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29 de diciembre de 2011

El encanto de las serpientes

Era su primera visita a un psicólogo. Desde que tenía uso de razón, sentía adversidad sobre las personas que acudían a estos especialistas. No encontraba lógica alguna en el hecho de sentirse bien a partir de contarle a un desconocido cosas personales. Se le antojaba un profesional a medias, una especie de chanta con título, que lo único que haría mientras durara la consulta sería escucharla y mover la cabeza, asintiendo o negando, según correspondiera la situación. Llegó repleta de preconceptos y mucho disgusto. Esto último debido a que en su casa la habían obligado a ir.
Su padre estaba preocupado, lo mismo que su madre. Pero no fueron ellos quienes más insistieron, sino su hermana. Había existido desde que eran chicas una reticencia a hablar de problemas particulares entre las dos jóvenes. No eran los tres años que separaban una de la otra, sino la personalidad que poseían. Ella era menos segura, no tan linda y algo más inteligente; y su hermana, hermosa, despreocupada por el estudio y ferviente partícipe de evento social que se preciara de tal. Sin embargo, para sorpresa de ambas, la mañana en que ella estaba llorando desconsoladamente, su hermana abrió la puerta de la habitación y tras acomodarse a su lado en la cama, la escuchó durante hora y media y le habló durante un lapso similar, no solo demostrando tener los pies sobre la tierra, sino un conocimiento sobre su persona que jamás hubiese pensado.
Su hermana era la mayor y la que más libertad tenía a la hora de salir de la casa. La vida que llevaba parecía tener la luz de los días, mientras que la suya, solo las sombras de media tarde. Pero algo de esa luz la alcanzó en aquella charla y finalmente cedió. Por eso aguardaba ahora con paciencia su turno, en una sala pequeña, de banquetas verdes y una pequeña mesa en el centro, donde solo había una revista del cable.
Un cuadro en la pared mostraba a una niña corriendo entre flores de todo tipo. El celeste acuarela del cielo contrastaba con la diversidad de colores que se mezclaban en formas de flores. Un solo detalle la sobresaltó en su silenciosa observación. Una serpiente que aparecía escondida entre unos tallos, a pocos metros de la pequeña. Aquello la desconcertó. ¿Estaba la serpiente esperando atacar a la niña? ¿Tan solo era un detalle más del cuadro? ¿Acaso el pintor lo había hecho con un significado? ¿O esa serpiente era fruto de su imaginación?
La puerta del consultorio se abrió a sus espaldas. Salió una mujer de unos treinta y algo, junto a un niño de unos ocho o nueve años. El chico iba llorando. Intentó sonreírle a la pasada, pero su pobre esfuerzo no llegó a los ojos del pequeño. En cambio la otra mujer, con seguridad la madre, si la vio pero hizo caso omiso y pasó a su lado sin siquiera dirigirle un saludo.
Se quedó observando como se iban por la puerta de calle, que al abrirse filtró un poco de luz del exterior. Si no fuese que el psicólogo la llamó por su apellido, se habría quedado mirando ese espacio en el suelo donde el sol había hecho brillar la superficie unos instantes, para luego quedar sumido otra vez en la opacidad en la que se encontraba el resto del lugar.
El hombre al final no era ningún cuco y no solo escuchaba, sino que también le hablaba. Y preguntaba. Demasiado tal vez. Lo más difícil fue explicarle el verdadero motivo por el que estaba allí. Había otros, como ser la insistencia de sus padres y el calificativo de "persona negativa" que todos le ponían ante sus frases y acciones. Sin embargo la esencia de su presencia allí radicaba en aquella charla con su hermana, en la intimidad de la cama en la que dormía desde que era una pequeñita. E increíblemente, el cuadro de la sala de espera le había recordado parte de esa conversación. La idea de esa serpiente entre tanto color y alegría, le había dado escalofríos, de la  misma manera que su constante forma de ver las cosas le ocasionaba malestar y depresión.
Aquella serpiente era la perversidad personificada, la maldad plasmada en un detalle casi ínfimo, pero presente, esperando su momento de atacar y terminar con todo lo bello. Aquella pincelada de forma alargada y escamosa era el verdadero significado de aquella imagen. Ignoraba quién lo había pintado, pero lo comprendía. El mal no necesita ser inmenso para asustar. Puede parecernos insignificante y de golpe, devorarnos.
Cómo un cáncer.
Un ataque cerebro vascular.
Un infarto.
Un conductor ebrio.
Una maceta mal colocada en el balcón de un séptimo piso.
La vida es un escaparate de maldad. No siempre visible, muchas veces disfrazada. Pero siempre latente, esperando la oportunidad de arrojar una sombra sobre la luz, de esconder la belleza, de robar la felicidad. No sabía si el psicólogo la entendería y tampoco lo esperaba. Pero era cierto, necesitaba hablarlo con alguien más.
Sus miedos se remontaban a sus primeros años. Pero no había sido hasta el último invierno que se convirtieron en pesadillas. Desde que había aprendido a caminar, la curiosidad era su mejor compañera. Dado que su hermana le prestaba poca atención, se había apañado en sacarle fruto a sus horas en soledad. Se creía una exploradora y así fue creciendo, siempre con su afán aventurero, recorriendo techos, subiendo árboles, devorando libros y libros, alimentando sus conocimientos y al mismo tiempo, abriendo nuevas puertas con renovadas preguntas y más desafíos para su apetito mental.
Y sumando miedos, claro está. Porque aprendía de enfermedades, de la muerte, de la locura que se instalaba en ciertas personas convirtiéndolas en psicópatas, asesinos o violadores. Se asustaba con la contaminación, con los cambios climáticos, con el incremento de la mortandad infantil, con la hambruna que arrasaba ciertas regiones... saber implicaba el riesgo de no tener los paliativos para todo aquello que ella anhelaba confrontar y remediar.
Pero esos eran solamente sus miedos. Había algo más que comenzó el último invierno. Y al querer hablar de eso, desvió la mirada del psicólogo y la llevó a sus brazos: la piel erizada y fría, un cierto temblequeo en sus articulaciones. Sintió como las lágrimas comenzaban a formarse en sus ojos. Ese algo más que escondía como algo horrible que llevaba dentro crecía y era hora de enfrentarlo. Así se lo había hecho saber su hermana.
- Nuestra fuerza proviene de cuánto deseemos estar bien, Ana - le había dicho antes de abrazarla y abandonar el cuarto.
Para estar bien, debía mirar a los ojos a aquello. Y para ello, debía utilizar toda su fuerza. Juntó el coraje y devolvió la vista al punto fijo que se había impuesto: el psicólogo. ¿Cómo explicar esa fuerza sobrenatural que llegó aquel invierno, ese poder que le permitía detectar la maldad alrededor, por minúscula que sea? ¿Cómo explicarle a ese hombre tan común, bien vestido, con un título universitario en la pared, que la maldad es como el polvo que se respira por el sencillo acto de estar en el aire que permite sobrevivir? ¿Cómo decirle, en pocas palabras, que el mal es parte de todos y que de una u otra manera, se hace uso de éste en algún momento dado la vida? ¿Cómo hacerle entender que por momentos no podía discernir si acaso veía lo que creía ver o simplemente era producto de una mente desbordaba por la negación, que de tanto temer a lo malo, lo había convertido en su eje de existencia?
Había llegado el momento de hablar y ahora le temblaba la boca y le palpitaba el corazón. ¿Y si estaba loca? ¿Y si todos aquellos que le decían en broma que le faltaba un tornillo, en definitiva tenían razón? ¿Y si acaso no solo era negación, sino también demencia? ¿Había sido el acto de su hermana de convencerla tan solo cariño y bondad o un esfuerzo último de repulsión para sentarla en el banquillo de los acusados donde la tildarían oficialmente como carente de cordura?
Estaba allí y no tenía otro camino. De repente, esa luz que tantas veces veía en otros, iluminó su mente. Para estar bien, debía ser fuerte. Era verdad. Pero ante todo, debía seguir siendo ella, para mal o bien. Exploradora, curiosa, inteligente.
Miró al profesional a los ojos y con voz clara y precisa, le preguntó:
- ¿Qué le transmite la serpiente del cuadro que está en la sala?
Y en silencio, esperó su destino.

26 de diciembre de 2011

El frasco de vidrio

El paso del tiempo obligaba a buscar cada vez más lejos los recuerdos felices. Le ocurría como cuando niña, que quería buscar los caramelos que estaban al fondo del frasco de vidrio y su bracito no los alcanzaba. En aquel entonces, era su abuelo el que tomaba el recipiente con sus enormes manos y como si no pesara nada, lo inclinaba para que ella se hiciera con su premio.
Pero de eso habían pasado años y años, una inmensa capa de polvo cubría todo lo que había rodeado esa escena, única que lograba escapar de los tropezones de la mente en ese laberíntico sobrevivir al paso de las décadas.
Su andar se había vuelto lento, casi un suplicio. La vista era un pálido espejo de colores moribundos con eternas neblinas que la sumían en una oscuridad repentina. Ni siquiera el oído era el fiel amigo de antaño. Y sus manos, vencidas por la artritis, apenas una sombra de aquellas que supieron acariciar.
No obstante, ella dejaba su cama y atendía la casa. Salía a la calle y saludaba a sus vecinos y a todo aquel que la quisiera saludar. Celebraba cada comida con alegría, sabiendo que otros no tenían que comer. Lavaba la ropa y aseaba las habitaciones. Barría el patio y también la vereda. Hasta se cruzaba la calle para comprar al fiado en el almacén de Oscar.
Nunca abandonaba la sonrisa, ni los días de lluvia en los que no se animaba a andar por miedo a resbalarse. Ni cuando sus hijos y nietos prometían visitarla y brillaban por su ausencia. Ella sonreía igual, no importaba que pasara.
Y lo hacía por una sola razón. No quería que la muerte la sorprendiera en el momento cúlmine, porque como su abuelo le había enseñado, en aquel pasado tan distante y esquivo, nada mejor que una sonrisa para aliviar disgustos ni nada mejor que la risa para abrazar a un enfermo.
A pesar de todo, la sonrisa y la risa seguían allí. Y con seguridad, cuando ya nada quedase, seguirían estando. Como aquel bracito de niña, la vida siempre se quedaba corta. Y nada mejor que su abuelo y su sabiduría para ayudarla a alcanzar a ser feliz.
Para eso no había edad ni excusas.

23 de diciembre de 2011

Fuego en el cielo

El silbido es la antesala del final. El sonido agudo que atraviesa la paz, que la destroza y hace añicos. Y a lo lejos, los fuegos en el cielo, estallando en mil colores como una arcaica celebración. Los niños corren por las callejuelas sucias, sus pies repletos de barro y arena. Los apremia una promesa de salvación, del otro lado de las trincheras.
La sangre hierve joven, inconsciente y detrás del terror una mueca sonriente pretende hacerse a la luz. Pero los disparos silban cerca. Apenas una delgada línea los separa de la muerte, pero siguen adelante, mientras el polvillo y el escombro que la munición le roba a la pared se desparrama a sus espaldas.
Se han criado con ese ruido y los colores en el cielo. Esas luces que en la noche parecen inundar la negrura, para estallar en matices hirientes una vez que tocan la tierra, llevándose vecinos, familiares y amigos. Quedan los restos de un pasado que no volverá a ser, que no sueñan con volver a ver.
El mundo parece absorberlos, pero ellos siguen corriendo, metiéndole piernas a sus ganas de seguir vivos, encorvando sus cuerpos, agachando la cabeza, doblando en los recodos a tiempo, jadeando sin cesar, respirando con la boca abierta y al borde del desmayo, ya sin aliento.
Y la trinchera se antoja lejana, distante, como un oasis, un país lejano, una promesa de ayuda que no llegará, de paz que nadie querrá, de felicidades que sus corazones ya no albergarán. Hay ardor en los pies descalzos, en la piel desgarrada por los silbidos que apenas pudieron esquivar. Pero no se resignan, porque resignarse es lo mismo que morir. Y la vida, por más penosa que sea, es vida. Es un don. Es un regalo. Es un placer incluso en el dolor, es una sonrisa detrás de una mueca de terror.
Y es la trinchera justo delante de los ojos, para quedar otra vez a salvo. Se arrojan salvajemente del otro lado, poniéndose a resguardo. Los niños están agitados pero así y todo se miran unos a otros y comienzan a reír. Están todos, cansados, pero vivos. Y eso solo, amerita la risa. Una risa carente de felicidad, pero repleta de otra cosa: satisfacción.
Uno de los niños saca de una bolsa varias varillas de pan y media torta, lo poco que han podido robar de los restos de la panadería más cercana. Y lo ofrece a los más pequeños que esperaban allí en el refugio. Y con un hilo de voz, faltándole el aire, bendice la esperanza:
- Feliz Navidad, es poco, pero suficiente.

