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3 de enero de 2020

Eso que llaman crecer (ilustrado por Caio Di Lorenzo)

Desde que se supo en la barra que la familia del Carlos volvía al barrio, no se habló de otra cosa. Es que el Carlos había dejado su huella. Tres años más grande que todos, de carácter fuerte y decisiones rápidas, era el líder indiscutido de ese grupo de chicos que deambulaban desde la hora de la siesta hasta que caía el sol por las calles, veredas y la plaza del lugar.
Cuando se fue, a causa de un trabajo del padre en otra ciudad, dejó un hueco que ninguno de ellos pudo llenar. Las travesuras no tenían el mismo color, las amenazas a los chicos del barrio vecino carecían de credibilidad y hasta los partidos de fútbol en la placita parecían sosos.
La barra no se separó, aunque las horas que pasaban juntos, eran cada vez menos. Algunos preferían, antes de aburrirse, quedarse en sus hogares a mirar televisión o jugar con la computadora.
Ilustración de Caio Di Lorenzo
Pero todo cambiaría ahora con el regreso del Carlos. El entusiasmo de los amigos de la infancia era tal que desde hacía una semana que venían juntándose después de almorzar y no se iban a sus casas hasta que algún padre no se asomaba a llamarlos para la cena.
Hacían planes, aventuraban nuevas travesuras y hasta hacían conjeturas de cuán cambiado estaría el Carlos. Algunos decían que tendría el pelo más largo, otros que ya andaría por el metro sesenta, y no faltaba el que pronosticaba que estaría más gordo. Pero nadie dudaba que todo volvería a ser como antes.
Aquel sábado cuando vieron pasar por la calle que entraba al barrio al camión de la mudanza cargado de muebles, los chicos salieron al trote en dirección de la casa donde siempre vivió el Carlos y que, desde la partida de la familia, ocupaban sus abuelos.
Dejaron sus bicicletas sobre el cordón de la vereda y se sentaron a esperar la llegada del amigo. No tardaron mucho en ver doblar hacia la casa, desde la calle principal, la vieja furgoneta del padre de Carlos. Y allí, en el asiento delantero, del lado del acompañante, estaba el Carlos. ¡Si hasta parecía el mismo que se había ido! Ni un ápice distinto. El mismo corte de pelo, la misma sonrisa, la confianza en la postura. Era él y los chicos ya estaban de pie.
La furgoneta se detuvo y los amigos se acercaron a la puerta, sonriendo al chico del otro lado de la ventanilla, que les devolvía la sonrisa y los saludaba con la mano. La puerta se abrió y Carlos, un Carlos más alto de lo que recordaban, pero para nada gordo, se apeó con la gracia de un ganador. Y de inmediato le llovieron los abrazos.
– Gracias chicos, gracias – les decía a cada uno, devolviendo generosamente cada gesto.
– Dale Carlos, apurate en bajar tus cosas y vamos para la plaza – le dijo el Willy, siempre impaciente.
Carlos sonrió. Esa sonrisa canchera que todos le recordaban, con la que sobraba a los chicos del barrio vecino sin que se le moviera un pelo. Los dientes blancos en fila, brillando con cierta picardía, la comisura estirada y los ojos acompañando con una mirada cómplice. El Carlos estaba de nuevo en el barrio, no existía duda alguna.
Y el Carlos dijo:
– Vamos che, que ya tengo quince años. Vayan ustedes, que todavía son chicos. Yo ya tengo otras cosas en la cabeza. Pero les agradezco que se hayan acordado de mí. Vayan, vayan, que acá tengo que ayudar a mis viejos con la mudanza.
Con los ojos tristes y sin comprender, los niños de la barra se fueron alejando. Miraban de tanto en tanto hacia atrás, esperando que el Carlos saliera corriendo detrás de ellos y les dijera que todo era una broma e iría con ellos. Pero el Carlos se había puesto a bajar valijas de la parte trasera de la furgoneta y ni siquiera les dirigía la mirada.
La barrita se retiró en silencio y en la medida que iban pasando por sus respectivas casas, se iba metiendo dentro, desmembrándose cuadra a cuadra el grupo.
De pronto, la barra ya no existía. Como la niñez y todo aquello que perdemos en el camino sin entender por qué.



Cuento publicado en el sitio GComics

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