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30 de octubre de 2010

Melodía de sangre

En aquella barbarie de sangre, el sonido del disparo era la única ley.
Y entre tantas balas, sobrevivir era un calvario. Se oían los gritos en mil idiomas y se veían los rostros morir, sin importar la piel.
Desangrados se arrastraban, por un poco de piedad. El cielo se oscurecía de tanta maldad, quizá por vergüenza de mostrar lo que sucedía en aquel páramo de soledad.
La metralla continua, las explosiones sin respiro. El caos, la destrucción. Lo atroz, vistiendo al día con gasa oscura, mortaja y hoz. En el lecho de tierra, las tumbas se regalaban de cara al sol. Al opaco y triste sol.
El hombre, que ya no recordaba ni el nombre ni el bando estiró su brazo entre vísceras, quizá suyas, quizá no, y lo llevó al bolsillo de su pantalón. Entre estertores de nefasto presagio, se movió entre los cuerpos que lo inmovilizaban y sacando el rostro del barro, giró hacia un lado.
La mano, que era un solo ardor, tomó la armónica que dormía ajena a todo en el pantalón, y con mucho esfuerzo, la llevó a su boca ensangrentada. Primero con miedo, casi tímida, escapó la primera melodía.
Con dubitativos compases, danzó en el aire y se esparció. El sonido de la armónica se elevó como un ángel, mezclándose entre el dolor y la muerte, besando las mejillas de los heridos, acariciando el alma de los moribundos, despidiendo a los que se habían ido.
Y cuando la muerte los alcanzó, se sintieron abrazados por esa paz sin idiomas ni distinciones.
En aquella tragedia, la música fue el único bálsamo.

27 de octubre de 2010

Día de censo

Es mi segundo censo. Hace diez años apenas si tenía experiencia. Recuerdo salir de las viviendas temiendo haber olvidado algún que otro detalle. Supe estar nervioso, aunque solo en las primeras visitas. Con el correr de las horas y la práctica, aquella inolvidable jornada terminó de la mejor manera.
Para muchos se trata de un evento estadístico, para otros, una jornada diferente que se puede tomar como de descanso. En lo personal va mucho más allá. Quizá no me crean, pero desde hace una década que espero esta fecha.
Aprendí bastante de aquella experiencia inicial, podría decirse que a lo largo de todo este tiempo he repasado cada una de las visitas. En mi mente he planificado este segundo censo una y mil veces. La forma de presentarme ante la gente, cómo hablarles hasta ganarme su confianza, las maneras más rápidas y precisas para llevar a cabo las tareas. Este lapso ha sido interminable.
Sin embargo aquí estamos, de cara al sol naciente elevándose por el este. La brisa es tenue, casi imperceptible, pero la veo en las hojas de los árboles, en las flores de las ventanas. Un día hermoso, signado por el censo. Poco tránsito, casi nadie en las calles. Un día perfecto.
Sin la planificación este segundo censo sería como el primero: el censo de un inexperto. Pero se dónde comenzar y cómo hacerlo. He estado en esta esquina cientos de veces desde que la elegí. Conozco cada vivienda, cada puerta, la ubicación de las ventanas, el movimiento de los vecinos, incluso, los nombres de muchos.
La veo venir, carpeta en mano. Camina en forma cansina, quizá temerosa por la primera visita. Veo juventud en su rostro. Es primeriza, no me quedan dudas. La aguardo en la esquina norte de la manzana, la que por instrucción le corresponde para comenzar. Se acerca y le sonrío. No tiene tiempo para más. La atraigo contra mi cuerpo, el quiebro el cuello y la arrastro hasta el interior del container de basura de la esquina. Tal lo planificado miles de veces en mi mente.
Tomo su carpeta, su identificación (a la que le coloco mi fotografía), busco el bolso con mis armas y me dirijo a la primera casa a la derecha. Golpearé y me atenderán. Me harán pasar sin sospechar que soy la muerte personificada. Les hablaré, entraré en confianza, sabré cuántos son y si esperan a alguien a lo largo del día y luego, sigilosamente, haré del asesinato un arte y vestiré de sangre el lugar.
Y luego, iré a la casa contigua, y a la otra, y a la otra, hasta completar la manzana. Cómo lo tengo planificado. Cómo sucedió hace una década. Cómo seguirá sucediendo.
Sólo, ábreme la puerta.

