Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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25 de abril de 2010

Disparos

Se escuchan los tiros; aún hoy a viente años de aquello, se escuchan los tiros.
Sobre todo en las noches de soledad, aletargado en sueños, cuando mis manos no encuentran amparo, ni las lágrimas consuelo. Y a pesar que cierro los ojos, desvío los pensamientos, no puedo lograrlo. La figura oscura, de pie en la puerta, siempre me alcanza.
Y entonces, comienza a disparar.
Me despierto aterrado, sin gritos, porque ya no me quedan de tanto gritar. El silencio es quizá la más aguda respuesta al horror que me carcome, que me destruye como persona. No preciso tocar las sábanas. Se que otra vez están mojadas de orín. Me levanto y enciendo las luces. Como si acaso pudieran protegerme del pasado, como si fueran mágicas y me devolvieran la felicidad.
Las noches se suceden con fatal reiteración, sin faltar nunca a su cita. Por las mañanas camino al trabajo aturdido, falto de sueño y en la oficina me hablan del cansancio, del stress pero nadie entiende, porque a nadie le explico. No hace falta, no necesitan saber. Los terrores son de uno y de nadie más.
Los pies se vuelven de plomo en el camino de regreso, como si no quisieran volver. Los entiendo. A veces me imagino doblando en una esquina desconocida y despertando en una vida distante, con otras preocupaciones, nuevos rostros y un pasado diferente. Pero es como desear estar en Oz o camino a la Torre Oscura a la par de Roland.
Camino mirándome los pies, esperando que milagrosamente le salieran alas y me llevaran volando. Pero nada de eso sucede. Las baldosas se suceden con áspera familiaridad, con sus mismas rajaduras y ausencias, sus desniveles y rayones de tiza. Mi casa se erige como un monstruo delante de mis ojos. Siento que me engulle cuando entro a su interior. Aunque no es la casa, es el ayer.
Me encierro dentro de sus paredes y las sombras hacen su baile diario de formas y fantasmas y mi mente se encarga del resto, trayendo a la fiesta los ruidos y las sensaciones. Me acurruco en un rincón, esperando que los recuerdos no me encuentren. Pero es una batalla perdida, incluso antes de comenzar. La perdí aquella noche. La noche de los disparos.
El reloj de pared, esclavo del tiempo, avanza sin piedad. Una cuchilla redonda con dientes afilados, rebanando todo a su paso. El sueño me vence y a pesar del esfuerzo me rindo. Me entrego a la cama, al pasado. Siento como se trepa por encima del colchón, como sacude mis sábanas y penetra en mi mente, en el límite entre el sueño y la realidad.
Y vuelvo a tener diez años, a estar solo en la misma habitación, a escuchar los pasos, la ventana del dormitorio de mis padres estallar en una sola explosión, los gritos de ellos y luego, inevitable, los disparos. Pum, Pam, Pum. Ecos sordos, que aún retumban mis oídos. Los disparos de cada noche, desde esa noche. Y luego, el silencio sepulcral, el silencio que era un grito de auxilio sin poder pronunciarse. Los pasos, la puerta abriéndose y la figura oscura, imponente, que me mira desde el umbral de mi habitación. Lo miro con ojos asustados, sabiendo que me estaba orinando en ese mismo momento. Lo miro otra vez hoy, a pesar que ya no está. Lo miro en aquel instante, mientras levanta su revólver hacia mi. Lo miro cuando gatilla y luego es solo oscuridad, porque cierro los ojos y me entrego a la muerte. Los disparos resuenan alrededor, uno tras otro. Los siento despedazar la pared, las sábanas, el colchón. Y me quedo quieto, pensando que estoy muerto. Y sin moverme permanezco allí por una eternidad.
Cuando aquellos policías me encuentran, sigo siendo una estatua. Escucho que dicen que estoy vivo, pero no les creo. Hasta el día de hoy sigo sin creerles. Pienso que morí ese día, junto a mis padres, y lo único que sobrevive es el terror y el deseo perverso del destino de querer repetir la escena noche a noche, con el único fin de regodearse con el sufrimiento y la maldad, con la desesperanza y el aturdidor sentimiento que solo conoce aquel que vive en la locura.
Estoy seguro que una noche la figura oscura del ayer se transformará en realidad otra vez, que ese ser atroz volverá a terminar lo que una vez comenzó. Y se muy bien que estaré allí, esperando impávido, silencioso, que termine de una vez su trabajo a medio hacer.

