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9 de abril de 2015

Los pensamientos

La vida de Faustino cambió de un momento a otro, inexplicablemente. Ordenado, meticuloso, de acciones medidas y calculadas, la tarde del primer domingo de abril fue el equivalente a un apocalipsis en su existencia.
Sucedió mientras quitaba los yuyos que amenazaban los pensamientos, nos los interiores que en ese momento estaban tranquilos y en su lugar, sino los pertenecientes a la familia de las violáceas, que con sus coloridas flores matizaban el verde semblante del jardín.
Estaba agachado, las rodillas en la tierra, las manos compenetradas en capturar, tirar hacia atrás, soltar la presa y volver a capturar. La jardinería, como la vida, se vuelve con la práctica en un acto mecánico, ornamental.
Escuchó el timbre, pero dado que no esperaba a nadie, dejó que sonara. Una vez, dos veces, tres... Trató de abstraerse a la tarea planificada para la tarde, pero su paciencia sucumbió ante la insistencia de ese dedo fustigante.
Caminó por el sendero de piedras que había colocado a mano, tras seleccionar y recolectar una por una en un viaje a la cordillera una década atrás (había regresado con el baúl repleto) al tiempo que limpiaba sus manos con un trapo que otrora había sido blanco.
La puerta de calle poseía un panel de vidrio esmerilado encastrado en un lateral en posición vertical. Le era útil para distinguir la fisonomía de sus visitantes. A veces con una simple silueta, podía saber de quién se trataba y optaba, haciendo uso de su derecho a la privacidad, por atender o no, Los contornos nos delatan.
Por eso, al asomarse desde el pasillo al living y mirar hacia ese panel esmerilado, como hacía siempre antes de acercarse a la puerta principal de la casa, supo que algo no marchaba bien, Y su hipótesis instantánea, de fácil comprobación, se debía a que allí no había una silueta, sino una absoluta oscuridad con sus respectivos matices, propia de una multitud. Y una multitud insistiendo para que abran, tocando timbre repetidamente, nunca era bueno. La historia estaba plagada de ejemplos.
Faustino sintió un nudo en el pecho, allí donde el miedo se mide en palpitaciones. ¿Podía estar sucediendo? Lo creía imposible, pero...
El timbre volvió a escucharse. Había perdido la cuenta de las veces que lo habían oprimido. La campanilla reverberaba en su mente de forma permanente, Sospechó que la escucharía durante toda la eternidad.
Atinó a dirigirse a una de las ventanas y espiar tras las cortinas, pero no hizo falta. Podía distinguir los flashes de las cámaras, el movimiento en la calle, los grandes utilitarios de los canales de televisión apostados en la calle, incluso, podía leer en las mentes las preguntas que pugnaban por salir disparadas como puñales con el único fin de perpetrar la justicia, casi como una venganza.
Retrocedió espantado. Buscó consuelo alrededor, aferrarse a lo conocido, a los cuadros silenciosos que observaban sin juzgar, a las fotografías enmarcadas sobre los muebles que fingían desconocer la verdad, los mullidos sillones que tantas veces lo habían acogido, la pulcra sala cuyas luminarias limpiaba a diario, el piso de mármol que parecía un espejo de tan perfecto que estaba... de esa fachada de perfección que todos anhelan y que Faustino poseía.
Se imaginó a los periodistas derribando la puerta, a la policía arribando tarde o temprano y sintió pánico. Donde mirara, todo se desmoronaba. El mármol se resquebrajaba, las pinturas y cuadros caían, los muebles temblaban, las paredes se descascaraban y debajo... ¡oh, Dios, debajo...!
Sangre, dolor, gritos ausentes de tiempos lejanos, el pasado volviendo. Supo que los siete jinetes habían llegado. Faustino entendió que no sería juzgado en el más allá. Su infierno sería seguir vivo.
Mientras subía las escaleras con el pecho convertido en un solo tifón, escuchaba el grito en la calle, que eran muchas voces convertidas en una sola. Era el veredicto, sin vuelta atrás. La palabra a la que había escapado durante tanto tiempo y que inexplicablemente, escuchaba ahora fuera de su casa. Esa que con pocas letras, decía todo.
Y de fondo, las sirenas policiales, las campanilla del timbre y el palpitar cada vez más fuerte del corazón. Pero por encima de todo, esa palabra. Represor.
Al llegar al dormitorio, abrió el ventanal que daba hacia el jardín. Sus pensamientos lo esperaban abajo. Había dejado el trabajo por la mitad, sin poder quitar todo el yuyo. Nunca es posible. Era extraño pensar que cinco minutos antes estaba allí, siguiendo su rutina. Y de repente, todo había cambiado. Pero no podía mentirse en aquel instante. Porque en realidad, nada cambia, sino que a su tiempo, todo retoma su curso. Porque aunque se lo maquille de perfección, el pasado se abre paso sin importarle el presente.

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