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25 de noviembre de 2019

Un laburo fijo

Me había quedado sin trabajo mientras esperaba el bendito segundo semestre. Nos pasó a muchos. Al ser una ciudad chica, nos veíamos los rostros delante de las mismas puertas, a las que íbamos a golpear inútilmente. El despacho del secretario del intendente, las del concejo deliberante, en las oficinas de los políticos más conocidos, en las empresas que aún seguían en pie, en supermercados, distribuidores… son tiempos difíciles nos decían, cómo si no lo supiéramos.
Algunos hicieron las valijas y se fueron a lugares más poblados. Pero eran los pocos. Al resto aquello nos parecía una utopía. No estaban las cosas como para llevar a la familia a una ciudad desconocida y sin dónde caernos muertos. Al menos, acá, aunque sea en un rancho, teníamos techo.
Hice changas durante meses hasta que salió lo de la empresa nueva. Fue casi de casualidad. Había estado cortando el césped y arreglando el jardín de una señora mayor durante gran parte del verano. Cada tanto la visitaba el hijo, un hombre siempre bien vestido, de modales refinados, que no obstante, me ofrecía siempre un vaso de agua, cosa que la madre no hacía por estar siempre pendiente del televisor.
La cuestión es que al tipo le gustaba el fútbol y de eso, podíamos hablar a la par, porque el fútbol empareja, porque cuando dos personas hablan de lo que ocurre alrededor de una pelota, no importa cuánto dinero llevás en el bolsillo o tenés en una cuenta del banco; el tema es cuánto sabés y qué pensás de tal o cual equipo, jugador, técnico o árbitro. Así que con este tipo, Fabián, podíamos tener nuestras charlas, entre cada árbol podado o mientras removía la tierra de algún cantero.
- ¿Te gustaría un laburo fijo? - me dijo una tarde en la que el sol pegaba fuerte y mis brazos parecían dos morrones de lo colorado que estaban.
Lo miré, tratando de abrir bien los ojos, a pesar del sudor que me bajaba por la frente. ¿Quién no, verdad? Aunque quise decirle eso y balbuceé vaya a saber uno qué.
- ¿Cómo? - preguntó.
- Qué a quién tengo que matar - dije, para salir del paso con humor.
Me citó para el lunes siguiente, en una oficina del centro, en un edificio de varios pisos. Ese día me presentó a unas personas y se retiró. Quedé a solas con un grupo de ejecutivos que no levantaban la vista de los papeles que tenían sobre el escritorio. Hablaban y me hacían preguntas sin mirarme. Al cabo de un rato uno de ellos se puso de pie y me acompañó hasta la puerta.
- Bien, esté atento, en una semana lo llamamos. Pero si está dispuesto a hacer 50 kilómetros diarios, el trabajo será suyo.
Salí del edificio prácticamente volando. Quería llegar a casa y contarle todo a mi mujer y a los chicos. Otra vez iba a tener trabajo. Viajando todos los días, pero trabajo al fin. Ya no tendría que cortar clavos pensando en si conseguía o no una changa.
Dos semanas más tarde bajaba del colectivo interurbano en la garita que me habían indicado de la vecina localidad. Me habían dado un adelanto para que pudiera pagar los viajes. La empresa tenía un depósito dentro de un predio industrial, un galpón muy grande que se veía desde la ruta. Delante había mucha gente agolpada, obstaculizando el ingreso al lugar. Llevaban pancartas y cantaban como en una cancha de fútbol. Recién al acercarme un poco más entendí que frente a ellos había un cordón humano de efectivos policiales.
Miré el reloj. Mi mayor preocupación era cómo entrar con tanta gente bloqueando el acceso. Iba a llegar tarde al primer día de trabajo. Presté atención a los carteles de los manifestantes. En todas aparecía el nombre de la empresa que me había contratado.
- ¿Disculpe, la protesta por qué es? - le pregunté a un señor mayor que soportaba parte del peso de su cuerpo sobre un bastón.
- ¿No sabe? ¡Por la empresa de mierda ésta, Glifoxatrón, que se instaló acá en la ciudad y nos va a envenenar a todos!
- Perdón, no soy de la ciudad, no sabía… - me excusé, apartándome hacia una cabinita de seguridad vacía.
¿Envenenar? Lo único que sabía era que iba a trabajar con fertilizantes. ¿Lo fertilizantes envenenaban? ¿Y ahora qué hacía? Detrás de la cabinita había una puerta y un hombre me hacía señas para que me acercara.
- Venga, por acá. Usted es el nuevo. Menos mal que lo vi. Vamos a tener que ver por donde entra, porque es así cada día.
