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15 de noviembre de 2015

La fría verdad de los números

Las últimas voces se desparramaron como una ola a lo largo del pasillo y luego sobrevino el silencio. El lugar había quedado vacío. Alguien desde el exterior accionó los interruptores y las luces se fueron apagando de a una. Al silencio, la noche.
Aguardó unos instantes. Cuando intuyó que ya nadie retornaría, abrió la puerta del armario donde estaba escondido desde hacía cinco horas. Tenía las piernas entumecidas. Los primeros pasos fueron vacilantes y debió sostenerse de las paredes para no caer. Durante algunos minutos frotó con fuerzas los músculos de sus piernas para volverlas a la normalidad.
Algo más aliviado, hurgó en la mochila en busca de una linterna. Era pequeña y con luces de led que le proporcionaban una buena iluminación. Ni bien la encendió, un haz de luz dejó a la vista gran parte del pasillo. De un lado colgaban cuadros antiguos y del otro el ingreso a varios salones de clases. Al final del mismo el camino tomaba hacia la izquierda.
Fue hasta allí sin prisa. Iluminó la continuidad del pasillo antes de seguir caminando. Divisó un par de puertas a la derecha y quince metros más adelante, sobre el final del piso de cerámicos blancos y negros dispuestos en forma de damero, una enorme puerta de madera con pequeñas ventanillas de vidrio en cuyo marco superior un enorme letrero decía "Dirección".
En tanto se acercaba, su corazón latía más fuerte. Al llegar a la puerta, dejó la mochila en el suelo y casi en cuclillas buscó en uno de los cierres delanteros de ésta un manojo de llaves. Todas estaban relucientes. Había estado haciendo las copias a lo largo de los últimos meses, a razón de dos por semana.
Una de las llaves era más grande que el resto. Tomó esa y de frente a la puerta la introdujo en la cerradura. La giró dos veces hacia la izquierda y de inmediato se escuchó un chasquido en el mecanismo que reverberó en todo el pasillo. La puerta estaba ahora abierta.
A medida que se abría, un chirrido acompañaba el movimiento. Las ventanas estaban cerradas y aquello era una verdadera boca de lobo. Apuntó la linterna hacia el centro arrebatando a la oscuridad parte de su misterio. Un escritorio repleto de papeles quedó al descubierto.
Sin embargo no le importaba aquel mueble antiguo ni los papeles ordenados, casi de manera obsesiva, en pilas simétricas. Detrás había una biblioteca, aunque su función no era solamente poner al resguardo los cientos de libros que contenía. Con firmeza se apoyó en uno de sus laterales y empujando con todo el cuerpo, la desplazó un metro.
La biblioteca ocultaba de la vista un panel de acero sobre la pared. El panel a su vez estaba dividido en seis partes iguales, conteniendo cada una cerradura. Eran en realidad, seis cajas fuertes. Y dentro de las mismas estaba aquello por lo que había arriesgado todo en las últimas semanas.
No por nada lo consideraban el alumno más inteligente y a quién más confianza le tenían los profesores e incluso, la rectora. Era brillante y tenía un gran porvenir. Ese año en particular había trabajado codo a codo con varias investigaciones y en la universidad habían recibido ofertas de varias empresas para poder contratarlo ni bien se graduara. La rectora, algo ilusa, pretendía que diera clases en el futuro, razón por la que lo invitaba seguido a tomar el té en su propia oficina.
Aquellas seis cajas fuertes contenían el historial de todos los alumnos. Allí estaba la suerte de cada uno de ellos. Porque cualquiera podía hackear los servidores y modificar las notas, pero el papel siempre reflejaría la realidad, la fría verdad de los números.
Probó dos llaves antes de dar con la adecuada. La puerta se acero se abrió para su lado. Alumbró con la linterna y tiró del cajón hacia delante. Estaba en la letra del abecedario correcta. Fue pasando con los dedos a gran velocidad las carpetas guardadas. En la parte superior figuraba el apellido, lo que le permitía no detenerse una por una a ver a quién correspondía.
Treinta segundos después se detuvo en la carpeta que buscaba. La sacó con cuidado, como si fuera una bomba. Dejó por un momento la caja fuerte y fue hasta el escritorio. En la primera página estaba la foto de ella, sus tres nombres, su apellido. Sintió que el corazón le daba un vuelco. Suspiró. Las primeras páginas correspondían a los años anteriores. Saltó directamente hasta las últimas. Justamente donde estaba el problema.
Le dolían esos números de tan solo verlos escritos. Buscó en la mochila su libreta de apuntes y la colocó al lado de la hoja de calificaciones. Tomó luego una lapicera y el sello de la rectora. Con una espátula de metal bien afilado raspó la tinta seca hasta hacerla desaparecer, una técnica que había practicado horas y horas a lo largo de dos meses. Luego miró su libreta y con enorme habilidad, imitó la caligrafía de la rectora. Cuando hubo terminado, legitimó todo con el sello.
Apreció su obra a lo largo de un minuto. Luego guardó todo en su lugar sobre el escritorio, devolvió la carpeta a su sitio y volvió a colocar la biblioteca donde correspondía.
Se marchó en silencio, despacio. Recorrió el último tramo en total oscuridad. Luego, volvió al armario. Trataría de dormir parado, descansar algo. Cuando todo el mundo retornara por la mañana, abriría la puerta y se mezclaría en la multitud. El plan perfecto, el sacrificio necesario. Todo por verla feliz.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Todo un sacrificio implica ese plan. De importarle mucho.