Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de noviembre de 2017

De cero

Cuando volvió del extranjero lo hizo con la esperanza de empezar de cero. Por esa razón no retornó a su ciudad, ni buscó empleo de la profesión que había estudiado en su juventud. Ni siquiera se tomó el trabajo de avisar a sus viejos amigos. De cero, tenía que ser de cero.
Se le había pegado cierto acento francés, así que lo aprovechó. Reformó su nombre de manera tal que, más allá de lo que indicara el documento de identidad, en la pronunciación sonaba mucho más musical. Hizo nuevos amigos, eligió nuevas modas, se sumó a otras banderas.
Antes bebía cerveza, ahora vinos caros. Antes le gustaba el fútbol, ahora el polo. Lo que le caía mal, ahora le caía bien. Y a la inversa, disfrutaba de aquellas cosas que en el pasado odiaba.
Cuando un viejo recuerdo parecía asomar, lo sometía al olvido. Se imponía el presente. Esa forma de ser, viviendo siempre el hoy, lograba que sus personas cercanas lo amaran.
Siempre había sido una persona ahorrativa. En su nueva vida, el ahorro era visto como un error. Era habitual entonces que pagara las bebidas de todos, que invitara al cine, que comprara lo que salía al mercado por el solo hecho de tenerlo. El dinero volaba de sus manos, mucho más rápido de lo que llegaba.
El carisma que brillaba en él hizo que sus amigos lo presentaran a otros amigos, y estos amigos, a otros. Uno en particular vio en él una gema por pulir, la imagen perfecta. Y charlas de por medio, con salidas en yate por el río y varias botellas de champán, lo convencieron de ser un candidato político.
¿Qué sabía de política? Nada, pero eso era lo mejor según este amigo: no era necesario saber para ser político. En su caso, cubría todas las cualidades que estaban buscando.
Su rostro empapeló al poco tiempo las paredes de la ciudad. Su nombre, con tinte francés, se convirtió en modernos jingles de radio. La televisión le permitió hacerse conocido y las redes sociales viralizaron su sonrisa.
Hasta ese mediodía, en el que aún dormido de tanto trasnochar, se dirigió a la puerta de su selecto departamento. El timbre había sonado una vez y lo había dejado estar. Pero un segundo llamado lo desveló. Al tercer timbrazo, se puso en movimiento. Mientras caminaba, revisaba su celular. Ningún mensaje daba aviso de una visita.
Miró la mirilla y sintió que el tiempo lo succionaba. La imagen estaba distorsionada, pero los rasgos eran inconfundibles. Del otro lado, estaba el pasado. Volvió a mirar, no sin antes pellizcarse. No, no estaba soñando. Allí estaba su madre, y su padre, sus cuatro hermanos, su esposa, sus dos hijas, su primera novia, su amigo del alma, los amigos de la secundaria, sus tíos, sus primos...
Después de tanto andar para olvidar, para empezar de cero, el pasado lo había encontrado. Se observó colgado en la pared, de traje, sonrisa canchera y su nombre sobre impuesto en letras enormes. Ser ese afiche era lo más deseaba en el mundo.
Pero no lo era. Siempre sería el llamado a la puerta. Miró hacia la ventana. ¿Saltar sería empezar de nuevo? ¿Sería un comienzo de cero? Dudó. No lo creía.
Suspiró. Volver a probar una cerveza no le parecía una mala idea. Lo demás llegaría a colación. Apretó el picaporte, giró la llave y abrió la puerta.