20 de diciembre de 2011

Fabricante de mentiras

Básicamente me dedico a eso. A mentir. Así me gano la vida y puedo enorgullecerme de hacerlo muy bien. Mi posición económica es muy buena, fruto de esa labor que tan bien desempeño. Se podrían escribir libros de mi, pero la mayor parte serían mentiras.
Llega un momento que son tantas las capas de mentiras que recubren mi figura, que ya no importa encontrar la verdad perdida en alguna parte. Incluso, se transforma en una nimiedad no menos insignificante que una mota de polvo.
Mis mentiras no son ficciones literarias, sino realidades disfrazadas, a veces hasta encapuchadas, destinadas a tomar como rehenes a los desprevenidos de turno. Pero nadie se entera, nadie asume su rol de víctima, porque nadie cae en la cuenta jamás que se enfrenta a hechos carentes de veracidad.
En una realidad ficticia, solo gana el que inventa las reglas o las impone. El secreto es crear la ilusión necesaria, el show de máscaras de plástico que van y vienen, el papel picado, la música, las palabras indicadas, e incluso, hasta inventar las oposiciones, los bandos contrarios, los reclamos, los pedidos de justicia.
En definitiva, para triunfar, es vital convertirse en un Dios, en alguien por encima de los demás, que puede decidir sobre los otros sin que los otros, se animen a replicar un pero. Hacerles creer que esas decisiones son vitales, que el beneficio es de ellos. Con el tiempo, las técnicas se han pulido.
Los métodos tiranos y autoritarios han dejado paso a otros más civilizados. Los semblantes ya no son los mismos. Hay más sonrisas, más acercamiento a las masas. Es más fácil mentir cuando la confianza existe, cuando el otro nos siente cerca.
Con la práctica, esto se convierte un arte y uno, en un artista. Basta un gesto para faltar a la verdad. Una insinuación puede dejar cavilando un eje cualquiera entre lo real y lo falso y sin embargo, no estar ni de un lado ni del otro, porque incluso, esa realidad donde cavila el eje, tampoco es verdadera.
La mentira en la mentira nos aleja más y más de la verdad. Y si alguien se atreve a buscarla, a traerla ante nosotros, diremos que es mentira, y a quién sino a un mentiroso, le cree la gente. Porque así está acostumbrada desde que el hombre se siente parte de una sociedad.
Lo habitual es lo que se convierte en corriente, la mentira es el plato del día, a toda hora, en todo lugar. Nos llega en muchas formas, nos embriaga de tal manera que no nos permite ver bien, nos engaña con una visión tan deformada como real, porque así nos hemos encargado que sea.
Me dedico a eso, a mentir una y otra vez, al punto de hacer de ello, ni profesión. Somos muchos, cada vez más. Es la manera más fácil y rápida de lograr poder. Uno vende lo que los demás quieren. Ellos tienen lo que quieren de uno. Mentiras y mentiras. ¿La verdad? Ya no vale la pena en estos tiempos que corren. Ya es tarde para ponerse a buscarla.
Miento si digo que necesito ocultar todo esto para ser elegido por la gente al cargo que aspiro. Pero mentiría más aún si dijera que con la mentira no se llega a ninguna parte.

17 de diciembre de 2011

Nada de luz

El hombre apartó una cortina y dejó a la vista una puerta que conducía a un pasillo de escasa iluminación. Apenas podían verse las figuras dibujadas en las paredes. Ella lo siguió con cierta vacilación. ¿Tendría acaso que limpiar allí también? Si, suponía que si. Pero el hecho de pensarlo, le daba escalofríos. En realidad, el museo mismo le daba terror, sobre todo al imaginarse sola con la oscuridad ya instalada en el cieloraso, cubriendo de sombras las cosas, sin más compañía que sus elementos de limpieza.
Sin luz aquel lugar parecía un pasaje a las entrañas de una casa embrujada. Incluso el sonido del piso de madera al sufrir el peso de ambos era el testimonio grave de un quejido. El hombre la condujo hasta una puerta que se erigía al final del pasillo. Era de chapa, antigua y un picaporte dorado coronaba la invitación que esperaba no le hiciera: Abrirla.
Pero eso sucedió. Supo antes de entrar que no era buena idea. De pronto, sintió una nostalgia enorme por sus pequeños, que había dejado en casa de su madre mientras ella se ocupaba de asistir a la entrevista de trabajo. Pensó en su marido, de viaje con el camión haciendo un flete a seiscientos kilómetros. Y que sería de las gallinas, sueltas en el fondo de la casa. Con seguridad al llegar la noche, el perro del vecino las destrozaría. Pero para entonces, ella ya no estaría...
El presentimiento era enorme. Sin embargo, a pesar de sentirse paralizada, avanzó. Siguió al hombre. ¿Acaso había alguna fuerza extraña que la obligara a ese andar autómata? No entendía la razón por la cual no se detenía y ya. Solo debía frenar sus piernas y pegar media vuelta. Recorrer de nuevo el pasillo oscuro pero en dirección contraria, atravesar todo el hall del museo y sus antiguos y extraños objetos y abandonar el edificio para regresar con su familia.
Solo debía hacer eso, pero no podía. Sus miedos parecían agarrotarle las piernas, en la misma medida que atenazaban su respiración y le quitaban el habla. Si tuviese que gritar, no podría. Se sentía prisionera en su cuerpo, una imbécil que miraba la espalda del hombre y lo seguía por ese lugar oscuro y tenebroso. Hasta que el hombre, se detuvo. En el mismo momento, ella hizo lo mismo.
La voz grave del encargado llegó a sus oídos, como proveniente de otra dimensión.
- Aquí, Susana, podrá guardar los elementos para la limpieza. Está oscuro porque a ellos, la luz les lastima los ojos. Así que por favor, ni siquiera use linterna en esta zona.
Susana miró hacia todas partes, pero no comprendió a lo que el hombre se refería. El lugar estaba oscuro, pero podía divisar las siluetas de los baldes, de los envases de detergentes y más allá, contra la pared, escobas, palos de piso y hasta un lampazo grande.
- Nada de luz Susana, ¿entendido? - preguntó el hombre.
La mujer, que iba perdiendo el miedo, asintió con la cabeza.
- Si señor Ramírez, nada de luz, no se preocupe.
El temor se había disipado. En su lugar había un dejo de preocupación sobre el pedido de Ramírez, no por el pedido en si, sino por la cordura del encargado.
Se retiró sin saber que más de doscientos pequeños ojos la observaban marcharse desde la oscuridad. Ramírez si lo sabía, pero había aprendido con los años a no molestarlos con la luz. Y si eso seguía así, nada malo sucedería.
Algunas risillas se escucharon en el pasillo, pero Susana las atribuyó equívocamente a su propia mente y un intento desesperado de enmendar el irracional miedo de minutos antes.
- Y recuerde Susana, nada de luz en aquel sector - volvió a decir Ramírez despidiéndola hasta el día siguiente en la puerta del museo.
La vio irse, resignado. Es que Ramírez ya había perdido toda esperanza de encontrar una persona que limpiara que respetara esa regla. Odiaba cada tres días tener que buscar una nueva empleada, tras desaparecer la anterior.

14 de diciembre de 2011

El trayecto final

Hay lugares comunes, recurrentes, que se transforman en parte de nuestro cotidiano existir. Sin premeditarlo ni tampoco desearlo, de pronto comprendemos que pasamos gran parte del día en sitios donde si tuviésemos que elegir, no estaríamos. Es así que si sumamos los minutos, al término de una semana quizá hayamos estado horas viajando en colectivos, otras tantas esperándolos, unas más en las colas para pagar los servicios y una eternidad en nuestro puesto de trabajo.
Dónde menos estamos y disfrutamos, es allí donde nos sentimos bien, que puede ser nuestra casa, la de nuestra novia, amigos, padres o la canchita de fútbol del picado de los viernes.
Lo cotidiano nos supera, nos roba la vida con verdadero empeño de hormiga. Molidos, a la noche, nos arrojamos al abismo del sueño casi sin darnos cuenta que el mayor tiempo que pasamos bajo lo que consideramos nuestro techo, lo hacemos durmiendo.
Y el día, lo vivimos casi corriendo: para llegar a tiempo al trabajo, a realizar los trámites, porque quedamos en vernos con mengano a tal hora, con fulano más tarde; y vamos de un lado a otro, sin detenernos. A veces extrañamos los años de la infancia, sin responsabilidades y mucha inocencia, y otras, los de la adolescencia, con miles de nuevos mundos detrás de cada esquina. Hoy el mundo se nos antoja anodino, repetitivo, casi un karma.
Mientras transitamos desde la última parada del día hasta casa, repasamos si algo de lo que hicimos a lo largo de la mañana y la tarde valió la pena, si acaso una de las tantas corridas para llegar a tiempo tuvo como beneficiario a uno mismo. Caemos en la cuenta que no, que todo es por un motivo ajeno, nada se hace por el bienestar propio. Incluso, se nos hace imposible recordar cuando fue la última vez que hicimos algo para sentirnos bien. Si incluso llevarla a ella al baile es para que no se enoje o haga una escena, o ir a lo de los chicos a jugar al póker lo hacemos para que no queden en banda. ¿Visitar a los viejos? Y si, es lindo, pero también, la idea es no recibir reproches. ¿Una salida a pescar, con amigos? Si, pero siempre mirando de reojo el reloj, porque quedan cientos de cosas por hacer en casa que dejamos para el fin de semana.
No disfrutamos, perdimos el gusto por ello. Y tampoco entendemos cómo es posible que antes nos resultara tan habitual y fácil de lograr. Pensamos que es culpa de la edad, que los años han pasado muy veloz e injustamente, que no solo es la barriga cada vez más prominente o el cabello que escasea en mayor abundancia, sino también el espíritu más avejentando, como aprisionado por enormes pilares del tiempo. El ánimo decae, a la risa de antaño le cuesta más desprenderse de nuestro rostro cansado, la paciencia no es la misma, el humor se ha vuelto huraño y la imaginación ha dejado de remontar vuelto.
Consecuencias de crecer y resulta preocupante. En el sentido de no estar preparado, de no conocer las formas adecuadas para contrarrestar esos cambios. Nos miramos al espejo antes de ir a dormir y el señor que vemos reflejado nos parece una persona lejana, ausente. Sin embargo, la reconocemos al instante. Es la que convive con uno desde que se tiene memoria, pero al mismo tiempo, ha dejado de serlo hace rato.
Y ese tramo final en el colectivo, ese trayecto con el que cierra su jornada, es el que termina de darle el cachetazo final. En un horario, además, de los denominados “pico”, que lo obliga a viajar parado, observa con indignación a gente mayor de pie, asida a las barandas y haciendo equilibrio en cada vaivén del transporte mientras jóvenes indiferentes ocupan asientos sin mayor preocupación. Aquello lo enerva y lo llama a la reflexión, se siente más viejo aún, a pesar de no serlo en edad. Y cuando parece que no solo basta con un día ajetreada, el hecho de estar exhausto, los apretones o empujones dentro del colectivo, la falta de educación de muchos, lo escucha. No lo cree posible, pero es verdad. Su oído no miente, su cabeza no se siente acribillada por algo imaginario, aquello es bien real. Está en el aire, lo envuelve, lo aturde, lo machaca. Supone que a los demás les sucede lo mismo y que luchan por reprimir sus pensamientos, que intentan alejar su mente a otra dimensión. Pero él ha perdido la capacidad, ya no sabe abstraerse y la sociedad y sus nuevos modos recaen sobre su ser, casi como una lápida.
La música, esa puta música estridente. Ese chillido proveniente de un celular con parlantes, ese “chi qui chin” “chi qui chin” propio del oprobio, que arremete con irreproducibles y asqueantes “psh psh psh” y cuyos versos remiten al espanto, a la degradación más baja del vocabulario humano.
Ese sonido llega a su cerebro y lo traspasa. Es un hierro caliente en su oreja, es una herida sibilante en su condición ciudadana, es la falta de respeto que desborda el vaso de paciencia que lleva en su interior. Y estalla.
- ¡Si tenés ganas de escuchar música, ponete auriculares la puta madre que te parió!
Vaya si lo hace. Está colorado, respira agitado. Y entonces dos grandotes con sombreros de viseritas y equipos deportivos se ponen de pie tres asientos a la izquierda. A uno alcanza a verle el celular en la mano, del otro solo recuerda su cara prepotente y el puño cayendo.
Solo sabe que hizo lo que cualquier hijo de vecino hubiese hecho. Revoleó su portafolio y se lo encajó entre el cuello y la mandíbula. El puño quedó en el aire, la figura se desplomó hacia atrás como un árbol viejo y vencido por el viento, mientras el compañero de prepotencia se hacía a un lado, ahora temeroso por la reacción de la que era testigo.
Se hizo un silencio repentino. El mundo se detuvo dentro de ese colectivo, a cinco cuadras de su parada habitual. Pudo darse cuenta como cada uno de los pasajeros e incluso el chofer, habían detenido la respiración. La escena parecía extraída de una película de alto presupuesto, sentía que si se apresuraba podía girar en trecientos sesenta grados alrededor del joven desplomándose. Pero sobre todo, se sentía bien.
Entonces la gente atinó a una sola cosa: romper en aplausos. Las palmas batieron al grito de vítores por la hazaña. La música ya no sonaba para todos, el portador del celular la había apagado y estaba ayudando a su golpeado amigo a ponerse de pie, para abandonar el transporte en la siguiente parada. No era tonto. Sabía que la multitud apretujada estaba ganando un factor crucial: el sentido de la unión.
Los aplausos llovieron a lo largo de esas cinco cuadras y sintió la gloria acariciarle el ego. La paz recorrió su cuerpo y se sintió en paz con aquello que lo rodeaba. Algo de la vieja esencia seguía aún en al aire. Algo no había perdido.
Esa noche descansó con una sonrisa y una verdad: aquello que nos hace mal no es siempre culpa de los demás, sino, de uno mismo que lo deja avanzar.

