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21 de abril de 2015

Las últimas horas de Valentín Aristóbulo Pérez

El dolor en la espalda le hacía ver las estrellas en plena mañana. Podía observar por la ventana, a través de la cual se filtraba el sol como un cálido intruso, el despejado cielo celeste que cubría cada espacio dentro del marco de madera.
El polvo acumulado en el piso le provocaba alergia y estornudaba cada tanto. Era consciente que no barría muy a menudo pero tampoco se arrepentía. El tema de la limpieza había sido siempre uno de los motivos de pelea con su difunta mujer y luego había proseguido con sus hijos.
¿Hacía cuánto que no los veía? Al menos cinco años, quizás más. La última pelea había sido por algo de eso. Ya no lo recordaba. Siempre pensó que sus hijos eran unos desagradecidos. ¡Tener el ímpetu de querer enseñarle a hacer las cosas! Justo a él, con tantos años encima.
Aunque pudiese llegar al teléfono, sería a los últimos en llamar. No los necesitaba, como era visto, ellos no lo necesitaban a él. Ni un solo llamado para las fiestas. Ni una carta, nada. Hijos, que más se puede pedir.
Valentín bufó en la sala vacía. El sonido retumbó para que nadie, salvo él, lo escuchara. La espalda era un volcán en erupción. Pensar que estaba seguro que lo lograría y sin embargo...
La escalera yacía sobre el respaldar del sillón, exactamente donde había caído la noche anterior, con él encima. La mala suerte dispuso que no pudiera caer sobre el sillón, que si bien no era mullido y estaba tan o más sucio que el piso, le hubiera evitado el golpe.
Pero había pasado de largo, cayendo como un peso muerto. Escuchó el crack en la columna por encima de todos los demás sonidos en el aparatoso accidente. Y supo de inmediato que aquello era más que una simple caída.
Imposibilitado de moverse, había logrado ponerse de espaldas, con la vista clavada al techo. La noche había sido larga, silenciosa, repleta de espanto. La mañana no trajo nada nuevo, solo la luz del sol. Trató de moverse, pero no pudo hacerlo. No había mueble alguno a su alcance. La escalera lo había arrojado al centro exacto de la habitación, la que había despejado con el tiempo, sacándose de encima todo lo innecesario.
No tenía contacto con los vecinos, ni con sus hijos ni le quedaba amigo alguno que pudiera preocuparse por él. Se había convertido prácticamente en un ermitaño, un ser irascible. Ý se había recluido en su casa, donde salvo con el televisor, no tenía con quién pelearse.
La soledad era ahora su prisionera y al mismo tiempo, el verdugo que tarde o temprano lo ejecutaría. De nada servía amargarse por eso. Suficiente era soportar tanto dolor. No podía moverse, ni siquiera arrastrarse hasta el teléfono. Moriría no por la espalda, sino por falta de agua y comida. Ya se había orinado encima una vez. ¿Cuántas más faltarían hasta que dejara de respirar? Aquel pensamiento le arrancó carcajadas. Sus hijos lo tildarían, de manera póstuma, de reverendo inútil. Poco le importaba.
Miró una vez más por la ventana. El sol se movía rápido, no tanto como la vida que a su entender duraba un santiamén. ¿En qué momento todo se había convertido en un suplicio? No lo sabía. De todas maneras, era un interrogante que pronto dejaría de preocuparle. Horas, quizá días. Pero no mucho más.
Trató de relajarse y no pensar. Ocupó la vista en el techo descascarado y se concentró en las telarañas. Iba a ser un adiós largo y doloroso.

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