21 de abril de 2010

En la mente de un genio

Edguy Black es un genio. Cada mañana se levanta de la cama con profundas ojeras producto del insomnio recurrente que lo atormenta cada noche y al que combate refugiándose en sus intrincadas ideas.
Casi como un zombie se traslada arrastrando los pies desde la planta alta a la inferior, aferrándose con fuerza a la baranda de la escalera en espiral, temeroso de la altura que lo separa del suelo y de la posibilidad siempre cierta de caerse de cabeza.
En la planta baja lo recibe un enorme vestíbulo, que hacia la derecha lo invita a viajar a su estudio, repleto de libros en cada una de las cuadro paredes, coronado por un estudio de roble en el medio de la habitación, sobre el cual descansan cientos de hojas escritas a mano, la mayoría con borrones y extensas cuentas numéricas.
Pero su primer parada del día no es precisamente su estudio, al cual irá más tarde y no abandonará hasta el atardecer. Se dirige a la cocina, donde con cuidado busca en la heladera la caja de leche y de la alacena el envase de café. Alejándose precavidamente del fuego, enciende la cocina y pone una hornalla al máximo. Coloca la pava con agua y se sienta a esperar en tanto acomoda sobre la mesa su taza, la leche y el café.
El agua hirviendo le devuelve la atención sobre la cocina. Se sirve en la taza y revuelve bien. De a pequeños sorbos se bebe el café con leche, intercalando el líquido caliente que penetra con vigor en su cuerpo con unos bizcochos que uno de sus asistentes dejó el día anterior.
Luego de desayunar, comienza su periplo. Desde que sale de la cocina en dirección al estudio, su mente se pone en otra frecuencia. Entra en órbita, como suelen decirle sus allegados de mayor confianza.
Instalado detrás de su escritorio, retoma los apuntes dejados casi como al azar en un orden inexistente la noche anterior y lapicera en mano comienza a garabatear cifras y fórmulas a gran velocidad, sin perder tiempo en otra cosa o distraerse con algo.
Sus asistentes, que tienen llave de la vivienda, llegan a los pocos minutos y sin molestar ocupan sus lugares habituales en el estudio, metiéndose rápidamente en sus respectivos apuntes prácticamente sin hablar entre ellos.
Así las horas se consumen, entre fórmulas, números y algún que otro cotejo de datos entre planillas y libros dispuestos en las bibliotecas encastradas en las paredes.
Acostumbrados a la brillante mente de Black, sus asistentes no le prestan demasiada atención. El genio no detiene su brazo, que parece una máquina automática de escritura. Las hojas se apilan a su derecha, repletas de anotaciones que luego verán los demás y pasarán en limpio.
Sus ojos se mueven a una velocidad imperceptible y su nariz parece inhalar y exhalar el aire, pero pocos podrían asegurarlo. En su interior, las ideas se agolpan bulliciosamente y debe concentrarse para establecer los criterios de selección y resolver los enigmas que las fórmulas le plantean desde el papel, en base a las hipótesis que quiere demostrar y los resultados que espera alcanzar.
Sus procesos cognitivos son una amalgama de colores, compases armoniosos viajando a velocidades inimaginables, un torrente de pensamientos donde el caos no tiene posibilidad de ser y la razón gobierna a placer, segura de si misma.
Por fuera parece la imagen vívida de un robot que ejecuta movimientos sistemáticos, por dentro es un poeta del conocimiento, un procesador en tiempo real realizando ecuaciones sin detenerse un solo instante. Sin embargo no regala poesías ni versos, no hay rimas ni estrofas.
Esa es su existencia intentando descifrar los misterios de ese universo desconocido que lo rodea, absorbido por la investigación sin descanso, la motivación de lo imposible, de lo nunca alcanzado, pero ajeno sin embargo a lo que sucede en ámbitos más cercanos, a la naturaleza de la vida, a las amistades recíprocas, al caminar por las calles respirando el aire de abril, al beso y al abrazo, al canto y a la risa, al hola y al adiós.
Y las horas se suceden unas a otras, hasta que la noche cae por la ventana, los asistentes se retiran y el sueño da paso al descanso. Su andar lento y cuidadoso lo lleva hasta la cocina, donde sobre la mesa lo espera la comida preparada por su ama de llave. Luego se asea y con cuidado, sube las escaleras. Se deja caer sobre la cama, con la tenue luz de la luna sobre su rostro, penetrando por la ventana. Intenta cerrar los ojos, pero la mente aún sigue acelerada.
Sigue viendo números, ideas, posibilidades. El sueño inicia su batalla habitual, pero consciente que perderá. El insomnio planta su bandera en tanto la noche avanza lenta, constante, silenciosamente.
Edguy Black es un genio, pero quizá no le importe lo que digan de él. Demasiado tiene con ese universo que tanto le fascina descubrir partícula a partícula mediante fórmulas y ecuaciones. Demasiado tiene con esa existencia esclava de su genialidad.