11 de diciembre de 2011

El bailarín de milonga

Pero a Mateo la idea le seguía pareciendo muy arriesgada. Y a pesar de todo, había dicho que si. El, que solo gustaba de bailar en milongas, si era posible cada noche, se encontraba agazapado dentro de un utilitario pequeño de vidrios polarizados, esperando que se diera la orden.
¿Pero cómo era que había llegado a esa situación? Si, su nulo carácter era quizá la razón principal, pero se habían presentado otras circunstancias, si es que podía llamarlas así.
El Tano podía ser una de las respuestas. Siempre fue una mala influencia. Desde pequeño, cuando cascoteaban a las hermanitas González, o molestaban a los niños del jardín que funcionaba en la misma manzana donde estaba su casa.
Había aparecido después de varios meses. Según sabía, estaba dejando pasar el tiempo, para que se enfriaran un par de enemistades que se había hecho por levantar apuestas clandestinas. Apareció de repente en La Crencha, donde iba a bailar los jueves, y como si esos meses no hubiesen transcurrido y al mismo tiempo, olvidara que había desaparecido debiéndole una buena guita, lo llevó hacia la barra.
- Mateo, me tenés que ayudar la semana que viene. Tengo un trámite.
La sola idea de tenerlo enfrente le daba un vuelco al corazón. Tenerlo cerca era sinónimo de vértigo, de problemas, de no saber como escapar. Ni siquiera valía la pena pedirle que hablaran más tarde, que Analía lo estaba esperando para bailar. El Tano no escuchaba. El Tano, en realidad, se cagaba en todos. Pero era el Tano. Su amigo de la infancia, de la adolescencia. Con el que más había compartido cosas a lo largo de su vida. Y por supuesto, el culpable de un sinfín de problemas.
- Tanito, mirá, depende... sabés que podés contar conmigo, pero estoy haciendo buena letra y...
- No se habla más Mateo querido. Te paso a buscar. Si es el martes por La Papirusa... ¿seguís yendo ahí los martes, verdad? Y si es el jueves, vengo acá.
- ¿Un trámite de noche, Tano?
El Tano sonrió. La pregunta estaba de más y Mateo lo sabía. Por más esperanza que albergara su corazón, la piedra de montaña será eternamente árida al tacto y el sol cegará siempre al que lo mire. Nada ni nada cambia, nunca jamás. Lo vio marcharse, mientras la música flotaba en el aire. Analía fue a buscarlo para salir a bailar, pero el desconsuelo atenazaba sus piernas.
Y ahora, allí en el utilitario, la sensación no se había disipado en lo más mínimo. Incluso, había crecido como un cáncer. Miró el reloj. Casi las tres de la mañana. Se imaginaba en la milonga, aprovechando el resto de energía para seguir moviéndose al ritmo del 2x4. Pero ni esa imagen le quitaba el miedo que galopaba con brío en su corazón.
No quería echarle toda la culpa al Tano. Pudo haber dicho que no y punto. O no aparecer ni el martes ni el jueves a bailar. Pero en el fondo sabía que quería estar. Su madre se lo había dejado en claro unos años atrás, tras echarlo de la casa: si defendía a su amigo era porque él era igual de delincuente. Podía ser verdad, o no. A veces se pensaba como un ángel protector del Tano, el que intentaba arrearlo por el buen camino. Y otras, se creía un tonto justamente por ese intento en vano. Pero como en las noches, alrededor de las mesas, era cuestión de seguir los pies del otro. Y él seguía los del Tano con armonía, como si fuese la dama de la pareja.
Algunos perros ladraban en un umbral cercano. No debía asomarse hasta tanto recibiera la orden, así que se mantenía abajo, con la cabeza casi sobre el asiento. El tiempo parecía hacerse eterno, prolongarse en cada partícula de aire que lo rodeaba. Su boca estaba áspera y pastosa. Casi no podía tragar saliva.
Y estaba el tema del dinero. De la ausencia del mismo, en realidad. Apenas si ganaba en la verdulería donde trabajaba algo como para poder invitar a Analía en las noches con uno u otro trago. Pero vivía al fiado, siempre suplicando unos días más para cubrir las deudas. El trámite del Tano podría brindarle un poco de aire, un respiro de unos meses. En la penumbra del utilitario sabía que responsabilizar al Tano no era la verdad en todo el asunto. Aunque reconocía que pensarlo así, le quitaba parte de la angustia que le carcomía el alma, más que nada al pensar en su madre, a la que no llamaba ni visitaba desde que lo echara de la casa.
Mateo se supo culpable de sus actos, de estar allí y de todo lo que pudiera pasar con su vida. La vida no tenía música de fondo. Cuando se estaba en el baile, se bailaba. No importaba cómo ni si se hacía bien o no. Por eso amaba las milongas, porque allí era otra cosa, allí sabía lo que hacía, era respetado por eso. En cambio, bajo las estrellas y la luna que alumbraba a todos por igual, era un don nadie, un tipo sin carácter que se metía en problemas por no saber hacer otra cosa, un perdedor sin prescripción.
La vida es una tortura en la que uno es el propio verdugo. Lo comprendia desde siempre, pero no conocía la salida para ese infierno. Sintió vibrar el teléfono celular en su bolsillo. Esa era la señal. Suspiró profundo y cerró los ojos. Las manos bañadas en sudor sacaron de la cintura el revólver y al fin se incorporó dentro del utilitario. Salió a la calle, recibiendo el abrazo de la noche como una mortaja milenaria. Cruzó la calle y dobló la esquina, tal como estaba pactado. Y dejó que la vida continuara, según lo que el destino había escrito para su existir en aquel arrabal de miseria.

8 de diciembre de 2011

Gracias carnaval

El pueblo era chico, como todo pueblo. De veredas anchas, árboles altos y viejos, y gente sentada en la puerta de sus casas.
Esa tarde no era como cualquier otra, había mucha expectativa. Las calles, que en las tardes de verano solían estar desiertas, el movimiento de niños y jóvenes era continuo. Los más grandes observaban sonrientes ese ir y venir, un desgaste sano de energías.
Los más pequeños corrían con globos de agua, apuntándose entre si y arrojándolos con fuerza, con el fin de alcanzar a otros y reír con ganas en caso de alcanzar el objetivo de mojarlos.
Quiénes habían superado los doce años pero no habían llegado a los quince, no corrían a nadie, sin embargo, ayudaban en todo a los más grandecitos. Y el resultado de ello se podía ver en el centro de la calle principal del pueblo: un carro, colorido y enorme, que acompañaría a la comparsa en el carnaval de la noche.
Lo jóvenes trabajaban sabiendo que no tenían demasiado tiempo para terminar de ornamentarlo, sin embargo eran prolijos y cuidadoso en cada aspecto. ¡La primera participación en mucho tiempo del pueblo en el carnaval de la ciudad lindante no podía quedar librada al azar!
Algún que otro hombre de edad, testigo o partícipe de antiguas comparsas, se acercaba para observar o aportar consejos. Los pocos adultos que colaboraban, en cambio, dejaban que fueron sus hijos los que llevaran adelante la iniciativa. Ellos habían impulsado la idea y por lo tanto, eran los merecedores de hacerla realidad.
La música de la comparsa se escuchaba en todo el pueblo. Practicaba desde hacía un mes en el predio del colegio, al menos cinco horas diarias. Eran cincuenta y para la ocasión se habían confeccionado trajes de colores vivos, con mucho amarillo y verde.
El acontecimiento había revolucionado a los pocos habitantes y todos, en mayor o menor medida, estaban involucrados. Todos salvo don Ignacio, que mientras el resto de la gente participaba colaborando o aunque sea, observando, se encerraba en su casa, buscando distracción en sus gallinas y patos.
- Vamos don Ignacio – le dijo Agustín, su nieto más chico, pero el hombre, que peinaba canas desde que tenía memoria, rehusó con un simple gesto y siguió encorvado sobre los bebederos de sus aves.
El pequeño Agustín entre desilusionado y preocupado, recurrió a su mamá. Le costaba ver a su abuelo, una persona alegre y entusiasta, de esa forma. ¡Era el carnaval! Todos tenían que estar contentos.
Su mamá le acarició la cabeza, acomodando los rulos que el viento, en su jugueteo, había movido hacia todas partes.
- El nono está bien, no te preocupes - le dijo. Pero algo en sus ojos, quizá un dejo de tristeza, le hizo sospechar que no era tan así.
Salió a la calle, donde estaban sus hermanos y amigos. Se agachó justo a tiempo para evitar un globo con agua en la cara. Al instante estaba persiguiendo a sus atacantes, mientras reía a carcajadas.

Las gallinas picoteaban el balanceado, mientras se empujaban entre si. Más allá, los patos, se bañaban en el estanque que les había hecho. Escuchó los pasos a su espalda y luego la delicada voz, que como cada vez que la oía, colmaba su alma de calidez.
- Papá... tenés que hablar con Agus, sabés lo que te adora y te ve así, tan triste...
Ignacio se puso de pie, pero solo para dirigirse a un tronco que servía de banco. Invitó a su hija sentarse a su lado. Meditó unos minutos en silencio y luego le contestó.
- Marisa, sabés lo que significa el carnaval en mi vida, te criaste viéndonos con mamá bailar en lo más alto del carro del pueblo, mientras el pueblo entero nos aplaudía con felicidad. Después que ella... - su voz se quebró, vaciló un instante – después de aquello, el carnaval me la recuerda tanto que no puedo soportarlo.

Su hija le tomó la mano. Ella se había separado de su marido dos años antes y le costaba entender como sus padres habían podido estar tanto tiempo juntos. Y hubiesen estado toda la vida, si la enfermedad de mamá no lo impedía. Pero no solo compartieron la vida, sino aquello que los hacía realmente felices: el carnaval y la comparsa.
- Hay algo papá que jamás te dije. Cada vez que te veo y que estoy con vos, me resulta imposible separar tu imagen de la de mamá. Pienso en vos y automáticamente, en ella. ¿Te das cuenta si por ese motivo, entonces, te dijera que no quiero verte?
Su padre levantó la vista hacia ella, hacia ese rostro angelical que viera crecer desde sus primeras horas.
- Es distinto... - se excusó.
- No papá, no lo es. Aquello que el pueblo está disfrutando afuera, en la calle, es lo que te hizo sentir vivo toda la vida, a vos y a mamá. Y de golpe, porque ella no está más, pasa a ser lo que más odiás.
- No nena, no es que lo odie...
- ¿Entonces? Si no lo odiás, acompañá a tu nieto, contale quién eras, cómo es que esa persona que tanto admira y sigue a todas partes, cuando era más joven era el rey de la comparsa y cómo, lo más importante – Marisa se enjugó una lágrima – tenía a su lado a la reina más hermosa del planeta.
- No... no puede corazón.
Marisa se puso de pie y lo besó en la mejilla. “Si, podés” le susurró al oído y se metió en la casa.
Las gallinas cacareaban a sus pies, pero no se percataban que también él estaba llorando.