24 de octubre de 2010

Huyendo

Entre sueños retumbaron los últimos tambores. La selva quedó atrás. La fatiga lo acostó sobre la tierra húmeda, el sol acariciando sin lastimar. Aún retumbaban sus oídos, como a punto de estallar. La sangre ardía en sus venas y él todavía sin creerlo.
No quiso mirar hacia el lugar de donde venía, porque temía volver a vivir la pesadilla.  La respiración era agitada, su pecho se hinchaba y luego se desinflaba como un viejo fuelle. Cerró los ojos pero los abrió al instante: la oscuridad lo asustaba.
Se parecía tanto a las noches en medio de la nada, sin luces ni estrellas, sepultadas en lo alto, detrás de las frondosas copas de los árboles. Sintió el dolor en sus piernas. La piel lacerada por las ramas y las caídas. El cansancio en los músculos, la debilidad mental en su punto cúlmine.
Sin pretenderlo, se echó a llorar. Quería detenerse, pero no podía. A lo lejos, incluso encima de los tambores, se escuchaban gruñidos. Se estremeció entre lágrimas y haciendo un esfuerzo, abrió los ojos y miró hacia atrás.
Allí estaba la ciudad y sus bestias de cemento, ocultando el día e invitando a la noche. Había escapado de sus fauces, de ese voraz apetito que devora almas y corazones sin consuelo. Su vista se nubló por un instante y entre fantasmas volvió a ver esa selva moderna que lo había azotado sin piedad, repleta de rugidos extraños y tambores que presagiaban el rito de la muerte.
La muerte del ser humano, ni más ni menos.

21 de octubre de 2010

Tito

Me pidieron que explicara lo que era la radio. Uno cree muchas veces tener todas las respuestas, al menos hasta que alguien le pide que se exprese sobre algo. Entonces, se cae en la cuenta que si bien uno sabe por experiencia, a veces es difícil precisar lo que ha llevado años asimilar, como parte de uno, como una pieza más de su espíritu.
Temiendo no encontrar las palabras adecuadas e incluso, con temor a que no vieran la dimensión de la misma o peor aún, empantanarme en una explicación sencilla y de compromiso, narré la siguiente anécdota:

Domingo. El día más lindo de la semana. Para algunos porque llega el descanso, el asado del mediodía, las carreras en la tele, el paseo por el río, la caña de pescar, la caminata por las calles de la ciudad. El domingo también traía el fútbol. El nuestro, el de las canchas con tribunas de tablones, de terrenos casi pelados, con apenas sombras de césped.
Almorzaba apurado, mirando de reojo el reloj de pared. Si los partidos arrancaban a las cuatro, al menos dos horas antes tenía que estar en la radio, para los preparativos. La emoción de recibir el grabador, el equipo para comunicarme, que por entonces era un handy y por supuesto, el partido a cubrir para la transmisión central.
Las dos en punto en mi reloj que siempre estaba adelantado unos minutos. Había llegado con tiempo de sobra. Llamé a la puerta y allí estaba Tito, el dueño de la radio, para abrirme. El semblante serio, pero amable. Me hizo pasar, indicándome que en la oficina estaba su hijo, Gerardo, que tenía las cosas para darme. Fui raudo por el pasillo hasta aquella puerta al fondo, detrás de la cual ya se escuchaba el diálogo de esas voces conocidas.
El estar allí ya era motivo de alegría. Hablamos de Boca, de River, de los partidos de esa tarde, de algunos entretelones de la liga local. Nos fuimos metiendo en clima. El partido central de la transmisión era en un pueblo vecino. Allí irían en coche los cuatro que llevarían adelante la conducción radial del encuentro. Me habían designado para seguir los acontecimientos de un partido en la ciudad, en uno de los barrios hacia el sur de la misma.
"Te lleva Tito" me dijo Gerardo. Asentí con una sonrisa. Los ayudé a subir los equipos al auto y chequear que no se dejaran nada vital para poder entablar la comunicación. "Llegamos y en media hora largamos con la transmisión" me informaron y para despedirse: "Cuando llegues a la cancha, llamanos por handy".
Quedé en la radio, con la libreta de apuntes preparada, la radio portátil con pilas nuevas para tener buen retorno de la emisora, el handy aguardando ser usado y todas las ganas del mundo de salir para la cancha. Pero debía esperar a Tito.
El hombre se tomaba su tiempo, no le veía apuro a la situación. Acomodaba los cds y cassettes usados en los programas anteriores, se cercioraba cada tanto que el sonido estuviera bien, que el programa que estaba saliendo al aire en ese momento lo hiciera bien. Pasaba a mi lado y me decía "ya vamos, no te preocupes". Pero seguía en lo suyo y a pesar de mi impaciencia, podría decirse que admiraba la forma en la que cuidaba de su radio.
Mis ojos acudían cada dos minutos al reloj y eran testigos de como el tiempo iba transcurriendo. Desde el pasillo donde estaba pude escuchar como el operador de turno ya estaba probando el enlace con la cancha del pueblo vecino. Eso significaba que ya habían llegado y estaban montando los equipos.
Tito pasó por mi lado y me animé a preguntarle "¿ya salimos Tito?. Consultó la hora al tiempo que también escuchaba las pruebas de sonido provenientes de la cabina de controles. "Si negro, dame un segundo que olvidé unas cosas".
El segundo se convirtió en un minuto, luego en cinco, en diez... Escuché la música característica de presentación de la transmisión y a continuación, la voz del relator anunciando la espléndida tarde en la cancha de la vecina localidad. Anunció los móviles que reforzarían la información e incluso escuché mi nombre y la cancha asignada; luego pasó a las publicidades, escupidas con elogiable habilidad por el locutor.
Me estaba poniendo nervioso. Si bien faltaban varios minutos para el comienzo del partido, era consciente que debía estar un rato antes, para poder recabar la información de los equipos y narrar el panorama a los radioescuchas.
Entonces sucedió lo que me temía. El relator pidió publicidades para luego "tomar contacto" conmigo, claro. Corrí prácticamente hacia la oficina de Tito, que levantó la vista de unos papeles cuando entré.
- Tito - le dije - Quieren que salga al aire, creen que estoy en la cancha. ¿Qué hago? - preguntaron mis años jóvenes - ¿Les digo que estoy en camino?¿No les contesto?
Tito me miró y como la cosa más normal del mundo, me dijo:
- Deciles que estás en la cancha, buscando información. Total... qué saben ellos que no estás.
- Pero...
Sin embargo no le agregué nada al pero. El retorno desde el estudio traía otra vez la voz del locutor. Me estaba presentando y entonces, me dio paso.
Ese segundo fue eterno. Ese instante entre mi nombre y mis dedos oprimiendo el pulsador del handy, bajo la mirada de Tito, el rostro sereno, hasta cómplice. Y entonces mi voz llegó a mis oídos. Si, era mi voz y ya despojada de los nervios, siguió el consejo.
- "Buenas tardes compañeros, aquí estamos en la cancha, como bien decís, donde jugarán...."
Hablé durante dos minutos sin parar, describí un día perfecto, la gente llegando de a poco, los jugadores trotando a un lado de la cancha mientras el partido preliminar aún se estaba jugando. Describí todo como si estuviese allí y prometí en unos minutos, las alineaciones.
Tito me miró cuando corté la transmisión y me sonrió. "Negro, esto es radio - me dijo - Bueno, ahora si, vamos a la cancha".