4 de noviembre de 2017

Los idiotas

La brisa juega con las hojas de los árboles. Las que están más altas parecen estar a punto de saltar al vacío, pero no lo hacen, sujetas con fuerza a la rama que las hospeda. Las que están al alcance de la mano, apenas si tiemblan, como si en realidad las suaves corrientes de aire le hicieran cosquillas.
Paulina se entretiene con esos detalles mientras avanza lentamente, demorando adrede los pasos, evitando alejarse de sus padres que caminan detrás de ella, apesadumbrados. No quiere mirarlos, porque mirarlos es enfrentarse al paso del tiempo, es comprender que el lamento por la partida de la mujer que acaban de despedir es el lamento que tarde o temprano repetirá inevitablemente, porque la muerte es de esas cosas que no desaparecen si uno cierra los ojos y piensa en cosas lindas.
No le gusta el cementerio, salvo por los árboles. Los árboles lo hacen más fácil. Observarlos mitiga el sufrimiento, acompañan la caminata de casi seiscientos metros que separan la entrada del sitio donde dejan a los muertos. De niña tampoco le gustaba, pero papá lo hacía todo más fácil. Inventaba historias, hablaba con los difuntos, les hacía chistes, decía que ellos se ponían contentos con las visitas y que los abuelos, los abuelos que nunca conoció, se emocionaban de verla cada vez más grande.
Papá ahora transita silencioso, llevando de la mano a su madre, como si todos esos consejos y momentos felices formaran parte de la vida de otras personas. Querían mucho a esa mujer. Le habían confiado la casa, incluso su propio cuidado, durante años. Hacía tiempo que ya no trabajaba para ellos, desde mucho antes que ella se fuera a estudiar a la universidad. Papá decía que la espalda la había jubilado.
- Paulina.
Su nombre en el aire la detiene. Sus padres la alcanzan en dos zancadas.
- ¿Tenés tiempo? – su padre le tomó la mano, como pidiendo por favor que lo tuviera – Decíamos con tú mamá de ir a tomar algo acá cerca, al barcito ese que te gustaba tanto de chica, el de los platos y vasos de colores ¿Te acordás?
Cómo no recordarlo, si era la época en que todo era juego entre ella y su papá, que siempre tenía las respuestas, fueran verdaderas o inventadas, la hacía reír, pensar, soñar. A ese papá que poco le importaba lo que lo regañara mamá o incluso, la mujer a la que le acababan de dar el adiós final. ¿En qué momento desapareció la magia? ¿Cuándo todo se transformó en una responsabilidad sin posibilidad de disfrute? ¿Cuándo una respuesta absurda dejó de hacerla reír?
El barcito. Así lo llamaba cuando le faltaba al menos una cabeza para alcanzar la altura de la barra detrás de la que atendía la dueña. Ahora, que la supera por mucho, ve lo que realmente es el lugar. Un comedor en la ruta, aprovechado muy bien por camioneros y viajantes ocasionales. Se ubicaron cerca de una de las ventanas del frente. El sol caía en picado y se apoyaba tenuemente sobre la mesa. Paulina observa las mesas lindantes. Los vasos y los platos eran de vidrio transparentes, como los de cientos otros sitios que había visitado. ¿Dónde? ¿Dónde se va la magia cuando uno crece?
Su padre pide por los tres. Una gaseosa para cada uno. Paulina lo corrige sobre lo que ella va a tomar: agua mineral.
- Me gusta la gaseosa – dice el padre, una vez que se aleja el mozo – porque me divierte cómo el gas me hace cosquillas en la cara. A vos también te gustaba, cuando eras pequeña.
- Si papá, antes, cuando no sabía todo lo mal que hacen las gaseosas. Ahora me cuido.
Su padre asiente con la cabeza.
- Por suerte nuestra hija creció y no heredó la parte idiota de su papá – su madre habla con honestidad, demasiada tal vez, sin dejar de acomodarse el cabello usando el reflejo de la ventana como espejo.
El comentario fue como un cascotazo en la cabeza para Paulina. Llevó su mirada hacia su madre, sintiéndose incómoda. Su padre no se había dado por aludido ante tremenda afirmación. Es más, ahora que lo pensaba, el comentario no difería de tantos otros que a lo largo de su vida había escuchado de parte de ella y otros familiares en relación a la personalidad de él. Siempre había oído frases al estilo “vas a volverla idiota con tus tonterías”, “son historias tontas que su padre le cuenta”, “vas a volverla loca”. Con su padre se habían divertido durante toda la infancia, sus ocurrencias e historias siempre la habían maravillado, consideraba esa etapa como la más hermosa de su vida. Y estaba muy segura, veinte años después, de no haberse vuelto loca y mucho menos idiota, por las cosas que él le contaba.