- Mamá ¿a que hora salimos? Ya se están llevando el carro a la ciudad.
- No hay apuro Agus, ellos tienen que ir antes, para preparar todo. A nosotros nos pasa a buscar la tía Cecilia en un rato.
El chico puso cara de fastidio y se dejó caer en el sillón delante del televisor. Su hermano más grande se estaba bañando y el que le seguía aún estaba jugando en la calle.
- ¿Qué te pasa? - le preguntó la madre al pasar por delante de donde estaba sentado.
- Es que quiero ir a ver como se preparan.
- Agustín, por favor, ya vamos a ir.
El niño quedó solo ante el televisor sin encender. Por la ventana vio a su abuelo, aún en el patio. Supo que había escuchado la conversación, por la forma en la que lo miraba y porque esa ventana no tenía vidrio.
Lo llamó con un gesto. Agustín salió al trote. Al llegar al patio, su abuelo estaba abriendo el portón del fondo del patio.
- Vamos pequeño, a dar un paseo.
El niño sonrió ante la invitación y subieron a la vieja camioneta del abuelo. Cuando el motor se puso en marcha, Marisa se asomó al patio.
- Eh, ¿dónde van? ¡Agustín todavía tiene que bañarse!
Recibió como respuesta un dedo en alto por parte de su padre y la manito agitándose en forma de saludo de su hijo.

Cecilia conducía tomando todos los recaudos posibles, lo que hacía un viaje corto, como el que tenía hasta la ciudad, de apenas unos diez kilómetros, una eternidad. Si bien Marisa estaba acostumbrada, el hecho de no saber donde estaba su hijo y su padre hacían que el viaje le pareciera un verdadero fastidio.
- Tranquilizate, nos deben estar esperando en el bar de la plaza, tomando una gaseosa. Hacete cargo nena, vos convenciste a papá que llevara a Agustín al carnaval y eso es lo que seguro hizo – Cecilia habló sin despegar un segundo la vista del parabrisas.
- Si, pero me hubiese avisado. Sabés que no me gustan que salgan sin llevar teléfono. ¿Y si les pasa algo?
En el asiento trasero, los niños jugaban ajenos a la conversación, inmiscuidos en su particular mundo, impacientes por llegar y disfrutar del desfile, las comparsas y por supuesto, todo el algodón de azúcar que pudieran comer.


El bar de la plaza estaba atestado de gente, pero no había indicios de don Ignacio y Agustín. Marisa estaba preocupada, pero intentaba disimularlo. En tanto, renegaba con sus otros dos hijos, que no se quedaban quietos.
- Relajate querés – aconsejó su hermana – Ya van a aparecer, sabés como es papá.
El desfile por la calle principal arrancaba aplausos y gritos entre la multitud. La música hacía vibrar el aire, desde la veinte de altoparlantes dispuestos de un lado y otro de la avenida. En el cielo estrellado, fuegos artificiales coronaban una fiesta gigantesca, en la que la mayoría de los pueblos de la zona estaban representados.
Entre tanta gente, era difícil reconocer a los vecinos del pueblo, pero Marisa no perdía oportunidad, cuando se cruzaba con uno, de preguntarle si había visto a su hijo o a su padre.
La música que llegaba de los parlantes le resultó conocida. Era la que utilizaba la comparsa del pueblo. Del otro lado de la calle vio a un grupo de conocidos que vitoreaban dando saltos en el lugar. Miró hacia la otra punta y a lo lejos divisó el carro y la comparsa del pueblo.
Se veían preciosos, con esos trajes coloridos, las plumas que las chicas llevaban tan bien y el carro, sin dudas pintoresco y uno de los más vistosos hasta el momento.
Sus hijos se escaparon para llegar hasta el borde de la vereda y poder así, apreciarlo mejor cuando pasaran por donde estaban ellos. Quiso detenerlos, pero dejó que fueran. Ella hacía lo mismo cuando era pequeña para poder ver a sus padres, encaramados en lo alto del carro, bailando y disfrutando.
Miró hacia aquel lado. Hasta le parecía ver la figura de su padre en lo alto, bailando al ritmo de la música. Cuántos recuerdos despertaban, todos felices. Si mamá viviera...
Sacudió la cabeza, debía dejar los recuerdos de lado. Le hacían ver visiones. Sonrió. Podía haber jurado que había visto a su padre en el carro. Miró otra vez. No podía ser. Buscó a su hermana con la vista, pero se había alejado unos metros.
La comparsa avanzaba y las luces lo hacían todo más nítido. Ahora si, no le quedaban dudas... ¡era su padre! Y bailaba, sonreía, hasta tiraba besos y... Marisa se llevó la mano a la boca, mientras dos lágrimas le caían por las mejillas. A su lado, intentando imitarle los pasos, bailaba su hijo. Abuelo y nieto, los reyes de la comparsa. Sus ojos se nublaron, pero ya no estaba triste ni enojada.
Cuando pasaron frente a ella, su hijo gritó su nombre, bien fuerte. Marisa les mandó besos con la mano, a los dos.
Entre tanta gente, la música, los fuegos de artificio y la emoción, sintió por un instante que su madre la abrazaba.
- Gracias carnaval, gracias – murmuró, al mismo tiempo que sus otros dos hijos volvían a ella.

5 de diciembre de 2011

La conspiración de los ladrones

Durante meses se juntaron en un sótano de la calle Moreno, en el viejo barrio Las Callejuelas del Olmo. Los vecinos veían llegar personas sospechosas, enfundadas en trajes oscuros o llamativas prendas que cubrían sus rostros, pero por miedo, se alejaban de las ventanas y ni se les pasaba por la cabeza el llamar por teléfono a la policía. En Las Callejuelas todo se sabía tarde o temprano.
Las reuniones se prolongaban largas horas y cada vez eran más los que asistían. Llegaban en coches viejos o motos, con los motores apenas ronroneando, en el mayor de los silencios. Se iban muy tarde, cuando el barrio dormitaba ataviado en pijamas de algodón. Algunos dicen haber visto las luces bajas reflejadas de los vehículos a través de las ventanas, mostrando el ocaso de aquellas noches.
De un momento a otro dejaron de juntarse. El plan se había puesto en marcha y aún se ejecuta. Todos somos víctimas de ellos, a veces sin darnos cuenta. Sigilosos y casi inadvertidos, los ladrones merodean calles y ciudades, pueblos y avenidas.
Roban lo más valioso que nos queda, de manera organizada y sin vergüenza alguna. Nos despojan sin que comprendamos exactamente qué. Para cuando todos puedan darse cuenta y entiendan la gravedad del asunto, ya será muy tarde.
Los que hemos descubierto el eje de esta conspiración, tememos lo peor. Su accionar es sencillo, premeditado. Nos detienen en una esquina cualquiera y nos hablan, de esto y lo otro, o nos preguntan la hora, el tiempo, el día, tal calle, tal cruce, tal salida a la autopista. Si acaso recordamos a fulanito o menganito, o nos hablan de recuerdos muy lejanos, en los que tardamos en caer.Y así, de a poco, nos roban el tiempo. Nuestro tiempo.
Nos van sacando segundos, minutos, horas, que nunca llegaremos a recuperar. Algunos nos hemos avivados y hacemos caso omiso a los desconocidos que nos detienen por nada. Y sin darse cuenta, muchos conocidos se han hecho cómplices, repitiendo los mismos artilugios. Es que la conspiración es tan grande que es imposible detenerla. Muchos se han sumado a la causa sin habérselo propuesto.
Hoy en día existe gente robándole el tiempo a otros a cada paso. Aún no podemos determinar que hacen con el botín. Lo único cierto es que cada vez disponemos de menos tiempo para nuestras vidas. Por eso, no doy la hora, no devuelvo un saludo ni me detengo a conversar del tiempo.
Sólo el egoísmo nos salvará de esta conspiración de los ladrones. Sólo eso.

2 de diciembre de 2011

Los soñadores

Se dedicaban a soñar. El trabajo les resultaba relativamente fácil. Llegaban con sus ideas y les pedían que las soñaran. Ellos cumplían, por un módico precio.
Llegaban enamorados desilusionados queriendo que les soñaran una nueva oportunidad o el desengaño de una infidelidad. Y ellos lo soñaban.
Acudían poderosos en sus autos de lujo, exigiendo sueños donde se adueñaran de todo. Y ellos, lo soñaban.
Uno tras otro, no dejaban de llegar.
Políticos con anhelos de grandeza.
Pobres con deseos de revancha.
Deportistas con hambre de gloria.
Laburantes con esperanza de una mejor vida.
Jóvenes con un gran futuro en sus ojos.
Y ellos todo lo soñaban.
Advertían, cuidadosamente: "Si experimenta una sensación de felicidad por la mañana, no tema, es que lo estamos soñando. Pasa que no me quedó ningún turno para la noche y lo puse en el sueño de las 10.30 horas".
La gente se iba satisfecha. Al menos en los sueños de otros, obtendrían aquello que no les permitía dormir en paz.

29 de noviembre de 2011

Tita en la oscuridad

- Che, negro ¿y la Tita?
Manuel alzó los párpados, pero los bajó otra vez hacia el suelo, donde con una rama de paraíso estaba trazando un dibujo, aprovechando que la tierra estaba suelta de haber jugado un rato antes a las bolitas.
Permaneció así, un buen rato. Esteban lo miraba, acostumbrado a esos silencios entre una pregunta y otra. A veces se decía que a su amigo le faltaba un tornillo, pero Manuel era así y punto.
De pronto se puso de pie y arrojó la rama lejos, en un ademán de fastidio.
- Dale, vamos. Acompañame. Si llega a volverse sola, mi viejo me faja - Manuel miró la hora en el reloj de los Powers Rangers, que su mamá le había regalado al cumplir los siete - Ya está por salir,es la hora del timbre.
Caminaron sin hablar las dos cuadras hasta la escuela, siempre bajo la sombra de la arboleda de tilos, para evitar el fuerte sol de noviembre. Al acercarse al portón principal, fueron cautelosos. No se dejaron ver, poniéndose al reparo del colectivo escolar, estacionado al borde de la vereda.
- Si nos ve la directora se nos arma un lío grande Manuel.
- Ya lo se - respondió el amigo.
Primero fue el griterío, luego el ir y venir de guardapolvos blancos. Estaban saliendo. Las maestras estarían firmes como estatuas, supervisando la partida de sus alumnos, atentas al mínimo problema.
Manuel asomaba la cabeza y la volvía a esconder. Aún no había señales de Tita. Esteban lo codeó y llevó la vista hacia el portón. Su amigo tenía razón, ahí salía el curso de su hermana.
Esperaría a que pasara por al lado del colectivo y allí la llamaría.
- Esteban, ni bien la veamos... ¡auch!
Sintió un puntazo en la frente, como si un pájaro hubiese aterrizado en su cabeza. El dolor dejó paso al ardor y su mano, al tocar la piel golpeada, se topó con algo viscoso y tibio.
- ¡Tenés sangre! - le advirtió Esteban.
- ¿Mucha¡ - preguntó asustado - Sentí como si me... mirá, ahí, al lado de tu pie, esa piedra, alguien me tiró con esa piedra.
Buscaron con la vista alrededor y entonces los vieron. Casi llegando a la esquina, sonriendo de oreja a oreja, el Raúl y sus tres compinches: Alejo, Mauro y Gonzalo. El primero, de flequillo corto y zapatillas amarillas, aún sostenía la gomera entre las manos.
- Vení, vayamos para allá... - la voz de Esteban demostraba miedo. Manuel, dolorido, se dejó llevar.
Entonces, recordó a Tita y volvió por ella. La decisión, se dijo un segundo después, fue apresurada.
Al lado de Tita, estaba la directora y por el gesto que ocultaba su habitual semblante parsimonioso, no estaba de buen humor.