18 de abril de 2010

Vacaciones de mí

El repetir de los días me hacía pensar en tomarme un descanso. En las noches el insomnio desolador me traía ese pensamiento en forma continua. Volvía una y otra vez, como el agua a la playa y en cada viaje que hacía, acercaba sobre la costa más razones por las cuales decidirme.
Necesitaba vacaciones. Pero vacaciones de mí. Dejar de ser por unos días aunque sea, el mismo de siempre. Disfrutar otras cosas, ir a lugares donde no iría, hablar con las personas bajo el rayo del sol sin miedo a que nadie me hiciera daño, me lastimara.
Lo decidí una mañana, al regresar al departamento. Limpiaba los zapatos de la mugre habitual cuando me miré al espejo y me encontré con la persona que quería abandonar por un tiempo, por más breve que fuese.
Armé las maletas y salí a la calle llevando una en cada mano. Detuve un taxi y sin miedo a equivocarme o a que se trabase la lengua a mitad de la frase, le pedí que me llevara a la estación de ómnibus.
Sonreí mirando por la ventanilla del vehículo mientras avanzaba por la calle. Me estaba yendo lejos de mí. Podía sentirlo. El solo hecho de poder pronunciar dos palabras seguidas sin ponerme colorado era la primera prueba de que estaba sucediendo.
Recorrí las agencias de varias empresas y finalmente me incliné por una que tenía un coche a punto de partir, con destino a las sierras de Córdoba. Era el lugar ideal para disfrutar de un cambio. El aire puro, los arroyos, los pequeños pueblos y su gente amable.
En el viaje compartí asiento e incluso conversé. Trivialidades, pero charla al fin. Me había olvidado de mí, del verdadero yo, que había quedado en la ciudad. El que ocupaba el asiento treinta y dos lado ventanilla en ese instante, era un otro, temporal, pero otro.
Bajé del colectivo al atardecer, con las piernas entumecidas pero una sonrisa en los labios. En la misma empresa brindaron la información sobre hospedajes a todos los que aún no tenían definido donde pasar la noche. Para mi sorpresa, la hermosa señorita que había viajado en el asiento contiguo también buscaba habitación en un hotel.
Casi al azar, elegimos el mismo lugar. Nos reímos al unísono al comprobar que los dos habíamos pedido el teléfono del último hotel que el joven de la empresa había mencionado. A partir de allí todo sucedió muy rápido. Alicia, que así se llamaba, resultó ser un ser muy agradable.
Cenamos, fuimos a un pub muy pequeño, nos reímos gran parte de la noche y terminamos en el hotel, pero usando solo una de las dos habitaciones reservadas. Esa noche mágica me encontró un poco desvelado, pero no era insomnio, sino la agitación de un día tan diferente e intenso.
Sabía bien que el verdadero yo no habría logrado jamás disfrutar de una noche así. Ni siquiera habría podido cruzar dos palabras con la hermosa chica que en ese momento respiraba lenta y suavemente a mi lado, como una diosa del Olimpo tras una larga y agotadora batalla.
Aprovechamos el día con mucha energía. Alicia me contó que se había tomado unos días, porque sus empleadores le debían una semana en el trabajo. No tenía planes, así que lo que estaba viviendo era la misma sensación que yo tenía, la de un tobogán gigante, por el cual me deslizaba sin temer ningún riesgo.
La noche fue más ardiente que la primera y al día siguiente nos reímos más que el anterior. Alicia me gustaba. Y a quién no. Era hermosa, con curvas perfectas, un rostro angelical, la sonrisa siempre a flor de piel y ojos que parecían perlas de almendras. Ella misma parecía recubierta en miel, por la suavidad al tacto, por la fragancia que se respiraba alrededor. Era un sueño. Y yo le gustaba. Pero yo, éste, no aquel que había quedado en la ciudad. Aquel no le agradaría en lo más mínimo.
La tercer tarde recorrimos parte de las sierras que circundaban la zona. Era espléndido andar por caminos de tierra y rocas, cruzando arroyos y apreciando la vegetación que nos rodeaba. Y se convertía en maravilloso al sentirla tan cerca, poder ofrecerle mi cuerpo cada vez que necesitaba hacer apoyo, alcanzarle la mano cuando necesitaba ascender en alguna parte. Bajo el sol de las sierras, sentí la felicidad.
Esa noche comimos en un pequeño pero cómodo restaurant en las afueras del pueblo. Llegamos deseosos de hacer al amor, de hacer rugir el espíritu salvaje que habíamos descubierto teníamos en común. Mientras me estaba descambiando, viéndola a ella trepar a la cama con apenas las medias puestas, sonó el teléfono de la habitación.
Mi error fue contestarlo. En el momento pensé que llamaban del hotel, ofreciendo quizá alguna bebida para la noche o preguntando si acaso querríamos el desayuno por la mañana. Sin embargo, no era el amable conserje que minutos antes nos había guiñado el ojo al pasar, cómplice, más cuando desde el segundo día habíamos cancelado la habitación que estaba sobrando.
La voz me era familiar. Era mi voz. Me preguntó como estaba, si acaso estaba pasándola bien. Sentí bronca, mucha impotencia. Estaba rompiendo una noche mágica, la estaba haciendo añicos, tan solo con una llamada.
Le contesté casi musitando, apretando los dientes. No quería que ella me escuchara. Tampoco quería oír lo que sabía me iba a decir. Dio un rodeo con algunas preguntas irrelevantes sobre el viaje, sobre las sierras y sobre Alicia. Luego dijo, con la firmeza de siempre, que las vacaciones habían terminado. Ya había disfrutado bastante y estado lejos el tiempo suficiente como para cambiar el aire y retomar la rutina.
Cerré los ojos y suspiré profundamente, conteniendo un grito de bronca, dejando caer el tubo del teléfono sobre la pequeña mesa de madera.
El sonido asustó a Alicia y me despertó a mí. Las vacaciones habían terminado.
Era yo otra vez. Y sobre la cama había una hermosura de ojos color almendras que pronto sabría que era aquello tan misterioso que se observaba en el momento de morir.

14 de abril de 2010

Ultimas instancias de un sufrimiento

Sin la angustia asfixiante de los últimos cinco días, dejó salir el llanto en la soledad del pasillo. Se hundió en la oscuridad de sus párpados y se permitió ese signo de debilidad porque se trataba de su padre.
Con la garganta reseca y los ojos tan brillantes como doloridos, buscó la salida más próxima. Se escapó por la calle, con el aire fresco del otoño golpeándole las sienes. El sonido de los coches era reconfortante. Sin embargo eran lapidarios, le indicaban que todo era verdad.
Apuró sus pasos, en un andar sin destino, una excusa de sus piernas para ganarle a la mente. Porque al final había cedido. Tras cinco días, la batalla había terminado. Podía reprocharles a los médicos, al hospital, a la vida misma, pero todo carecía de sentido a esa altura. Ya se había ido. En definitiva, podía culpar a todo el mundo, pero él sabía que la responsabilidad era suya y de la maldita bala que le había quedado alojada en la cabeza.

Irina se tambaleó, jadeando. Sentía que le faltaba el aire. Su hermano le había dicho si se quedaba a hacerle compañía, pero le dijo que no y ahora sentía que sola podía cometer cualquier estupidez.
Se tocó la panza. Estaba enorme. Se puso a llorar. Se dejó vencer por el peso y apoyándose contra la pared del vestíbulo, se dejó caer hacia el suelo, en un descenso lento y doloroso, mientras las lágrimas resbalaban con pena sobre sus mejillas.
No quería al niño que llevaba dentro. No lo quería por una simple y repulsiva razón. No sabría como mentirle sobre su padre y mucho menos, enfrentarlo el día que la verdad saliera a la luz. Con furia se golpeó el cuerpo, una y otra vez, hasta quedar exhausta, rendida sobre el mosaico frío y blanco, aunque no tan frío como su corazón en ese instante.

Cruzó calles y plazas, sin importarle hacia donde iba. Quería quitarse de la cabeza la imagen de su padre en aquella cama de sábanas blancas, el rostro pálido contrastante con la herida, los tubos plásticos entrando y saliendo por diversas partes de su cuerpo, el casi ínfimo pero audible goteo del suero y la medicación.
Pero no podía. Veía sus labios quietos, inertes, presagiando la muerte. Esos labios que tanto le habían enseñado, en un silencio lúgubre y atroz. Había sentido el pulso débil, el corazón desfalleciendo, la respiración entrecortada. Había sido testigo del sufrimiento. Y todo por su culpa.
La mirada enceguecida, la zancada larga y la gente alrededor dándole paso. Pero él no veía la gente, ni los autos, ni las viviendas... solo veía a su padre en aquella cama, a su padre cayendo tras el balazo, y ya no quería volver a ver nada. Pero era imposible. No podía evitarlo.