Y entonces comprendí, sabía a lo que se refería. No pude menos que agradecerle con una sonrisa.
Desde entonces la anécdota me acompaña como definición sobre lo que es la radio.
Porque aquello no fue una mentira. No fue un engaño.
Fue magia.
Fue radio.


Con cariño, dedicado a Eduardo "Tito" Muriado. Gracias Tito y fuerza.

19 de octubre de 2010

Mención de honor en "Mundos en Tinieblas 2010"

El pasado sábado 16 de octubre, se llevó a cabo la ceremonia de premiación del concurso literario "Mundos en Tinieblas 2010" (en el Centro Cultural Guapachoza, ubicado en Jean Jaures 715, Abasto, Capital Federal) organizado por Ediciones Galmort, obteniendo el cuento "El niño en la noche", de mi autoría, una mención de honor.
Por segunda vez en tres ediciones, logro que un cuento sea finalista de este concurso de relatos de terror, siendo ésta la primera ocasión en la que recibo un galardón de parte de la joven editorial.
Hasta el momento he participado en las dos primeras antologías de Mundos en Tinieblas (2008 y 2009) y luego de esta grata noticia, con seguridad veré publicado mi cuento en la tercera publicación, de aparición en los próximos meses.
En el año 2008 el cuento seleccionado fue "Despertar" (fue elegido como uno de los veinticinco finalistas), en tanto que en 2009, "La verdad tras la mirada" tuvo la suerte de ser publicado en la antología. Este año le toca a "El niño en la noche", relato entre el terror y lo macabro, lo irreal y lo posible.
Agradezco a Ediciones Galmort por la posibilidad que brinda a través de este ya tradicional concurso literario de relatos fantásticos y de terror, a los escritores nóveles y si bien es una materia pendiente poder asistir a sus eventos, hago extensivo desde aquí mi felicitaciones por esta iniciativa, que ya va por su tercera edición y que seguramente tendrá muchas más, dado el empeño y dedicación que le ponen las personas que están detrás, con Alejandro Geloso a la cabeza.

Durante la ceremonia de premiación se efectuó una charla, a la que lamentablemente no pude asistir, con la participación de Bárbara Duhau, autora del libro Criaturas insensibles, y Agustín María, autor de Contradicciones.

A continuación, el listado completo de los ganadores del concurso (los relatos serán publicados en breve en la web de la editorial):

1. "Había algo allá afuera", por Pablo Martínez Burkett
2. "El Dr. Regis", por José Joaquín Romero Lozano
3. "Seis puertas antes de Adela", por María Noelia Antonietta
4. "Capgras", por Fabián Kon
5. "Bruxismo", por Ernesto Daniel Bollini
6. "El niño en la noche", por Ernesto Antonio Parrilla
7. "El camino cruzado", por Leandro López Trimarco
8. "El fantasma persistente", por Tomás O. Manzanelli
9. "Las voces", por María Rosa Llinares
10. "El caso Harris", por María Rita Gil