Me llevó hasta el galpón de la empresa. Me mostró el vestuario y las demás dependencias.
- Aquí tiene el celular del sector, lo tiene que dejar acá, no se lo puede llevar. Una vez que se ponga la ropa de trabajo, llame al número registrado así le indican qué hacer.
- ¿Y los demás operarios?
- Es usted solo. Estas empresas usan estos terrenos de depósitos. Están arancelados, se ahorran unos pesos. Y olvídese que vayan a invertir en personal. Con uno es suficiente.
- Pero… ¿no hay nadie de Seguridad, un patrón, un médico?
- Menos médico, usted es todo lo demás. Cualquier cosa me avisa, si se lastima, le llamo una ambulancia.
Me quedé entre asombrado y preocupado, con el teléfono en la mano. Dudé entre hacer la llamada primero y cambiarme después, pero seguí el consejo del hombre. Diez minutos después estaba hablando con una persona que me anunciaba la cantidad de camiones que iban a entrar entre esa tarde y el día siguiente.
- Pero, oiga don, el acceso está bloqueado. ¿Qué hacemos si no pueden entrar?
- Nada, espere. Ya le dimos aviso a la gendarmería, así que si la gente no se corre, se va a armar.
Y sucedió precisamente eso. Podía verlo desde lejos. La multitud agitando sus banderas con más fuerza que antes. El grito aguerrido en una sola voz y los camiones de asalto de gendarmería llegando de un lado y del otro. Gases lacrimógenos, sonido de disparos al aire - y de un momento a otro, la gente dispersándose a los tumbos, tratando de no ser alcanzada por la represión.
Sentí culpa. Aunque no era culpa por un acto consciente, sino un sentimiento de tristeza muy hondo, que caló rápidamente en el pecho. Pensé en el viejo con el bastón, temí incluso que le hubiese pasado algo. Había visto a mujeres, jóvenes. ¿Estarían ellos bien? Tenía ganas de caminar hacia la entrada y preguntar si alguien necesitaba algo. Pero con solo bajar la mirada podía darme cuenta que sería una pésima idea: estampado en mis ropas estaba el nombre maligno que tanto insultaban en sus cánticos de guerra.
Minutos después llegaron los primeros camiones. Los conductores, de mal humor, maldecían horrores contra los manifestantes. Algunos habían estado más de tres o cuatro horas esperando en la ruta la orden para avanzar.
Ayudé con la descarga y acomodé los barriles de fertilizantes durante horas. Ya había caído la noche cuando salí del vestuario. El acceso estaba despejado, aunque del otro lado de la ruta había una carpa. Se podían ver pancartas a su alrededor, así que supuse que la usaban de base los manifestantes. Me acerqué despacio, sin saber si alguno me había visto salir del predio.
En el interior había dos muchachas jóvenes y un hombre de camisa a cuadros, con el teléfono pegado al oído. Las chicas estaban tristes.
- ¿Cómo están? ¿Puedo ayudarles en algo? - les dije, llevando la mirada de un rostro al otro.
Me quedé un par de horas, tomando mates con ellos. Estaban angustiados por los compañeros de protesta que habían sido heridos y tres detenidos. Me contaron de la lucha por detener el ingreso de la empresa debido a la contaminación a la que comenzaba a exponerse la población, de los acuerdos políticos que lo permitían, de las vueltas y tiempo invertido en una pelea desproporcionada, entre intereses económicos y el bienestar de la población. Y que las promesas de fuente de trabajo eran falsas, que sabían bien que solo tomarían una persona y que ni siquiera sería de la ciudad.
No me animé a decirles que esa persona estaba tomando mates con ellos. No tenía sentido. El dolor de la lucha era también mío. Volví a casa muy tarde. Mi esposa me esperaba con alegría en los ojos. Mis niños estaban felices. Los abracé a todos. Les mostré mi mejor sonrisa. Comimos, reímos. Y luego nos fuimos a dormir.
Me desperté temprano, desayuné, le di un beso en la frente a cada uno y salí a buscar una changa. El bien de uno, no tiene por qué ser el mal de muchos. No necesitaba tener dinero para entenderlo.
El sol brillaba en lo alto. Seguramente muchos jardines esperaban por un buen corte de césped. Me perdí en las calles de la ciudad, pensando en quiénes la luchan a diario, enarbolando las banderas de lo correcto.

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Que valiente resultó, al optar por las convicciones.

Facundo Dassieu (Elliott Nimoy) dijo...

Hace rato (algunos años ya) que no ando por estos lares.
Me dio alegría encontrar este blog abierto y funcionando; leerte es un abrazo siempre.

¡Qué estés muy bien!