Ofelia era portera del colegio, pero bien podría haber sido enfermera. Al menos eso le parecía a Manuel, mientras se mordía el labio para reprimir los alaridos de dolor mientras la mujer le pasaba un algodón con agua oxigenada encima de la herida.
Esteban estaba sentado justo al frente, en una silla similar a la suya, de tapizado verde. Tita jugaba con su muñeca, apoyada en el escritorio de la directora. La dueña del mismo, en tanto, colgaba en ese preciso instante el teléfono, luego de haber llamado a los padres de ambos niños.
- ¿Duele? - le preguntó sin ironía la directora a Manuel. El niño respondió con un movimiento de cabeza. Aún tenía la boca ocupada en tratar de no gritar.
Cuando Ofelia finalizó con la curación, la directora Martínez le dio las gracias y le pidió que los dejara solos. La portera / enfermera salió al pasillo, llevándose a Tita, a pedido de la otra mujer.
El semblante habitual estaba otra vez instalado en la figura de esa señora que a los ojos de los niños, era un ser temible y que el solo hecho de estar en la “dirección” del colegio, significaba que era el fin para ambos. Quizá si imploraban, pero sabían, los dos, que era tarde.
- Bien, quién de los dos me va a contar por qué se escapan de la escuela continuamente. Les doy la oportunidad que ustedes elijan.
La sonrisa que les mostró decía “es una trampa” y tanto Manuel como Esteban estaban seguros que aquel que hablara, sería expulsado de inmediato. El otro, el que callara, no solo sería expulsado, sino que además sería humillado en público, seguramente con la directora pellizcándole la oreja.
Ninguno de los dos pronunció palabra alguna. Esteban balanceaba nervioso las piernas, de atrás hacia delante, esperando que de un momento a otro la puerta se abriera e hicieran aparición sus padres, que traerían como regalo a la fiesta un bonito cachetazo.
Manuel tenía ganas de llorar, en parte por el golpe en la frente, y en parte, por la situación. Habían sido descubiertos. Si tan solo...
- Hagamos un trato - dijo la para entonces reina de los condenados - Me dicen la verdad y yo trato de ayudarlos con sus padres. No les garantizo nada, pero podría negociar que el castigo no sea tan... ¿duro?
Los amigos cruzaron fugazmente sus miradas. Es una trampa, es una trampa, se decían
mentalmente, aunque era imposible que supieran que ambos pensaban lo mismo, por más que los
ojos delataran esa idea.
Al cabo de dos minutos, la mujer rodeó el escritorio con su silla y la colocó justo a mitad de camino entre uno y otro. Tomó asiento y posó sus ojos oscuros sobre el niño lastimado.
- Manuel ¿quién te hizo eso en la frente? - preguntó.
A pesar del dolor, de saber la respuesta, de recordar al muy maldito con la gomera en la mano, se quedó en silencio.
- ¿Fuiste tú? - le preguntó a Esteban, al mismo tiempo que colocaba su cuerpo en dirección al otro chico.
Esteban se apuró en negar con la cabeza, enfáticamente.
- Bien - dijo ella - No fuiste tú, pero sabes quiénes fueron.
El interrogatorio era muy difícil de afrontar, se sentía pequeño ante la situación. Además, era la directora, no por algo llegaban a ese cargo.
- Si... - dijo finalmente, casi dudando. Su amigo, que hasta entonces miraba el suelo, levantó la vista con claro gesto de decepción.
- Necesito que me lo digas - pidió la mujer. Había urgencia en su tono de voz.
- Fue... - Esteban repasó mentalmente los últimos dos meses, las golpizas en los recreos, la forma en la que le quitaban los caramelos que llevaba de casa o compraba en el kiosco escolar y pensó en tragarse las palabras, pero en un esfuerzo sobre humano, logró pronunciarlas - Raúl. Raúl Ortelano y sus amigos.
- Muy bien. Es un gran paso. Y ahora dime tú, Manuel, antes que lleguen tus padres y sepan que desde hace una semana y media junto a tu amigo se están escapando en pleno horario de escuela, ¿fue Raúl Ortelano el que te lastimó la frente?
Manuel quería golpear a su amigo, meterle una toalla en la boca, lavarle la lengua con jabón. Pero en realidad, a pesar de la bronca, una sensación rara le recorría el cuerpo. Algo similar a cuando sin querer volteaba el vaso repleto de agua pero lograba agarrarlo en al aire con la otra mano y evitaba al menos que se hiciera añicos en el suelo. Si, sentía eso, una especie de alivio.
Esta vez su silencio no se hizo extenso.
- Si señora directora, fue ese chico - le dijo y de inmediato, mirando a su amigo, sonrió. Una lágrima desbordó por la mejilla y no era de dolor, sino de alegría. Esteban le devolvió el gesto, con cierta felicidad.
La directora Martínez comenzaba a armar el rompecabezas, uno tan complejo que necesitaba ser
analizado como adulto pero visto de cerca como niño.
- Niños - les dijo - entiendo que tienen miedo, pero esto que les voy a preguntar es muy, pero muy importante: ¿Cuál es la razón por la que se escapan de la escuela?
Si bien la piedra parecía incrustada en la frente, Manuel sabía que no estaba allí. Había sido el golpe, pero había rebotado y caído a los pies de su mejor amigo. Esa pregunta parecía aquella piedra, se asemejaba a un gomerazo, pero no lo era, porque una vez que dijera la verdad, la misma quedaría a los pies de la directora.
Tenía miedo, claro que si. Pero era como el temor a la oscuridad, cuando mamá apagaba las luces de la habitación. A veces era tal, que deseaba llorar. Pero no podía hacerlo, porque debía ser fuerte, porque Tita tenía aún más miedo en ese mundo que de golpe se volvía negro. Y entonces, asustado y todo, estiraba la mano hacia la cama de su hermana y la cerraba con cariño sobre ese pequeño manojo de dedos, tiernos y cálidos, que instantáneamente, con ese contacto, dejaba de temblar.
No iba a ocultar el temor a una venganza de Raúl. Pero tampoco podía vivir con pánico, exponerse al enojo de sus padres y de la escuela, por culpa de un chico. Sus ojos estaban en su amigo. Veía lo mismo en Esteban, la misma sensación. No podían estirar sus manos y entrelazar los dedos, como hacía con su hermana en la oscuridad, pero la sensación era que lo estaban haciendo. Y entonces, de repente, sintió que ya no temblaba.
No le hizo perder más tiempo a la directora: le contó la verdad.

Una vez que llegaron sus padres, esperaron afuera en el pasillo por más de una hora. Entre los dos se turnaban por entretener a Tita, fastidiada por no estar en casa mirando los dibujos en la televisión. Además, pensó Esteban, que también tenía hambre, Tita aún estaba sin merendar.
- Si no hubiéramos vuelto por Tita, las cosas habrían salido mal, todo seguiría igual ¿te das cuenta? - mencionó Manuel.
- Si - dijo pensativo Esteban - ¿Negro, le harán algo a Raúl?
Mientras miraba a su hermana haciendo trompa con la boca, Manuel sonrió. Sinceramente, le
importaba poco lo que hicieran con Raúl. Lo que valoraba, era que Raúl no se iba a meter más con ellos. ¿Cómo lo sabía? En realidad sabía que no se lo iba a permitir. La vida es más que silencios donde no se dice nada y se guarda todo. Es valor para enfrentar la oscuridad y la verdad, que a veces, son la misma cosa.
- Puede que si, puede que no. Qué más da. Nosotros la tenemos a Tita - dijo riendo al mismo tiempo que tomaba a su hermanita de la cintura y la levantaba en el aire - ¿O no Tita? ¡Tenemos a Tita!
Los dos amigos estallaron en carcajadas en el pasillo y la infancia volvió a instalarse entre ellos, con la felicidad a cuesta, más allá de los golpes.

26 de noviembre de 2011

La nada

El día que la sordera me ganó la batalla, era el más importante de mi vida. Desperté alterado, por cierto dolor de cabeza y un zumbido angustiante. La oscuridad y el silencio me asustaron sobremanera.
Al ponerme de pie, sentí que la habitación se tambaleaba. Me aferré de las paredes, pero caí al suelo. Sentí el golpe con toda la fuerza en cada hueso, pero no lo escuché. Aquel detalle, no menor, me paralizó el corazón.
Me miré las manos, sin atisbar ningún intento de ponerme de pie y chasqueé los dedos. El movimiento fue perfecto, los dedos se frotaron en ese instante justo necesario para producir el sonido que desde chico me divertía hacer. Pero ahora, en la penumbra, con la mano bien cerca de la vista, solo produjo la nada.
No podía ser verdad, tenía que tratarse de una pesadilla. Me arrojé otra vez a la cama, me cubrí con las sábanas hasta la cabeza, consciente a cada instante del silencio que gobernaba las acciones. Me esforcé en dormirme, más no pude hacerlo. Cerré los ojos y permanecí así, en un estado entre el llanto y el sueño.
Me asustó una mano sobre el hombre, que me zamarreaba. Giré con los ojos bien abiertos y la piel helada. Era Don Jacinto, el técnico, que gesticulaba con las manos al mismo tiempo que movía los labios sin producir sonido alguno.
En realidad, comprendí, sí lo producía. Pero estaba aquello ajeno a mis sentidos. Abrí mi boca para hablar, pero la sentí a mil kilómetros de distancias, como que también había dejado de ser dueño de la misma. No supe si hablaría bajo, normal o gritaría, así que opté por cerrarla y atinar a levantarme.
Mi cabeza no cesaba en su intento de encontrar una explicación. Se remontaba a los primeros dolores, a la infección del pasado año, a los antibióticos y otros estudios a los que me había sometido. Pero nada le dije al equipo. Siempre los hice en privado. Temí que el problema me apartara de lo que más me gustaba hacer, que era salir al campo de juego.
Me dirigí con mucho miedo a la cocina. Las largas mesas ya estaban servidas y prácticamente todo el plantel estaba en sus lugares. La escena era surrealista. Los movimientos, los gestos, los cubiertos y pocillos que iban y venían, seguramente tintineando, con voces alegres y distendidas jugando bromas de un lado a otro y sin embargo, ante mi, se extendía un campo árido de silencio, una barrera invisible de incomprensión.
El pánico se apoderó de mí, no podía estar allí. Vi que Manuel y Jaime me llamaban con sus manos. Supe que si me quedaba allí parado, colapsaría. Giré sobre mis pasos y abandoné el lugar. Caminé por el pasillo sin escuchar mis propios pasos. Si alguien me estaba llamando para que regresara, jamás lo supe.
Mis pasos se aceleraban en proporción a mi desesperación. Crucé el gimnasio y estuve a punto de llegar al hall de entrada, pero giré hacia los dormitorios. Me encerraría hasta el horario del partido. No debían saber lo que me sucedía. Si eso ocurría, me dejarían al margen y toda mi vida hasta aquí habría sido en vano.
Estaba a metros de la habitación, lo estaba consiguiendo, cuando al doblar un recodo, choqué de frente con el Dr. Almamonte. Iba rápido, no pude evitarlo. Jamás sentí su andar hacia mí o quizá, el típico silbido con el que se paseaba de un lado a otro. Me llevé la mano a la boca y extendí mis manos hacia el. De alguna forma quería hacerle saber que lo sentía.
El movimiento de sus labios fue claro, pero no supe que dijeron. En su semblante, no obstante, no había indicio de disgusto. Es más, sonreía y me hablaba. ¡Qué contestarle! Atiné a una reacción instintiva: sonreí. El doctor me miró como estudiándome. Seguí viaje, dejándolo atrás. De pronto, lo tenía a mi lado, lo miré de reojo y seguí caminando. La puerta de la habitación estaba a escasos diez metros. Pero el doctor me tomó del brazo y me obligó a que me girara hacia el.
Fue angustia lo que observó en mi rostro. Mis ojos no resistieron más y dejaron a su suerte varias lágrimas, que raudas descendieron como un tropel sobre mis mejillas. El hombre me hablaba, pero bajé la vista hacia el suelo.
Me llevó hasta mi habitación y agradecí interiormente que al entrar, cerrara la puerta a nuestras espaldas. Me sentó en la cama y acercó una silla. Seguramente me hablaba, porque con cierto recelo levantó mi mentón para que mis ojos posaran su vista en el.
Veía sus labios desplegarse en movimientos familiares, permitiendo que el sonido se formara como por arte de magia. Pero el truco me había sido vetado, desconocía la clave para descifrar tal maravilla. Aquello que era tan natural, ahora me distanciaba de todos, me había convertido en un horrendo despojo de inutilidad, que a partir de entonces vería destrozado todos sus sueños. Lloré con mayor intensidad.
Vio mi angustia pero no la comprendía. Seguía hablándome. Con temor, levanté mis manos y las llevé a mis oídos. Con ellas, los tapé y con un movimiento de lado a lado con la cabeza, dije el resto.
El doctor quedó callado. Esta vez creí entender lo que sus labios decían: ¿No oyes?
No oyes. Dos palabras que me sentenciaban. Eso había preguntado el doctor y la respuesta era afirmativa. No oía. Le hice un gesto de esperar, me puse de pie enjugándome las lágrimas y me dirigí al cajón inferior, donde guardaba mis pantalones. Debajo de la ropa había un sobre marrón.
Lo saqué con culpa y se lo entregué. Eran mis estudios previos, de dos años hasta la fecha. Era el paso a paso de mi enfermedad, el presagio de esta sordera que nunca imaginé, llegaría. Me senté a observar con más angustia que antes, el semblante del hombre al pasar minuciosamente las hojas de los informes, ver las placas radiográficas y asentir con pesadez ante las conclusiones que ya había leído mil veces.
Esos diez minutos fueron eternos. Como la lectura de un veredicto de un juez. Y el acusado, el que estaba en el banquillo, era mi futuro. El doctor, finalmente, apoyó las hojas sobre su regazo.
Me miró con firmeza, pero tuvo el tino de no hablarme. Dio vuelta una de las hojas y dejó la cara en blanco hacia arriba. Sacó una pluma de su bolsillo y escribió algo que luego me mostró:
-    ¿Por qué no recurriste antes a mi oficina? ¿Tenías miedo que te apartara del equipo?
Dejé correr una lágrima. No tuve necesidad de expresar nada más. Lo entendió. Escribió otra cosa:
-    Debo hablar con el entrenador, debe saberlo. El partido es en dos horas.
La desesperación se apoderó de mi y el lo comprendió.
-    Debo decirle – escribió.
Le imploré como podía que no. No sabía como hacerlo, así que me arrojé a sus piernas y las abracé, como si fuera mi madre y tuviera cinco años. Era la misma sensación, de pedirle perdón y una nueva oportunidad. El hombre me sujetó de los hombros. Vi en sus ojos que estaba conmovido. Quizá mis lágrimas, mis deseos de jugar, mi futuro tan incierto, lograron convencerlo. Quizá algo de todo. Quizá nada de eso.
Me pidió que lo esperara. Volvió a los pocos minutos, escribiendo en una hoja apoyada ahora sobra una carpeta.
-    Le he dicho al entrenador que estás con unos pequeños problemas estomacales, pero nada que impida que juegues. Por favor, acompáñame ahora. Estaré cerca en todo momento y veré como hacer para que nadie se entere de tu situación. Pero sabes que luego del partido, deberé informarlo.
Asentí con ganas. Por primera vez en el día, la esperanza me abrigaba como una tibia manta en un crudo invierno.
El doctor me acompañó al vestuario y a lo lejos me hacía señas comprensibles, para que asintiera en tal o cual situación. Es que me hablaban, me preguntaban si estaba bien y necesitaba el pie para contestar. Actué un poco, para que me creyeran tan concentrado en el partido que no escuchaba a nadie. La verdad era otra. Realmente, no escuchaba a nadie.
La salida al campo de juego fue atípica para mis sentidos. Todo el colorido sin sonido, la algarabía silenciosa. Mis compañeros me palmeaban la espalda y arengaban, pero solo veía el movimiento de sus labios.
Unos contrincantes se acercaron, pero los evité, por no saber que sucedería. No podía arriesgarme. Cuando empezó el partido, me sentí perdido. No escuché el silbato del árbitro. Me di cuenta que estaba en marcha porque mis compañeros comenzaron a moverse. Comprendí que si alguien me pedía apoyo, no lo escucharía. Por un momento pensé en abandonar. Pero me era imposible. Era el cotejo más importante de mi vida, la gran final.
Las gradas colmadas parecían olas de un mar lejano, cuyo sonido me era imposible descifrar. Pero me alentaba ese movimiento hipnótico, casi afrodisíaco que solo la pasión puede despertar.
Cometí un par de errores, por no escuchar al árbitro. Pero fui disimulando bien. El técnico batía sus palmas con fuerza cuando le pasaba cerca, como si me pidiera mayor esfuerzo o quizá, mayor concentración.
Así transcurrió el partido sin que pudiéramos sacarnos diferencias. Sobre el final tuve la oportunidad soñada, la que imaginé desde pequeño, jugando en el colegio o en las calles de mi barrio junto a los amigos de la infancia. Esa jugada que está más allá del bien y el mal, que es la gloria misma, que solo se les permite a los que harán historia como santos o demonios y cuya suerte queda echada por ese momento, crucial, único, definitorio. El silencio era mi reino y también mi salvación. No sentí la presión, no escuché los gritos. Avancé y ejecuté, sabiendo que era mi última ocasión para llegar al sueño, ya que después, vendría la nada.
Vi moverse la red, sentí el suelo temblar bajo mis pies y de pronto mis compañeros se arrojaron sobre mi. Lo viví en total silencio, soltando el llanto contenido, la angustia de las últimas horas.
Me arrojé exhausto al suelo, sin poder detener las lágrimas. Me ayudaron a levantarme, casi me empujaron hasta mi campo de juego. El final llegó segundos después. Y más abrazos, más rostros felices, más lágrimas. Una fiesta silenciosa, en la que disfruté sin gritos.
Almamonte me abrazó y lloró conmigo.
Una hora más tarde, el plantel sabía mi verdad.
Hace dos meses que estoy haciéndome estudios continuos. Pero parece que no hay forma de revertir la enfermedad. La infección me dejó sordo, de los dos oídos. Practico a diario y logro entenderme muy bien con mis compañeros, que día a día me están enseñando una lección de vida. Mis miedos, ya no existen.
El vacío que dejó la ausencia de voces, lo colmo con el afecto de todos y el amor por el deporte. La nada al final nunca llegó. En su lugar lo hizo la esperanza y el cariño. Hoy soy más deportista que antes. Ahora comprendo que los sueños nunca terminan. Siempre hay algo más por lo que luchar.

