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4 de marzo de 2015

El de muchos nombres

El paciente del pabellón cinco estaba creando nuevamente un caos en las habitaciones. No era la primera vez y muy difícilmente la última. Se las había ingeniado para encender una fogata dentro del comedor y los pasillos se habían convertido en las arterias mismas del infierno, con enfermeros tratando de llamar al orden y pacientes destrozando todo a su paso.
Cuando el psiquiatra llegó, el hombre estaba apenas cubierto por una manta blanca, dejando a la vista sus tatuajes, que abarcaban casi todo el cuerpo. Se había encaramado en lo alto de una escalera que llevaba a la terraza y desde allí repelía cualquier intento por atraparlo blandiendo con agilidad un pedazo de hierro, como si de una espada se tratara.
- ¡Basta Omar! - le gritó el profesional.
El hombre lo encandiló desafiante con sus ojos grises. El doctor retrocedió. La luz que ingresaba por un ventanal a sus espaldas hacía resplandecer los tatuajes, donde abundaban dragones de todos los tamaños.
- ¡No me llamo Omar! Llámeme Marduk, Teššup ó Sigfrido, llámame si quiere Perseo, Tristán o incluso, Margarita, pues estos han sido mis nombres. Memorice cada uno, porque ellos están por llegar y cuando lo hagan, solo a esos nombres le temerán.
El psiquiatra suspiró. La patología de Omar era una esquizofrenia con delirios y alucinaciones. Se hacía llamar “el matadragones” y solía hablar en extraños dialectos.
- Deja eso Omar, vamos, que vas a lastimar a alguien.
- Tienen que dejarme salir, nada podré hacer aquí atrapado cuando ellos lleguen!
Así era cada vez, y de nada servía dejarlo aislado por semanas, al primer contacto con los demás internos, generaba una situación de violencia y desorden como la de ese preciso momento.
En un descuido, tratando de alcanzar la ventana, dos enfermeros lograron asirlo de los brazos. Cayeron sobre él con fuerza. El hierro se le escapó de las manos y fue a parar a la escalera. En pocos minutos habían logrado ponerle una camisa de fuerza.
- ¡Cometen un error! ¡Vendrán por todos! - los gritos se escuchaban por los pasillos, mientras lo alejaban hacia las celdas de castigo. Una vez más repetía aquellos nombres, como si fueran una plegaria.
El doctor ayudó a devolver la tranquilidad en el pabellón. Luego volvió a su despacho. Debía registrar lo sucedido. No volvería a casa esa noche. No lo hacía luego de esa clase de episodios. Prefería acercarse hasta la puerta de la celda y quedarse del lado de afuera, escuchando.
Jamás había visto una patología tan aguda. Le costaba entender qué murmuraba en sueños, en qué idioma lo hacía y sobre todo, comprender que eran esas marcas grabadas a fuego que aparecían en su cuerpo cada amanecer, para ser luego, con el correr de las horas, ser devoradas por los tatuajes que en forma de dragones parecían esconder una revelación mucho más allá de lo comprensible.

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