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16 de noviembre de 2014

Un buen pintor suizo

Lapicera en mano se paseaba por la galería de arte. Llevaba una libreta de apuntes y allí hacía una anotación tras otra luego de observar detenidamente cada uno de los cuadros exhibidos.
Ingrid, la curadora de la muestra, sospechó que podía ser crítico de alguna revista cultural. Más que nada por lo bien vestido que estaba y el tiempo que le dedicaba a cada obra.
Se acercó con fingido interés hasta el hombre, acomodándose el cabello con un prendedor plateado y con disimulo trató de espiar lo que escribía. No tuvo éxito y apeló a su encanto y conocimientos. Con tono confidente le habló de las vicisitudes en el armado de la muestra y le dio pautas sobre las razones que la llevaron a diseñar la exposición de esa manera.
Estaba entusiasmada. Jamás había estado tan cerca de alguien que escribiera en una revista y que pudiera darle un empujón a su carrera mencionándola en el artículo. ¿Y si era una publicación extranjera? La sola idea hizo que casi diera un salto.
No dudó en buscar una copa de champagne y alcanzársela. El hombre agradeció con un gesto, mientras detenía por un momento, con una sola mano, lapicera y libreta.
- ¿Quiere que le sostenga? - se animó ella, en una jugada muy arriesgada, pero al mismo tiempo inteligente.
El hombre negó con un leve movimiento de cabeza, sin dejar de observar una obra de un pintor suizo.
- ¿Conoce su obra? Es uno de los artistas más importantes de la muestra. Es una pena que no haya podido venir. Aquella obra es mi preferida, la del bosque y el castillo a lo lejos, ese que parece tener las luces encendidas.
La voz encantadora de Ingrid se perdió en la sala, sin que el hombre diera motivos para pensar que la había escuchado. Ahora si, estaba convencida de la profesión. Un crítico está siempre en otro nivel. No puede distraerse, pues su función es determinante.
- Mi nombre es Ingrid Dyjkens, soy la curadora de la muestra. Es un placer conocerlo... - dijo, entregando al hombre su mano con el dorso vuelto hacia arriba, esperando del él una respuesta acorde, aunque sea un nombre, una presentación... ¡algo!
Pero el hombre aprovechó el instante para devolverle la copa, retomar con la mano libre la lapicera y ponerse en marcha por un nuevo pasillo que hasta entonces no había visitado.
Asombrada, Ingrid reaccionó con cierta tardanza, cuando el hombre estaba al menos a cinco metros.
- Pero... ¡al menos dígame su nombre!
Una mano se posó sobre su hombro.
- ¿Ingrid, qué te sucede?
Allí estaba Ismael, su novio, uno de los socios de la galería.
Quería explicarle, pero le daba vergüenza admitir que había querido ser amable con el crítico. Así que solo le dijo que le había dado bronca que el enviado de la revista no le hubiese dirigido la palabra.
- ¿Qué enviado, amor?
- Aquel - dijo ella señalando el pasillo a su espalda, pero al hacerlo vio que estaba vacío. Corrió hacia el otro lado, buscando en la sala donde lo había visto por primera vez y tampoco estaba. Recorrió con Ismael pisándole los talones el resto del lugar.
- Te juro que estuve con esta persona, estaba aquí mismo, incluso le di de beber una copa.
- Querida, esta semana fue difícil, con todos los nervios, la inauguración...
- ¡No me trates de loca!
Ismael se resignó. Conocía bien a Ingrid como para saber que lo mejor era la retirada.
Lo vio alejarse y decidió ir por una copa para ella. En la barra improvisada para las bebidas dos mozos servían el champagne entre los pocos invitados que deambulaban por esas horas. Una mujer muy bien vestida se retocaba el maquillaje ayudada por un espejo de mano con marco dorado.
Ingrid le sonrió al pasar, pero no obtuvo la misma respuesta de parte de la mujer.
- No te hagás la mosquita muerta, que te vi hablando con él.
- ¿Me habla a mí? - preguntó Ingrid, sorprendida.
- A quién más. Sos la única que le coqueteó. Incluso le llevaste de beber. ¡Por favor! ¿Y todavía tenés el ímpetu de preguntarme?
Aquello, más que angustiarla, reavivó el ánimo en Ingrid.
- ¿Usted lo conoce?
- ¡Claro que lo conozco! El Conde es mi esposo y no voy a permitir - la mujer había metido el espejo en su bolso de mano y se movía hacia Ingrid - que cualquier mujerzuela trate de conquistarlo.
- Pero... - para Ingrid la fuerza de la mujer fue demasiado, ni siquiera le dio tiempo para hablar y explicarse, se sintió arrastrada hacia la pared con suma violencia y casi de manera irracional. Apenas si pudo voltear la mirada y ver sobre su hombro la proximidad de la pared y el cuadro del bosque que tanto le encantaba, ese donde había una especie de castillo a lo lejos, donde las luces parecían encendidas. Cerró los ojos para reprimir mentalmente el impacto, esperando el golpe y el dolor, sin embargo, trastabilló y cayó sobre un colchón de hojas.
Al abrir los ojos, la mujer, aún furiosa estaba de pie. Detrás, los árboles se erigían en punta hacia el cielo.
- Ahora vamos hablar seriamente los tres, claro que si - aulló la mujer, que tomaba un sendero por el bosque.