23 de noviembre de 2011

Matriz del miedo

Andrea despertó angustiada en medio de la noche. Miró la hora en el despertador, solitario testigo de la penumbra sobre la mesa de luz. Su corazón se estrujó como un trapo viejo; eran más de las cuatro. No había escuchado la puerta de calle, ni los pasos en el pasillo. No los había escuchado porque nunca se habían producido.
Se levantó y rauda, sin preocuparse por vestirse, corrió hasta la habitación de su hija. Alicia no estaba, aún no había vuelto. La cama impoluta, sin desarmar, la almohada en su lugar, transmitían un mensaje difícil de digerir. De pronto tuvo la sensación de saberlo todo, por el simple hecho de ser madre. Y ese conocimiento, ese presagio, caló en sus huesos.
Intentó sin embargo contener la respiración. Encendió las luces de la cocina y volvió a chequear la hora, esta vez en el reloj de pared. Habían acordado que a las tres y media, a más tardar, estaría de regreso en casa. Alicia no era de retrasarse. Jamás lo había hecho. Una chiquilla de quince, pero responsable, solía pensar de su hija.
El teléfono celular estaba sobre la mesa, cargándose. Lo tomó y llamó al número de su hija. La línea llamó varios segundos y luego escuchó la voz de su niña, pidiendo que dejaran un mensaje, riendo en medio de la grabación.
Se mordió los labios. Podía ser que no alcanzara a buscarlo en la cartera. Pero sabía que no era así. Tenía un presentimiento, tan fuerte como el lazo que las unía. Tragó saliva y marcó otra vez. Escuchó con enorme dolor el sonar en vano del teléfono. Dejó el teléfono sobre la mesa.
Estaba nerviosa, impaciente, con ganas de llorar. Sentía que le faltaba el aire. El terror la envolvía de pies a cabeza. Un fino sudor recubría su piel. Su hija, su pequeña hija. Miró la hora otra vez y pensó que el mundo se le venía abajo. Se sujetó a la mesa y contuvo las naúseas.
Había monstruos horribles en su mente. De enormes y afiladas garras. Veía fantasmas riendo con ganas, sombras escapando hacia los rincones. Abrió los ojos. Se aferró a la luz de la habitación. Sus miedos cobraban formas sobrenaturales, pero no se asemejaban al más temible, el único que realmente la agobiaba, que, carente siquiera de un atisbo de fantasía, asustaba como ningún otro y era, el destino de su hija.
Volvió a buscar el celular, mientras contenía algunas lágrimas. Marcó el número de su ex esposo. Esta vez atendieron. No él, sino la otra, como ella le decía. La otra tardó en darse cuenta quién llamaba tan tarde, pero ante la desesperación en la voz, no dudó en despertar al padre de Alicia y alcanzarle el teléfono.
Roberto se mostró preocupado, como toda persona al que despiertan de madrugada. Andrea intentó hilvanar con coherencia sus terrores y hacérselos saber. Qué Alicia no se quedaría más tarde de lo permitido, que habría llamado, que nunca había pasado... pero el relato se vio interrumpido. Roberto le pedía calma, pero ella no podía detener el llanto.
Le pidió tranquilidad, que no se preocupara. Alicia era una niña y como tal no siempre tienen en cuenta lo que uno sufre, así que con seguridad estaba bien, pasándola bien y sin pensar en la hora. Ella retrucó sobre las llamadas que no atendió pero él adujo el ruido, la música, la cartera en otra parte. El le dijo que se acostara, que en cualquier momento llegaría. Que probara de llamar si quería, a una amiga, pero ateniéndose a las posteriores quejas de Alicia.
La llamada fue casi una discusión, como los últimos años antes de la separación. Lo marchito no suele volver a florecer y como cuando escapa la primavera, los colores se añejan, se opacan, pierden el sentido. Quedó con el teléfono en la mano, observando la pantalla, queriendo ordenar las ideas.
Quiso imaginar a Alicia subiendo las escaleras del frente de su casa, aprestándose a sacar las llaves de la cartera. Hasta pensaba que en cualquier segundo escucharía ese tintinear del metal, ese sonido que le devolvería la vida. Lo pensaba, pero no lo creía. Como tampoco podía imaginarla tal cual era. El rostro de su pequeña se desdibujaba entre manchas oscuras y sangrientas, los ojos verdes, siempre dulces, aparecían desorbitados, y sus facciones de muñeca de mamá dejaban escapar muecas de dolor y tristeza.
Incluso, se colaban gritos, un pedido clamoroso de auxilio no correspondido. Y el llanto, ese que tantas veces había escuchado, a veces con ternura, al ver a su hija con las rodillas raspadas tras caerse del triciclo, o cuando quería, sin éxito, trepar al viejo árbol del patio. El mismo que solía aparecer las noches antes de los exámenes en el colegio, cuando las fórmulas matemáticas no salían. El llanto de Alicia, a veces tan inocente, era ahora un horroroso alarido en la oscuridad de sus cavilaciones. Y sucumbía en las fauces de la noche trémula, que se agitaba como un mar voraz, esperando siempre por sus incautas víctimas.
Iba a llamar otra vez cuando el timbre de su casa la sobresaltó. Se le cayó el teléfono al suelo y la diminuta pantalla se quebró en dos. Pero no se percató de aquello. Se puso de pie de inmediato y corrió a la puerta. El timbre otra vez. Iba lo más rápido que podía, empujando sus piernas hacia delante.
¡Alicia!¡Alicia! gritó como poseída llegando a la puerta. El nombre parecía una puñalada en la oscuridad, un deseo que se esforzaba por ser verdad. Alicia, repitió, casi sin fuerzas al mismo tiempo que le abría las puertas al dolor.
Las dos figuras estaban allí. Hombres de trajes azules y miradas al piso. Personas a las que vería esa única vez, con el patrullero de fondo, repartiendo por doquier la falsa modestia de sus luces refulgentes. Seres que solo le asestarían un puñal en el corazón y se marcharían en el mismo anoninato con el que llegaron.
Le preguntaron el nombre, le mostraron la foto, le dieron la noticia. Pero ella ya no estaba allí. Apenas si era un fantasma, un espíritu devorado por los monstruos que bullían en su interior. Destrozada por esas garras descomunales, afiladas y mortales, dejó que sus piernas flaquearan, que el frío suelo golpeara con violencia sus rodillas; que la gélida noche se apoderara de su cuerpo, de sus entrañas mismas.
Lo sabía desde que la angustia la sorprendió en la cama, desde el momento en que sintió que el lazo no existía más. Ese vacío que solo una madre al borde de la locura puede explicar. Porque más allá de las refutaciones y falsas esperanzas, ella, ellas, sabrán la verdad, porque ningún miedo es mayor a ese, vestido de muerte y realidad.

