo. Una muestra que será recordada en la historia de a pintura universal. La gran muestra en la galería Principal, con la obra maestra del único, del inigualable, Fabrizio Titinoli. Nuestra felicidad no cabe en nuestros cuerpos, vamos a explorar en cualquier momento.
Los tres lanzaron risotadas al aire. Al menos, pensó el dueño de casa, se estaban marchando.
- ¿Y en esta supuesta muestra, cómo van a montar una sala con una sola obra? - preguntó, ya despidiéndolos en la vereda, resignado a que se tratase de la bronca de algún grupo de amigos.
- Sé que es una obviedad contestar a su pregunta, porque seguramente pretende ponernos a prueba, pero quédese tranquilo que está ante curadores profesionales. Su confianza, al darnos esta obra, es muy importante. No sabe todo lo que representa para nuestras carreras. ¡Los curadores de la majestuosa muestra de Titinoli!
- No, en serio, quiero saber.
- Es que la obra habla por si sola, como solo usted lo ha hecho hablar, esas palabras tácitas que ha colocado a su alrededor, ese mensaje oculto en cada trazo, esas indicaciones que hemos leído entre líneas, bajo cada mancha de acuarela, recorriendo con la mirada ese blanco que se expande hacia cada dirección diciéndonos que es nieve... y haremos lo que usted nos ha dicho que hagamos, en este lenguaje tan nuestro ¿no? que es el arte: llenaremos las paredes de marcos con lienzos en blanco, hacia arriba, hacia abajo, hacia la derecha, hacia la izquierda, en las paredes opuestas, en las laterales, en todas partes. Y en el centro, como usted nos dijo, su obra, el perro en la nieve. En ese campo blanco, infinito, sin horizonte alguno, tan amplio como el universo mismo. Sí, así lo haremos, gracias a usted, maestro, gracias a usted, que es nuestra inspiración, el pintor que todos añoran ser.