Estaba contrariada. La afirmación de su madre era cierta. Ella no era como su padre. No tenía esa felicidad a flor de piel, esa facilidad de disfrutar de los detalles, de celebrar que el gas de un vaso de gaseosa hiciese cosquillas en la cara al beberlo, todo aquello que su padre, de pequeña, le había inculcado. En algún momento de su vida había recogido toda su niñez y la había metido dentro de un baúl y luego, escondido ese baúl, vaya saber dónde.
En algún momento, seguramente con la llegada del acné, le empezaron a preocupar otras cosas, cómo “el qué dirán”. Hasta es probable que le hayan dado vergüenza algunas de las tantas pavadas que decía su papá. Y de a poco, se fue limitando. Fue dejando de disfrutar esa alegría, alejándose poco a poco, creyendo que de esa manera se podría llegar mejor y más rápido a la adolescencia y a la adultez, como si la infancia fuese un sitio del cuál era necesario escapar de manera urgente.
Había crecido. Y no había heredado la parte idiota. ¿Acaso no era esa la sencilla explicación que desde hacía tiempo estaba buscando?
- Tu papá quiere vender la casa y que con la plata compremos un departamento – anunció la madre – Dice que lo que sobre entre la venta de la casa y la mudanza, te lo quiere dar a vos, así terminás de estudiar tranquila y podés instalarte mejor en la ciudad.
Paulina se quedó sorprendida. Su padre apretaba una sonrisa debajo de la nariz. Tenía los ojos vidriosos de quién está a punto de llorar.
- Pero… esa casa la tienen desde antes que yo naciera, les costó mucho dejarla como está ahora.
- Decile a él, nena. A mí me da lo mismo, bueno, lo mismo no, un departamento en el centro suena tentador, pero a lo que voy, a esta altura de la vida, un lugar u otro, no hace la diferencia. Además, me anoté en un club de viajes y con suerte la mitad del año voy a pasarla en aviones y hoteles.
Llegan las bebidas. La moza pregunta para quién es el agua mineral. Paulina levanta apenas la mano, imposibilitada aún de decir una palabra. Solo lo hace cuando la moza se aleja, llevándose la bandeja de metal vacía.
- Papá, no me parece buena idea. Yo no necesito nada, si esto lo hacés para darme una parte, olvídate, no me hace falta.
- No Pauli, no. Es que… estamos grandes, es mucha casa para nosotros dos. Antes, es decir, apenas empezaste a estudiar, que venías más seguido, no se notaba. Pero ahora, que venís menos… ojo querida, no es reproche, sé que no podés… pero bueno, se nota mucho el silencio y es un desperdicio, a mí entender. Con esa plata, nos vamos a un lugar lindo y más chico, vos por ahí podés armarte el estudio, y todos felices.
- No, todos felices no, papá. En esa casa están todos los recuerdos.
- Los recuerdos están acá – dice su padre, señalándose la cabeza – y acá, en el corazón.
- Podría volver más seguido, además, ponete a pensar, el día de mañana cuando tenga hijos van a tener un jardín hermoso para jugar, para correr, hasta podríamos enseñarles nuestros juegos…
- Ves, ahora lograste que le diera culpa – acotó su madre.
- Papá, podríamos contarles juntos tus historias, tirados en el césped, cómo cuando era pequeña.
- ¿En serio te acordás de esos momentos?
- ¡Cómo no los voy a recordar! – dijo levantando la voz - ¡Si nunca fui tan feliz en la vida!
Y su padre, que tiene los ojos vidriosos, deja caer una lágrima. La mano de Paulina cruza por encima de la mesa y toma la de él. Su madre los observa pero como si no estuviera allí.
- No la vendas, papá. Por favor.
El hombre menea la cabeza, porque es lo único que puede hacer. Sabe que si abre la boca y trata de decir algunas palabras, se va a largar a llorar. Paulina le agradece con una sonrisa y siente que su rostro debe parecer el de una idiota y entonces se ríe, casi a carcajadas. Lo siguiente que piensa no sabe en realidad si lo piensa o lo dice en voz alta, pero lo mismo le da, su padre de alguna manera lo sabe y la va a ayudar.
- En esa casa extravié algo que debo recuperar.