20 de noviembre de 2011

Con el sello de la venganza

El café a punto, humeante, con dos de azúcar. La cuchara lo revuelve, gira y luego se deja caer sobre el plato.
El pocillo va a la boca, con lentitud, para apreciar el humo que se eleva y confunde con el aire, perdiéndose fuera de la vista.
Los ojos, en cambio, se concentran en el ventanal, ese que con letras fileteadas anuncian el título del comercio. Del otro lado, el gran edificio recibe los rayos del sol con fuerza, sin ningún tipo de presagio nefasto que lo alarme.
Las puertas de aquel lugar, enormes, de madera, están cerradas, no obstante, observa como de a poco comienzan a llegar los invitados a la fiesta. Ingresan por una entrada lateral, ajenos del futuro.
Bebe el café caliente, de a poco, saboreándolo con el paladar, degustando el exquisito aroma que se desprende cual fantasma travieso. El sonido del pocillo al rozar la tasa es un placer más en aquella tarde soleada.
Afuera, el tránsito es escaso y las veredas están exentas de peatones. La siesta aún triunfa en aquellas horas del día. Acompaña, de momento, el silencio de las calles, la tranquilidad de la brisa, la piedad de las aves.
Se conoce cada escena de la secuencia, casi de memoria. Ha estado observando el mismo espectáculo día a día, durante un mes. Cada pieza en su lugar, cada engranaje donde debe ir.
Recuerda el primer día, la ira contenida. Hoy le sabe a inexperiencia. Pero lo comprende. La mañana anterior había recibido el sobre, en realidad, había encontrado el sobre en la puerta de su casa. El esperado envío de la editorial, la prueba de fuego de su libro.
Se apuró en recogerlo del suelo y con solo levantarlo, la liviandad de aquello le hizo dar un vuelco al corazón. El sobre era solo sobre. Estaba vacío. Con terror observó como uno de los lados estaba abierto.
Corrió hasta el correo, angustiado, al borde de un colapso. Lo atendieron de mala gana y se ofendieron de la acusación: “Acá nadie abre los sobres ni se roba nada”: Quiso hablar pero balbuceó y en una contienda verbal, aquello es lo mismo que bajar la guardia.
Les quería decir que no era la primera vez, que un mes atrás se había perdido el envío de diez revistas que le mandaron desde Córdoba, por una colaboración; que antes, no le había llegado una antología en la que había salido un cuento suyo; que anterior a ello, había reclamado dos semanas por cinco ejemplares de una revista uruguaya; y que el año anterior, le habían mandado dos libros y folletería y solo había recibido la follet... pero balbuceó y le cerraron la ventanilla en la cara.
Volvió con la cabeza gacha a su casa, aún sin poder pronunciar palabra alguna. Pero no fue necesario. Subió hasta su ático y desempolvó viejos libros de su padre. Allí estaba la respuesta, la primera pieza del gran engranaje.
El café estaba perfecto. El día también. Miró el reloj de pared y contó en voz baja junto al segundero, aquel tramo final entre el pasado y el presente. La brecha entre la injusticia y la justicia. Entre el silencio y la...
La ventanas tintinearon al mismo tiempo que el estruendo movió los cimientos del bar. Los vidrios cayeron hechos añicos al segundo siguiente, mientras que una bola de humo y miles de escombros volando, protagonizaban una escena de película en la calle de enfrente.
… explosión.
El mozo se arrojó debajo de una mesa, dejando caer la bandeja en la que transportaba tazas limpias. En la calle, el humo se expandía, pero dejaba ver ahora a través de su cuerpo imperfecto y algo estaba faltando en la escena cotidiana. Nada menos que el viejo edificio de enorme puerta de madera.
Las primeras sirenas se escucharon muy a lo lejos, como provenientes de otra galaxia. Aún no había llegado nadie, la ciudad apenas si estaba despertando. El mozo salió de su escondite y tomándose la cabeza, salió a la vereda.
El hombre terminó su café, nunca tan sabroso. Dejó el dinero sobre el platito, aprisionado por el pocillo. Incluía la propina.
Se alejó caminando entre la humareda, esquivando los escombros arrojados por la venganza. Notó que recién comenzaban a acercarse los primeros curiosos.
Era una tarde espléndida.

17 de noviembre de 2011

Otros tiempos

En otros tiempos la soledad era una cuestión geográfica, de dificultades a la hora de movilizarse. La pertenencia a un lugar, en ocasiones, sucedía a la fuerza. Pero el mundo ha evolucionado. Hoy nadie pertenece a ninguna parte y la soledad es un capricho de quiénes desean estar solos.
Alumbrado por la frágil lámpara del escritorio, Sergio se entregaba a la compañía de sus amistades. Quién diría que aquel pequeño departamento cobijaba más de cien personas. Claro que ninguna ocupaba un lugar físico. No era necesario visitar a alguien para estar cerca, aquello era cosa del pasado. Una computadora, una conexión a internet y el planeta se inclinaba en señal de respeto. El mundo venía a uno, con un solo click.
La noche transgredía la armonía rutinaria de la realidad que asomaba por la ventana, casi como un objeto más, indiferente. A un lado del ordenador, un televisor de alta resolución transmitía noticias como un loro parlanchín, al ritmo de la frenética exposición de imágenes que se sucedían una tras otra, en un collage de sangre, hambre y muerte.
Sergio miraba de reojo, muy de vez en cuando. Pero aquella pantalla le traía lo que se perdía, por quedarse allí, delante de la pc. El teléfono celular ahora descansaba al lado del teclado, pero solía vibrar con urgencia bastante a menudo. Las voces familiares viajaban por redes invisibles de boca a oído y viceversa, no importara dónde ni cuando.
Aquello era una central de operaciones moderna. No se gestaba ninguna guerra, sino lazos de amistad por todas partes. En un segundo, a cada instante, casi por arte de magia. Ni fronteras ni distancias. El chat, la cámara, los correos electrónicos y los mensajes, yendo y viniendo, como un proceso natural en la evolución del hombre, de la tecnología fruto de su creación.
De pronto, Guadalupe dejó de responder. El le escribía, pero no había contestación. Le resultó extraño. Le preguntó a otro amigo si tenía problemas con el chat, pero tampoco contestó. Algo había pasado. Quiso abrir una página y la fatídica leyenda se hizo presente: no se podía encontrar la página. El temor de los temores, la pesadilla. Se había cortado el servicio de internet.
Buscó el router, ese aparatito ignorado, escondido lejos de la vista, del que dependía su mundo. Lo apagó y encendió. Nada. La absoluta nada. Sintió un vuelco en la zona del abdomen, una señal de malestar.
No podía estar ocurriendo. Desconectó todo. Muchas veces le habían dicho que apagando y prendiendo se solucionaban la mayoría de los problemas. Encendió, esperando el milagro.
Escuchó el ruido del disco rígido mientras el nerviosismo palpitaba en sus sienes. Pero el sonido cesó. La pantalla permaneció en negro y el fantasma del olor a quemado envolvió la sala. Corrió a desenchufar los cables pero ya era tarde. La fuente de energía había dicho basta.
Se tomó la cabeza con ambas manos, impotente. Aquello era un puñal en el corazón. Necesitaba ya mismo un delivery, alguien que conociera la ciudad y fuera en busca de un reemplazo. Se apresuró a tomar el celular, las manos le temblaban. Fue muy torpe. El pequeño aparato resbaló de su mano y cayó con fuerza al suelo. Provocó un sonido desgarrador. Una parte salió disparada debajo de la mesa y otra quedó girando sobre si misma, delante de sus ojos.
Aguardó a que ese incesante movimiento terminara, y fue como una última exhalación. Se agachó con angustia para comprobar que su celular ya no servía. Estaba hecho añicos. Pensó en Guadalupe, en sus amigos, en la preocupación que tendrían ante la inesperada desaparición. Se apoyó en la mesa, apesadumbrado. No vio el televisor y su codo lo golpeó. Cayó pesadamente, con un estruendo como corolario.
El pánico lo asaltó. Estaba solo en la habitación, rodeado de los restos de su tecnología. Era una zona de desastre. Contenía las lágrimas, por la incomprensión misma. No tenía a nadie a quién acudir, no tenía forma alguna de contacto. Por primera vez, se sentía en soledad.
Atisbó a mirar la puerta. Pero no se animaba a salir. ¿Quiénes vivirían en ese mismo piso? ¿Quiénes serían sus vecinos? ¿Abrirían la puerta para dejarlo hacer una llamada? Las dudas lo asaltaban, pero también el terror. Salir fuera de aquel lugar era una idea en la que no pensaba desde hacía tiempo. Pero debía hacerlo, respirar hondo y tener el coraje...
Tomó la decisión en un cerrar y abrir de ojos, mientras la luna engalanaba a sus espaldas el marco oscuro de la noche. Corrió a la puerta y se topó con ella. Rebotó como un saco de huesos y quedó tendido en el suelo. El picaporte no se había abierto cuando tiró de el. Lo recordó. Se activaba con una clave. La había colocado por seguridad, para que nadie lo perturbara.
Pero no la sabía. No la tenía en su mente. Para qué, había pensado en su momento. La guardaba en su correo electrónico y una copia en su celular. Se puso de pie, dolorido.
Golpeó con sus manos la puerta, esperando que alguien lo oyera. Golpeó y golpeó. Pero nadie lo escuchó. Estaban todos en sus departamentos, junto a cientos de amigos, viviendo sus vidas, sin importar el mundo, las distancias, las barreras.