7 de febrero de 2019

Pasos

El salto al vacío no fue un impulso suicida que llegó de la noche a la mañana, fue un sinuoso camino que comenzó ese mismo día, en aquel trayecto al trabajo, que lo cambiaría todo.
Sucedió a mitad de semana, una mañana que decidió salir hacia el trabajo con el tiempo necesario para ir caminando. Habitualmente se tomaba el colectivo o agarraba la bicicleta. Pero el viento fresco que entraba por la ventana y las energías renovadas por un suculento desayuno, le dieron los motivos necesarios para ir a pie.
En esas horas tempranas las calles estaban desiertas. Al menos en su barrio. Eran pocas las personas que podía encontrarse caminando. Alguna vecina de sueño ligero, que aprovecha para barrer la vereda, o los laburantes que se quedaban dormidos y perdían el transporte de la fábrica y tenían que caminar con desgano hasta la avenida para tomarse un colectivo que los acercara.
Los pájaros, trinaban de árbol en árbol, algún que otro felino regresaba a su hogar luego de una noche de ajetreo, los perros callejeros olfateaban los canastos de basura esperanzados en alguna sobra caída. Esa mañana, en particular, la brisa era hermosa. Podía apreciar el sonido de sus propios pasos. Y fue justamente estando atento a los suyos, que escuchó los otros.
Pasos más pesados, apurados, generados a su espalda. Giró sobre su cintura, asustado. Pensó en algún ladrón tomándolo por sorpresa, y con seguridad, a punto de golpearlo. Pero al darse vuelta, no se topó con nadie. Y sin embargo, a su lado, sintió el jadeo de alguien que pasaba.
Se estremeció, buscó el resguardo de la pared más próxima y se apoyó con fuerza, la espalda contra el material, la mirada al frente. Un par de perros gruñeron al aire y un gato trepó apurado a un árbol. Ya no escuchaba los pasos. En realidad, ya no escuchaba nada. Ni siquiera los pájaros cantaban.
Fueron treinta segundos en los que las palpitaciones en su pecho eran lo más parecido a un sonido que podía percibirse en el aire. Por suerte, el motor ronroneante de la motito del repartidor de diarios le devolvió algo de tranquilidad. Aprovechó para despegarse de la pared y apurar el paso. Pero no podía dejar de mirar hacia un lado y el otro, por encima del hombro derecho y el contrario. Incluso tropezó un par de veces, debido a avanzar de manera atolondrada. Pasó por un par de vidrieras y vio su reflejo. Estaba pálido. Si quería ir en colectivo, debía volver todo el trayecto y dirigirse hacia la dirección opuesta. No pensaba retroceder, mucho menos pasar nuevamente por esa vereda.
¿Pero qué era lo que lo había asustado? ¿Haber creído escuchar algo o no haber encontrado nada? No había sido su imaginación, había escuchado los pasos y también el jadeo. Se había alejado dos calles del sitio y sin embargo, algo iba mal. Estaba parado otra vez en la esquina de la misma cuadra. Podía reconocer con claridad los árboles, la vereda y la pared donde se había apoyado. No podía ser cierto. No había retrocedido, no había doblado la esquina, no podía estar llegando, entonces, otra vez por el mismo lado.
Pegó media vuelta, cruzó la calle y prácticamente trotó. Si, volvería entonces el trayecto y se iría a tomar el colectivo, ya no tenía que pasar por delante del lugar donde había sentido los pasos y...
Otra vez estaba en la misma esquina. Nuevamente tenía por delante el tramo que tanto lo asustaba. A lo lejos escuchaba el andar de la motito del diariero, repartiendo casa por casa el ejemplar recién impreso del semanario de la ciudad. Lo buscó con la vista, pero no supo identificar de dónde provenía el sonido.
Miró la hora en el celular. Apenas habían pasado cinco minutos desde que había salido de su casa. A él le parecía una eternidad. Se pediría un taxi, claro que sí. Un maldito y caro taxi, para ir al trabajo. No le importaba en realidad lo que le saldría. Tenía grabado el número en la libreta de contactos. Puso marcar, el número se agigantó en la pantalla y luego desapareció. Comprobó la señal y tenía todas las rayitas. Volvió a marcar, pero el número no llamó. Puteó en voz alta. Quiso buscar otro número de teléfono en internet, pero el navegador le devolvió un tenebroso "no se puede mostrar la página".
Tomó coraje y avanzó unos pasos. El gato y los perros estaban echados cerca del cordón de la vereda, juntos. Lo observaban con atención. Ya no parecían asustados. Los pájaros permanecían en silencio. Pero llegó un punto en que se detuvo. Vio algo moverse con el rabillo del ojo. Lentamente giró hacia la calle. Detrás de un árbol parecía haber alguien. Quizá era el ladrón, quizá estaba escondido esperando asaltarlo. Respiró hondo y retomó su camino, apretando el paso. Podía sentir el esfuerzo en los músculos de las piernas y la tensión en la mandíbula. Estaba apretando los dientes, resoplando sin parar. Entonces, los volvió a escuchar.
Esta vez no se giró, mucho menos se detuvo. Empezó a correr como poseído. Los pasos se aceleraron a su espalda. Un par de veces sintió incluso como que alguien quería sujetarlo de la ropa. Arrojó manotazos hacia atrás en plena carrera, que no golpearon nada ni a nadie. Corrió velozmente cruzando las calles sin mirar, saltando temerariamente los charcos de agua antes de los cordones de las veredas. Podía escuchar todavía los pasos que lo seguían. Las calles seguían desiertas, las persianas de las viviendas del barrio aún estaban bajas. Esa mañana parecía que ninguna viejita había madrugado para barrer afuera y todos los obreros de las fábricas habían tomado puntuales sus transportes.
Cada dos cuadras la vereda volvía a repetirse. ¿Cuántas veces había pasado por ahí? ¿Cuatro, cinco? Por más que doblara hacia el otro lado, que eligiera una esquina diferente, que se lanzara a contramano por la calle, siempre terminaba en la misma vereda.
Había visto el pasillo de un PH en dos ocasiones. La tercera vez que pasó por delante, se metió sin pensarlo. En el pasillo los pasos cesaron. Desembocó en una puerta de chapa, con rejas en la parte inferior. Extenuado, miró hacia atrás. Nadie venía por él. El sudor le bañaba el rostro. Se tocó la camisa y la notó toda mojada. Sacó el celular del bolsillo y volvió a marcar, ahora a la policía. No tenía señal. Se quitó la mochila y hurgó entre sus pertenencias. Un desodorante, una camisa limpia, auriculares, formularios sin completar, la billetera, una libreta de almacenero y una lapicera. Lo más parecido a un arma, era la maldita lapicera.
Golpeó la puerta, impaciente. En cualquier momento sentiría los pasos en el pasillo, estaba seguro de su suerte. Insistió dándole puños a la chapa, pero nadie contestó. Sorprendido, porque no se le había ocurrido antes, manoteó el picaporte. La puerta estaba abierta. La abrió, se metió del otro lado y la cerró con fuerza. Aquello era un descampado. No había paredes por ninguna parte. Salvo los que lindaban con la puerta, que vistos desde allí parecían un enorme y largo paredón.
Cruzó el descampado y más allá vio una calle. Trotó resoplando, siendo consciente de su magro estado físico. A lo lejos vio al diariero repartiendo el semanario. Le gritó, agitó los brazos en altos y casi suplicó que por favor mirara hacia dónde estaba, mientras avanzaba entre el pastizal alto y seco de aquel lugar. Al llegar a la calle, la motito ya se había perdido lejos. Ahora tenía tres caminos posibles. Hacia la derecha, hacia la izquierda o adelante, cruzando la calle. Aquello era una T. Y cada esquina, era la misma.
Detrás suyo, escuchó los pasos desplazándose entre los pastizales. No iba a mirar, no lo iba a hacer. Y salió corriendo.
Eligió cruzar la calle. Y siguió corriendo. Pasó por delante de los animales que lo seguían observando, y siguió corriendo. Pasó de largo el pasillo que daba al descampado. Cruzo otra calle, dobló la esquina, y otra vez aquella vereda. Se detuvo, con la boca abierta, casi sin poder respirar. El ruido de los pasos comenzaba a acercarse. Entonces, por fin, una señora mayor, escoba en mano, salió a la vereda.
- Buen día, mijito. Veo que ha corrido. ¿Quiere pasar por un paso de agua?
Se olvidó de la cortesía, se olvidó de los modales, hizo a un lado a la mujer y se metió dentro de la casa. Pero allí, lo único que había, era un precipicio enorme. Y entonces, sin dudarlo, saltó.
Lo dejó todo anotado en una libreta de almacenero, esas chiquitas con espirales. La encontraron debajo de su cuerpo, empapada de sangre.
A nadie le importa cuando la escribió.