Ingrid no necesitó llevar la vista hacia el otro lado. Sabía que allí estaría el castillo del cuadro.
Tanteó sin esperanzas el aire, buscando la forma de retornar a la galería. Pero la noche arreciaba y el cantar de la fauna era más aterrador que el sonido de la ciudad. No tuvo más remedio que internarse en el bosque y seguir los pasos de la mujer, que más que caminar, parecía avanzar a los saltos.
Cuando el castillo estuvo cerca, pudo ver al hombre asomado en una de las ventanas altas. Creyó haber visto la libreta en sus manos.
- ¿Tengo que entrar ahí? - le gritó Ingrid a la mujer, que ya había atravesado el umbral del lugar.
No tuvo ninguna respuesta, aunque la soledad del bosque pareció ser suficiente. Penetró con miedo. sin poder quitarse de la cabeza que se había vuelto loca, como presagiaba su novio que le pasaría si no se serenaba un poco.
El interior del castillo era una sucesión de lujos. Paredes repletas de cuadros, arañas colgantes con cristales de todos los tamaños, columnas en todos los estilos y detalles en oro y plata en cada rincón. Una enorme escalera de mármol que se abría en dos, llevaba a las alas superiores. En el hall central, gobernado por una gigantesca alfombra persa, discutían airadamente el conde y su enérgica mujer.
- ¡Te conozco! Ibas a seducirla, como hacés siempre.
- Por favor querida, el recato ante todo.
- ¿Sabés por dónde me paso el recato? Vos y tu maldito pintor suizo que nos embaucó con eso de pintarnos para la posteridad. Nosotros acá y él en nuestro castillo, dueño de todo.
- Estamos en nuestro castillo, veamos el lado positivo.
- ¡Callate! Esto es una maldición, no un castillo. Y por si fuera poco, tengo que soportar que te escapes a buscar mujeres. Porque esa excusa tuya de que estás buscando las pistas para deshacer el hechizo es una estúpida mentira. Lo único que buscás son faldas fáciles.
A Ingrid aquello le resultaba irreal, pero ni siquiera en un sueño se iba a dejar tratar de mujer fácil.
- ¡No le voy a permitir! Me trae acá a la fuerza y me trata de mujerzuela. ¡Me cansaron! Y ahora, si me permiten, me retiro.
- Se hubiese quedado en el bosque, nadie le dijo que entrara - la mujer se dirigió a las escaleras, sin volver la vista.
El hombre bajó la mirada.
- Perdón, no era mi intención involucrarla. Todo esto es un malentendido que hemos tenido en el pasado con el pintor suizo que usted mencionaba en la galería. Como habrá comprendido, estamos atrapados en un cuadro de su autoría.
- Es imposible...
- La lógica indicaría eso, lo sé. Es por esa razón que en cada exhibición que se realiza, se abre por unos momentos una puerta en la que se me permite salir. Desconozco si sucede adrede o es una falla en la maldición. Lo cierto es que mi presencia del otro lado, si se quiere, es como la de un fantasma. Salvo con ciertas personas, con las que hago contacto. Como su caso. Mi problema es que el tiempo es limitado y debo hacer averiguaciones antes que esa puerta se cierre.
- ¿Y esa puerta se ha cerrado?
- Temo que si.
- ¿Y cuándo podré regresar?
- Cuando pueda resolver el enigma.
- ¡No me ponga nerviosa! ¿Esas anotaciones le han servido de algo?
- Debo estudiarlas. De todas maneras hay tiempo, no creo que haya otra muestra en al menos tres o cuatro meses.
- ¿Qué? No tengo ese tiempo.
- Hace cincuenta años que estamos atrapados, le aseguro que uno se acostumbra.
- Pero... qué haré mientras tanto, mi vida está del otro lado.
- Puede compartir con el resto de mujeres que mi esposa, la Condesa, ha arrastrado como a usted, en un ataque de celos.
- Esto es una locura.
- Una maldición.
- Lo que sea. No puede estar pasando.
- Pero está pasando y le pido que se haga la idea de ello.
- No, no, no, no, no...
¡Ingrid!
¡Ingrid!
- ¡No!
¡Ingrid!
Ingrid abrió entonces los ojos y se sujetó a su novio. Todo alrededor parecía moverse a otra velocidad. Se a poco fue tomando noción de donde estaba. Era el baño de la galería.
- ¿Por qué tomaste tanto? ¿Es por lo que te dije?
- No recuerdo haber...
- Ya hemos hablado del alcohol, te avergonzaste ante muchísima gente... ¡Ingrid! ¿Dónde vas?
Corrió por el pasillo de regreso a la sala. La galería estaba desierta, ya había cerrado. Se detuvo agitada ante el cuadro del pintor suizo. Sintió como se le erizaba la piel en todo el cuerpo. Las luces se habían apagado. Su novio llegó a su lado, seguía hablando en voz alta, pero ya no lo escuchaba. Había algo en aquel cuadro que la angustiaba y al mismo tiempo, asustaba. Tardó un rato en darse cuenta. Pero al fin, vio las sombras en las ventanas de alto. Dos, la de un hombre y una mujer discutiendo. Y en la parte inferior, hojas revueltas y un prendedor plateado. El suyo.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Escapó de la maldición pero descubrió que su novio es tan desagradable como la maldición del conde.
Tal vez descubra como liberarlo, con la esperanza de que se separe de la condesa.