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14 de marzo de 2017

El pueblo de la buena gente

Nuestro pueblo está enclavado en un lugar ideal, tiene tierra fértil y clima benévolo. Sus habitantes son buena gente, trabajadora. Alternan sus rutinas con pasatiempos tradicionales: el fútbol, las cartas, la timba, el baile, las peñas, alguna que otra carrera de caballos en las afueras.
Recurrimos poco a la ciudad, que nos queda a casi doscientos kilómetros de caminos deteriorados y en su mayoría sin asfaltar. Nuestras calles son de tierra y cuando llueve se transforman en caminos de barro y agua. No tenemos los servicios públicos que pueden encontrarse en otros sitios. No hay cloacas, ni gas y la electricidad es algo que va y viene, según el estado del tendido eléctrico y las ganas de repararlo de la empresa estatal de energía.
El agua la sacamos de pozos que hacemos nosotros mismos, aprovechando las napas naturales que atraviesan el valle. Consumimos lo que cosechamos e intercambiamos con los demás. Lo que nos hace falta, cada treinta días lo compramos en la ciudad. Hacemos un solo viaje, en el camión de Fermín y solo vamos cuatro o cinco. Nos dividimos, uno al supermercado, el otro a la farmacia, otro a la ferretería y el otro al banco. Somos muy organizados.
En nuestros campos las vacas pastan tranquilas y no sufren al ser ordeñadas. Los gallineros explotan de huevos y los caballos corren felices y salvajes por el verde paisaje. El río que corre al este nos invita de peces y el suelo nos devuelve nuestro afecto y cuidado proporcionando las mejores huertas y sembrados que puedan imaginarse.
Para la ciudad, no existimos. Y mejor así. Cuando pisamos el cemento duro no decimos de dónde provenimos. Si bien nos conocen, ignoran de dónde partimos. Nos preguntan y les decimos del campo. Y eso mitiga su curiosidad. Cinco letras que son nuestra libertad.
En nuestro pueblito hay buena gente y eso nos conforta y nos hace sentir orgullosos. Tenemos todo lo que la naturaleza puede darnos y lo combinamos con lo mejor de la humanidad, su hermosa cultura, sus juegos, las alegrías fruto del ingenio.
Pero para ir a la ciudad y someternos al intercambio de mercadería necesaria a cambio de dinero, necesitamos esto último y nuestras cosechas y animales solo alcanzan para el pueblo. Y por más que hemos hecho cálculos, tener cosechas más grandes o un mayor número de animales, significaría una cosa: llevar al pueblo más trabajadores. Y pasaría lo que pasa siempre que una economía crece: el pueblo se agrandaría, comenzaría a agigantar su escala. Si prosperáramos, tendríamos cada vez más gente viviendo con nosotros. Desconocidos, trabajadores que irían con sus familias. El pueblo se convertiría con los años en ciudad y llegaría el cemento árido y siniestro, las edificaciones frías, el asfalto, las empresas, los bancos, los negocios... el vil dinero arrasaría con todo. Nuestra comunidad perdería su pureza.
¿Y cómo la mantenemos? Con sacrificios de unos pocos.
Mientras otros cosechan, otros cuidan de los animales, o talan árboles para obtener madera (y luego vuelven a forestar), otros van al río y otros buscan nuevas napas, unos pocos obtenemos el dinero.
Somos los que nos vamos por las noches y recorremos esos doscientos kilómetros bajo la protección de la luna y las estrellas, amigos del silencio y la oscuridad, los que furtivamente nos escabullimos en la ciudad de la codicia y el caos, y en nombre del pueblo y el bienestar de todos sus habitantes, irónicamente nos convertimos en malas personas y robamos el dinero que nos hace falta para poder negociar con la ciudad que no deseamos ser.

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Un lugar idilico para no ir, para no pasar ni de lejos.
Ya me sospechaba que ocultaban algo.
Bien contado

Martin Elías Almaraz dijo...

Un lugar sin ansiedad. Grande Parra!