¿Cómo pudo ocultarle tanto? ¿Cómo pudo ser ella tan estúpida? Buscó en el cajón de él y no pudo encontrar nada. Revolvió el placard, buscó entre sus ropas, sacó cada estantería de la biblioteca. Estaba sucia de polvo y telarañas. Y en el rostro, la humedad de sus lágrimas dejaba una pequeña estela entre las motas de tierra que allí se habían posado.
Empujó la cama, sintiendo el esfuerzo. Pero entonces vio el zócalo salido de su lugar en un tramo y se olvidó del cansancio. Se hizo un espacio para poder alcanzar ese sitio. Se agachó entre el respaldo de la cama y la pared y con fuerza tiró del zócalo hacia ella. La madera cayó al suelo y dejó a la vista un hueco.
Metió la mano y tanteó. Ni siquiera pensó en ratones o arañas de gran tamaño, como hubiese hecho en cualquier otra ocasión. Su mano sintió una superficie dura, recubierta con un paño. Supo que era antes de llevarlo a la luz y retirarle la tela que la recubría. La tela era su ignorancia, pero caído el velo, podía ver las formas del armas sin siquiera verla.
Metió la mano más atrás y encontró muchas otras cosas. Joyas, anillos, cheques, dinero. Muchas otras cosas. Más de las que hubiese querido saber unos días antes.

La playa. Hasta allí había llegado. El mundo se le antojaba incierto siempre que miraba el mar. Pero no le estaba ocurriendo eso. Ahora lo veía tal como era, un lugar peligroso, donde la suerte no dura para siempre.
Se sentó en la arena, con los ojos puestos en las pequeñas olas del agua. Le vinieron recuerdos de su infancia, con su padre enseñándole a no temerle al gigante salado. Esos llevaron a otros, con su padre obligándolo a ser rudo, a hacerse respetar.
Las clases de boxeo, las palabras fuertes, los cachetazos cuando no hacía lo que le decía. Había sido un padre justo. Se había merecido esos golpes. Aquella enseñanza lo mantuvo con vida los últimos años. En realidad, toda su vida. Como en esos meses en el correccional, el año por robo en el penal de la provincia, los tres que pasó luego del atraco fallido al camión de caudales... si no hubiese sido por esa dura vida de niño, no habría sobrevivido.
Y el viejo siempre había estado. En cada oportunidad, llevándole sus cosas, visitándolo, dándole ánimo. Era de fierro. Y sin embargo, ya no estaba.
Se puso de pie, ya no soportaba mirar el mar.

Lo maldijo una y otra vez, a los gritos, al filo de un ataque de nervios. Se arrojó en la cama y se envolvió con las sábanas, como escondiéndose de la vida. No podía parar de llorar. Todos esos años y ella sin saber la verdad...
No. No podría mirar su hijo a los ojos. No era valiente, nunca lo había sido. Por eso lo había amado tanto, porque era tan osado, tan fuerte. Era su protector, ella era su niña. Se sentía a salvo con él. Se odiaba por eso. Había amado a alguien que no conocía, a un criminal, a un ser aborrecible. Se sentía ultrajada.
Había abandonado todo por ese amor. Sus padres cortaron la relación el día que ella decidió fugarse con él. Nunca más volvieron a hablarse. Ahora no los culpaba. Ni siquiera su hermana le había vuelto a decir una palabra. Solo su hermano, que tampoco tenía una buena relación con la familia, se había acercado en los últimos días para consolarla.
Pero no le alcanzaba. No todos los días uno se entera que está casada con un criminal, con un asesino, con una persona buscada por matar personas. No todos los días alguien considera justa la muerte de un ser abominable, más siendo esa ser, su propio esposo.
Pero había algo que aborrecía aún más. Y en ese momento la estaba mirando al espejo. Tomó el arma que había dejado sobre el colchón y buscó la puerta de calle. Era hora de partir.

Se obligó a repasar aquella noche, por más que venía evitándolo desde que entró al maldito hospital. Había repasado el plan una y mil veces. Papá el volante del sedán, Hoyos en la retaguardia y el por los techos, hasta la claraboya de la galería. Había visto los planos y era accesible.
Una vez dentro, desactivaba las alarmas y entraba Hoyos. Vaciaban la joyería y salían tan rápido como habían entrado. Era fácil. Un juego de niños. Pero no salió mal. No fue hasta que todo sucedió que entendió la razón por la que entró su padre al minuto de aparecer Hoyos.
Al verlo, recordaba, lo insultó, le gritó que pegara la vuelta, que no podía estar ahí, que debía estar en el auto. "La vas a cagar papá, la puta que te parió" le había dicho con bronca.
Y sin embargo el viejo había entrado porque...

- Las vas a cagar, la puta que te parió. ¡Volvete al auto!
- Hijo... - dijo el viejo, tomando aire, porque había llegado corriendo.
- Dale papá, no nos hagás perder el tiempo.
- ¡Carlos, me cago! - le faltaba el aire, pero a pesar de ello tenía la fuerza en la voz. - Hoyos te va a matar, lo ví calzarse un .45 en el cinturón.
Carlos giró hacia Hoyos, enojado porque había llevado un arma y no tanto por la idea de su padre, pero este ya la encañonaba en la mano. Fue veloz y frío. Disparó dos veces. Tenía a ambos en la misma línea de tiro. Erró a Carlos el primero e impactó contra una pared opuesta. El segundo fue directo a la cabeza del viejo.
Carlos sintió el quejido de su padre y solo atinó a buscar en el cinto la .38 que llevaba a todas partes. La sacó torpemente y disparó sin pensar dos veces. Hoyos se movió en al aire como si fuese un títere. Cayó de espaldas, con tres impactos en el pecho.
Con el revólver en la mano, se puso de pie y fue en busca de su padre.
- Papá... no, papá. Qué mierda pasó, por Dios...
Se lo puso sobre la espalda y lo llevó al sedán. Escuchó las sirenas policiales cuando ya iba a toda velocidad por la avenida. Sabía de un hospital donde no preguntarían, pero poco le importaba entonces su suerte. Solo quería...
"Salvarte papá y no pude" se dijo Carlos mientras avanzaba por la playa.