Web de Ediciones Galmort

Web del Concurso Mundos en Tinieblas

17 de octubre de 2010

Pañuelos

Una sucesión de extrañas muertes movilizó hace unos años a los investigadores más reconocidos del país.
Tras varias semanas se pudo corroborar que las mismas estaban conectadas. Todos ellos hombres, habían perecido en calles céntricas de la ciudad, desvaneciéndose repentinamente sin síntomas previos o pedido de ayuda alguno.
Pocas coincidencias servían de asidero a los encargados de la investigación, pero había una que fue decisiva y sin embargo, en primera instancia, parecía un detalle menor.
Cada uno de los hombres fallecidos en esas circunstancias, sostenían en sus manos un pañuelo.
Las conjeturas iniciales querían explicar algún posible resfrío que éstos tuvieran o bien, alguna enfermedad que hiciera necesaria la utilización de un pañuelo, ya sea para contener la tos o limpiarse la nariz.
Los pañuelos eran distintos y puede que esa excusa haya desorientado a los investigadores o bien, impedido que hubiesen atado cabos en un principio.
Cuando este elemento pasó a ser considerado de importancia en el caso (que a esa altura era uno solo, dado que se decidió que algo en común conectaba cada muerte) procedieron a ser analizados.
Un rastro de un químico que no podían precisar, se repitió en cada uno de ellos. Se puso en alerta a las fuerzas policiales, de todos modos nadie sabía que buscar.
Las muertes se prolongaron durante varios meses y de repente cesaron, tan abruptamente como habían comenzado.
Este hecho fue muy comentado entonces y los medios, al no registrarse más muertes, lo olvidaron, como hacen con todo aquello que deja de ser posibilidad de venta.
Sin embargo volvió a mi mente hace unos días y aunque vagamente recordaba, recurrí a los archivos de la hemeroteca de la ciudad para saber más del caso.
La caja de pañuelos que por casualidad encontré bajo un piso falso en el armario donde mi mujer guarda sus zapatos, despertó mi interés.
El hecho que ella sea una respetada química en una fábrica de perfumes, reforzaba una de las teorías por entonces existentes, que mencionaba la posibilidad de que el asesino fuese una mujer, que dejaba caer el pañuelo impregnado en alguna esencia perfumada mezclada con algún veneno líquido.
El destino de aquel acto, era un asesinato al azar, pero con seguridad, algún hombre que veía caer el pañuelo y lo recogía con el fin de devolverlo, pero con ese último acto reflejo de oler el perfume como detonante de su muerte.
Por supuesto, pensar eso de mi mujer podía considerarse como poco serio de parte de uno, pero teniendo en cuenta su carácter reservado en los últimos tiempos, la forma en la que perdió la jovialidad de antaño, su manera distante de tratarme, el odio creciente en sus comentarios a lo largo de los años sobre los hombres, me hacían sospechar.
Decidí hace dos noches encarar la conversación durante la cena. Fui directo, mencioné que había encontrada la caja de pañuelos.
Ella no levantó la vista del plato, si bien el cuchillo dejó de cortar el pollo durante un segundo. Comió el bocado, mientras el silencio reinaba en la cocina, quebrado por el sonido imperceptible del televisor, encendido en la habitación contigua.
Tras un minuto, sin mirarme, escupió unas pocas palabras:
- Supongo que irás a la policía.
Debo confesar que tan escueta pero más que suficiente declaración, me tomó por sorpresa. Atiné a decir que "no", pero en forma tímida y atolondrada, como un niño que no sabe que contestarle a su padre, cuando éste lo encuentra en un aprieto.
La cena prosiguió, aunque cada fibra de mi ser sintió como la tensión se apoderó del lugar y las fricciones de los cubiertos de ella sobre el plato hacían chirriar la porcelana.
Al despertar, en la mañana, ella ya no estaba. Tampoco sus pertenencias. Sobre la cabecera de su lado de la cama, había dejado un pañuelo.
Lo examiné desde mi lado, en silencio. Me contuve, tuve la necesidad de estirar mi mano, pero no lo hice. Tampoco fui a la policía.
Jamás sabré si el pañuelo también estaba envenenado. Lo arrojé a la basura envuelto en las sábanas. Tampoco conoceré los motivos. Se fue, desapareció. A media mañana llamaron del trabajo, no había ido. Colgué, no sabía que decir. No lo se aún.
El mundo se ha vuelto una incógnita enorme y todo lo que creía saber, ahora es un mar de dudas. Naufrago en gigantesco espejo de agua con melancolía, sin saber siquiera si tengo que considerarme un afortunado por seguir apreciando el celeste del cielo o si deberé esperar tarde o temprano, toparme con otro pañuelo en alguna de las calles de mis días.