2 de febrero de 2019

La realidad según Alina

La voz aflautada lastimaba los oídos de las personas sentadas en las mesas cercanas. El continuo parlotear transformaba el sonido en una hiriente ráfaga de palabras que ametrallaban la falsa tranquilidad del recinto.
Marietta escuchaba, consciente de las miradas rabiosas que le lanzaban a su interlocutora desde las otras mesas. Pero dejaba que hablara, que descargara su frustración, aunque apenas seguía el hilo de lo que decía. Por momentos observaba sus labios agrietados y resecos, apreciando cómo se movían, separándose uno de otro, en un vaivén interminable, entre lo sensual y lo grotesco, dejando ver por instantes la inmaculada dentadura blanca de Alina, de dientes alineados y parejos.
De repente se hizo silencio. Fue tan brusco el cambio que las personas de las mesas aledañas sintieron alivio, como si se hubiese apagado la turbina de un avión. Marietta demoró en reaccionar. Fueron un par de segundos entre que notó que los labios habían cesado de moverse y comprendió que su amiga estaba ahora llorando. De manera torpe agarró un pañuelo doblado en el bolsillo de la campera y se lo acercó al rostro, cruzando el brazo por encima de las dos botellas de agua sin gas que permanecían sin abrir sobre la mesa.
Marietta quería decir algo pero no sabía en qué punto del monólogo su amiga se había quebrado. Atinó a pedirle calma. Pensó que volvería a la carga con otra batería de palabras, pero se mantuvo en silencio.
Alina se limpió el rostro. Tomó su botella de agua y se sirvió medio vaso. Bebió sin pausa. Recién entonces pareció percatarse de su alrededor. Las otras mesas, las otras personas, algunos enfermeros rondando la puerta de salida. Del otro lado del ventanal un jardín verde y repleto de plantas florecidas ofrecía un paisaje inalcanzable para su estado de ánimo.
¿Y cómo sigo, amiga? le preguntó a Marieta, que bajando la mirada esquivó la pregunta. ¿Cómo sigo? volvió a preguntar con una voz más apagada, casi imperceptible. Permaneció en silencio hasta que una enfermera se acercó y avisó que era hora de volver a la habitación.
La enfermera ayudó a ponerse de pie a Marietta y la llevó por un pasillo, lejos de la sala de visitas. Alina se quedó sentada un buen rato, terminando primero su botella de agua y luego la que había dejado sin tocar su amiga. ¿Cómo sigo? volvía a preguntarse una y otra vez, ahora en su interior, en una sala que cada vez se vaciaba más. Casi un calco de su vida, cada día más sola.
Ni siquiera Marietta, la buena de Marietta, tenía las palabras que ella necesitaba escuchar para vivir. Su Marietta del alma, que había privado su libertad a cambio de una mentira y ahora convivía a diario con cuatro paredes acolchadas. Era ella quién tendría que estar allí, era ella la que había estrangulado a Filomena y no tenía consciencia de ello. ¿Pero cómo iba a sobrevivir la pobre de Alina en un lugar así? ¿Cómo? No, nunca lo hubiese logrado. La frágil, débil, inestable Alina, no podría haber sobrevivido un solo día al encierro.
Lloraba nuevamente cuando dejó el hospicio. Qué difícil era seguir estando tan sola en la vida. Sin Filomena, sin Marietta. Si tan solo pudiera hacer algo por ellas. Sin tan solo…