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10 de noviembre de 2018

Cuentos de mi madre

* Relato seleccionado y publicado en la antología de cuentos de terror "Mi abuela tiene un bicho", de Lafarium Contenidos.

En el monte, entre arbustos y árboles que conforman un paisaje tan inhóspito como salvaje, vive sola mi abuela, ocupando la vieja casita que construyó su padre, mucho antes que ella naciera, mucho antes incluso que Yaldaboath maldijera a la familia.
Solo una vez, antes de esta noche, había viajado hasta ese paraje olvidado del universo. Fue tras la muerte de mamá, hace unos tres años. A pesar de haberse negado ella toda la vida de traerme al monte a conocer a la abuela, creí importante que la anciana tuviera noción de la desgraciada noticia.
Su rostro surcado de gruesos pliegues de piel sucia, el cabello gris como nieve sucia y esos ojos blancos, ciegos como la nada misma, hicieron que balbuceara la trágica razón de la visita y dos minutos más tarde estaba otra vez al volante, acelerando a fondo la destartalada coupé que tenía entonces.
Aunque la imagen que más me había acobardado no había sido la de la vieja, sino aquello que había detrás, que se dejaba ver sobre el hombro huesudo de ese cuerpo marchito. Era una bicho. No tengo palabras para describirlo. Parecía un pulpo, cabía sobre la mesa, pero tenía la cabeza enorme, ojos desproporcionados y tan oscuros que parecían huecos, los tentáculos… si acaso podían llamarse, tuve la impresión que eran extremidades humanas moviéndose sin ton ni son.
Siempre creí que las historias de mamá formaban parte del folclore familiar, historias inventadas para asustarnos y que el hecho de tapiar las ventanas eran solo para darnos mayor seguridad, no por temor a algo extraño. Incluso, que el nombre de Yaldaboath era alguna que otra broma pesada de algún ancestro. Y que, quizá, su negativa de llevarnos a conocer a la abuela se debía a un capricho por una antigua pelea irreconciliable, de esas que no se hablan.
Traté de olvidar aquella visita, empecé a tomar pastillas para conciliar el sueño, incluso asistí por meses a un psicólogo. Pero los ojos blancos de la abuela y los ojos negros de ese bicho se convirtieron en un tatuaje sangrante en mí mente.
Por eso es que esta noche volví al monte, por última vez. Para acallar los gritos ahogados con los que me despierto tras cada pesadilla y asegurarme que había sido una alucinación, despedirme para siempre de la abuela, del puto monte y dejar atrás las viejas historias de terror y el cuento de la maldición.
Igual que la otra vez, la abuela me recibió en la puerta, con esa mirada de muerto, que observa con algo más que la vista y penetra hasta el alma misma. Pero ahora, la empujé, la saqué del camino y fui hasta la mesa. Allí estaba el bicho, como lo había visto hacía tres años. No había sido mi imaginación. Y sus tentáculos… oh, sus tentáculos. Eran los brazos de mi padre, de mi madre, los de otros integrantes de la familia, porque tenía montones, y en esos huecos del infierno… allí estaban los rostros de los muertos, gritando y aullando, sufriendo la eterna condenación de dolor.
¿Cómo no sucumbir? ¿Cómo no incendiar todo, Comisario? Creerá que estoy loco, pero no. Verá, mi madre siempre me contaba…



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1 comentario:

Armin dijo...

Talento puro para escribir se llama esto!