14 de octubre de 2010

Mejor blog literario en los Blogo de Oro 2010

El título resume mi alegría. En la noche del miércoles este blog, que cumplió seis años hace unos pocos meses, recibió un valioso galardón en la ciudad de Rosario en el marco de los Premios Blogo de Oro 2010 al ser elegido como el mejor blog literario.
En una ceremonia breve pero amena, que cerró un ciclo de dos jornadas organizadas en las instalaciones del CEC (Sargento Cabral y el río) organizadas por Campo Grupal Rosario y Colectivo Blotons y auspiciadas por importantes empresas de la región, se dieron a conocer los ganadores de esta primera edición de los Blogo de Oro, distinción para los mejores blogs de Rosario y zona de influencia.
El tercer anuncio en la premiación correspondió a la categoría "Mejor blog literario", recayendo el premio sobre "Netomancia", este espacio que desde Villa Constitución se viene construyendo desde mediados de 2004.
El premio, una hermosa estatuilla de base de madera y figura hecha en plástico reciclado, fue entregado por Anahí Lovato, integrante de Colectivo Blotons.
Tuve la suerte de compartir el evento con mi amigo y compañero de estudios en la carrera de periodismo, Mario Brollo, nominado en Mejor Blog Periodístico, además de mi hermano y otro gran amigo, como lo es Bernardo.
El ganador del premio del jurado (además de ganar su categoría) fue el blog Apuntes e Ideas Sueltas sobre Tecnologías y Otros Asuntos, en tanto que el premio por la mayor cantidad de votos recibidos, fue para Proyecto Sandía.
El martes, en la primera jornada de actividades, se realizaron charlas a cargo de Fabián Scabuzzo, Daniel Krichman y Juan Mascardi, todas en torno a un mismo eje: los medios de comunicación modernos (blogs, youtube, etc).
Los Blogo de Oro nacieron con el fin de promover las prácticas mediadas por tecnologías colaborativas, como así también impulsar el desarrollo de competencias digitales entre los habitantes de Rosario y zona de influencia, incentivar la producción de blogs locales de calidad, premiar el esfuerzo de implementación, la creatividad puesta al servicio de sortear dificultades y la labor comunicativa de los blogueros de la región.
Una gran iniciativa, que ojalá se prolongue en el tiempo. Por supuesto, muchas gracias a ustedes, lectores, que hacen posible esa retroalimentación vital para la vida del blog. Y también un gracias muy grande para Martín Gardella, la persona que me informó de esta distinción y quién me animó a presentar el blog.
Este reconocimiento es una inmensa alegría, que comparto con todos ustedes, con mi señora que es lectora casi desde el comienzo y mi familia, que disfrutan también de estos momentos felices.

Lista de Ganadores

[Video] PREMIOS BLOGO DE ORO 2010 - Los mejores blogs de Rosario 

Noticia publicada por "El Ciudadano" de Rosario

Informe en el blog de Anahí Lovato

Informe en el blog "El periodista en su laberinto"

12 de octubre de 2010

El hombre del huerto

En los cinco años que llevo viviendo en el barrio, una escena que se ha ido repitiendo es la de don Venancio, el vecino de al lado, punteando con una pala vieja su terreno para preparar el huerto.
Según la estación es diferente lo que siembra, por lo que sus tareas en el patio trasero lo ocupan varias horas al día. Hombre de figura desgarbada, hombros de huesos grandes y sobresalientes, poco pelo y dentadura escasa, es también reacio a entablar diálogo, salvo que la situación lo fuerce a ello.
Ejemplos en los que hemos cruzado palabras, han sido las ocasiones en las que mi hijo de seis años ha enviado sin querer su pelota de cuero por encima del tapial bajo que separa ambos terrenos.
Aunque dichas conversaciones no podrían tildarse de sociables, más bien casi una súplica de disculpas de mi parte ante los malhumorados comentarios de don Venancio, cuya óptica de aquella pelota se asemejaba más a la de un objeto destinado a destruirle su huerto que a un simple juguete de mi hijo.
Más de una vez, estando ausente, no quiso devolverle la pelota a mi esposa, seguramente con la intención de querer luego hacerme saber sus quejas. Sin embargo, haciendo a un lado dichos momentos, la convivencia es normal, cruzando de vez en cuando un saludo silencioso de movimiento de cabezas a través de aquel tapial bajo que divide una vivienda de otra.
Pero su constancia con aquel huerto es para mi, admirable. Todos los días le dedica un tiempo, ya sea punteando, sacando yuyos, quitando las gramillas malas, sembrando, cosechando, regando, colocando artilugios para espantar a los pájaros. No importa si hace frío, llueve a cántaros o el sol parte la tierra: Don Venancio, viudo desde antes que nos mudáramos al barrio, deja ver su figura en aquel huerto, como un ejemplo de férrea dedicación, de esos que ya casi no quedan en este mundo.
Y para mis fines aquello es una tentación. La tierra recién removida y blanda, las herramientas a mano en el cobertizo exterior de don Venancio, cuya puerta jamás cierra con llave, el propio cansancio del viejo por tanto trabajo en el día que le produce un sueño profundo y toda la libertad del mundo, mientras mi mujer y mi hijo también duermen, para saltar ese tapial bajo (bendito sea) y enterrar bien profundo, muy por debajo de la siembra, y cerrado herméticamente en cajas metálicas, aquellas joyas y dinero que de día robamos con la banda, y de vez en cuando, muy de vez en cuando, los cuerpos mutilados de aquellos testigos que se interponen en el camino.
Vaya si lo admiro a Don Venancio, a pesar de ser tan cascarrabias.