14 de noviembre de 2011

Hasta el domingo que viene

Son traicioneros los recuerdos, sobre todo aquellos que vienen desde hace mucho tiempo, de cuando uno es niño, vislumbrando las imágenes veladas por cierto matiz sepia, como provenientes de otra vida casi inalcanzable.
Con los años, uno intenta darle un marco, un contexto, ubicar esas imágenes sueltas en un ámbito más grande, que entonces era ignorado y que luego se instala naturalmente, como todas las cosas que llegan en su debido momento.
De pequeño, cada domingo íbamos con papá a la cancha del pueblo. Era el día sagrado, que comenzaba bien temprano, con mis quejas para evitar la misa, la obligación inevitable a la que asistía llevado a los empujones por mamá y el regreso por las veredas repletas de árboles y sombra, ahora contento, porque por delante solo quedaban horas para disfrutar.
El pollo a la parrilla, que se degustaba en un santiamén, el postre y esa sobremesa tan amena, a la que se sumaban dos tíos que vivían cerca y llegaban para el café con sus novias.
Cuando mamá comenzaba a levantar los platos sucios, con papá nos poníamos en marcha. Ropa para ir a la cancha, la bandera del club y unas monedas para comprar golosinas a la pasada.
En las calles los rostros habituales, seguidores del equipo, también emprendían el religioso andar hacia el otro lado de la ruta, donde estaba el predio con el campo de juego y las tribunas de madera.
No importaba cómo íbamos en la tabla de la liga, estábamos ahí para apoyar. El club llevaba el nombre del pueblo y eso lo hacía una razón más que obvia para dedicarle la tarde y todo nuestro entusiasmo.
La imagen, en realidad, comienza ahí, en la tribuna. Por alguna razón, me llamaba la atención la presencia de gente mayor en los partidos. Mientras el resto de los presentes saltaban, gritaban, alentaban, esas personas que para mi eran todos abuelos, disfrutaban de otra manera, casi en silencio, con la mirada siempre atenta al partido pensando vaya a saber en que cosas del pasado.
Don Galván, que los días de la semana era común verlo en su taller de calzados, se sentaba en dirección a la línea media de la cancha. Era sin dudas el mejor lugar para ver un partido. Nosotros buscábamos también una ubicación cercana a esa posición. Por lo que era habitual cruzarnos en la tribuna.
Llegaba temprano. Creo, sin temor a equivocarme, que miraba completo el partido de reserva. Se sentaba en el tablón de madera, radio portátil en la mano (que cuando el griterío arreciaba, acercaba al oído), sacando los ojos de la cancha solo en ocasión de saludar a conocidos que pasaban a su lado.
Cuando terminaba el partido y mientras nosotros nos quedábamos en las gradas, porque papá compartía inquietudes (cuando no, críticas) con otros vecinos, era común verlo descender con sumo cuidado tablón por tablón, temiendo en mi caso por su salud, porque su cuerpo se veía tan frágil que en mi joven imaginación, una brisa podía sacarlo volando fuera de la cancha.
Al caer la noche, papá me hacía otra invitación Ya relajado de la tarde repleta de algarabía, bañado y limpio por orden de mamá y la ya sabida frase “mañana tenés escuela”, era momento de ir a la rotisería para encargar una pizza o empanadas, que eran la especialidad de doña Paula, la dueña del lugar.
La rotisería funcionaba en un local frente a la cancha, pero de este lado de la ruta. Antes había sido un bar, durante muchos años. Y quizá por eso, es que aún conservaba la barra antigua y las mesas, donde la gente mayor continuaba yendo a tomar algo o jugar algunas partidas al truco.
Mientras aguardábamos que se hiciera la pizza o nos calentaran las empanadas, papá se acercaba al televisor y se quedaba mirando lo que estuviese puesto, que con seguridad era un partido de fútbol.
En cambio, yo me entretenía mirando una mesa sobre la pared opuesta, en la que veía al viejo Galván y otros hombres mayores, charlando con efusividad, riendo otras veces, mientras los vasos de vinos apoyados sobre la mesa iban y venían de la madera a la boca, en un viaje incesante, repleto de misterio para mis escasos años de vida.
No se si alguna vez repararon en mi o si acaso sabían quién era. Lo cierto es que a lo largo de lo años intenté recrear esas imágenes sueltas que me llegaban como fragmentos de una vida anterior, hasta finalmente poder armar el rompecabezas y tener la posibilidad de compartir este recuerdo en forma completa.
Claro que ello me llevó a otra cosa, aún más compleja. Imaginarme la otra parte de la historia y vaya uno a saber la razón (porque la sola idea de por si me parecía extraña), lo hice.
Intenté con la mente hacer el recorrido de don Galván, desde que bajaba esos tablones hasta esa mesa en lo de doña Paula, donde a diferencia de la cancha, se lo veía tan exultante y agradable, como si en la cancha le hubiesen robado algo y en el bar, se lo hubiesen devuelto.
Me lo hice caminando con paso lento hasta el borde de la ruta, aún con la radio encendida, seguramente escuchando un partido de AFA o los comentarios de la jornada, ya finalizada. Su andar lento lo obligaba a esperar hasta que no vinieran coches en ninguna de las manos. Una vez del otro lado,  subía a la vereda y caminaba bajo los árboles, donde el trino de las aves ofrecía una sinfonía que invitaba a sentirse bien.
Llegaba a su casa, donde Tita su mujer, la modista del pueblo, lo esperaba con el mate recién hecho. Compartían aquellos amargos con la mansedad de los años, la tranquilidad de tenerse el uno al otro, el cariño que no se dice pero se siente. La tarde caía de pronto y sin apuro, ponían la mesa, preparaban la comida y se sentaban en silencio, a disfrutar del rejunte del mediodía.
Entonces don Galván, al terminar de comer, se ponía de pie, se acercaba a Tita y le daba un beso a la mejilla, al tiempo que le anunciaba: “Me voy un rato al bar”. Tita asentía con naturalidad, mientras se aprestaba a recoger la mesa.
Si hacia frío, se ponía una campera liviana. Si el clima era agradable, salía como estaba. Llegaba al bar, que ahora atendía la hija del cordobés que supo ser dueño del lugar, y buscaba su mesa habitual. Ya no era un bar, estaban dedicados más a las comidas que a otra cosa. Pero ni a él, ni a sus conocidos de siempre, aquello le resultaba un impedimento. Tenían su mesa, sus vasos de vino y mucho para hablar.
Como no podía ser de otra manera, se empezaba hablando de fútbol, del partido del club, de lo que había pasado en el ámbito nacional, para luego meterse en anécdotas de otros tiempos, en recordar a jugadores que aún jugaban en sus retinas como si fuera hoy, lo que les traía nostalgias, pero también alegrías, como así discusiones, pero en todo momento amistosas.
Y así transcurría la maravillosa noche de domingo, hasta que alguno se daba cuenta de la hora y comenzaba a despedirse. Tras eso, la mesa no duraba mucho tiempo más. El adiós, la promesa de repetir la charla en una semana y “chau, hasta el domingo que viene”. Luego a cada uno le llegaría el lunes, la rutina, el trajín, la casa, ir al médico, pagar los impuestos, hacer los mandados. La vida. Esa que solo se detenía durante un par de horas en aquella mesa del bar frente a la cancha, los domingos por la noche.
Cuando me fui a estudiar a la ciudad, dejé de pesar en el viejo Galván. Supe años después que le había tocado la hora. Supuse que todos aquellos que dejábamos de ver, corrían la misma suerte, con la diferencia que a unos, más que a otros, extrañaríamos en algún momento.
Me recibí de médico en ocho años. Un logro, verdaderamente. Tuve la chance de quedarme en la ciudad, pero no quise. No solo porque había terminado con un noviazgo de tres años, sino porque añoraba mi pueblo, sus calles, sus aromas, los domingos en la cancha, mis amigos, mis viejos. Así que volví y vaya el destino, me enamoré de una chica, Noemí, que resultó ser nieta de Galván.
De todas maneras, hasta ahora nunca le dije de mi sana obsesión con su abuelo, quizá por temor a que no comprenda todos los misterios que significaron en su momento para mi aquellas postales, la de verlo con radio pegada al oído, luego verlo cada domingo charlando con sus amigos en la mesa del bar, degustando un vaso de vino. Entonces, aquel era un mundo de gente grande, tan ajeno a uno, que cada matiz era como una pincelada de curiosidad en mi mente.
A Tita la he conocido, pero dudo que su carácter sea el mismo. La noto triste, como buscando a su esposo en cada oración que pronuncia, en cada rincón de su hogar. Creo que en ocasiones, cuando uno se va, se lleva parte del otro, sin que este se de cuenta.
Hoy Noemí me ha pedido que compre empanadas en lo de doña Paula. Está muy avejentada, pero sigue preparando manjares. Es domingo y me ha sorprendido, al entrar, encontrar el lugar vacío. Pero lo que más me abrumó, al poner un pie en el local, tras varios años de no hacerlo, es que todo está tal cual lo recuerdo. Solo el televisor es más moderno y por supuesto, las botellas detrás de la barra no son las mismas.
Le pregunté a doña Paula cuánto iba a demorar y si podía aprovechar esos minutos en tomarme un vaso de vino en una de las mesas. No se cuál fue la razón, ni espero comprenderla algún día, pero me dirigí a la mesa donde solía ver a Galván y los otros hombres mayores. La mujer me trajo el vino y una servilleta.
Me quedé mirando el vaso, como hipnotizado. Ni siquiera me gustaba demasiado el alcohol. Noté que le faltaba algo al cuadro. Estiré un brazo y de otra mesa tomé el cenicero. Ahora si. Estaba completo.
Entonces, una silla a mi lado se hizo hacia atrás y apareció Galván para tomar asiento. Las otras sillas también chirriaron contra el piso al moverse. Habían llegado los demás. Nos saludamos, se saludaron y con un simple movimiento de cabeza, uno de ellos llamó a doña Paula. Llegó a la mesa rejuvenecida, con una bandeja con cuatro vasos con vino. Los sirvió con una sonrisa, mientras los hombres le decían piropos sanos e inofensivos.
Galván dijo que el partido le había parecido aburridísimo. Yo, que había estado en la cancha, asentí con vehemencia. Los demás opinaron lo mismo y le echaron la culpa al técnico, que mandó al equipo a defender. No me pareció bien que toda la cruz recayera sobre el técnico y lo hice saber. Galván preguntó entonces quién era el responsable y salió hablando de un jugador que cincuenta años atrás había sido jugador y entrenador al mismo tiempo.
El diálogo fue fluyendo por el tiempo, mechándose de diversas anécdotas, mientras nuestros vasos nos entregaban el reconfortante líquido, que nos embellecía el espíritu.
A los otros dos que ingresaron, no los vi hasta que estuvieron en la barra. Primero no los reconocí. Solo cuando el chiquillo giró hacia la mesa, comprendí que aquel era mi padre y el pequeño, era yo. En ese momento un fragmento sepia se coló en mi retina, un recuerdo olvidado, la noche en la que junto a los viejos había un joven que me llevó a preguntar qué hacia allí, quién era, como osaba a romper la armonía de cada domingo. Miré al niño con detenimiento, pero solo un instante, no pude menos que bajar la cabeza.
Me sentí aterrorizado. ¿Qué sucedía realmente? ¿Aquellos eran fantasmas que habían venido a mi mesa o el fantasma era yo, retrocediendo en el tiempo para compartir esa necesidad por la que pugnaba mi alma, de reconstruir un ayer misterioso y a la vez atractivo, que por años carcomiera mi cabeza...?
Una mano suave me sacó del ensueño. La voz de Noemí llegó a mis oídos, tan repentinamente que me sobresaltó: “Norberto, ¿estás bien? Salí a buscarte, me tenías preocupada”.
Mis ojos fueron a la mesa, donde solo un vaso a medio tomar y un cenicero, ocupaban su superficie. Las sillas estaban vacías y los demás vasos habían desaparecido. En la barra no había nadie, tan solo, del otro lado, doña Paula otra vez avejentada.
Volví la mirada a Noemí, tan dulce y hermosa. No sabía que decirle, ni tan poco podía confesarle. No se que pensaría de mi. Me excusé, de manera simple: “Disculpame amor, se me fue el tiempo de la cabeza”.Fuimos hasta la barra, pagué las empanadas y tomados de la mano, salimos. Pero en un acto natural, casi sin pensarlo, antes de cerrar la puerta, la miré a doña Paula y a la distancia le grité: “Chau, hasta el domingo que viene”.

11 de noviembre de 2011

Las seis rayas

La vieja leyenda era profética, pero como tal, desestimada, olvidada en los anaqueles de la biblioteca, donde los libros reposaban para la eternidad, sumando una capa de polvo tras otro.
El pueblo, otrora gran punto de referencia entre los bosques de la zona, estaba abandonado a su suerte, como cruel broma del destino, que osó llevar los nuevos y veloces caminos más hacia al este, sumiendo a los pobladores en un aislamiento geográfico que pronto degeneró en algo peor: quedarse en el tiempo, ajeno a los progresos.
En aquel estancamiento, perecieron también las posibilidades de dejar atrás los fantasmas que todo lugar posee, como herencia del tiempo, las maldades de la gente y el demonio mismo. En cada cimiento y en cada persona, habitaba un recuerdo, una historia, un legado del pasado devenido en una bruma que envolvía el alma y la materia.
En cualquier latitud, un paraje de esa índole sería considerado un pueblo maldito. Sin embargo, allí, dónde ningún camino llegaba, el sitio era tierra del olvido, que no podía espantar a nadie, pues todos los que en sus tierras nacían y perecían, formaban parte del mismo círculo.
Y debido a que las fechas habían perdido importancia, el tiempo se detuvo. Proseguía, claro que si, en la sucesión diaria de amaneceres y atardeceres, y los contrapuntos del día y la noche, pero nadie llevaba la cuenta, a nadie le importaba.
Incluso el lenguaje era algo trivial, empleado con justeza y cuando la necesidad era mayor y la circunstancia así lo requería. Los gestos lo eran todo. Se aprendía a leer, por una cuestión de inercia. Aún, los viejos volúmenes de cientos de páginas almacenados en las viviendas o la biblioteca misma, motivaban la curiosidad de ser leídos.
Las sociedades modernas huirían despavoridas con tan solo ver las costumbres de aquel lugar, o sus vestimentas. Ellos cultivaban su tierra y producían sus alimentos. No necesitaban a nadie más, aunque estaban tan alejados de todos, que era probable que también hubiesen olvidado la existencia de otros seres humanos.
Incluso los animales eran proclives a evitar aquel sitio. Y fuera de allí, las referencias sobre ese pueblo perdido eran muy vagas. Mientras algunos ponían énfasis en la existencia del mismo como una mera leyenda, otros decían aseverar donde estaba emplazado pero enumeraban los peligros que podían existir para llegar o para sobrevivir al mismo.
Y por esa razón, ante la inexistente comunicación entre aquel lugar enigmático relegado por la historia y los avatares del destino, y el resto de la humanidad, atenta a sus propios avances y fracasos, es que nadie pudo evitar lo que estaba dicho de antemano, escrito de puño y letra de un profeta, casi quinientos siglos atrás.
Mientras aquellas hojas marchitas y amarillentas se cubrían de telarañas y en su interior escondían recelosa la historia ya escrita, con tinta de sangre, en una de las últimas casillas del pueblo nacía un niño, robusto, de buen peso, del que sus padres esperaban lo mismo que para sus hermanos: buenas piernas, buenos brazos y trabajo continuo en el labrado de la tierra.
Y en tanto ese alumbramiento no alegraba a nadie, en la ciudad próxima más importante, una pareja primeriza celebraba entre abrazos el momento cumbre de aquella relación, que había acontecido segundos antes y cuyo fruto se mecía ahora en los brazos de su madre. Un niño hermoso, de rasgos fuertes, como sus abuelos, y el mentón de papá, según mamá.
Un oceáno de por medio, al mismo tiempo, el ciclo alcanzaba su cénit. El niño recién nacido había sido abandonado envuelto en apenas una frazada, que lastimosamente lo cubría de la nieve que el cielo arrojaba con parsimonia sobre las calles.
Algo los unía, además de aquella profecía robada a la memoria y desterrada en un pueblo maldito. Dos rayas en la piel, dos marcas que surcaban verticalmente las espaldas de las criaturas. Dos por cada niño, seis rayas en total.
Estaba escrito que ocurriría y en la fecha prevista, la misma que los niños mostraban ante los ojos atónitos que carecían de las piezas para develar el misterio. Y que no supieran, les aseguro, era mucho mejor.
Todo esto está ocurriendo. Hoy es la fecha, hoy es 11/11/11. El día de las seis rayas. Aquel que fuera profetizado y condenado al olvido, que quizá sobreviva en las maderas de alguna vivienda o memorias de algún habitante de aquel pueblo en medio de la nada, pero que el resto del planeta ignora.
¿Qué dice la leyenda? No lo querrán saber. Les diría que aprovechen sus vidas, tan solo eso. No queda mucho tiempo por delante, pronto el olvido nos envolverá a todos, sin hacer preferencias. Cuando las seis rayas estén juntas, no quedarán ganas ni siquiera de tener esperanza, porque incluso la esperanza, estará maldita.