Bajó del taxi, apresurada, golpeándose la cabeza contra la puerta del vehículo. El conductor la miró por el espejo retrovisor y estuvo a punto a decirle algo, pero se llamó al silencio. La mujer no tenía cara de hacer amigos y menos de recibir un consejo. La dejó cerca del mirador que estaba en la playa y se internaba como un espigón unos treinta metros en el mar. "Al que solo acuden los soñadores y los suicidas" murmuró el taxista mientras ponía primera y retomaba la calle.
Irina cerró los ojos y se dejó acariciar por la brisa fresca propia del lugar. Inhaló todo lo que pudo, consciente que se estaba despidiendo del mundo que conocía. Las manos en la campera apresaban el arma que había encontrado detrás del zócalo.
No había gente en los alrededores, suponía que sería así. La época del año invitaba a estar lejos de aquel lugar. Era más frío que en la ciudad, aunque no conocía sin embargo lugares más gélidos que las ciudades, si bien de otra manera. Frío como el cañón de su arma, pensaba. O como el hielo que recubría desde hacía unos días su corazón. "Frío como un cadáver" pensó también.
Se quitó los zapatos y los abandonó en la arena. Sus pies fueron dibujando un camino de huellas que en otras circunstancias sería vistoso y atractivo. En cambio, ahora eran el derrotero de la muerte envuelta en traje de mujer desdichada.

Mucha gente prefería el mirador. El en cambio elegía ese pequeño recoveco que estaba debajo del mismo, ni bien nacía, dónde el agua se replegaba y las enormes columnas de material sostenían la gran pasarela casi a escondidas y ajenas del mundo que movía sobre el peso que detenían.
Solo se acceder en los momentos del año en los que la marea lo permitía. Y estaba justo en uno de ellos. Allí solía pasar horas con su padre, observando de cerca el mar los días de lluvia. Allí se refugiaba cuando tras alguna diablura lo perseguían los compañeros del colegio. Allí permaneció casi un día antes que lo atraparan y lo metieran en aquella horrible correccional de menores.
Llevaba un arma en la cintura. Y sabía que la iba a usar. Sentía la necesidad. Las nubes se movieron sigilosamente en lo alto, filtrando un rayo de luz. Se detuvo, volvió a pensarlo y luego sus piernas retornaron al movimiento. La playa lo iba llevando, como antaño, como cuando tenía problemas. El mirador ante sus ojos, su escondite esperando por el, una vez más.

El mirador. El final tenía que ser allí. Basta, adiós. Apretaba con fuerza el cañón helado del arma que guardaba en sus bolsillos. Vio el rayo de sol filtrarse entre las nubes. Irónico, pensó. Sabía que ya no había luz en su vida.
Caminó con la vista al suelo, mirándose los pies, temiendo que si veía el mar a lo lejos sus ideas huyeran. Y estaba decidida.

Allí estaría ese lugar esperando por él. El único sitio donde deseaba realmente estar. Lejos de todos. A distancia de aquel cajón, del recuerdo del fallido golpe, del infeliz ahora muerto de Hoyos en quién su padre no confiaba y que a pesar de todo había llevado igual...

Ella. Con el arma en la campera.

El. Con el arma en la cintura.

No lo ve. Ella a él.
No la ve. El a ella.

Chocan.

"Perdón" dijo ella.
"Perdón" dijo él.

Se miraron, apenas por unos segundos. Ambos vieron reflejados el dolor, la desesperanza. Ambos sintieron que podrían ser viejos conocidos y sin embargo, no lo eran. Apartaron las miradas y siguieron el rumbo fijado. El camino hacia lo irremediable.

Irina avanzó por el mirador. Carlos descendió hasta el oculto paraje debajo de la construcción turística. Algunas gaviotas cruzaron el horizonte. Ambos se dejaron llevar por la imagen del mar. Cerraron los ojos y extrajeron el arma. Casi al mismo tiempo llevaron el dedo al gatillo.
Se escuchó un solo estruendo, porque las balas salieron al unísono. Como un trueno o una herida al silencio. El mar se estremeció y algunos pájaros chillaron al pasar.
El cuerpo de Irina quedó tendido a lo largo, el vientre hinchado de cara al cielo, la sangre rodeando como un halo su cabeza, la mano aún sosteniendo el revólver y sus ojos vacíos bien abiertos, aunque sin mirar, como tristes perlas desnudas y heridas.
Carlos observaba aún el horizonte. El arma se agitaba todavía en su mano derecha, su corazón palpitaba fuerte y su alma sentía la furia remitiendo. Las lágrimas acompasaban el movimiento de las olas delante de sus ojos. Gritó en aquel disparo, en aquella bala al mar. Como si matando aquello que no podía matar lograse remediar lo nefasto que arrastraba a sus pies.
El desahogo, el llanto, el dolor. Quedaba huérfano en un mundo hostil sin más que su valor que no era otra cosa que miedo disfrazado. Ahora lo sabía. Y lo comprendía.
Se alejó dándole la espalda al mar, a su escondite, al vistoso mirador y a las muertes que dejaba atrás.