9 de octubre de 2010

Ese nombre que viene del pasado

Pareciera a veces que uno llamara con la mente a ciertas personas. Me suele pasar de vez en cuando. Y me sucedió hace unos días, cuando conducía mi viejo Ford por la ruta, tomando un atajo para evitar la salida por la autopista que estaba con demoras por una protesta laboral.
No fue en ese momento en realidad cuando pensé en Alejandro Ortiza, pero si cuando lo vi al costado de la ruta, haciendo dedo. El torso eternamente ancho, sacando pecho como era común verlo en los recreos de la escuela primaria del pueblo, hace mil años atrás, el brazo rígido hacia delante, levemente inclinado hacia la dirección en la que manejaba, el dedo gordo inconfundiblemente pidiendo que lo llevaran.
Ortiza había venido a nuestras mentes dos días antes, en medio de una partida de truco en la casa de Juan. De alguna manera que no tiene explicación coherente ni sustentada ni siquiera por teorías cuánticas, como ocurre siempre, en medio de una discusión sobre si estaba permitido o no dar como ya jugada una carta que se cayó sin querer sobre la mesa, apareció cruzándose entre dos insultos el apellido Ortiza.
De pronto nos refugiamos en el silencio previo que habitualmente se registra antes de una carcajada general. Y así fue. Tras las risas, lo recordamos acaloradamente, aquel bravucón de sexto grado que no tenía mejor divertimento que acosar a los niños más pequeños y arrebatarles golosinas, figuritas e incluso, los lápices de colores.
Era nuestro terror, nadie lo ocultaba. Fue así tres o cuatro años, porque Ortiza nunca salía de sexto grado, hasta que finalmente los directivos del colegios se apiadaron de nuestras penas o bien, notaron que el bigote que comenzaba a colorearse sobre el labio del grandulón dejaba en evidencia la diferencia entre la edad del repetidor y los demás alumnos.
A quién no le había quitado figuritas o despojado vilmente del sánguche que mortadela que mamá había preparado con tanto esmero en casa, para la hora del segundo recreo, cuando ya el estómago era lógico que gruñera con furia.
Dos noches atrás estaba en boca de la barra de amigos y ahora estaba allí, erguido sobre sus piernas bajo el sol de octubre, aguardando un aventón hacia vaya saber uno dónde.
Y quizá por curiosidad, otro poco por solidario, acerqué el coche a la banquina de la ruta. Fue así como Alejandro Ortiza, casi veintantos años después, volvía a estar en mi vida.
Lo saludé y noté que no me reconoció. Después de agradecer y comentar donde se dirigía (que por suerte no era lejos, sino un pueblo que estaba en el camino de mi viaje) le confesé que lo conocía. Me dirigió una mirada desconfiada, pero fugaz. Solo atinó a preguntar secamente "de dónde". Le conté entonces la tirana historia de un niño más grande al que todos temíamos en la escuela del pueblo. Y entonces rió con ganas, mirándome con otros ojos, ojos de quién encuentra un lugar común.
"Así era yo en aquel entonces" dijo resignado, sorprendiéndome. Aunque claro, veintitantos años después no solo uno es el que cambia. Me contó entonces que recordaba el temor que infundía y que eso lo motivaba a seguir siendo así, porque en todo caso "le convenía".
Incluso recordaba algunas de las travesuras. Ya conocía un par de las que contó, pero otras fueron novedosas, seguramente de años anteriores a conocerlo. Y mirándome casi frontalmente, me dijo "no recuerdo si alguna vez te hice algo, pero si es así, te pido disculpas, en aquel entonces uno hacía esas cosas por razones equivocadas".
Sonreí para que se quedara tranquilo. "Lo pasado, pisado" asentí y agregué algo que le hizo gracia, en realidad a los dos: "Creo que nadie se salvó de vos, Alejandro". Lo tomó con humor. Su pecho firme de tanto gimnasio se agitó alegremente bajo la campera azul que llevaba puesta.
Y el viaje, de unos veinte minutos, se hizo placentero, algo que dos noches atrás nunca hubiese podido imaginar. Cómo tampoco, el hecho de volver a toparme con Alejandro Ortiza, de quién desconocíamos que había sido de él tras haber sido enviado a otro colegio cuando sus bigotes comenzaron a despuntar.
Hasta ese detalle me llamó la atención. Su barbilla estaba bien afeitada y su aspecto, más allá de la vestimenta informal que llevaba puesta, era elegante. Cuando detuve el coche a la entrada del pueblo donde terminaba su viaje en el asiento de acompañante, tuve la necesidad de preguntarle que era de él ahora, tantos años después.
Me mostró una sonrisa amigable, pero con los ojos me decía "no preguntes" y sin embargo, después de mirar hacia un lado y otro (ya había bajado del coche y estaba encorvado, mirando hacia dentro por la ventanilla abierta) me dijo: "Mirá, no debería decírtelo, pero confío en vos, parecés buen tipo. Encontré las razones acertadas, las que antes no tenía. Y ahora hago lo mismo que antes, golpeo, amenazo e incluso a veces mato, pero por dinero, a pedido de políticos y gente con poder. Fue cuestión de pulir el don y hacerlo valer. No debería habértelo contado, pero como te dije, sos buen muchacho, te conozco, se dónde vivís y cuáles son tus miedos. Con eso, soy Dios".
Me guiñó el ojo y se marchó por la calle principal del pueblo. Puse en marcha el auto y me alejé, sintiendo un no se qué en el pecho. Desde entonces que no dejo de pensar en Ortiza y en esas palabras que me asustaron más que todas las palizas juntas que me daba de chico para sacarme las cosas.
Siempre hay una pregunta más que se hace y no se debería formular. ¿Pero cómo saberlo? ¿Cómo no pensar que alguien puede cambiar? ¿Cómo mantenerse callado ante la curiosidad? ¿Cómo guardar un secreto así?