10 de abril de 2010

Los monstruos de la parte de atrás

Como la porcelana que cae y se rompe. O el cálido verano que le da paso al fresco otoño. O la niñez a la adolescencia. Todo tiene continuidad.
La voz quiebra el silencio. El llanto a la noche. El odio envenena el amor. La vida es una rueda que gira y no se detiene y nosotros somos partes de ese peregrinar infinito e indiferente.
La tranquilidad es efímera, tan solo una sutil gracia de la vida, algo que por un momento nos tiende la mano para luego caer en la cuenta que jamás la hemos tenido. No hay firmeza bajo nuestros pies, tan solo una tierra que no cesa de rotar.
La gravedad que nos empuja es la misma que nos aprisiona y no nos permite volar. La sonrisa de ayer se transforma en horrible mueca hoy. Es la gran rueda que no deja de girar. Y quizá los únicos que lo sepan son los monstruos de la parte de atrás.
En la vida no se espera a la muerte para llorar. No hace falta. El velo se corre una y otra vez y sobre el escenario salimos a morir sin saberlo, sin sentirlo. Como un vidrio que se raja, que con el tiempo se fragmenta y en algún punto de su existencia se parte, estallando en mil pedazos. Y allí queda, a merced de ser barrido, de ser quitado del paso, para que nadie se lastime. Porque lo que era bello ahora tiene filo y es peligroso. En pequeñas partes duele.
Nuestra alma muchas veces llega al mismo punto. Quebrada, dolorida, espantada, llega a un momento en el que estalla, haciéndose pedazos, esparciéndose por doquier. Y allí queda, a merced que la juntemos, la queramos volver a armar. Y lo hacemos, equivocándonos. Porque muchas partes se han perdido y lo que armamos es lo que era pero sin serlo, repleto de agujeros, de lugares que nunca más se reemplazarán ahora vacíos, ausentes, eternos.
Nos obstinamos en ser los mismos, en empezar de nuevo, en querer cambiar el mundo. No le tememos a los monstruos que duermen en la parte de atrás. No, porque al habernos enfrentado al dolor, nos creemos inmunes. Emprendemos el camino de nuevo. Volvemos a pisar sobre piedras que nos hacen sangrar, nos reiteramos en mirar sobre nuestros hombros, en dejar escapar lágrimas de bronca, en mentirnos al decirnos que con cada paso somos más fuertes.
Y vamos, sin saber adonde, vamos. Tropezando una y otra vez con la misma piedra, solos y en manada, ciegos y mirando, sordos y escuchando, mudos y hablando. Vamos. Y la coraza que gira a nuestro alrededor no es tal, lo sabemos, pero de todos modos incentivamos a que nos golpeen. Quizá para recordarnos que aún estamos vivos. O que somos estúpidos. Las dos cosas tienen relación.
El andar nos hace más viejos, no más sabios. En algún instante notaremos el cansancio, la flaqueza en las piernas, la sed en la garganta. El sol comenzará a dañarnos y la noche a desvelarnos. Los días se convertirán en noches y las noches en días. Desconfiaremos de las estrellas, del alba y de la luna misma. En estado total de confusión nos rendiremos. Caeremos de rodilla ante nadie, porque estaremos solos.
Nunca la vida nos da (ni nos dará) lo que queremos, nunca es (ni será) lo que debe ser. Ni siquiera cuando somos felices es lo que uno pretende, pero para no hacer añicos la ilusión nos engañamos y hacemos de cuenta que si. Ni siquiera la felicidad es real. Nada lo es. Salvo los monstruos de la parte de atrás. Ellos si son reales. Y claman por sangre. La mía, la que resguarda mis sueños, mis metas, mis deseos que nunca alcanzaré. Esa sangre rebajada con amargura que tiñe mis venas de un rojo muerto, sin anhelos, vacío, frío.
Y los monstruos la han olido. Y saben que me he detenido. Que todos nos hemos detenido en ese instante.
Vienen por mi. Vienen por todos.
A paso lento...
... bufando casi en resoplidos,
parpadeando con cautela...
relamiéndose...

6 de abril de 2010

Las formas del miedo

Los vidrios del coche se empañaban por la diferencia de temperatura entre el interior y el exterior. Esa fina diferencia de cristal lo era todo. Al menos en esa época del año. Abrigada igualmente con campera, bufando tapándole casi todo el rostro, pasamontañas protegiendo cabeza y orejas y guantes oscuros enfundados en sus manos.
De vez en cuando levantaba la vista por encima del periódico que sostenía delante de sus ojos y se animaba a mirar la calle oscura en la que estaba estacionada, convirtiéndose testigo de ese mundo silencioso que se desarrollaba ajeno a su presencia, con transeúntes de paso apurado, abrigados a más no poder, seguramente pensando en la posibilidad de arribar a sus hogares, al calor de la cocina o del calefactor.
Coches en movimiento se perdían a lo lejos hasta ser solo haces de luz en la oscuridad, cuyo derroteros desconocía y tampoco pedía saber. La estación de colectivos estaba a pocos metros, por lo que el ir y venir de los enormes transportes era incesante. A cada tanto un taxi estacionaba delante o detrás de su vehículo, dejando gente en la acera para que luego se dirigieran a las boleterías con destinos inciertos.
Le era difícil imaginarse una postal de ese lugar sin movimiento. Parecía un gran hormiguero, previo a la tormenta. Salvo que allí era así todos los días, sobre todo a esa hora, cuando la noche se asentaba sobre la ciudad y la misma, al menos en su faceta comercial, se aprestaba a dormir, escupiendo gente hacia las afueras.
Volvía la vista entonces al diario, a las noticias del día, que ya por entonces había leído varias veces. Pasaba de largo política y también economía. Una sola lectura era suficiente. Más era masoquismo. Sin embargo, volvía una y otra vez a las policiales.
Se escribía sobre la inseguridad, los robos, los asesinatos de policías, secuestros express, sobre el grave crecimiento de la delincuencia juvenil, las drogas marginales, los allanamientos que nunca eran suficientes, los tiroteos en las villas, la violencia en las calles.
El tema del día era el caso del torturador de jóvenes, como lo empezaban a llamar los medios. Hasta el momento habían sido cinco víctimas, en menos de una semana. Todas de entre dieciocho y veinticinco años. Jóvenes, hermosas, de cuerpos atléticos. Ideal para que en las líneas periodísticas no faltara el típico "una vida por delante, ahora trunca".
Ella leía con avidez, repasando los detalles que la policía daba a conocer. Las violentas muertes, producidas por la pérdida de sangre de los cuerpos luego de una tortura que los peritos estimaban de cuatro a cinco horas, durante las cuales el torturador las abría con un bisturí desde la vagina hasta el cuello, para luego hacer cortes de cinco centímetros de longitud a lo largo de todas las extremidades. No se daban a conocer detalles más morbosos, como ser en que momento de dicha atrocidad se producía la muerte. O si acaso, había una firma de parte del asesino o pistas que hayan quedado en las inmediaciones de los lugares (casi siempre descampados) donde eran arrojados los cuerpos.
En las series policiales esos detalles eran clave para la resolución de los casos, pero en las declaraciones que daban a los medios, la policía de la ciudad decía no tener pistas. Claro que también podía ser una forma de confundir al asesino, lograr de esa forma que se relajara y pensara que se estaba saliendo con la suya. También solía verlo en las ficciones de la televisión.
En los últimos días era el caso que acaparaba no solo los diarios, sino también la televisión y la radio. Suponía que también era el tema de charla en los bares, en los almacenes de barrio o en la misma internet. El miedo recorría las calles en situaciones así. Eran los momentos en los cuales las personas reflexionaban sobre cuán seguros estaban o si acaso, al salir de sus hogares, volverían al atardecer para ver nuevamente a los ojos a sus hijos. Si, el miedo ganaba a las masas en casos de esta índole.
La gente al caminar miraba a los demás con desconfianza. Toda persona mal vestida era tomada como "extraña". Si era posible, la gente cruzaba de vereda antes de toparse con rostros sospechosos. Los pelilargos eran mal vistos, aquellos desaliñados también. Se miraba mal a los que esperaban en las esquinas o aquellos que amables, intentaban ayudar a alguna mujer a cruzar una calle o subir a un vehículo. La mayoría pasaba a ser sospechosa, claro que sin saberlo y de esa forma, el miedo se transformaba en desconfianza y la comunidad, en forma tácita, se desmembraba y dejaba de ser una sola cosa, para convertirse en islas acorazadas, indiferentes, asustadas, huidizas.
Y mientras tanto, los medios de comunicación pedían tener cuidado, denunciar movimientos sospechosos y entonces los teléfonos de las comisarías se abarrotaban de llamadas anónimas, la mayoría de gente grande que veían actitudes raras en cada persona que pasaba por delante de sus viviendas. Eran signos de pánico. Por supuesto, nadie corría por las calles gritando o dando alaridos, pero la mayoría transitaba las calles con el corazón en la boca, aguardando el momento inevitable en el que el asesino saldría de un rincón oscuro o lo acecharía con un coche de vidrios polarizados, dándole fin a su vida, o lo que es peor, torturándolo antes de cerrarles los ojos para siempre en este mundo.
El diario no decía todo eso, pero ella lo intuía. Podía ver el miedo caminar las calles a través de las personas, que disimuladamente escudriñaban cada rostro con el que se cruzaban, para luego apurar el paso como si con ello el peligro se conjurara.
¡Toc!¡Toc!
Se sobresaltó y sin querer dobló el diario en dos sobre el volante. El corazón se le había acelerado. Miró hacia su izquierda. Una joven aguardaba pacientemente del otro lado del vidrio, mostrándole una sonrisa a modo de disculpa por haberla asustado.
Se serenó y bajó la ventanilla. Sintió como el frío penetraba como una daga, acariciándole el cuello como un asesino considerado.
- Disculpe si la asusté - dijo la joven veinteañera que había golpeado el cristal - Creo haberme perdido. Necesitaba tomar un colectivo y no sale de la terminal. Me dieron esta dirección de una parada, pero no estoy segura de cómo llegar. Creía que era por aquí, pero me debo haber confundido...
- A ver, dame lo que te dieron - ella estiró el brazo y con sus manos enguantadas tomó el pequeño trozo de papel escrito, garabateado con tinta azul - Mmm, si, ya se qué línea es. Claro, esta esquina te podría servir, pero solo hasta las siete de la tarde. Ven, sube, que te acercaré.
- ¡Oh gracias!
Y sin perder tiempo rodeó el auto por detrás hasta la puerta del acompañante. Ella se estiró por dentro y sacó la traba de seguridad. La joven se apeó con ganas, feliz de haber encontrado ayuda y contenta por escapar del frío de la calle.
- Señora, no sabe cuánto le agradezco. Ay, mire, yo con las botas llenas de barro y usted tan pulcra. Hasta tiene naylon negro recubriendo todo el interior del autor... vaya que es sorprendente, debe ser una maniática de la limpieza, verdad? Jajaja.
- Si supieras corazón. Odio las manchas. Pueden delatarte en cualquier momento. Principalmente, las de sangre.

El auto se perdió en la noche, dejando un haz de luz como recompensa.