6 de octubre de 2010

Miguel ángel

Cuántas veces, se preguntaba Miguel, a uno se le aparece un ángel. Es decir, cómo estar seguro de no haberse topado con uno. En el bar, en el subte, en un colectivo. El chico que vende el chipá en la esquina, el estudiante que lee bajo el árbol de la plaza, la mujer que silba en la puerta del supermercado, la pareja de ancianos que arrojan migas de pan a las palomas. Cualquiera podía ser un ángel.
La idea le daba vueltas en la cabeza desde hacía un tiempo. Sus caminatas por las calles de la ciudad eran misiones encubiertas. Sus ojos iban de rostro en rostro, deteniéndose en los detalles, en los movimientos, las sonrisas, el brillo bajo los párpados. De vez en cuando lanzaba miradas furtivas a las espaldas, buscando ese contorno plegado bajo las ropas que no dejarían dudas de sus sospechas.
Pero la búsqueda, si bien intensa, lo dejaba con el alma vacía al llegar cada atardecer, cuando resignado abandonaba la tarea, para volver a su hogar. Sin embargo ni siquiera cuando regresaba con las manos en los bolsillos, con paso cansino, podía dejar de escrutar a cuánta persona se le cruzara en el camino o invadir la privacidad de los comercios, observando hacia el interior de los mismos sin temor del ridículo por entre medio de los huecos que dejaban los productos mostrados en el escaparate.
Muchas veces se convenció en vano, siguiendo a la persona en cuestión. Pero fueron siempre falsas esperanzas, encontrándose con desalentadoras realidades al doblar la esquina. Una vez su promesa de ángel le sacó la billetera a una anciana, otra le tocó el culo a una joven que estaba cruzando la calle, en una ocasión incluso uno de ellos lo encaró y le preguntó si acaso lo perseguía en busca de sexo apasionado.
Las suelas desgastadas de sus zapatillas eran testigos de esos fracasos. La llegada tarde a su trabajo en las mañanas, también. Tanto, que un mediodía su jefe le advirtió que no siguiera llegando fuera de horario, que lo dejaría cesante.
Y entonces surgió Magdalena, la pasante de la oficina de Legales. Se acercó unos minutos antes de la hora de salida y sonriéndole le dijo que no le hiciera caso a las palabras del jefe, que por los estatutos de la empresa, número algo y algo, y los derechos que establece la ley número tanto y otro tanto, no podían despedirlo y que solo era para asustarlo.
A Miguel todo el palabrería le pasó de largo, como una exhalación. Quedó extasiado por esos ojos lilas que lo miraban desde la ternura de un rostro tan bello como angelical.
Angelical, pensó. Claro que si. Estaba ante un ángel. Uno verdadero, de piel suave, voz de coro y cabello oscuro y lacio. Cómo podía ser que antes no reparada en ella. La había visto, si, una o dos veces, pero siempre estaba tan metido en sus pensamientos que apenas si había visto un cuerpo pasar con una pila de carpetas de un lado a otro por el pasillo.
Magdalena, dijo en voz alta, casi sin darse cuenta. Ella sonrió. El se sonrojó. Sin embargo actuó rápido, sin dejarse amilanar por la situación. La invitó a un café. Mientras bajaban por la escalera hacia la planta baja (había evitado el ascensor) sintió que su búsqueda había terminado. Un ángel iba a centímetros suyos, podía sentirlo. Faltaba solo darle la libertad para que desplegara las alas y revelara su brillo. Podía imaginarse encandilado por la belleza de ese cuerpo, la perfección de la creación divina.
En el bar hablaron, rieron, compartieron. Se despidieron una hora después, beso en la mejilla. Ella se alejó por la avenida. El la miró hasta que sus ojos ya no pudieron verla, perdida en la multitud. Mi ángel, murmuró.
No hubo caminata ni búsqueda esa tarde. Se dejó caer en la cama y soñó con ella. Su ángel.
A la mañana siguiente no quería llegar tarde a su trabajo. No por la amenaza de su jefe, sino por Magdalena. Llevaba un ramo de rosas y su intención era dejarlas sobre el escritorio de ella antes que llegara.
Lo logró. La oficina de Legales estaba vacía. Intuyó que el escritorio era el del fondo, en el rincón donde las primeras luces del día penetraban jovialmente por la ventana. Dejó las rosas, garabateó unas palabras sobre un papel y corrió hacia el pasillo, para escaparse a su oficina.
Se hacía el ocupado en sus papeles, pero de reojo miraba el pasillo, esperando verla pasar. Consultaba la hora continuamente en su reloj, que iba consumiendo su impaciencia.
Ya era media mañana y Magdalena no había aparecido. ¿Le había pasado algo a su ángel? ¿Era posible? Después de tanto buscar, una vez que lo había encontrado... se estremeció, creyó que iba a desmayarse pero logró controlarse. Se puso de pie, tomó el pasillo y corrió hacia Legales. Abrió la puerta sin golpear y sacando aire de donde no lo tenía, preguntó por Magdalena.
Lo que siguió a continuación fue el cónclave de todos sus fracasos, disfrazados de martirio. Le comunicaron que ella había renunciado el día anterior.
No podía creerlo, no comprendía. Se encerró en su oficina, sentía una opresión en el pecho. Buscó aire acercándose en la ventana y desde allí la vio. Magdalena, en la vereda de enfrente mirando hacia donde él estaba, atravesando el vidrio con la mirada lila de esos ojos (ahora) gélidos.
Su rostro llevaba la sonrisa burlona de la maldad. Saludó con su mano con el típico adiós de andén, para luego darle la espalda y perderse como un fantasma entre la gente aturdida que caminaba como autómata por la ciudad.
Miguel se desplomó sobre sus piernas, con el llanto a flor de piel. Había sido vencido con la táctica más vieja y confundido lo divino con el amor, lo utópico con una simple calentura.
He ahí su único y fatal error en aquella búsqueda de años.
Definitivamente, Magdalena no era un ángel. Más bien, un demonio.
Podía escuchar a los ángeles reír en alguna parte, abrazados a sus primos del averno. Y entonces, el corazón se partió en mil pedazos.

3 de octubre de 2010

La noche culpable

La noche eterna abarcando el mundo, solo las farolas de la calle dejaban un rastro que seguir con la vista. El paso temeroso, las manos extendidas tanteando los árboles de un lado y la pared del otro, la cabeza dando vueltas mientras el alcohol recorría su circuito habitual.
Y los sonidos... espeluznantes; alaridos que dolían, como relámpagos provenientes de la nada y ese murmullo insoportable abarrotando los tímpanos, una caricia de espina permanente, que sangraba sin sangre.
Las baldosas se convertían en crueles enemigos, entorpeciendo el avance, mientras los primeros pájaros se mofaban en su rostro, ocultos en las altas ramas, donde los insultos no llegaban, como tampoco los manotazos.
El zumbido de los vehículos al pasar por la calle producían una ola invisible, casi devastadora, pero no alcanzaba a guarecerse; cuando las luces lo iluminaban todo, el oleaje era inminente.
Cayó una, dos, tres veces. Vomitó otras cuantas. Y alrededor, la noche.
La noche mirándolo.
La noche riéndose de sus pasos.
La noche jugando con él.
De pronto sintió que la odiaba. Que quería matarla. La cabeza pulsaba, era un solo latido. Pero la bronca lo superaba. Intentó gritarle un improperio, pero apenas si balbuceó dejando escapar saliva por la comisura del labio.
Las cosas no quedarían así. ¡Cómo quedar así! Se fue hacia atrás, pero un árbol detuvo su caída. Aprovechó a enderezarse y empujó su cuerpo hacia delante. La pared de un tapial lo detuvo. Allí había huecos. Pequeños lugares donde los ladrillos lo invitaban a colocar un pie. Uno para después subir el otro. Y así para llegar a lo alto. Y en lo alto golpear a la noche. A la mismísima noche, de lleno en el rostro. Y hacerle saber que nadie se reiría de él.
Subió, demorado por la parsimonia del alcohol, por la dificultad de aquella cruzada. En lo alto se irguió, con la postura de un héroe. La brisa refrescó su rostro y sonrió. Una sonrisa estúpida, propia de quién se cree el rey de un tapial.
Enfocó la vista al cielo, tan negro como sus recuerdos. Los puntos brillantes no eran más que alfileres que escocían sus ojos. Y sin perder tiempo, con el puño derecho golpeó a la noche, de lleno en el rostro. Y la noche, dolorida, aulló de dolor en forma de relámpago, para luego llorar, en forma de lluvia.
Pero no alcanzó a sentir el agua sobre la piel, aquella luz cegadora e imprevista fue demasiado para ese cuerpo intoxicado. Y una vez que el corazón blandió la bandera blanca, el resto se desmoronó como una consecuencia lógica y esperada.
El cuerpo fue encontrado con las primeras luces del día, luego que la noche y su llanto se retiraran en medio de la congoja que solo puede llegar a producir el haber causado una muerte y la posterior consciencia de ello.