3 de abril de 2010

Las palabras adecuadas

Lo miraba de reojo, mientras con el codo buscaba tocarle el brazo. Incómodo, de pie ante el féretro, le parecía que la viuda, los hijos y los demás parientes de Romualdo lo miraban desde cada rincón de la sala.
A su lado estaba Espinosa, así, sin nombre. Compañero de oficina, compartían mañanas y tardes desde hacía quince años. Casi el mismo tiempo que con Romualdo, aunque este trabajaba dos escritorios más a la derecha. En cambio, Espinosa se le sentaba enfrente.
Volvió a probar suerte con el codo. Le parecía haber tocado el brazo, pero Espinosa no se inmutaba. Permanecía en su postura seria, ojos al piso y entornados, labios replegados en gesto de dolor y frente arrugada, pensativa.
¿Cuánto se quedarían? ¿Debía decir algo? No se animaba a levantar la mirada. Seguramente algunos estarían preguntando quiénes serían ellos. Era probable que con alguna excusa se le acercaran, indagaran quiénes eran y sabiendo que habían trabajado juntos, forzaran la prolongación de la conversación con historias y anécdotas que a nadie le importaban, pero que en ocasiones como esa solían parecer importantes.
Ya se imaginaba a la viuda hablando de lo laburador que era Romualdo, esperando que tras esa afirmación llegaran los asentimientos de sus compañeros, como si la reinvindicación tras la muerte fuese necesaria. Laburador o no, estaba muerto. Punto. Para que esas charlas anodinas, vacías, propias de un velorio.
Volvió a abrir un ojo y mirar a su compañero. No se le movía un pelo. Quieto como una estatua. ¿Quedaba mal si miraba el reloj? Si, seguramente. Quería marcharse del lugar, alejarse del cajón. Apenas si podía desviar la vista hacia el cuerpo de Romualdo, que maquillado y todo aún presentaba signos en su rostro del dolor que lo arrastró hasta la muerte.
Con sigilo movió su pie derecho hasta tocar el zapato de Espinosa. Primero fue un roce. Al notar que Espinosa seguía sin prestarle atención, le propinó un puntazo, siempre cuidando que no se notara demasiado el accionar de su pierna.
Espinosa levantó la cabeza y la giró hacia su izquierda. Arqueó las cejas, como preguntando "¿qué pasa?".
La respuesta fue un leve e imperceptible movimiento de cabeza. El gesto era inconfundible: "vámonos".
Con pasos silenciosos se fueron alejando del centro de la sala, donde aún los familiares más cercanos lloraban aferrados al cajón.
- Disculpame Espinosa - le dijo casi murmurando - pero no veía la hora de alejarme de ese féretro. Solo pensar que por ahí nos paraba alguien para hablar de ese infeliz me daba fiebre.
- Tranquilo Humberto. Hacé lo que te dije. Hacete el sufrido, el dolorido. Si alguien se acerca tapate la boca con una mano, entorná los párpados y desvía la mirada. Actuar no cuesta tanto.
- Si, ya se. Pero igual. Estas situaciones... ponele ¿qué se dice en una situación así? Tenés a la viuda y a los hijos delante: obvio que no le vas a preguntar como están. Tampoco le podés salir hablando si les dejó alguna herencia. Bueno, en este caso Romualdo que carajo les va a dejar, pero en otro caso, ponele, tampoco podés preguntar tremenda estupidez. Entonces... ¿qué decís?.
Habían salido a la calle. El sol los obligó a colocarse las gafas ahumadas. Espinosa sacó el atado de veinte y encendió un cigarrillo, tapando con la mano libre el viento que se obstinaba en apagarle el fósforo.
- Mirá Humberto. Sabés como soy. Yo no digo nada. Menos en un caso así. Venís, cruzás miradas, te acercás al cajón, te mentalizás en el papel unos minutos y te vas. Y chau. Adiós. Hasta nunca. Me entendés. Hoy Romualdo, mañana quién sabe.
- Si, ya se Espinosa, ya se. Es la rutina. Hasta Romualdo lo sabía. Pero nunca me había tocado el velorio de un compañero.
- Querido - le dijo Espinosa palmeándole la espalda mientras emprendían camino al auto - tarde o temprano nos llega a todo. Si estamos de este lado, lo nuestro es sencillo. Actuamos, verificamos, rellenamos papeles y archivamos. Un caso más, un tipo menos. La ecuación da.
Humberto no contestó. Se conformó con escuchar las pisadas de sus zapatos sobre el asfalto.
Llegaron al coche. Se sentó en el asiento del acompañante. Escuchó la llave arrancar el auto, el motor ponerse en marcha, las ruedas girar hasta colocar el coche en medio de la calle, para tomar finalmente el camino hacia la oficina.
- Espinosa...
- ¿Qué?
- ¿Y si mañana me ordenan envenenarte a vos? ¿O pegarte un tiro, lo que sea? No me imagino estar en una sala así en medio de tus familiares. Romualdo era Romualdo, pero vos...
- Quedate tranquilo Humberto, yo no soy Romualdo. No meto las narices donde no debo. Sabés lo que hizo él y cuál es nuestro trabajo. El también lo sabía. Así le fue.
- En serio, imaginate que me encarguen sacarte del medio Espinosa. Y que después tenga que chequear en tu velorio que el trabajo está hecho.
- No va a pasar, ya te dije... ¿pero decime, tanto te afectó esto? Si sabía ponía yo el veneno, mirá si ahora... ¿qué te pasa? ¿qué hacés?
- Pará el auto, dale. No la hagás más difícil. Ya el hecho que seas vos, me parte el alma. Sabés que desde que estaba en esa sala de mierda, no veía la hora de terminar con todo y vos tan en tu papel de "pobre tipo che". Y pensaba, sabés, pensaba... ¿para que sirve un velorio? ¿despedirse? ¿de quién? Y sobre todo... ¿qué decís en un velorio? ¿Lo siento? ¿Era tan bueno? Y sabés que en realidad no sentís nada, que jamás vas a saber si fulano era tan buen tipo o no, a lo sumo lo tuyo fue matarlo y estar ahí para confirmar el deceso y nada más. Bueno o malo, que carajo importa a esa altura.
En su mano sujetaba un calibre cuarenta y cinco, cuyo cañón apuntaba al entrecejo de Espinosa. "Movete" le indicó y ambos bajaron del auto. Caminaron por un descampado varios minutos, hasta dar con la orilla de un arroyo.
- Acá nomás - anunció Humberto.
La mirada de Espinosa era de espanto. Sus ojos estaban nerviosos, sus facciones alteradas. El sudor había traspasado la camisa. Su compañero le había quitado el arma que escondía debajo de las ropas. Desarmado ante la hora de la muerte. Peor no podía sentirse.
- Sin rencores Espinosa, primero cayó Romualdo, después vos. Pensabas que habías salido indemne de ésta, pero así es la vida, nunca estás seguro de nada. ¿Algo para decirme?
- Qué querés que te diga, ya nada sirve. - Carraspeó y haciendo fuerza para no llorar continuó hablando - Sabés qué, en el velorio mirame a los ojos. Mirame bien, porque quizá el próximo seas vos.
Humberto rió.
- En esta profesión no hay amigos, lo dos sabemos que es así. Quizá nuestra angustia mayor no sea la de no poder mirar los cuerpos o tener que desviar la mirada de los familiares, sino la de no poder confrontarlos y decirles en el rostro que por nosotros ellos están llorando. Somos buenos actores Espinosa, por más que no sepamos que decir, que nos sintamos incómodos... lo nuestro es el gatillo, el arsénico, el filo de un cuchillo. Así que es de suponer que las tareas administrativas extras las sobrellevamos bastante bien. En fin, no lo voy a demorar más. ¿Sabés algo? Al fin voy a conocer a tu esposa.

Mostrándole una sonrisa, cumplió con su tarea.